Sucedidos I

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Sucedidos
I
 
 
 



Noche
 de
 Carnaval
 en
 Palermo.
 Zapping
 de
 murgas
 denunciantes
 y
 coloridas
 sobre
 el
 escenario
 de
 una
 esquina.
 En
 el
 calor,
 la
 espuma
 como
 una
 nevisca
 refrescante.
 



Algunos
 disfrazados
 en
 honor
 a
 Momo,
 para
 despistar
 la
 fiaca
 de
 sus
 almas,
 serpentean
 el
 gentío;
 reparten
 sustos
 a
 los
 niños,
 corren
 a
 las
 jovencitas
 con
 lascivia
y
embroman
a
las
viejas.

 



Una
 mascarita
 de
 risa
 potente
 y
 caminar
 eléctrico,
 mira
 fijo
 a
 los
 ojos
 y
 descarga
su
burla
a
los
cuatro
vientos.
 



Todos,
con
temor,
actúan
la
vista
gorda
para
no
ser
presa
del
ridículo.
 



Desde
 enfrente
 me
 otea.
 Improvisado,
 no
 le
 saco
 los
 ojos
 de
 encima.
 Y
 se
 me
 viene
al
humo.
 



Me
 estudia
 unos
 segundos
 mientras
 danza
 con
 movimientos
 simiescos.
 Hace
 estallar
 una
 lluvia
 de
 papel
 picado
 sobre
 mi
 cabeza
 y
 baila
 a
 mi
 alrededor
 bisbiseando.
Luce
la
doble
sonrisa
de
los
fetiches
y
cuatro
pares
de
ojos.
Siempre
 mira.
Con
párpados
abiertos
o
cerrados.
Me
taladra
con
los
ojos
pintados.
Y
lanza
 una
carcajada
terrible.
 
 





—Fuiste
elegido
para
aprender
—me
susurra
con
voz
rasposa.
 
 Quiero
escapar
pero
estoy
paralizado.
Intento
gritar
pero
una
fuerza
extraña
 me
oprime
la
garganta.
 
 —Tengo
 un
 obsequio.
 ¿Es
 un
 don?
 ¿Es
 una
 condena?
 ¡Tu
 espíritu
 decide!
 Ya
 comienza
—canturrea
y
chasquea
los
dedos—.
Ya
comienza…
 Plaf.

 La
cachetada
es
un
cimbronazo
celular
que
comienza
como
un
hormigueo
en
 todo
el
cuerpo
y
finaliza
como
un
sofocón.

 —Ya
 ha
 comenzado
 —me
 informa
 con
 su
 sonrisa
 desdentada—.
 Está
 en
 marcha
 la
 cuenta
 regresiva.
 Tu
 expresión
 es
 finita.
 Cuida
 las
 palabras
 dichas
 y


escritas
 porque
 una
 vez
 agotado
 el
 número
 quedarás
 en
 silencio
 para
 siempre.
 Tu
expresión
ya
es
finita
—chasquea
los
dedos
otra
vez
y
se
esfuma.
 Sudo
el
miedo.
Y
quedo
sugestionado.

 Vuelvo
 a
 mí
 desorientado.
 Vicheo
 en
 vano
 hacia
 todos
 lados.
 Ni
 bien
 puedo
 inaugurar
los
pasos,
escapo
de
la
multitud.

 
 Esa
noche,
no
pude
dormir
pensando
en
cuál
sería
el
número
siniestro.
Pero
 en
la
rutina
de
los
días,
como
es
común,
pronto
olvidé
el
suceso.
 
 …
 A
un
mes
de
un
nuevo
Carnaval,
la
mascarita
me
ha
visitado
en
sueños
para
 comunicar
el
estado
de
la
cuenta:

 —Quinientas
ochenta
y
nueve
palabras
por
decir.
Quinientas
ochenta
y
nueve
 palabras
por
escribir.
 
 Desde
entonces,
cada
día,
siento
el
acecho
y
el
peso
de
la
sentencia.

 He
 cambiado
 mis
 hábitos
 y
 la
 relación
 con
 los
 demás.
 Trato
 de
 salvar
 los
 escollos
como
puedo.
Escucho
mucho,
digo
poco
y
escribo
menos.

 Para
 retardar
 el
 final,
 he
 pasado
 noches
 enteras
 consultando
 diccionarios
 y
 leyendo
 libros,
 confiado
 en
 que
 la
 riqueza
 de
 vocabulario
 dilatará
 la
 agonía.
 Intento
practicar
la
economía
y
la
calidad
de
las
palabras
por
decir.
Escapo
de
los
 que
vomitan
palabras
sin
ton
ni
son.
Me
fraternizo
con
los
parcos
y
los
tímidos.
 Me
espanto
por
cómo
se
habla
de
gusto.
Compruebo
cómo
nadie
escucha
a
nadie.

 Una
parte
de
mí,
se
resiste
a
aceptar
que
vivamos
en
un
soliloquio
perpetuo.
Tan
 indiferentes
unos
de
otros.
Tan
anónimos.

 Todos
hablan.
Pocos
dicen.
 
 …
 Tarde
comprendí
cómo
lo
inverosímil
se
hace
carne
en
el
tiempo.
 Sé
que
la
derrota
es
inexorable.
La
esperanza
que
anidaba
en
mi
insensatez,
se
 ha
 hecho
 añicos.
 Llegó
 un
 nuevo
 Febrero
 y
 pasó
 el
 Carnaval.
 He
 deambulado
 mudo
 entre
 la
 alegría
 de
 los
 otros
 y
 las
 murgas,
 buscando,
 con
 el
 corazón


encabritado,
 a
 la
 mascarita
 endiablada
 para
 suplicarle
 el
 alivio
 de
 la
 pena
 o
 un
 perdón.

Pero
no
la
he
encontrado.
 La
condena
me
desarma.
Con
la
confidencia
me
acerco
al
final.

 ¿Cómo
será
mi
vida
en
silencio?


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