La reparadora de nubes y otras historias.

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La reparadora de nubes y otras historias.



LA REPARADORA DE NUBES Y OTRAS HISTORIAS.

TEXTOS.

ILUSTRACIONES.

JUAN SUKILBIDE.

MARIJOSE RECALDE.





marijose Recalde y Juan Sukilbide. Muy cerca el uno del otro pero cada uno con sus ocupaciones particulares. Ella la escultura, el dibujo, el grabado, la pintura. Él sus escritos y sus cuadros. Son pareja y ya habían trabajado juntos en otros proyectos, en talleres con chavales, en exposiciones conjuntas, en murales, en libros de artista… Ahora vuelven a coincidir en esta serie de cortos relatos e ilustraciones compuestas con telas de colores. Sobre un ala del avión las letras, sobre la otra los dibujos. La aeronave sobrevuela la cordillera, desciende y se adentra en las fértiles llanuras, pasa rasante sobre el océano y sus olas de todas clases, vuelve a elevarse hacia las nubes. Puertas y ventanas abiertas para que en el interior el aire que corre libre empareje palabras e imágenes. Unos pasajeros leen y sonríen, otros leen y se asombran, otros contemplan el horizonte y en esa lejana línea leen.


DOS GATOS. Jacinto Hespérides, un ilustrador valenciano famoso por el detalle y la fidelidad con la que representa escenarios y sucesos medievales, recibió ayer un premio dotado con siete mil euros y el compromiso por parte de la editorial que concedía el galardón de publicar a nivel nacional sus tres próximos cómics. La alegría le hizo recordar otro momento de gran orgullo cuando, teniendo él siete años fue a casa de su primo Jorge, de tres, con el que se llevaba muy bien y al que le acababan de regalar dos gatos, uno blanco y otro negro. Entonces los padres del niño le contaron entre risas qué nombres había puesto el chiquillo a sus mascotas. Al negro le había puesto Jacinto. ¿Y al blanco…? Al blanco le había puesto también Jacinto



DOS HIJOS El hijo mayor de Binata de 23 años y el segundo de Jawara, de 22, se marcharon sin despedirse de nadie, sin avisar, tenían más que prohibido hacer nada así. Las dos familias comparten casa, los dos chavales estudiaban en la escuela de electricidad. (Uno ha vendido su moto y el móvil, el otro un televisor relativamente nuevo y además ha pedido un préstamo a su padre. Los dos escuchaban la radio en inglés a escondidas.) Han pasado tres semanas desde ese día y no tienen noticias de ellos pero sospechan que, como tantos otros, estarán intentando llegar a Italia o a Grecia. Sus madres ni siquiera saben si han cogido una embarcación o van por carretera, quizás hasta Libia. El muchacho de Ramatulai sí que llamó. Bueno, no él, unos ladrones que lo habían capturado. Le golpearon hasta que les dijo el teléfono de sus padres y a ellos les pidieron un rescate de cuatrocientos mil francos cfas. No pudieron reunir tanto, ni siquiera la mitad, pero parece que fue suficiente. Binata y Jawara por economizar comparten muchas cosas, también el teléfono. Sin embargo a las dos les da miedo, ninguna lo quiere llevar encima, lo tienen en una repisa alta, junto a las dos linternas. No suena casi nunca pero cada vez les da un vuelco el corazón. SI no suena no es la peor señal, a menos que pase mucho tiempo. Si suena sólo quieren oír la voz de su hijo confirmándoles que ha llegado y que está bien. Un martes alguien le contó a Binata que habían encontrado un grupo de jóvenes muertos en un camión que trataba de entrar en Francia. No le dijeron que entre ellos estuviera su hijo pero ella tuvo un ataque de ansiedad. Gritó, lloró, tiró al suelo la ropa recién lavada y tendida… y fue a por el teléfono. Le escupió, salió fuera y furiosa lo arrojó al pozo seco del patio de atrás. Cuando por fin se calmó buscó a Jawara y lloraron juntas, pero casi sin hacerse oír. Esa noche no pudieron dormir. A las cuatro de la madrugada, las dos en la misma cama, se sobresaltaron con el sombrío sonido, semienmudecido de su teléfono.



EL ARQUERO Alba y su hermana Ana salen cada mañana a pintar. Este agosto todos los días al camino junto al arroyo. Alba es cuatro años mayor y con delicadeza le sugiere a Ana maneras de trazar el perfil de un tallo o el color de una hoja confundida entre otras muchas más sobresalientes. Al mediodía comen en el patio de la casa, duermen un poco y por la tarde meriendan con el resto de la familia y los amigos. Bajo el porche y en sendos caballetes descansan los cuadros esperando al día siguiente. Esa rutina les encanta, el equilibrio entre hacer y mirar, la alternancia entre confeccionar y contemplar. Pero Ana sospecha que a su hermana le decepciona comprobar cómo la menor no sigue escrupulosamente los consejos de la otra. Ana no se atreve a decirle que su dibujo es diferente porque creyó ver -entre las vibrantes zarzas o tal vez más tarde, en el óleo seco- el rastro de un pequeño arquero, que ella quiso pintar esa huella y que teme que si la ignora no sabrá más de él.



EL LUCHADOR Sé que mi padre ha hablado con el padre de Mor. Ha ido a su casa con la excusa de que pasaba por allí para ver cómo iba la construcción de la nueva vivienda que se está haciendo un pariente nuestro en aquel barrio, del otro lado de la estación de autobuses. Otras veces he hecho ese camino con él. En la esquina donde vive mi amigo Cheik hay una palmera que debe de medir trece o catorce metros. Mi padre recuerda qué altura tenía esa palmera el año que su hermana se fue a vivir a Nbour, o hasta dónde llegaba el día en que conoció lo que era un frigorífico. Habrá llegado cansado, si es que no se ha caído por el camino. Aunque, como todos, procura seguir las rodadas en los caminos de arena, si se aparta para evitar a algún vehículo le puede ocurrir que por no levantar suficiente los pies, se tropiece y caiga. Y habrá parado donde Fatou para comprarse una bolsita de agua y sentarse diez minutos en su banco, donde suelen esperar algunos para usar el teléfono del locutorio. Pero quería hablar de la pelea. De la de mi hermano contra el hijo de Mor, mañana por la tarde, en el festival del segundo día de carnaval. Mi hermano Baakir no se va a dejar ganar, que es lo que más o menos le ha pedido mi padre porque quiere llevarse bien con Mor y no darle motivo para ninguna rencilla. Baakir es orgulloso, no le importa ponerse a mal con un anciano por mucho que sea el que organiza los desfiles y el que podría contratarnos para cobrar las entradas de los espectáculos en el Black and White o para limpiar la mañana siguiente.



EN LA IMPRENTA -Lo siento pero con su presupuesto no es viable hacer el catálogo que nos pide. Una de dos, o disminuimos considerablemente el número de páginas o lo hacemos en blanco y negro. -! Pero son cuadros ¡ !No podemos quitarles el color¡ -Imposible con ese dinero. Tres veces más es lo que costaría. -¿Y un papel más barato? O encuadernarlo con grapas en lugar de cosido… -Ni aun así. Sin embargo existe otra posibilidad aunque sospecho que me va a decir que no. De una impresión anterior nos sobraron unas tintas especiales que ya sé yo que no vamos a emplear en ningún otro encargo. Si quiere las podríamos utilizar aquí, aunque los colores no van a ser para nada fieles a lo que nos ha traído, serán otros, muy vistosos, porque es un material bueno, pero tendríamos que tratar las imágenes en el ordenador y sustituir los rojos por morados, los verdes por marrones y los azules por violetas, más o menos, pero para serle claro… todos los colores se iban a ver alterados. No, no, ya me doy cuenta que es una locura. -! Santo cielo ¡ ¿De qué serviría un catálogo que falsea las pinturas? ¿Quién lo iba a querer? -Le entiendo… Pero si terminara por aceptar esta opción tan poco ortodoxa yo en ese caso pondría una nota al principio explicando muy bien cuál es la conversión de cada color, así podrían por lo menos imaginar cómo son los cuadros de verdad. Y eso hicieron. Dejaron escrito en la introducción que la impresión no era fiel, los colores no se correspondían con los originales y que para hacerse una idea del desplazamiento tenían que tener en cuenta varias cosas. Por ejemplo: que el color de la fresa que sostiene la muchacha de la lámina en la página 12 no es el que aparece sino el que tendría esa fresa si pudiera madurar y volverse gentilmente sabrosa. Y que el tono de los ojos del montañero de la página 23 no es el que sale impreso sino el color que esos ojos mostrarán cuando deje de sentir miedo. Y para afinar aún más, el resplandor de atardecer de la última hoja no es veraz, sino que debía verse la luz de ese mismo día hora y media antes, cuando se distinguía también el cauce del río y podía verse la manera como rompía el agua en las orillas. Bastaría con aplicar el espíritu de estos tres saltos a todos los colores para ver las obras tal como son.



LA REPARADORA DE NUBES A las nubes no se las oye. No rozan ni silban ni raspan cuando chocan entre sí, un pájaro las atraviesa o se deshacen en lluvia. En una región perdida de Mongolia, una muchacha de nombre L. (que antes erigía esculturas de cebras y baobabs, de hombres delgados, cabezas formidables hechas de toda clase de materiales) tiene un taller donde repara nubes. Son nubes que han intentado parecer por demasiado tiempo lo que no son y eso les ha llevado a frustraciones, problemas de identidad, pequeños desgarros y tirones. Hubo una nube que cuando se dio cuenta de que había tomado el aspecto de un hermoso carro tirado por caballos no quiso dejarlo ir, se resistió y eso desembocó en una torcedura dolorosa. Otra se creyó que podía aparentar ser una torre al estilo de la de Pisa, con sus arcos y todo. Su denso empecinamiento provocó un serio problema en un vuelo entre Moscú y Dakar cuando el piloto vio que a su avión le costaba demasiado avanzar. Las nubes llegan hasta el estudio de L. (un lugar desierto donde nadie las ve descender para acomodarse en las praderas) y esperan su turno en esa especie de dispensario. La escultora entra en el interior de la nube y, tras mirarla muy detenidamente, ayudada de extrañas herramientas aprieta aquí, desata allá. Pronuncia encantamientos. En ocasiones canta y baila. Eso resuelve los síntomas pero luego queda la otra parte, la de convencer a cada una de las pacientes de que han de dejarse llevar y no deben encapricharse con ninguna apariencia, por mucho que les parezca deliciosa o magnífica.



SUSPENSIÓN DEL OLVIDO Por cada pantalón, calcetín, juguete, gorra, camiseta… que su madre retira del armario de Daniel porque ya no le sirven él hace un dibujo. Sin mostrárselo a nadie y sin contarlo. Como un reemplazo, un sustituto. Es la memoria en una sucesión de huellas. No representa exactamente la cosa perdida, puede ser algo que ese objeto le hiciera sentir. Pero es una prórroga de vida condicionada por la propia habilidad artística del chaval. Con el paso del tiempo, si mira uno de esos dibujos y ya no consigue identificar por qué lo hizo así, qué le llevó a pintarlo lo rompe en pedazos, más pequeños si es mucho el tiempo que ha transcurrido.



EL MEJOR El candidato a presidente nacional se pasea por el mercado, saluda y sonríe. En un puesto esquinado Dalma vende dibujos, estampas que reproducen el paseo marítimo y el puerto. Mira al candidato y le asombra que pueda saber de tantos asuntos como demostró en el debate de la televisión. Que tenga decidido qué hacer con los norcoreanos, los iranís, los canadienses, los mexicanos…. Con los rusos, los chinos, los palestinos… Y que al mismo tiempo sepa de impuestos, de cómo enseñar en las escuelas, reducir el gasto en los hospitales, intervenir en los monopolios, en los oligopolios, perseguir el consumo de drogas, establecer los horarios de los comercios, promover iniciativas para el uso del tren… Amable, correcto, atento, despierto, eficaz, las mejores cualidades en un nivel de excelencia allí donde esté, en Ojio o en Nubraska, en, Verhginia o en Nueve Yor. Tantas habilidades, tan exigentes condiciones no pueden darse a la vez en una misma persona. Es como querer jugar una partida en un único tablero que sea al mismo tiempo de ajedrez, de damas, la oca, el parchís. Los mejores sólo llegan aparentar que saben por dónde se mueven. Le resulta extraño igualmente que muchos conciudadanos tengan opinión formada sobre cada uno de esos problemas. Sobre el norte de África, el extremo oriente, el cono sur o el Ártico. Los nuevos contratos, las pensiones, el pago de la deuda, las subvenciones a los combustibles, las ayudas para renovar las viviendas, la compra de nuevos cazas, los sueldos de los controladores aéreos, las medidas para impedir la deslocalización de grandes empresas… Dalma vive ahora preocupada porque no puede pagar el dentista para su hijo. Al chaval los molares y los premolares se le están disparando en desafiantes direcciones y es muy penoso ver cómo su preciosa cara se vuelve cada día más fea. Ella ahora no puede pensar en nada más que esto.



FIEL Un amigo viene a verle todos los días. Entra en la casa sin despertar a nadie, sin molestar. Entra sin llamar. Álvaro le deja estar y tampoco le habla ni parece reparar en él. No le presta verdadera atención hasta que, por la tarde, coinciden en el estudio de pintura. Allí dentro, los dos solos, ya no quiere que se marche. Enseguida se siente bien con él y trata de seducirle con trucos. Extrae como por magia de los bolsillos de su amigo seres extraños, curiosas formas enrevesadas, aparentemente nuevas y de colores casi siempre festivos. En el juego y para seducirle se muestra cuidadoso, atento. Otros ratos prueba a ser divertido, ingenioso… Laborioso, espontáneo, racional, sensual. O disciplinado, riguroso, colérico… Usa tantas emociones y capacidades como están a su alcance. Pero nunca ha ganado ni un segundo extra de amistad con ninguna de estas ofrendas, con sus encendidas o equilibradas exhibiciones. Llegada su hora el otro se marcha, sin aspavientos ni fiestas, sin portazos ni malas palabras. Es puntual y constante, tremendamente cercano pero también impasible y distante. Hoy vino a las 7:53 y se marchará a las 18:46. Mañana vendrá a las 7:52 y se irá a las 18:47. Viene de muy lejos. En esta parte del año recorre, sólo para venir, 1.465 millones de kilómetros. Y siempre aparece.



DE NOCHE EN EL BOSQUE, La oscuridad se yergue como un globo hinchable y ahuyenta a los intrusos pero María es valiente y se acerca a las copas de los árboles, se estira todo cuanto puede -que es mucho- las libera de telas de araña, de nidos de pájaros, de desubicadas ardillas, sueños estancados, espíritus perezosos. Sólo así los pinos, los robles, las hayas pueden con sus copas en forma de pinceles y brochas terminar de ajustar las preciosas formas de las nubes y la posición exacta de unas estrellas que por descuidas o por rebeldes no siempre ocupan su obligado destino.



EN UN RINCÓN Jaime Kurse es un pintor famoso por sus elaboradísimos lienzos en los que refleja edificios formidables. Cúpulas deliciosamente iluminadas, espléndidas fachadas, complejas arquitecturas donde el detalle y la sobresaliente técnica dejan a muchas personas boquiabiertas. Jacinto Tolus es también pintor. Su trabajo es espontáneo, nada meticuloso. Pero envidia la factura con la que están realizados los cuadros de su colega. Le gusta imaginar que tras alguna de las muchísimas ventanas, de uno de los balcones en cualquiera de esos edificios majestuosamente pintados, en al menos una de las decenas de habitaciones habría una pared donde a alguien que viviera allí no le importara colgar uno de los cuadros de Jacinto.



FERIA DE ARTESANÍA. La convocatoria es solo para mujeres, las que están apuntadas en la asociación El Vergel. Van a poner un mercadillo el domingo 17, en la plaza de la Trinidad. Llevarán sus cerámicas, sus acuarelas, lo que cada una haya elaborado, tapices, jerséis… Precios módicos. Luisa tiene sus cosas de barro empaquetadas, forradas con papel de periódico, cada una con dos hojas, y una bola de papel en el interior. Las hojas son del Marca, que lo regalan como suplemento cada vez que compras la prensa en fin de semana. Tuvo mala suerte Luisa. Se le rompieron, recién terminadas, tres pequeñas jarras hará dos semanas. Fue cosa del perro de Anabel, Luna, que entró como entra siempre, al galope cuando su dueña sabe que ha de cogerle con fuerza la correa porque es una loca y nada más atravesar esa puerta ya se lanza hacia la terraza (nadie se ha dado cuenta de que es por el olor a barniz que usa en exceso Luisa, a Luna le pone loca) bueno, el caso es que las piezas estaban sobre la diminuta mesa de pino… Ha tenido que sustituir las rotas por otras, pero no suyas, que no le quedan, sino por unas que hace su marido. Ibon las deja preciosas, hay vecinos a quienes les guastan hasta más. Tienen otro acabado, curioso, detallista, eso no se puede negar, le reconocen un toque femenino. En la feria ella no va a decir que las hizo su pareja. Algunas compañeras son bastante intransigentes con estos detalles y no iban a consentir. Llegó Anabel a la feria. Con Luna. Anabel compró las tres jarras, alabándolas: has evolucionado, has mejorado mucho, esto no te conocía… Pronto comprobó que tenían sobre la perra un efecto de sosiego, de hecho solía sentarse cerca del aparador donde descansaban, allí se quedaba, mirándolas de tiempo en tiempo.



SOBRE LAS MOTOS. Janicee aborda entre doce y quince veces al día las jakartas, las motos/taxi de las que hay varios cientos en la ciudad. Es selectiva y no toma la primera que se encuentra. Si hay un grupo en el punto de reunión, por ejemplo el que está junto al ultramarinos o el del dispensario médico esperando clientes deja pasar hasta que está en primer lugar un conductor que le gusta. Le llama, se sube. Ya en la moto aprieta bien sus piernas contra el culo del chico. Y procura agarrarse a sus hombros primero, pero prefiere a su cintura. La mayor parte de la gente que circula así no necesita siquiera tocar al conductor, van sueltos y seguros, tienen práctica y han perdido el miedo. Otros se cogen a la barra trasera y es suficiente. Los prefiere en camiseta de tirantes, palpa el arco bajo la axila, el dibujo de las costillas. Hoy ha creído ver que un chico llevaba en la cintura, aparte del cordón en el que suelen atar sus amuletos, sus grigris, un rollo de papeles recogidos con mimo en un cilindro anudado con varias vueltas de hilo naranja. Ha supuesto que serían billetes grandes, quizás todo el capital de ese chaval. Janicee, cuando se acercan al final del recorrido, acerca su boca al cuello de él, aspira hondo, se queda con el olor. Si en ese instante pasan por un bache puede ocurrir que sus labios rocen inesperadamente el pelo, el cuello de la chaqueta, la carne oscura. Y cuando desmonta procura echar su mano al brazo desnudo, firme, se lleva su piel. Quiere creer que nadie se ha percatado de nada, se tiene por comedida y sigilosa. Pero su afición se le ha desorbitado sin ser ella consciente del enganche. Sí la han descubierto y entre los chicos bromean, se ríen, apuestan por ver quién será el elegido en la siguiente ocasión.



LAS ZAPATILLAS. Le he pedido repetidamente a Jairo que recoja sus zapatos y zapatillas. Que las guarde todas en el mismo lugar, el zapatero que tenemos junto a la terraza. Pero mi hijo a sus cuatro años se resiste. Le es más fácil tener las botas bajo su cama, las sandalias bajo la de su madre, las adidas en la entrada y los mocasines por donde tiene su cesta el Alex, el gato. De muchas maneras he tratado de hacerle ver que no puede ser como él quiere. Le argumento, le pido, le mando, le vuelvo a pedir. Anoche probé otra estrategia. Le conté una historia, cuando ya se había mét¡do en la cama. La de media docena de pares de zapatillas cuyo dueño –un crio de la edad de Jairo y con el pelo del mismo color- las abandonaba en los rincones más inesperados con lo que cuando las necesitaba el chico no siempre las encontraba o le llevaba un rato interminable. Así que en mi relato las zapatillas caminaban sin dueño, se buscaban unas a otras, se anudaban los cordones cada una con su vecina y formaban una muy fraternal larga cadena de amigas que se han echado de menos y no quieren separarse. Asumí que, si entendía mi mensaje, la conclusión de Jaime sería que convenía dejar todo el calzado en el mismo lugar, no presas unas de otras pero sí colocadas ordenadamente por parejas. A la mañana siguiente mi hijo se resistió a levantarse a su hora para ir a la escuela. Me explicó que con una fila interminable de zapatillas sus pasos iban a ser muchísimo más largos, con cada zancada avanzaría varios metros y en no más de dos minutos iba a llegar a la puerta del colegio.



ENCUENTRO EN LA CALLE. De niño Francisco se escondía detrás de las faldas de su madre. Era tímido y no le gustaban los extraños. Para él un extraño era cualquiera con el que no se sentara a comer todos los días, cualquiera con quien no compartiera el baño. Su madre se encontraba con alguien en la calle, se paraban a hablar. Por un tiempo interminable. Para él era como si les hubiera caído una barra de pan o una bolsa de leche de repente sobre las cabezas. Francisco se revolvía, iba de aquí para allá –sin separarse más de dos metros- hacia ruidos con la boca y por fin se pegaba a su madre y estiraba de sus faldas. Ella, que estaba acostumbrada a estas situaciones, ponía su gran mano sobre la cabeza de él con ternura pero con firmeza, para calmarlo y para detener su agitación. A los pocos minutos eso ya no servía y le avisaba con un castigo o le levantaba la voz y le miraba fijo a los ojos. De mayor Francisco recuerda esas situaciones. Evita topar con nadie. Si por él fuera saldría disfrazado, con bigotes, con sombreo, con peluca y con gabardina. Camina con su María, su pareja, y se cruzan con un amigo. Es ella quien habla. Ha ocurrido en muchas otras ocasiones, tanto que el paseante con quien se encuentran Francisco y su novia suele dirigirse muy preferentemente a ella y a él hay ocasiones en que ni le saluda, como si no lo reconociera, no estuviera allí o no le vieran. Eso no le importa. Pero se sigue impacientando igual que cuando niño. La diferencia, además de la edad, es que él ha crecido, es bastante más alto que su acompañante, no puede esconderse. No hace muecas, ni bufa, ni se revuelve en el sitio, ni estira de las ropas de su compañera… Ha encontrado una estrategia: dejar la mente correr libre. Piensa en escenas estrambóticas. Mantiene su cara de palo pero por dentro sucede un delirio. Sobre el escenario bajo su gorra, en la pantalla gigantesca que se levanta tras su frente ocurren episodios, unos cómicos, otros eróticos, o violentos, espectaculares. Apenas deja entrever una sonrisa y mira amable y confiado a quien tiene delante. Ha desarrollado con tanta habilidad este método de divertido escapismo y está tan estrechamente asociado a la vía pública que en una parte se alegra cada vez que ve acercarse un conocido.



HACER SITIO. Llevan desde septiembre del 2016 como compañeras de piso. Uno de dos habitaciones bastante parecidas en metros cuadrados solo que la de Elena es exterior y la de Berta no. La primera estudia físicas, la otra pedagogía. Elena es de acumular. Berta no. Elena con gran pesar renunció a traer su ordenador de sobremesa, el de la gruesa torre y la gran pantalla. Usan las dos el de Berta, un portátil muy apañado. Berta está agobiada por la cantidad de todo que tiene su compañera. Y Elena ha empezado a hacerle notar que en el Pc ya no caben más cosas y podría estallar cualquier día. Cuando les da por limpiar cada una lo hace donde no debe: en los asuntos de su compañera. A la vista del enfrentamiento en ciernes acordaron hacer limpieza. Una se desharía de según qué cajas de libros, de DVDs y de discos, la otra borraría de la memoria electrónica canciones, fotos, películas… Pero… ¿a cuántos archivos de música equivale un Lp de vinilo con su funda? Y ¿Cuántas películas digitales a cambio de cada disco compacto metido en su estuche? Esa fue una parte difícil. Estaban en ella cuando sucedió el accidente de Berta. Se rompió dos costillas. Vino su hermana mayor a ayudarla, una chica generosísima con su tiempo pero torpe con la informática, muy ruda. Tanto que a la primera semana cascó sin remedio el disco duro. Esta mujer, que sabía de las peleas entre las amigas, se sintió obligada a implantar una compensación. Por su cuenta y riesgo, un rato que se quedó sola, aligeró dos armarios y una estantería con el mismo tiento que hubiera empleado un tornado, con la sangre fría de un verdugo.



EXCLUSIVIDAD. Sí, entramos en la galería, Andrea, mi madre, la primera. No es que fuera por un motivo particular, pero solemos ir a ver qué tienen, nos gustan los cuadros, cada uno de nosotros tenemos nuestros artistas preferidos, para mí son Alex Muntalva y Elton Ferruire. En esta ocasión no pensaba yo que fueranos a llevarnos nada. De hecho solo estábamos haciendo tiempo antes de ir al musical Antorchas de Azerbaiyán en la calle 23. Pero todo se juntó. Vio algo que le fascinó y nos acompañaba, por casualidad, Clausy, la amiga del eterno chaquetón rosa en el que confía a ciegas a la hora de decidirse a hacer un gasto de estas dimensiones, digamos por encina de los veinte mil euros en una pintura. Vio el cuadro, uno donde destacaba una figura muy sugestiva entre avión y pájaro. Inmediatamente puso en marcha lo que ella llama en DCE, el dispositivo de comprobación de la exclusividad. No es una excentricidad, al contrario, en la zona donde vivimos se va convirtiendo en tendencia. Muchos ricos ya no buscan solo que la pieza que se llevan a casa sea original, hecha a mano, tenga firma de artista de éxito, necesitan que sea verdaderamente exclusiva. Lo que supone que no haya piezas parecidas, ni en la exposición ni que haya producido ese pintor antes. Y, esto es muy importante, que no se encuentren rastros como fotos o videos en los que salga esa obra. Por eso me puso a mí a repasar la página del autor para comprobar la singularidad -lo hice desde mi móvil- por eso mi hermano mayor se pasó un rato con el artista hojeando los catálogos en papel, actuales y antiguos; por eso hizo venir mi madre a Laura, la abogada, para que, con el representante del pintor, firmaran el documento que respalda esta condición tan privativa. Tras una adquisición como esta es frecuente que el orgulloso comprador organice un coctel de presentación de la obra en su casa. Ni siquiera allí están admitidos las cámaras ni los teléfonos móviles. Los convocó un sábado, a la hora del atardecer. Se juntaron más de cincuenta. Y todo pareció ir bien, bien como en otras ocasiones semejantes. Unos meses después Clausy me hizo una confidencia. Me dijo que estuvo a punto de sufrir un ataque de pánico cuando descubrió, en mitad de aquella velada, que el papel pintado que hay en ese salón, el floreado junto al piano, contenía un motivo dramáticamente –así lo dijo- semejante a la pintura protagonista. Por eso Clausy se pasó más de tres horas parada delante de aquel punto (pretendiendo sufrir una ligera torcedura de su tobillo que no le permitía moverse sin dolor) para ocultar el impreciso avión tras su ancha espalda.



ENTRE SATÉLITES. Claire Fountaine, como vigía y recolocadora de satélites, se mueve entre los miles de dispositivos orbitales que circundan el planeta Tierra. A ochocientos kilómetros de altura pilota una nave ligera, versátil, veloz. Su trabajo es acceder a los satélites que precisan de asistencia técnica, pequeñas reparaciones que pueden hacerse sin necesidad de abandonar el vehículo, ayudado por unos brazos dotados de herramientas. Se cuida de las antenas, los paneles solares, los propulsores, las baterías, las lentes, los sensores… Es frecuente que le toque resituar los aparatos porque estos han perdido altura, se han desplazado de su órbita o hay que hacer sitio a los nuevos, que son muchos en un tiempo en que tres de las cinco mayores fortunas tienen como negocio principal la colonización del espacio y la puesta en órbita de ingenios para las telecomunicaciones y el control ciudadano. Claire hace turnos de quince días. Duerme en el mismo asiento desde el que tripula, muchas horas se le hacen interminablemente largas. En ocasiones le toca destruir un satélite. Porque está viejo, porque es irreparable. Entonces lo coloca en una órbita muy alta y dispara sobre él un rayo que lo pulveriza. Una noche soñó que ordenaba los satélites como si fueran a jugar un partido de fútbol: dos equipos de once jugadores, en una disposición para cada uno de ellos de tres líneas, tres defensas, cuatro medios y tres delanteros, además del portero. Así los veía situados desde su monitor y desde su pequeña ventana. Los había agrupado antes por colores: los del rango de azules y verdes frente a los que eran mayoritariamente naranjas y rojos. Imaginaba sus movimientos, las trayectorias que seguirían en caso de ser jugadores, con la luna como gran balón y dos constelaciones, una en cada extremo del espacio visible, como metas.




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