EL DESTINO Salieron a la calle y se quedaron un momento apoyados contra la pared, quietos. Un tranvía pasó trepidando por la avenida con las luces apagadas, fuera de servicio, y los sobresaltó un poco. Pegados al muro, caminaron hacia la esquina contraria, lentos, mortificados por el peso de las valijas. Eran dos: Arce, alto y delgado, un poco cargado de hombros; y Grau, una versión algo atenuada del otro: un poco menos alto, un poco menos delgado; aunque bajo los sombreros negros, los sobretodos también negros, pesados, largos hasta más allá de las rodillas, esas diferencias apenas se notaban. Sus esfuerzos por pasar inadvertidos parecían, cuanto menos, exagerados. Era una madrugada de invierno, casi las tres y media en la cuadra del 500 de la calle Lafayette, un nombre de tienda francesa en el deslinde entre Parque Patricios y Barracas, un lugar desolado en la noche porque por allí no vivía nadie. Fábricas, galpones, talleres; camiones y chatas moviéndose incesantes hasta el anochecer, cuando se cerraban los portones y se iban todos. Llegaron al auto, que habían dejado a la vuelta, estacionado al amparo de un árbol. Un perro lanudo, salido de la nada, se acercó ladrando y se plantó frente a Grau. _Rajá de acá _tiró una patada al aire para espantarlo. El animal la esquivó moviéndose apenas_. Andate, carajo, te digo. _Vamos _lo urgió Arce_. Dale, apurate. Acomodaron las valijas en el baúl. Habían tomado la precaución de sacar la rueda de auxilio y el cricket para ganar espacio. Forcejearon un poco con la tapa y la cerraron con un golpe seco, un estampido, como un disparo, en medio de la noche. Tomaron la avenida Vélez Sarsfield, Entre Ríos y, después, Rivadavia hacia arriba. Un poco más allá de Plaza Once, un automóvil se les apareó por la izquierda, tocando bocina. Arce pisó instintivamente el freno y miró: dos parejas viajaban en un convertible, la capota baja con semejante noche. Las mujeres les arrojaron besos. “Se divierten”, dijo Grau. No volvieron a hablar. Pocos minutos más tarde llegaban, estacionaban el Chevrolet sobre la vereda impar de la calle Bacacay, media cuadra después de Donato Alvarez, la casa de Arce. La cancel se resistió a la llave como siempre. Prendió la luz del patio, la cocina de un lado, la primera pieza, que oficiaba de comedor, enfrente. La casa seguía, una habitación detrás de otra, casi todas vacías, cerradas; y en el fondo, antes del fondo _un lote con yuyos, una higuera y un cedrón_, el baño, grande, desnudo, siempre frío. En esa casa había nacido, el menor de siete hijos. En esos cuartos, ahora clausurados, dormían hermanas y hermanos, los padres. Vio desocuparse cada uno. Fue padrino de bodas y bautismos. Un año atrás había quedado definitivamente solo. La madre, que casi hasta el final lo despertaba con el mate, dijo basta, dijo “perdoname, hijo, pero no doy más”, y se murió. Arce no se dio cuenta enseguida de que estaba muerta, o no quería saberlo. Después, pensó que tenía que avisarle a los
hermanos que quedaban vivos. Conservaba la mano entre las suyas pero igualmente se enfriaba. Entraron al comedor y dejaron caer las valijas. De un manotazo, Arce retiró el mantel de la mesa y lo dejó, hecho un bollo, sobre una silla. Grau abrió una de las valijas, sacó un puñado de sobres y lo tiró sobre la mesa. Levantó uno al azar. _Carmelo Pierucci, matricero _leyó_, tres mil ciento cincuenta pesos con ochenta centavos. No está mal, ¿no? Arce se encogió de hombros, abrió la puerta encristalada del aparador y sacó una botella de caña y dos vasos. Tomó él también un sobre, el de Antonio Jara, lo dejó y llenó las copas. Grau fumaba sin sacar el cigarrillo de la boca, el humo lo obligaba a cerrar un poco el ojo izquierdo. _Bueno, vamos a empezar de una vez _dijo Arce_. Acá los de mil, quinientos, cien, cincuenta, diez, cinco, uno _con el índice y el pulgar, formando una abertura del ancho de los billetes, hacía imaginarios casilleros sobre la mesa_, y las monedas acá _dijo un momento después, cuando volvió de la cocina con la lata de galletitas. Grau rompió el sobre de Pierucci por un costado y metió dos dedos en forma de pinza. Sacó los billetes, lo dio vuelta y dejó caer las monedas que rodaron un instante antes de aplastarse sobre la mesa. Se quedó dudando con el sobre en la mano y, por fin, lo tiró al piso hecho un bollo. Al comienzo la tarea resultaba lenta, pero, poco a poco, los dedos se volvían hábiles, trabajaban por su cuenta: rasgaban el sobre, abrían los billetes en abanico, éste acá, éste otro allá, las monedas, sin mirarlas, a la caja, equidistante entre los dos, el único sonido en medio de la noche que ya terminaba. Porque no hablaban, ninguno de los dos hablaba; veían crecer las pilas de billetes, flamantes casi todos los de mil, crujientes. Tenían que contenerse, parecía, para no volverse locos por ese golpe de suerte que les brindaba lo que nunca se habían atrevido, siquiera, a soñar. Cuando terminaron con la primera valija ya era de día. Estaban cansados, tenían en la boca el gusto agrio de la caña y los cigarrillos. Arce cruzó a la cocina y se mojó la cara. _No puedo más _bostezó Grau_, me muero de sueño. _Yo también, pero todavía falta mucho. _Podríamos parar y dormir un rato _sugirió tímidamente. _No, antes tenemos que terminar. Grau hizo un gesto de resignación y se agachó frente a la segunda valija. Todo eso era plata y él quería irse a dormir. Bufaba porque tenía que sacar y apilar billetes, tal vez porque, de todas maneras, estarían allí cuando despertara. Pero parecía difícil entender que el cansancio anestesiara la ansiedad por contar ese dinero, por saber, enseguida, todo lo ricos que eran. Arce llevó a la mesa un pedazo de queso y unas galletas un poco húmedas, lo único que había en la casa para comer. _Este es el último _dijo Grau, hurgando en el fondo de la valija. Eran casi las once de la mañana y el sol entraba por las ranuras de la cortina de varillas. Sacó los billetes y los colocó sobre los montones, pero ya sin cuidado, torcidos, desalineados.
Arce tenía todo preparado en el fondo: el tambor de doscientos litros, las maderitas de cajón con las que iniciaba el fuego del asado, la lata de querosén. Echaban adentro los sobres vacíos, inútiles, y con un palo de escoba los empujaban al fondo. Arce prendió un cigarrillo más y dejó caer el fósforo. La llamarada subió con fuerza, se mantuvo unos segundos, y declinó. Cada tanto revolvían con el palo para que el fuego los alcanzara a todos. Al final, cubrieron las cenizas con unas paladas de arena para que el viento no las esparciera. Volvieron al comedor a contar el dinero. Comprobaron que el dato era casi exacto. Allí había para todo y para nada. Ahora lo que estaba sobre la mesa era papel madera, un ovillo de hilo, una bolsa de arpillera. Nudos, nudos. Nudos fuertes para mantener la plata alejada de la humedad, los bichos, la mugre. Arce volvió a clavar la madera y corrió la cama. _Hay que olvidarse de esto por lo menos por dos años, hasta que ellos se olviden también _no decía Arce por qué dos años, por qué no uno o tres_, y no hablar con nadie, nunca, ni siquiera entre nosotros. Arce atravesó el frío del patio con el pecho desnudo y una toalla alrededor de la cintura. Grau dormía desparramado en el sofá, con los zapatos puestos, a un metro de donde habían contado la plata. Le acomodó un almohadón debajo de la cabeza y siguió hasta la habitación con el último vaso de caña. El también estaba muerto de sueño, pero era diferente al otro. Abrió un cajón de la cómoda y sacó la camiseta y el calzoncillo planchados, blancos como las sábanas frías, un poco duras por el almidón. Quería pensar en algo, tendido, con la mejilla apoyada en la almohada que olía a jabón, pero se durmió enseguida. La casa quedó en silencio, apenas el grito de algún vendedor ambulante atravesaba la puerta cancel. Soñó Arce, brevemente, un incendio, un derrumbe, calamidaes diversas que, en rápidos flashes, caían sobre la pieza en la que sólo un año atrás su madre peleaba su combate, ya perdido, contra la muerte. Las palabras entrecortadas entre los ronquidos agónicos: “Perdoname, Manuelito”. Le pedía perdón por no prepararle la comida, por no tener fuerzas para golpear las sábanas contra la tabla de lavar. Moría en la cama que ahora disimulaba, protegía, el listón de madera desclavado y vuelto a clavar. Soñó con fuego, inundación, terremoto, pero la tabla seguía firme allí, remachada, el paquete reposando en la oscuridad. Se despertó dos horas más tarde con la sensación de haber dormido una eternidad. Fue a la pieza vecina a echar la ojeada que a partir de allí se tornaría inútil y cotidiana. Grau dormía en la misma posición en que lo había dejado. Parecía muerto. Preparó el mate, que no había tomado a la mañana, y llamó a la oficina. Sarita le dijo que Lucero había pasado a dejar un sobre. Grau refunfuñó algo así como “después” y se tapó la cara con el almohadón. Hacía tres meses que esperaban esos papeles. No podían empezar mañana a hacer la vida de siempre. Lo dejó durmiendo y se fue a buscar los certificados. La oficina estaba en el cuarto piso de un edificio sobre la recova del Once. Sarita, frente a la puerta del ascensor, manejaba las clavijas del conmutador. A un costado estaba la oficina, una sala enorme, rectangular, gris. Grises las paredes, grises los muebles de metal. Allí tenían su escritorio junto a otros que, como ellos, no podían pagar un lugar y una secretaria propios. En
ese momento estaban detrás de la importación de unas máquinas de coser italianas que pretendían competir con la Singer. Antes habían sido otras cosas, y serían otras después, diversas, comunes en su pequeñez. Pasaban de los cincuenta años y andaban juntos desde hacía cerca de treinta. Ninguno de los dos recordaba dónde se habían conocido, cuándo exactamente. Eran jóvenes y los dos querían lo mismo, como los otros que andaban con ellos: hacer negocios, ganar plata. Eran los años veinte y sobraban las oportunidades si se tenía un poco de audacia y ganas de trabajar. A veces juntos, otras cada uno por su lado, pero siempre cerca, ayudándose, intentaban con todo lo que aparecía. Empezaban bien. Tenían a favor su capacidad para convencer. Sin mostrar nada, sin tener nada, conseguían crédito, mercadería, locales. Los problemas aparecían un tiempo después. Eran inconstantes. Parecían aburrirse y descuidaban lo que tenían para pensar en otra cosa, fantasear con un negocio nuevo y mejor. Estaban, además, la debilidad de Arce por los caballos, la de Grau por las mujeres, la de ambos por las copas. Los negocios se les echaban a perder, pero ellos no vivían como fracaso lo que era fracaso. Como no tenían a quién mantener, vivían modestamente bien, sin que les faltara casi nunca el dinero para lo que les gustaba. Supieron, relativamente pronto, que el gran negocio no llegaría nunca, pero ninguno de los dos se atrevió a reconocerlo. En la barra de los bares, tomando el primer trago de la nochecita, intercambiaban información con otros como ellos. Parecían hablar en serio pero, en el fondo, todos sabían que no tenía ninguna importancia. Los otros iban desapareciendo. Los muchachos se ponían de novio y buscaban un trabajo. Todavía pasaban, de tarde en tarde, a tomarse una copa. Después, se casaban, tenían hijos, y ya no volvían a aparecer. Desde hacía cinco años pagaban un pequeño alquiler por un pequeño lugar, entregados definitivamente a la subsistencia.