Caballo en llamas
Regresó un domingo en el tren de las once de la mañana, veinte años después de la guerra, y la noticia de su llegada corrió como un reguero de pólvora, y antes de que recorriera las cinco cuadras que separan la estación del bar Los hermanos ya sabíamos que había vuelto y salimos a esperarlo en la vereda. Era verano; un viento tórrido bajaba de las sierras levantando polvo, sacudiendo las copas de los aromos alineados a ambos lados de la calle principal y, mientras avanzaba, daba la impresión de que, a su paso, los viejos árboles se inclinaban para saludarlo. Desde lejos tuve la impresión de que no había cambiado: la misma manera lenta de caminar, con esas piernas chuecas que se quebraban a cada paso a la altura de las rodillas, inclinado hacia adelante como si la cabeza le pesara, flaco, como siempre, el bolso al hombro y las mangas de la camisa arremangadas. Pero, cuando al fin llegó a la puerta del bar, pude ver que su pelo ya no era de color castaño sino gris; hacía días que no se afeitaba y su cara estaba cubierta de una barba rala, desprolija, y racimos de delgadas arrugas se amontonaban alrededor de sus ojos. Dejó caer el bolso que cargaba y nos miró serio, achicando esos ojos azules que allí, en el pueblo, habían enamorado a más de una (aunque él nunca se diera por enterado o se hiciera el distraído cuando alguien le comentaba que las empleadas de La Imparcial o incluso las jóvenes maestras del Comercial Mariano Moreno hablaban sin parar de él, comparándolo con Steve McQueen), nos miró, digo, achicando los ojos, un rato largo, a los tres, uno por uno, como midiéndonos, y entonces dijo: “¡qué manga de putos!”. Eso dijo, y después se quedó callado. Nosotros también. Un silencio denso, incómodo. Hasta que de pronto lanzó esa carcajada suya, esa risa inolvidable que más que risa parecía un relincho, y fue escucharlo reír y venirnos todos sobre él al humo. El Gordo lo abrazó y lo levantó en el
aire y empezó a girar, mientras Ernesto le palmeaba la espalda, y yo ahí, mirándolo como si fuera una aparición, un fantasma. Y un rato después, cuando el Gordo, agitado y sudoroso, lo dejó de nuevo en el suelo y Ernesto me dijo "y, ¿no lo saludás?", recién entonces me di cuenta de que yo estaba llorando, aunque eso de llorar de alegría siempre me había parecido una exageración, y entonces Patricio se me acercó, me abrazó y dijo: -Lucas, Luquitas… -Eh, piojoso -le gritó el Gordo-, más respeto, doctor Valdés para vos... -¡Doctor! -exclamó Patricio-; doctor como tu viejo... Y entonces entramos al bar a los empujones, riendo a carcajadas, y el Gordo echó a los dos o tres clientes que había en el local, (acaban de avisarme que falleció un pariente, les dijo con tono compungido y una sonrisa tan grande en la cara que era imposible creerle), y después de que los tipos se fueron, protestando, gesticulando, empujados suave pero firmemente por las manazas del Gordo, Ernesto cerró la puerta con llave y corrió a sacar cervezas de la heladera y llenó platitos con maníes y aceitunas y rodajas de salame. Nosotros tres nos sentamos a la mesa, pero Patricio permaneció de pie un rato más, mirando el bar como alucinado, y cuando al fin se sentó el Gordo y Ernesto le palmeaban la espalda y le daban suaves trompadas en el hombro, como si necesitaran, al igual que aquel incrédulo de los evangelios, tocar para creer, palpar aquella carne ausente durante tanto tiempo. Veinte años de ausencia. Veinte años de silencio. Ninguna carta, ningún llamado telefónico. Lo único que supimos de él, después de la rendición y la evacuación de las islas, nos los contó Marcelo Soria, que también estuvo allá y volvió entero pero muy tocado y hablando poco. Tuvimos que interrogarlo durante días, con insistencia, hasta que Soria se decidió a contarnos que lo había visto en el Canberra, jugando al ajedrez, y aunque nunca en mi vida vi a Patricio jugar al ajedrez, en aquel momento mis ganas, mi esperanza de que estuviera vivo influyó, supongo, para que yo terminara de creer la historia de Soria. Parece que los inglesitos hacían fila para perder contra él que, sentado en el piso, las piernas cruzadas como un Buda y rodeado de una hinchada de soldados correntinos que lo vivaban como si estuviese ganado él solo la guerra que acabábamos de perder, jugaba casi sin reflexionar, como de memoria, moviendo las piezas con displicencia y cobrando cinco cigarrillos por partida. Esa fue la última noticia que tuvimos de Patricio. En esa época, cuando yo aún suponía que cualquier día lo vería aparecer por el pueblo o me lo encontraría de sopetón al abrir la puerta de casa, me lo imaginaba así, jugando al ajedrez hundido entre las penumbras de un barco inglés.
Pero el tiempo pasaba y Patricio no volvía. Su padre, el juez Augusto Freire, removió cielo y tierra para encontrarlo. Todas las relaciones que no utilizó para salvarlo de la guerra, las usó en esa ocasión para intentar dar con su paradero. Pero nadie sabía nada. Con el tiempo, llegué a pensar que Soria se equivocaba, que no era a Patricio a quien había visto sino a alguien parecido. Pero cuando volvíamos a interrogarlo, Soria sonreía y negaba con la cabeza y afirmaba que era él, el mismísimo Patricio Freire a quien había visto en el Canberra, ganando partida tras partida a un ejército de ingleses desilusionados o iracundos o incrédulos, sin levantar la vista del tablero y fumando los cigarrillos que los derrotados dejaban a su pies como una ofrenda. Al cabo de un tiempo, empezamos a desconfiar de aquella historia. Como dije, Soria no había vuelto bien de la cabeza: afirmaba que, hacia el final del conflicto, comandos ingleses habían desembarcado en el continente para llevar adelante una guerra de guerrillas que aún hoy continuaba, y cada dos por tres veía a la Virgen paseándose por las calle del pueblo con una ametralladora MAG1 al hombro, oía el silbido de bombas inexistentes, transmisiones radiales pidiendo fuego aéreo sobre el pueblo o la voz de Benny Hill cantando el Himno Nacional Argentino en inglés. Sin embargo, ahí estaba Patricio, de regreso después de veinte años de ausencia, sentado a una mesa del bar Los hermanos como si jamás se hubiese ido, tomando su segunda cerveza en el breve espacio de tres minutos. Y mientras yo me preguntaba dónde había estado y qué había hecho durante todo ese tiempo, veía pasar por mi cabeza, en el más completo desorden, imágenes de nuestra infancia y adolescencia: las mañanas en el colegio y las tardes de vagabundeo en el pueblo, los días en que salíamos a cazar vizcachas o íbamos a pescar o escalábamos la sierra, los domingos en la trasnoche del cine, las borracheras con el Gordo y Ernesto, aquella noche en que los cuatro, después de ahorrar durante semanas, fuimos a debutar al quilombo del pueblo, y Patricio que sale de una las habitaciones blanco, descompuesto, y más tarde las promesas de aquel día, cuando supimos que estábamos en guerra, promesas incumplidas. Demasiados recuerdos atropellándose en mi cerebro, imágenes que yo, sentado allí, en silencio, intentaba denodadamente unir a la figura de aquel resucitado que regresaba de la nada, ese fantasma venido quién sabe de dónde. -¿De dónde decís que venís? -escuché entonces preguntar al Gordo, los ojos fuera de las órbitas. -De las Falklands -respondió Patricio-. O de las Malvinas, como prefieras.
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FN MAG, ametralladora belga, calibre 7,62 mm.
Nos miramos los tres sin comprender. Por mi parte, en aquel primer momento -y quizás para no ver en esa categórica afirmación la prueba de que él también había vuelto loco, tal vez más loco que Soria-, pensé que sufría de algún tipo de confusión temporal. Nadie se atrevía a preguntar nada, y un incómodo silencio nos iba envolviendo, silencio interrumpido sólo por el canto frenético de las chicharras que, afuera, en las copas de los árboles, se resguardaban del golpe vertical del sol del mediodía. -¿Vos me estás queriendo decir que todo este tiempo, estos últimos veinte años, estuviste allá, en las islas Malvinas? -preguntó por fin el Gordo. -Eso mismo te estoy diciendo -afirmó Patricio mientras terminaba, de un sorbo, su segunda cerveza. Entonces nos contó su historia, una historia improbable pero, dentro del marco general de improvisación que fue aquella guerra absurda, posible. Y, aunque tengo que reconocer que, en un primer momento, mientras lo escuchaba adentrarse en su relato, no le creí y llegué a pensar que, efectivamente, estaba loco, luego acepté su historia como real. En todo caso, ni en mis elucubraciones más delirantes habría imaginado lo que Patricio nos contó ese día. Habló con calma, hasta el anochecer, bebiendo cerveza tras cerveza. De vez en cuando miraba a su alrededor, se distraía, y de pronto clavaba la mirada en alguno de nosotros como si nos estuviese desafiando o nos echara algo en cara. Al menos, eso me pareció en aquel momento. Luego comprendí que nos miraba de esa manera porque ya había tomado una decisión y sabía lo que iba a hacer desde tiempo atrás, seguramente desde antes de abandonar las islas, y tenía claro que nos estaba mirando por última vez. Lo primero que dijo fue que no sabía por dónde empezar, y tomó un largo sorbo de cerveza. Quizás la mejor manera sea comenzar por la volatización del teniente primero Hugo Ramírez, la Chancha Ramírez, como le decían sus enemigos, es decir, nosotros, los conscriptos clase sesenta y tres bajo sus órdenes. O quizás debería hablarles antes que nada de mi posición en Sapper Hill, a unos dos kilómetros de Puerto Stanley o Puerto Argentino. O tal vez lo primero que habría que mencionar es el hambre, la falta de abrigo y de munición, las armas obsoletas, el frío, la lluvia, la nevisca, los pozos de zorro llenos de agua, la ausencia absoluta de planificación; pero sobre todo el hambre. Teníamos hambre todo el tiempo. Me refiero a nosotros, los soldados, porque el teniente primero Ramírez comía bien. La Chancha Ramírez hacía sus cuatro comidas al día. Tenía sus propias provisiones en una caja que cerraba con candado, y no las compartía con nadie. Y eso fue así desde el principio, desde los primeros días de la guerra, cuando todo era euforia patriótica, y nosotros, hundidos hasta las orejas en la turba, esperábamos al enemigo pensando que no vendrían. Eso es lo que
hacíamos: esperar sin esperar, esperar de mentira. Hablábamos de fútbol, de comida, de la Chancha, del frío, del agua en el fondo de la trinchera, de lo que haríamos cuando volviésemos a casa. Algunos de mis compañeros no dejaban de hablar de los ingleses que iban a matar si se animaban a venir. Estaban poseídos por una estúpida fiebre patriótica. Yo, lo confieso, nunca quise ser un héroe. Lo único que importaba era sobrevivir, volver vivo y entero. Ustedes saben cómo le rogué a mi viejo para que me hiciera zafar o, al menos, para que me acomodara en el continente. El viejo podría haberlo hecho sin grandes esfuerzos, conocía mucha gente, estaba bien conectado. Pero ustedes lo conocen, ¿no?, saben cómo es... Creo que los tres bajamos la cabeza al mismo tiempo, evitando su mirada, e inmediatamente después pensé en quién se atrevería a decirle que su padre, el viejo Augusto Freire, estaba muerto y enterrado en el cementerio del pueblo desde hacía tiempo. No hizo falta: Patricio era un tipo perspicaz. Afirmó con la cabeza, suspiró y preguntó: -¿Fue hace mucho? -Tres años -respondí-. Te buscó hasta el último día. Patricio sonrió. El podía hacerme zafar, repitió luego de un largo silencio y un sorbo de cerveza, le bastaba con levantar el teléfono y hacer unas llamadas, pero ustedes saben cómo es, como era, y lo que pensaba. Se lo pedí mil veces, gritando, llorando, invocando incluso la memoria de mi vieja. Creo que hasta llegué a amenazarlo con matarme. Pero no movió un dedo, no hizo nada salvo, claro, humillarme, decirme con desprecio que era un maricón, que si él hubiese estado en mi lugar se habría presentado voluntario, y que a pesar de todo iba a ir a las islas y cumplir con mi deber. Eso dijo. Y no hizo nada. Por suerte no hizo nada. Se quedó callado unos momentos. -Y yo que venía a agradecerle por no haber hecho lo que yo le suplicaba que hiciera. Patricio se sirvió más cerveza y miró hacia afuera. Estuvo un rato perdido en la contemplación del cielo, sin que ninguno de nosotros se atreviera a romper el silencio. Luego retomó su relato: No había que ser ningún genio para darse cuenta de que todo aquello venía mal barajado desde el principio. Si nosotros, que estábamos a pocos kilómetros de Puerto Argentino, no recibíamos provisiones, cómo sería en el interior de la isla. No había helicópteros suficientes, ni vehículos preparados para andar por la turba. En algún momento del día, la Chancha Ramírez se ausentaba: venían a buscarlo otros oficiales en un jeep. Volvía dos o tres horas después, bañado y con más provisiones para su alacena personal. Nosotros aprovechábamos sus ausencias para buscar comida. Nos turnábamos para recorrer los dos
kilómetros que nos separaban de Puerto Argentino y, una vez allí, llamábamos a la puerta de alguna casa y, medio en inglés, medio por señas, le pedíamos a los kelpers que nos compraran provisiones; les dejábamos una lista de comida y dinero, y, al día siguiente, pasábamos a buscar las compras. Me imagino que a muchos debíamos darle pena. Al día siguiente nos entregaban las provisiones, con el ticket y el vuelto. Había que tener cuidado de que no te encontraran alejado de tu puesto. Pero por lo general no pasaba nada, y así íbamos tirando. Un día fue mi turno de ir a buscar comida… Patricio hizo una nueva pausa, se sirvió cerveza y volvió a mirar hacia fuera. El sol del mediodía llenaba la calle desierta de un resplandor intolerable. Me revolví en mi asiento y la vieja silla de madera donde me sentaba rechinó lastimosamente. El ruido obligó a Ernesto a ponerse de pie de un salto, dirigirse al mostrador y traer un platito de papas fritas, aunque nadie había tocado aún las aceitunas ni el salame ni los maníes. Patricio aprovechó para indicarle con un signo que llevara más cerveza a la mesa y prosiguió... El día que me tocó ir a buscar comida nevaba. Una nevisca finita, molesta, que te empapaba enseguida. La Chancha se había ido a eso de las dos de la tarde, lo cual quería decir que volvería a eso de las cinco, antes del anochecer. Cuando el jeep desapareció de vista zigzagueando por el sendero embarrado, empecé a caminar hacia el pueblo. Caminaba lo más rápido que podía, con el FAL al hombro, hundiéndome en la turba y a campo traviesa, guiándome por el campanario de la iglesia. Pero medio kilómetro antes de llegar al pueblo, me topé con una casa aislada y decidí probar suerte ahí con la esperanza de ahorrarme un rato de caminata. La casa era blanca, de madera, con el techo a dos aguas de chapas rojas. A un costado había un corral vacío y detrás un galpón. Llamé a la puerta dos o tres veces. Nadie respondió. Cuando estaba por irme, la puerta se abrió y apareció un hombre. El kelper me observaba con una mezcla de miedo, curiosidad y pena. Tendría unos treinta años, era alto, delgado, y lo que más me llamó la atención en ese momento fueron sus dedos largos y finos como agujas, sus manos blanquísimas y bien cuidadas. Se quedó inmóvil en el umbral, en silencio, esperando, hasta que, en mi inglés rudimentario, le expliqué lo que quería. El asintió, sin dejar de mirarme. Yo le extendí el papel con la lista de las compras y el dinero, y le dije que pasaría al día siguiente. Cuando estaba yéndome, me pidió que esperara, entró en la casa y volvió a salir poco después con un poco de pan y unas manzanas. Le agradecí y, una hora más tarde, estaba de vuelta en mi posición. Al otro día, cuando la Chancha se ausentó, volví a la casa. El kelper me estaba esperando. Había hecho las compras y agregado algunas cosas de su bolsillo: una botella de
whisky, papas, unas latas de conservas. Guardé todo en mi mochila y, cuando me estaba yendo, me dijo que si en algún momento necesitaba ayuda no dudara en pasar por allí. Y ayuda necesité poco después, cuando los ingleses nos empezaron a tirar con todo y caían bombas y morterazos y llovían toneladas de turba y piedra, y nosotros nos acurrucábamos en el fondo de los pozos de zorro, aterrorizados. Nos salvó el piso de turba, que chupaba las bombas y amortiguaba las explosiones como arena movediza, salvo, claro, que uno de esos bebés te cayera justo encima, que fue lo que pasó a la Chancha cuando tuvo que salir del pozo de zorro para ir a cagar. No había hecho más de cincuenta metros en dirección a unas rocas cuando, de pronto, se volatilizó frente a nuestros ojos, desapareció, se convirtió en un humito que subía hacia el cielo, dejando en el aire frío un áspero olor a pelo quemado y carne chamuscada. En el fondo del cráter que había abierto el morterazo, vimos uno de sus borceguíes: había quedado allí como si su dueño lo hubiera olvidado. Al rato, uno recordó el cofre donde Ramírez escondía las provisiones. Salimos del pozo y, bajo el bombardeo, nos arrastramos hacia el puesto del teniente, pero alguien nos habían ganado de mano y, cuando llegamos, de aquel tesoro no quedaba más que un sobre de mayonesa y una solitaria latita de paté. Patricio bebió, se puso de pie y caminó hacia la vieja mesa de pool que ya nadie utilizaba y que el Gordo, con el objeto de protegerla, había cubierto con una lona. De un tirón, retiró la lona y se acuclilló en el extremo de la mesa para estudiar la superficie. A lo lejos, prosiguió Patricio, la cima de los cerros parecía en ebullición. Oíamos las hélices de los helicópteros, pero no los veíamos. Seguían bombardeando sin parar, y entonces empezamos a ver oleadas de soldados argentinos que se replegaban. Estaban a la miseria, empapados, quemados por el frío, heridos algunos, otros sin armas, en un estado de agotamiento indescriptible. Si hubiésemos tenido algún espejo, nos habríamos dado cuenta de que nosotros estábamos igual. Entonces uno de los que estaba conmigo dijo "yo me voy al carajo"; y fue escuchar eso y salir todos del pozo y correr para el lado del pueblo, cada cual por su lado o en pequeños grupos de dos, o de tres. En ese momento, Ernesto lanzó una risita aguda, nerviosa: -Pero flaco, ¿me vas a decir que no mataste a ningún inglés? Patricio estaba descolgando un taco del soporte que había en la pared, pero dejó el movimiento de su brazo inconcluso, giró y esbozó una sonrisa amarga: -Sí, maté un inglés, pero esa parte de la historia viene más adelante...
Patricio terminó de descolgar el taco, puso la bola blanca en el centro de la mesa, se inclinó y la golpeó con fuerza. La bola rebotó varias veces contra las bandas, antes de detenerse y quedar inmóvil otra vez cerca del centro. Yo me fui solo, continuó, muerto de miedo y de frío. Cayó la noche. Me perdí. Tenía la impresión -impresión que el miedo seguramente amplificaba-, de escuchar muy cerca gritos y órdenes en inglés. Sabía que si no lograba orientarme era hombre muerto. A lo lejos, se veían los haces de luz de los helicópteros. Estaba agotado. Me dejé caer junto a una roca y ya me estaba haciendo a la idea de morir ahí, cuando, entre la bruma, descubrí una lucecita lejana. Después de descansar un rato, me puse de pie y avancé hacia la luz. Era la casa de techos rojos donde había estado pocos días antes. Llamé a la puerta. Me abrió el mismo hombre que la primera vez; se acordaba de mí. Me hizo pasar, preparó té caliente, me dio de comer. Le conté que, muy pronto, el ejército inglés estaría entrando en Puerto Argentino, que la guerra había terminado. Él se limitaba a observarme. Sus ojos eran grandes, verdes, y cada vez que llevaba la taza de té hacia sus labios yo no podía dejar de mirar sus manos blancas, cuidadas, de uñas relucientes. Se llamaba William Styron, dijo. No parecía tener miedo, no digo de mí, que era una piltrafa humana y el único sentimiento que podía inspirar era piedad, sino de lo que sucedía afuera, no muy lejos de la casa: soldados, gritos, explosiones, disparos, aviones, helicópteros, una guerra. Creo que, en algún momento, tomé conciencia de lo absurdo, de lo grotesco de la situación: allí estaba yo, un soldado argentino casi desnutrido y agotado, embarrado de pies a cabeza, sentado en un cuidado living inglés, sosteniendo una taza de té humeante en la mano, charlando con un kelper que, por lo menos, debería haberme inspirado cierta desconfianza. Una situación surrealista. Entonces el hombre terminó su taza de té, se puso de pie y me pidió que lo siguiera. Me condujo hacia la cocina. En el piso, cerca de un montón de leña, había una trampa que permitía el acceso a un sótano. El hombre me dio una vela, un par de frazadas y dijo que podía dormir allí y que, por la mañana, después de haber descansado, podía seguir mi camino hacia Puerto Stanley. Bajé, dormí, y allí me quedé los siguientes veinte años, allí estuve hasta hace poco, dos meses atrás, cuando por fin decidí abandonar las islas… Por segunda o tercera vez desde que había comenzado su relato, el Gordo, Ernesto y yo nos miramos con desconcierto. Patricio arrojó el taco sobre la felpa verde, rodeó la mesa de pool, se acercó a una de las ventanas del bar y miró hacia fuera. La luz del sol le dio de lleno en la cara. Intenté imaginar cómo sería pasar veinte años dentro de un pozo; pensé que era eso lo que Patricio había intentado decir. Me equivoqué, por supuesto, porque entonces
Patricio retomó su relato y, mirándonos largamente con lo que creo ahora era una mezcla de desafío, orgullo y dulzura, dijo: William Styron fue el amor de mi vida. Hasta que la guerra concluyó y las tropas argentinas fueron repatriadas al continente y el ejército de Su Majestad se fue también a continuar sus guerras en otras partes del mundo, estuve escondido en aquel sótano. Poco a poco, todo volvió a la normalidad, la gente a la vida de siempre. William retomó su trabajo en el correo de Puerto Stanley y, durante el primer tiempo, cuando todavía existía el peligro de que me descubriesen, al regresar William del trabajo pasábamos la mayor parte del tiempo allí, en el sótano, juntos. Con el correr de los meses pude salir y hacerme ver y mezclarme con la población. William me presentaba como su hermano, venido de Londres poco tiempo atrás. El padre de William había muerto antes de la guerra y, por precaución, acondicionamos sus documentos, cambiamos la foto y falsificamos la fecha de nacimiento, y yo pasé a llamarme Edgard Styron, como su padre. Fueron los años más felices de mi vida… Patricio siguió hablando, haciendo largas pausas, bebiendo sin cesar vaso tras vaso de cerveza, los ojos llenos de lágrimas, bajo la mirada tensa del Gordo y los ojitos burlones de Ernesto y mi propia mirada incrédula, extrañada. Habló toda la tarde, hasta el anochecer, de cosas que nosotros, ahora lo sé, no podíamos o no queríamos comprender: el amor por aquel hombre, su gran amor, como lo llamaba. Y nos mostró fotos de William y de él, allá en las islas -fotos que el Gordo, como herido en lo más íntimo, apenas miraba, y que Ernesto, por el contrario, miraba durante mucho tiempo con la misma sonrisa de burla en los labios y negando a veces con un movimiento de cabeza-, y también enseñó el pasaporte falsificado, y cuando las luces a ambos lados de la calle se encendieron, yo ya podía imaginar cuáles serían los comentarios del Gordo y de Ernesto cuando nos quedáramos otra vez solos. Aquella historia y la vida que Patricio había decidido llevar era para ellos incomprensible, los vejaba de una manera estúpida pero al mismo tiempo brutal, y supe que ya no volverían a mirar a Patricio de la misma manera, ni a tocarlo del mismo modo. Yo, por mi parte, pregunté lo único que quedaba por preguntar, es decir, qué había sucedido con William, por qué Patricio había decido volver. Hace un año, a William le diagnosticaron cáncer, dijo Patricio. La enfermedad evolucionó muy rápido, los médicos lo desahuciaron, no había esperanza, sólo era cuestión de meses. William no quiso internarse, y lo último que pidió fue que no lo dejara sufrir. Y ahí tenés a tu inglés muerto, agregó Patricio girando hacia Ernesto con ojos llenos de furia y de lágrimas; yo mismo preparé los somníferos y el vaso de agua, le sostuve la cabeza para que
los tomara y después me quedé con él, recostado a su lado, mirándolo a los ojos, hasta que se durmió, hasta que dejó de respirar… En ese momento golpearon a la puerta, y detrás del vidrio vimos la cara descompuesta de Marcelo Soria que señalaba hacia el final de la calle. El gordo se precipitó a abrir, Soria entró jadeando en el bar y, sin reparar en Patricio, gritó: -¡Ataque inglés, ataque inglés…! Luego de haber pasado toda la tarde escuchando el relato de Patricio, salimos a la vereda con cierta sensación de irrealidad. Y, de pronto vimos aparecer al caballo corriendo por el centro de la calle, un caballo envuelto en llamas, los ojos fuera de las órbitas, relinchando y pateando, y detrás un hombre que lo perseguía con un extinguidor. La pobre bestia no llegó a correr mucho más. Un poco más lejos se desplomó, y el hombre llegó junto al animal y apagó el fuego que lo consumía, pero el caballo ya estaba muerto, la calle llena de olor a carne y pelo quemado. Gesticulando, moviendo frenéticamente los brazos, Soria corrió hacia el lugar y se puso a saltar alrededor del caballo: -¿No les decía yo que los gringos habían desembarcado en el continente?; ahí tienen, giles, ríanse ahora, ríanse nomás… Vamos a organizar la defensa, levanten barricadas, yo voy a casa a buscar las armas, vamos, qué esperan ahí parados, muévanse, pelotudos! Y Soria corrió calle arriba y se perdió gritando en la oscuridad. Arrodillado junto al cadáver del caballo, el hombre apretaba el extinguidor contra su pecho y miraba los restos humeantes del animal con infinita desolación. Luego supimos que el trailer donde lo transportaban se había incendiado, y que el caballo había logrado abrir la puerta a patadas, pero no lo suficientemente a tiempo como para salvarse de las llamas. Volvimos al bar y nos quedamos allí un rato más, en silencio. Más tarde, Patricio se despidió del Gordo y de Ernesto -Patricio se acercó con la intención de darles un abrazo, pero ellos le tendieron las manos-, y yo lo acompañé hasta la casa de su padre, cerrada desde el día de su muerte. Nos despedimos en la puerta con un abrazo, un abrazo que todavía recuerdo. Ya no lo volví a ver: allí se suicidó, esa misma noche.
Diego Muzzio