Autologia

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AutologĂ­a Veintisiete ficciones de autor autoeditadas y autopublicadas



Autología Veintisiete ficciones de autor autoeditadas y autopublicadas

de los textos… Mar Artigas • Jane Austen • Emily Brontë • J. V. Cataberría • Cochepo • Lord Dunsany • Gonzalo F. M. •  Helena Gómez Azañón • Rafael González Millán • Cristina Moreno • Marcel Proust • Elio Vittorini • de las traducciones… Elena Arancón • Mar Artigas • Avelina Mata • Yolanda Tarancón • Riccardo Zanini • de las ilustraciones… María Peinado •  de la edición… Todos los anteriores (menos los muertos) y Julio García Bermúdez • Dionisio Liébana • Mario Martín García •  Ana Sanz Fuentes  • Jesús Valdivia


ISBN

Esta obra se publica bajo una licencia Creative Commons. Usted es libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra o cualquiera de sus partes. Además, los textos de Gonzalo F. M. podrán remezclarse o transformarse libremente, siempre que las obras derivadas se publiquen con una licencia semejante a esta. En todo caso, deberá reconocer los créditos de la obra de la manera en que aquí constan. No puede utilizar esta obra para fines comerciales.

© de los textos: Mar Artigas, José Vicente Catalán Berriatúa, Cochepo, Gonzalo Fernández Monte, Helena Gómez Azañón, Rafael González Millán y Cristina Moreno, 2012 © de las traducciones: Elena Arancón, Mar Artigas, Avelina Mata, Yolanda Tarancón y Riccardo Zanini, 2012 © de las ilustraciones: María Peinado, 2012 © de la edición: Ediciones del Andamio, 2012 edicionesdelandamio@gmail.com © de «Manifiesto autoilógico»: los editores de la presente, 2012

La presente edición es el resultado del Curso de Técnico Editor, formación dirigida prioritariamente a trabajadores desempleados.

composición: Victoria Rivas

Impreso en España

Depósito legal


A Virginia, por esa güelentina tan sabrosa de enseñanzas que nos ha brindado. A Esther, cuando era niña. A Vicky, que ve la vida en CMYK. Nos vemos siempre, leyendo, editando, sonriendo. ¡Hasta ai víver!



No ya una cultura que consuele en el sufrimiento, sino una cultura que proteja del sufrimiento, que lo combata y lo elimine. Elio Vittorini ÂŤUna nuova culturaÂť, Il Politecnico



índice

Manifiesto autoilógico 13 uno Cena en familia, Cristina Moreno 21 Salta, Helena Gómez Azañón 23 Caronte, Lord Dunsany, traducción de Avelina Mata 25 Primer momento musical, Gonzalo F. M. 27 dos Sinaliento, Cristina Moreno 33 De repente, la busqué, Rafael González Millán 35 Tres cervezas, J. V. Cataberría 37 Segundo momento musical, Gonzalo F. M. 43 tres A veces, Cristina Moreno 49 Leah, Helena Gómez Azañón 51 Buena suerte, Mr. Gorski, J. V. Cataberría 73 Tercer momento musical, Gonzalo F. M. 83


cuatro

E d z b, Cristina Moreno

89 Ménage à trois, traducciones de Yolanda Tarancón y Mar Artigas Amores necios, Mar Artigas 99 Cuarto momento musical, Gonzalo F. M. 105 cinco La Palillo, Cristina Moreno 111 El último otoño, Helena Gómez Azañón 113 Comer caca, Cochepo 117 Quinto momento musical, Gonzalo F. M. 121 seis El vértice, Cristina Moreno 127 Mudo, Cristina Moreno 129 El retrato escolar, Mar Artigas 133 Sexto momento musical, Gonzalo F. M. 135 ¿Colofón?, Elio Vittorini, traducción de Elena Arancón y Riccardo Zanini 141

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manifiesto autoilógico

Va contra toda lógica: este grupo heterogéneo de parados reconvertidos en cuadrilla de trabajadores del texto, pero así es como nace Ediciones del Andamio. Nos habían avisado: lo peor que le pasa a un parado es que lo vuelven invisible, desaparece, no cuenta. Pues bien, no siempre va a ser así, es más, no queremos que sea así, nos negamos, somos la prueba de que se puede salir de la sombra, volver a ser visibles. La tinta de este libro expone lo que se quiere ocultar, lo que se quiere tapar. Nuestra tarea solo ha consistido en recordar lo que éramos, sacar a la luz lo que ya existía, molestar todo lo que hemos podido y hacer un trabajo digno. Desaparecer, entonces, es el peligro, pero también nos han enseñado que ahí está la gran virtud del editor, su auténtica excelencia, la mano oculta que no debe verse. Esperamos haber aprendido bien la lección, aparecer en este libro sin que se nos note, calderones ocultos, invisibles casi siempre, el andamiaje que sujeta los textos, desaparecidos finalmente entre los ladrillos de la obra, pero necesarios para sostenerla. 13


Todo comienza en un aula del INEM —bueno, ahora lo llaman SEPE—, en un edificio con andamios en la calle Mayor. De lunes a viernes, de 15.00 a 21.00 horas, quince historias diferentes esperan sentadas a que les llegue su suerte. Pues no. Somos quince personas que se ponen en marcha, activas, cansadas muchas veces pero felices de haberse encontrado para proclamar «su amor al peligro, al hábito de la energía y a la temeridad»: Ana, Avelina, Cris, Dionisio, Elena, Gonzalo, Helena, Jesús, Josevi, Julio, Mar, Mario, Riccardo (sí, con dos ces, por favor), Roberta y Yolanda. Estos hombres invisibles ya no son más una lista diaria de firmas condenada a perderse en otra estadística: surgen los futuros editores con proyectos en marcha, traductores, cuentistas, ilustradores, diseñadores y hasta un par de agentes tenaces. Entonces ya solo hizo falta el entusiasmo que nos demostraron cada día Virginia, Esther y Vicky. El libro está en marcha. Pero editar un libro es una tarea complicada: no tenemos textos, ni ilustraciones, hay que hacer la maqueta, elegir un nombre, crear un logo, corregir las pruebas, escoger las tipografías, el blanco de cortesía, las portadillas, parecer unos tipos muy profesionales, sacar el curso adelante y no morir en el intento. No hay problema, de nuevo entre todos damos con las soluciones. Nos vamos animando: primero un microrrelato, luego un par de cuentos, algún relato más largo…, vamos bien, aunque tenemos miedo, ¿será poco material?, ¿es publicable? Seguimos adelante. Más textos, ahora traducimos, inglés, francés, italiano…, esto marcha. 14


Ya no hay miedo, ahora es temeridad, más relatos, más cuentos, un logo, un título que muta a nombre de editorial, otro título mejor, ¿y música? Sí, el libro se va creando con las aportaciones de todos, no le vamos a hacer ninguna concesión al lector, nuestra obra también va a tener música, y mucha, un programa de mano que se transforma en cuentos, y ahí están esos «Momentos musicales». Faltan ilustraciones, buscamos, hay que pagar derechos, no hay pasta, no nos resignamos. Mejor, aparece María, María Peinado, y sus magníficos dibujos se van amoldando a los textos, ¿o es al contrario? Ahora ya está casi todo, pero anche l’occhio vuole la sua parte, nos queda darle forma. Nuestro andamio se sostiene con fuerza y la obra no se va a caer, aguantamos. Somos aprendices, artesanos del libro, no tenemos muchos medios, pero está el trabajo en equipo y la brújula de nuestra editora cuando nos perdemos en el camino, que es casi siempre. Definitivamente no hay miedo, y eso es bueno, nos preguntamos unos a otros y todo va bien, estamos alterados pero contentos; casi siempre escépticos, a veces casi optimistas; esperando a la primavera, o mirando una estrella, siempre en estado de espera; insatisfechos por la imposibilidad de modificar una existencia de la que somos meros espectadores; agitados, no revueltos; enfrentándonos a preguntas trascendentes sin alcanzar ninguna respuesta satisfactoria; egoístas, abstraídos de todo lo que no nos resulta importante, en un rincón sin más sonido que el que nosotros necesitamos, no siempre escuchando 15


lo que nos decís; en Dakota del Sur; subversivos, en tensión, equilibrados y, a veces, demasiado reflexivos, ilusionados, con ganas de sentirnos enérgicos y resolutivos ante el futuro; caribeños con tendencias árticas compulsivas y templadamente obsesivas, efervescentes y extremados; para bien y para mal deseando que ocurra algo, intentando encontrar un sentido a lo que pasa a nuestro alrededor, generalmente sin éxito. Alegres, nostálgicos, felices y contradictorios. Sin miedo. Por fin tenemos el libro. A la fuerza hemos construido una obra dispar en sus contenidos, pero unitaria en su estructura: seis bloques, seis microrrelatos, seis momentos musicales, un ménage à trois en tres idiomas y ocho narraciones que se ajustan por afinidad o por contraste. El libro es una juerga de temas, personajes y estilos. Queremos crear una obra concentrada, pero a la vez inclusiva, no dejarnos nada de lo que nos han enseñado. Como estamos aprendiendo podemos permitirnos jugar. Por qué una sola tipografía, usaremos hasta diez. Mezclamos lo clásico y lo contemporáneo, podemos leer a Proust y a Austen en Garamond, orientarnos dentro del libro en Futura y saludar a la Palillo mientras escuchamos a Ravel. Y «Caronte» «Salta» para llegar a tiempo a una «Cena en familia» al compás de las danzas húngaras de Kodály, que al final de la primera parte se ha sentado con Béla Bartók a hablar del valor de la cultura popular. 16


Contra la tozudez del binomio amor-desamor que está en «De repente, la busqué», «Sin aliento» y «Tres cervezas», suena la melodía del Doble concierto para violín y violonchelo de Brahms: músicos que se reconcilian, el reencuentro de los viejos amigos, hombres y mujeres a vueltas con sus espíritus y con sus cuerpos. «Buena suerte, Mr. Gorski» da con el tono perfecto para escuchar a Gershwin, antes justo de que, contra toda lógica, triunfe el amor en un «Ménage à trois» que junta a Emily Brontë con Jane Austen y ni más ni menos que con Marcel Proust, seducidos los tres con las notas del Dafnis y Cloe de Ravel. Berlioz confirma con su música —como ese «Último otoño» tan suave entre la aspereza de «La Palillo» y «Comer caca»— que propuestas de enorme contraste pueden llegar a combinarse con éxito, resignificándose las partes con la fuerza del conjunto. Y qué mejor final que un poema sinfónico de Liszt: he aquí una obra total, pensaron los románticos, la perfecta unión entre literatura y música. Humildemente, nosotros decimos: he aquí nuestra obra, construida sobre un excéntrico espíritu romántico del siglo xxi. Este proyecto es fruto también de la participación, a veces sin saberlo, de otros muchos personajes: el magnífico equipo de la academia Teide, la técnica itinerante, Rober Ray y el ñoño de Saint-Exupéry, el Adobe® InDesign® CS5 en inglés, nuestro reprógrafo heavy, los ruidosos obreros, Carrasquilla, Martínez de Sousa y la RAE, y especialmente nuestros hipotéticos lectores. Pero tampoco 17


podemos dejar de acordarnos de los mercados, los banqueros, los empresarios y los políticos que con su gestión hicieron posible la reunión de estos insólitos editores. Así nace este artefacto que es pura tecnología punta, lo mejor que se puede conseguir hoy, un libro, y, de regalo, un pequeño bastardo digital como testimonio de que el futuro ya ha quedado atrás. Nos lo dijo Marinetti: Non v’è più bellezza se non nella lotta. Somos ilógicos, salimos en papel.

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UNO



cristina moreno

Mientras cenaba unas gotas de sangre salpicaron mi vestido. Mi madre le había seccionado un dedo a mi padre. El dedo anular izquierdo. Nunca llevaban anillos de casados. Nunca los vi besarse en los labios. Miré atónita la escena, ese dedo rodando ya por la mesa. Mi hermano disimulaba cambiando de canal, la programación de Nochevieja es terrible. Mi padre, impasible, se limpió la sangre con una servilleta y siguió comiendo. Si fuese zurdo como yo habría tenido problemas. No me quise entrometer. Las cosas de pareja quedan entre dos. Al terminar, mientras ayudaba a quitar la mesa, cogí aquel dedo con cariño. Aún no sé qué hacer con él. Creo que lo guardaré en mi cajón de las cosas sin remedio.

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salta helena gómez azañón

—¡No lo hagas! —suplicó la enfermera mientras se aproximaba lentamente con los brazos tendidos hacia él—. ¡No saltes! Él sonrió y miró el vacío a sus pies. —Tengo que hacerlo. Todos pensáis que estoy loco. Extendió los brazos con la gracia de un ave desplegando sus alas y dejó que los últimos rayos del sol, medio oculto en el horizonte urbano, bañaran su rostro. —Por favor, ven aquí, vuelve dentro con los demás. —Ya no quiero estar encerrado. —Las personas no pueden volar. —Yo sí. Dio un paso adelante y desapareció tras la cornisa, rápido y sigiloso como un halcón. Ella ahogó un grito de terror y corrió a asomarse al borde de la azotea, esperando encontrar el cuerpo aplastado contra el pavimento. Todo normal. 23


Los diminutos peatones, pequeños como el ojo de una aguja, seguían su camino sin inmutarse, el tráfico era fluido. Y su corazón recuperó el pulso. Desconcertada, alzó su mirada. A lo lejos, entre los edificios, un hombre alado volaba hacia el atardecer.


caronte lord dunsany traducción de avelina mata

Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas se convertían en una con su desánimo. Para él no se trataba de una cuestión de años o siglos, sino de riadas ilimitadas de tiempo; de una pesadez vieja y del dolor en sus brazos como parte del plan que los dioses le habían impuesto, y que se confundía con la Eternidad. Si por lo menos los dioses le hubieran enviado un viento contrario, este habría dividido todo el tiempo de su memoria en dos fragmentos iguales. Donde él estaba era siempre todo tan gris que si un destello hubiera llegado a detenerse por momentos entre los muertos, tal vez en el rostro de una reina como Cleopatra, sus ojos no habrían sido capaces de percibirlo. Era extraño que los muertos ahora estuvieran llegando en tales cantidades. Venían a miles cuando antes solía hacerlo medio centenar. No era deber de Caronte ni tampoco su costumbre que su alma gris 25


cavilara sobre el porqué de estas cosas. Caronte se inclinó hacia delante y remó. Luego, durante un tiempo, no apareció nadie. Era inusual que los dioses no enviaran a nadie allí abajo desde la Tierra por semejante periodo. Pero los dioses sabrán. Luego llegó un hombre solo. La pequeña sombra se sentó sobre el banco solitario al tiempo que se estremecía, y la barcaza zarpó. Solo un pasajero. Los dioses sabrán. Y el grandísimo y agotado Caronte remó una y otra vez al lado del pequeño, silencioso, tembloroso espíritu. Y el sonido del río era como el poderoso suspiro que la Pena, en los orígenes, había exhalado entre sus hermanas, y no podía morir igual que los ecos del desconsuelo humano se desvanecen en las colinas terrenales, sino que era un sonido tan arcaico como el tiempo y el dolor en los brazos de Caronte. Luego, desde el río gris y pausado, la barca se alzó amenazadora sobre la costa de Dis. La pequeña y silenciosa sombra, aún temblorosa, puso pie en tierra y Caronte hizo virar la embarcación para volver fatigosamente de nuevo al mundo. Entonces, la pequeña sombra habló, pues había sido un hombre: —Soy el último —dijo. Nadie antes había hecho nunca sonreír a Caronte, nadie antes le había hecho llorar.

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primer momento musical gonzalo f. m.

Zoltán Kodály (1882-1967) Danzas de Galanta 16’ —¡Béla! Pasa, compañero, ¡qué alegría verte! —Te debo una visita desde hace tiempo, aún no me has contado nada sobre el encargo en el que trabajas. —¿El de la Filarmónica? Prefería tener el proyecto avanzado para discutirlo con la partitura delante; estoy muy interesado en saber tu opinión. Pero, por favor, ponte cómodo mientras traigo algún licor, ¿qué tal un poco de pálinka? —¡Sabes que nunca rechazo la bebida de nuestra tierra! Pero no necesitas mi opinión, querido Zoltán. Te conozco desde hace ya largo tiempo y estoy convencido de que estarás haciendo un magnífico trabajo. —Pues sí, son muchos años ya desde que nos encontramos por primera vez en la Real Academia de Música. Ten, sírvete. ¿Te acuerdas de nuestras charlas interminables sobre composición y folclore húngaro? 27


—¡Cómo olvidar tanta insistencia con tu tesis! Qué buenos recuerdos, viejo amigo. Pero vayamos al grano, quiero saberlo todo sobre ese encargo misterioso. —No tiene nada de misterioso, ya sabes cómo funcionan estas cosas. —Se levanta de la silla y adopta una postura teatral—: «La Sociedad Filarmónica de Budapest se complace en comisionarle una obra orquestal que será interpretada en concierto con motivo del octagésimo aniversario de dicha Sociedad, bajo la dirección de Ernö Dohnányi», etcétera. —¿Octagésimo? ¡Claro, si es que estamos ya en el treinta y tres! Vaya, supongo que estarás preparando un buen homenaje a la cultura popular húngara, ¿alguna rapsodia al estilo de Liszt, quizás? —¡Ja, ja, ja! Siempre me ha gustado tu sentido del humor, Béla. Pero por fortuna ya hemos superado a Liszt y a Brahms… El nacionalismo húngaro no puede limitarse a integrar melodías de nuestro folclore en las formas y estructuras promovidas por la tradición alemana del diecinueve. ¡No volvamos atrás! —Hombre, de algo ha tenido que servir nuestro enorme trabajo de campo, recopilando cantos y danzas rurales, empapándonos de las más genuinas tradiciones musicales de nuestra patria… —¡Al menos servirá para que los nombres de Béla Bartók y Zoltán Kodály sean conocidos en todos los pueblos de Hungría! —¡Sí! —Béla extiende su copa y brinda con Zoltán—. Aunque me pregunto si en el futuro esta labor etnomusicológica tendrá continuidad. 28


—No lo dudes, querido amigo, creo que hemos creado una importante disciplina al servicio de la identidad cultural y la conciencia local. 6-Liszt —Pero volvamos a lo interesante: ¿cómo has planteado finalmente el proyecto? —Pues va a ser bastante similar a mis Danzas de Marosszék, que gustó mucho a la Filarmónica cuando la estrenó hace tres años. —¡Buena elección! Andante maestoso violines —Aquí tengo el borrador. Ten, échale un vistazo.     Vaya,     por    veo —Danzas que esta vez tehasdecantado   de  Galanta…            allí?      cerca de Bratislava. ¿Tú no creciste el noroeste, p cantando —En efecto. Allí pasé parte de mi infancia. Y recuerdo con cariño cuando los violinistas gitanos se arrancaban a tocar en la plaza, y yo iba corriendo a verlos y me quedaba allí, fascinado, con la boca abierta. —Supongo entonces que te habrás guiado por la tradición del Tempo di marcia    alternando verbunkos, con  pasajes   enérgicos.       melodías    sentidas  tutti       —Exactamente. vuelto en torno a un tema      He   a estructurar       laobra 1-Kodaly              aparece   periódica,    intercalando     episodios que    de carácter   de forma 3-Gershwin   bailable. ff

2-Brahms Andante maestoso                         Allegrettograzioso      

  p   3    

    

mp semplice Andante Violine

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  

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3

  

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  29        


—Una melodía muy bella de estilo improvisado, por lo que veo. ¡Y qué gran acierto has tenido al presentarla unas veces con dulzura y otras con majestuosidad! Aportará a la obra una fuerte añoranza y reflexión. Por cierto, se ve que has cuidado al máximo la construcción tímbrica. —Como siempre, he tratado de adaptar la orquestación al color armónico y los intervalos de la música húngara. —¿Cuántos episodios has intercalado entre las apariciones del tema conductor? —Tres, todos ellos rítmicos y bailables, rememorando el virtuosismo de las interpretaciones cíngaras. Mira el último: es especial. —¡Increíble! ¡Interrumpes la música sin pudor en pleno clímax! ¡Y por dos veces! —Ja, ja, ja. ¡Sí! ¡Van a pensar que me he vuelto loco! Además he tratado de añadir algo de humor en la partitura antes de repetir por última vez el tema conductor, estoy seguro de que te gustará. —Y ese final lleno de dinamismo… ¡Enhorabuena! ¡Sin duda será un gran éxito! —Bah, si lo es no será gracias a mí, sino a la sensibilidad del pueblo húngaro. ¡Brindemos por él! —¡No seas humilde! Prefiero brindar otra vez por el hombre que ha sabido captar con maestría esa sensibilidad, mi gran amigo Zoltán Kodály, y su extraordinaria provisión de pálinka… Egészségedre! —¡Egészségedre, compañero! 30


DOS



cristina moreno

MecansodeesperarensilencioaquellegueelmomentoenquetĂşyyoseamosuno, mientrasmicuerpotegritaconstantementeymevoyquedandosinaliento, ylaspalabrassemejuntanytodoparecelamismacosaysolopiensoenlomismo: saboreartesudartelicuarteesnifarte, retorcermeportuspiernasyquedarmemudadeti, saciarmisdĂ­asperdidos, nacerotravezdetuombligo. Camelarteensuciartelamertequererte, romperlasemanaengemidos, corromperteconmigo. Explotarenunsuspiro, enunvacĂ­o, eneldelirio.

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de repente, la busqué rafael gonzález millán

De repente salté de la cama y grité su nombre. Desesperado, corrí por las calles buscándola entre miles de cuerpos. En cada persona creí ver sus labios y su mirada luminosa. Todos esos cuerpos que se movían eran una ilusión. Todos ellos tatuados con tantos deseos cobijados. Todos esos labios que saciaban las pasiones de los hombres. Miles de sonrisas y miles de miradas que traspasaban mi cuerpo. Y no me veían. Estaba solo, entre miles, llorando en todas direcciones. Quise secar mi llanto en miles de pieles. Pero cada vez más solo y desesperado, más perdido.

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Cayó la noche y me senté en un parque y todo era más oscuro. Al límite de la desesperación, comprendí: Esos labios y esa mirada luminosa solo habitaban en mí. La arranqué de mi pecho y me ahogué en su boca. Caímos al suelo, dormidos, bajo el manto de neones. Solo quedó una luz. Su mirada, eterna y cálida.

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tres cervezas j. v. cataberría

Me faltan cojones para hacer algo grande en esta vida. En algún momento quise ser escritor y si tuviera cojones empezaría ahora mismo. Roma sigue sumergida en el diluvio y yo no tengo nada que hacer. Podría emborracharme hasta el coma etílico y hacer algo memorable y absurdo en plan Bukowski, como destrozar esta casa en la que estoy de huésped. Podría empezar estampando el ordenador de mi anfitriona contra el ventanal que hace de puerta y quemar después todas sus pertenencias. Mañana me despertaría no sé bien dónde ni cómo, pero tendría algo auténtico sobre lo que escribir. Y sin embargo aquí sigo, bebiendo tímidamente cerveza, y van tres, mirando con miedo la botella de Ballantines abierta. Noto que me faltan cojones porque estoy hablando por internet con una amante de la literatura a la que un día quise follarme. Estamos en distintos países, pero no dejo de intentar ligármela. Le pido que me deje leer sus escritos, le digo que lo que escribe es muy bueno y le dejo leer algo mío. Se emociona. Me dice que le encanta, que es 37


formidable. Pienso que, si tuviera cojones, le diría algo así como «¿Tan bueno como para que me hagas una mamada?». Después, cuando la gente leyera esta anécdota pensaría que claro, con una mente así, normal que escriba cosas tan raras y brillantes. Pero me conformo con decirle que no merezco los elogios: me hago el modesto y esas mierdas hipócritas. Me faltan cojones. Sí, vale, soy valiente. Un día dejé un puesto cómodo en un periódico. En mi última época allí me dedicaba a escribir lo que me decían sin pensar ni enfadarme por la falta de dignidad que eso implicaba. Llegaba tarde a la redacción, tecleaba lo que me decían y me iba. El sueldo no era alto pero era casi un trabajo de por vida. Y un día lo mandé todo al carajo, sin más. Acabé de jardinero en un campo de golf en el Círculo Polar Ártico, en las Islas Lofoten, Noruega. Hay que ser valiente para hacer algo así. Pero otra cosa es tener cojones. Si los hubiese tenido habría llevado a cabo un plan casi perfecto. Allí en Lofoten nadie cierra las puertas con llave. Las del coche hasta se las dejan puestas. Me llevó poco comprobarlo. Sentado frente a un parking de un centro comercial, esperando a no sé quién, lo vi claro: solo tendría que esperar a que el dueño se metiera en el supermercado para sentarme al volante y largarme. Podría recorrer cientos de kilómetros a lo largo de violentas montañas con la alucinada luz del sol de medianoche como faro, llegar a otro pueblo de confiados granjeros noruegos, vamos, de paletos con sueldo astronómico, aparcar el coche robado y llevarme otro con la misma facilidad, para ponérselo 38


un poco más complicado a la policía. Me alimentaría entrando en las casas cuando sus dueños salieran a la compra o a pescar en sus botes neumáticos. Haría muchas fotos. Y por las noches me emborracharía. Seguiría así días y días hasta acabar en el trullo. Y ese tiempo a la sombra lo utilizaría para escribir un libro genial en el que exageraría mis vivencias como prófugo. Me guardaría las fotografías para venderlas después a precio de oro, cuando mi libro hubiese triunfado, a algún suplemento dominical pseudointelectual. Noruega es una mina para hacer el mal y yo lo más gamberro que hice fue sisarle algo de dinero y unas cuantas cervezas al tontolaba de mi jefe. Roma me recuerda a cada paso que me faltan huevos para pasar a la historia. Roma tiene tantos vestigios que destruir, tantos escenarios perfectos para dirigir hacia mí el foco… Podría hacer mil barrabasadas y luego montármelo de nuevo gurú en un libro a lo Coelho diciendo que alcancé la felicidad porque no tuve miedo de hacer lo que me pedía mi alma. Podría empezar con el Moisés de Miguel Ángel: nada más fácil que entrar a la iglesia en la que está con un martillo en la mochila, superar la pequeña barrera que separa al público de la estatua y dejar la obra hecha pedazos mientras grito «¡Abajo los cornudos!» o algo igual de estúpido. Pero a todo lo que me atrevo es a no echar la monedita en la caja de iluminación del Moisés y sentarme a esperar a que un japonés suelte la tela y entonces, gratis, hacer la foto para luego subirla a Facebook. Luego podría entrar con una puta al Coliseo y follar junto a la cruz que levantó Benedicto XIV mientras cientos de turistas 39


atónitos retratan sin piedad mi polla y mis michelines. Al poco las fotos circularían por internet y yo estaría más cerca de ser una leyenda. ¡Qué coño! Podría follar con esa misma puta en cada una de las atracciones turísticas de Roma, en el Panteón, en la Piazza di Spagna, en el Campo de’ Fiori, contra uno de los tritones de la Fontana di Trevi. ¡Chico, qué filón! Seguro que los medios se matarían por una exclusiva. Luego, con la pasta que ganara podría montarme una productora audiovisual con un programa estelar: Follando por el mundo, y yo delante de los principales monumentos de cada país metiéndosela a alguna moza representativa de la población femenina local. Pero no es que no me atreva con los grandes planes, no puedo ni con los más pequeños e insignificantes. Más de una tarde de aburrimiento he pensado en acercarme a algún burdel. He pasado horas y horas en internet planeando la logística del encuentro mientras daba vida a la idea, que casi siempre me salía con la misma forma: buscaría a alguna putita peruana, cubana, ecuatoriana o boliviana y me pondría a hablar con ella. Enseguida le dejaría claro que no pretendía metérsela, solo charlar un rato. Le contaría que la vida me ha traído hasta Roma, que estoy muy aburrido, todo el santo día solo. Rechazaría sus ofertas de tener sexo anunciándole que tengo novia y que aunque viva en otro país no quiero serle infiel: solo palabras, compañía. Si fuera necesario le pagaría por ese rato de conversación y después me marcharía como un caballero. Volvería al día siguiente y repetiría cada paso de la jornada anterior. Al irme le diría, con tono inocente: «Oye, ¿qué te parece si un día de estos nos tomamos una 40


pizza?». Entonces nos daríamos los teléfonos. La llevaría al Trastevere a pasear por los rincones más viejos, sucios y románticos de la ciudad y charlaríamos de nuestras respectivas tristezas de extranjeros de vidas turbias. Ella me diría que extraña las arepas y yo le respondería que el risotto es una puta mierda comparado con la paella. Acabaríamos en un restaurante bonito y caro en el que sirven una deliciosa pizza con flor de calabacín y anchoas. Pagaría yo y al salir la acompañaría a su casa y me despediría de ella en el portal. Volveríamos a quedar otro día, y otro, y otro, y otro y yo la escucharía hablar horas y horas. Irremediablemente acabaríamos follando y, por consiguiente, tendríamos algo parecido a una historia de amor. Yo, por supuesto, escribiría con el tiempo una preciosa novelita romántica, con el personaje de la puta-novia y sus dudas y ansiedades perfectamente retratado, una novelita sobre cómo las almas solitarias y apaleadas por la suerte también tienen derecho a su porción de felicidad. Pienso en mi magnífica historia con la chavala peruana (o boliviana o cubana o lo que sea) y se me pone la piel de gallina, me emociono. Tanto que me masturbo. Al acabar, apago el ordenador y me pongo a jugar a los marcianitos en el móvil.

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segundo momento musical gonzalo f. m.

Johannes Brahms (1833-1897) Doble concierto para violín y violonchelo, op. 102

33’

Johannes elevó los brazos y miró de reojo a Joseph —que aguardaba sereno en el puesto del violín solista— antes de dar la entrada al tutti, que inauguró su concierto para violín y violonchelo con la rotundidad de una guillotina. Enseguida tomó el relevo Robert Hausmann con el magnífico solo introductorio de chelo, un comienzo audaz para una obra de estas características. Tras él, la orquesta expuso con humildad el inicio del reconfortante tema secundario del movimiento, y solo entonces comenzó a sonar el violín, contraído en una indecisión furiosa que planteaba por fin el conflicto. En este fugaz diálogo entre orquesta y violín podía percibirse la sugerencia de una pregunta que el diestro Joseph habría de contestar antes de finalizar el estreno del Doble concierto. Y es que a través de esta obra Johannes recurría a la música, su mejor herramienta, con la esperanza de reconciliarse con su amigo. 43


El primer movimiento continuó su marcha tejiendo la compleja estructura de sonata que Johannes había trabado con hábil minuciosidad. Mientras dirigía, una parte de la mente de Johannes permanecía fija en la emotiva génesis de este proyecto para dos solistas y orquesta, tan poco frecuente. Un reto en el que se había sumergido voluntariamente a sus cincuenta y cuatro años, y que bien podría ser su último gran trabajo orquestal. Un concierto doble: dos solistas acompañados por orquesta frente a una partitura que, muy lejos de incitarlos a la pugna por el protagonismo, invocaba su cooperación. A través de un constante apoyo mutuo, los dos instrumentos funcionaban como un único solista ante el conjunto orquestal, en una suerte de concerto grosso de la era romántica. Johannes consideraba que tal planteamiento era necesario para una obra que clamaba por la recuperación de una larga amistad perdida años atrás, cuando su querido Joseph Joachim, enfrentado al divorcio, no toleró que el compositor se posicionara a favor de su esposa. En años más felices le había dedicado su Concierto para violín en Re mayor, que el violinista austriaco acogió con gran afecto. Recurría ahora a una ofrenda similar, su Doble concierto, con la esperanza de reavivar esa llama que antaño reluciese con esplendor entre ambos músicos. Cuando finalizó el primer movimiento, tanto músicos como audiencia se habían impregnado ya del lenguaje amable, la cordial intensidad y la calculada arquitectura de la obra. El segundo movimiento comenzó con su melodía de noble ternura llevada por el violín y el 44


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cheloAndante distancia de octava. Hasta entonces ela semblante de Joseph cresc. poco poco fpaleggiero ma con ritmo deciso no había abandonado su estado de severa concentración, un signo de in Bb(with felt crown)       Trumpet                a suvez ocultaba   Pero profesionalidad que    elcontenido    de su alma.       evitar relajar sus facciones en una amable pudo  sonrisacuando no acaespr.bella melodía que Johannes consideraba uno de sus grandes riciómfesa aciertos. El pasaje central, donde ambos solistas se enzarzaban en un diálogo de aspecto casi improvisado, aportaba un contraste idóneo a la melodía doble cuya repetición cerraba pacíficamente la estructura tripartita del movimiento. El camino hacia la concordia parecía despejado, pero aún quedaba un tramo complejo, un último movimiento donde se hacía patente que la conciliación solo se puede lograr a partir de un esfuerzo por ambas partes. El intenso rondó con reminiscencias húngaras huía del exhibicionismo superficial, pero sin reparar en exigencias técnicas. Johannes había explotado al máximo la ya consolidada alianza entre 45


la orquesta y los solistas: juntos recorrieron el tercer movimiento con gran destreza, desembocando en un colofón de brillante efectismo digno de una obra de gran calibre. Durante un instante el compositor alemán no prestó atención a la ovación de un público fascinado por tan deslumbrante estreno, porque, en ese momento, Joseph le dedicaba una mirada directa, la mirada que Johannes había esperado durante largo tiempo: una mezcla inconfundible de reconocimiento, correspondencia y complicidad. La obra había sido un éxito.

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TRES



cristina moreno

Se abraz贸, colg谩ndose casi como un mono, y metiendo la cabeza por dentro de mi camisa me solt贸 un te quiero lleno de pedorretas. A veces cuando miro a mi mujer recuerdo con nostalgia a esa chica, casi ni帽a, que me manchaba de pintalabios adolescente.



leah helena gómez azañón

La verja chirrió cuando conseguí abrirla, como quejándose de que perturbaran su sueño. Crucé el umbral y me sacudí el óxido de las manos. El suelo embarrado ensuciaba mis botas de ante recién estrenadas. Eché un vistazo al jardín de aquella casa donde de niña pasé tantas horas. El paisaje era desolador: la maleza se había adueñado de lo que antaño fueron un hermoso parterre de rosas, estanques y árboles frutales. Aún recordaba el olor de aquel jardín: olía a lavanda, hierbabuena y jazmín. Cerré los ojos, inspiré, pero esta vez solo percibí el olor a agua estancada de las fuentes donde los líquenes devoraban los querubines de mármol. Bajo aquellas nubes todo parecía más gris y melancólico, y mis alegres recuerdos de la niñez, solo un engaño de la memoria. Caminé hacia el palacete que parecía librar una dura batalla para no ser engullido por la hiedra. Una vez dentro, mi vista se fue acostumbrando despacio a la penumbra. El silencio y el polvo de aquella elegante entrada eran asfixiantes. Por fin, distinguí el enorme recibidor, con los muebles cubiertos con sábanas blancas. Al fondo estaba la escalera principal. Subí 51


despacio el primer peldaño. El crujido de la madera rompió el silencio y me sobresaltó. Sabía que me adentraba en un lugar lleno de recuerdos. Avancé lentamente por el largo corredor de la planta superior, igual que hice una vez veinte años atrás. La puerta, como entonces, estaba entornada. Desde el umbral contemplé la hermosa cama con dosel blanco donde mi abuela pasó tantos meses postrada. De niña me gustaba observarla mientras dormía. Parecía tan feliz…

Aquella mañana, mi abuela Leah estaba más pálida de lo normal. Su dificultosa respiración llenaba el vacío silencioso de la habitación. La contemplé, y en mi ingenuidad infantil no dudé ni por un momento de que mi abuela debía de ser la persona más anciana del mundo. Las numerosas arrugas que surcaban su piel gris me parecieron más profundas; sus ojeras, más marcadas, y cuando lentamente abrió sus ojos cristalinos, su mirada me pareció más triste y cansada que nunca. Esperé un poco hasta cerciorarme de que había despertado y salté sobre ella como un torbellino, con la despreocupación que solo un niño puede mostrar hacia los enfermos. —¡Buenos días, abuela! ¿Has dormido bien? —pregunté zalamera. —Muy bien, cariño. ¿Y tú?, ¿qué hacías ahí de pie? —me preguntó con su voz dulce y cantarina a pesar de los años. Todavía resultaba evidente que, en otro tiempo quizá, la voz de mi abuela había sido muy hermosa. —Estaba esperando a que despertases. —Y añadí, divertida—: Has roncado… 52


Reí, y mi abuela rio conmigo, y su risa cascada me hizo sentir como si docenas de campanillas tintinearan en mis oídos. —Sí…, bueno, es para lo único que servimos los viejos, para roncar y estorbar. Sin prestar atención al lamento de mi abuela, medité durante unos segundos cómo expresar la razón de mi visita, hasta que finalmente pregunté a bocajarro: —¿Puedo subir al desván? —Dije mientras me esforzaba por mostrar mi cara más dulce y angelical. Me fascinaba aquel desván oscuro y polvoriento. Allí arriba, los relojes se paraban y cada objeto contaba su propia historia; los trastos más inútiles e inverosímiles se reunían para contarme cuentos del pasado. Mi abuela Leah lo amaba tanto como yo, su vida entera estaba allí, amontonada en los rincones, entre las telarañas y las humedades. Solía subir y permanecer durante horas reposando en su raído sillón de terciopelo rojo. Yo, en cambio, era una niña traviesa e inquieta, incapaz de permanecer en el mismo sitio más de dos minutos sin tocar o estropear algo. Por eso tenía terminantemente prohibido subir al desván, pero aquella mañana mi sorpresa fue mayúscula: mi abuela me miró con ternura y me acarició el rostro; había algo extraño en su mirada. —Hoy… subiremos juntas al desván. Lentamente se incorporó, y con parsimonia consiguió bajar sus achacosas piernas casi traslúcidas, surcadas por decenas de venitas púrpura. 53


Parecía muy sofocada por este pequeño esfuerzo y permaneció sentada en la cama unos momentos; entonces se percató del suculento desayuno que Marie, la joven sirvienta, había depositado sobre su mesilla de noche. Tostadas con mermelada, zumo de naranja y un cestito rebosante de tentadoras fresas. En un pequeño recipiente, varias pastillas de colores esperaban junto a un vaso de agua. —¿No te lo vas a tomar? —pregunté con gula. Mi abuela se quedó mirándolo, deteniéndose en el pequeño montón de pastillas. Sopesó mi pregunta como si se tratase de un asunto de vida o muerte. —Hoy no —dijo finalmente—. Pero ¿y tú?, ¿has desayunado? —Negué con la cabeza—. Llévate las fresas. Sería un delito desperdiciarlas. Son como la vida misma, ácidas por naturaleza pero deliciosas cuando se las endulza con azúcar y alegría… Tomé el cesto, ayudé a mi abuela a ponerse en pie y juntas subimos al desván. En cuanto la puerta se abrió, corrí hacia la penumbra del trastero tropezando con todo tipo de objetos a mi paso. Busqué el baúl de cuero verde, mi favorito. Lo encontré bajo una cómoda carcomida por las termitas. Lo abrí y una docena de muñecas me miraron desde la fría vacuidad de sus ojos cristalinos y sus perfectos rostros de porcelana. Tomé una de ellas en mis brazos y la arrullé; una larga grieta le surcaba la cara, pero seguía siendo la más hermosa del baúl. Sus tirabuzones azabache se mantenían esponjosos y saltarines y las 54


pequeñas manchas de su vestido malva de volantes no le restaban encanto. —Mi Angelique… La voz de mi abuela me sobresaltó, casi había olvidado su presencia. Bajo la luz del único ventanuco de la estancia parecía un espectro: su camisón blanco, la piel nívea y la larga trenza cana que le caía sobre el hombro contrastaban con el rojo intenso del viejo sillón. Corrí a su lado y le enseñé la muñeca. Su mirada nostálgica retrocedió en el tiempo para mostrarme un pasado lejano…

Angelique fue el mejor regalo de mi sexto cumpleaños. Papá había organizado una gran fiesta en casa, en esta casa. Nada nuevo: corrían buenos tiempos y los negocios daban sus frutos, siempre había una celebración o una reunión social a la que asistir. En mi infancia no hay recuerdos de tristezas ni carencias, solo música y desenfreno. Todas las personas a mi alrededor eran felices, todos bailaban al son de las orquestas y las lindas señoritas movían con gracia los flecos de sus vestidos al son de aquel nuevo y frenético baile que llamaban charlestón. Aquellos fueron los maravillosos, los locos, los felices años veinte. Esa tarde de julio, la música y las risas subidas de tono por el champán llegaban a cada rincón del jardín. Yo jugaba distraída junto al estanque cuando mi hermano Efraim salió a buscarme. 55


—¡Leah! Entra, papá quiere darte tu regalo —me dijo con un guiño pícaro. Dentro, la visión se distorsionaba a causa de la nube de humo que se agolpaba contra los altos techos. El olor a tabaco, a alcohol, la algarabía y el ruido de la orquesta que tocaba sobre un improvisado escenario en el salón me aturullaron. La multitud que abarrotaba la entrada me abrió paso y mi hermano me guió hasta el centro de la sala, donde mi madre me esperaba con el pastel. Se inclinó para que pudiese soplar las velas y todo el mundo me aplaudió. Me sentía el centro de todas las miradas y aquello me cohibía y me agradaba a la vez. Mi padre se arrodilló junto a mí y me entregó una caja alargada con un elegante lazo malva, mi color favorito. Lo desenvolví con emoción y en su interior descubrí a Angelique. Era la muñeca más hermosa que había visto nunca, parecía un ángel. Estudié cuidadosamente su precioso rostro y entonces caí en la cuenta. —¡Soy yo! —exclamé asombrada—. La muñeca es igual que yo. Mi padre me besó en la frente con cariño. —Encargué que su rostro fuese idéntico al de la niña más bonita de todo París. Todo el mundo sonrió ante aquella estampa tan tierna y una voz sugirió: —Señorita Baker, ¿por qué no le dedica una canción a la anfitriona? Volví la cabeza y entonces la vi. Una bella joven con la piel color chocolate y un vestido de lentejuelas doradas. Aquella era la famosísima cabaretera Josephine Baker, la Venus de Ébano, como muchos la 56


llamaron. Recién llegada de Estados Unidos, había causado furor en París con sus actuaciones extravagantes, exóticas y ligeritas de ropa. La joven me dedicó una dulce inclinación de cabeza y con gran sensualidad se dirigió al escenario. Un suave blues comenzó a sonar. No podía apartar los ojos de aquella mujer que con un pestañeo me había robado todo el protagonismo. Cuando comenzó a cantar lo entendí todo, su voz era profunda, grave y melodiosa, casi hipnótica. El público la contemplaba embelesado, irradiaba luz propia, y en ese mismo instante supe que quería ser como ella…

En el silencio de aquel mágico desván nos pareció que, como un eco del pasado, la melodía de aquel seductor blues llegaba hasta nuestros oídos. Me llevé una fresa a la boca y volví a dejar el cestito en la mesa. Olvidé a Angelique en un rincón y corrí en busca de los nuevos tesoros que se escondían tras un enorme biombo tapizado. Allí, sobre una gran mesa de billar descolorida, encontré un magnífico fonógrafo. Lo contemplé extasiada. —¿Qué es eso? —Es un fonógrafo, servía para… Aaah… Su quejido me impresionó y corrí a su lado. Intentaba levantarse y se sujetaba el pecho con un rictus de dolor. —Abuela, ¿estás bien? —Sí, mi niña, es solo que estoy cansada…, tan cansada… 57


Lentamente se repuso y caminó con dificultad hasta el fonógrafo. Lo rozó delicadamente con las yemas de los dedos. —Este aparato vivió conmigo grandes momentos…

Todos decían que era tonta por continuar usando este viejo fonógrafo para escuchar mis queridos discos de Josephine Baker. Había reproductores de sonido más modernos, pero a mí me gustaba este. Había pertenecido a mi abuelo y le tenía un cariño especial. Sus melodías me acompañaron en los momentos más importantes de mi juventud: el día que Jérôme me pidió en matrimonio sonaba C’est lui en este mismo fonógrafo. Aunque mi joven prometido no era judío, en poco tiempo se había ganado el afecto de mi padre, así que no costó demasiado arrancarle su consentimiento. Faltaban solo dos meses para la boda, todo estaba listo: el banquete, los invitados, mi vestido…, éramos jóvenes y estábamos enamorados, todo era perfecto. Pero aquella mañana Jérôme entró en el salón con un periódico en la mano mientras Efraim y yo tomábamos un refresco, acompañado de un suculento postre de fresas. Le miré a la cara y supe que mi felicidad estaba a punto de llegar a su fin. Dejó el diario sobre la mesa y pude leer un gran titular que decía: «El Cinturón de Hierro se rompe». Otra vez aquella guerra completamente ajena a nosotros, pero de la que todo el mundo hablaba. —Debo ir —dijo Jérôme con determinación. 58


Tardé en asimilar sus palabras, no daba crédito a lo que escuchaba. —¿Ir?, ¿adónde?, ¿a España? ¿Te has vuelto loco? —No puedo quedarme sin hacer nada, viendo cómo nuestros vecinos mueren a manos de los fascistas. —¡Esa guerra no es asunto nuestro! Definitivamente se había vuelto loco. Apagué el fonógrafo, cuya música en aquel momento solo me parecía un zumbido molesto. —Si dejamos que el fascismo avance por la península, ¿quiénes crees que serán los siguientes? Lloré de impotencia y desesperación, le rogué que no se marchase, que no me dejase por una guerra que estaba sucediendo a miles de kilómetros de nuestra felicidad. Pero Jérôme no me escuchó. —Si no hago esto ahora, jamás me sentiré digno de ser tu esposo. Tomó unas tijeras del costurero de mi madre y cortó uno de sus rizos color zanahoria; sabía que yo adoraba el color de su cabello. Rebuscó en uno de sus bolsillos hasta que por fin extrajo un relicario dorado; guardó dentro el mechón junto con un retrato suyo y me lo entregó con un beso. —Volveré pronto. Te quiero. Y se marchó sin mirar atrás, dejándome sola con mis sollozos. Jamás se lo perdoné. Pero Jérôme no volvió. Tres meses después de su partida recibí una carta de un compañero de escuadrón: mi prometido había fallecido 59


abatido por un disparo. Llamé al chófer y me dirigí a su casa, necesitaba saber cómo se encontraba su madre. Lamentablemente, por un error burocrático, nadie le había informado de la desgracia. Jamás olvidaré el rostro de aquella pobre viuda al recibir de mis labios la noticia de que su único hijo nunca regresaría. Mi mundo se desmoronó: el futuro que había construido con tanta ilusión desapareció de un plumazo. Solo quería llorar, llorar y que me dejaran sola. Mi familia comenzó a preocuparse, temían que enfermase, pues no comía ni bebía y apenas dormía. Solo salía algunas tardes para visitar a la madre de Jérôme y llorarlo juntas. Hasta que una tarde en la que tomábamos el té y nos recreábamos con nostalgia en los recuerdos, la señora Roech tomó mi relicario y se quedó largo rato contemplando el rostro de su hijo. —Tienes que despertar, Leah… —susurró sin dejar de mirar el retrato—. Jérôme no habría querido verte así. Eres joven y hermosa, tienes mucho por hacer. Y mírate, siempre vestida de negro, pálida y ojerosa, desperdicias tu juventud. No es justo. —Muchas cosas no son justas, pero tenemos que vivir con ellas. Yo ya no espero nada. La felicidad no existe, es una utopía, por eso ya no la busco. —Te equivocas. Esta casa y yo misma no somos más que un mar de recuerdos al que te empeñas en aferrarte; crees que viniendo aquí a llorar conmigo estás más cerca de él, pero así nunca podrás ser feliz. Yo ya soy vieja y para mí el destino no guarda más que años de soledad, 60


en cambio tú tienes un mundo por conocer. Vete, Leah, márchate y no vuelvas a visitarme hasta que hayas encontrado esa felicidad cuya existencia niegas. Aquella tarde, cuando salí de casa de la señora Roech, el cielo me pareció de otro color; el taconeo de mis zapatos en los adoquines, más musical; el húmedo aire del otoño, más dulce y oloroso. De repente, todo era tan nuevo que ni siquiera reparé en que había olvidado mi relicario. Cuando entré en casa, Efraim me saludó y enseguida notó el cambio en mi mirada. Estaba decidida: me construiría un nuevo futuro, sola si era necesario. Josephine sonaba en el fonógrafo y su voz llegaba lejana desde el salón. En aquel momento ella me recordó cuál había sido mi sueño y me prometí que lo perseguiría contra viento y marea.

—¿Y qué fue del relicario, abuela? —pregunté con ávida curiosidad. —Esa es una larga historia… ¡Qué ironía! La señora Roech me prohibió que la visitara, y sin embargo se quedó con algo mío para asegurarse de que volvería. Rio con desgana, pero ya no la escuchaba. Algo, más allá de la mesa de billar, me había deslumbrado: un maniquí muy antiguo engalanado con un maravilloso vestido de satén carmesí al que el polvo había hecho perder brillo y las polillas habían agujereado por doquier, y que, no obstante, 61


seguía siendo una pieza digna de las más distinguidas estrellas de Hollywood. Era un modelo sencillo, ceñido, largo y con una cola corta. Una gran flor de plumas rojas y negras adornaba el hombro izquierdo, quedando el derecho desnudo. —Ese vestido fue un regalo de la mismísima Josephine Baker. Lo llevé el día que debuté en su club, el sofisticado Chez Josephine, y lo lucí el último día que canté sobre un escenario en el Lapin Agile, antes de que esa vorágine caótica a la que llamaban guerra arrastrase al mundo a la miseria.

El día que mi querido padre descubrió mi ambición por dedicarme al mundo del cabaret se puso hecho una furia. Yo era una joven casi adolescente, impetuosa y arrogante, algo mimada sin duda; él, un hombre de negocios, un buen padre de familia en cuyos planes no cabía tener una hija cabaretera. Nos gritamos cosas horribles, ni mamá ni Efraim pudieron mediar entre nosotros, pero yo estaba decidida. —Si sales por esa puerta, habrás muerto para esta familia —dijo con todo el aplomo y la frialdad que pudo. Sin mediar palabra abracé a mi madre y a mi hermano y salí de esta casa con lo puesto. Mi padre ni siquiera me miró una última vez. Y a pesar de todo sé que en el fondo de su corazón no dejó de llorar mi ausencia ni uno solo de sus días. Mi vida cambió de manera radical, ya no era una niña rica, durante días hasta tuve que mendigar. Sabía que si regresaba y pedía perdón 62


todo se arreglaría, pero no estaba dispuesta a renunciar a mi sueño. Finalmente, un joven bohemio con el que entablé una conversación casual en el Jardin des Tuileries me indicó amablemente el camino que debía seguir. Aquella misma tarde me dirigí al 117 de la Rue Cherche Midi, allí encontré un pequeño club-restaurante con un vistoso toldo marrón en el que podía leerse: Chez Dumonet-Josephine. Parecía acogedor. Un caballero me impidió entrar al local, probablemente por mi aspecto desaliñado tras los días de vagabundeo por las calles de París. Me aposté frente a la puerta, dispuesta a esperar el tiempo que fuese necesario. Pero el frío invernal no perdona ni siquiera a los más valientes y tenaces: para cuando llegó la madrugada mi cuerpo estaba helado, temblaba sin parar, estaba pálida y tenía los labios amoratados. Por fin vi cómo la puerta se abría y Josephine Baker salía acompañada de dos apuestos caballeros, seguramente clientes. A pesar de no sentir las extremidades, conseguí llegar hasta ella, pero solo alcancé a balbucear su nombre, pues perdí el conocimiento. Desperté en un camerino. De ese lugar recuerdo vagamente un revuelo de plumas y lentejuelas, pero sobre todo recuerdo el calor, tener un techo y algo blando donde recostarme. Sentada a mi lado, una mujer negra sostenía un cuenco de sopa. —¡Vaya! Por fin despiertas, empezaba a pensar que estabas muerta de verdad. ¿Se puede saber quién eres tú y qué demonios hacías en la puerta de mi club a punto de congelarte? Josephine hablaba presta y resuelta, yo aún estaba confusa y tardé en asimilar sus palabras. Finalmente, reuní fuerzas para responder. 63


—Me llamo Leah… Me ha costado mucho encontrarte. Quiero cantar en tu club. No olvidaré nunca la cara de desconcierto de la cabaretera. Pero Josephine escuchó atentamente mi historia, se mostró comprensiva, y no solo eso, también recordaba el día en que cantó para mí en mi fiesta de cumpleaños. Accedió a hacerme una prueba. Dos semanas después los nervios me hacían temblar de emoción: decenas de personas importantes habían acudido al club aquella noche para escucharme cantar sobre un escenario por primera vez. Josephine había cuidado de mí hasta ese momento, quizá por lástima, quizá por empatía al recordar su dura juventud, pero lo cierto es que demostró que bajo esa actitud reacia e intransigente era una persona de gran corazón. Esa noche me regaló este vestido, me ayudó a peinarme, a maquillarme, me aconsejó y me cuidó como una madre. Gracias a ella mi debut fue un éxito, me sentí una auténtica estrella, canté Over the rainbow y di lo mejor de mí. Cuando el público finalmente me bañó en aplausos supe que aquello, y solo aquello, era lo que siempre había deseado. Josephine me ofreció un contrato en su club los fines de semana, aunque esto no era suficiente para subsistir. A través de sus influencias, me consiguió otro empleo en el Lapin Agile, uno de los cabarets más antiguos de París. Allí cantaba el resto de la semana, y allí estaba cantando el día que Josephine vino para intentar salvarme de mi cruel destino. 64


En aquellos dos últimos años nos habíamos hecho grandes amigas y a menudo le confesaba mis temores. El mundo parecía haberse vuelto loco. En la vecina Alemania los nazis habían ascendido al poder y antes de que nos diésemos cuenta nuestra amada Francia también fue ocupada. Las tropas alemanas campaban a sus anchas por la ciudad y no tardaron en llevar a cabo su política de reorganización de la población. La situación era desesperada. Yo era judía, mi familia era judía. Josephine convirtió su popular club en un centro de comunicaciones para la resistencia francesa y demostró que, además de ser una maravillosa actriz, cantante y bailarina, era una espía extraordinaria. La noche que entró en el Lapin Agile no tuve más que ver su rostro para saber que venían a por mí. Prácticamente me arrastró fuera del escenario. —Lo tengo todo listo —me dijo alterada—. Un coche te va a recoger en Clichy en veinte minutos. Te llevará a un apartamento a las afueras donde te esconderás hasta que las cosas se hayan calmado. Me apresuré a recoger del camerino mis pocas pertenencias, pero era demasiado tarde: tres hombres de las SS clausuraron la entrada y removieron cielo y tierra hasta que me encontraron temblando, escondida en un armario como una rata. Josephine me defendió con uñas y dientes, pero aquellos hombres me sacaron del local a la fuerza, dispuestos a arrastrarme hasta el mismo infierno.

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Absorta en sus recuerdos, mi abuela se acariciaba los seis dígitos que siempre había tenido tatuados en su brazo izquierdo. Solo ahora mi pequeña mente empezaba a asimilar la infinita experiencia de mi abuela, el interminable y fatigoso camino que había recorrido. —¿Y qué pasó después, abuela? ¿Dónde te llevaron esos hombres? —Tus oídos, mi niña, son aún demasiado jóvenes para escuchar las atrocidades que viví en aquellos años… Con las pocas fuerzas que le quedaban alcanzó a desplazar levemente el maniquí, tras el cual aparecieron unas botas viejas, con las suelas desprendidas y agujereadas. —¿Ves estas botas? Un soldado aliado se las quitó a un cadáver y me las entregó al percatarse de que estaba viva y descalza en medio de la nieve.

A pesar de todo tuve suerte, pasé los tres años de mi cautiverio en Struthof-Natzweiler, el primer campo de concentración que fue liberado. En aquel lugar no se vivía, se sobrevivía: trabajábamos de sol a sol, apenas nos alimentaban y dormíamos hacinados en sucios barracones donde los parásitos y las enfermedades hacían estragos. No teníamos nombre, allí solo éramos un número. Cuando los altos mandos del campo recibieron la noticia de que las tropas aliadas estaban cerca, comenzaron la evacuación hacia Dachau, pero no todos llegamos. Antes de comenzar la marcha, los soldados 66


fusilaron a todo aquel que no podía caminar; durante el camino, también disparaban a todo el que flaqueaba o no era capaz de seguir el ritmo. Estábamos en los huesos y semidesnudos. La nieve y el frío calaban en lo más profundo de nosotros, especialmente en nuestra moral, que se hundía más y más con cada disparo que silbaba y cada cuerpo que caía a tierra. Noté que mis piernas dejaban de responder, se estaban helando, si me quedaba atrás sabía que no dudarían en matarme. Me concentré en caminar sin tropezar, mi vida dependía de ello, primero un pie, después el otro… Pero empezaba a rezagarme sin remedio. Me entró el pánico y tomé una medida desesperada, eché una ojeada a ambos lados y me lancé al suelo, ya está, así de fácil, mi cuerpo se había congelado y me había desplomado, como tantos otros. Los soldados me dieron por muerta. No sé cuánto tiempo permanecí tumbada en la nieve, hasta que una avanzadilla aliada me descubrió. «Ha tenido suerte», dijo el joven soldado que me dio las botas. Lo miré, desconcertada, ¿yo había tenido suerte? Cuando regresé a París solo tenía una prioridad: encontrar a mi familia. La guerra parecía haberle quitado a esta casa toda la vida que antaño la desbordara, parecía abandonada. Llamé a la puerta y me abrió Yvette, nuestra sirvienta de siempre, la tata que me había criado. Sentí una inmensa felicidad y todo lo que deseé fue abrazarla, pero la dureza de su rostro y la frialdad de su mirada me frenaron. Me limité a preguntar por mi familia. 67


—Están muertos —dijo con el tono indiferente de quien hace un comentario sobre el tiempo—. Ahora mi marido y yo vivimos en esta casa, y tú ya no tienes nada que hacer aquí, ¡perra judía! Escupió en el suelo y me cerró la puerta en las narices. Habían muerto, papá, mamá, Efraim… Recordé la última vez que los había visto y el dolor comenzó a apuñalarme el pecho. Sentí impotencia ante aquel robo, esta casa era lo último que quedaba de mi familia, de mis recuerdos y de mi infancia. Estaba sola y no dudé ni un momento de a quién acudir. El Chez Josephine continuaba abierto y mi querida amiga me recibió con los brazos abiertos. Recuperé mi empleo en el club como cantante, aunque aquello ya no me hacía sentir tan plena. Llegaron duros meses de posguerra y una noche, después de mi actuación, Josephine me llamó a su camerino. Sentada plácidamente con una copa de vino en la mano se despidió de mí. —Vuelvo a Norteamérica. Mi labor aquí ha terminado y los míos me necesitan. Quiero que te quedes a cargo del club en mi ausencia. Todo el mundo se marchaba, todos me dejaban sola, pero quería a Josephine y no me quedó más remedio que desearle suerte de corazón. Era una gran mujer, luchadora y sensible, que, sin la menor duda, haría grandes cosas en su país. Jamás comprendí por qué sus compatriotas nunca apreciaron su talento como artista; sin embargo, estaba segura de que su talento humano no podría pasar tan inadvertido.

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Permanecí callada un momento, atando cabos en mi mente infantil. Algo no encajaba. —Pero, abuela, nosotras estamos aquí. ¿Cómo recuperaste esta casa? —Bueno… —Rio, y las campanitas volvieron a tintinear—. Digamos que fue el regalo de bodas de tu abuelo. El Chez Dumonet-Josephine era frecuentado por gente de la alta sociedad, gente muy rica; entre ellos, tu abuelo. —Me guiñó un ojo travieso—. No hizo falta un gran esfuerzo para convencer a Yvette de que hiciera una venta provechosa y se deshiciera de esta casa que a duras penas podía mantener. Una tos seca le cortó la risa; se recostó de nuevo en su sillón de terciopelo para recuperar el aliento, y pude ver cómo su mirada iba nublándose poco a poco. —Pero, abuela —continué con la pregunta que me rondaba desde hacía rato—, ¿qué fue del relicario?, ¿se lo quedó la señora Roech? ¡Era tuyo! Jérôme te lo había dado a ti. Mi abuela me miró con ternura, extendió la mano hasta la cómoda más cercana, abrió un cajón y…, voilà!, allí estaba el relicario, colgando de sus dedos. Lo tomé entre los míos y lo abrí: en su interior se hallaba un rizo taheño que conservaba su brillo a pesar de los años. Lo acompañaba la fotografía sepia de un joven apuesto de tez blanca, Jérôme…

Me construí un nuevo futuro como ya había hecho otras veces. Había sobrevivido al infierno, nada podía ser peor. Estaba viva y eso era lo 69


único que importaba, tu abuelo, que en paz descanse, me lo recordó cada día que pasé a su lado. Recuperé mi casa, formé mi propia familia y, cuando estuve completamente segura de que en mi vida jamás podría ser más feliz que entonces, tomé a tu padre de la mano y regresé a casa de la señora Roech. Pero ella ya no estaba allí, me recibió una joven que dijo ser su sobrina. —Murió hace tres años —titubeó un instante—. ¿Es usted Leah? Asentí. —Mi tía dejó algo para usted. La muchacha se perdió un momento en la penumbra del pasillo; cuando regresó, me tendió el relicario que una vez yo había dejado como garante de mi felicidad. —Murió convencida de que algún día vendría a buscarlo. Me hizo prometer que se lo daría —concluyó la joven prima de Jérôme. Aquella misma tarde, en la zona más recóndita del cementerio de Pantin, con mi hijo de la mano, me postré ante dos lápidas agrietadas y sin flores. «Jérôme Roech», se leía en una; «Señora Adeline Roech», en la otra. Lloré largo rato ante los confundidos ojos de mi niño. —Lo conseguí, señora Roech. Soy feliz. —Acaricié el cabello de mi pequeño—. Ahora soy feliz.

De repente el silencio del desván me sobrecogió. Los rayos rojizos del atardecer bañaron el sillón de mi abuela haciéndola flotar en un mar 70


carmesí. Tosió de nuevo, y esta vez unas gotas de sangre mancharon su camisón. —Ayúdame a levantarme, cariño. —Su voz apenas era un susurro—. Quiero bajar al jardín. Cogí el cestito donde apenas quedaban unas pocas fresas y la ayudé a ponerse en pie. En el jardín reinaba una paz absoluta, los peces del estanque permanecían inmóviles, los pájaros se ocultaban al tiempo que los grillos comenzaban su jornada. Mi abuela se tumbó en su mecedora y yo me senté en sus rodillas. Con la cabeza en su pecho, podía sentir los latidos cada vez más débiles de su corazón. —Cielo… —¿Sí, abuela? —Sé feliz tú también… Alcé la cabeza para mirarla a los ojos pero los tenía cerrados. Me asusté, sentí que aquello era una despedida. Dejé caer el cestito sobre la suave hierba y me abracé a su pecho con todas mis fuerzas, como si con esa presión pudiese hacer que su pobre corazón me regalase un latido más. —Abuela… —comencé a gimotear. —No llores, pequeña…, es solo que estoy cansada…, tan cansada… El sol reservó sus mejores galas para aquel melancólico crepúsculo que, con su último rayo, se llevó a mi abuela Leah.

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buena suerte, mr. gorski j. v. cataberría

El portazo puso sordina a los gritos que nacían del interior del salón. Mr. Gorski apareció en el jardín del hogar familiar y allí sorprendió al pequeño Neil, el chico de los vecinos, hurgando en el macizo de rosas que laboriosamente cuidaba su esposa, Selma. Ante la mirada inquisidora de Mr. Gorski, Neil levantó la mano y mostró como coartada una pelota de béisbol. —Por mí como si se las quemas, muchacho. Mr. Gorski abrió la portezuela de la verja y Neil le vio perderse calle abajo a pasos lentos y pesados. Era diciembre de 1941. En Wapakoneta, Ohio, el termómetro estaba bajo cero y Estados Unidos acababa de entrar en la II Guerra Mundial. Durante todo ese día Neil se dedicó a observar a su vecino. Mr. Gorski era un cuarentón que trabajaba en la fábrica que Goodyear había abierto a las afueras de Wapakoneta y que, pese a tener que cargar durante toda la jornada con pesadas ruedas de camión, estaba siempre en movimiento y parecía albergar en su interior una fuente 73


de energía inagotable. Cuando estaba en casa, Mr. Gorski abrillantaba su viejo Ford rojo o se tumbaba para inspeccionarle los bajos. Luego, encolaba una silla o desmontaba pieza por pieza el carrete de la caña de pescar, lo limpiaba con un pequeño paño y lo volvía a armar para que estuviera listo para la próxima excursión. Por eso Neil levantó los ojos de la revista de aeronáutica que leía recostado en el enorme alféizar de la ventana de su cuarto cuando notó que Mr. Gorski se instalaba en una butaca en el patio trasero y, con las manos cruzadas detrás de la nuca, clavaba la vista en el cielo aún iluminado. Neil se durmió mucho antes de que Mr. Gorski, a tientas y haciendo crujir el césped bajo sus pies, abandonara la butaca camino del sofá del salón. Al día siguiente, Neil respiró aliviado al ver que Mr. Gorski había vuelto a su ser. Entraba y salía de casa con herramientas en la mano y golpeteaba aquí y allá en la fachada, enderezaba los palos del tendedero, guardaba el cortacésped en el cobertizo o arreglaba un par de tejas rotas. Mantuvo ese ajetreo durante toda una semana: Mr. Gorski había sido llamado a filas y quería llevarse a Europa la imagen de una casa en perfecto estado. Neil olvidó pronto el incidente y volvió a devorar las revistas de aviones que le traía su padre, auditor del Estado, cada vez que volvía de sus viajes por los pueblos de Ohio.

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Para cuando Mr. Gorski regresó de la guerra, Neil ya andaba enredado en asuntos del aeropuerto de Aeronca, al norte de Wapakoneta, y los misterios de la aviación le impidieron reparar en la presencia de Mr. Gorski. Su vecino ya no era el mismo que se había ido cuatro años antes: la energía de antaño se había quedado enterrada en un bosque francés, junto con su brazo izquierdo. El viejo Ford pasó de rojo cereza a granate y de granate a magenta por la acción del polvo y la desidia. Las tejas perdieron su orden matemático y no lo volvieron a recuperar. Lo único que parecía capaz de hacer moverse a Mr. Gorski era un viejo telescopio que el antiguo operario de Goodyear compró con la primera mensualidad de su pensión de veterano. Mr. Gorski dedicó toda una tarde, en la que la ausencia de nubes permitía ver nítidamente la Luna, a elegir el punto adecuado del jardín en el que colocarlo, haciendo pruebas una y otra vez como un fotógrafo que busca el encuadre exacto. Una vez decidida la ubicación pidió ayuda a Selma para colocar una butaca de jardín junto al artefacto. Selma era una mujer muy seria. La estricta educación judía de su infancia neoyorquina la cohibía a la hora de dejar fluir sus emociones. En los tiempos en los que su marido fue un obrero fuerte, vital y dicharachero, no había sabido acoplarse a él. Entendía la alegría de su cónyuge como una prueba de debilidad de espíritu y de lejanía con el Señor. Ahora que Edward Gorski era poco más que una sombra que cuando anochecía cambiaba el sofá y la televisión por la butaca y el telescopio, no encontró la manera de acompañarle en la desgracia. Un suspiro era 75


todo cuanto podía ofrecerle cuando, a través de la ventana de la cocina, le veía con el ojo pegado al telescopio y la mente en la Luna. A veces, mientras arreglaba el rosal o adecuaba las viejas camisas de Edward a su nueva fisonomía, Selma se sentía invadida por un sentimiento de culpabilidad cuyo origen era incapaz de determinar. Mr. Gorski marcó la infancia de los niños de Wapakoneta. Al anochecer, los chicos del pueblo trepaban a una caseta desde la que se veía el jardín de Mr. Gorski y apostaban si esa sería la noche en la que por fin el veterano de guerra no utilizara el telescopio, mientras comían pipas de calabaza, bebían refrescos y hablaban de chicas. Cuando se hicieron mayores, los muchachos inventores de la apuesta pasaron la tradición a sus hermanos pequeños y luego estos se la enseñaron a los hijos de sus hermanos mayores. Mr. Gorski sabía de la presencia de los niños pero los ignoraba con la misma desidia con la que declinaba las invitaciones de sus viejos compañeros de fábrica para acudir al bar de la estación, el que tenía la pantalla más grande, a ver los partidos de las Series Mundiales de béisbol. Al principio sus antiguos colegas pensaron que volvería a la vida pública en cuanto asumiera su condición de mutilado, pero pasaron los años y Mr. Gorski seguía anclado en el jardín con la mirada perdida más allá de las nubes. Viola Louise, la madre de Neil, solía ayudar a Selma Gorski, cada vez más impedida por la edad, en virtud de esa solidaridad inquebrantable que se establece entre amas de casa. Viola Louise hacía las tareas más físicas, como limpiar las estanterías altas, recoger el polvo acumulado bajo las camas o tender la ropa en el jardín. Esto suponía 76


un gran esfuerzo para Viola Louise; no por el trabajo en sí, sino por la fantasmagórica presencia de Mr. Gorski, que la miraba callado. Una tarde de agosto de 1962, a Viola Louise casi le da un infarto al sentir la voz grave de Mr. Gorski por primera vez en años. —¿Qué tal el muchacho? —¿Cuál de los tres, Edward? —replicó Viola Louise. —El mayor, Neil. —Ya se casó. ¿No lo sabías? Pero el pobre no ve casi a Janet porque está todo el día metido en los laboratorios de la NASA. —¿La NASA? ¡Cielos, Viola, qué buena noticia! Viola Louise no daba crédito a la felicidad que irradiaba su vecino, parecía que hubiera retrocedido más de veinte años en el tiempo. —Sí, Edward, la NASA. Ahora vive en El Lago, cerca del Centro de Vuelos Espaciales de Houston. —¿Es, es… —Mr. Gorski tartamudeaba de la emoción—, es astronauta? —Lo es, Edward. ¿Qué le parece? Pero Mr. Gorski no tuvo tiempo de responder a Viola Louise porque un rayo cargado con millones de amperios acababa de tocarle el corazón. Se levantó de la butaca con un movimiento inusitadamente ágil y corrió hasta el garaje. Con la única mano que tenía arrancó la lona que cubría el viejo Ford y lo puso en marcha. Mientras dejaba calentar el motor llegó hasta el salón, cogió la cartera y besó a su mujer en la mejilla. Dijo: «Luego vuelvo, Selma», y dejó a la esposa boquiabierta y sin 77


entender nada. Mr. Gorski condujo con maestría pese a sus circunstancias los ciento cincuenta kilómetros que separan Wapakoneta de Columbus, capital del estado, donde a buen seguro podría comprar un telescopio potente que estuviera a la altura de Neil. Regresó bien entrada la noche, pero Mr. Gorski no dudó en dar una patada al soporte del viejo telescopio y colocar en su lugar el reluciente Takahashi con lentes reflectoras de abertura media. Selma miraba el trajín de su marido con la ilusión del que ve nacer una era mejor, pero comprendió que no se trataba de un repentino cambio de actitud, sino de una simple adecuación a los nuevos tiempos. El beso de la tarde fue una cerilla bajo un chaparrón. El nuevo telescopio sirvió para que Mr. Gorski se encerrara aún más en sí mismo. Pero una vez cada tres o cuatro meses, el veterano se sentía con ánimos para hablar con Viola Louise mientras esta tendía unas sábanas que él conocía de sobra. —¿Cuándo va a pisar la Luna el muchacho? —Antes de que acabe la década. El presidente Kennedy lo prometió —respondía siempre Viola Louise con tono pedagógico. Mediante este interrogatorio, en marzo del 66, Mr. Gorski supo del primer viaje espacial de Neil. El hijo de los Armstrong comandó el acoplamiento del Gemini 8 con el Agena, que ya estaba en órbita. Aunque Mr. Gorski miró y miró por su Takahashi sin encontrar ningún rastro de Neil en el cielo, sintió el alma en primavera. Viola Louise, católica, se sentía como el arcángel Gabriel cada vez que informaba a Mr. Gorski de los progresos de su hijo y notaba en 78


el mutilado un brillo en los ojos. Por eso le dolió no ser ella quien le anunciara personalmente la noticia de que Neil, por fin, iba a pisar la Luna. Para cuando quiso hablar con Mr. Gorski, una marabunta de periodistas se había agolpado frente al hogar familiar de los Armstrong, y los que llegaron más tarde tuvieron que invadir el jardín de Mr. Gorski. Ante la mirada de odio del veterano, los periodistas improvisaron una entrevista que justificara el allanamiento: —¿Cómo era Neil Armstrong de pequeño? ¿Le vio crecer? —se lanzó un chico escuálido vestido con sombrero y traje a pesar de que Wapakoneta era un horno aquel 16 de julio de 1969. —Era un buen muchacho. —¿Se imaginaba que sería el primer hombre en pisar la Luna? —¡No! ¡Y mi mujer muchísimo menos! —estalló Mr. Gorski en una carcajada que sonó oxidada al principio, pero que después rugió como un motor de gran cilindrada. Apenas alcanzó Viola Louise a ver a Mr. Gorski arrastrando de la mano a Selma al interior del viejo Ford que había dejado aparcado en la acera nada más concluir la entrevista. El antiguo operario de Goodyear llevó a su esposa al supermercado y la obligó a comprar varias botellas del vino más caro, cervezas, dos o tres kilos de chuletas de cordero, unos cuantos filetones de ternera y un enorme queso de Roquefort. —¿Qué demonios es esto, Edward? ¡Apesta a muerto! —Es queso francés. Me salvó la vida en la guerra. ¡Y está delicioso! 79


Ya de vuelta en casa, Mr. Gorski canturreaba jovial mientras ordenaba en la cocina la copiosa compra. Selma comprendió el motivo de la felicidad de su esposo y no pudo reprimir una violenta arcada. Durante los cuatro días posteriores, Mr. Gorski fue dando buena cuenta de los manjares con una actitud cercana a la lujuria. Por el día comía a todas horas y bebía litros y litros de cerveza con la misma alegría de treinta años atrás. Por la noche se acoplaba a su telescopio sin importarle la curiosa mirada de los periodistas acampados en su propiedad. Reservó el vino para la noche del 20 de julio. Sabía, por lo que le habían contado los chicos de la prensa, que ese era el momento en que estaba previsto el alunizaje del Apolo 11. Haciendo un enorme sacrificio para no utilizar su telescopio, se apostó frente a la televisión y pidió a Selma que se sentara a su lado. Mr. Gorski daba grandes tragos directamente de la botella y seguía la retransmisión como si fuera una final de béisbol, a cada minuto más nervioso, ayudándose de la mesa para aplaudir, levantándose a veces. Solo guardó silencio cuando, a las 23.53, escuchó la voz de Neil a través del televisor: —Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad. —¡Sí! ¡Por fin, joder! —aulló Mr. Gorski poniéndose en pie. Acto seguido volvió a sentarse en el sofá, respiró hondo y apoyó la mano firmemente en la nuca de su esposa. —Lo prometiste, Selma. 80


La mujer rompió a llorar. Sabía que pronto acabarían casi veintiocho años de infelicidad, pero para ello debía pagar un peaje que contravenía todas las normas morales de su estricta religiosidad. Del televisor brotaban imágenes en blanco y negro y palabras casi siempre ininteligibles, pero los Gorski acertaron a oír de nuevo a su vecino Neil entre los ruidos del espacio exterior: —Buena suerte, Mr. Gorski —dijo el astronauta. En el centro espacial de Houston no entendieron nada. Edward y Selma, sí.

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tercer momento musical gonzalo f. m.

George Gershwin (1898-1937) Un americano en París 18’ Julio de 1928 Tras una fructífera estancia en mi siempre estimada capital europea, he embarcado rumbo a casa. Hace rato que desde la cubierta disfruto con el espectáculo de la costa francesa perdiéndose en el horizonte. El próximo atisbo de tierra será la silueta de Manhattan. En momentos como este siempre me viene a la mente el largo viaje que tuvieron que realizar mis padres cuando emigraron desde Rusia. Puedo decir que tengo la suerte de poder efectuar estos traslados en circunstancias más felices. Ha sido hermoso volver a visitar París. Nunca me cansaré de esos cafés, de esa joie de vivre contagiosa que caracteriza a su gente, de los cabarets… ¡Y qué decir de su bulliciosa vida social e intelectual! ¿Habrá ciudad donde hoy en día se reúnan tan magnas personalidades de 83


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mp semplice Andante Violine la música? Me sé afortunado de haber podido conversar con Prokofiev,

 y Milhaud. Me ha ruborizado  dereír con Poulenc  con  lahumildad        de ejercer de  su pupilo, que Ravely Stravinsky rechazaron mi petición f espress.  apelando logros como compositor. Lo cierto es que aquí   a mis actuales Violoncello habrindado una siempre acogida.    todo     calurosa  Esincreíble,    se me      conocer ya a George Gershwin,  París parece ¡el célebrecompositeur   Allegro vivace        ya  f espress.     me  consideran   de la modernidad américain! Incluso un emblema             musical   estadounidense, y me siento muy honrado por ello. fp leggiero Andante ma con ritmo deciso Trumpet in Bb(with felt   crown)  

cresc. poco a poco

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Ah, París… Aquí, en el silencio de alta mar, aún resuena en mis oídos el ajetreo de la gran urbe. Lo que me recuerda que el encargo para la Filarmónica de Nueva York se encuentra ya en un estado muy avanzado. Espero tenerlo a punto para su estreno a finales de año. Llevo en mi equipaje la partitura, junto a las bocinas. ¡La cara que puso el conserje del Hôtel Majestic cuando le pregunté dónde se podían adquirir auténticas bocinas de taxi parisino! Jamás el fabricante hubiese podido imaginar que tan cotidianos utensilios estarían destinados a resonar en las mismísimas paredes del Carnegie Hall. Creo que será un buen golpe de efecto. En cualquier caso, ningún retrato fiel de la 84


3-Gershwin Ciudad de las Luces debería estar exento de un ruido tan característico, tan atractivamente molesto. Allegretto grazioso

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Confío en que mi Americano en París despertará tantas alabanzas como la Rhapsody in blue y el Concierto en Fa. Ha sido buena idea centrar  enfoque en la música francesa, creo que se lo debo   esta vez mi a mi sangre cosmopolita. Además, quería dar un paso más allá en la búsqueda de la modernidad, y hoy en día la música moderna por excelencia es la que se está haciendo en París. He creído conveniente seguir un planteamiento estructural libre y cierto argumento narrativo, a la manera de los poemas sinfónicos, aunque quizás un término ma rapsódico» con ritmo decisose ajustaría más a mi Americano. En la música he comoAndante «ballet Trumpet in Bb (with felt crown) querido reflejar las impresiones       de un viajero como yo al sumergirse    como tema en  la vida urbana parisina. Estoy utilizando   conductor una mf melodía que recuerda el recorrido del viandante por las calles, espr. como no podía ser de otra manera, pues el mayor encanto de la ciudad emana de las delicias del paseo. Las melodías que he ido encadenando hacen siempre referencia a lo francés; he colado incluso una pequeña cita literal de La mattchiche, una cancioncilla de que gustan mucho los locales. Con todo, no he podido evitar la introducción de un blues 85


como elemento de añoranza de mi hogar; al fin y al cabo, ningún viaje está exento de ello. Estoy orgulloso de haber sido capaz de llevar a cabo todo el proceso de orquestación. Veremos qué tal resulta entre el público, aunque por mi parte tengo la certeza de que Un americano en París tiene todo lo necesario para convertirse en un gran éxito.

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CUATRO



n Ed

zb

cristina moreno

Y busco en cada ojo la mirada de ella, en cada encĂ­a su sonrisa, en el infierno sus desdenes y hasta en mi madre sus palabras.



ménage à trois estampas de amor en cumbres borrascosas, persuasión y por el camino de swann

traducciones de yolanda tarancón y mar artigas

El capitán Wentworth oye por casualidad una conversación en la que Anne, su amor frustrado de juventud, reflexiona sobre las diferencias entre hombres y mujeres en lo que se refiere al amor. Tras escuchar a Anne, Wentworth le escribe esta carta. No puedo escuchar más tiempo en silencio. De algún modo tengo que hablarte. Perforas mi alma. Soy mitad agonía, mitad esperanza. No me digas que es demasiado tarde, que sentimientos tan valiosos se han ido para siempre. Me ofrezco a ti de nuevo con el corazón todavía más tuyo que cuando casi lo rompiste, hace ocho años y medio. No te atrevas a decir que el hombre olvida antes que la mujer, que su amor tiene una muerte más temprana. No he querido a nadie más que a ti. He podido ser injusto, he sido débil y rencoroso, pero nunca inconstante. Si estoy en Bath es por ti. Por ti solo pienso y hago planes. ¿No lo has visto? ¿Cómo has podido no entender mis deseos? Ni siquiera hubiera esperado estos diez días si hubiese podido leer tus sentimientos, 91


como creo que tú has debido penetrar los míos. Apenas puedo escribir. A cada instante oigo algo que me abruma. Tú bajas la voz, pero alcanzo a distinguir los tonos de esa voz tuya donde otros no podían. ¡Buenísima, excelente criatura! Tú sí nos haces justicia. Crees que hay en los hombres verdadero apego y constancia. Confía en que el más ferviente, la más firme están en F. W.

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Catherine confiesa a Nelly, su ama de llaves, las razones por las que ha decidido casarse con Edgar Linton a pesar de estar enamorada de Heathcliff: la posición social y económica que le otorgará este matrimonio le permitirá proteger a este del odio de Hindley (hermano de Catherine). Nelly opina que es el peor motivo de los que le ha dado. —No lo es —replicó ella—, ¡es el mejor! Los otros eran la satisfacción de mis caprichos. Y por Edgar también, para satisfacerlo a él. Este es por el bien de alguien que reúne en su persona mis sentimientos hacia Edgar y hacia mí misma. No puedo expresarlo; pero seguramente tú y todo el mundo intuís que hay o debería haber una existencia más allá de nosotros mismos. ¿De qué sirve mi creación si estoy confinada aquí y solo aquí? Mis grandes desgracias en este mundo han sido las desgracias de Heathcliff, y he visto y sentido cada una de ellas desde el 92


principio: la gran razón de mi vida es él. Si todo lo demás pereciera y él quedara, yo todavía continuaría existiendo, y si todo lo demás permaneciera y él fuera aniquilado, el universo se convertiría en un enorme desconocido: ya no me sentiría parte de él. Mi amor por Linton es como el follaje en el bosque: el tiempo lo cambiará, lo sé muy bien, como el invierno cambia los árboles. Mi amor por Heathcliff se asemeja a las rocas eternas de debajo, una fuente de deleite poco visible pero necesaria. Nelly, ¡yo soy Heathcliff! Lo tengo siempre en la cabeza, siempre: no como un placer, como tampoco yo soy siempre un placer para mí misma, sino como mi propio ser. Así que no hables más de nuestra separación: ¡es imposible!, y…

3 París, finales del siglo xix. Charles Swann, millonario judío culto y refinado, bien relacionado tanto con la alta burguesía como con la aristocracia, ha iniciado una relación con Odette de Crézy, cocotte en busca de un marido rico que le ponga un salón cultural como el de su envidiada y admirada Madame Verdurin. Un día Swann acompaña a Odette a su casa; ella lleva una catleya (una flor de la familia de las orquídeas) prendida en el vestido y él, con la excusa de colocársela bien y del bamboleo del coche, se abalanza literalmente sobre la dama. Desde entonces, en privado, llamarán hacer catleya a sus relaciones sexuales. 93


Hoy se encuentran en casa de los Verdurin, en cuyo salón Odette hace tiempo que introdujo a Swann. Una noche en que Swann había aceptado cenar con los Verdurin, después de que, durante la comida, él dijera que al día siguiente tenía un banquete de viejos amigos, Odette le contestó, en plena mesa: —Sí, ya sé que tiene usted su banquete. Así que lo veré en casa, pero no llegue demasiado tarde. Aunque Swann nunca había tenido verdaderos celos de la amistad de Odette con uno u otro fiel, sintió una dulzura profunda cuando la oyó reconocer así, delante de todos, con ese impudor tranquilo, sus citas nocturnas cotidianas, la situación privilegiada que tenía en su casa y la preferencia por él que esta implicaba. Claro que, a menudo, Swann pensaba que Odette no era una mujer destacable en ningún aspecto, y la supremacía que ejercía sobre un ser tan inferior a él no era algo que pudiera enorgullecerle ver proclamado así ante todos los fieles, pero, desde que había advertido que muchos hombres consideraban a Odette una mujer encantadora y deseable, el atractivo que su cuerpo tenía para ellos había despertado en él la dolorosa necesidad de dominar enteramente hasta el último resquicio de su corazón. Por eso, después de la cena, tuvo buen cuidado de llevársela aparte y darle las gracias efusivamente. Al día siguiente, cuando salió de su banquete, llovía a mares y no tenía a su disposición más que su victoria. Un amigo le propuso llevarlo 94


a casa en cupé, y como Odette, al pedirle que fuera a visitarla, le había dado la garantía de que no esperaba a nadie, tranquilamente hubiera vuelto a su casa a acostarse con el ánimo sereno y el corazón contento, antes que salir en pleno chaparrón. Pero quizá si Odette advertía que no siempre tenía ganas de pasar el final de su jornada con ella, sin excepciones, descuidaría reservárselo justo cuando él lo deseara particularmente. Llegó a casa de Odette después de las once y, cuando se excusó por no haber podido acudir antes, ella se quejó de que, en efecto, era bastante tarde, porque además se sentía enferma por culpa del temporal y le dolía la cabeza; le advirtió de que no se podría quedar más de media hora, de que a medianoche tendría que marcharse, y poco después se sintió cansada y quiso irse a dormir. —Entonces, ¿nada de catleyas esta noche? —le dijo él—. Y yo que hoy esperaba una bien bonita… Ella le respondió con actitud un poco arisca y nerviosa: —No, querido. Nada de catleyas esta noche. Ya ves que me encuentro mal… —Tal vez te sentaría bien, pero en fin, no insisto… Ella le pidió que apagara la luz antes de irse, él mismo cerró las cortinas de la cama y se marchó. Pero, ya en su casa, le asaltó la idea de que tal vez Odette esperaba a alguien, de que había fingido el cansancio y le había pedido que apagara la luz solo para que creyera que se iba a dormir y, en cuanto él salió, había vuelto a encenderla y había 95


hecho entrar al hombre que iba a pasar la noche con ella. Miró el reloj. Hacía alrededor de una hora y media que la había dejado. Volvió a salir, tomó un coche de punto y lo hizo parar cerca de la casa de ella, en una callecita perpendicular a la parte trasera de su palacete donde él iba a veces a llamar a la ventana de su habitación para que Odette le abriera. Bajó del coche, todo estaba desierto y oscuro en el barrio, en unos pocos pasos se plantó en casa de ella. Entre la oscuridad de las ventanas, apagadas desde hacía ya bastante tiempo, distinguió una sola de la que emanaba —por entre los postigos que presionaban su pulpa misteriosa y dorada— la luz que llenaba la habitación, luz que otras noches, cuando la distinguía desde lejos al llegar a la calle, le regocijaba y le anunciaba: «Está ahí quien te espera», y que ahora lo torturaba diciéndole: «Está ahí, con aquel al que esperaba». Quería saber quién era. Se deslizó por la pared hasta la ventana, pero entre las láminas oblicuas de los postigos no podía ver nada; solo oía, en el silencio de la noche, el murmullo de una conversación. A punto de golpear los postigos, tuvo un momento de vergüenza al pensar que Odette sabría que había sospechado, que había vuelto, que estaba allí, apostado en la calle. Ella le había hablado a menudo del espanto que le producían los hombres celosos, los amantes que espían. Lo que iba a hacer era muy torpe y ella iba a odiarlo a partir de entonces, mientras que, en ese momento, cuando aún no había golpeado en la ventana, quizá, aunque estuviera engañándolo, aún lo amaba. ¡Cuántas veces sacrificamos así una felicidad a nuestro alcance 96


por la impaciencia de un placer inmediato! Pero el deseo de conocer la verdad era más fuerte y le pareció más noble. Sabía que la realidad de las circunstancias, que hubiera dado su vida por reconstruir exactamente, sería legible tras esa ventana estriada de luz, como bajo la cubierta iluminada de pan de oro de uno de sus preciosos manuscritos, ante cuya riqueza artística el sabio que los consulta no puede permanecer indiferente. Experimentaba un deseo voluptuoso por conocer la verdad que le apasionaba en ese ejemplar único, efímero y precioso, de una materia translúcida, tan cálida y bella. Y además la ventaja que sentía que tenía —que necesitaba imperiosamente sentir— sobre ellos no era quizá tanto la de saber como la de poder mostrarles que sabía. Se puso de puntillas, llamó. No le oyeron. Golpeó más fuerte y la conversación se detuvo. Una voz masculina, de la que intentó distinguir a qué amigo de Odette a quien él conociera pertenecía, preguntó: —¿Quién está ahí? No estaba seguro de reconocerla. Volvió a llamar. Se abrió la ventana y después los postigos. Ahora ya no había modo de volverse atrás y, dado que ella lo iba a saber todo, para no parecer demasiado infeliz, demasiado celoso y curioso, se limitó a gritar con aire indiferente y alegre: —No se moleste, pasaba por aquí, he visto luz y he querido saber si estaba mejor. Miró a la ventana. Ante él, dos ancianos sostenían una lámpara, y entonces vio la habitación, una habitación desconocida. Como tenía la costumbre, cuando llegaba muy tarde a casa de Odette, de reconocer 97


su ventana porque era la única iluminada entre todas las demás iguales, se había equivocado y había llamado a la siguiente, la de la casa vecina. Se disculpó, se alejó y volvió a su casa, feliz de que la satisfacción de su curiosidad hubiera dejado intacto su amor y, después de simular durante largo tiempo una especie de indiferencia hacia Odette, feliz también de no haberle proporcionado con sus celos una prueba de que la amaba demasiado. Prueba que, entre dos amantes, dispensa para siempre a quien la recibe de amar lo suficiente al otro.

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amores necios mar artigas

—En su comportamiento con las mujeres, los hombres son, por lo general, necios, petulantes y francamente detestables, Candelita. A tus años, ya deberías saberlo. —Claro. Por eso las reinonas como tú preferís a los hombres que se comportan como hombres, y no a las locazas. Porque os gustan los necios y los petulantes. ¡Hay que joderse…! Como siga así, se me va a pasar el arroz… Álvaro se acomodó en el sofá del bar y regaló a Candela una mirada coqueta y risueña mientras saboreaba la aceituna de su martini. —No te enfades, princesa. Y asume los treinta y cinco, que aún estás en la flor de la vida. Solo te digo que pongas un poquito los pies en el suelo. De donde no hay, no se puede sacar. —Veintiocho, bruja. Lo sabes de sobra. —Candela suspiró, cerró los ojos y se reclinó teatralmente en la silla—. ¡Es que no me lo puedo creer! —A ver, amor. El tal Armando lleva seis meses, ¡seis!, mareándote. ¿De qué te quejas? ¡Si lo estás permitiendo! 99


—Pues de eso precisamente. No estoy acostumbrada a ser sometida por el macho de mi especie a un ritual de cortejo tan largo, ¿comprendes? —Perfectamente, cariño. Pero tienes que olvidarte de él: dices que está enmadrado, que nunca habla de sus amigos, o sea, que no debe de tenerlos. Que te da la impresión de que sale poco o nada… En fin, a mí me daría miedo, parece Norman Bates. —A ver… Es tímido y un poco ermitaño, de acuerdo, pero es dulce, culto, amable…, encantador. No es ningún psicópata, hombre. El problema es que no se decide. —¿Y tú por qué no atacas, para salir de dudas? Igual le facilitas las cosas porque me da que lo que no sabe es por dónde cogerte. O por dónde coger a una mujer, en general. —¡Ja, ja! Pues no veas la cantidad de hombres que me he encontrado últimamente que sí saben… ¿Cómo quieres que ataque, si no se deja? Candela se levantó y, ya de pie, terminó su copa de vino de un trago. —Vamos a comer, anda.

La sobremesa se alargó y cuando Candela y Álvaro salieron del restaurante ya había oscurecido. Caminaban agarrados del brazo y el frío madrileño de febrero les hería las mejillas y la nariz. —Eres una mala influencia en mi vida, cielo. Muy mala. Me has vuelto a emborrachar. 100


—Por si acaso se te soltaba la lengua… Pero ya veo que no piensas contarme lo de tu amante misterioso. ¿Me dejas probar con otra copa? —No. Esta vez no me vas a convencer. Mañana madrugo. —Bueno, eso sí que no me lo trago. ¿Desde cuándo madrugas tú? —En general, tengo por norma no levantarme antes de las diez, ya lo sabes, pero mañana voy a hacer una excepción. —¿Y eso? Cuenta… —No. —Es una orden. —Que no. —Venga… —No hay ningún misterio. Me voy de viaje, nada más. —¿Una cita romántica? —No tiene nada que ver con el amor. Es un viaje de trabajo. —Mentiroso. ¿Dónde vais a veros? —Déjalo, princesa. Candela se detuvo y miró preocupada a Álvaro. —¿Por qué te has quedado tan serio? ¿Qué pasa? ¿Estás enfermo? No me asustes… Álvaro sonrió y la cogió de la mano. —No, no. Estoy muy bien. No te preocupes. Anda, vamos a esa cafetería.

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Álvaro removió el azúcar de su té con parsimonia, ganando tiempo, hasta que se decidió a hablar. —Vuelvo a Lyon. Supongo que tardaré en arreglarlo todo, así que estaré yendo y viniendo un tiempo. En Navidad no solo vi a mi familia. Estuve también con Pierre y…, bueno, estamos juntos otra vez. Vamos a vivir juntos. —¿Pierre? ¿El mismo Pierre del que viniste huyendo? —Sabía que no lo ibas a entender. Ahora es distinto. Él… Bueno, me pidió perdón, me dijo que no quiere vivir sin mí, que me echa de menos y… —Y ya está. Todo perdonado, ¿no? ¿Te ha explicado también por qué te ocultó que tenía una hija y por qué no ha dado señales de vida en los tres años que llevas aquí, si tanto te quiere? —Lo hizo. Pero yo no le respondí. Y no insistió. Candela tomó un sorbo de café y después aún tardó unos instantes en romper un silencio dolido. —¿Cuándo ibas a contármelo? ¿O pensabas irte sin más? —Claro que no… ¿Cómo se te ocurre…? Oye, no es tan dramático. Vamos a escribirnos cientos de mensajes y mails. Vendré a verte y tú irás a visitarme también. Y conocerás a Pierre y a Mireille. Verás cómo cambias de opinión sobre él. Yo… Me he dado cuenta de que no he dejado de quererle nunca. Ahora estoy ilusionado otra vez. —Así que vais a ser una familia feliz. ¿Entonces la niña vivirá con vosotros? 102


—No. La custodia la tiene su madre, pero se han arreglado las cosas y ahora Pierre ve a Mireille siempre que quiere. La niña le adora… —¿Y tu carrera, Álvaro? Empiezas a tener un nombre aquí. ¿Te vas a volver a sacrificar por…? —Ahora para mí eso es lo de menos. No me dan miedo los cambios, ya lo sabes, y Pierre está hablando con amigos. Eso se solucionará. —Muy bien. Ya veo que lo tienes todo clarísimo. —Candela… —Tengo que irme. Me…, me alegro por ti, supongo. Buen viaje. Candela se levantó, se puso el abrigo, cogió el bolso y salió de la cafetería. Esperaba que Álvaro no la dejara marcharse sola, pero él no la siguió y Candela caminó hacia su casa, notando cómo las lágrimas se congelaban en sus mejillas. Antes de subir las escaleras, tuvo que pararse porque le faltaba el aliento. Volvió a sentir el dolor recurrente en el costado de los días tensos. En casa, se tranquilizó con un whisky. Pensó que, en su comportamiento con los hombres, las mujeres son, por lo general, necias. Sobre todo las que se enamoran de sus amigos.

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cuarto momento musical gonzalo f. m.

Maurice Ravel (1875-1937) Suite nº 2 de Dafnis y Cloe

17’

Madame Misia Godebska gustaba de confundirse entre el público para experimentar la música desde una anonimidad impostada; jugaba a esquivar las miradas de los músicos y personalidades que pudieran reconocerla para dejarse llevar por la emoción colectiva más allá de la seguridad del palco. Mientras la orquesta afinaba levantó sus anteojos y echó un vistazo al folleto que le había entregado el acomodador. Había acudido expresamente para escuchar la segunda suite del ballet Dafnis y Cloe, de cuyo estreno —uno de los más memorables en el repertorio de los Ballets Rusos—, acontecido el año anterior, guardaba un recuerdo muy grato. La compañía de ballet creada por el insigne empresario Sergei Diaghilev llevaba cerca de una década revolucionando la vida musical europea con sus espectáculos sin igual: cada uno era un evento artístico integral que reunía la creatividad de los más destacados 105


coreógrafos, compositores, escenógrafos, instrumentistas y bailarines del momento, y desde muy pronto habían contado con el generoso patrocinio de Madame Godebska. Las suites que Maurice Ravel había extraído del ballet —o «sinfonía coreográfica», en sus palabras— permitían escuchar fragmentos de su hermosa partitura sin necesidad de recurrir al despliegue teatral de la obra completa. Aun así no había escatimado en recursos para la puesta en escena de las suites, y ahora, sobre 4-Ravel el escenario, se terminaba de acomodar una potente orquesta, 4-Ravel rica en percusiones, y una orgullosa sección de coro. Los aplausos fueron amainando. El director concluyó su saludo y se volvió hacia los músicos. El auditorio se sumergió en un silencio expectante. Erguida en su butaca, conteniendo la respiración, Madame Godebska observó cómo a un gesto del director las cuerdas, maderas y arpas iniciaban la ligerísima textura sonora que recreaba el despertar de los bosques arcadios. Una neblina fue difuminando los contornos del auditorio, 5-Berlioz al tiempo que su mente se despereza hechizada por el poderoso influjo de la música. Cuando sus ojos se acostumbran a la nueva luz comprende que la estancia ha cambiado por completo, si Très lent Très lent expressif et souple Andante sostenuto et souple expressif flauta Corno inglese    flauta     

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bien la música no ha cesado en ningún momento. Se encuentra de nuevo en 1913, en el interior del parisino Théâtre du Châtelet, el día del estreno de Dafnis, en el momento en que da comienzo la tercera 4-Ravel y última escena. Sobre la batuta de Pierre Monteux, que asoma fur4-Ravel tivamente por el foso, aún se eleva el telón con parsimonia revelando el imponente diseño escenográfico de Léon Bakst, al que las melodías pajariles de las flautas y la tierna melodía de las cuerdas insuflan vida. Allí reposa Dafnis, encarnado por el inigualable Vaslav Nijinski, emergiendo del sueño, reaccionando con elegante sobresalto a la ausencia de su querida Cloe, presa de las garras de temibles piratas. Madame Godebska se contagia ahora de la desesperación del pastor, ignorante 5-Berlioz de que su amada ha logrado escapar gracias a la intervención del dios Pan. Por fin aparece, rodeada por un séquito de pastoras, la excepcional Tamara Karsavina, perfecta pareja de Nijinski, en el papel de Cloe. La emoción del reencuentro se ve intensificada por el grandioso Très lent Très lent crescendo la orquesta, que pone fin a la primera parte de la escena, expressif et souple Andante sostenuto de expressif et souple    inglese  el «Amanecer». Corno          33   33             flauta flauta           elromance    narrando  La música fluye sininterrupción, sin palabras                     bucólico p que surgiera de la fantasía de Longo en la Grecia del3 siglo3 ii. pmf espressivo

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5-Berlioz    3             3                          

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En la «Pantomima», Dafnis y Cloe proceden a escenificar el romance entre Pan y la ninfa Siringa; según la leyenda, esta acabó convertida en un cañaveral que sirvió a Pan para la fabricación de un nuevo instrumento musical, bautizado con el nombre de la ninfa. Hipnotizada por la sensual coreografía de Michel Fokine, Madame Godebska observa a los bailarines acariciar con sus cuerpos la melodía compartida por las flautas, que emulan el sonido de la siringa. La ilustre patrona aún advierte en los movimientos de Nijinski una comprensible evocación de su papel en La siesta de un fauno, musicada por Claude Debussy, que el bailarín ruso protagonizó tan solo unos días antes de Dafnis. Tras este momento de intimidad, la música, imparable, va dando paso a la «Danza general», una bacanal elaborada sobre un ritmo vertiginoso de tresillos de corcheas en atrevido compás de 5 por 4. La irrefrenable pasión de los amantes ha vencido todas las adversidades y ahora Dafnis declara su amor ante el altar de las ninfas, mientras el elenco completo de bailarines rodea a la feliz pareja en un frenético torbellino de celebración, conducido por la música hacia un impresionante apogeo… Embriagada, la respiración profunda, la sangre acelerada, Madame Godebska se levantó y sus aplausos se fundieron con los del resto de asistentes. Sus ojos captaron a un director que saludaba al frente de una orquesta y un coro, pero su mente aún veía a Nijinski y Karsavina frente al colorido escenario de Bakst, y su corazón a dos pastores de la Arcadia celebrando el triunfo del amor. 108


CINCO



cristina moreno

La Palillo vive a base de esperma. Uno, tras otro, tras dos más. El olor a polla que desprende es casi hormonal. Vamos, que los maricones se la quedan mirando relamiéndose, y eso que es una señorita de pro. Como si fuese de Transexvania, chupa hasta dejar a sus víctimas secas. —¡Comepollas! —le gritan, y ella menea su culito por las calles, sonriéndoles con cara de zorrona. Cuentan que cuando vio en la revista Vale que el semen rejuvenecía cambió a su dieta actual. Desde los quince lleva así. Ya se sabe lo que dicen de los colegios religiosos. Guarda en vasitos tapados con albal las sobras del día. Y de madrugada, de pura gula, se los acaba con avidez. O bien llama a la puerta del vecino y le hace una mamada compulsiva. Y la verdad sea dicha, tiene la cara preciosa, lisita. Blanquecina. Lechosa.

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el último otoño helena gómez azañón

El otoño dorado envuelve el bosque. En el cielo, los rayos del sol libran su batalla para atravesar la sólida fortaleza de nubes que les impide iluminar el hayedo. Pero ellas no piensan ceder, se han propuesto expresar su duelo sumiéndolo todo en esta luz otoñal triste y grisácea. La joven camina descalza sobre la hojarasca húmeda. Sus pequeños pies comienzan a adquirir un tono purpúreo. Los sonidos del bosque la arrullan en su trance, y a cada paso su vestido arrastra las áureas hojas que las hayas han perdido. Huele a tierra mojada. A pesar de su estado la muchacha aspira profundamente, aquel olor le transmite la vida que le falta. A lo lejos puede oír la ferocidad del trueno que se aproxima, y muy cerca de ella el suave susurro de un arroyo. Las primeras gotas de la tormenta comienzan a salpicar las hojas, y la joven alza su rostro pálido y ojeroso para recibirlas. Su cabello dorado, sus ojos castaños y sus ropas cobrizas se funden con el bosque y camuflan su presencia, aunque todos saben que está ahí. Un arbusto cercano se agita con brusquedad, 113


pero ella no se inmuta porque sabe que no está sola. Los seres del bosque la observan, le chistan, la llaman, le susurran que se detenga. Pero ya es tarde. Ella no los escucha, ya no puede. En los cuentos que su aya le narraba de niña aquel sería el momento exacto en que, entre la espesura, surgiría un apuesto príncipe cabalgando un corcel blanco. El momento exacto en que él la recogería y la llevaría a su castillo, donde la haría su esposa y vivirían felices para siempre. Pero en su mundo ya no hay príncipes, no hay reinos prósperos ni finales felices, solo queda la muerte. Y ella hace tiempo que la ha asumido. Por fin llega. No sabe cómo pero lo siente, aquel es el lugar de su cita. Donde la muerte aguarda vestida de lobo para la ocasión. El hermoso animal se aproxima con sus penetrantes ojos ambarinos, pero ella no le teme… porque ya no necesita sentir miedo. Se agacha para recibir el saludo del lobo en su rostro. Después, algo en su interior le dice que debe permanecer muy quieta, pues ha llegado el momento del juicio. El lobo comienza a olfatearla, a lamerla; la mira y la acaricia con el pardo pelaje de su costado. De pronto, la joven se percata de que todos los ojos del bosque están clavados en ella, aunque su condición no le permita verlos. Tras unos minutos el lobo toma distancia y, finalmente, se aleja, pero antes de perderse en la espesura la mira una vez más, sobrenatural, casi humano. Entonces ocurre. Los trovadores del Norte a menudo describen en sus historias cómo, cuando la gente muere, siente que se eleva hacia 114


el cielo, pero a ella le parece justo lo contrario. Siente que su cuerpo es cada vez más pesado y se reduce poco a poco, como si toda su materia estuviese concentrándose en algo muy pequeño. Por su propio peso, se va introduciendo muy despacio en la tierra. Y de pronto es consciente de que su vida anterior está siendo borrada. Su memoria es cada vez más confusa, ya no recuerda su infancia, ni siquiera a su aya, un instante después tampoco recordará su adolescencia recién estrenada. Sin querer, sus recuerdos se van desvaneciendo y con ellos todo aquello que fue. Su último pensamiento antes de olvidar que fue humana es para sus padres, que sin duda estarán velando entre lágrimas el cadáver de su hermosa hija en el panteón familiar, y la atraviesa una punzada de dolor al percatarse de que nunca más los recordará. Durante un tiempo permanece enterrada. Se siente igual que un bebé en el útero materno y recibe con gusto el agua que la tierra le ofrece. Al fin, como toda vida que nace, desea salir al exterior. Consigue hacerse lo bastante fuerte para vencer las barreras que su madre le impone y extender sus raíces, cada vez más gruesas, hacia lo más profundo, como queriendo llegar hasta el núcleo que le infunde la vida. Pero aquello solo tiene una finalidad: impulsarse, impulsarse lo suficiente para alcanzar a sus hermanos y robarles la luz del sol de la que ellos aún la privan. Poco a poco va ocupando su espacio en su nuevo hogar y algunos pajarillos jóvenes comienzan a elegirla como protectora de sus polluelos. Aquello le hace sentirse digna y orgullosa. Las criaturas del bosque le dan ánimos y fuerzas para que continúe creciendo hasta 115


que, un buen día, los rayos del sol por fin bañan sus robustos brazos. Ya nadie podrá robarle su lugar. Y el susurro de la dríade que duerme en su tronco le llega claro y nítido por primera vez: —Bienvenida al bosque.


comer caca cochepo

Tengo resaca. Mi mujer ha preparado algo para picar: media barra de fuet cortada en trocitos y palitos de zanahoria con queso. Supongo que serán los persistentes efectos del alcohol lo que me hace mirar el queso y pensar en una vaca conectada a ordeñadoras industriales, en su leche cruda, mezclada con el cuajo, endureciéndose. Pienso en el abono, en el compost y la caca que han nutrido la tierra de donde ha salido esa zanahoria. Pienso, también, en que la membrana que envuelve el trozo de fuet que sostengo en la mano debe de ser el intestino delgado de un cerdo. ¿O era el grueso? Tal vez el recto… De hecho, pienso que quizá ese cerdo abonó con sus heces la tierra donde creció la zanahoria y allí mismo se la comió. Ergo, la mierda circuló por mi fuet y volvió al campo. O quizá la vaca hizo lo mismo. El caso es que estamos comiendo caca. ¿Es eso alimentación sostenible? Ingieres‑defecas, alimentas‑abonas, mato un cerdo crecen las plantas. Se lo comento a mi mujer, que me dice que el cerdo soy yo. —Quizá debería cagar en tus zanahorias —le respondo. 117


—Tu zanahoria sí que huele a truño —me dice. Todo es muy profundo los domingos. Cojo una cerveza de la nevera porque me siento el puto rey de la cadena alimentaria. ¿Alimentaria o alimenticia? No sé, pero tengo un trozo de fuet entre las muelas. Por cierto, si esto lo va a leer algún vegano: que sepas que me das asco, eres un comemierda, comes más mierda que nadie y pagas más dinero por ello. Busco excremento en la Wikipedia: Excrementos, heces o materia fecal son el conjunto de los desperdicios generalmente sólidos o líquidos producto final del proceso de la digestión. Las heces son los restos de los alimentos no absorbidos por el aparato digestivo (como fibras y otros componentes que no son útiles para el ser en cuestión) y, también, células del epitelio intestinal que se descaman en el proceso de absorción de nutrientes, microorganismos y otras sustancias que no logran atravesar el epitelio intestinal.

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Vaya… Busco digestión… y es un puto coñazo que leo por encima y que a grandes rasgos viene a decir que absorbemos el agua y unos procesos químicos hacen que transformemos unas cosas en otras y bla, bla, bla… Total, que se puede comer mierda. O eso me parece a mí. Voy al baño a cagar con el móvil porque lo voy a tuitear. Estoy de pie, con un papel lleno de mierda en la mano. Saco la punta de la lengua y me acerco el papel a la boca. Huele a güisqui, así que no puede estar tan malo. Lo toco con la lengua mientras me hago una foto que cuelgo en Twitter con el título: Soy un puto vegano. ¡Viva la alimentación sostenible! Después de eso tengo muchos más seguidores. No lo volveré a hacer. Sin embargo no estaba tan mal.

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quinto momento musical gonzalo f. m.

Louis Hector Berlioz (1803-1869) Obertura «Carnaval romano» 10’

A Franz Liszt París [fecha ilegible], 1843 Querido amigo, Te escribo para confesarte que me he atrevido a rescatar las partituras de mi Benvenuto Cellini de su prisión de polvo y olvido. No te extrañe, sigo considerando que esta ópera no tiene remedio, pero gracias a ti creo que aún me queda algo pendiente con ella, y voy a darle una oportunidad en el terreno de la composición instrumental. He decidido crear una obertura donde recuperaré algunos temas de esta desventurada ópera. Considero justo que seas el primero en conocer el proyecto, en honor a la magnífica defensa que realizaste después del estrepitoso fracaso de su estreno en la Ópera de París, hace ya cerca de cinco años. Nunca podré dejar 121


4-Ravel 4-Ravel de agradecerte tu enorme valentía y lealtad pese a las críticas que recibí. En lo más íntimo deseo que este nuevo proyecto me lleve al éxito, no solo por resarcirme de mi fracaso, sino para que los demás reconozcan al fin tu admirable defensa. Y me siento mal al tener que confiarte que cuando se edite la partitura no será tu nombre el que aparezca en la dedicatoria. No tengo más remedio que reservar este honor al príncipe de Hohenzollern-Hechingen, 5-Berlioz a quien como sabes tuve el enorme gusto de conocer durante mi viaje a Alemania el pasado invierno y que me obsequió con el más espléndido de los recibimientos. Tengo fe en mi trabajo y en que quede demostrado que mi Cellini lent posee Très material de sobra eficaz para despertar el interés de público e Très lent expressif et souple Andante sostenuto  expressif et souple   inglese intérpretes. Pero te confieso que desde3 aquel fracaso algunas noches flauta Corno    ydudo      en   flauta   de3 mí 33mismo,      turbias  terriblemente me son        noches  lasque                   las partituras una por una sin remordimientos. Sin embargo, quemaría 3 3 pmf espressivo 3 p incondicional que me brindan amigos como tú me3permite el apoyo encontrar de nuevo componiendo. 5-Berlioz     el ánimo   33  para  seguir       hacerte    Quiero   partícipe de mis adelantos,     yteadjunto enesta car        talosprimeros esbozos estructurales de la nueva obra. Debo decir que esta obertura no estáconcebida para reemplazar a la que ya tiene Cellini, Andante sostenuto Corno inglese

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sino que se maestoso trata de una obra independiente, como mis anteriores piezas Andante de esteviolines género, a semejanza de las oberturas de Beethoven y Mendelssohn.     algún  pequeño  día  sueño  se concibiese A veces como un redescu con   que       amigo  mío,soloestá  en Diossaberlo.   de la ópera, pero,   brimiento p cantando Posiblemente bautizaré mi nueva creación con el sobrenombre de Allegro vivace aunque no me gustaría quefuese Carnaval romano,  como   unho     vista           que no profeso  simpatía menaje    bien  alguna  sabes  hacia   a Roma;  esta  ciudad habitada p  por [línea ilegible en el manuscrito original] increíTempo di marcia blemente pueblo   delextraordinario  distanciado   Sinembar  florentino.     tutti        go, aún pude encontrar algobueno en la italianacuando  capital  tuve la                                          oportunidad    depresenciar    su colorido  Carnaval,   ydesde   que  comencé  a perfilar mi nueva obertura tuve claro que reutilizaría el saltarello de ff la escena final del primer acto de Cellini, la cual, como recordarás, transcurre durante esta festividad. Te sorprenderá descubrir que la melodía escogida para maridar con el saltarello no es otra que la del dúo de amor entre Cellini y Teresa del primer acto. Ya te estoy imaginando riéndote de mi ocurrencia, soy consciente de la dificultad que va a entrañar la conciliación de dos materiales tan dispares y en apariencia incompatibles. Pero creo que estoy alcanzando importantes avances en el terreno de la composición. Tanto que estoy 123


trabajando en un tratado, que titularé Grand traité d’instrumentation et d’orchestration modernes y que, si todo va según lo previsto, estará publicado a principios del año próximo, quizá antes del estreno de la obertura. Prometo enviarte un ejemplar en cuanto pueda, seguro que te resulta interesante. Como podrás intuir a partir de los esquemas que te adjunto, me encuentro camino de perfeccionar el recurso que en mi Traité he denominado réunion de deux thèmes, por el cual dos temas se presentan primero por separado y más tarde en combinación. Este es el esquema que aplicaré al saltarello y al dúo, un reto que espero que mi ingenio sea capaz de superar. Me despido con el afán de un próximo reencuentro, quizás en uno de tus conciertos en París, a los que sabes que nunca faltaré, Hector Berlioz

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SEIS



cristina moreno

Es una noche perfecta. El viento de tormenta aparece de cuando en cuando, se oye leve, continuo, y de repente retumba furioso y golpea persianas que crujen rabiosas y de la nada se hace un vacío de silencio mudo que te encoge el alma hasta dejarte sin aire. Es una noche perfecta para que los locos sean más locos, y los insomnes con ojos secos respiren agitados y piensen en resolver sus preocupaciones de almohada a hachazos. Y me veo hundiendo un hacha en tu cuello, justo en el vértice del cuello con el hombro. Una hoja afilada que atraviesa con fuerza, y la sangre espumea, y sigo, rompiendo en hachazos lo que es ya un saco de carne. No me importa quién eres o eras. Mañana saldrá el sol si quiere, pero ahora la lluvia se lleva tu nombre.

127



mudo cristina moreno

Sí, está llorando, fijo. ¿Qué le pasará? Seguro que se ha follado a alguno y su mejor amiga se lo ha largado al novio. Si es que son todas unas putas. La verdad es que se la ve muy triste. A lo mejor se ha quedado sin curro, tal como estamos todos… O se le ha muerto alguien. Tiene pinta de haber estudiado Periodismo o Relaciones Públicas. Una modernilla venida a menos. Me gustan sus zapas. Está buena. ¿Nadie se da cuenta de que está llorando? Una tía así no debería estar tan sola. Espera, una señora se le acerca. Venga esa ayuda, coño. Tócate los cojones, se va a sentar pero la ve llorando y cambia de idea. Y se va. La muy puta se va y la deja ahí. Mírame. Estoy aquí, enfrente, te estoy mirando. No estás sola. Se suena los mocos como una niña pequeña. Sin tapujos ni vergüenzas. Aun estando así es guapa. Debería ir. 129


¿Cruzo el andén y qué? ¿Le doy un kleenex? ¿Una palmadita en la espalda? Me va a mandar a la mierda. Paso. 3 minutos para que venga su metro. ¿Cómo se llamará? Podría cruzar y simplemente no decir nada, sentarme con ella y acompañarla hasta que llegue su tren. 2 minutos. O podría hablarle de mí como si nada. Contarle el día ese que me puse tan pedo que me caí boca arriba al mear y no podía ni ponerme de pie, y decirle que desde entonces me llaman el Cucaracha. Puede que me mire las patillas y se ría. Puede que merezca la pena. Espera, la gente se mueve, se están levantando. 1 minuto. ¿Qué hago, voy? ¿Voy? ¡Hostia voy! Se deben de estar riendo de mí pero bien, deben de pensar: «Ya está el subnormal que se equivoca de andén y se da cuenta en el último momento». ¡Corre, Javi, coño, que se te va! ¿Dónde estás? No te veo, te has movido. ¡Ah, en la primera fila! Estoy detrás de ti. Como un auténtico idiota detrás de ti. Desde aquí estás realmente triste. 130


Suena el metro que llega. Joder, no me va a dar tiempo. ¿Me monto contigo? ¿Y qué hago tanto tiempo callado? Debería decirte algo ya. Me pongo a tu lado, te miro a los ojos. Impresionas. Pero no me ves, no ves nada. Saltas y me dejas mudo para siempre.



el retrato escolar mar artigas

—Arriba. Es tarde. Levántate. —Un poco más… —Vamos… Que hoy tienes que ir bien arreglado y no te va a dar tiempo. Ya tienes el desayuno. La madre colocó la ropa del niño sobre una silla, salió de la habitación y se metió en la suya. Él se incorporó, aún medio dormido. —¿Me visto primero? —No. Te vas a poner el traje nuevo y no quiero que lo manches. —¿El traje nuevo? ¡Jo, mamá! ¡Es muy incómodo! No puedo correr con él ni nada… —Es un día, cariño. Solo un día. No discutas, por favor, que me duele muchísimo la cabeza. El niño se arrastró hasta la cocina, desayunó en silencio, metió su taza en el lavavajillas, recogió las migas de la mesa, volvió a su habitación y se vistió. Su madre le llamó desde el baño. —¡Ven, que te voy a peinar! 133


El niño iba a besar a su madre, pero cuando le vio la cara se detuvo. —Mamá… Ella le puso un dedo en los labios, le acarició y le hizo girarse con delicadeza. —¡Tienes el pelo tan rebelde…! Te voy a echar un poco de gomina. A ver si esta vez no sales despeinado en la foto del cole. Empezó a distribuir el gel con los dedos por el pelo del niño, con suavidad. Se había quedado muy pálido. Su boca era una línea fina de miedo e ira. —Se lo voy a decir al abuelo. Y al tío. —No. Ni se te ocurra. La madre obligó al niño a volverse hacia ella, esta vez bruscamente. —Escúchame. No vas a hacer nada, ¿me oyes? Esto es entre tu padre y yo, y nadie se tiene que meter. Tú tampoco. ¿Lo entiendes? —¡Eres idiota! El niño salió corriendo del baño, cogió la cartera y se fue dando un portazo. Pasó las clases ausente y triste. Estaba muy arrepentido de haber insultado a su madre, de haberse ido sin despedirse. Cuando a las doce vino el fotógrafo, fue al baño a arreglarse el pelo para que su madre estuviera contenta. Salió bien peinado en la foto, pero ella no llegó a verla.

134


sexto momento musical gonzalo f. m.

Franz Liszt (1811-1886) Les préludes 17’

¿Es nuestra vida otra cosa que una serie de preludios a ese canto desconocido del que la muerte entona la primera nota solemne? Franz depositó la pluma en la bandeja del tintero y se detuvo a reflexionar unos segundos. Era una buena frase, poderosa como el inicio de Fausto, y expresaba con exactitud lo que había tenido en mente al escribir esos compases iniciales, esos primeros pizzicatos y esa melodía de cuerdas desnuda, inquisitiva, tímida como el alba. El alba… El amor es el alba encantada de toda existencia… Les préludes era ya el tercero de sus poemas sinfónicos, nuevo género que Franz consideraba una importante conquista en la búsqueda de 135


la perfecta alianza entre la música y las demás artes. Atrás quedaban los anteriores intentos de música programática, loables aunque limitados, con que Beethoven con sus oberturas y Berlioz con su Symphonie fantastique habían allanado el camino de esta gesta compartida por artistas e intelectuales de la Europa romántica. Ya avanzada la década de los cuarenta Wagner trabajaba en su prometedora idea de la Gesamtkunstwerk, la obra de arte total, concebida en el seno de la música escénica. A la espera de que este concepto medrara, el poema sinfónico aspiraba a convertirse en estandarte de la música instrumental engendrada por la mentalidad romántica, y Franz, su artífice, era consciente de que podía llegar a ser un importante modelo para compositores futuros. … mas ¿acaso hay destino en que los primeros deleites de felicidad no se vean interrumpidos por alguna tormenta cuyo soplo mortal disipa sus bellas ilusiones, cuyo rayo fatal consume su altar… El rumor de las calles de Weimar distrajo unos instantes la atención de Franz. Se había instalado en la ciudad alemana hacía ya seis años, tras casi una década de incansables viajes por Europa. Atrás quedaban Viena y París, antiguos hogares de infancia y adolescencia, y por supuesto Doborján, el pueblo húngaro que le vio nacer. En Weimar perfeccionaba ahora sus dotes de orquestación asistido por el organista y compositor August Conradi, un adiestramiento que consideraba necesario para su nuevo proyecto. 136


pmf espressivo p

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5-Berlioz    3             3                          

Volvió  al escrito pero su mirada quiso detenerse en la página  contigua, sobre el nombre de su amada. La princesa Carolyne von Sayn-Wittgenstein recibiría la dedicatoria de cada uno de los poemas Andante sostenuto sinfónicos Cornoque inglesesurgieran de su inspiración durante esos años, quizá     aguardaban   a ser escritas     por diez,   Numerosas   páginas  quizá  doce…    mor de la definitiva consolidación de un género. Franz centró de nuemf espressivo vo su atención en las que ahora le ocupaban.

6-LisztAllegro vivace

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Allegro vivace                          losescritos de los poetas  unaesquina  En del escritorio aún descansaban p  Tempo di marcia Joseph Autran Autran le había suministrado la    de Lamartine.   yAlphonse        tutti  la que, originalmente,  coralLes quatre élémenspara letra de su obra    Les    Los           le ocupó  préludes iba a constituir la introducción. cuatro años                               que   supudicha obra no pesaron cuando el compositor resolvió desestimar

ff blicación; su trabajo no había sido en vano: el fragmento introductorio 137


fue reelaborado, conservando huellas del material temático original pero planteado esta vez como obra instrumental independiente. Una decisión que confiaba defender con orgullo cuando él mismo dirigiese su estreno al frente de la Orquesta de la Corte. Sin embargo, el hombre no se resigna a disfrutar por mucho tiempo de la bienhechora tibieza que al principio lo encantó en el seno de la naturaleza… Franz consultó de nuevo el libro que durante los últimos días mantenía siempre al alcance de su mano: el poemario de Lamartine, Nouvelles méditations poétiques. Todo poema sinfónico había de estar moldeado a partir de un material artístico o intelectual susceptible de encontrar su expresión musical: una narración, un poema, un cuadro… A partir de ahí, la entera organización temático-estructural y expresiva de la obra quedaba determinada por dicho elemento, dejando atrás cualquier modelo formal preestablecido. Una innovación técnica y conceptual que brotaba de lo más profundo del ideario romántico: el texto poético disponía el ánimo del oyente, y la música, única vía para alcanzar una verdadera perfección expresiva, se encargaba de conducirlo hasta las máximas consecuencias de su significado. La nueva obra había tomado forma a partir de esta idea, pero, ya emancipada de las palabras de Autran, requería un nuevo soporte literario para el que la obra de Lamartine resultaba idónea. De su decimoquinta meditación, Les préludes, extrajo Franz la inspiración necesaria para elaborar el texto que figuraría en la primera página de la partitura; 138


era justo que también heredase de ella su título. Una frase llamó ahora la atención del compositor, que empuñó de nuevo la pluma: … y cuando «la trompeta da la señal de alarma», corre él al puesto peligroso cualquiera que sea la guerra que lo convoca a sus filas… La nueva concepción compositiva del poema sinfónico daba lugar a estructuras 6-Liszt formales exclusivas, que seguían sus propias reglas; en el caso de Les préludes, un único movimiento a lo largo del cual se desarrollaban sucesivamente las cuatro reflexiones presentes en el texto poético: los albores de la existencia y el amor, la irrupción de las terribles tormentas de la vida, el reposo y consuelo contemplativo en la naturaleza, y el triunfo en Andante maestoso la guerra como plena realización del ser humano. Había de hallarse algún violines recurso coherencia para el oído, y Franz  que dotaraa lamúsica    lo  de una            encontró en una con el  la que   compositiva    ya estabafamiliarizado:    táctica   empleo de dos temas principales en continua transformación, esgrimidos p cantando con soltura, permitían manejar los más drásticos contrastes expresivos manteniendo al mismo tiempo la necesaria solidez estructural.

             1-Kodaly           3-Gershwin  Tempo di marcia

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2-Brahms Andante maestoso                        grazioso    Allegretto   

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… a fin de reencontrar en el combate la plena conciencia de sí mismo y la entera posesión de sus fuerzas. Releyó el texto de arriba abajo, con calma, recorriendo la música con su mente al tiempo que sus ojos recorrían las palabras de tinta. Al finalizar asintió con satisfacción: la obra estaba terminada.

140


C

reo que hay mucha humildad en el hecho de ser escritor. Lo sé por mi padre, que era herrador y escribía tragedias, y no tenía en más consideración escribir tragedias que herrar caballos. Es más, cuando herraba caballos, nunca aceptaba que le dijeran: «Así no. Así. Te has equivocado». Miraba con sus ojos azules, sonreía o reía, y meneaba la cabeza. Pero cuando escribía le daba la razón a todo del mundo sobre lo que fuera. Escuchaba todo lo que le decían y no se obstinaba, ni un movimiento de cabeza, sino que les daba la razón. Era muy humilde a la hora de escribir; decía que todos podían enseñarle algo y procuraba, por amor a la escritura, ser humilde en todas las cosas, aprender de todos en cada cosa. Mi abuela se reía de lo que él escribía. «¡Qué tonterías!», decía. Y mi madre lo mismo. Se reía de él por lo que escribía. Solo mis hermanos y yo no nos reíamos. Yo lo veía ruborizarse, agachar humildemente la cabeza, y así iba aprendiendo. Una vez, para aprender, me escapé de casa con él. De vez en cuando mi padre lo hacía, se escapaba de casa para escribir en soledad. Una vez lo seguí: caminamos ocho días por los campos de alcaparras, entre las soledades de las flores blancas, y nos parábamos bajo las rocas en busca de un poco de sombra, él con sus ojos azules escribiendo, yo aprendiendo, y, al regresar, mi madre me dio una paliza por mí y también por él. Mi padre me pidió perdón por los golpes que yo había recibido por su culpa. Recuerdo cómo fue, yo no le respondí. ¿Podía decirle que lo perdonaba? Y él me dijo con voz terrible: «¡Responde! ¿Me perdonas?». Parecía el fantasma del padre de Hamlet buscando venganza. No era perdón lo que buscaba. Pero yo aprendí, de ese modo, lo que es escribir. Elio Vittorini Diario in pubblico

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