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CARLOS ALETTO

JUAN MAISONNAVE

JUAN PABLO CINELLI

Oliverio, el niño poeta

Lúcido beodo

La fiesta de Oliverio

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SUPLEMENTO LITERARIO TÉLAM I REPORTE NACIONAL

AÑO 6 I NÚMERO 268 I JUEVES 19 DE ENERO DE 2017

Simplemente Oliverio Medio siglo después de su muerte, ocurrida el 24 de enero de 1967, la obra poética de Oliverio Girondo sigue siendo una de las más irreverentes y desafiantes de la literatura argentina.


RECUPERAN 400 PIEZAS CULTURALES QUE ESTABAN ILEGALMENTE EN LOS EE.UU. Más de 400 piezas culturales pertenecientes a Perú fueron repatriadas por los Estados Unidos en un acto celebrado en la embajada del país sudamericano en Washington. Entre los artículos devueltos se encuentran 296 cerámicas y 51 textiles que datan del siglo VIII, y también elementos de la civilización Chancay, que vivió hace más de mil años. Un vaso peruano de estilo Nazca,

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REPORTE NACIONAL

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un peine y un collar también se encuentran en la lista de piezas provenientes de la cultura Moche. El embajador peruano en los Estados Unidos, Carlos Pareja, declaró que con el apoyo de agencias estadounidenses como el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), se podrá “luchar contra el comercio ilegal de antigüedades y liberar a nuestros países del flagelo del tráfico cultural”.

JUEVES 19 DE ENERO DE 2017

Oliverio, el niño poeta CARLOS ALETTO

Un adulto es un niño que se ha olvidado de jugar. La clave que cruza toda la obra de Oliverio es, principalmente, el juego, que no solo atraviesa su poética, sino que lo trasciende 50 años después de su muerte.

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a obra de Oliverio aparece en el momento preciso en el que la literatura, en general, empezaba abandonar el estado sombrío, el carácter sufriente, la forma estricta del escritor en soledad frente a la inmensidad del universo. Otro hubiese sido la Historia si el hombre de la caverna hubiera sabido reír, decía Lord Henry en El retrato de Dorian Grey. Pero la solemnidad dominó el territorio de la literatura y del arte en general. Aunque en la Argentina eran pocos los autores que habían abandonado (aunque sea en algunos versos) lo ceremonial del poeta. Oliverio sigue manteniendo algo de esa característica ritual, pero utilizada con carácter lúdico: juega a ser poeta. La voz en las cintas magnetofónicas que aún se conservan, tiene la gravedad de los poetas románticos o modernistas. La voz grave, de poeta serio (de pipa y gato), recita los poemas del libro En la Masmédula, pero con la voz impostada del académico del monóculo de Espantapájaros. Cuando Oliverio publica en 1922 sus Veintes poemas para ser leído en el tranvía e, incluso en 1925, Calcomanías, en el “Parnaso ar-

GIRONDO. OLIVERIO ES UN NIÑO DIVERTIDO QUE INCOMODA CON SUS VERDADES, CON SU POESÍA, CON SU ALEGRÍA.

gentino” –como se puede leer en las críticas de la época del diario La Nación, o de las revistas El Hogar y Nosotros– no era muy prolífico el juego y el humor en la poesía argentina. Cierto aspecto en los versos de Lunario sentimental de Lugones, heredado del simbolista francés (nacido en Montevideo) Jules Laforgue; hay cierto encanto lúdico en una parte de la obra de Baldomero Fernández Moreno, en Luis Cané; algún intento de Enrique Banchs con breves notas en la revista Atlántida, el “sutil humorismo lírico” de Conrado Nalé Roxlo, según explica en la época el poeta humorista Enrique Calzadas Méndez. En el prólogo de Pintura Moderna, Oliverio nos da la clave de su juego poético, al describir la “impermeabilidad” de quienes suponen que el arte es una copia de la naturaleza, y se refiere al cubismo como un “un juego cuyo objeto consiste en provocar la in-

dignación de los espectadores”, pero resalta la lógica que posee ese movimiento artístico y la “honestidad mayor” de esa propuesta. En su poesía lo que atraviesa con coherencia toda su obra es ese juego, una provocación que indigna a ciertos lectores estructurados. Es ese juego humorístico el que aún permanece 50 años después de su muerte, no solo que lo atraviesa, sino que lo trasciende, ayudado quizá por la película taquillera El lado oscuro del corazón, de Eliseo Subiela, cuyo personaje, Oliverio (Dario Grandinetti) es un poeta que busca una mujer capaz de volar y recita los poemas de Girondo (también de Gelmán y Benedetti). Lo que perdura en el lector es su ruptura permanente en concordancia con las vanguardias históricas: También se recuerda la historia de la promoción de su libro Espantapájaros, con el gigante académico sobre un carro fúnebre paseándose por la ciudad y las bellas chicas vendiendo los 5000 ejemplares en menos de un mes. Es decir, se recuerda esa premisa de romper la frontera entre el arte y vida, romper todas las fronteras, incluso las genéricas y las formas. Pero to-

dos estos recursos son juegos y divertimento. El humor es clave en su obra. Es más, su coherencia está estructurada en el humorismo, la forma en la que para muchos la literatura se hace adulta: el español Cervantes con el desopilante Quijote, el inglés Fielding con sus sátiras y el francés Rabelais con Gargantua y Pantagruel son ejemplos claros de lo que decía Oscar Wilde: “La literatura es una cosa demasiado importante para que pueda hablarse siempre de ella con seriedad”. Para Enrique Molina, quien escribe el prólogo de las Obras Completas, el humor de Oliverio nace de “una diferencia de niveles, de una desproporción. La conciencia de las posibilidades infinitas del ser en pugna con los límites de la condición humana, hace brotar ese orgullo resplandeciente, como un desafío.” Un humor negro que contiene la

obra poética de Oliverio, dice Molina, es “el grado supremo del humor poético”. Sin embargo, no es evasión, es una forma de cuestionar la realidad, de incomodar al lector, quien se puede indignar por prender lámparas y abrir los ojos ante la mediocridad que lo rodea. Oliverio incomoda con la verdad que nos dice un niño, quien se para ante un objeto o una persona y nos dice la descarnada verdad, y entonces surge la desesperación de los padres por hacerlo callar frente al enano (un niño con barba) o a la gorda gigante que señala insistentemente con el dedo. Oliverio es un niño divertido que incomoda con sus verdades, con su poesía, con su alegría de decirlo todo de mil formas diferentes. Todos los niños tienen algo de Oliverio. Y no es una literatura infantil, todo lo contrario: indaga como un adulto en nuestra infancia pasada, nos busca en nuestros recuerdos, en nuestra desfachatez. Ahí está Oliverio hoy, una década después. El niño que dice la verdad, el niño que ama con sus versos. Cincuenta años después de su muerte también se recuerda (porque ignorarlo) su amor con la bella escritora Norah Lange, retratada por Leopoldo Marechal en su Adán Buenosayres como Solveig Amundsen y de la cual se ha dicho (y creo que nadie lo puede comprobar) que fue novia del joven Jorge Luis Borges, quien sí le prologó un libro en 1925. Lo cierto es que Norah fue una mujer disputada por escritores y en la cual Oliverio ganó la contienda y, no solo eso, sino que mantuvo una relación desde el año 1933 hasta su muerte. Hoy nos queda su poesía lúdica, pero que nunca deja de reírse de nosotros (y con nosotros: su poesía es una comparsa poética). La poesía de Oliverio pasó por varias etapas (al menos tres señala la crítica girondiana) pero nunca su yo poético se convirtió en un adulto, porque él fue un poeta que se hizo grande, pero nunca se olvidó de jugar. El mejor deseo de un padre para su hijo es que nunca deje de ser Oliverio.


VIAJE A LA NOSTALGIA: 100 AÑOS DE HISTORIETA ARGENTINA El MuHu-Museo del Humor inauguró, la exposición “100 años de historieta y novela gráfica en Argentina” –que podrá ser visitada hasta el 20 de marzo–,un recorrido por el carril “serio” de esta disciplina –no se incluye el humor gráfico aquí–, y donde se pueden hallar obras originales de algunos nombres clave de ilustradores y guionistas como Alberto Breccia,

Francisco Solano López, Héctor Oesterheld y Robin Wood, entre otros. El recorrido se presenta así como un emotivo viaje a los recuerdos de la infancia, y por el itinerario se suceden personajes entrañables de todas las épocas como Nippur de Lagash, El Llanero Solitario, El Eternauta, Mandrake el Mago, Cisco Kid o Bull Rockett, sin contar los ejemplares de las revistas en las que aparecieron.

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Lúcido beodo JUAN MAISONNAVE

Tratemos de responder (sinceramente) si entre los poetas, novelistas, críticos y lectores hay, más allá de la exploración y asombro adolescente del autor, quién sigue leyendo a Oliverio Girondo.

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ran los 90, yo tenía 13 o 14 años, conocía a Borges y a Bioy, pero nunca había oído hablar de Girondo. Hasta que me lo presentó el recientemente fallecido Eliseo Subiela con su film El lado oscuro del corazón. Darío Grandinetti, echado en una cama junto a la señorita con la que acababa de tener sexo, con voz engolada y expresión solemne, recitaba un poema que describía partes del cuerpo de la mujer como si se tratara de un cuadro de Archimboldi. Cutis de durazno, pechos como magnolias o pasas de higo. Después busqué el poema (por suerte olvidé rápidamente la película), que venía en un libro llamado Espantapájaros (Al alcance de todos), de un tal Oliverio Girondo. Como sucedió el año pasado con Rubén Darío, a 50 años de la muerte del autor de En la Masmédula proliferarán recordatorios y homenajes de todo tipo y color. Habrá, sobre todo, un recuento de anécdotas en las que participó como el dandy incorregible que era. La vez que, en un homenaje a Ricardo Güiraldes en la Sociedad Rural, le birló la cita a Borges, su prima Norah Lange, con quien se casó. La vez que presentó su libro Espantapájaros montando un muñeco desmañado a una carroza fúnebre que circuló por el centro de la ciudad. O esa otra –mi favorita, la cuenta Jorge Aulicino– en que, compar-

tiendo mesa junto a una azorada y compungida Olga Orozco, almorzó literalmente polenta con pajaritos. En un momento retiró su plato y expresó que no podía comer mientras “una ninfa” estuviese llorando a su lado. Pero ¿quién lee hoy a Girondo? ¿Hay, entre los poetas, entre los novelistas en actividad, devotos lectores y admiradores del juglar del Grupo Sur? ¿Es un autor que se descubre en la adolescencia y no resiste bien el paso del tiempo? Oliverio Girondo conjuga como ninguno una época: la bella época, en la que los intelectuales porteños practicaban un dandismo criollo que, más allá del gesto, las poses y provocaciones, la salida ingeniosa, nunca caía en la crasa banalidad ni en lo frívolo a secas. Todo lo que hacían –y hacían mucho: veladas culturales y grandes jodas libertinas, declamaciones, viajes, manifiestos y revistas, como la mítica Martín Fierro, que Girondo fundó con Norah Lange– delataba una educación y una cultura soberbias, un cosmopolitismo que no se cuestionaba (aunque Girondo tuvo su etapa nacionalista y telúrica: Campo nuestro, 1946), y una pasión por el arte y la literatura nunca neutral, nunca inocente, una práctica que funcionaba como usina intelectual formadora de opiniones, gustos, camarillas y enemistades. Asociado –condenado, diría– a la representación de la vanguardia en nuestro país, a Girondo se lo lee siempre como exponente principal de ella. Fue simbolista y antimodernista: “¡Si Rubén no hubiera poseído unas manos tan finas!... ¡Si no se las hubiese mirado tanto al escribir!...” Aunque a lo largo de su vida haya desarrollado muchas formas, Enrique Molina, en la introducción a las Obras completas del autor, llevó toda el agua para el molino surrealista. Allí afirma que la propuesta de En la Masmédula había llegado más lejos todavía que Trilce, del peruano César Vallejo. Girondo quedó así muy anclado a la época y a una corriente poética. Sin embargo, nadie puede

afirmar ingenuamente que el estado de la poesía actual no le deba nada. Todo lo contrario. Suyos fueron –antes que de nadie– el nonsense, la sintaxis dislocada, la enumeración caótica, el sarcasmo, la frase ingeniosa con forma de máxima, las palabras imantadas que, unidas, daban nacimiento a otra –un “supervocablo”–, al decir de Molina. El poeta juguetón, el “lúcido beodo”. ¿Acaso no se percibe la influencia girondiana en las letras del primer Spinetta (Almendra y Artaud) y en la erudita ironía de los poemas de Susana Thénon, en su libro Ova completa (1987), por mencionar sólo dos ejemplos, pero bien diferentes y de diferentes zonas de la cultura? Quizá volver por estos días a Oliverio Girondo sea recomendable. A cualquiera, al de los Veinte poemas… y Calcomanías,

GIRONDO FUNDÓ CON NORAH LANGE LA REVISTA MARTÍN FIERRO.

o al de los versos medidos y más melancólicos (Interlunio, Persuasión de los días). O al que desarticula el lenguaje hasta llevarlo a la vacilación en su obra más radical, En la Masmédula. Pero deben tomarse algunas precauciones. Como sucede con una banda que escuchábamos de adolescentes o un poeta maldito al que amábamos, el reencuentro tal vez sea menos satisfactorio que el recuerdo. Es lo que pasa, por lo general, con toda experimentación, con toda vanguardia, destinada a consumirse en un fogonazo, en una chispa de éxtasis efímero. En

muchas de sus páginas, sin embargo, Oliverio nos va a sacar más de una sonrisa y varios aplausos. Al poema, dice Girondo, “hay que buscarlo ignífero super-impuro leso / lúcido beodo / inobvio”. Y miren esto: “Que te enamores tan locamente de una caja de hierro que no puedas dejar, ni un momento, de lamerle la cerradura” (¡explicale ahora a Subiela que lo tuyo no era ni por cerca la solemnidad!). Y esto otro: “Lloremos y lloremos/ impudorosamente / sin tregua, ni descanso / durante largos años/ por más que estalactitas/ de lágrimas espesas/ ericen las riberas/ de nuestros lagrimales.” Con esa obra poética, con esa vida de pura intensidad literaria, es comprensible que, en enero de 1967, pensara que ya podía morirse tranquilo.


EN EL AÑO DE SU CENTENARIO, REEDITAN LA OBRA COMPLETA DE CARSON MCCULLERS Con motivo de una doble efemérides –durante 2017 se cumplen cien años de su nacimiento y los cincuenta de su muerte– el sello Seix Barral reeditará la obra completa de la escritora Carson McCullers, decisión que habilita una excusa para acercarse a una de las producciones más significativas del siglo XX. La editorial relanzará en Latinoamérica y España todos los libros de la autora de El

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corazón es un cazador solitario o Reflejos de un ojo dorado con nuevos prólogos a cargo de Paulina Flores, Cristina Morales, Jesús Carrasco y una traducción de un epílogo de Tennesse Williams. Nacida como Lila Carson Smith en Columbus (Georgia) el 19 de febrero de 1917, la autora explora la decadencia del Sur estadounidense mediante el retrato de sus miserables protagonistas.

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CONTRATAPA JUAN PABLO CINELLI

La fiesta de Oliverio Revisando y releyendo la primera etapa de la obra de Oliverio se puede encontrar una resignificación y una actualización permanente de su poesía, sobre todo comparados con algunos poetas de su época.

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o se puede hablar de la poesía argentina de las primeras décadas del siglo XX sin mencionar en un lugar muy destacado a Oliverio Girondo. No se puede hablar de vanguardias ni de personajes extravagantes de la literatura sin recordarlo. No se puede hablar de nada de lo anterior sin hacerlo extensivo a toda la literatura en lengua española, pero ya no de los primeros años sino del siglo completo. Lejos de envejecer o de quedar atornillada a una época, toda su obra poética puede volver a leerse hoy, a 50 años de su muerte, sintiendo las mismas cosquillas que sus versos provocaban a los lectores hace casi un siglo atrás, cuando publicó su primer libro, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), un trabajo tan revolucionario que es imposible encontrarle un par. Porque Girondo fue un revolucionario de la lengua en el más estricto de los sentidos, un escritor que primero puso al español patas para arriba y después se dedicó a reordenarlo según su propio gusto. Volver sobre Veinte poemas en 2017 es una experiencia que no perdió ni el encanto ni el espíritu juguetón con que Girondo lo compuso. La mayoría de sus textos no se corresponden con el formato de versos y estrofas de la poesía clásica, sino que fluyen sobre el torrente de la prosa poética,

aunque el estilo narrativo se percibe incluso en las composiciones versificadas. Y el español ya comienza a ser utilizado pensándolo antes de manera sonora que atendiendo a la tiranía del diccionario. Un desapego por la concordancia entre significado y significante que con el devenir de su obra Girondo iría llevando al extremo, hasta llegar a En la Masmédula (1953), non plus ultra de la desarticulación y rearticulación de la palabra y el lenguaje en busca resonancias disruptivas, tanto en las formas como en el sentido. Para entender que tan explosivo puede haber resultado Veinte poemas, libro al que enseguida se le sumó la edición de Calcomanías (1925), alcanza con extender sobre la mesa el mapa de la poesía argentina de la época y confirmar que Oliverio estaba varios cuerpos delante de cualquiera. La poesía de Enrique Banchs, por ejemplo, escrita con estricto apego por recursos y estructuras clásicas como la rima o el soneto, parece haber sido escrita con varias décadas de historia estética de diferencia respecto de los Veinte poemas. Sin embargo, Banchs era apenas tres años mayor que Girondo (aunque es cierto que para 1922 hacía más de 10 que ya había publicado su obra completa, para abandonar la literatura hasta su muerte en 1968). Comparar a dos escritores que

han dado algunas de las páginas más destacadas de la poesía argentina y cuyas producciones representan dos miradas estéticas tan diversas, puede resultar odioso. Pero el ejercicio sirve para notar el abismo que separaba a Girondo del resto: “Hospitalario y fiel en su reflejo/ donde a ser apariencia se acostumbra/ el material vivir, está el espejo/ como un claro de luna en la penumbra.” (Primera estrofa del soneto 59, incluido en el último libro de Banchs, La urna, de 1911) “A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones.” (Fragmento de “Nocturno”, uno de los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía).

A pesar de su brevedad, la diferencia entre ambos registros es elocuente y parece mucho mayor a los 11 años que en realidad los separan. Es posible pensar que Banchs era un escritor demasiado clásico, incluso para su época, y es cierto. Pero como se verá, no es esa la razón para explicar ese abismo: lo que ocurre en realidad es que Girondo escribía desde el futuro.

El mismo ejercicio podría realizarse con Alfonsina Storni, nacida en 1892 y un año menor que Girondo, quien en 1920 publicaba Languidez, en el que también combina algunas formas tradicionales, como tercetos y sonetos estrictamente rimados, con otros que, siendo más libres, tampoco se apartan demasiado de la rigidez de lo clásico. El resultado sería más o menos el mismo. Pero la comprobación definitiva de la modernidad de la obra de Girondo resulta de su cotejo con la de Leopoldo Lugones, que por entonces ya detentaba la corona de Poeta Nacional. La comparación era pertinente por entonces porque Lugones se había convertido en el metro patrón de la poesía argentina y por esa misma razón sigue siendo válida hoy. En 1922 Lugones publica Las horas doradas, otro de sus acostumbrados monumentos poéticos que representa todo lo contrario de lo que vino a proponer el trabajo de Girondo. Y mientras releer a Lugones hoy puede resultar arduo y hasta tedioso, volver a leer a Oliverio sigue siendo una fiesta. Hagan el siguiente experimento: lean primero “El dorador” (o al menos inténtenlo), el poema de 27 estrofas de cuatro versos endecasílabos cada una, con estricta rima consonante del tipo ABAB, que abre ese libro de Lugones. Luego lean “Exvoto”,

el extraordinario texto que Girondo les dedica a las chicas de Flores, y podrán comprobar ustedes mismos cuál es el tamaño de la brecha que separa a la poesía de Oliverio de todo lo que se escribía entonces. La diferencia con Lugones es radical y no se limita a una cuestión de formas, sino que también son distintos sus temas y ambiciones. Tal vez no pueda entenderse a Girondo sin el antecedente de Lugones. Mientras el autor de La hora de la espada se arrogaba el papel de guardián de lo sublime y escribía para la posteridad, con pretensión épica y el objetivo de labrar su nombre sobre el bronce (y buena parte de su vida la dedicó a la tarea de construir su propio pedestal), la idea que Girondo tenía de la poesía era la opuesta. En el texto que sirve de prólogo a Veinte poemas –“Carta abierta a «La Púa»”–, el poeta no se declara amanuense de las altas musas sino que, por el contrario, afirma que los suyos son poemas que cualquiera encuentra “tirados en medio de la calle” y que él los “recoge como quien junta puchos en la vereda”. Enseguida agrega con humor: “Yo no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua. Yo no pretendo sufrir la humillación de los gorriones”. Y lejos de ambicionar los grandes temas, reclama para sí el universo de lo cotidiano, al que define como “una manifestación admirable y modesta de lo absurdo”. De hallar esas perlas de lo admirablemente absurdo entre los pliegues de la realidad más pedestre, es de lo que se ocupó Girondo en sus Veinte poemas. Que por otra parte no fueron escritos para ser leídos ni en los claustros de la academia, ni en las salas mudas de las bibliotecas, ni en los cenáculos privados de la alta poesía, sino en los asientos de un tranvía, un tren o un colectivo. Lo que habita en sus páginas no es muy distinto de lo que cualquiera puede ver por las ventanillas durante el viaje, pero solamente pudo haberlo escrito un viajero del tiempo como Oliverio Girondo.


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