Microbios

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Vecchio, Diego Microbios - 1a ed. - Rosario : Beatriz Viterbo Editora, 2006. 192 p. ; 19x12 cm. ISBN 950-845-184-X 1. Narrativa Argentina. I. Título CDD A863

Biblioteca: Ficciones Ilustración de tapa: Daniel García

© Diego Vecchio, 2006. © Beatriz Viterbo Editora, 2006. www.beatrizviterbo.com.ar info@beatrizviterbo.com.ar

ISBN-10: 950-845-184-X ISBN-13: 978-950-845-184-2 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

IMPRESO EN ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723

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Además de las enfermedades nerviosas, las letras producen una infinidad de otros males. Un célebre matemático, cuya conducta siempre fue irreprochable y que padecía una gota hereditaria, sucumbió antes de lo previsto, aplicándose excesivamente a la resolución de una ecuación. Y a Leibniz, el estudio de la metafísica le ablandó los nervios, provocándole convulsiones pocas horas antes de morir. Es conocido el accidente que tuvo el caballero de Epernay. Después de cuatro meses de trabajo asiduo, perdió la barba, las pestañas, las cejas y por último todos los cabellos y los vellos. Samuel Auguste Tissot, De la salud de los hombres de letras, 1768.

Me gustaría visitar el interior de las plantas y también el interior de la gente, como se visita el interior de las iglesias, llegar a reducir mi propia persona de tal manera que pudiera deslizarme, sentarme y descansar en el corazón de un amigo; introducirme en su vejiga y, con la ayuda de una pequeña piragua, obturar el canal del uréter para facilitar las inundaciones mortales; escalar el hígado atándome a una cuerda con otros excursionistas, a quienes también les gustase vivir entre los bacilos del tubo digestivo y veranear en las playas del riñón. Francis Picabia, “Fumigaciones”, The Little Review, 1921.

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La dama de las toses

Entre la colección de sonidos que alcanzaron los oídos de Ariadna, la tos de la señora Kristensen ocupaba un lugar de predilección. Era una tos ronca y aguda, producida más por el pulmón derecho que por el izquierdo, que oyó por última vez en un sanatorio, en la isla de Fyn. La señora Kristensen la había mandado llamar con urgencia. La recibió el doctor Karl Klaussen, un hombre taciturno, como los árboles y las plantas que crecían en aquel lugar. Dirigiéndole apenas la palabra, la condujo a través de un laberinto de pasillos y escaleras, hasta el pabellón de mujeres y luego, a través de otro laberinto de escaleras y pasillos, hasta la habitación 305. Cuando la vio, le costó reconocerla. No era la misma señora Kristensen con quien había hablado hacía apenas dos semanas. Aquel día estaba más esquelética que nunca. Yacía lánguidamente en la cama, con la piel transparente, la sangre venosa y la cabellera rubia, desplegada sobre la almohada, en forma de rayos de sol. En la habita9


ción, se olía aquella mezcla de aserrín, kerosén y eucalipto tan característica de los sanatorios para enfermedades respiratorias. A pesar de su debilidad, la señora Kristensen intentó levantarse. Pero ni bien se incorporó, le dio un ataque de tos que la catapultó contra la cama, como si hubiera accionado un arma de fuego. Solo atinó a llevarse un pañuelo a la boca, esbozando con la otra mano un gesto para pedir que la dejaran a solas con la visita. El doctor Klaussen se retiró, cerrando la puerta. Pero no pudo evitar espiar por el ojo de la cerradura. Ariadna repitió los mismos gestos de siempre. Sacándose el sombrero y los guantes, se sentó al lado de la señora Kristensen y se puso a leerle unos papeles lentamente, con una voz grave y vinílica, estirando las palabras y el silencio que las separa, atenuando los movimientos de vibración de las moléculas. La lectura produjo el efecto de una inyección endotraqueal de estreptomicina, pero sin sus efectos secundarios. Dorothea Kristensen pudo apar tar de su cuerpo las sábanas almidonadas, como quien empuja una piedra tumbal. Se puso de pie de un salto y se dirigió hasta las ventanas para respirar una bocanada de aire fresco. Cuando la sangre se le oxigenó, se vistió y se peinó. Salió a dar un paseo por el jardín del sanatorio, con sus flores y hierbas silvestres aprisionadas bajo la escarcha, tomada del brazo de Ariadna, sin toser una sola vez. Que nadie se engañe. 10


Este acceso de vitalidad no era más que uno de los últimos vestigios de una vida que se extinguía inexorablemente. Cuando Ariadna se fue, la tos volvió a la carga con más virulencia que nunca, como para vengarse de aquellos instantes de felicidad pulmonar. Dorothea Kristensen le escribió una carta a su abogado, con una letra temblorosa, manchada de tinta y sangre. Al final de aquel día, dio muestras de un profundo agotamiento. Hacia el amanecer, dejó escapar su último suspiro. Entre toses, desde luego. Y desde luego, rodeada de aquel halo de estremecedora belleza que solo resplandece con el bacilo de Koch. Al día siguiente, los médicos trasmitieron la noticia a la familia. El señor Kristensen ni siquiera se dignó venir a buscar los despojos de su esposa y dejó todo en manos de un empleado de pompas fúnebres. Tampoco asistió al entierro. Afortunadamente estaba ahí Ariadna, con su llanto suave, alcalino, muy discreto. Ariadna tenía todo un arte de llorar. A diferencia de los llantos obscenamente visibles, que desde los tiempos antiguos se suelen derramar en los funerales, el llanto de Ariadna era imperceptible, lento como el movimiento de un vegetal. Era un llanto de ojo negro, con una sola lágrima, pero tan bien llorada, que al empleado de pompas fúnebres le dio mucha envidia. Le hubiera gustado estar en el lugar de Ariadna, llorando deliciosamente así por una muerta. Y fundamentalmente, le hubiera gustado estar en el lugar de la muerta, para que alguien viniera a llorarlo deliciosamente así. 11


El señor Kristensen lloró con lágrimas ricas en sales, oligoelementos y rencor, cuando el abogado rompió el sello y le leyó el testamento, haciéndole conocer la última voluntad de la difunta. Dorothea Kristensen lo había desheredado, nombrando a Ariadna Sørensen albacea universal de su obra, para que fundara con su fortuna la Liga de Ayuda a los Hombres de Letras Afectadas por la Tos, asociación sin fines de lucro que propondría un programa de medicina integral a los escritores, que muy pocas veces tienen cobertura social, víctimas de enfermedades respiratorias. No hace falta aclarar que los esposos Kristensen se odiaban visceralmente. Y no era para menos. Dorothea se había casado a los quince años, con el sueño de tener muchos hijos a quienes poder brindarles el amor que consumía sus entrañas, como una fiebre. Y el sueño se había realizado. A los pocos años, era madre de tres niñas y un varoncito. En vez de recurrir a una nodriza, prefirió dar les ella misma el pecho, soportando los inconvenientes de la lactancia, como el resquebrajamiento de los pezones, para que sus hijos gozaran de los beneficios de la leche materna, tan rica en calcio, lactosa y albúmina (la leche de vaca contiene sustancias que se adaptan mal a la digestión del bebé). Y en vez de dejarlos en manos de una criada, prefirió encargarse ella misma del aseo corporal, bañándolos con sus propias manos, aprovechando la ocasión para jugar, enjabonándolos, enjuagándolos, secándolos con una toalla, echándoles talco

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entre las nalgas (con los varones, es aconsejable despegarles el prepucio para evitar los riesgos de fimosis y con las niñas, lavar los pliegues con un hisopo de adelante hacia atrás, pues de lo contrario, el contacto con las heces puede producir infecciones urinarias). Y en vez de contentarse con un simple beso o plegaria murmurada mecánicamente, fue mucho más lejos que las otras madres y prefirió inventar ella misma, con su irremplazable imaginación de madre, los cuentos que le contaba a sus hijos, antes de dormir, indefectiblemente a las ocho de la noche (es muy importante inculcarles desde el principio el respeto de los horarios, sin brusquedad, disfrutando de aquel momento único: el ritual de las buenas noches). Eran cuentos confeccionados a medida, que iban sumergiendo a sus hijos en un sueño tónico, sin pesadillas, sin producir la estupidización de las canciones de cuna. Gracias a estos cuentos, los hijos de la señora Kristensen se levantaban lozanos, tras nueve horas de descanso ininterrumpido, cuando su madre los llamaba, sin remolonear. Durante las enfermedades, la señora Kristensen ponía un esmero particular. Cuando la pequeña Karen se enfer mó de angina roja, la señora Kristensen inventó un cuento especialmente antibiótico para hacerle pasar las interminables horas en cama, ingiriendo medicinas amargas. Karen se restableció más rápido de lo que los médicos habían previsto. Gracias al cuento de su madre, recuperó la salud en menos de tres días.

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Luego se enfermó Asløg. Y ocurrió lo mismo. La señora Kristensen le inventó un cuento que tuvo un efecto inmediatamente antinflamatorio. Asløg guardó cama solo una noche. Después le tocó a Solvej y lo mismo volvió a ocurrir. Volvió a ocurrir lo mismo, cuando el pequeño Niels se contagió la enfermedad. Gracias al cuento de Dorothea Kristensen, la angina roja duró solo algunas horas. Edvard Johansen, el médico de cabecera, quedó profundamente impresionado. Le pidió a la señora Kristensen que diera a conocer sus cuentos lo más pronto posible. Era su obligación como madre poner al alcance de las otras madres este tratamiento contra las enfermedades infecciosas de la primera infancia. A su entender, los cuentos de Dorothea Kristensen estaban llamados a ocupar en la historia de la medicina el mismo lugar que la vacuna antivariólica. Y no se equivocaba. Cuando la señora Kristensen se decidió a publicar sus Cuentos para niños con anginas rojas, las madres se lo arrancaron de las manos. El libro se agotó al cabo de un par de meses. Dorothea Kristensen se animó a publicar un segundo libro: Cuentos para niños con otitis aguda purulenta. Este libro fue aún más eficaz que el primero y le hizo ganar una fortuna. Aunque Dorothea Kristensen no había tenido la oportunidad de experimentar los efectos sobre sus propios hijos, que tenían oídos sanos, el poder de su imaginación de madre fue mucho más lejos que el poder patógeno de un microbio. 14


Dorothea Kristensen se puso a publicar febrilmente un libro por mes. Inundó las vitrinas de las librerías y los botiquines de primeros auxilios con sus Cuentos para niños con sarampión, Cuentos para niños con tos ferina, Cuentos para niños con difteria. Y así sucesivamente. Semejante frenesí de producción, como era de esperar, terminó agotando su sistema inmunitario. La Naturaleza es infinitamente sabia. Todo lo que da de algún lado lo tiene que sacar. Y la señora Kristensen tomó prestado su capital de imaginación de la capacidad de defensa de su organismo. Un buen día, se levantó con fiebre. Y por la noche: cof, cof, cof. El doctor Johansen descubrió que el pulmón derecho estaba picado y diagnosticó un principio de tuberculosis. En aquella época, las condiciones de trabajo de las mujeres dedicadas a la literatura eran muchísimo más duras que las de las obreras de una fábrica textil de Lancashire. Los hombres podían escribir al aire libre, no solo en el campo sino también en las ciudades, aprovechando los jardines públicos, observando a los transeúntes y aspirando el perfume de las cabelleras de las damas. Las mujeres escribían en el único lugar donde el poder masculino las había confinado: la cocina. En aquella época, la cocina era el lugar menos ventilado de la casa. La señora Kristensen había pasado demasiadas horas escribiendo al lado de la hornalla encendida para que no se le congelaran los dedos, respirando un aire viciado por el anhídrido carbónico que exhalaba la hornalla obvia15


mente y menos obviamente por el anhídrido carbónico que exhala un cuerpo al escribir, gastando 74 calorías por línea. Por falta de ventilación, sus pulmones habían perdido elasticidad, volviéndose el blanco perfecto del bacilo de Koch. Si a lo largo de la historia hubo tantos escritores tísicos y fundamentalmente tantas escritoras tísicas, no fue una mera cuestión de moda, como algunos creyeron. Fue un descuido de los higienistas, que los hombres de letras, pero sobre todo las mujeres, pagaron con sus pulmones. El caso de la señora Kristensen fue aún más desesperado. La tuberculosis produjo una verdadera hecatombe familiar. Mientras Dorothea Kristensen, con sus 37,7º C, se asaba a fuego lento, sus cuatro hijitos fueron reducidos a cenizas en pocos días, sin que su madre pudiera hacer nada, ni siquiera escribirles un epitafio. Aún no había tenido tiempo de escribir sus Cuentos para niños tísicos y cuando lo pensó ya era demasiado tarde. Si en lugar de escribir sobre la poliomielitis, la rabia o la diarrea infantil, hubiera escrito sobre la tuberculosis, el curso de los acontecimientos hubiera sido completamente diferente. Primero, sucumbió Solvej. Luego, Karen. Después, Asløg. Sin que les diera tiempo de nada, el pequeño Niels. Así fueron cayendo, uno tras otro, inexorablemente, como copos de nieve: cof, cof, cof, cof. La tuberculosis se contrae principalmente por las finas partículas de saliva, rica en gérmenes, 16


también conocidas como gotas de Flügge, que los tuberculosos eliminan cuando tosen, estornudan, hablan. La madre tuberculosa que le cuenta un cuento a su hijo, por más que este cuento sea eficaz contra la escarlatina, representa una vía regia de transmisión. Por eso mismo, tiene la obligación de separarse, ni bien quede establecido el diagnóstico. La tuberculosis contraída durante la infancia, por vía materna, suele ser una de las más mortíferas. El señor Kristensen no se contagió, pero por poco pierde la razón. En cuestión de semanas, un microbio, aliado a la irresponsabilidad sanitaria de una mujer, le había arrebatado la felicidad del hogar. Lo que antes había sido una casa poblada por voces infantiles, juguetes y risas, se había transformado en un lugar en penumbras, apestado por el olor a benjuí y la tos perruna de su esposa. Hasta entonces había asistido mustio y mudo a esta guerra bacteriológica. Pero al perder a Niels, cuando se dio cuenta de que ya no había nada que hacer, dio libre curso a su animadversión. Invocando los riesgos que corría, internó a su esposa en un hospital de la isla de Fyn. Y esperó a que se muriera. La señora Kristensen no quiso abandonar su hogar. Imploró, gruñó, rompió un jarrón. Fue en vano. El señor Kristensen no cedió y la internó sin piedad alguna. En realidad, su anhelo más profundo era rehacer su vida, fundando una nueva familia. Digámoslo claramente: había entablado comercio con otra mujer sin ningún atractivo físi17


co, material o espiritual, pero que se había hecho la reacción de Mantoux, con una reacción tuberculínica negativa. La BCG hizo el resto. Durante su agonía no fue a verla ni una sola vez. Ni siquiera le mandó flores o chocolates. La señora Kristensen, que inmediatamente se dio cuenta de todo, ni se inmutó y planeó minuciosamente una venganza, con ese odio helado tan característico de los tuberculosos. Ariadna apareció en el momento justo. Dorothea Kristensen murió muy feliz, sabiendo cuan infeliz haría a su marido, desheredándolo. El señor Kristensen no se dio por vencido tan fácilmente. Inició un juicio que perdió. No había nada que hacer. En vano invocó que las facultades mentales de la señora Kristensen se habían eclipsado al redactar el testamento y que Ariadna se había aprovechado de esta debilidad para apoderarse de la herencia que le correspondía. La ley es la ley y la letra es la letra. El testamento decía sin ambigüedades que Ariadna Sørensen era la albacea universal de los Cuentos de Dorothea Kristensen. Fue una decisión muy acertada. Ariadna era la persona ideal para ocuparse de la Liga. Ni bien un hombre de letras se ponía a toser, dejando en el pañuelo una mancha de sangre, Ariadna se subía a una bicicleta, a un paquebote, a un automóvil; golpeaba a la puerta, haciendo sonar la aldaba o tiraba de una campana; cruzaba pasillos, atravesaba patios, subía escaleras; se sacaba el sombrero y el abrigo de pieles, sentándose al lado de la

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moribunda o el moribundo, estrechándole la mano, a fin de darle un poco de ánimo. Para entrar en confianza, lo primero que hacía era, según el protocolo de siempre, ponerse a leer algún cuento de Dorothea Kristensen. La lectura producía un efecto refrescante en aquellos cuartos, que solían oler a alcanfor, con el aire saturado de bacilos. En general, la reacción de los moribundos era positiva. Se sentían tan contenidos en su compañía que antes de expirar, llamaban a un abogado para nombrarla albacea universal. Y morían muy tranquilos, dejando sus papeles en manos de la que fue llamada, a partir de aquel momento, la dama de las toses. Ariadna defendía los intereses de los difuntos con uñas y dientes. Cuando no visitaba a los enfermos, se ocupaba de los papeles de los fallecidos. Daba a la prensa los manuscritos que el muerto o la muerta, no sin cierta coquetería, había mandado destruir, para que al ser publicados, rodeados del halo de la prohibición, tuvieran mucho más éxito. Recopilaba textos dispersos. Descifraba cuadernos indescifrables. Hacía conocer correspondencias y diarios impublicables. Llevaba a juicio a cuantos hacían circular escritos sin su autorización. Su conducta era irreprochable. El dinero que ganaba con los derechos de autor iba directamente a las arcas de la Liga de Ayuda a los Hombres de Letras Afectadas por la Tos, sin el menor desfalco. El abogado del señor Kristensen investigó la vida de la dama de las toses para encontrar algún

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hecho del cual pudiera valerse para apelar contra la sentencia. No encontró nada que tuviera peso ante los tribunales. Se enteró de que había nacido en Køge, no muy lejos de Copenhague y que desde el principio, su existencia había estado marcada por las dificultades respiratorias. Al nacer, en vez de gritar y llorar como el resto de los mortales para establecer entre el interior y el exterior ese intercambio gaseoso indispensable para la vida, Ariadna aspiró una bocanada de aire, abriendo desmesuradamente la boca y luego, dejó de respirar. Se le había trabado el diafragma. La comadrona esperó un poco. Pero como la criatura no reaccionaba, la dio por muerta. Pero no estaba muerta. A Ariadna solo le faltaba respirar, o más exactamente, seguir respirando. Para decirlo en términos más técnicos: la función respiratoria no se había puesto en marcha de manera automática, a través del grito o del llanto. Y mientras la comadrona se perdía en mil y una conjeturas sobre las razones de este desperfecto técnico, Ariadna se puso azul. Para poner fin a aquel estado de asnea, la comadrona entreabrió la boca de Ariadna y le pellizcó la punta de la lengua y empezó a meterla y a sacarla enérgicamente de la cavidad bucal, unas 20 veces por minuto, para destrabarle el músculo. Ariadna se puso morada. La comadrona intentó entonces el procedimiento de Schaefer. Para ello, acostó a la criatura sobre el vientre, con la cabeza hacia el lado derecho y los brazos extendidos por encima de la cabeza. Apo20


yando las dos manos sobre la espalda, la comadrona ejerció bruscamente una presión sobre los pulmones para provocar una espiración. Se oyó un crujido. Ariadna se puso negra. La mujer perdió la poca paciencia que le quedaba y empezó a zarandear a Ariadna. Del minúsculo esqueleto, se desprendió la costilla que se había fracturado. Al rozar los otros órganos, la costilla se puso a sonar en el costillar, como una moneda en una alcancía. Otra profesional hubiera cambiado de técnica de reanimación. En este caso, hubiera sido mejor el procedimiento de Sylvester o mejor aún, el procedimiento de Eve. Pero como esta comadrona era una mujer bastante obstinada, en lugar de ceder ante los obstáculos que le ofrecía lo real (manera redundante de decir, puesto que lo real no es más que esto: un obstáculo) se empecinó aún más. Y la sacudió con todas sus fuerzas. La costilla terminó clavándosele en un pulmón: el pulmón izquierdo. Ariadna tuvo suerte. Porque los pulmones son uno de los pocos órganos repetidos del organismo. El hueso podría habérsele clavado en algún órgano solitario, como el corazón, el cerebro o la vejiga, provocándole instantáneamente la muerte a aquel ser que tanto le costaba nacer. Tuvo muchísima suerte. Aquello que podría haberle provocado la muerte terminó salvándole la vida. Cuando la costilla dio de lleno en el lóbulo inferior, el pulmón se contrajo violentamente, produciendo una expulsión de aire. En vez de gritar o llorar, Ariadna tosió. Y al toser, no solo escupió la costilla 21


sino que también se le destrabó el diafragma. De este modo, se puso en funcionamiento el automatismo de la respiración. El corazón pudo bombear sangre arterial y la sangre arterial llegó hasta el cerebro con su provisión de oxígeno justo a tiempo, cuando las neuronas estaban dando los primeros signos de desfallecimiento. Y entonces sí Ariadna se puso violeta y luego azul y luego colorada. Al abrir los ojos y al percibir la luz del mundo, fue la luz del mundo. La tos le salvó la vida, pero le envenenó la temprana infancia. Era imposible tener una infancia feliz con un pulmón pinchado, perdiendo aire a cada inspiración y espiración. Ariadna era el hazmerreír de todos los microbios, que entraban y salían de su pulmón, cuando querían. Y mientras los otros niños aprendían a hablar, a caminar y a controlar los esfínteres, Ariadna también aprendía a caminar, a controlar los esfínteres y a hablar, sumando a estos arduos aprendizajes el aprendizaje de la tos. Como era hija única, sus padres concentraron todos sus afectos, acciones y pensamientos en la preservación de su salud, declarándole la guerra a los bacilos. Lo que comenzó como una preocupación justificada se transformó con el tiempo en una obsesión. El único tema de conversación de los Sørensen eran los gérmenes. Este estado de guerra sin un solo instante de respiro los había obligado a adoptar medidas de precaución extremas. El personal doméstico debía barrer minuciosamente la casa varias veces por día 22


y el mismo señor Sørensen en persona verificaba que no hubiera quedado ni una sola partícula de polvo ni un solo microbio bajo la alfombra. Cada mañana, una sirvienta iba al mercado a comprar cítricos que más tarde la misma señora Sørensen en persona exprimía, obligando a Ariadna a ingerir diariamente por lo menos unos 20 dl. Ricos en vitamina C, los cítricos son el mejor preventivo contra las enfermedades de las vías respiratorias. Como podrán imaginarse, no había nada en este mundo que repugnara tanto a Ariadna como una naranja, por no decir nada de los pomelos. Cuando su madre la obligaba a beber aquel brebaje anaranjadamente inmundo, lleno de grumos, Ariadna se restregaba los ojos y rompía a llorar. A la señora Sørensen se le ponía la carne de gallina. Las manos son miembros que, al estar en perpetuo contacto con el mundo, pueden transmitir una infinidad de enfermedades, entre ellas, la fiebre tifoidea, el cólera y la meningitis cerebroespinal epidérmica. Restregarse los ojos al llorar no solo puede tener consecuencias nefastas para la conjuntiva. Agregando algunos microbios a los cientos de microbios que ya están presentes en las lágrimas, hacen de estas últimas un temible vector de infección. Las lágrimas pueden contagiar no solo la conjuntivitis sino también la queratitis ulcerosa neumocócica y la oftalmía de Egipto. Derramar lágrimas puede llegar a ser tan insalubre como bañarse en una cloaca. La señora Sørensen le prohibió terminantemente a Ariadna, no solamente tocarse los ojos sin 23


haberse lavado previamente las manos, sino también llorar. Ariadna tuvo que arreglárselas para encontrar una solución de compromiso entre la prohibición materna y sus necesidades lacrimales, desarrollando un nuevo arte de llorar, que consistía en concentrar un máximo de afecto en un mínimo de lágrimas. Así creció Ariadna, la niña del pulmón pinchado, ligeramente taciturna por falta de juegos con otros niños, fuente de transmisión de tantas pestes y plagas. En lugar de ir a la escuela, Ariadna tomaba lecciones a domicilio con una institutriz que llevaba un barbijo, para garantizar un saber, exento de contagios. Nada más errado. En la escuela, los niños no solo aprenden a leer y a escribir y a hacer cálculos y a conocer fechas y nombres de ríos y ciudades, sino también a aborrecer las letras, la matemática, la geografía, la historia y el estudio en general. Y que nadie lo lamente. La escuela daña gravemente la salud. Esta hostilidad no es más que una reacción de legítima defensa del organismo. Compárese un niño antes y después de ingresar en el sistema escolar. Al principio, es la encarnación de la vida: todo en él es fuerza, juego, posibilidad. Al final, es un ser gruñón, aburrido, ligeramente encorvado, propenso a los dolores de espalda. Ariadna tuvo que librar este combate contra el saber en soledad. Aislada como estaba, le era imposible ofrecer la menor resistencia al canto de sirena adecuadamente filtrado de la institutriz. En 24


vez de rebelarse, se sometió a la férula, convirtiéndose en una alumna perfecta, que asimilaba instantáneamente todo lo que se le enseñaba y trabajaba por su cuenta más de lo debido. Si la institutriz le pedía que aprendiera la tabla de multiplicar del dos, Ariadna aprendía también la del tres y la del cuatro. Si la institutriz le pedía que memorizara los nombres de las islas de Dinamarca, Ariadna memorizaba también los nombres de los accidentes geográficos de la península escandinava. Si la institutriz le pedía que recitara los nombres de las principales dinastías europeas, Ariadna recitaba también los nombres de las principales dinastías egipcias. Afortunadamente no hay mal que por bien no venga. La institutriz hizo aquello que los Sørensen y los médicos no supieron hacer: leerle a Ariadna los Cuentos para niños con pulmón pinchado. Los cuentos tuvieron el mismo efecto que una inyección de yoduro de potasio, pero sin sus efectos colaterales. El genio de Dorothea Kristensen había sabido combinar el sentido y los sonidos en sus proporciones justas para remendar el árbol bronquial. Gracias a los cuentos de Dorothea Kristensen, Ariadna empezó a gozar de una ventilación pulmonar aceptable. Una noche, el señor Sørensen se destapó y tosió: cof. Ambos esposos se despertaron sobresaltados. Aunque el señor Sørensen había tosido una vez y nada más que una vez, este hecho bastó para activar la alarma: cof cof. 25


Llamaron al médico de cabecera. El médico sometió el cuerpo del señor Sørensen a todos los exámenes posibles: percusión, auscultación, respire por la boca, contenga la respiración, diga treinta y tres, una vez más: treinta y tres. Al final del examen, afir mó que los pulmones del señor Sørensen gozaban de perfecta salud. Que se trataba de una simple tosecita nocturna, que se disiparía tan pronto como la bruma. Había que dejarla pasar, como quien deja pasar una mosca. ¡Una simple tosecita nocturna! ¡Que se disiparía tan pronto como la bruma! ¡Que había que dejar pasar como una mosca! Cof cof cof. El señor Sørensen llamó a otro médico que le dijo lo mismo. Y entonces consultó a otro y a otro y a otro, para escuchar siempre el mismo diagnóstico. Mientras tanto, el señor Sørensen seguía tosiendo, con una tos cada vez más febril, más negra, más fibrosa, que iba hundiéndosele cada vez más en la caja torácica, hasta salirle al final ya no de los pulmones, sino del corazón, más exactamente de la válvula sigmoidea. Lo peor de todo fue que, al cabo de un tiempo, la señora Sørensen también empezó a toser, con una tos desafinada, producida más por el pulmón izquierdo que por el derecho, que se le desplazaba por el cuerpo sin cesar, tomándole el pabellón auricular, las axilas, las uñas. Todo había sido obra del bacilo de Scalpighi, agente de la tos nómade, que se expande por el organismo, como un cáncer, haciendo metástasis

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en lugares tan alejados de los pulmones como el colon ileopélvico. Para evitar el contagio, los Sørensen enviaron inmediatamente a Ariadna al campo. Si bien la familia Sørensen se había hecho vacunar contra el tétano, la viruela y la tuberculosis, se habían olvidado de la vacuna contra el bacilo de Scalpighi. Lo que no puedo dejar de reprochar a los higienistas, seguramente financiados por los laboratorios alemanes, que han contribuido a darle una popularidad exagerada al bacilo de Koch, dejando en las notas a pie de página de los manuales de patología, bacilos no menos perniciosos como el bacilo de Scalpighi. Los Sørensen pagaron con sus vidas este error. Dos meses más tarde, el señor Sørensen expiró en los brazos de la señora Sørensen: cof. Y dos meses más tarde, la señora Sørensen también expiró, pero expiró sola, absolutamente sola: cof cof. Su última voluntad fue que Ariadna permaneciera en el campo, sobre todo durante el entierro. Los microbios presentes en los funerales de los padres, aseguró, suelen ser los más mortíferos.

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