La casa de los espíritus
307
Epílogo
Anoche murió mi abuelo. No murió como un perro, como él temía, sino apaciblemente en mis brazos confundiéndome con Clara y a ratos con Rosa, sin dolor, sin angustia, consciente y sereno, más lúcido que nunca y feliz. Ahora está tendido en el velero del agua mansa, sonriente y tranquilo, mientras yo escribo sobre la mesa de madera rubia que era de mi abuela. He abierto las cortinas de seda azul, para que entre la mañana y alegre este cuarto. En la jaula antigua, junto a la ventana, hay un canario nuevo cantando y al centro de la pieza me miran los ojos de vidrio de Barrabás . Mi abuelo me contó que Clara se había desmayado el día que él, por darle un gusto, colocó de alfombra la piel del animal. Nos reímos hasta las lágrimas y decidimos ir a buscar al sótano los despojos del pobre Barrabás , soberbio en su indefinible constitución biológica, a pesar del transcurso del tiempo y al abandono, y ponerlo en el mismo lugar donde medio siglo antes lo puso mi abuelo en homenaje a la mujer que más amó en su vida. -Vamos a dejarlo aquí, que es donde siempre debió estar -dijo. Llegué a la casa una brillante mañana invernal en un carretón tirado por un caballo flaco. La calle, con su doble fila de castaños centenarios y sus mansiones señoriales, parecía un escenario inapropiado para ese vehículo modesto, pero cuando se detuvo frente a la casa de mi abuelo, encajaba muy bien con el estilo. La gran casa de la esquina estaba más triste y vieja de lo que yo podía recordar, absurda con sus excentricidades arquitectónicas y sus pretensiones de estilo francés, con la fachada cubierta de hiedra apestada. El jardín era un desparrame de maleza y casi todos los postigos colgaban de los goznes. El portón estaba abierto, como siempre. Toqué el timbre y después de un rato, sentí unas alpargatas que se aproximaban y una empleada desconocida me abrió la puerta. Me miró sin conocerme y yo sentí en la nariz el maravilloso olor a madera y a encierro de la casa donde nací. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Corrí a la biblioteca, presintiendo que el abuelo estaría esperándome donde siempre se sentaba y allí estaba, encogido en su poltrona. Me sorprendió verlo tan anciano, tan minúsculo y tembloroso, guardando del pasado sólo su blanca melena leonina y su pesado bastón de plata. Nos abrazamos apretadamente por un tiempo muy largo, susurrando abuelo, Alba, Alba, abuelo, nos besamos