Toribio Torres (alias) Gardelito
I
La señorita Bezerra -hermana del doctor de la vuelta- le pidió que paseara el perro por el parque cercano. Toribio se excusó. Era alto para sus diecisiete años, pero tenía un rostro ligeramente infantil con sus ojos grandes y negros que ganaban la confianza de todo el mundo. Era huérfano y sus tíos lo habían traído de Tucumán para vivir con ellos en ese inquilinato de la calle Paraguay. Toribio prefirió vagar por Palermo. En la avenida Alvear conoció a unos muchachones que se dedicaban a vender perritos menudos y lanudos decorados con cintas rojas y celestes en el cuello. Los exhibían en el césped del parque. Los autos se detenían, las mujeres lanzaban agudas exclamaciones de ternura; los hombres consultaban el precio. A veces se producía la feliz coincidencia de que la admiración femenina correspondiese con la generosidad masculina, y Toribio fue espectador de varias transacciones a precios que consideró exorbitantes, puesto que hasta entonces había creído que los cachorros se regalaban y nada más. Toribio fue a tocar el timbre en la puerta con chapa de bronce del doctor, para decirle a la vieja que aceptaba pasearle el perro. La solterona se mostró alegre de que el muchacho aceptase: -Antes lo paseaba la sirvienta. Pero ahora debe cuidar el consultorio. Y el pobre animalito se desespera sin su paseo. Le entregó a Pucky atado al extremo de una flamante correa. Toribio tomó la calle Salguero y rato después llegó a la avenida Alvear. Pucky era un fox-terrier juguetón y de mirada inteligente, pero nadie se fijó en él. Toribio entregó el perro al anochecer y la señorita le dio cincuenta centavos de propina. Al día siguiente volvió a pasear el perro con el mismo resultado. Al devolverse por la avenida Las Heras, una mujer elegantemente vestida con sastre gris y sombrero
rojo se detuvo para observar el perro. Al fin Toribio encontraba una interesada. Estaba resuelto a venderlo; después contaría que lo había perdido en Palermo. La mujer observaba al perro con creciente interés. Se trataba de un animal de raza y bien cuidado. Se agachó para acariciarlo y miró de soslayo al muchacho: pantalones gastados y una camisa desteñida. No parecía el propietario de un animal tan fino. Toribio comprendió que la dama confiaba tanto en el perro como desconfiaba de él. -¿De quién es este perrito? –inquirió la mujer. -Es mío –respondió el muchacho. -¿Cómo llegó a tus manos? -Lo encontré perdido hace tiempo. Me dijeron que es fino. ¿Le gusta señorita? – preguntó a su vez el muchacho, esperanzado. -¿Vivís lejos? –preguntó la mujer. Empleaba un tuteo forzado y desdeñoso. Y Toribio mentía, mentía siempre, más por sistema que por conveniencia: -Vivo en Avellanada. -Es muy lejos. -Así es, señorita. Era verano y el fox-terrier jadeaba. Ella volvió a acariciarlo y Pucky correspondió con una inteligente mirada de agradecimiento que casi hizo llorar a la mujer. Vaciló un poco y dijo: -¿Por qué no tomás un taxi? -¿Un taxi, señorita? No tengo plata para eso… Y volvió a quedar en silencio, esperando una oferta de la dama. Ella abrió el bolso y retiró un billete. Dijo con energía: -Vamos a esperar un taxi, y lo vas a tomar. Con tanto calor este perro no puede llegar al trote hasta Avellaneda.
Se agachó y volvió a acariciar al fox-terrier. Después paró a un taxi, le rogó al chofer que le permitiera subir con el perro, y puso en la mano del muchacho un billete de cinco pesos. Toribio se instaló en el coche con Pucky en la falda y tomaron por Coronel Díaz, amplia y arbolada calle que se empinaba bordeando la Penitenciaría Nacional. Torció la cabeza para divisar a los centinelas que se paseaban encima del murallón. Se vio corriendo por esa calle, para dejarse caer al pie de un árbol, en medio del estrépito de la fusilería. Protegido por el árbol, ordenó abrir fuego a sus hombres. Allí estaban a sus órdenes, todos los muchachos del barrio: Pirulo, Garibaldi, Camisa. Vestían las casacas largas y los quepís con tolditos de la Legión Extranjera. Pero al revés de lo que pasaba en Beau-Geste, esta vez eran los árabes quienes defendían al recinto amurallado. Pero nada resultaba más fácil a Toribio y sus hombres que voltear de certeros balazos a esos árabes de ropas flotantes y cuyos turbantes sobresalían entre las almenas de la Penitenciaría Nacional. Pero antes de que pudiese dar la orden de asaltar el fuerte, terminó el murallón y comenzó la Cervecería Palermo. Detrás estaba la cortada de Arenales; los muchachos ya estaban jugando al fútbol. Atravesaron la avenida Santa Fe y ordenó al chofer detener el coche en Charcas. El taxi aún marcaba los cincuenta centavos iniciales. Toribio le entregó el billete de cinco pesos. El chofer lo miró hosco. -¿No me vas a dar nada por llevarte el perro? -Bueno, cóbrese veinte centavos de propina –aceptó el muchacho. -¡Qué hago con veinte! ¡Meterme un perro en el taxi para cinco cuadras! Tomá cuatro pesos de vuelto –refunfuñó furioso y se fue. Fue a devolver el perro. La vieja le volvió a entregar cincuenta centavos. -¿Dónde lo llevaste? -Por el parque. -¿Estuvo contento Pucky? -Así me pareció, señora.
-¿Le soltás la correa? -No sé si puedo hacerlo, señora –dijo Toribio, bajando la vista. -Si es lejos del tráfico, sí. -Lo voy a llevar en medio del bosque. -Allí, sí; pero cuidado que no vaya a caerse en un lago. -Pierda cuidado, señora. Yo lo cuido bien. Se agachó para acariciarlo entre las orejas, como vio hacerlo a la mujer de sombrero rojo. -¡Le tomé tanto cariño a su perro, señora! -¿Es buenito, verdad? -¡Y tan inteligente! Anudó los cuatro pesos en la punta del pañuelo y fue a jugar a la pelota en la cortada de Arenales. Sólo el recuerdo de la figura prepotente del chofer enturbiaba su alegría. A la tarde siguiente salió nuevamente a pasear el perro. Pero esta vez no lo llevó hasta el bosque. Se quedó en la esquina de Las Heras y Coronel Díaz, esperando que pasara la señorita de los cinco pesos. Cuando ya desesperaba que no la vería, apareció con otro vestido y un sombrero verde. Se detuvo, acarició el perro y después preguntó: - ¿Ayer llegaron bien? -Sí, señorita. La mujer miró al muchacho fijamente: -¿Quién baña al perro? -Mi tía. -¿Lo cuidan bien en tu casa? -Nosotros sí. Bajó la vista y se le ocurrió: -Pero los vecinos no lo quieren. A cada momento, y al menor descuido, le pegan. Vivimos en un conventillo, ¿sabe? Y nos amenazan con envenenarlo.