TODAS ESTAS MUJERES
¿Quién no ha leído en una novela barata o visto en alguna película de dudoso gusto una escena donde una mujer de pechos redondos como globos cabalgaba a su amante, indefenso renacuajo aprisionado entre muslos de acero, al tiempo que le susurra “quiero que lo mates, quiero que mates”, refiriéndose al marido ausente? Típica, o más bien arquetípica, situación de la ficción; pero en mi caso resultó cierta en forma terrible. La primera vez que escuché a Sonia pedir que asesinara a su marido lo hice mientras me ocupaba en pescar uno de sus deliciosos pezones con mis dientes. No puedo decir que prestara mucha atención a sus palabras y si di mi consentimiento se debió nada más a que en ese momento estaba dispuesto a decir que sí a cualquier cosa. Cinco segundos después ya lo había olvidado. Más tarde compartíamos un cigarrillo arrojando el humo al techo y me suelta: “¿Cómo lo harás?”. “¿Cómo haré qué?”, pregunto con toda inocencia. “Matar a Morgan, imbécil”. Aún pienso que habla en broma y durante unos instantes le sigo el juego inventando más y mejores formas de garantizarle la viudez hasta que tropiezo con la fría cólera de sus ojos. Las palabras se me embrollan y la miró un tanto horrorizado, aunque no mucho. Yo sé del desprecio de Sonia por su marido, conozco de cómo su amor se ha ido convirtiendo en odio y de las palizas que ha debido soportar en los últimos meses. De verdad, no me sorprende que lo quiera muerto. Pero el asesinato es otra cosa. Trato de razonar con ella. Se levanta de la cama y recoge sus ropas. “Olvídalo”, dice al entrar al cuarto de baño. La puerta al cerrarse estremece los cimientos de la casa.
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La afición de Morgan –que era francés, a pesar de su nombre de pirata de la pérfida Albión— por el alcohol no ha mejorado las cosas. Hasta hace pocos años era un hombre pacífico y alegre que adoraba en forma quizás un poco maniática a su mujer. Pero su alegría se sostenía ahora en una botella de whisky y su pacifismo se había trocado en entrenamiento boxístico. Sonia era cuadrilátero, contrincante y soga a la vez. En otras palabras, su esposa era el pequeño gimnasio donde se martirizaba todos los días. Consejeros profesionales y aficionados (entre los que me contaba) no hicieron otra cosa que agravar la situación. Yo recomendé el divorcio, lo que no pareció una solución viable: es difícil renunciar a ciertas comodidades y privilegios. Morgan era rico; Sonia no. En un pasajero ataque de orgullo femenino firmó, al momento de casarse, un documento de separación de bienes en el cual desistía de cualquier reclamación económica en caso de disolución del matrimonio. Este documento, elaborado por insistencia de ella misma y que sólo podía explicarse por su rabioso feminismo de entonces, era protagonista de sus más frecuentes pesadillas. Una fortaleza española del siglo XVI a la orilla del mar. Mitad cuartel, mitad cárcel. Muros color de humo extraídos de una cantera olvidada en el tiempo. Ella espera en una celda húmeda su ejecución. Sabe que ha cometido un crimen horrible, pero no logra recordar cuál es. Entran carceleros, funcionarios y un sacerdote. Uno de los funcionarios se adelanta y despliega un gran pergamino. “Es el perdón”, piensa ella. El hombre comienza a leer. El documento crece en sus manos y comienza a llenar la celda, aplastándola contra las paredes. Antes de morir sofocada entiende que en ese documento se declara culpable de todos los crímenes que quieran imputarle y renuncia al perdón. Con ligeras modificaciones, este mismo sueño se repite cada cierto tiempo. Dos semanas después de la primera conversación sobre la muerte de Morgan, Sonia me expone detalladamente su plan. Escucho asombrado pero sin ánimo de
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indignarme. Poco a poco comienzo a darle la razón. Morgan es un maldito (me muestra un feo cardenal en el derecho, “una patada”) y merece morir. Sus argumentos se desenvuelven ante mí, bailan una danza sinuosa, pulsan rítmicamente entonando muerte-dinero-libertad-muerte-dinero-libertad. Al final aceptó. ¡Qué más da! Todo es cuestión de tener cuidado. Las ocasiones no faltarán. Como me demuestra Sonia, lo extraño, lo asombroso, es que no haya sido asesinado todavía, tal como se dedica ahora, en sus borracheras, a recorrer los peores barrios de la ciudad buscando putas y muchachitos; barrios en los cuales hasta su acento extranjero puede ser tomado como un insulto. No faltará quién, un día u otro, decida cortarle el cuello para robarle el reloj o la billetera. ¡Milagro que no haya sucedido ya! Simular un ataque en uno de estos barrios es tarea sencilla. Basta con aguardar una oportunidad apropiada y la policía culpará a uno de los muchos delincuentes de la zona y hasta allí llegarán las averiguaciones. Con dudas, con repugnancia, tal vez con secreta esperanza, tomo la pistola que Sonia me ha traído. “Sería mejor un cuchillo, pero creo que es demasiado para ti. De todas maneras no hay forma de que la policía identifique el arma, ha pertenecido a Morgan desde hace años, la trajo de Paraguay. Bastará con tirarla al río luego”. Sin embargo, las cosas no salieron como esperábamos. Dos días mas tarde Morgan se emborrachó y dio una fenomenal paliza a su esposa, arrojó el televisor por la ventana y salió a la calle desnudo. Asustó a los vecinos con su cuerpo flaco de demonio blanco de ojos azules y rubios cabellos desordenados. Media hora después una ambulancia lo llevó al hospital. Recluido en el décimo piso estaba relativamente a salvo. En cualquier caso, la pistola parecía improcedente por el momento. Sonia y yo vivimos momentos de plenitud transgresora: hicimos el amor en la sala de su casa, sobre el sillón preferido de Morgan, en la cocina humeante de guisos, de pie mientras ella se apoyaba en un balcón del segundo piso y yo la penetraba por detrás. Gloriosos días que
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concluían en la reiterada necesidad de la muerte del ausente. Cada abrazo, mordisco o empuje conducía a esa verdad. Fui al hospital, al pabellón de psiquiatría que, como dije, está en el décimo piso. Como socio minoritario de la empresa de turismo de Morgan no había nada llamativo en mi decisión. Luego de un viaje en el ascensor de acero inoxidable donde se concentraban los olores malsanos de todo el edificio, una reja con candado y un enfermero mal encarado, me pude encontrar con mi futura víctima. Entré, lo confieso, intimidado. Como sucede a muchas personas normales, los locos me producen un malestar indecible, algo que está mucho más allá de la posible agresión física, siempre latente en las mentes torcidas. Sentía debilidad en las piernas, sequedad de garganta, aceleración de los latidos del corazón y una pulsación en la cabeza que me hacía caminar como entre algodones. Morgan estaba sentado en una silla de metal en una esquina de amplia sala. Vestía un pijama elegante y unas pantuflas de cuero. Tomé una silla desocupada y me senté a su lado, dando el frente a los demás internos que deambulaban por ahí aparentemente sin ningún control. “¿Cómo te sientes?”, pregunté al tiempo que sacaba un cigarrillo, luego pensé que estaría prohibido fumar y lo guardé. “Estoy bien”, me contestó después de un rato. “Estoy todo lo bien que se puede estar aquí. Me dan drogas, duermo mucho, pero no puedo beber ni fumar. ¿Por qué has tardado tanto en venir a verme?”. Hablaba sin mirarme, atento, al igual que yo, al lento transitar de los enfermos. Los había viejos y jóvenes, gordos y flacos, hombres y mujeres. Todos como si hubiesen extraviado el camino; de vez en cuando uno se reía con sigilo, o su rostro adquiría una expresión intensa, desesperada, para relajarse inmediatamente después. Se podría decir que se portaban bastante bien. Yo comenzaba a respirar mejor.
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“Estuve ocupado en la agencia. Muchas cosas están en el aire. Los turistas canadienses están por llegar a manadas y no tenemos nada listo. Debes salir pronto; además, Sonia está preocupada y…”. “No me hables de ella”, me interrumpió, “esa bruja quiere matarme”. Busqué otra vez la caja de cigarrillos porque no sabía dónde esconder los ojos ni las manos ni las piernas. Una muchacha gorda y de rostro muy bello, como el de una virgen flamenca, se plantó frente a nosotros. Miró a Morgan y éste también la miró. Creí percibir un rastro de complicidad entre ellos. Dirigí mí vista al piso encerado, de nuevo atemorizado, y noté que entre los pies de la muchacha se formaba un pequeño charco de líquido que descendía por sus piernas. No sé de dónde, en ese momento apareció una enfermera y se la llevó por un pasillo. Fuimos a la habitación de mi amigo. Había cuatro camas. Un olor insoportable, como de cuerpos envejecidos, llenaba el aire de manera tangible a pesar de las grandes ventanas desnudas por las cuales entraba toda la luz del golfo. “Tengo un paisaje espectacular a mi disposición. Lástima que mis compañeros no lo disfruten tanto como yo”. Señaló a un muchacho acurrucado en una de las camas. “Sufre de delirios. De noche, se me acerca y dice que hay arañas que descienden del techo, que lo deje dormir conmigo. Debo hacer verdaderos esfuerzos para convencerlo de volver a su lugar. Un día lo voy a dejar”. Se apartó de la contemplación de las aguas verdeazuladas y de la lengua de tierra de la otra costa. Era mediodía y todo —el mar, los cerros distantes, hasta las nubes y el aire— reverberaba con reflejos dolorosos. También yo me aparté, aliviado, de los ventanales. “Tanta belleza puede matar”, dijo Morgan con sonrisa enigmática. Se sentó en la cama y puso los pies sobre la única silla de la habitación. No tuve más remedio que sentarme yo también en la cama, a su lado. Intenté dar a la conversación una apariencia de normalidad (yo no me sentía normal: estaba allí para
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“estudiar el terreno”, como decía Sonia; es decir: averiguar si Morgan podía ser asesinado en el hospital y simular un accidente o un suicidio; pero la cosa no marchaba, me sentía cada vez mas aprensivo, tenía la fantasía de que no me dejarían marchar cuando terminara la hora de la visita). “Como te decía, hay un grupo de canadienses que…”. “Cállate. Escúchame. No lo repetiré. Debo salir de aquí. No puedo volver a mi casa, porque la bruja estará esperándome. Quiero que me ayudes y me lleves a un lugar”. “¿Qué lugar?”, pregunté en voz demasiado alta y miré, asustado, a los lados. En ese momento entró un fornido enfermero llevando una pastilla azul en la mano derecha y un vaso plástico con un líquido transparente en la otra. Mi compañero adoptó un aire inocente y relajado; en ningún otro momento me había parecido tan loco; la locura bailaba en sus ojos, soterrada, casi inexistente, pero yo la veía. El enfermero se acercó al muchacho de la cama vecina y sin palabras le hizo tragar la cápsula. Luego salió sin dirigirnos una mirada. Morgan lo siguió con un movimiento furtivo de los ojos. Su voz se hizo más baja. “Ven esta noche a las diez. Estaciona en la parte trasera, cerca de la entrada de emergencias. Si no estoy, me esperas. Ahora vete. Mucho cuidado, que la bruja no sospeche nada”. ¿Es necesario decir que me porté como un miserable y, con un apresuramiento que ocultaba sólo en parte mi temor, en medio de un incendio de besos y arañazos, conté a Sonia lo que se proponía su marido? Una vez calmada el ansia amorosa, que cada vez se asemejaba más a la epiléptica conducta de los desesperados y condenados, trazamos nuevos planes. Resulta ocioso decirlo, pero éstos tampoco se cumplieron como esperábamos. A las diez de la noche en punto aguardaba en el sitio indicado. Transcurrieron varios minutos sin que sucediera nada. Lejano –más allá del aire acondicionado y del ruido del motor del auto— se escuchaba un confuso fragor de
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sirenas y llantos. O tal vez sólo lo imaginaba. Donde me encontraba había oscuridad y quietud. Un pasillo externo en tinieblas, flanqueado de arbustos, me separaba de una puerta de vidrio, cerrada. Detrás de ésta, más pasillos iluminados, blancos, solitarios. Morgan apareció de pronto y, a pesar de toda la atención que ponía en la vigilancia, consiguió sorprenderme. Pero el sobresalto mayor lo sufrí cuando comprendí que no venía solo. La muchacha gorda, bella y loca lo acompañaba. Por un instante dudé si debería pisar el acelerador y alejarme, o quedarme y averiguar qué pasaría. La duda es fatal: antes de decidir ya Morgan estaba a mi lado golpeando la ventanilla con sus nudillos. Su obesa compañera trataba de abrir la puerta trasera sin conseguirlo. Morgan, galante, procedió a franquearle el paso con gestos de portero de hotel. Después se sentó a mi lado y con sus habituales imperativos me dijo “Adelante”. Salimos del hospital, tomamos a la derecha, cruzamos a la izquierda y avanzamos unas cinco cuadras en línea recta hasta dar con el mar. Todavía sin recibir ni preguntar indicación alguna de la ruta adecuada conduje hacia la salida de la ciudad. Me parecía justo dirigirnos hacia ninguna parte, hacia la noche y sus carreteras despobladas. Tanto coraje no podía durar. Respiré ruidosamente. “Y bien, ¿a dónde vamos?”. “Por aquí no es”, chilló una voz detrás de mí. Miré por el retrovisor: no había nadie en el asiento. Clavé el pie en el freno con tanta brusquedad que Morgan aplastó su nariz contra el tablero, sin mayores consecuencias. Me di media vuelta. Allí estaba la gorda, por supuesto, hecha una bola de ropas y pelo, entre el asiento posterior y el delantero. Luego de un segundo levantó la cabeza. “Al centro”. Ocultó otra vez la cara entre las piernas. Comprendí. Cambié la dirección y me dirigí al centro de la ciudad. Juro que no sé cómo lo hizo, pero en adelante me guió sin levantar la cabeza. Su apagada voz me llegaba diciendo “izquierda” y “derecha” y yo giraba el volante según fuese el caso. No volví a mirar detrás, ya estaba suficientemente asustado. Era como viajar con un
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pasajero fantasma, una voz descarnada que me conducía a la perdición. Nos internamos en calles estrechas y retorcidas, mal iluminadas, un barrio de casas viejas con paredes de bahareque y tejas rojas en los techos, habitado por ancianas y beatas criadoras de gatos y estudiantes universitarias de mala fama. En otro tiempo visité mucho el lugar. Me traía recuerdos de borracheras juveniles, y de piernas y senos de adolescentes bajo la sombra protectora de muros y acacias. “Aquí”. Mis pasajeros descendieron. Escuché el doble estruendo de las puertas al cerrarse antes de decidirme a bajar. Palpé, en el bolsillo de mi chaqueta, el arma. No estaba fría sino tibia, como un pequeño animal inofensivo. Me acerqué a la pareja, que forcejeaba con la puerta. La calle estaba vacía. Las sombras, densas. Los vecinos, dormidos. Al lado izquierdo, un solar con pocas paredes en pie; al lado derecho, una casa con aspecto de no haber sido ocupada por años. Nos separaban tres pasos. Me daban la espalda. El arma aleteó en mi mano, aún dentro de la chaqueta. La puerta se abrió. “Pasa”, dijo Morgan, volviéndose en mi dirección. Siempre me resulta una experiencia inquietante penetrar en una casa desconocida en plena oscuridad. Las sombras se agitan en las paredes, bultos que parecen muebles y animales al mismo tiempo se nos atraviesan y, sobre todo, se siente un aire de hostilidad, de rechazo, que parece venir igualmente del techo y el piso. Como si estuviese encerrado en una boca gigante dispuesta a cerrarse y triturarme. De cualquier modo, venciendo mis aprensiones, los seguí hasta una habitación que Ofelia (había decidido llamarla así por comodidad y un poco también por venganza) consideró segura, ya que encendió las luces. La alcoba inmensa, de techos altísimos y decorada con viejos muebles, aunque en buen estado, no me sorprendió. Es lo que se acostumbra en el barrio, sillones de hace setenta años, retratados de los tatarabuelos en las paredes descascaradas, baños enmohecidos y cañerías obstruidas.
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A sugerencia de Morgan fui a buscar comida. Ellos quedaron mirándose a los ojos. Aproveché para informar a Sonia de la situación. Primero me miró con la misma compasión y simpatía que merece un perro con sarna. Acto seguido me pidió el revólver. Se lo entregué con verdadera alegría, al final podría liberarme de la absurda carga que mi amante me había impuesto. “Vamos”, dijo. “Condúceme allá. Yo te seguiré”. Antes de cumplir sus órdenes me detuve a comprar un par de pizzas. Me senté a esperar. A través de la ventana del restaurante veía a Sonia en su automóvil, y era una visión terrible. Parecía que todas las mujeres afrentadas se hubiesen encarnado en ella. Su belleza se hacía sombría, una oscura energía irradiaba de sus ojos. Si en algunas partes existían diosas de la venganza no dudaba que yo estaba ante una de ellas. Me sabía perdido. ¿Acaso no la había defraudado una y otra vez? ¿Era yo distinto de Morgan? Si me convertía en su marido, ¿no haría las mismas porquerías? Pagué y subí al auto sin mirarla otra vez. Bajé la cabeza. Merecía el castigo con el que ella quisiera marcarme. Me puse en marcha y los faros del automóvil se encendieron detrás del mío. Entré sin llamar, como me había dicho Morgan, llevando una sobre otra las cajas de pizzas. Al momento de hundirme en las profundidades de la casa, miré sobre mi hombro y a pocos metros estaba el automóvil de Sonia, una forma oscura sin forma, una sombra entre las sombras. Esta vez la hostilidad de la casa no me sorprendió, yo venía de regiones más ásperas y frías. El rectángulo iluminado de una puerta me guió, pero cuando llegué a la habitación ya descrita la encontré vacía. Otra puerta estrecha, entornada, medio oculta por un biombo vagamente chino y que en mi primera visita no había advertido, me brindó la explicación tranquilizadora que necesitaba. Crucé este nuevo umbral dispuesto a un comentario jocoso sobre la calidad de los alimentos. Las
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palabras murieron en mi boca como, evidentemente, muerto estaba Morgan sobre un oscuro sofá de terciopelo rojo. Supongo que el color del mueble contribuyó a ser menos estridente la sangre derramada, pero aun así ésta se extendía en desorden sobre el cuerpo desnudo de Morgan, que estaba más desnudo, largo, flaco y blanco que nunca. Tenía un profundo tajo en la garganta. Dejé caer las cajas de cartón y, aturdido, avancé tres pasos hacia el cuerpo. Comprendí mi error al escuchar el lento chirrido de la puerta al cerrarse a mis espaldas. Di media vuelta y compuse mi mejor sonrisa, con muy pobres resultados. Ofelia estaba tan desnuda como Morgan, aunque más viva y con claras señales de agitación. Si las circunstancias hubiesen sido otras es posible que contemplara su cuerpo, redondo y sonrosado, con agrado. Me escabullí detrás del sofá, al tiempo que buscaba otra salida. No la había. Si la loca se estuviese quieta, con muchos otros insanos que yo había visto, plantados en un lugar, moviendo sus cabecitas de pensamientos descarriados atrás y adelante; o si se acerara a mí con la manos vacías en demostración de pacificas intenciones, en vez de hacerlo blandiendo una gran tijera marca Barrilito, sus hojas de inoxidable brillo opacadas por una sustancia espesa, rojinegra y semicoagulada, yo no habría estado, como efecto estaba, aterrorizado. Ahora comenzó a balbucir, en sordina, para ella misma, en un murmullo ininteligible donde, para mayor perplejidad, se encontraban varias voces en animada discordia. Pronto unas de las voces dominó a las demás y se hizo con el control absoluto del aparato fonador. Desde ese momento las palabras fueron más claras, pero no más tranquilizadoras. Luego de una pausa de movimientos y palabras, y de una mirada de infantil astucia, dijo: “Igual que papá. Yo lo sabía. Y el tío Alberto, en el gallinero. ¡Ven a ver a las gallinas, ven a ver a las gallinas! Como si yo no supiera. Al primo Robertico lo corte con las tijeras de mamá porque también me quería enseñar las gallinas. Robertico se metió en el agua gritando y
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hundía la cabeza y gritaba y no me acuerdo que pasó después. Pero no importa, a ti te voy a dejar”. Yo continuaba retrocediendo al ritmo de su lento avance, como cuando nos alejamos de un perro furioso extremando precauciones para no excitarlo sin necesidad, hasta que advertí que no tenía adonde retroceder: mi espalda chocó con un muro sólido y definitivo. Ella notó mi situación, desplegó su sonrisa como una araña su tela. “A ti te voy a dejar. Eres bonito. Te voy a tratar bien”. Dios mío, su voz era un gemido ronco, un bajo continuo distorsionado por el deseo, la voz de una deidad cavernaria devoradora de hombres. La miré con la misma simplicidad y resignación del carnero a punto de se degollado. Me dispuse aceptar mi destino. Por supuesto, el tal destino no se cumplió. El primer disparo lo recibió Ofelia en las costillas del lado derecho, bajo el brazo que sostenía las tijeras. El impactó la arrojó contra la pared. El segundo se alojó entre sus pechos y fue, tal vez, innecesario. Se desplomó sin más palabras. Anonadado de gratitud y temor reverencial dirigí la vista hacia mi salvadora. En el vano de la puerta, firmemente apoyada sobre las piernas abiertas, Sonia se limpiaba las gotitas de sudor que se habían formado sobre su labio superior. La mano derecha aún levantada sostenía el revolver que minutos antes yo le había entregado. Sonrió. Sólo entonces bajó el arma y me miró, mientras el acre olor de la pólvora se expandía por la habitación.
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