Medianera

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1 Fany y Victoria sientan a la anciana en su mecedora, en el medio del patio. La niña abre apresurada el maletín de maquillaje de su vecina, revisa los cosméticos hasta elegir uno, y comienza a pintar a Haydé. La anciana mira un punto fijo en el horizonte y sonríe como si presenciara algo de lo cual es su único testigo. Victoria, inquieta, pronto se aburre de cada producto y reemplaza uno por otro. La cara de Haydé se convierte en un arco iris. Fany, mientras tanto, acerca una caja en la que se acumulan pelucas de distintos modelos. Las peina y se las prueba. Victoria se ríe al verla y exclama “¡esa! ¡esa!” cuando llega el turno de una de cabellos colorados con ondas. Se la ponen a Haydé. Fany disfruta distendida del aspecto con el que ha quedado su madre, pero controla con frecuencia su reloj. Pasan unos treinta minutos hasta que le avisa a la niña: “se va a despertar” y comienza a limpiar el cutis de la anciana. Cuando Haydé parpadea con mayor frecuencia y estira los brazos como al despertarse, encuentra a su hija conversando con la niña de Lidia. Poco a poco se levanta y Medianera

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las saluda. “¿Y usted qué mira?” increpa luego al preso, sin cortesía, al descubrirlo observándolas desde su celda.

El hombre giró la cabeza. Oyó los pasos de las tres muje-

res dejando el patio. Odiaba que en las lagunas de Haydé, Fany perdiera el tiempo jugando con esa niña que lo estudiaba como a un perro. Generalmente, las visitaba los

domingos. Ángel arrastraba el mal humor de una noche

en vela. Los sábados eran los días favoritos de las pandi-

llas para recorrer los techos y dispararles a los detenidos. Ángel no dormía. Se mantenía en guardia para alertar a

Fany si los veía venir por él. El domingo, por la tarde, lle-

gaban la niña y las señoras que jugaban a las cartas con Haydé. Fany acostumbraba a sumarse a las partidas y

apenas podía prestarle atención mientras duraban las vi-

sitas. Se limitaba a acercarle un plato de comida ordinario, sin dirigirle la palabra, y regresaba al juego. Ángel notaba en su mirada cuán forzada se veía a actuar con parquedad. Desde las ventanas del interior las otras mujeres la

espiaban con ojos de celadoras, ansiosas por detectar un mínimo rastro de cercanía entre ellos. No dejaban pasar

una oportunidad sin comentarse, en tono jocoso y alto, “las cosas que deben hacer estas dos solas con ese hom-

bre en la casa…”, para estudiar, entre risas sobreactuadas, qué reacción provocaban en Fany. Era como si supieran

lo que ocurría con Ángel cuando dormían a Haydé. Fany no pensaba admitirlo. Temía que fuera una violación al reglamento de las prisiones vecinales.

Desde el momento en que los oficiales lo condujeron a

su nueva celda y conoció a sus guardias, Ángel percibió lo

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que despertaba en Fany. La tímida mujer lo miró con in-

tensidad, sin desviar la mirada del preso, pero escondida tras el delgado cuerpo de su madre. “Bienvenido, joven” lo

recibió Haydé. Aquella mañana, el humor siempre cambiante de la anciana se hallaba en su estado óptimo. Ya

por la tarde, Ángel la conoció hiriente y despectiva. “¡¿A

quién se le ocurrió meter a ese delincuente en mi casa?!” gritaba en la cocina, mientras su hija intentaba calmarla: “Pero, mamá, si fue idea tuya...”. Horas más tarde, Fany le acercó la cena y se disculpó por los comentarios de la mujer. “Es que está enferma, se olvida de las cosas y se pone

agresiva. Antes no era así…”. Haydé le ordenó desde el interior de la casa, con un grito, que dejara de hablar con el preso y que entrara. “En general, es buena” dijo la mujer como despedida antes de retirarse.

Ángel no necesitó esforzarse para seducirla. Pero dis-

frutó la provocación. Se bañaba cerca de los barrotes, con

la esponja y el balde de agua que le ofrecían a diario, para que Fany pudiera verlo a medio vestir. Ella lo espiaba por

la ventana de la cocina, no del todo conciente de que su silueta se traslucía por la cortina. El hombre nunca había

visto tal mezcla de deseo y terror en una mujer. “Está loca” pensó. Pero eso no lo preocupaba. “Nunca se va a animar a nada” sospechaba también. Y esto lo inquietaba un

poco más. Pero no cambió de estrategia. Fany no era la primera guardia que seducía. La experiencia le decía que

las iniciativas apresuradas terminaban mal. Las mujeres se asustaban y se distanciaban a un punto del que no había retorno. Para ellas, él no era distinto de una bolsa

de basura, un desecho que nunca perdía su peligrosidad. Pero cuando Ángel aprendió a manejar los tiempos y a Medianera

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mostrarse como un residuo pasivo del que podían hacer

uso y abuso, se le entregaron con facilidad, sintiéndose en dominio de la situación. Que luego ellas se preocuparan

por el modo de prescindir de él. Ángel fue motivo de celos y embarazos.

Las cosas con Fany no hubiesen prosperado de no ha-

ber sido por Haydé. Para fortuna del hombre, la anciana

puso en evidencia a la hija una mañana, mientras él se aseaba, al preguntarle qué había en el patio que miraba

con tanto interés. Ángel ocultó una ligera sonrisa y siguió esperando. Durante el día, Fany actuó con torpeza. Le lle-

vó el almuerzo sonrojada, sin hablar ni mirarlo a la cara. Prácticamente, le arrojó la bandeja en la celda y se alejó

con rapidez. No regresó al patio hasta la hora de la cena. Ángel la vio avanzar titubeante, con la bandeja temblán-

dole en las manos. La recibió acostado y sin camisa. Fany

intentaba pasarle el plato, cuando Ángel la saludó. Bastó

el sonido de su voz para que la mujer se sobresaltara y volcara la comida. “¡Ay, qué estupida, qué estúpida!” co-

menzó a repetir nerviosa y Ángel vio el momento de ac-

tuar. “No es nada” le dijo con simpatía y se acercó a la reja. Pasó los brazos entre los barrotes para ayudarla a recoger

los cubiertos y aprovechó la cercanía para acariciarle las

manos. Fany lo miró desencajada unos segundos. Luego, lo tomó del rostro con fuerza y lo llevó hacia sí para besar-

lo. Ángel sintió las uñas que se le clavaban y lo arañaban. Volvió a pensar que estaba loca. “¡Qué fue ese ruido!” se oyó de pronto desde la casa. Fany se detuvo y le pidió a

Ángel que la esperara unos minutos. Corrió al interior y cerró la puerta. Los minutos se convirtieron en horas y la

casa fue apagándose. Por fin, Fany reapareció con la llave

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de la celda en la mano. También ella se había apagado o, más bien, volvía a dominarla el temor. Permaneció un largo tiempo parada hasta decidirse a entrar.

Desde entonces, aprovecharon cada momento de con-

valecencia de Haydé, sus siestas, sus lagunas mentales, los sueños a los que la inducían con pastillas o las internaciones para estar juntos. Ángel pronto se acostumbró a los tratos preferenciales que en secreto le propiciaba su ena-

morada. Una mañana como cualquier otra, sin embargo, Fany le arrojó un tazón de un caldo frío como desayuno sin siquiera saludarlo. “Una mujer vino a visitarlo” le anunció

secamente y se retiró. Ángel vio aparecer a su esposa, Ana

María, en el patio. A los familiares no se los informaba sobre los traslados de sus parientes encarcelados, pero Ana María siempre se las ingeniaba para encontrarlo. Llevaba

un pañuelo cubriéndole la calva, con lunares del tono del vestido, azul francia, y el rictus de amargura eterna. “¡Án-

gel!” gritó con exageración, corriendo hacia él, aferrándose a los barrotes que los separaban. Luego, giró el rostro en

dirección a Fany para exigirle que los dejara a solas. Fany se esforzaba para no lucir herida. Buscaba en el rostro de

Ángel una explicación de la situación o, aún más, guardaba la esperanza de que le dijera que todo era un error

y que debían expulsar a la intrusa. Pero Ángel no hizo tal cosa. Le pidió que les concediera unos minutos en privado

con su mujer. “Cinco minutos” sentenció Fany, antes de abandonar el patio controlando su reloj.

“¡Yo te voy a sacar de acá, te lo prometo, esta vez sí!” co-

menzó a balbucear Ana María, entre lágrimas, y Ángel la dejó que continuara con sus palabras absurdas. Parecían Medianera

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robadas de alguna de las novelas que su mujer seguía en su celular. Nunca le había demostrado cariño ni interés hasta el día en que lo encarcelaron, como si la prisión lo

hubiese convertido en su ideal de esposo. Ángel estaba a gusto allí y no tenía intenciones de salir. Le pidió que

lo dejara en paz, que no lo visitara. Pero ella reafirmaba, sin escucharlo, “sí, querido, quedate tranquilo, yo te voy

a sacar, conseguí un buen abogado. Vamos a hacer todo lo que sea necesario”. Ángel confiaba en que Ana María no realizaría nada que pudiera sacarlo efectivamente de prisión, pero siempre le quedaba la duda.

Pasados los cinco minutos, Fany golpeó la ventana con

los nudillos y desde allí les gritó “¡tiempo cumplido!”. Ana

María la miró furiosa y se aferró aún más a los barrotes. “Usted no me va a venir a decir cuándo tengo que irme, conozco mis derechos. ¡No me voy nada!”. Luego le susurró a Ángel “las vengo fichando a esta y a la madre desde

hace un mes. Si las tenemos que liquidar para sacarte de este infierno, las liquidamos. ¡Confiá en mí!”. “Los dejo cin-

co minutos más, pero son los últimos, ¿eh?” aclaró Fanny. “¡Salga de acá, mujer, que yo me voy sola cuando haya terminado!”. Ángel sabía que Fany no era capaz de controlar

a Ana María. Si su esposa decidía instalarse por siempre, mucho le costaría echarla. Tendría que pedir ayuda a los vecinos y recurrir a la fuerza. Haydé seguramente dormía

o ya se habría acercado a la discusión. Ella sí era una mu-

jer decidida. Sin problemas aparecería con una escopeta

alquilada, dispuesta a abrir fuego. “Es mejor que te vayas” le sugirió Ángel a su mujer. “Sí, pero no me voy si no te

tranquilizás y me creés que te voy a sacar de acá. Lo pensé todo, todo, pero tenés que calmarte”. Ángel le aseguró

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que confiaba en ella para que se marchara. Debió escu-

char sus planes de asesinar a las cuidadoras, de lograr que declararan loco al marido para que lo trasladaran a un manicomio, donde lo atenderían mejor. Ángel supuso

que en las novelas se habían puesto de moda los maridos

insanos y que Ana, entonces, deseaba uno con todas sus ganas. Se disponía a llamar a Fany, cuando su mujer lo in-

terrumpió. “No, no hagas ruido ni la vayas a llamar a esa

rompehogares… ¿te creés que no me di cuenta de cómo

te miró? No la necesito para irme, confiá en mi. Vuelvo a visitarte prontito”.

Entonces, Ángel vio a Ana María cruzar el patio, como

si lo conociese, y subir por la escalera hacia la terraza. Allí perdió el rastro de su silueta. “¡Fany! ¡Fany!” comenzó

a llamar. De inmediato, apareció ella. Se la veía asustada por los gritos. “¿Dónde está?” preguntó al ver el patio

vacío. Ángel señaló la terraza. “Dijo que se iba. Por favor, tené cuidado”. Fany se dirigió a la cocina y regresó con su

cuchillo más grande en la mano. Ángel miró con preocu-

pación cómo la mujer seguía los pasos de la primera. “Te

juro que Ana María no significa nada para mí” le confesó

antes de que se fuera. Fany le dio la espalda. Ángel estaba siendo franco. Ya no pensaba en lo que había sido su fa-

milia, ni siquiera recordaba a sus hijos. Incluso olvidaba

el rostro de Ana María cuando era trasladado y se interrumpían las visitas. Y allí empezaba la felicidad hasta la siguiente aparición.

Pasaron los minutos y Fany no regresó. Tampoco se

oían ruidos. Ángel aguzó el oído. Unos pasos provenían del interior de la casa. Haydé, en batón y con sandalias, se

asomó en la puerta, apoyada al marco. Ángel había adopMedianera

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tado algunas actitudes de Fany, como enojarse al ver a la

anciana caminar sin su bastón. La retó en cuanto dio los primeros pasos, siempre a punto de perder el equilibrio. La

anciana, orgullosa, replicó sin mirarlo que un delincuente no era quién para darle consejos a nadie, menos a una mujer de bien. Se perfilaba a la escalera. Ángel, en par-

te, ansiaba sacar a Haydé del medio de la relación y, con ella, a los demás vejestorios que la visitaban, esos ogros

devoradores de masas y chismes en igual medida. Pero

intuía que Fany lo culparía si la madre caía ante sus narices, sin que él la advirtiera. Decidió llamarla. “¡Fany, está subiendo tu mamá sin bastón!”. Haydé otra vez se enojó y lo llamó chismoso. “Métase en sus asuntos, desgraciado…

¡Es mentira, hija!” gritó luego. Fany bajó enseguida al oír a Ángel y a la madre. Estaba intacta, sin un rasguño, lista

para regañar a Haydé. “Mamá, ¿cuántas veces te dije que no podés andar sola? Menos sin bastón, ¿no entendés que te podés caer…?” y se perdieron en el interior de la casa.

Ángel escuchó los cuestionamientos de la hija un lar-

go rato y agradeció la imprudencia de la anciana. Fany

descargó con ella todo el enojo de los celos atravesados en su garganta. Cuando reapareció en el patio, estaba más serena. Le acercó a Ángel una bandeja con un sándwich

y un vaso de jugo frío. Ángel lo agradeció, estaba sedien-

to. El jugo no tenía demasiado sabor, pero sirvió para refrescarlo. Fany diluía el polvo de los sobres en la doble o triple cantidad de agua aconsejada para hacerlos rendir

más. “No entiendo por dónde se fue…” dijo, señalando la

escalera. “¿No estaba?”. “No, revisé todo, moví las cajas… Se tiene que haber ido por los techos, tengo que avisarles a los vecinos”. Ángel asintió y no agregó ningún comen-

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tario. Observó las sombras que cubrían la terraza desde el ángulo que le permitían los barrotes. La tenue lamparita de la escalera apenas iluminaba unos escalones y todo era negro al llegar al recodo. Fany le dio un beso fugaz y

corrió a la casa. Era hora de la medicación de Haydé. Ángel

se sentó en la cama con la espalda apoyada en la pared, los ojos fijos en la escalera, y prometió no dormirse hasta que amaneciera. Apenas habían pasado unos minutos

cuando comenzó a bostezar. Se sentía cansado. Pensó en

levantarse, llamar a Fany y pedirle que le preparara café. Pero, en cambio, se recostó y apoyó la cabeza en la almo-

hada. “Solo unos segundos para descansar la vista” se dijo, al tiempo que cerraba los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, había amanecido. Unos pa-

sos provenían de la escalera: las inconfundibles sandalias

de Haydé que Fany acostumbraba calzar. Se la veía enoja-

da cargando una palangana con ropa, que descargó en el

piso para mostrársela a Ángel. Cada prenda que le enseñaba estaba sucia. “Anoche tendí la ropa, hoy la encontré tirada”. Parecía esperar una explicación de su parte, y Ángel optó por la más tranquilizadora: “debe haber sido el

viento. Se sintió fuerte”. Fany volvió a poner en el lavarropas la misma carga del día anterior. No la abandonaba la impresión de que Ana María seguía entre ellos, que nun-

ca se iría ni podría ver a Ángel del mismo modo. Al levan-

tarse, había decidido no demostrarle ningún tipo de afecto, aunque le bastó verlo para poner en duda su actitud.

“¿Tu mamá está dormida?” le preguntó Ángel. Fany co-

nocía el doble sentido de sus palabras. Ardía en deseos de entrar a la casa y suministrarle a Haydé una de las pasti-

llas que llevaba en el bolsillo. Acarició el frasco, mientras Medianera

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se hacía la distraída y se daba tiempo para pensar. Podía vivir con el secreto del amorío con un presidiario, pero no

con el hecho de que se tratara de un hombre casado. “Pedile que la mate” le decía una voz interior. “Si ya cometió

un crimen, que cometa otro”. “No, no está dormida —respondió por fin—. Igual, no pienso hacer nada mientras

esa mujer esté en el medio”. El hombre repitió la explicación ya dada, la misma que debería citar con frecuencia

desde entonces: Ana María no significaba nada para él, no se metería con ellos. Sin embargo, Ángel podía oír el ir y venir de unos pasitos que gustosamente hubiese adjudicado a ratas o a gatos vecinos.

Con el correr de los días, Fany siguió encontrando la

ropa por el piso de la terraza o con tajos pronunciados. Ángel ya no culpaba al viento cuando le enseñaba las

prendas, ni buscaba nuevas excusas. Pero no importaba cuánto revisara Fany la terraza, nunca veía a Ana María.

Cuando a Ángel lo despertó el sonido de un disparo,

pensó que se trataría de unos vándalos mata-presos. Por instinto se abrazó a la pared. Pero, esta vez, él no era el

blanco. Un segundo tiro provocó un estallido de vidrios y el hombre se animó a acercarse a los barrotes. En la

ventana de la cocina veía un agujero rodeado de grietas. Fany gritaba. La mujer abrió la puerta y Ángel pudo verla

intentando salir, con un repasador envuelto en el brazo, manchado de sangre. Quiso dar el segundo paso, pero un nuevo disparo impactó junto a su pie y la hizo retroce-

der. Fany se echó atrás y se encerró. Se oyó la puerta de casa. Regresó cuando anochecía, con el brazo vendado y en compañía de dos oficiales de Phonemark. Registraron

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el patio, la terraza y le aseguraron que no había ningún

intruso escondido. “¿Desconfía de alguien? ¿Tiene enemigos?” la interrogaron. Fany no quería que los oficiales sospecharan del motivo de celos de Ana María. “¡No, por

supuesto! No le encuentro explicación” les aseguró. Los oficiales tampoco. Solo le recomendaron a Fany que cargara crédito a su celular, para llamarlos si algo raro ocurría.

La casa terminó sitiada y Fany tan encarcelada como

Ángel. La mañana siguiente al ataque, Fany llegó a caminar hasta el medio del patio. Pensó que todo había

terminado, pero entonces sintió el disparo, nuevamente

junto a su pie. Corrió al interior asediada por nuevos tiros. Ángel sabía que, si lo hubiese deseado, Ana María ya ha-

bría acertado. Pensó en quién estaría cuidando a los hijos, mientras la madre se dedicaba a esas tareas, o qué había sido de ellos. Le costaba entender cuál era el objetivo de su

esposa. Aunque, fuera cual fuera, estaba teniendo resul-

tado. Fany estaba lastimada; su relación, interrumpida; y, desde el primer disparo, Ángel no había podido recibir ningún tipo de atención: ni agua ni comida, por no hablar

ya de afecto. Realmente se sentía hambriento. Fany intentó arrojarle una fruta desde la ventana, que rodó hasta unos pocos centímetros de la celda. En cuanto la mano de

Ángel se asomó entre los barrotes, un disparo reventó la

naranja en mil partes. Los restos de la fruta atrajeron más insectos de los que ya había en la cárcel por la falta de higiene. Ángel odiaba por encima de todo a las moscas que se le pegaban al cuerpo sudoroso. Y los nervios lo hacían transpirar aún más.

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Fany seguía entre las hendijas de la persiana el modo

en que se consumía el prisionero. Ya no veía músculos, sino huesos. Dudaba de cuánto tiempo aguantaría. Ángel no tenía la energía para cumplir con la rutina de flexio-

nes y abdominales que realizaba a diario. La mujer no veía soluciones. Los guardias de Phonemark, luego de una

segunda visita al inmueble, coincidieron en que la mujer alucinaba o efectuaba ella misma los disparos que mar-

caban el piso. Incluso dudaban de la seguridad del preso.

“Quizás sea mejor un traslado y que la señora descanse” sugirió uno de ellos. “No, no, por favor, necesito la plata” se apuró en explicar Fany. “Soy sola, con mi madre”. No repi-

tió la denuncia. En alguna ocasión, aprovechó las reuniones dominicales de Haydé para preguntarles a las vecinas

si no habían visto movimientos extraños en sus terrazas. La miraron como si no entendieran de qué les hablaba. “¿Estás bien?”, “¿Estás bien, querida?” la interrogaron una

tras otra. Aquellos vejestorios nunca preguntaban nada con buena intención. El terror que les despertaba la alte-

ración de sus rutinas no nacía si se debía a un problema

ajeno. Al contrario, allí había goce y disfrute. Pero Fany, antes que enojarse, pensó en las palabras con las que la

madre defendía a las amigas, cuando ella se las criticaba: siempre van a estar cuando las necesites.

Esperó ansiosa que llegara la próxima reunión. Mien-

tras se encargaba de su madre, en los momentos de tran-

quilidad, gastó un anotador hoja tras hoja, con mensajes

para Ángel. Los hacía por duplicado. Arrojaba uno y si este no alcanzaba la celda, repetía la operación con el otro. To-

das eran frases amorosas. No imaginó que pudiera alcan-

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zar tal grado de cursilería. También las había de aliento.

Le pedía que esperara, que pronto haría algo por él. Ángel, sin embargo, no creía tener mucho tiempo. Ni siquiera

poseía una lapicera para contestarle. “Los presos también deberían tener un celular” pensó Fany. Se moría por saber

qué clase de ideas se le cruzaban al hombre por la cabeza. Quizás tuviera alucinaciones como un náufrago. “Que re-

sista… que resista…” repetía mientras lo observaba. “Ojalá no cometa una locura…”. Pero Ángel no contaba con ningún elemento con el que pudiera lastimarse ni con la fuer-

za para imaginar el modo de hacerlo. Solo se dejaba estar, sin preguntarse si lo que creía ver ocurría realmente.

Cuando llegó el domingo, todo le pareció un sueño.

Echado en su banqueta observó que se abría la puerta que llevaba días cerrada. Fany empujaba un pequeño banco

con el escobillón para mantener entreabierta la puerta

mosquitero. Apenas apareció la sombra de una silueta

sobre las baldosas, Ana María realizó el primer disparo. Ángel se sobresaltó tanto como se lo permitió su espíritu. Desde la casa fue empujada una nueva silla, esta vez con alguien en ella. Era una de las amigas de Haydé. Ángel no

recordaba con exactitud los nombres de las mujeres en

esas condiciones. Pero sí reconocía cierto aire que las hermanaba a todas. Estaba atada al respaldo y Fany se agaza-

paba tras ella. Avanzó unos pasos y empujó una nueva si-

lla junto con la anterior, también ocupada. Los cuerpos de

las ancianas se movían por el impacto de las balas, pero las sogas los mantenían firmes. Ana María, defraudada por ese escudo humano, acentuó la frecuencia de sus ti-

ros. Ángel se puso de pie y caminó hasta el frente de la celda con el ánimo renovado. Fany acortaba la distancia Medianera

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entre ellos con cada nueva silla que colocaba. Parecía la competencia de un programa de televisión. Ángel supuso

que las ancianas estaban muertas desde antes de que las

ataran, pero descubrió que solo las habían dormido. Los

primeros disparos las despertaron con grandes alaridos. No estaban lastimadas en ningún punto vital. Sangraban, principalmente, por los brazos y las piernas.

Ángel calculó el tramo que faltaba para que Fany lle-

gara a él. Bastaría con una anciana más. Fany le enseñaba sonriente la llave de su celda. Luego quedaría libre, sin im-

portar la sanción que tuviera que enfrentar de Phonemark. Los disparos se incrementaban. Fany regresó al interior y reapareció cargando a la última candidata. Haydé parecía

cabalgar por los movimientos de su mecedora. Despertó

en el peor momento de los ataques. “Hija… ¿dónde estoy?” preguntó confundida mirando a su alrededor. Una bala le entró en el pie e interrumpió las preguntas. Fany llegó

a tomar las manos de Ángel entre los barrotes, protegida

por el cuerpo de su madre. “¡Auxilio! ¡Auxilio!” clamaba

esta y repetía los nombres de las mujeres atadas junto a ella. Ángel dudaba de estar vivo o aprisionado en una

novela de Phonemark. Se imaginó el plano del rostro de enamorada de la mujer. Nunca Fany había sido tan sentimental ni le había hablado con los modismos que usaba

entonces. “Oh, querido, estaremos a salvo, vine a traerte la libertad”. Abrió la puerta y atrajo el cuerpo de Ángel hacia

ella. Él también sintió que se movía con poca naturalidad y que de ese modo se arrastraba hacia la casa. Se dejó lle-

var. Acostumbrado a vivir en una celda durante años, el hogar le pareció inmenso. Innecesariamente grande. Una

persona no precisaba tantas cosas. Recorrió los cuartos

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como un salvaje recién llegado a la civilización. Fany lo

guiaba tomado de la mano. En el living estaba servida la merienda interrumpida de las ancianas.

Ángel vio pastilleros vacíos sobre la mesada. Desde el

exterior aún llegaban gritos de las mujeres. “¡Hija! ¡Hija!” repetía Haydé. “¿No deberíamos hacer algo por ellas? ¿entrarlas o pedir ayuda?” se sintió obligado a preguntar

Ángel. Fany lo abrazó y luego observó el panorama. Los disparos habían disminuido desde que los blancos prin-

cipales escaparon. Aun así, de improviso, una bala elegía a alguna de las mujeres para impactarlas. Solo Haydé se-

guía luchando. Los rostros de las demás caían a un lado sin vida. “¡Hija! ¡Hija!”. Fany pateó el banquito que soste-

nía el mosquitero y luego cerró la puerta. Puso llave y ase-

guró las trabas. Le sonrió a Ángel. “Tranquilo, hay tiempo. Después de todo, mañana será otro día”.

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