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Perfiles de mi Tierra EL DOCTOR VALENCIA
Don Julio Valencia Valderrama, fue un abogado arequipeño y profesor en la Gran Unidad Escolar CORONEL BOLOGNESI. Era gordo, mediano de estatura, moreno, de cejas endiabladas, ojos pequeños, de cabello entrecano y rebelde. Siempre bien vestido. Olía bien. Hombre inteligente sabía que las personas mayores, especialmente si son gordas, deben oler siempre a perfume o colonia.
Mi promoción, de la educación secundaria lleva su nombre. Éramos rebeldes y demostramos esa rebeldía imponiéndonos, primero a los compañeros de la sección de Ciencias, nosotros estudiábamos Letras, en preferir sobre héroes, mártires o santos, a un personaje que vivía y coleaba, en todos los sentidos, como era el doctor Valencia.
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De aquel grupo de bolognesianos varios han partido. El primero en irse fue Edgar Aldana, hijo de la señora Chela que había sido nuestra primera “auxiliar” en el primer jardín de la infancia que se instaló en Tacna, bajo la dirección de la inolvidable señorita Enma Gomero; a los pocos años murió Richard Diez Corrales, delgadito, cegatón, bueno como el pan; después supimos que había fallecido, en una situación confusa, me parece que en el Cuzco, Julián Choque Parihuana; Carlos Vega Tejada, nuestro inolvidable “Chino” se fue también un día de tantos; de pronto nos dejó José Velarde Ale, “Pastegas” y lo acompañó al poco tiempo Carlos “Chamaco” Arenas Gonzáles, que dedicó su vida a la docencia de niños, Luis Valer Rejas, Luis Valente Rosssi, médico; Alberto Alanoca Vargas y Juvenal Ordoñez Salazar, Congresista por Tacna. Los años pasan, inexorables, y nosotros los de entonces ya no somos los mismos.
El doctor Valencia no era profesor, pero era un maestro nato. Me gusta hacer la diferencia. Profesor es que el transmite conocimientos, el que cumple con un programa, maestro es el que educa, el que deja huella porque sabe llegar a sus jóvenes alumnos. Hay muchos profesores, pero poquísimos maestros. Con las nuevas leyes de educación nos habríamos perdido a un maestro como el doctor Valencia por el hecho de no tener el bendito título pedagógico que hoy es tan fácil de obtener estudiando en institutos de tercera y hasta “a distancia” , vía Internet.
Don Julio nos enseñaba Filosofía y Lógica apoyado en los textos de los doctores Francisco Miro Quesada y Augusto Salazar Bondy. Más allá de aquel silogismo clásico de que todos los hombres son mortales, Juan es hombre, luego Juan es mortal, no aprendí mucho. Sin embargo, para siempre se nos quedó grabado que, en Alemania, según él, salía un puño de la puerta, directamente al rostro del que osara tocar el timbre o llamar a la puerta más de tres veces porque, se suponía, que o no estaban los dueños de casa, o no nos habíamos anunciado o simplemente no querían recibir visita. Esto, que ahora valdría también para los impertinentes que llaman por el celular muchas veces y no caen en la cuenta que molestan, es norma en mi vida.
Otra enseñanza era aquella de que las personas educadas debían llevar siempre cuatro pañuelos. Uno para sonarse la nariz, el segundo para extenderlo en los bancos de los espectáculos, el tercero para ofrecer a las damas, cuando se baile la marinera y el último para lucir en el ojal. Porque, decía, usted no sería tan grosero de ofrecer a las damas aquel pañuelo con el que se haya limpiado los mocos.
También decía, siempre aludiendo a los alemanes, por quienes no sé por qué tenía especial fijación, que allí un hombre alguna vez recogió del suelo un clavo torcido y que lo enderezó con una piedra. Ahora ese hombre, dijo, tenía una fábrica con maquinarias capa- ces de fabricar diez mil clavos por segundos. Esto, que, por supuesto era una exageración, causaba nuestra gracia y reíamos mucho. Entonces él nos decía, “se ríen, claro, la ignorancia es atrevida señores”
Recuerdo que en clase uno de nuestros compañeros, miembro de una conocida familia tacneña, se sonó la nariz con inusitada fuerza emitiendo horrendo sonido. El doctor Valencia interrumpió la clase, miró con furia al provocador y lo echó diciendo que lo expulsaba del aula porque él conocía a su padre que era un caballero. Afirmaba que las necesidades biológicas son el uno, el dos por detrás y el tres es, sin duda, el sonarse los mocos que si se hace en público constituye una falta de respeto porque quienes estén cerca se imaginarán la porquería que sale de la nariz.
También nos recomendaba que siempre deberíamos vestir la ropa interior limpia y los calcetines sin agujeros pues, decía, nadie sabe cuándo le puede suceder un accidente o sufrir un desmayo intempestivamente. Otra recomendación, que no olvidamos, era que siempre, en todo lugar, al servirnos los alimentos lo debíamos hacer usando el cuchillo y el tenedor. Por ningún motivo los alimentos se debían tocar con las manos. Hasta hoy desgrano el choclo de acuerdo con sus acertadas enseñanzas. Más de un malvado corría la voz que el buen don Julio, en la campiña, con sus amigos, hacía alarde de usar los diez dedos de las manos.
Debo agregar que don Julio no debía haberse llamado don Julio sino don Juan. Quiero decir que fue un grandísimo gozador. Creo que su vida fue plácida, simple, alegre, pícara. Cierro los ojos, lo escucho y lo veo. Cómo quisiera volver a conversar con él.
TRADICIÓN ANCESTRAL
El orégano representa una práctica agrícola y tradicional, especialmente en la zona altoandina tacneña.