VELORIO
Solos Estiro el brazo y toco el ataúd. Hace diez minutos que abrieron la sala velatoria de la calle Loyola, y soy el primero en llegar acá, en esperar a los demás. En un rato estarán llegando mi mamá y mi hermano, y podremos empezar a recibir gente. Dentro del cajón está papá. Eso es lo que me dijeron. Así que acá estoy, con mi brazo extendido y la mano sobre la estrella de David. Calculo dónde estará su cabeza, y luego su corazón. Me asombra que en ese lugar tan chico pueda entrar un cuerpo. Voy moviendo mi mano. Me dejo llevar, quiero sentir algo. Llorar, una punzada, un cambio de temperatura. Miro alrededor, no quiero que alguien entre y vea esta imagen, el hijo tanteando y buscando algo que no sabe qué es. Podrían tenerme lástima. Presto atención a la sala, a las sillas que se ocuparán pronto, al bañito en un rincón. A la máquina de café, a las coronas que ya llegaron. Me acuerdo de los meses que estuvo enfermo, internado en el geriátrico, y de antemano sé que no voy a poder evitar fijarme quiénes no vienen. También familiares, amigos, conocidos, que probablemente aparezcan recién ahora. Me van a saludar, van a decirme que lo sienten mucho, y se van a ir. Van cinco minutos y yo sigo pidiendo un temblor, un cosquilleo que certifique que siento algo. No siento nada.
El trámite Papá todavía estaba vivo. Entramos con mi hermano en la oficina del director del geriátrico, que cerró la puerta con llave y se sentó frente a nosotros. Miré a mi hermano y me acordé de nuestra charla en el bar de la estación de servicio, tres o cuatro meses atrás. Ya era de noche, y hacía frío, y él quería hablar. Pidió un café chico y empezó a pensar en voz alta. Papá venía empeorando desde hacía tiempo, y él se preguntaba si no se podría hacer algo para terminar con esa situación. Lo hablamos con mamá, y ella nos respondió que hiciéramos lo que nos pareciera correcto, y nosotros no dudamos en que lo correcto era esto. El director nos habló de la parte legal. No se trataba de eutanasia, sino de evitar el encarnizamiento médico. Así se llama cuando alguien quiere mantener viva a toda costa a una persona abusando de la tecnología. Nos habló de casos que él había tenido, y yo podía ver cómo movía sus labios pero no escuchaba ningún sonido. Así que esperé a que terminara, y vi cómo abrió un libro de actas y me alcanzó una lapicera de médico, que me apuré en agarrar. Me dictó una frase que procuré escribir con letra clara, y sin temblar …en Buenos Aires… en la fecha… Dijo que era lo correcto. Un acto de amor. Yo asentí con la cabeza y seguí escribiendo. La suspensión... la asistencia mecánica… los antibióticos… Y mi nombre.
El otoño Durante la mañana nos dedicamos a contactar a la gente. Habían pasado diez días desde mi firma, y llegó la noticia del geriátrico, a la madrugada. Bien temprano mi hermano vino a casa, hicimos una lista larga y empezamos con las llamadas. Él quería llamar especialmente a los que se habían portado para el culo, para incomodarlos. Yo me dediqué al resto y a mandar mails. Los trámites en la AMIA ya estaban hechos, teníamos horario en la sala velatoria y turno en el cementerio. Nos quedaban todavía algunas horas para que empezara todo, y él propuso que fuéramos al bar de la esquina del colegio de mis sobrinos a hacer tiempo. Ahí estaba mi cuñada, leyendo unas revistas. Estuvimos un largo rato recibiendo llamadas, mientras hablábamos de la farándula y hojeábamos los diarios, tomando café con medialunas de grasa. Habíamos elegido una mesa en la vereda, y el sol a esa hora calentaba sin ser una molestia. Pedimos la cuenta. No estábamos apurados, aunque todavía teníamos que hacer algunos trámites y ubicar a más personas antes de la tarde. Vi que los árboles estaban llenos de hojas amarillas, y que la luz que rebotaba en la calle y en los autos también era del mismo color, un amarillo anaranjado cálido. Estaba empezando el otoño. Pagamos y nos levantamos. Acomodamos las sillas mientras nos poníamos las camperas. Tardábamos. Buscábamos aprovechar un poco más el calor y el aire fresco que nos llegaba en ese lugar. Nadie lo dijo, pero creo que todos lo pensamos. Era un día hermoso.
ESCRIBIR
Tengo miedo de escribir sobre papá. Cuando estoy por hacerlo paso días enteros intentando recordar detalles. Entonces cuando viajo en colectivo, o saco fotos, o paso un listado en la computadora, lo tengo conmigo. Puedo mirarlo, tenerlo enfrente, abrazarlo. Le muestro lo que hago, le explico por qué y le pregunto su opinión. Un día me respondió. Frases inconexas, sin sentido. Escuché su voz. Tengo miedo de que cuando vea la última letra en la pantalla lo haya perdido del todo.
ACOMPAÑANTE Mariano estaciona el auto en la puerta de su casa, y me pregunta si podemos quedarnos un rato ahí. Me dice que está angustiado. Le propongo que hablemos. Es una linda noche para hablar. De todos los pacientes que me tocó acompañar, él es con el que mejor me llevo. Tiene casi cincuenta años y toma cocaína desde los dieciséis. Tiene tres hijos. El cuarto murió a los dos años. Cuando llegué a su casa tenía que cumplir turnos de horas y horas en las que no pasaba nada. Él estaba dopado para poder soportar mejor la abstinencia y se la pasaba durmiendo. Como no tenía otra cosa que hacer veía tele en el comedor, leía y hablaba con su cocinera. Ella se llamaba Mirta, y me pasaba recetas de comida judía que había aprendido de chica, con una vecina que la cuidaba. Yo experimentaba en mi casa y después le comentaba los resultados. Cuando terminó ese período de horas y horas en el que estaba dopado, lo acompañaba tres veces por semana, en su casa y en el trabajo. El primer día que me tocó acompañarlo después de que murió papá bajó a abrirme Mirta. Me abrazó muy fuerte y me preguntó cómo estaba. Cuando llegamos al departamento, Mariano también me abrazó, y me dijo que si quería podía irme a mi casa, que él me prometía que no iba a tomar. Ahora estamos los dos en su auto y él no quiere bajar. —¿Vos nunca probaste? —No, y si hubiera probado tampoco te lo diría —le respondo. —Porque sos un careta. —Porque no tiene nada que ver. Si yo tomo o no es cosa mía, y acá estoy para acompañarte a vos, y no al revés. Igual no tomo. Soy un careta. —Yo ahora quiero tomar. Si bajo voy directo al baño, por más que estén los chicos en casa. —No bajés, quedémonos hablando. —¿Sirve eso? —No sé si sirve o no. Decime qué te puso mal ahora, y si vos seguís con ganas yo me tomo el colectivo y me voy a mi casa, y vos te vas al baño o adonde quieras. —Y no le decís nada al coordinador. —Obvio. Le informo todo, querido. Soy la policía. —¿Viste que tengo razón? Mira por la ventanilla, hacia la puerta de su casa, donde un cartonero revisa la basura. Va rasgando las bolsas, buscando un cartón, cables, algo que pueda vender. —Lo que me puso mal, me parece, es la forra de Luz.
—¿Por? —Me estuvo contando una historia de fantasmas, de unos amigos de ella que perdieron un bebé, y que después en unas fotos de cumpleaños apareció la cara en una ventana. —¿La cara del bebé? —Sí. —Qué raro. —¿Ella es boluda? ¿No sabe que yo perdí un hijo chiquito? ¿Para qué me viene a contar esas pelotudeces? Casi le rompo la cara, te juro. —Yo no me imagino cómo es. Debe ser lo peor del mundo. —Sí. Cuando me pongo a pensar veo que sufrí mucho, y me la banqué. Pero no lo aguanto más. —No sé qué decirte Mariano, yo no creo que tomar merca te ayude… —le digo tratando de sonar lo más neutral posible. Pero ni yo me lo creo. El cartonero encontró algo que le sirve, pero es muy pesado. Llama a un compañero que lo está esperando a mitad de cuadra. Entre los dos levantan el objeto, que parece ser una máquina de fax vieja, y lo acomodan entre los cartones del carro. —Sí, me ayuda, pero yo no tomo como cualquier forro que anda por la calle, ¿entendés? Yo no soy un forrito que sale con la minita y se arma una línea en la mesa. ¿Entendés?, no voy a poder dejar. —Sí. —Y encima hoy estaba tirando unos papeles en casa y encontré una foto de Andrea. —Tu hermana. —Sí ¿Te acordás que te conté que se murió de cáncer? —Sí. —Se murió en mis brazos, mirándome. Estaba muy enferma. Igual estoy contento de haber estado con ella cuando se murió. —Y… es una situación de mierda, pero tuviste suerte. Pudiste despedirte. —¿Vos estabas con tu viejo? —No, él estaba internado. —Yo a mi hermana no la velé ¿Vos lo velaste a tu viejo? —Sí –le respondí. —Ustedes velan con el cajón cerrado ¿no? —Sí. —¿Por? —Me parece que es porque no se puede ver el cuerpo de un muerto porque es impuro. Algo así... es mejor. —Sí. Yo a mi hermana la velé meses. Pero cuando se murió fue un trámite nomás. —Yo a mi viejo también lo velé así. Mucho tiempo. —Hace poco me di cuenta de que ella fue como mi mamá. Me cuidaba, me daba de comer. Mi vieja era depresiva. Entonces era mi hermana la que siempre estaba atrás mío. A mí me cayó la ficha hace poco. Yo no tuve mamá, ¿entendés? Era cualquier cosa. Una farsa. Mi vieja fue mi hermana.
Los cartoneros consiguieron que les conviden un cigarrillo, y lo están fumando entre los dos. —Te quiero contar una cosa, un secreto, pero vos tenés que prometerme que me vas a contar algo tuyo. Algo de tu viejo, algo personal. —Está bien —respondí. —Yo ya sabía que mi hermana estaba muy mal. Estaba flaca… le dolía todo… no daba para más. Yo hablé con el médico para que le den morfina y que no sufra. Le pedí la eutanasia. —¿Y el tipo qué te dijo? —Me dijo que no había mucho para hacer, que lo hablara con mi familia y que lo pensara por un día. ¿A quién le iba a preguntar? Le dije que sí. Lo único que me pidió fue que no lo hablara nunca con nadie porque podía ser un problema para todos. Me mira. Se frota la nariz con la palma de la mano como hace cada vez que está nervioso. Pienso en lo que nunca voy a contar, ni a él ni a nadie. Y pienso en una mentira rápida para saldar el secreto.
DESDE EL PISO
Veo las patas de las sillas, papeles en el piso. Tierra en los rincones donde no se pasó bien la escoba. Estoy metido en una cárcel hecha de cilindros metálicos sobre los que se apoya el vidrio, tapado por el mantel. Espero un rato, hasta que mamá se da cuenta de que ya pasó un tiempo sin escucharme y comienza a buscar. Va por todas las habitaciones, llamándome. El comedor, la sala, su pieza, la pieza de mi hermano y mía, los baños. Salgo del escondite sin que me vea y me meto entre el sillón de cuero y la pared, en el comedor. Cuando llega hasta ahí y me ve, me abraza. Me reta, y me dice que nunca más le dé un susto así. Yo le prometo no volver a hacerlo.