Rosario y la serenata

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Enrique Gamarra

Rosario y la Serenata


Pas贸 la siega, termin贸 el verano y a煤n no hemos sido salvos. Jerem铆as 8-20


Otra vez se ha comenzado a oír el llanto de las ranas debajo de la casa que habito, como todas las tardes a la caída del sol. Pareciera que no pueden olvidar que en estos terrenos no hace mucho había una laguna y así se escuchan los silbos y alborotos de los pájaros del agua y hasta algún grito ahogado por la profundidad. Esos sonidos son la memoria de la laguna que se resiste a morir definitivamente. Nadie se ha dado cuenta de que a esta hora el pueblo piensa, se acurruca, se dobla sobre sí mismo y es como si se pusiera a rezar. Pero recuerda: las calles, barridas por el viento del norte durante todo el día, se aquietan, cobran una tonalidad de tiempo muerto y de las paredes y los muros brota el musgo de los días viejos. –La memoria es el único camino cuyo final está en el principio. –Lo sé, madre. Pero éramos tan felices en aquel pueblo. El viento jugueteaba entre las hojas de las chilcas, corría de aquí para allá trayéndonos el olor de la yerba lucero. –¿Cómo ocurrió todo? –Nadie sabe cómo pasan las cosas. Pasan. –La culpa fue de aquel violinista ciego. Y su música del diablo. Rosario Reguera huyó con el violinista ciego para el día de San Valentín, tenía veintitrés años y tres hijos, pero no 11


le importó, la embrujó la música del ciego. Y fue el propio don Rómulo, el muy difunto, quien lo acercó una tarde mientras llovía de un modo triste y presagioso. –Toque, ciego, la Serenata de Schubert. A la señora le encanta. Rosario Reguera lloró cuando terminó la música y lamentó que el ciego no pudiera verla. Cuando huyeron fue ella quien eligió el momento y el camino. Según se supo, abordaron un barco en Barranqueras con rumbo a Buenos Aires y ya nunca se tuvo noticias de ella. Lorenzo, el hijo menor, la esperó hasta la hora de su muerte seguro de que alguna vez habría de volver, está viva, decía, ya cuarentón, y sé que se acuerda de nosotros. Las ranas han afilado su llanto como si fuera a cortarse de tan agudo. Está oscureciendo y en el horizonte pueden verse los primeros pájaros de la noche confundidos con aquella bandada de patos que se empecinan en un sur irreal, cada vez más lejano, inalcanzable, se diría que vuelan por pura inercia, porque no saben hacer otra cosa. A veces, cuando despierto en las madrugadas de lluvia, adivino su aleteo en la negrura distante y me meto de nuevo en el dormitorio sintiendo en el corazón, en el alma o acaso en las tripas una mezcla rara de no sé qué. En este momento el viejo Romilio estará cerrando las puertas del cementerio, abiertas durante todo el día. En este pueblo cada día es el día de los muertos, siempre ha sido así, la gente habla más con los difuntos que con los vivos. Si alguien debe emprender un negocio, viajar a la capital o a algún paraje de la línea, allí estará de pie sobre la tumba pidiendo consejos o simplemente comunicando 12


la decisión. Por horas y horas se oye la perorata, el tartamudeo de cada palabra, hasta que el muerto le da el consentimiento y entonces el visitante se retira después de una rápida persignación. El viejo Romilio duerme en una tumba vacía y no le incomoda que alguien pueda confundirlo con un muerto, acaso porque sabe que nadie entrará en el cementerio mientras descansa, acaso porque sabe que todas las criaturas del planeta están muertas. Hace meses que no come y sólo usa la boca para meter esos cigarros hediondos que muerde todo el día replegando la comisura de los labios como si sonriera. A veces apaga el cigarro, lo tritura con sus manos de momia y después se lo come, no sin antes masticarlo durante quince, veinte minutos. El viejo Romilio lleva un aro metálico en el tobillo para los dolores del reuma y se lava las manos con huevos de caracol, que al contacto con el agua producen una espuma parecida a la del jabón. Se sabe que llegó del pueblo fronterizo de Palo Seco y que hasta los diez años no conoció la lluvia. La luna, trizada por astillas de nubes, aparece en los confines del terraplén, pero la penumbra no se resuelve en noche, como si le costara desprenderse del día, la luz triste sigue allí, sobre los árboles y las casas, los patios y las calles muertas, y sólo en los zaguanes se agazapa la noche lista para arrojarse, hincharse sobre el sueño del pueblo. En estas latitudes ocurre a veces que la noche se retrasa porque sí y nadie acierta a explicar el fenómeno, simplemente esperan a que el tiempo se ordene, se acomode, pensando que ni siquiera la máquina del universo es perfecta. 13


–Oiga, ¿no tiene noticias de la noche? –Ya, ya. Todo a su tiempo. Y allí está la noche, repentina y furiosa, ciega de tan oscura, como vengándose de los que no creyeron en ella. Pero ahora habrá que esperar, pese a las luciérnagas y al silencio de los pájaros.

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