Niño lobo

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Niño lobo Por Diego Remussi

Cuando nació el niño, después de nueve meses de esperada dulzura, ocho sonrisas se asomaron para verlo en la cunita. Los seis hermanos se apretaron a su alrededor. El padre y la madre disfrutaron la alegría de su séptimo hijo. Séptimo y varón. No eran supersticiosos, pero por las dudas lo bautizaron con el nombre de Lázaro, buscando quizás en su carga bíblica un contrapeso para el posible mal. El padre, que temía las añosas leyendas camperas mucho más que su mujer, quería asegurarse de que ese nombre tan reluciente actuara como antídoto contra cualquier tipo de maleficio. Lázaro creció, siempre acompañado por ese torbellino de hermanos que distraían la paz monótona de la ciudad de provincia, y aprendió a disfrutar de ellos. Le encantaba que lo tuvieran consentido por ser el menor, se volvió caprichoso. A veces, sus chillidos se oían en toda la casa. Ese grito preocupaba sobre todo al padre, que temía la posibilidad de algo funesto. A la madre le daba dolor de cabeza. Cuando empezó primer grado, sólo dos de sus hermanos seguían en la escuela primaria. Iban juntos los tres, a la mañana, recorriendo las calles de la ciudad. Veían el día nacer, asomándose sobre la avenida con pocos autos a esa hora. Lazarito se acostumbró a levantarse temprano sin protestar. Fue aprendiendo a escribir torpemente, con la gracia del trazo inseguro, pero se esforzaba por hacerlo bien. El libro de lectura contenía historias maravillosas que fue descubriendo a medida que aprendió a leer. Y ya en segundo grado, los relatos se hicieron más entretenidos. Leía con entusiasmo, y si no entendía, le preguntaba a su hermano Hugo, que ya estaba en quinto. Todos los hijos eran estudiantes y algunos leían sin ganas. Para el colegio, y porque era obligatorio. Sólo Lázaro parecía leer con entusiasmo las historias de su libro de lectura.


Y también le pedía al padre que le contara algún cuento. Él siempre accedía a ese pedido, a la noche, para ayudarlo a que se durmiera. Recordaba las historias que tenía agarradas con los alfileres de la memoria, por eso llenaba los grandes baches del cuento con invenciones, no tan extrañas como originales. Al niño le encantaba escucharlo porque su padre contaba las cosas con mucha gracia. Pero se le iban agotando los temas. Le costaba sacar de su imaginación algo totalmente original y se metía en vericuetos, como cuando quiso armar una historia de detectives, que no pudo resolver del todo bien. Una de esas veces empezó a contar la leyenda del hombre lobo. Sólo evitó decir que la transformación en noches de luna llena ocurría en un séptimo hijo varón. Realmente era una historia de miedo, para la corta edad de Lázaro. Era la primera vez que escuchaba un cuento de suspenso y estuvo pendiente hasta el último momento. Siguió creciendo, acompañado siempre por el tradicional cuento antes de dormir. Ya dominaba la lectura mucho más. Se aventuraba en libros avanzados para su edad. Aprovechaba los que olvidaban sus hermanos arriba de la mesa. Y así fue cómo se enteró: por casualidad, sin querer encontró la leyenda del hombre lobo. El título le llamó la atención. Era el mismo con que su padre le había presentado aquella maravillosa historia. Pero en esta versión, no faltaba ningún detalle. Casi al empezar la lectura tuvo que tropezar con la información: el hombre lobo es el séptimo hijo varón. Entonces se asustó, pero ya no pudo dejar de leer hasta el final. Ese breve texto, escrito de una manera muy simple, lejos de construir una ficción parecía documentar una verdad absoluta. Tembló. No se animaba a decirle nada a su papá. Qué susto se llevaría si se enterara de que tenía en su propia casa al protagonista de aquel cuento. Quería evitarle todo sufrimiento a su familia, por eso no lo comentó ni con la madre ni con los hermanos.


Pero cuando llegó la hora de cenar, Hugo pudo notar el miedo en los ojos de su hermanito: —¿Te pasa algo? —le preguntó. —No, nada —mintió. Se quedó serio y se fue solito a su pieza, con el “buenas noches” de siempre. Hugo lo siguió despacio y se acercó a esa mirada preocupada. Él se dio media vuelta en la cama y le dijo: —Hoy es noche de luna llena. El hermano comprendió que Lázaro aún recordaba aquel cuento que el padre les había contado y que temía a algún hombre lobo que anduviera por ahí. Pero hacía bastante que habían escuchado esa historia: meses, quizás. Se sorprendió pero no dijo nada. No sospechó ni por un instante que su hermano tuviera temor de sí mismo. Además Lázaro se cuidó muy bien de no decir nada más. Hugo lo acompañó hasta que se quedó dormido. La noche fue avanzando. La luna apareció con su plenitud alumbrando las casas con su cara redonda. Todos dormían cuando empezaron los gritos. Chillidos de bestia salvaje luchando contra su propia condición. Lázaro gritaba. Entre sueños decía que no quería ser un lobo, que quería seguir siendo un chico. Cuando el padre escuchó la razón de su pesadilla, se dijo para sí: “algún día se tenía que enterar”. Corrió a su lado y le acarició la frente. Con las dulces palabras que antes había reservado para los cuentos, habló muy suavemente al oído de su hijo: —No existen los niños lobo. El chico sin despertar oyó la voz salvadora que lo ayudaba a calmarse. Entonces, el padre pudo quedarse tranquilo y volver su cuarto.


Al otro día, Lázaro se sentó a tomar el desayuno con una sonrisa tan grande como su cara. El padre lo vio partir rumbo a la escuela junto al hermano. Luego miró a su mujer: —Ya se calmó —le dijo. —Sí, ¿pero qué va a pasar cuando crezca? El padre apoyó la taza de café sobre la mesa. Quería meditar sus próximas palabras. Sabía que su mujer tenía razón. Mientras Lázaro fuera un niño nada iba a pasar, pero no era suficiente para estar tranquilos del todo. ¿Qué harían cuando su hijo descubriera, en plena adolescencia, su furia asesina? ¿Podían tomar recaudos acerca de algo que se iba a cumplir inevitablemente y que no tenía solución? —No existen niños lobo—dijo la mujer, recordándole las mismas palabras de consuelo que él le había susurrado a su hijo, entre sueños. —Sí—respondió con una amargura que dejaba ver sus pensamientos.—Pero cuando sea un hombre... No hizo falta que terminara la frase. Para ambos hablar de eso era hacer presente la maldición. Se miraron con una vaga esperanza. Quizás existiera alguna posibilidad, algo desconocido para ellos que hiciera cambiar las marcas del destino. Sólo era una cuestión de tiempo saber si existía esa pequeña chance, si Lázaro podría evitar la inexorable transformación.



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