La casa de los espíritus
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El conde Capítulo VIII Ese período habría quedado sumido en la confusión de los recuerdos antiguos y desdibujados por el tiempo, a no ser por las cartas que intercambiaron Clara y Blanca. Esa nutrida correspondencia preservó los acontecimientos, salvándolos de la nebulosa de los hechos improbables. Desde la primera carta que recibió de su hija, después de su matrimonio, Clara pudo adivinar que la separación con Blanca no sería por mucho tiempo. Sin decirle a nadie, arregló una de las más asoleadas y amplias habitaciones de la casa, para esperarla. Allí instaló la cuna de bronce donde había criado a sus tres hijos. Blanca nunca pudo explicar a su madre las razones por las cuales había aceptado casarse, porque ni ella misma las sabía. Analizando el pasado, cuando ya era una mujer madura, llegó a la conclusión de que la causa principal fue el miedo que sentía por su padre. Desde que era una criatura de pecho había conocido la fuerza irracional de su ira y estaba acostumbrada a obedecerle. Su embarazo y la noticia de que Pedro Tercero estaba muerto terminaron por decidirla; sin embargo, se propuso desde el momento que aceptó el enlace con Jean de Satigny que jamás consumaría el matrimonio. Iba a inventar toda suerte de argumentos para postergar la unión, pretextando al comienzo los malestares propios de su estado y después buscaría otros, segura de que sería mucho más fácil manejar a un marido como el conde, que usaba calzado de cabritilla, se ponía barniz en las uñas y estaba dispuesto a casarse con una mujer preñada por otro, que oponerse a un padre como Esteban Trueba. De dos males, eligió el que le pareció menor. Se dio cuenta que entre su padre y el conde francés había un arreglo comercial en el que ella no tenía nada que decir. A cambio de un apellido para su nieto, Trueba dio a Jean de Satigny una dote suculenta y la promesa de que algún día recibiría una herencia. Blanca se prestó para la negociación, pero no estaba dispuesta a entregar a su marido ni su amor ni su intimidad, porque seguía amando a Pedro Tercero García, más por la fuerza del hábito, que por la esperanza de volverlo a ver. Blanca y su flamante marido pasaron la primera noche de casados en la cámara nupcial del mejor hotel de la capital, que Trueba hizo llenar de flores para hacerse perdonar por su hija el rosario de violencias con que la había castigado en los últimos meses. Para su sorpresa, Blanca no tuvo necesidad de fingir una