El camello

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Lord Berners

El camello Pr贸logo de

Mat铆as Serra Bradford



A John y Penelope Betjeman


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Una visita temprana

Una fuerte nevada había caído durante la noche en toda la campiña, sobre campos y setos y sobre el tejado y las chimeneas de la pequeña vicaría de Slumbermere. Era temprano en la mañana y una tenue luz asomaba por el este en el horizonte. La vicaría parecía una casa de muñecas gótica y, si el tejado hubiera podido levantarse, se habría visto al pastor Aloysius Hussey y a su esposa Antonia durmiendo cómodos y arropados en sus camitas gemelas. Durante el invierno el pastor y su esposa se hacían llamar cada mañana a las siete y media, y a las ocho desayunaban. Bessie y Annie, las criadas, tenían que levantarse una hora antes que su amo y su ama. Pero como la experiencia les había enseñado que una hora alcanzaba y sobraba para encender el fuego, calentar el agua, ordenar las habitaciones y preparar el desayuno, ponían el despertador a las siete. Esa mañana un fuerte repicar de la campanilla de la puerta principal despertó al pastor. Se sentó en la cama, se frotó los ojos y echó un vistazo a la esfera luminosa de su reloj. Las siete menos cuarto. Se preguntó, medio dormido aún, quién sería la visita temprana. Era demasiado pronto para el 25


cartero. Quizás se tratara de un telegrama. Deseó que no lo fuera, ya que los telegramas casi siempre significaban malas noticias. ¡En fin! De qué servía afligirse sin necesidad tres cuartos de hora antes de que comenzara la jornada de trabajo. Bessie y Annie atenderían la llamada y, de haber algo que le exigiera su atención inmediata, ya habría suficiente tiempo para salir de la cama. Mirando con afecto a su mujer, que seguía recostada, volvió a tenderse, se acomodó entre las sábanas y, cuando se preparaba para retomar el sueño, unos campanillazos aún más ruidosos y persistentes que los anteriores resonaron por toda la casa. Esta vez despertaron a Antonia. —¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué está pasando? —Lo mismo me preguntaba yo —dijo el pastor—. Es la segunda vez que tocan la campanilla. No entiendo por qué nos molestan a esta hora. Aún no son las siete. —¡Oh, querido! —suspiró Antonia—. Espero que no se esté muriendo nadie. —¡Tonterías! —dijo el pastor, algo contrariado—. Sabes muy bien, querida Antonia, que no hay nadie que se esté muriendo en este pueblo y que tanto lady Bugle como el almirante Sefton-Porter gozan de una excelente salud. De cualquier manera, no entiendo por qué esas criadas que tienes no abren la puerta. Antonia, debes hablar con ellas y pedirles que no se queden en la cama por las mañanas. Sin embargo, todo indicaba que al fin las sirvientas cumplían con su obligación. El dormitorio estaba situado encima del vestíbulo y de abajo llegaron ruidos de pasos apurados. 26


Se descorrieron los cerrojos y se abrió la puerta. El pastor y su esposa se asustaron mucho al oír un chillido penetrante y luego el violento golpe de la puerta y los cerrojos corridos de nuevo con urgencia. —¡Dios mío! ¿Qué sucede? —exclamó el pastor. Pero Antonia ya estaba junto a la ventana. Abrió las persianas con nerviosismo y miró al exterior. El reflejo del paisaje nevado invadió el dormitorio con una rara luz blanca, que dio de lleno en el techo y en las cortinas de cretona de las camas y otorgó una palidez mortal al semblante del pastor Aloysius. Antonia se puso de espaldas a la ventana; su cara, normalmente plácida, estaba alterada por el desconcierto. —Es... —jadeó—. Es... ¡Oh, querido Aloysius, es un camello! —¡Tonterías! —exclamó el pastor—. ¡Cómo va a ser un camello a esta hora de la mañana! Antonia advirtió que la mente de su marido, por lo general tan despierta, todavía estaba nublada por el sueño, y contuvo la respuesta que asomó a sus labios. —Bueno, querido, acércate y míralo por tu cuenta —repuso. El pastor se levantó y corrió hacia la ventana. En efecto, parado en el sendero cubierto por la nieve que conducía al pequeño porche de entrada, ordinario y enorme a la luz matinal del invierno, había un inconfundible camello. —¡Dios santo! —exclamó el pastor. Siempre le molestaban los incidentes inusitados. Creía con firmeza en los milagros y, si hubiera tenido el privilegio 27


de presenciar un verdadero milagro, habría defendido con entusiasmo su autenticidad. Sin dudas, la aparición de un camello en la puerta principal de su casa en una mañana de invierno no constituía un milagro. Aunque desde luego era un acontecimiento insólito, quedaba, con todo, dentro de los límites de lo posible, lo cual no ocurre con los milagros verdaderos. Claro que él sabía muy bien que “los caminos de Dios son insondables”, pero a la vez no le parecía factible que Dios le hubiese enviado un camello a visitarlo a esas horas de la mañana. No, sólo se trataba de un incidente extraño y desconcertante, que, por otra parte, lo había privado de una buena media hora de sueño. Sin embargo, recordó que, además de pastor, era el único hombre de la casa, de modo que tenía el deber de afrontar con la calma y la eficiencia propias de su ministerio cualquier situación, por poco corriente e insólita que fuese. —Vuelve a la cama, querida —recomendó a su esposa—. Tomarás frío. Me ocuparé de este asunto. Y, poniéndose de prisa los pantalones, las botas y una gruesa bata de lana, corrió abajo hacia la puerta, haciendo a un lado a Bessie y a Annie, quienes aún permanecían al pie de la escalera en estado de histeria. Antonia, impulsada tanto por la curiosidad femenina como por el deseo de estar junto a su marido en una emergencia, se animó a desobedecer sus órdenes. Se puso unas pocas prendas, se envolvió con el abrigo de piel y corrió detrás del pastor. El pastor Aloysius abrió la puerta y se enfrentó con el camello, el cual, luego de mirarlo un momento con aire de 28


profunda humildad, dio un paso adelante como si quisiera entrar en la casa. El pastor no estaba dispuesto a soportar ninguna insensatez de parte del camello. —¡Fuera! —gritó agitando los brazos para que retrocediera. —¡Oh, Aloysius, querido! —exclamó Antonia—. Ten cuidado. Por favor, no hagas nada que pueda enfurecer al animal. Si se asusta y empieza a correr por nuestro jardincito pisoteará las campanillas o aplastará los rosales. El camello ignoró los “fuera” del pastor y se mantuvo inmóvil en la entrada. Su mirada tenía una expresión de paciencia y dolor casi humanos. Asociada por lo general con un fondo de arena tostada por el sol, palmeras y un cielo tórrido, la bestia parecía melancólicamente desamparada en el paisaje invernal inglés. A Antonia la invadió un raro sentimiento de compasión, mezclado con recuerdos lejanos y románticos. Varios años atrás había trabajado como misionera en Oriente y, mientras cumplía con su deber, se acostumbró a montar a lomo de camello. En algún lugar del desván había escondida una vieja silla de montar, que ella se había traído como recuerdo de las misiones. Muchas veces se le había ocurrido usarla como objeto decorativo, pero la vicaría era tan pequeña que nunca le había encontrado un destino. —Pobrecito —dijo Antonia mirando al camello con ternura—. Parece tan infeliz... Estoy segura de que está hambriento. —No tengo idea de qué comen los camellos —dijo el pastor. Pero si de algo estoy seguro es de que no puede quedarse allí afuera para siempre. Se habrá extraviado de algún circo, 29


sin duda, o de una colección de fieras ambulantes que andará por los alrededores, y espero que pronto alguien lo reclame. Entretanto, lo mejor será encerrarlo en el establo. Y con audacia salió al porche. —¡Ven, vamos! ¡Arre, arre! —dijo, e intentó agarrarlo por la crin. El camello ignoró los esfuerzos del pastor para llevárselo y se quedó quieto como una roca en el sendero del jardín. Su aire de humildad había dado paso a la obstinación. Ahora bien, el pastor era un hombre muy piadoso, pero tenía un defecto poco cristiano que conocía a la perfección y, por consiguiente, hacía todo lo posible por refrenarlo. Estaba dotado de un carácter muy fuerte y en ocasiones la violencia se imponía sobre sus buenas determinaciones. Antonia reconoció al instante el rubor delator en el rostro de su marido y sintió temor de que un altercado entre su marido y el camello trajera como consecuencia la destrucción de sus campanillas o un daño aún peor en el jardín. Se adelantó hacia ellos. —Querido Aloysius —dijo—, déjame ver qué puedo hacer. Como ya sabes, tengo alguna experiencia con los camellos. Cuando Antonia apareció en la puerta, el camello suavizó enseguida su actitud obstinada. La fisonomía del animal volvió a su anterior expresión de humildad. Sin dificultad la esposa del pastor lo guió hacia el establo a través del jardín. Abrió la puerta y el camello entró y de inmediato se arrodilló en la paja. El pastor, es preciso reconocerlo, por un segundo se sintió algo molesto al ver que su mujer lograba aquello en lo que él 30


había fracasado. Pero el pastor era un hombre ejemplar, y sabía, por innato sentido de piedad, que cualquier forma de humillación del orgullo tenía que ser considerada como una pequeña lección que Dios había dispuesto para él. De modo que reprimió su contrariedad y buscó consuelo diciéndose: “Después de todo, ella ya había tenido experiencia con camellos”. Pese a su experiencia, Antonia había olvidado por completo (si en verdad lo supo alguna vez) qué comían los camellos. Hizo el intento de darle un manojo de heno, un nabo, un poco de maíz y un repollo, pero cada ofrecimiento fue rechazado. —Bueno —observó, mientras cerraba la puerta del establo—, es claro que no se muere de hambre. De cualquier manera, ahora que está encerrado en un sitio seguro, el animal no podrá causar ningún daño en el jardín. Más tarde me ocuparé de su comida. —¡Dios mío! —exclamó el pastor mirando el reloj de la iglesia—. Son las ocho menos cuarto y no estamos vestidos como es debido. Perdimos cerca de una hora con ese tonto camello. Espero que las criadas hayan sido lo bastante sensatas como para demorar el desayuno. Al pensar en el desayuno se puso de buen ánimo. —¡Dios del cielo! —continuó, frotándose las manos—. ¡Qué diría la gente si nos viera andando por la nieve en bata! Antonia, querida, ojalá no te hayas enfriado. —No, amor mío, creo que no; eres muy atento. Este abrigo calienta mucho y además tuve la precaución de ponerme mi... Tras bañarse rápido, vestirse a las apuradas y abrocharse la 31


ropa con precipitación, el pastor y su esposa pronto estuvieron sentados a la mesa delante de tazas de café humeantes, tostadas calientes y un plato repleto de huevos con manteca. En la vicaría vivían bien. La casa, a pesar de ser tan pequeña, no era nada incómoda. El sol de la mañana comenzó a brillar a través de las ventanas góticas del minúsculo comedor avivando los tonos en rojo y verde de la alfombra turca e iluminando los grabados de Arundel que decoraban las paredes. Ahora que el desayuno lo había reanimado, el pastor se sentía de un humor excelente. Si no aclarada, por el momento la cuestión del camello había quedado resuelta y estaba convencido de que pronto alguien reclamaría a la bestia. En todo caso, el incidente brindaría un buen tema de conversación la próxima vez que lady Bugle o el almirante Sefton-Porter lo invitaran a almorzar. Lo único que quedaba pendiente era averiguar a quién pertenecía el animal. —Bessie —dijo a la muchacha que acababa de entrar para retirar los restos del desayuno—, allí está Beaton en el patio de la iglesia. Corre y dile que vaya a El Pavo Refulgente y avise al señor Gilpin que hay un camello perdido en la vicaría. Es probable que él sepa si hay algún circo o colección de fieras ambulantes por los alrededores. A Bessie no le hacía ninguna gracia tener que llevar un recado al sacristán Beaton, que era muy duro de oído y, a su parecer, inclinado a la impertinencia. Además, le disgustaba lo que ella llamaba su “entrometimiento”. Pese a su defecto físico, al viejo se le escapaba bastante poco en materia de chismorreo local. Bessie sospechaba de él acerca de un “en32


trometimiento” que tenía que ver con sus asuntos privados y, siempre que lo encontraba, Beaton le arrojaba una mirada pícara, meneaba la cabeza y murmuraba con una risita inescrutable: “Yo sé lo que sé”. Al pastor le gustaba servirse de su sacristán como de una suerte de embajador, sobre todo cuando estaba en juego algún asunto entre la vicaría y El Pavo Refulgente, cuyo dueño, el señor Gilpin, aunque tenía buenas relaciones con el pastor y su esposa, no era muy amigo de ir a la iglesia. Luego de discutir con Antonia el plan de la jornada, el pastor volvió a sacar a relucir el misterioso asunto del camello. —Todavía no entiendo lo de la campanilla —dijo—. En mi opinión, eso requiere una explicación. No puedo creer que el propio animal haya sido capaz de tocar la campanilla. Por más que se trate del camello amaestrado de algún circo, me es difícil imaginar que le hayan enseñado a ir tocando las campanillas de las casas. La única otra explicación que se me viene a la mente es que se trate de una broma; aunque debo confesar que no comprendo qué gracia tiene traer un camello a la vicaría a una hora tan temprana y tocar la campanilla. En todo caso, en este pueblo no hay nadie capaz de pagar los gastos de procurarse un camello para hacer una broma, puesto que un comportamiento semejante es inimaginable en lady Bugle o en el almirante Sefton-Porter. El pastor se levantó de la mesa donde había desayunado. Había llegado el momento de cumplir con una función importante de la rutina cotidiana. —Mientras lleno la pipa, querida —dijo a su esposa—, ¿serías tan amable de ir a mi estudio y traerme un volumen 33


de la Enciclopedia Británica? El que deseo es el tomo “CabCam”. Trataré de encontrar algo sobre la dieta del camello. El pastor siempre se enorgullecía de su regularidad. “Mens sana in corpore sano” era el lema que solía acudir a sus labios. A veces, cuando se hallaba en compañía de algún antiguo conocido del colegio o algún eclesiástico amigo, se permitía reformularla: “Ve de cuerpo y despejarás la mente”. Creía que un toque ocasional de humor rabelesiano no sentaba mal a un clérigo rural inglés que se preciaba de “tolerante”. Luego de llenar su pipa en el tarro de tabaco Las Tres Monjas que se hallaba sobre la repisa de la chimenea, se ocupó de encenderla y, colocándose bajo el brazo el volumen “CabCam” de la Enciclopedia Británica, avanzó a las zancadas por el pasillo y desapareció tras la puerta que había al fondo.

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