Sucedidos I Noche de Carnaval en Palermo. Zapping de murgas denunciantes y coloridas sobre el escenario de una esquina. En el calor, la espuma como una nevisca refrescante. Algunos disfrazados en honor a Momo, para despistar la fiaca de sus almas, serpentean el gentío; reparten sustos a los niños, corren a las jovencitas con lascivia y embroman a las viejas. Una mascarita de risa potente y caminar eléctrico, mira fijo a los ojos y descarga su burla a los cuatro vientos. Todos, con temor, actúan la vista gorda para no ser presa del ridículo. Desde enfrente me otea. Improvisado, no le saco los ojos de encima. Y se me viene al humo. Me estudia unos segundos mientras danza con movimientos simiescos. Hace estallar una lluvia de papel picado sobre mi cabeza y baila a mi alrededor bisbiseando. Luce la doble sonrisa de los fetiches y cuatro pares de ojos. Siempre mira. Con párpados abiertos o cerrados. Me taladra con los ojos pintados. Y lanza una carcajada terrible. —Fuiste elegido para aprender —me susurra con voz rasposa. Quiero escapar pero estoy paralizado. Intento gritar pero una fuerza extraña me oprime la garganta. —Tengo un obsequio. ¿Es un don? ¿Es una condena? ¡Tu espíritu decide! Ya comienza —canturrea y chasquea los dedos—. Ya comienza… Plaf. La cachetada es un cimbronazo celular que comienza como un hormigueo en todo el cuerpo y finaliza como un sofocón. —Ya ha comenzado —me informa con su sonrisa desdentada—. Está en marcha la cuenta regresiva. Tu expresión es finita. Cuida las palabras dichas y
escritas porque una vez agotado el número quedarás en silencio para siempre. Tu expresión ya es finita —chasquea los dedos otra vez y se esfuma. Sudo el miedo. Y quedo sugestionado. Vuelvo a mí desorientado. Vicheo en vano hacia todos lados. Ni bien puedo inaugurar los pasos, escapo de la multitud. Esa noche, no pude dormir pensando en cuál sería el número siniestro. Pero en la rutina de los días, como es común, pronto olvidé el suceso. … A un mes de un nuevo Carnaval, la mascarita me ha visitado en sueños para comunicar el estado de la cuenta: —Quinientas ochenta y nueve palabras por decir. Quinientas ochenta y nueve palabras por escribir. Desde entonces, cada día, siento el acecho y el peso de la sentencia. He cambiado mis hábitos y la relación con los demás. Trato de salvar los escollos como puedo. Escucho mucho, digo poco y escribo menos. Para retardar el final, he pasado noches enteras consultando diccionarios y leyendo libros, confiado en que la riqueza de vocabulario dilatará la agonía. Intento practicar la economía y la calidad de las palabras por decir. Escapo de los que vomitan palabras sin ton ni son. Me fraternizo con los parcos y los tímidos. Me espanto por cómo se habla de gusto. Compruebo cómo nadie escucha a nadie. Una parte de mí, se resiste a aceptar que vivamos en un soliloquio perpetuo. Tan indiferentes unos de otros. Tan anónimos. Todos hablan. Pocos dicen. … Tarde comprendí cómo lo inverosímil se hace carne en el tiempo. Sé que la derrota es inexorable. La esperanza que anidaba en mi insensatez, se ha hecho añicos. Llegó un nuevo Febrero y pasó el Carnaval. He deambulado mudo entre la alegría de los otros y las murgas, buscando, con el corazón
encabritado, a la mascarita endiablada para suplicarle el alivio de la pena o un perdón. Pero no la he encontrado. La condena me desarma. Con la confidencia me acerco al final. ¿Cómo será mi vida en silencio?