El Muro de la Bertol

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AÑO 1 - Nº 1 - Taller de redacción periodística El Muro

Me gusta el nombre El Muro porque los muros permiten que uno se exprese, me decía una de las participantes

este año. Los muros se pintan, se grafitean, son lugares de resistencia. Y, a pesar de que cuando pensé el nombre, la primer idea fue la de la construcción ladrillo a ladrillo de una producción colectiva, un muro resistente construido por el aporte de cada uno, la idea de intervenir el espacio público, mostrar-contar lo que se quiere tapar y separar con otros muros, estaba íntimamente relacionada a lo otro. En las clases del Taller El Muro se leen personas que tal vez fueron más conocidas por su trabajo literario, que no hubiera tenido tanta verosimilitud sin su ardua base de oficio periodístico. Y reivindicamos el paso periodístico con el valor de lo verdadero y, en particular, del testimonio y de la presencia del periodista que se propone rescatar y darle voz a las –mal llamadas- historias mínimas. En las clases discutimos cómo hacer periodismo y cómo se hace a diario periodismo en sus distintos formatos. Intercambiamos material, escuchamos a nuestros compañeros y, poco a poco, construimos equipo, soporte, oreja y consejo. Los encuentros se suceden y empezamos a bucear en el tono de cada cual. Miramos con otros ojos la ciudad: en cada esquina, puesto ambu-

“El periodismo no es un circo para exhibirse, ni un tribunal para juzgar, ni una asesoría para gobernantes ineptos o vacilantes, sino un instrumento de información, una herramienta para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta”, Tomás Eloy Martínez

lante, persona sin techo, mujer que se moviliza, dark que se refugia en la explanada municipal, hay una historia que merece ser contada. Recorremos objetos, fotos, canciones y nuestra historia se abstrae, adopta miles de formas y vale la pena vivirla de nuevo y contarla, quizá, por primera vez. Como tallerista he tenido el privilegio de contar con geniales participantes que solo sortearon como dificultad el llegar a horario, tras salir del trabajo o de la facultad; que leyeron con tiempo o antes de entrar a clase el texto semanal; que se divirtieron; que buscaron más material sobre cada autor; que atomizaron antes de ir a dormir al vínculo afectivo más cercano para compartir tal frase o tal imagen. Participantes que encontraron un lugar donde una tallerista buscaba darles espacio para sus palabras. Hoy comparto con usted, contigo, con vos, una pluralidad de historias, escenas, confesiones creadas a partir de distintas consignas trabajadas en clase desde abril a noviembre de 2011. Agradezco al equipo por haber confiado en mí y por dejarme opinar sobre sus producciones. Agradezco a la Casa Bertolt Brecht por el espacio y la libertad para desarrollar la docencia. Azul Cordo


EL MURO DE LA BERTOL - nº 1 - dic. 2011 es una publicación de: EL MURO – Taller de redacción periodística Crónicas, entrevistas, relatos, lecturas Inscripciones abiertas 2012 tallerelmuro@gmail.com Tallerista: Azul Cordo, periodista. Trabajó en distintos medios gráficos y radiales, como la Agencia Télam (Argentina), Radio Universidad de La Plata (Arg.), revista La Callejera, revista NoTeolvides, UniRadio (UdelaR). Publicó el capítulo destinado a Rodolfo Walsh en Grandes periodistas, grandes escritores (Belinche, M. –editor–, 2009, EPC). Realiza trabajos de investigación sobre memoria, represión e historia reciente en Argentina y Uruguay. Actualmente está a cargo del área de Comunicación del Museo de la Memoria (MUME). Desde 2011 dicta el Taller El Muro en la Casa Bertolt Brecht. Participantes: Rosana Betbeder Martha Cecilio Iván Franco Virginia Martínez Jorge Menéndez Gabriela Fernández Lucía Pedreira José Luis Rodríguez Albergati Javier Russo Soledad Silva Apoya: Casa Bertolt Brecht Andes 1274 casi San José – Tel: 2900 3240 http://www.casabertoltbrecht.org.uy

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Diseño: Pájaros Volando Contacto: 091.090.742

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Nos vamos al bar de la esquina. Una de las primeras consignas del taller fue describir en no más de diez líneas un bar al que concurramos de manera habitual. Aquí compartimos la creación de Jorge Menéndez. Por su parte, José Luis (Popi, para tod@s) nos cuenta en una crónica cómo es ese bar de Playa Pascual donde distintos amigos encuentran su razón de ser.

El Turing Por Jorge Menéndez Es un bar de mediana edad, tirando a veterano; limpio, pero no vestido de gala. El piso de baldosa algo deteriorado, que fue amarillo con cuadrados de color marrón oscuro, deja ver el gris del portland allí donde más lo carcomió el calzado de los parroquianos. El cielo raso es blanco, pero con ligeros tintes amarillentos. Las mesas y sillas son de madera y cármica. El barniz en los bordes de las mesas escasea: se lo fueron llevando brazos y codos. Predominan los tonos pajizos y marrones. Desentona allí una heladera de aluminio con propagandas celestes de Conaprole. Pero es un bar amable, que no juzga, al que se puede ir con los zapatos un tanto deslustrados.

Los Yuyos Por Soledad Silva El bar centenario Los Yuyos, se encuentra en la esquina de Luis Alberto de Herrera y Cubo del Norte. Al pasar el zaguán de la entrada hay una larga barra de madera maciza y frente a ella, pequeñas mesas junto a las ventanas. Tanto las lámparas de techo como los adornos y distintos accesorios del lugar son de tipo campestre, de los años veinte. Las luces son bajas y de un tono naranja. En el aire se respira olor a caña con butiá, la especialidad de la casa.


Sigue el ruido, sigue la distorsión Por José Luis Rodríguez Albergati El tipo se acomoda la capa negra y la galera. La banda está en las gateras, inmersa entre cables y con la gente frente a frente. “Josépultura” toma el micrófono y los acoples se amontonan y pelean entre sí: “¡Buenas noches anormales! Sigue el ruido, sigue la distorsión en El Cañaveral bar, con ustedes…” Josépultura es el presentador oficial del Cañaveral. Las noches en que hay música en vivo tiene la tarea de entregar a los leones a la banda de turno. Un treinteañero que encuentra en el rocanrol una forma de vida, de resistir, de patear algún que otro tablero. Ese espíritu encarna en Filipo, un cráneo de plástico que, según su dueño, tiene vida propia y es el compañero de presentaciones del señor José Pajares. Los habitués de esta casa devenida en especie de club social de antisociales, le llaman por el mote de “El Caña”. Se llega a él después de realizar un torturante viaje en SOLFY, con destino a Playa Pascual en el kilómetro 32 de Ruta 1. Ciudad del Plata, ciudad dormitorio, parte de la “Suburbania”. En la parada 7 del balneario te bajás y empezás a patear. Al lado del destacamento policial está la covacha. Un camino flanqueado de eucaliptos veteranos es el preámbulo, te das de lleno con la casa en cuyo living de antaño están instaladas la barra, la mesa de pool que se saca cuando hay toques y el sucucho en donde tocan las bandas. En los comienzos del boliche, se tocaba detrás de una estufa que era el objeto entre bandas y público y ha pasado a ser un recuerdo por parte de los nostálgicos de los comienzos. Hoy es noche de hardcore punk. Tocan Beatriz Carnicero, Sonido Caganera, División Burzaco, Plankton y Déjanos en Paz. El hardcore es la fusión del metal y del punk. El mismo ha dado híbridos musicales varios como el hardcore

grindcore y power violence, entre otros. Nació a principios de los ochenta en los Estados Unidos, con bandas pioneras como Minor Threat, Bad Brains o Black Flag. Salió de los barrios periféricos evidenciando un descontento social, queriendo cambiar el concepto del punk, que para ellos era algo más que Sex Pistols. El hardcore es catarsis, sonidos potentes, gritos, riffs rápidos, temas que no llegan al minuto de duración, una piña musical en la oreja. Es una licuadora de resultantes de exclusión social, teniendo aristas políticas y sociales: autogestión (el “hazlo tú mismo”), cultura de fanzines, tocar en lugares ocupados o ramas del hardcore contrarias al uso de drogas o alcohol (straight edge). Las bandas que tocan en El Cañaveral tienen el factor común de ser del cinturón de influencia de Montevideo: Piedras Blancas, La Teja, Los Bulevares, Playa Pascual. Ciudades dormitorio o barrios del oeste montevideano, ajenos a los ruidos céntricos, generando su propio ruido, plasmando lugares donde juntarse y tocar. Una movida parecida a la del hip-hop en materia geográfica, un género que choca de entrada y escapa a los mandatos de lo políticamente correcto. Eso es el hardcore. * * * Esta noche no está Josépultura, faltó sin aviso y de las cuatro bandas han venido solamente dos. La noche se hace igual, el público es de unas veinte personas, se toma vino tinto del pico de una botella que tuvo whisky en algún momento, se hace sociabilidad en los alrededores de la casa. Hay troncos que sirven de asientos y hasta un pequeño “reservado” entre las cañas que sirven de límite contra la casita de la policía. Dentro suena la música y se juegan algunas partidas de pool, se arman cigarrillos para fumar en ronda y se puede terminar discutiendo

con personajillos de la noche sobre temas como: El Rock (“Se murió hace rato”), El Bicentenario (“Muchachos no nos comamos la pastilla”), No te va a Gustar, Buitres, etc. (Comentarios imposibles de transcribir). Sonido Caganera abre la noche, al mismo nivel que el público –ya que no existe separación alguna– a escasos metros de la banda. Algunos revolean la cabeza o la patita, otros miran apoyados en una columna, se saca alguna foto, se aplaude y se arenga al terminar un tema Es un acto muy íntimo con connotaciones de fuerte distorsión, una variable del rock, una forma de pasar un sábado de noche cuando casi todos los lugares adonde ir resultan una fea opción. Por eso para los muchachos tristes y alunados existe El Cañaveral. El cantante de Beatriz Carnicero faltó con aviso. Ha quedado un trío de guitarra, bajo y batería. La banda la rema igual a fuerza de canciones con 105 por ciento de rabia y ganas de decir cosas. La monada contenta ante la pregunta de cómo va sonando todo y la banda agradeciendo el “aguante” del público por tener que soportar bandas como estas. La noche se está yendo y quedan pocos sosteniendo el mostrador. Es el momento en que las conversaciones se vuelven más encarnizadas y beodas, el instante de huir o reenganchar hasta el amanecer. De juntar los cobres para el bus, volver a pie o en una bicicleta prestada. Otra noche más que se mata a puñaladas en El Caña. Con el regreso de Josépultura el sábado entrante. La próxima cita de ruidaje, parloteos con vino y momentos compartidos entre tantos parias musicales y de la vida. Y se vienen más noches, porque el principal axioma que convoca a la gente a este antro, es simplemente el deseo de que siga el ruido y siga la distorsión.

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A partir de una frase. Al principio sin saber su origen, luego revelado el secreto de que el mar pertenecía a Gabriel García Márquez y el corso a Rodolfo Walsh, cada participante creó una historia… basándose en la realidad.

Por suerte cayó Sarabanda Por Javier Russo Vos sabés como nos divertimos, el corso era un asco, pero nosotros nos divertimos igual. Aquello era un bodrio y no veíamos nada. Además, el murmullo del chusmerío de las vecinas era más fuerte que la música de los conjuntos que desfilaban. La calle estaba igual que siempre, no había ni luces ni banderines de colores y las agrupaciones demoraban mucho entre una y otra para desfilar. Pero tuvimos suerte, justo cuando nos ubicamos en un rinconcito donde veíamos algo, sucedió lo de la vedette de Sarabanda. La bailarina ésta venía esmerándose, sacudiendo todas sus partes al ritmo del tambor, cuando de repente se le desprendió el sostén, y sus dos enormes condiciones quedaron al descubierto para regocijo de todo el barrio. Enseguida se frenó y otras dos mujeres se acercaron para remendárselo. Al cabo de unos minutos los vivas y aplausos eran ensordecedores. Por más esfuerzos que hacían sus compañeras no se lo podían arreglar y los nervios y el avance de la cuerda de tambores les jugaban en contra. Fue en ese momento que la esbelta bailarina perdió la paciencia, cerró sus ojos, dibujó una enorme sonrisa en su rostro, miró al cielo, se quitó del todo la complicada prenda y decidió terminar el desfile en topless. Estallaron hurras, silbidos y risas, la cuerda de tambores aumentó el sonido y aceleró la marcha. Lamentablemente quedaba solo media cuadra para terminar el recorrido. No sé si hubo premios porque era un corso de barrio, pero si hubiera habido seguro que se llevaba un galardón al “esfuerzo y sacrificio”. Estuvo bueno porque la gente se “pechaba”, se amontonaba para sacar fotos con los celulares y cuando la comparsa llegó al final, la barra empezó a corear ¡Otra, otra! Si no hubiese sido por esa anécdota, el desfile habría estado muy aburrido.

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Tanguito Por Iván Franco Al principio me pareció que era imposible permanecer tres horas solo mirando el mar, y menos con ese clima hostil, nublado y con viento frío. En el cubo del sur, en la rambla, me paré mirando hacia el agua para recibir en la cara el aire limpio y las gotitas saladas que, no se porqué, se me ocurrió que limpiarían mis penas. Tal vez porque recordaba a Serrat cantando “Y si te toca llorar es mejor frente al mar”. En todo caso me parecía una actitud más digna dar la cara a las inclemencias, que llorar en la almohada. Mientras veía las olas marrones romper contra las piedras y a las gaviotas pasando, pensaba en mi tragedia. Debía afrontar otra derrota, una más. Lo peor, lo que más me mortificaba, es que no sabía la razón del fracaso. Ésa era una de las cosas que me hacía más difícil asumir el punto final. La otra, es que debía seguir trabajando con ella. La redacción del diario era grande y estaban todas las secciones integradas en el mismo ambiente, Fotografía y Cultura a pocos metros. Me di cuenta de que ella también se sentía mal: se cortó el pelo. De todas maneras hacía esfuerzos por parecer espléndida ante los demás, se reía, festejaba chistes… actuaba bien. Yo, en cambio, hecho pelota en el escritorio de Foto, hacía como que leía el diario y la miraba con disimulo. Pasé mucho tiempo en la rambla parado como una estatua viviente y no avanzaba en nada. Seguía sin encontrar una explicación y mi teoría curatoria del viento con la salmuera en la cara no se cumplía. Comencé a asumir que no había solución que no fuera el tiempo, para esa tristeza. Victoria, se llamaba mi derrota. Me entretuve pensando en esa paradoja y en un correo lacrimógeno que le enviaría. Por suerte no lo escribí, mi sentido de la dignidad me lo impidió. Empezaba ya a oscurecer y me sorprendí al mirar el reloj y comprobar todo el tiempo que había pasado. Decidí entonces, sin haber logrado nada nuevo, regresar a mi casa. Lo hice caminando muy despacio, las manos en los bolsillos y mirando el piso. La soledad comenzaba a morder, la sentía. Aún así, en lo más íntimo, sabía que el amor me esperaba, que volvería con otro nombre, que debía ser paciente. Eran las ocho de la noche y no sabía que hacer, daba vueltas por la casa tratando de no ver ninguna de sus cosas. Me serví una copa de vino y prendí la radio. En Clarín, Gardel cantaba Mi noche triste.


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Una característica física. Poniendo como elemento central de una narración, una característica física que destaca al personaje principal de la historia. Nuestro eje pasa por allí. La voz, una cicatriz…

Pocas palabras Por Lucía Pedreira Polanco es un poblado, no llega a ser un pueblo. La ciudad más cercana está a ochenta kilómetros, por un camino que a nadie se le ocurrió asfaltar. En el recorrido hasta la estancia Don Juan se ven algunas casas, dos escuelas, y mucho campo. Cualquiera que hace ese recorrido puede pensar que a Romero le gusta la soledad. No tiene vecinos. Compró la estancia hace tres años, nadie sabe si tiene familia, ni dónde vivía antes. La gente que trabaja para él no se queja. Paga bien, y parece solidario. Su voz, las veces que habla, hace temblar, parece un trueno. La casa no está pensada para una persona sola, seguramente había vivido una familia numerosa. Tiene habitaciones espaciosas, la cocina y el comedor pueden albergar a varios comensales. Romero casi no las usa. Come poco y mal. Lo que siempre hace es calentar agua para el mate; toma antes de ir a ordeñar, a eso de las 5 de la mañana, y por la tarde cuando termina las tareas del campo. Le gusta ver el sol cuando sale y cuando se esconde. No tiene televisión; a veces prende la radio. El teléfono nunca suena. Vicente nació en Polanco, y allí vivió siempre. Cuando fue a pedir trabajo a lo de Romero pensó que no había sido buena idea, creyó que el viejo lo iba a sacar a los tiros, por la cara con que lo miró cuando lo vio parado en la portera. Pero no. El viejo le dijo, con esa voz con la que a veces Vicente sueña, que le venía bien tener a alguien que lo ayudara. Los años se le habían venido encima, tenía un tranco desordenado, producto de tanto andar a caballo. Por las noches el cuerpo le pasaba factura de tanto descuido. Una vez, ya hacía como un año que estaba trabajando en la estancia, Romero le pidió que le ayudara a entrar leña para la estufa. Nunca había entrado, y sentía una curiosidad tremenda por la intimidad del viejo. Se inventaba historias acerca del pasado de Romero. Se quedó con la boca abierta cuando vio un cuadro, con la foto de una mujer muy hermosa. –Está muerta –dijo la voz de trueno. Vicente pensó que se iba a desmayar. Tragó saliva, quería decir algo, pero sus cuerdas vocales habían desaparecido. Se le hizo interminable ese día, quería salir corriendo de allí, ir a contarle a su madre lo que había pasado.

No entendía por qué la voz de Romero le daba tanto miedo. El viejo no era malo, pero con pocas palabras podía amedrentar a cualquiera. Cada vez que hablaba, que no era muy seguido, parecía que su voz se levantaba de una tumba. Se obsesionó con la mujer del cuadro, quería saber quién era, por qué había muerto, ¿sería la hija o la esposa del viejo? Romero nunca recibía visitas. Las veces que salía del pueblo era para hacer algunas compras en la ciudad, donde tampoco visitaba a nadie. ¿Qué escondía el viejo? ¿Sería el misterio a su alrededor lo que inspiraba tanto respeto, tanto miedo? Pensó que la próxima vez que el viejo fuera a la ciudad lo iba a seguir. Y así lo hizo. Fue un sábado. Romero pasó por un remate en un campo vecino, compró algunos animales y siguió. Entró al supermercado y después estuvo un buen rato en la comisaría. –Me descubrió –pensó Vicente– y me está denunciando. No sabía si irse, o esperar a que el viejo saliera de allí. Ya estaba jugado. No lo podía denunciar por seguirlo, era ilógico. Así que esperó. Mientras esperaba se acordó que había un compañero de la escuela, que trabaja en la comisaría, le podía preguntar a qué había ido Romero. El oficial Méndez –así le decían en el trabajo– le contó que Romero estaba en libertad condicional: todos los meses tenía que presentarse en la comisaría a firmar. Méndez no sabía por qué había estado preso, iba a intentar averiguar. Esto no hizo más que acrecentar el misterio y el miedo. No tuvo que esperar que Méndez averiguara; el lunes siguiente Romero le dijo que lo había visto en frente a la comisaría. Su voz era distinta. Y empezó a contarle. La mujer del cuadro era su mujer. Una vez, cuando vivían en la capital, al volver del trabajo, Romero la encontró con otro hombre. Había estado preso por matar al hombre. A la mujer se le paró el corazón al escuchar la voz de su marido.

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Su mayor defecto Por Soledad Silva

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Aquel sujeto sí que era atractivo. Ninguna de las mujeres del barrio podía resistírsele, desde la niña hasta la adolescente siguiendo por la señora casada y la anciana, todas ellas caían rendidas a sus pies. Cuando él pasaba presumiendo sus dotes, se percibían miradas nerviosas y sonrisas de complicidad. Cada mañana cuando salía de su casa para ir trabajar hacía el mismo recorrido: tomaba por la calle principal, luego doblaba a la derecha, atravesaba la plaza, en donde se detenía a saludar a las palomas y seguía por la Calle de los Suspiros. Así era como le llamaba porque cada vez que caminaba por allí sentía los abundantes y largos suspiros a su paso. A William le gustaba eso, lo hacía sentirse orgulloso y hasta un poco engreído de su principal y más destacada característica física. Su familia lo llamaba Willy, tenía 35 años, el pelo levemente ondulado caía sobre su frente mostrando un gran brillo y sedosidad, sus ojos de color café eran muy profundos, sus orejas acompañaban el resto de su cara armoniosamente. De su madre heredó la nariz, redonda como una nuez, y su boca de labios gruesos y carnosos se movía rápidamente cuando hablaba. La altura lo colocó en su etapa escolar en medio de la fila de compañeros y con el paso del tiempo mantuvo la misma proporción. Su cuerpo era firme y trabajado por algún ejercicio físico. Su tez blanca y muy sensible al sol. Un buen hombre, de fuertes principios inculcados a nivel familiar, trabajador, buen amigo y afectuoso. Pero su mayor atractivo, ese que hacía olvidar todo lo demás que pudiera tener, que concentraba en las mujeres una atención única y exclusiva, eran sus hermosos e incomparables dientes. Ellos eran de una perfección tal que nadie nunca había visto algo igual, parecían per-

las de un blanco tan luminoso que llegaban a encandilar. Cada vez que abría su boca para pronunciar palabra alguna todos quedaban deslumbrados, como hipnotizados. Perfectamente alineados y marcando una curvatura armoniosa los dientes de William hablaban por sí solos, cuando iba al almacén, en el trabajo, cuando paseaba a su perro, en todas partes sus dientes dejaban perplejos a quien los mirara. Desde niño comenzó a percibirlo, cuando sus dientes de leche se cayeron y fueron suplantados por éstos, la gente empezó a mirarlo de forma diferente. En su etapa adolescente supo aprovechar esta cualidad y sonreía a todas las chicas que pasaban delante de su casa, así tenía una cita diferente cada noche. Cuando se cansó de conseguir siempre lo que quería empezó a fijarse en una sola joven que nunca había podido conquistar. Amanda, era su nombre, la chica más linda de la cuadra. No entendía porqué ella había puesto una excusa cada vez que la había invitado a salir. Un día Willy, cansado de ser despreciado, practicó su mejor sonrisa frente al espejo y salió en dirección a casa de Amanda. Tocó el timbre y esperó, la figura de Amanda pronto se dibujó tras la puerta, estaba nervioso pero respiró hondo y dijo: –Hola Amanda ¿cómo estás? –Y abrió de par en par su boca hasta dejarla tensa–. –Hola –respondió ella–. ¿A qué debo el honor de tu visita? –Pasaba por acá y vine a visitarte –comentó Willy mientras sus pies se enroscaban como una cuerda. –Muchas gracias –contestó ella– pero estoy apurada, me espera mi novio. La expresión de Willy se fue desarmando lentamente, su boca se fue cerrando y de a poco sus dientes

perlados desaparecieron tras sus gruesos labios que se juntaban en una mueca de tristeza. –Está bien, me voy. –Hasta luego. Sintió que el corazón se le partía en mil pedazos, pensó que esto nunca podía sucederle, era el chico de los mejores dientes del universo. Durante varios años tuvo que resignarse a verla con su novio de la mano paseándose y presumiendo su amor. Largos fueron los años de terapia que lograron calmar el dolor intenso, mientras tanto disfrutaba de su belleza, deleitándose con bellas mujeres, encendiendo corazones de pasión y siempre mostrando sus brillantes dientes. Su vida de excesos y romances fugaces pasó velozmente y hoy lo siente en su cuerpo, ese que un día fue fuerte y enamoró a todas, menos a Amanda. Amanda, ¡como la recuerda! Como si fuera ayer siente su perfume y el mismo escalofrío recorre su cuerpo. Ya no es el mismo, sus dientes blancos y radiantes se han caído, se siente vacío y solo. Una sombra se le acerca lentamente y le recuerda a aquella que vio hace muchos años atrás: –Vine a buscarte. –Pero, pero… vos eras feliz con otro hombre. Las manos de la anciana rozan suavemente el rostro de Willy que entorna sus ojos en un leve gesto de amor. Sin su valor más preciado Willy logra enamorar a la mujer de su vida. ¿Será que su mayor virtud era en realidad su mayor defecto?


Voz ronca no canta Por Javier Russo –¿Vos elegiste este lugar? –¿Qué abuelo? –Si vos elegiste este lugar, este club. –¿¡Lo qué abuelo!? –Estás sordo Fede. Andá, andá a jugar con tus amigos. –Y si vos hablás bajito y grueso yo qué culpa tengo –dijo el nieto de seis años, pegando una brusca media vuelta y levantando su brazo derecho como si fuera a tirar mierda al río. De inmediato se mezcló con sus amigos en una improvisada cancha de fútbol. Los adultos que estaban con el abuelo Juan estallaron en carcajadas por la respuesta y el gesto hecho por el pequeño. –¿Siempre hablaste así abuelo? –preguntó Nara que, como todos los que habían llegado al cumpleaños de su hermano eran varones, no tenía con quién jugar y permanecía sentada en la mesa de los grandes. Con sus largas trenzas y un vestido color rosa viejo, la única niña de la fiesta observaba el partido de fútbol y escuchaba la conversación de padres, tíos y abuelos. –No, no, Nara –y de golpe se incorporó y se alejó de la mesa. Aunque no quiso llamar la atención no pudo lograrlo, con su metro noventa y sus piernas interminables sus movimientos nunca pasaron desapercibidos. Caminó unos metros hasta el tacho de la basura, le sacó una pizca de yerba al mate y volvió lentamente a reunirse con la familia. El tema de conversación ya no era su ronquera y su nieta había vuelto a prestar atención al juego de los varones. Todos los presentes, o casi todos, sabían que él no siempre había sido ronco, pero también sabían que no le gustaba hablar sobre ese tema. La tarde estaba espléndida, el sol brillaba con intensidad, pero la brisa del balneario no permitía que el calor fuera sofocante. El club Pinamar, donde la hija de Juan había decidido festejar el cumpleaños de Federico, era modesto. El área construida estaba dividida en dos. Al frente, la cantina, con su futbolito y la mesa de ping-pon. Y la parte de atrás era el salón familiar que tenía una pileta, una larga mesada en forma de ele y hoy había una tabla cubierta de un mantel verde limón apoyada sobre cinco caballetes. En el centro, la cara de un hombre araña rodeado de seis velitas apoyada sobre una torta blanca y azul indicaba el lugar de reunión a la hora de cantar el cumplafeliz. Afuera, muy cerca de la puerta, estaba el infaltable parrillero y después una gran llanura de césped prolijamente cortado para la ocasión. En ese espacio las animadoras habían marcado una pequeña cancha de fútbol.

La anacahuita abrazada al sauce llorón ofrecía el único rincón de sombra. Ahí debajo estaba la mesa de los adultos. El Ronco se sentó, cruzó una pierna sobre la otra y preguntó quien había sido el último que había tomado mate. Con ese sobrenombre lo conocían muchos, pero no todos. Así lo llamaban quienes sabían qué le había sucedido y estaban seguros de que no se molestaba porque lo nombraran de esa manera. De chico, en su Paysandú natal, cuando era el director de una murga de niños, le decían Titito y su voz se destacaba en el coro. Ya en Montevideo, en tiempos de bailes, liceo y asambleas, “El Greco” firmaba caricaturas que publicaba algún boletín gremial. –¿Viste abuelo? –Claro, Seba. –¿En serio? –Obvio, pateaste y te la atajó el golero. –Ah. Sebastián jugaba con sus amigos, pero cada vez que pensaba que se había mandado una buena jugada miraba de reojo a su abuelo para saber si lo estaba observando. El niño de rulos rubios y ojos grandes corría de un lado para otro disfrazado de hombre araña. Era el más alto de la clase y tenía muy buenas notas. “Herencia del abuelo”, dirá Juan riéndose en más de una oportunidad. Federico no era el único nieto, pero sí de esa edad. Supongo que esto contribuía a que atrajera tanto la atención de su abuelo. O tal vez lo que jugaba a favor de ese vínculo era que cuando los tres hijos de Juan eran chicos él nunca pudo estar en sus cumpleaños. Sí estaba presente a través de los dibujos que les mandaba. El pájaro loco, los Picapiedras y el conejo de la suerte se entremezclaban en historietas creadas por él, donde siempre terminaban enviando el tradicional saludo al cumpleañero. –Tío Juan, te mandó saludos Ramírez. ¿Te acordas de él? –Paa, si. ¿Cómo anda? –Bien. Está de paso y se vuelve a España.

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–Bueno mandale saludos, sobrino. Ese no volvió más. –Es verdad, pero dice que siempre estuvo militando y en contacto con la gente que estaba acá. Además, se acuerda de algunas anécdotas tuyas de la cárcel. Por más que no quisiera Juan, los 12 años que estuvo preso siempre daban para contar anécdotas e historias en las reuniones familiares. Las había de todo tipo y color pero en general el hoy abuelo, se las ingeniaba para contar hechos que causaban risas y esquivar un tema del cual nunca quiso hablar, la tortura. Nadie en la familia se lo preguntaba. Sólo una vez, apenas salido de la cárcel, en una tarde rodeado de sus hijos y sobrinos, uno de ellos le pidió que hablara sobre ese tema. El recién liberado, con su tono pausado pero firme, le respondió que de ese tema no quería hablar, ni iba a hablar. Lo que le había contado Ramírez a su sobrino fue que en el exterior se enteraron que Juan en una sesión de torturas, cuando ya no aguantaba más -y antes de cantar algún nombre o algún teléfono- logró zafar de sus verdugos, alcanzó una botella de vidrio rota que estaba en un rincón de la sala y se cortó el cuello. De inmediato los militares hicieron entrar a un preso que era médico para que lo atendiera, éste le tomó la mano se la colocó en el lugar del corte y le dijo “Apretá fuerte acá y rezale a dios para que te salve”. “Yo soy anarquista y no creo en dios”, fue la respuesta inmediata que dio Juan a su compañero que, a pesar de la trágica situación, no pudo evitar una sonrisa. –Historias como éstas nos hinchaban el pecho a los anarcos que andábamos por el mundo y nos daba fuerzas para seguir remando - le dijo Ramírez al sobrino del ronco. –¡¿Viste el gol que hice abuelo?! –Claro Fede, ¿no oíste que lo grité? –Ah si, me pareció escuchar una voz ronca.

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El ciego Por Iván Franco En el bandoneón no se puede tocar y mirar las teclas, se hace de memoria y al tacto; quizás por eso es el instrumento elegido por muchos ciegos. En el pequeño restaurante de Tristán Narvaja, sobre la acera oeste, la luz del sol entraba oblicua por la puerta y por el ventanal sin cortinas, era una fresca y hermosa mañana otoñal. La pareja de músicos estaba ubicada cerca de la puerta quedando, para los clientes, de costado a un bonito contraluz. El ciego, mientras tocaba, dirigía sus ojos hacia el cielo raso, a su lado un guitarrista y cantor completaba el dúo. La muchacha de vestido de lino no paraba de mirarlo y de comentar a su compañero el mérito del ejecutante del fuelle. Tangos milongas y valses iban arrancando aplausos. Afuera, pasaban los visitantes de la feria dominguera y algunos se paraban un rato a escuchar a los músicos. En un momento, una pareja de veteranos que vestían humildemente, no pudieron reprimir la tentación y entraron a bailar una milonga que sonaba repicadita, lo hacían balanceándose al ritmo y dando pequeños saltitos, como se baila la milonga. Cuando terminó se despidieron saludando, mientras recibían el aplauso de todos. Entre tema y tema los músicos conversaban en voz baja y anunciaban el tema siguiente, el cantor mientras hablaba miraba al ciego, y éste inclinaba la cabeza hacia su compañero como para oírlo mejor. El guitarrista, que llevaba la voz cantante del dúo, agradecía, ofrecía discos compactos con grabaciones caseras y hacía algunos comentarios graciosos. El ciego se limitaba a tocar. La chica, abstraída de todo, centraba su atención en el ciego. El misterio de su vida, la cotidianeidad de una persona que no percibe la luz, el universo mental de quién no conoce colores, brillos, fotografías, parecían pertubarla. El ciego, sin embargo, muy tranquilo, ejecutaba un instrumento tan difícil como el bandoneón y disfrutaba de lo que hacía. La sacó de esos pensamientos la voz de su compañero cuando le dijo “¿Vamos?”. Pidieron la cuenta, y compraron un disco. Al salir, ella se inclinó para dejar un billete en el estuche de guitarra que estaba en el piso, delante de los músicos. Al incorporarse, miró al ciego que la miraba y le decía: “Gracias, bonito vestido”.


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Un personaje detestable. No todas las personas nos caen bien. Aquí ejercitamos cómo caracterizarlas.

Tulio Edgardo Por Gabriela Fernández Le decíamos “El Tulio”. Era bajo y regordete; la cabeza la tenía pegada a los hombros y el poco pelo rubio que la cubría formaba dos pronunciadas entradas que le ensanchaban la frente. Unos ojos verdes y saltones, en medio de su cara colorada, estaban siempre alerta. Los dedos de las manos, largos y finos, no conjugaban con el resto de su cuerpo. Eran como las patas de una araña pollito: listos para atacar. En el aula tenía por costumbre provocar a las jóvenes. Una mañana, García, tímida y vergonzosa, pasó al pizarrón a resolver un ejercicio. Desde el banco un alumno preguntó: “Profesor: ¿qué es hipérbola y qué es parábola?” Sin titubear, y como respuesta le dijo a García: “Suba sus brazos”. Ella, sumisa, así lo hizo. Entonces, acercó sus manos al cuerpo de la joven, y recorriendo la forma cóncava de su cintura y convexa de su cadera, contestó: “Observen: esto es una hipérbola y esto una parábola”. Era el año 1974. Luego supimos que era Coronel.

Demasiado tiempo… Por Martha Cecilio Fue ampliamente fotografiado y filmado, pero hoy pocas imágenes están disponibles. Algunas son de los años setenta, luego hay un gran vacío, hasta que a partir del 2008 se realizan las más recientes. En las primeras se lo ve con poco más de 40 años y ceño fruncido marcado por gruesas cejas negras. Ya sea de pie o sentado, desde un grueso cuello rígido y la cabeza erguida levemente inclinada hacia atrás, avanza su mentón; y con los párpados apenas bajos, en forma oblicua, registra el derredor soslayando las miradas de los otros. Los impecables trajes oscuros, y el cuerpo siempre tieso completan su figura. El brillo solo proviene de su engominado y muy corto pelo negro. En una de las imágenes oficiales, de pie junto a un antiguo escritorio de estilo, cruza su pecho una banda presidencial, lograda en elecciones donde se registraron más votos que votantes, y cuyo resultado se festejó con caravanas de autos último modelo, algunos con flameantes banderas de Brasil, algunos con la uruguaya. Su brazo izquierdo pegado al cuerpo remata en una mano cerrada en apretado puño, mientras que los dedos de la derecha, dispuestos a modo de tenso trípode, se apoyan sobre el antiguo escritorio. En los registros recientes también es el centro de las tomas, ahora en ambientes más desordenados, donde muchos parecen tener prisa, ansiedad, y algunos solo curiosidad. Luce encorvado, con raleado pelo blanco, a veces algo despeinado, pero continúa rígido y con el ceño fruncido. Las comisuras de sus labios han descendido y ya despejan todas las dudas, aquella preocupante mirada esquiva era de desdén. Pero hay una nueva imagen oficial: está de frente, sin corbata, con ropas sport algo desarregladas, sobre un fondo con una escala métrica que indica que su altura es algo mayor al metro ochenta. Vuelve a ser el único personaje, pero el foco de la toma se centra en la composición de la secuencia de grandes números y letras de chapa que ocupan todo el pie de foto, donde ahora se lee en gruesa tipografía negra: “271.298. 19 NOV. 2008”, sobre su pecho.

Jorge Rial Por Jorge Menéndez “Me chupa un huevo”. Tal fue la contestación, suelta, relajada, de Jorge Rial cuando le preguntaron qué pensaba de aquellos que le reprochaban conducir el programa de televisión Gran Hermano, al que antes había criticado duramente. En su momento había dicho con amplios gestos, con igual soltura, que Gran Hermano era un canto al fascismo y a los campos de concentración, y un gran aplauso a la invasión de privacidad. Más tarde, en 2007, lo condujo y le cantó loas. Tiene a Bakunin en su biblioteca, y dijo que le encantaba. Cuando le preguntaron cómo conciliaba su pasado anarquista con su actuación televisiva, sonriente aclaró que

había aparecido la guita. Y preguntó, con gesto cómplice, a quién no le gustaban las buenas pilchas, el buen pasar. En un momento descalifica a un personaje por gay, yen otro nos invita a no discriminar, a aceptar las opciones sexuales de los demás, en las que no tenemos por qué inmiscuirnos. Todo esto mirando a la cámara, articulando su voz para que quienes lo escuchan no pierdan palabra, agitando el índice desplegado de su mano derecha para que se repare en la importancia de lo que está diciendo. Este es Jorge Rial. Se da permiso para decir lo que sea, quizás porque para él lo que importa es generar espectáculo. Él lo crea, lo disfruta y lo factura.

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Postales montevideanas. Descripciones de la ciudad y sus personajes.

Postales de Soledad Silva

Lago del Parque Rodó

Enmarcado en un entorno de vegetación compuesto por palmeras, santa rita y paraísos se encuentra el lago del Parque Rodó, de un intenso color verde. En él hay lanchas de diferentes colores y diseños que recorren un trayecto circular en cuyo centro se ubica una pequeña isla. A la izquierda, aparece un castillo donde funciona el espacio libre del títere y la biblioteca. Hacia la derecha, un parador con sillas y mesas. En el fondo, una glorieta en tonos pasteles. En la extensión del lago hay bancos de ladrillo, escaleras de cemento, bajos montículos de pasto, postes de luz y cestos de basura. La orilla está cercada por tejidos de alambre y hay un cartel que dice “PROHIBIDO PESCAR”.

Darks en la explanada

La chica de negro toma un trago de cerveza del pico y le pasa la botella al chico. Luego, se arregla su cabello rojizo y deja ver sus orejas cargadas de caravanas. Sus ojos son grandes y están delineados, la boca está pintada de negro y tiene en la cara un ligero polvo blanco. El chico que la acompaña se acoda en una moto con asiento de cuero. Viste ropa más bien liviana toda negra, tiene algunas cadenas de plata y pulseras de cuero con pinchos. Por delante de ellos la avenida sigue su ritmo agitado, por detrás varios grupos de personas se mueven en masa. Los padres juegan con sus hijos a la pelota y otros corretean a las palomas que circulan por allí.

Sala de espera de consultorio

Sumida en un olor intenso a alcohol mezclado con éter está la sala de espera en donde solo caben doce personas sentadas. Sus paredes blancas y limpias hacen que el tono verde claro del piso se refleje en ellas. Una pequeña puerta ventana que da a un patio, muestra el único espacio de luz natural que recibe el lugar. Sobre el pasillo se ubica el único cuadro que hay junto a un televisor y un cartel que prohíbe fumar.

Plaza

La plaza del Edificio Libertad es amplia, con una gran cantidad de ombúes de gruesos troncos y altas ramas. El pasto, siempre bien corto y muy cuidado se divide en parcelas perfectamente alineadas. Hay esculturas de fuertes colores y distintas formas. Una de ellas, la más atractiva, representa El Destierro, compuesta por figuras humanas de color blanco que en forma descendente y formando una fila van sumergiéndose en la tierra.

Verduras

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De su monedero saca billetes y monedas para pagarle al verdulero. Él le sostiene la chismosa y luego le da el cambio, ella le agradece con una sonrisa y se va luchando contra el viento que sacude su abrigo y su bolsa. El comerciante vuelve a su puesto y se ceba un mate espumoso. Mientras lo toma acomoda unas mandarinas que se cayeron, cambia unos carteles y escribe con una tiza el precio de los boniatos

La vieja de los perros Por Rosana Betbeder La vieja sale hablando como loca. Tiene una melena larga, entrecana y desgreñada. Se pasea en las tardes por la Plaza Líber Seregni con un séquito de perros: dos pequeños, los típicos “cusquitos”, con un ladrido chillón y sus colas moviéndose de lado a lado. Los otros son tristes perros callejeros de cara lánguida y ojos saltones. De su boca cuelga un tabaco reseco. Su voz es grave y gastada. Las manos arrugadas y cuarteadas guardan un tizne marrón en la punta de los dedos. Mariela les grita desde lejos, intenta agruparlos, formar una legión de soldados, que no se dispersen por la plaza. La escena se repite todas las tardes.


Buscavida Por Virginia Martínez –Este es un buen sitio –se dijo Buscavida un día. Había andado por avenidas, muelles, plazas, estaciones... Le gustaba recorrer la ciudad; se quedaba en un sitio, al tiempo buscaba otro y así andaba, de lugar en lugar. Dependiendo la estación elegía un espacio, el cual hacía suyo. Siempre buscaba lugares donde los árboles no le taparan el cielo. Desde muy pequeño soñaba con ser astronauta; pasaba horas observando las estrellas, y sobre todo la luna. La luna, le fascinaba. –Aquí nos salvaremos –le dijo con la mirada cansada a Oreja, acariciándole el lomo, un labrador que lo acompañaba siempre, fuera a dónde fuera. Debajo del puente, sobre la calle Sarmiento, se refugiaban del crudo invierno, de los peores que habían tenido que soportar. Al mes de estar allí, una noche se acercó una mujer joven y sencilla a simple vista.. –Hola señor, ¿cómo es su nombre? –cuestionó la muchacha con su dulce voz y agachándose para quedar a la misma altura de los ojos de aquel viejito. –Me dicen Buscavida –asintió con su tímida mirada observando los ojos verdes de aquella hermosa mujer. –Pertenezco a la brigada del Mides –confesó ella estirándole la mano para saludarlo y pensando cómo afrontar la situación. Era su primer trabajo con gente en situación de calle, pero tenía mucha experiencia en el trato con gente vulnerable: era asistente social. Él hizo una mueca con sus labios, asintió con la cabeza como sabiendo lo que se venía. Miró a Oreja, echado sobre su costado derecho, y le dijo acariciándolo nuevamente: –Nos quieren llevar de nuevo, amigo. Oreja empezó a ladrar rezongando como si tampoco quisiera irse de ahí. –Así que ya lo han querido llevar y usted no ha querido. –¿Para qué? –cuestionó Buscavida rascándose su barba larga y canosa. –¿Cómo para qué? –retrucó ella elevando un poco la voz pero sin perder la clama–. Para que no pase frío, para que duerma en una cama, para comer mejor…. Buscavida no la dejó seguir enumerando: –Yo le agradezco mujer bonita, pero ya estuve hace tiempo en un refugio y me robaron lo poco que tenía. –Pero ahora yo lo voy a llevar a uno mejor donde hay, también, mujeres y niños. Siguió insistiendo. Nada la iba a hacer bajar los brazos hasta no llevarse hasta un refugio a ese indigente, que reflejaba en su rostro pura bondad. Tampoco presentaba signos de enfermedad ni locura. Se sentó; entre medio de ellos Oreja escuchaba atento. Ella también lo acarició. Mientras tanto los choferes de la brigada esperaban en el coche a una cuadra.

Buscavida habló, habló y habló. Sus sueños de niño, sus años de vida y trabajo reflejados en las marcadas arrugas de sus manos y su rostro, mientras ella observaba sus largas y mugrientas uñas. –Mis hijos pudieron estudiar y tener una vida mejor, pero yo me fui. ¿Para qué hacerlos sufrir cargando conmigo? –¿Y a usted no le gustaría que sus hijos lo vieran bien? –lo hizo reflexionar ella. Oreja gimió. Tanto insistió que él se cansó de ver que ella no renunciaba a sus pensamientos. Tomó sus pocas cosas: una manta, un pedazo de pan y una pequeña radio. Miró a Oreja con lástima. –No te voy a abandonar –Oreja gimió nuevamente. Buscavida durmió todas las noches en el refugio, Oreja también. Lo esperaba afuera hasta salir, temprano en la mañana. Buscavida sintió que alguien, por primera vez, mientras vivió en la calle, le mostraba interés. Antes de entrar al refugio, él le preguntó, mirando sus ojos verdes y brillosos que lo habían encantado: –¿Cómo es su nombre? –Luna –contestó ella llevándolo del brazo a paso lento. –Luna –pensó un instante–. La luna es siempre la que me ilumina por las noches; hasta la luna siempre quise llegar –le dijo con la mirada brillosa–. Que Dios la bendiga señorita. Ella sonrió.

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Margarita: Una mujer a la que no se le caen los anillos Por Gabriela Fernández

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Una noche de principios de junio, fría y ventosa, entré por primera vez a Es Siurell; así conocí a Margarita Ramón Mesquida. Nos recibió con una amplia sonrisa y sin mayor explicación nos sorprendimos acomodados en una de las mesas del restaurante, esperando que nos sirviera una de sus más ricas especialidades: la paella de mariscos. El salón, ubicado a la derecha de la puerta de entrada, apenas iluminado por la luz de las velas, invitaba a quedarse. Un antiguo mostrador separa el lugar destinado a la cocina; detrás, la pared, revestida de pentagramas, notas y claves de sol, revela el gusto de Margarita por las veladas musicales nocturnas; colgado de una repisa, un cordel sostiene pequeños ajíes que se secan en el ambiente. Las otras, están cubiertas por una variada colección de platos, que su dueña conserva con celo y que hacen del lugar un espacio acogedor. Margarita es alta y robusta; derrocha vitalidad. Camina con energía prestando atención a cada detalle. Sus grandes ojos negros se mueven inquietos como queriendo acompañar su pensamiento. El cabello largo y negro lo lleva recogido en una cola de caballo mientras trabaja. Nos atendió como una amiga que invita a cenar y cuando puso la paellera sobre la mesa, su cara mostraba la satisfacción de ofrecer algo elaborado con sus propias manos. Su acento español disparó la pregunta: –Perdón, ¿de donde es usted? –Soy de Mallorca, contestó con firmeza. –¿Y cómo llegó a Montevideo? –Pues, porque mi esposo es uruguayo. Así empezó una charla donde Margarita habló de su tierra, de la necesidad de mantener vivas sus tradiciones y de amalgamarlas con las nuestras.

“Queda permitido que el pan de cada día tenga en el hombre la señal de su sudor. Pero que sobre todo tenga siempre el caliente sabor de la ternura”

Artículo 9 de los Estatutos del hombre. Thiago de Mello

Margarita nació en San Jordi y luego vivió varios años en Binissalem, ambos, pueblos de las islas. A los dieciocho años viajó a Londres, donde vivió durante dos años trabajando de aupair; allí colaboraba en la cocina de las casas en donde se hospedaba. En el año 1976 conoció a quien hoy es su compañero y cuando él estuvo en el paro, salió adelante vendiendo maquinaria agrícola. Trabajó como asesora inmobiliaria, fue camarera de hotel, costurera, y cocinera en el Casino de Palma de Mallorca, siendo la única mujer entre cuarenta hombres. Con una educación fuertemente matriarcal, desde pequeña se reunía con las mujeres de la familia en casa de su abuela a preparar las empanadas para Semana Santa, y el último día de noviembre a preparar las flores para el Día de Todos los Santos. Recurriendo a un dicho popular español, afirma: “He hecho de todo en la vida, pues a mí no se me caen los anillos”. Previendo la crisis hoy instalada en España, llegaron a Montevideo a principios del año 2006. Recuerda que de joven, caminaba ocho kilómetros para ir a la discoteca en la ciudad de Palma, y que al regreso, la puerta de la casa la cerraba el último que llegaba. Pero la vida en las islas, cambió. De aquella tranquilidad pueblerina, no queda nada. Hoy todo es cemento y asfalto; en verano los turistas invaden las islas y se triplica la población. Los autos pasan pegados a la puerta de las casas y los niños no pueden estar en la vereda; además no existen espacios verdes y abiertos, tan comunes en Montevideo. Las islas son muy lindas para visitar, pero no es lo mismo que vivir allí. Siente nostalgia de aquel lugar paradisíaco donde recalaban personalidades de la farándula –como Ava Gardner– a buscar un lugar exclusivo donde descansar.

Sin embargo, está orgullosa del lugar de donde viene. Desplegó un mapa sobre la mesa y nos mostró la geografía de las islas: Mallorca, Menorca, Ibiza y Formentera son las cuatro islas que forman el conjunto de las Baleares. Con el dedo índice señala el contorno de Mallorca, pero se detuvo en donde el mapa marca una sierra. “Es la Sierra de Tramontana –explica–, con

Tramontana

El viento de tramontana azota a las Islas Baleares y al extremo norte de la Costa Brava Mediterránea, casi en la frontera con Francia llegando a Perpignan, ciudad francesa ubicada en la frontera con España. Esta ciudad es conocida pues sus habitantes no pueden usar paraguas. El escritor colombiano Gabriel García Márquez narra en “Tramontana”, una historia donde trasmite al lector el sentimiento de desazón y angustia que provoca este viento. Idioma

En las Islas se habla el mallorquín, idioma que tiene sus raíces en el Catalán. Verbenas en Montevideo

Los últimos viernes de marzo y de noviembre, recreando una tradición mallorquín, se cierra la calle Democracia y se hacen las verbenas. La primera es en agradecimiento a la cosecha de la uva y la segunda para recibir las fiestas navideñas.


picos de 2.400 metros de altura”. Esta frena los vientos que vienen del norte, en especial del Tramontana. Dicen que este viento trae malos augurios y enloquece; por eso Mahón, capital y puerto principal de Menorca, tiene el mayor índice de suicidios de España, pues no cuenta con una sierra natural, como Mallorca, que oficie de barrera. Luego de comer se acercó a la mesa con una botella. Era un licor a base de anís con hierbas medicinales – hierbas secas, dulces o mezcladas– muy fuerte y amargo y que, según sus tradiciones, ayuda a terminar la digestión sin contratiempos, sobre todo después de cenas tan suculentas como aquella. Margarita se levanta temprano. Se ocupa de sus hijos más chicos y los apronta para la escuela. Luego, entra en la cocina y comienza la preparación de los platos del día. Afirma que los uruguayos son difíciles a la hora de cambiar las costumbres gastronómicas, por eso a mediodía la comida es tradicional, a pesar de que siempre incluye algún plato diferente. Todo lo elabora ella; desde el pan hasta el alioli (un tipo de salsa similar a la mayonesa, con ajo); de las milanesas de cerdo a deliciosos bizcochuelos cubiertos con merengue horneado. Su esposo y sus hijos mayores colaboran en la tarea. En la tarde, cierran luego del almuerzo. Algunas noches, Margarita, transforma el lugar y lo prepara para las veladas; el tango, el flamenco o el folklore, acompaña a los comensales. Y allí sí, los platos de su tierra son la vedette de la noche: Caldereta de Mariscos, Paella Valenciana, Espinagada, Costillas de Cerdo con Tumbet, Cocas de Trampo. Y de postre Tiramisú, el que elabora exclusivamente con queso Marcaspone. Se suma a la música y a estas delicias, la hospitalidad incondicional de la anfitriona. De esta forma y con el único propósito de trasmitir esa cultura mítica y antigua de las islas, en esta esquina de barrio de la calle La Paz y Democracia de Montevideo, Margarita, se ha transformado en una embajadora artesanal de las costumbres de su tierra.

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Desde el encierro… al aire y al papel Por Javier Russo –En el hospital hay algo más que locura y enfermedad –se escucha por los parlantes. Sentados alrededor de una mesa de bar tres hombres y tres mujeres se disponen a contar sus vivencias. Detrás de ellos y contra la pared, el estandarte de la 95.1 FM Radio Vilardevoz oficia de cabecera. En frente está la barra y un enorme mural con una fotografía de jóvenes jugando fútbol al aire libre en una playa. El golpeteo de los vasos y el arrastrar de alguna silla se mezclan con el murmullo del público que los rodea. –Sirve para paliar tanto fracaso –dice Diego, con voz calma y mirando el suelo. Permanece unos segundos con el micrófono en la mano, el público atento espera que continúe. Sin embargo, pasa la palabra a otra compañera que está a su lado. –Se nos abre la cabeza y se nos abre el corazón y salgo como curada de algo –leyó Carolina. De jeans, una blusa violeta, pañuelo blanco al cuello y hablar fluido, la

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Desde 1997 en el Hospital Vilardebó funciona un espacio de comunicación participativa. Sus coordinadores son licenciados en psicología y estudiantes avanzados que hacen pasantías en dicho lugar. Hace 14 años que a través de la 95.1 FM todos los sábados de 9 a 13 horas se emite el programa del colectivo Radio Vilardevoz donde interactúan pacientes, profesionales, vecinos y entrevistados. Palabras Im-pacientes es el primer libro de los participantes del taller de escritura y digitalización de Radio Vilardevoz.

El pasado 14 de setiembre, el Café La Diaria se vio desbordado de público. Allí se presentó Palabras im-pacientes, el libro producido en los talleres de escritura y digitalización coordinados por el colectivo Radio Vilardevoz

integrante del taller nos cuenta así lo que significa para ella esta nueva experiencia. En un extremo de la mesa está Alberto. Sus zapatos gastados pero brillosos para la ocasión están a tono con el saco de vestir marrón. Se acerca el micrófono a la boca, hace infinidad de muecas sin emitir sonido alguno, con la palma de la mano se acaricia la cabeza lisa donde se refleja la luz del salón. Se acomoda el nudo de una corbata inexistente, estira el cuello y mueve sus hombros hacia atrás: –Gracias… gracias, gracias… es lo único que puedo decir –como si estuviera ensayado de antemano el público aplaude y da lugar a un corte. Palabras cantadas En la última parte de la presentación algunos de los protagonistas, guitarra en mano, ofrecieron palabras inéditas. Gustavo interpretó un tema muy largo y sin estribillo. Siempre con una sonrisa en la cara y el jopo de pelo negro intenso caído sobre sus ojos. –Dale Cóndor –grita alguien desde el público. –Con fuerza Cóndor –agita otro hincha. Pantalón y campera de jean gastados, gorrito de beisbolista blanca con visera hacia un costado, guantes de cuero negro. Así se presenta “el Cóndor,” que brinda al público una especie de rock opositor, donde increpa algunas actitudes al presidente Mujica. Finalmente Diego regala al auditorio “El blues del loco bueno”. Un espejo de él y de sus compañeros que pasaron en algún momento

por el Hospital Vilardebó, que termina sincerándose: “No quiero ir al loquero prefiero la libertad”. Últimas palabras Es hora de dejar el local. Las palabras finales fueron para agradecer a las organizaciones que apoyaron el proyecto: “Nos ayudó la gente linda de la editorial Letraeñe, la Secretaría de Discapacidad de la Intendencia de Montevideo y el Mides” dijo Andrés, uno de los coordinadores del Colectivo, que oficiaba de presentador. “Agradecemos a todos ustedes, y quienes aun no tengan el libro lo pueden comprar antes de retirarse”, sugirió. Todos aplauden. Los protagonistas de este libro, mimetizados con los “cuerdos” se abrazan, se besan, se tocan para festejar este encuentro y para confirmar con resignación que siguen siendo de carne y hueso, no pudieron transformarse en palabras para salir del encierro, de su encierro. Antes de salir Diego mira de reojo la gran fotografía de los chicos jugando al fútbol en la playa. “Otra vez será”, piensa en voz alta.


Jinetes en ébano Por José Luis Rodríguez Albergati Encima hay terrible luna llena. La cúpula del Teatro de Verano “Ramón Collazo” es puro humo; igual al nombre que le han dado a la velada sus protagonistas: Los Buenos Muchachos. Una pantalla circular corona a la banda en el escenario, grupo que ha anexado teclados recientemente a su formación original. Los Buenos Muchachos siempre vuelven. En éste caso por el simple y catártico hecho de tocar. Para nosotros y para ellos. Y en ésta noche hay un plus: presentarán temas del nuevo disco que está por ganar la calle: Se pule la colmena, continuación de Uno con uno y así sucesivamente, editado en 2007. Un disco doble con canciones en formato eléctrico y acústico por parte del grupo liderado por Pedro Dalton. Podría corregir y decir que Pedro no tiene ínfulas de líder, pero es un tipo demasiado carismático e histriónico sobre los escenarios. Una acumulación de espasmos, gritos y contorsiones en cada tema. Un festín para los

fotógrafos, poeta urbano con canciones dulces en clave de voz rea. Con Marcelo Fernández y Gustavo “Topo” Antuña son piezas fundamentales de la banda, cargan con una aureola especial, lo saben y le sacan frutos. El recital se dividió en tres partes. En el primer segmento tocaron un par de temas de “Amanecer Búho” y Dalton dio las buenas noches. Se quejó de la heladera que es el Teatro de Verano, puteó al viento para dar ánimos y llamar a todos los “duendecitos bebedores” que andaban revoloteando este sábado de setiembre. Estos malvados de buen corazón generan diferentes climas lindantes con la cornisa, el riesgo, la calma que es el grito, eso que algunos pueden llegar a definir y se llama rocanrol. Temas de estreno como “Sin más” u “Oomm” tienen la marca de orillo de Los Buenos Muchachos. Melodías épicas, cambios que suben y bajan, actitudes y frases para anotar en la orilla de la hoja al pasar. La segunda parte de la noche estuvo compuesta enteramente por temas nuevos. Pedro desapareció por unos instantes de escena para irrumpir al lado de la batería, acompañando a los músicos martillando una chapa de zinc, a los gritos. Demasiadas polaroid para una sola noche. El tercer bloque es el del telón. Antes de la caída del mismo es una ametralladora de grandes éxitos o, más precisamente, los más conmovedores: “Cecilia”, “Pavimento del buen muchacho”, “Temperamento”, “Milagros”. El final con “De a dos es mejor”. Después la banda desaparece. Los bises son pedidos por la gente que ha soportado dos horas y media de caricias y patadas al pecho y la sien. Los Buenos Muchachos siempre regresan. Entre el

humo y con esa luna pintada en el cielo, Dalton saluda a la gente que “aguanta” desde atrás del tejido del escenario municipal. La versión de “Ojos rojos” de Buitres, se cierra el paquetito con el envoltorio de una noche vivida a lo “buen muchacho”. Con tracks nuevos y prontos para masticar y guardar con los de antaño. Con un grupo que viene aguantando los temporales y bajantes del rock nacional. Los Buenos Muchachos se han salido con la suya nuevamente. Es simplemente la cuestión de montar el caballo negro, que es todo temperamento.

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Erika Büsch: Dulce corazón del canto Por Virginia Martínez

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Sencilla, sin maquillaje, de vaquero oscuro y buzo rojo de lana que resaltaban su piel blanca y su cabello rubio –algo despeinado, pero sin eludir su esencia de mujer bonita–, abrió las puertas para conocer a fondo su intimidad, dejando de lado la Erika que sube al escenario e intenta llegar al público. “Te estaba esperando con un té, pero mira que uso azúcar rubia”, fueron sus primeras palabras que revelaron su sensibilidad por lo ecológico y lo natural. Sustituye las harinas por la comida integral, mucha verdura y fruta, y así selecciona cada alimento porque “el comer va a componer tu cuerpo, va a significar de alguna manera lo que sos y eso no es cosa menor”. Las tazas muy cuidadas (las sostenía con delicadeza) daban cuenta de muchos años; era fácil presumir que pertenecían a otra generación, su forma y sus dibujos anticuados lo delataba. A mitad de la tarde calurosa, sobre la avenida 18 de julio casi Gaboto, el portero eléctrico algo borroso demoró la búsqueda del 504. Un antiguo ascensor con rejas se detuvo enfrente. Un apartamento no muy amplio, con no más de cinco habitaciones: una funciona como estudio y otra como salón de clase. Aquel sol de invierno, fuerte para la estación, calentaba la habitación pequeña decorada por algunas plantas. En una mesita de madera, la bandeja con los posillos -muy ordenados- esperaban la entrevista, contra un ventanal vertical, que permitía ver a través de las hojas de los árboles, algunos edificios céntricos. Frente, un pizarrón. Allí, la pequeña Erika vivió parte de su infancia. Era la herencia, “un construir costoso”, que sus abuelos maternos, dejaron para sus tres nietos: Amelia, la poeta y bailarina de flamenco, Federico, el mago, el bohemio y el más pequeño y Erika, la cantante, maestra preescolar y la mayor. Allí comenzó a escuchar los primeros acordes del piano que tocaba su madre y que agudizaron su oído para marcarla el resto de su vida. La propiedad de la loza, quedó entonces revelada y sus palabras, cada vez que referían a su unida familia, denotaban el fuerte significado que adquirían para ella y, siempre permanecía presente el cuidar y preservar lo que “a ellos les costó con tanto sacrificio”. Sus padres vivían en el mismo edificio, en el 203, cuando el 22 de octubre de 1974, nació Erika. La madre, “el cable a tierra de la familia” es maestra y psicóloga, pero la cultura y el arte siempre estuvieron (y se mantuvieron) presentes en la familia. El padre, artista plástico, pintor y escultor fue el mayor referente en su vida. “Siempre cuando alguien –un amigo de papá, por ejemplo– nos presentaba decía: ‘los Büsch son cinco, cuatro artistas y una que trabaja’”, dice entre risas.

La memoria no descansa nunca

Los veranos de la infancia en la casa de los abuelos maternos en Piriápolis (aunque eran minuanos), son inolvidables para Erika. Es ahí donde afianza su vínculo con la música y decide dedicarse a ella. Entre carcajadas cuenta: “Lo más lindo eran los’famosos shows’. En las reuniones de adultos, papá nos mandaba a preparar un espectáculo –porque los niños jorobaban ¿viste?–. Buscábamos silvapenes, hojas, títeres, tela que había se agarraba. Inventábamos cuentos, historias y nos disfrazábamos. Cuando terminaba la reunión lo presentábamos y salía cualquier cosa”, hace memoria remontándose a sus apenas 6 años. Sumergida en aquellos momentos, como si quisiera volver a ellos, enumera: “Los asaditos en el fondo, jugar en la vereda (que no se podía en la capital), estar en la playa y armar castillos, las escaladas al Cerro del Toro, ¡eran maravillosas! (Hace una breve pausa) O las caminatas al San Antonio, andar en bicicleta por la rambla”. Su mirada, en blanco, se clavó en el ventanal. Pero a los 12 años, Erika iba a vivir lo más importante. Nombra a los hermanos Estrada quienes tocaban un repertorio amplísimo uruguayo en una galería. “Un día llegó Manolo, un gallego de Málaga y enloquecí con él”. El gallego le trajo –“porque acá no existía”– la música de Joaquín Sabina. La pequeña acentuó su gusto por la música: “Era mí fascinación”. Con sus canciones, que recordaba de tanto escucharlo, “me hice un cancionero y a cada hoja le dibujaba un instrumento”. Pero no sólo Manolo influyó en su decisión: Silvio Rodríguez era y sigue siendo su referente: “Con la guitarra de Manolo quería tocar como Silvio”, apreta los labios y piensa en lo que ella consideraba una locura. Las huellas musicales se profundizaron más aún cuando otro verano en Pirlápolis –el balneario que tanto la marcó–, apareció Alfredo Zitarrosa, pero sin la guitarra. Presentes en la biblioteca discográfica de sus padres, las canciones de Alfredo, eran muy familiares para ella, quizás más que cualquier niño. “Yo decía: ¡ah, el que canta “No te olvides del pago”! Visitó un comité cerca de casa (la de sus abuelos). La gente pedía a gritos que cantara”. Erika, que ya no era tan pequeña, se sentó en el piso frente a él, con las piernas cruzadas, mientras sus amigos le pedían jugar a la mancha, pero no había caso, nadie la pudo mover de allí. “Empezó a cantar a capela con esa voz que me erizó la espalda, una voz gravísima y oscura; nunca más la olvidé. Su voz entraba en mí”. Compara ese intenso momento con el sentir y retumbar de los tambores: “sentí lo mismo pero de su voz”. Se ríe sutilmente. Cualquiera podía, en ese momento, sentir la piel de


gallina. Y cualquiera que escuchara su relato podía imaginar a Zitarrosa con el pelo engominado, su larga gabardina, y cantando con su postura firme como ella lo conoció. Sueño cumplido

A la vuelta de ese verano, comenzó los estudios artísticos en la Escuela Nacional de Danza. Le enseñaron danza, balambo, chamarrita, pero lo suyo era el canto. Nombra el piano otra vez, que en tiempos de su abuela, estaba allí, en la misma habitación donde revelaba su vida y su personalidad. “Yo tocaba de oído pero a veces no me dejaban porque el abuelo dormía la siesta”. El gusto por la música, arraigado desde muy pequeña, jugó también un papel preponderante en el jardín. María Elena Walsh, “Ruidos y ruiditos” de Yudith Akoschky, “Canciones para no dormir la siesta”, sonaban todo el tiempo. Y también en su casa, junto a los “infantables” discos de canto popular uruguayo. A pesar de que en su casa nadie fue músico de profesión, la música siempre estuvo presente. “Los mediodías se caracterizaban por almorzar con música de fondo”. Los tres hermanos siempre fueron apoyados por su familia cuando decidieron su profesión. Sobre todo “Papá, que nos hacía cantar a mi hermana y a mí, cuando éramos chiquitas, en todas las reuniones”, porque todo lo que les gustara a los pequeños Büsch, había que hacerlo. La estimulación nunca faltó. En la adolescencia, Erika ya tenía sus primeras composiciones propias. A los 18 años, se subió por primera vez a un escenario y las cantó. Interpretaba también canciones de otros pero era muy exigente y autocrítica consigo misma: “bajaba a darme palo para mejorar”. Pero así, fue buscando y creando su propio producto y con el tiempo, fue encontrando herramientas que le permitieron crecer. En el proceso de esa búsqueda descubrió que “la vida es una gran universidad”, a pesar que a veces “te surgen obstáculos que terminan siendo favorecedores y descubrís un potencial que no sabías que lo tenías. Como dice Antonio Machado: se hace camino al andar”. –¿Qué sentís cuándo estás arriba del escenario? –Es divino, aunque hayan dos personas te comunicas de una forma imponente. Se da algo muy fuerte. Cuando estoy componiendo me emociono pero cuando la canción deja de ser mía y pasa a ser de todo el mundo, pa’… –quedó, por un instante, mirando la nada, por el ventanal, con su mano prendida del pecho mientras sus ojos brillaban. La gente entra en sintonía y te devuelve ese amor. Con una gran sensibilidad por ciertos temas, Erika es una gran observadora de la vida cotidiana. Lo que observa, lo que siente y lo que piensa lo expresa a través de sus composiciones, a través de varios géneros musicales. Pero en el día a día, la libretita de anotaciones no está precisamente en su cartera. Las ideas la “asaltan”, siempre está conectada, con la antena encendida, y “hurgando en la vida de los demás” cuando no es testigo mismo de algún hecho. Para ella los géneros son sencillamente diferentes formas

de abordar el lenguaje y distintas maneras de comunicar. “Es un recurso expresivo, entonces no importa encasillar algo”. Ni interesa si es bossa nova, folklore, milonga, tango; lo que importa es que sensibilice a la gente. Por demás, “me gusta todo”. A través de Vera Sienra conoció a Numa Moraes, con quien aprendió mucho y a quien le está eternamente agradecida. Compartieron muchos años de música, produciendo “Por el gusto de cantar” que los llevó a una gira por todo el país y por Canadá. “Que yo cantara con Numa para mi padre fue muy fuerte. Él vivía en Salto cuando era joven y veía a Numa en los espectáculos que hacía allá, pero nunca imaginó que ese joven de 20 años iba a cantar con su futura hija”. La otra Erika

Los niños fueron siempre su debilidad. Comenzó de baby sister y a los 16 años ya era maestra de música. “Salía del liceo y me iba a trabajar a los jardines”. Y los fines de semana animaba cumpleaños junto a una de sus amigas. Así nació “Tungaita” con el fin de acercarse a la música a través de la animación infantil. “Lo sacamos de una canción que suena: tun tunpinga tun gaita…” canta, y su suave y dulce voz resuena en la habitación. Así logró comprarse la guitarra. La nostalgia se apodera de ella: “Supimos divertirnos varios años. Los niños tocaban los instrumentos y hacíamos juegos. Era una propuesta re interactiva”. Hoy, hay gente que me ve y me dice: ‘tengo el video de cuando animaste el cumpleaños de mi hijo’. Su amor y educación hacia los niños, que adoptó a partir de la música, la llevaron a Argentina a realizar un curso de educadora preescolar. “Fue medio accidental porque nunca pensé ser profesora de música, y descubrí un mundo maravilloso”. Todo, hasta ahora, siempre fue en función por y para la música. Actualmente, los lunes y martes, funciona en el mismo salón donde tiene lugar la entrevista, “Tu Canción”, un taller para padres e hijos, desde bebés de 7 meses hasta niños de 5 años: “El niño a los 7 meses está absorbiendo el entorno. Se lo estimula en dis-

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tintas áreas y a los 2 años está en la etapa de construir su esquema corporal. Son edades que me gustan porque el niño, integra la música, el movimiento, el baile, el canto, el gusto por las cosas”, reflexiona. Grabó varios discos para niños: “Aserrín Aserrán las canciones de la abuela” para Estados Unidos, Argentina y México (no editado en Uruguay), “Antón Pirulero” y “Rondas infantiles” y, “ahí terminó el tríptico”, sostiene riendo. Vivir de la música en Uruguay no es nada fácil ni valorado, piensa Büsch, porque siempre esta presente la desvalorización que a su vez, es apoyado por los medios de comunicación creando el concepto de “estrella”. “A veces la gente piensa: ‘qué va hacer este flaco que vive a la vuelta de la esquina’. Pero si te ven en la televisión ya cambia. Somos un país chico y el uruguayo de por sí –y me incluyo–, tiene el autoestima baja”. Cita un claro ejemplo: “Jorge Drexler cuando sacó su primer disco “Radar” nadie lo conocía. Después vino Sabina, se lo llevó a España y en seis meses llenó el Plaza. De ahí la inseguridad del uruguayo –afirma Erika– en confiar en el producto que nuestro país tiene que, si es sostenido por una marca reconocida, vale más, o si el exterior lo toma, también. Pero lo importante no es mirar para afuera sino trabajar para adentro”. Profundos sentimientos

Con sólo saber que a la gente le llegan las canciones, Erika ya es feliz. Pero su preocupación por temas como el individualismo y el sufrimiento humano tocan cons-

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tantemente su corazón. Los procesa en su alma, los trabaja, los escribe, les pone música y finalmente los expresa en el escenario: “Cuando logro que una canción deje pensando a la persona, es muy fuerte”. La naturaleza es uno de sus puntos débiles porque “es nuestra madre”. En su último disco, “Ofrendas de Barro”, trasmite mucho amor a la vida y a la naturaleza, porque “son las ofrendas que uno toma de la Pachamama, la madre tierra. Cuado veo el daño que le hacemos permanentemente, lo vivo como si me dañaran a mí”. Mostrándose sensible, confiesa: “A veces veo la necesidad que la gente mayor tiene de hablar, que lo único que necesita es una persona que lo escuche. Veo eso y me surge la necesidad de escribir”. Sin duda alguna es un ser que ama la música y todo lo que pueda crear el hombre a nivel positivo. Adora la autenticidad y la hace feliz ver a la gente cuando está plena con lo que hace: “No importa si sos plomero o abogado, si lo haces con amor está bárbaro”. Se considera una obrera del espíritu. “Mi misión en la vida es componer y cantar canciones para mí y para la gente. Me gusta estar feliz con lo que hago porque si lo estoy puedo también ayudar a la gente a buscar su felicidad”. Señala que la labor de cada uno es encontrar su propia misión y hacerlo desde el mejor lugar. “En eso consiste el éxito”, reafirma. Manolo había quedado muy atrás en la memoria del aparato que en ese momento Erika tenía cerca, pero su recuerdo volvió casi sin querer. El gallego la vio cantar de grande: “Viste que seguí”, le dijo. Esa fue la última anécdota que contó con la humildad y la timidez que la caracterizan, pero con una pícara sonrisa cuando el sol había comenzado a esconderse detrás de los edificios.


La tercera, puede o no, ser la vencida Por Rosana Betbeder Línea 183, Paso Molino. Suben dos jóvenes veinteañeros que hablan sobre Carnaval y Murga Joven. Hablaban sobre la Malcriada y paré la oreja. Disertaban sobre los orígenes de la murga y el rol del murguista, la concepción de esa manifestación cultural como objeto artístico y su variación en el tiempo. Hasta ese momento la conversación venía bien, pero no dejaba de ser una charla entre amigos, con un dejo a añorar un tiempo no vivido y que perfectamente podía terminar con un “todo tiempo pasado fue mejor”. Mientras los escuchaba, me preguntaba si la murga sigue siendo una forma de vehiculizar denuncias sociales, o si su rol hoy es otro. Pero ese es otro tema… –Tengo pila de ganas de ver a La Malcriada, actúan el jueves en el Monte de la Francesa, no me la pierdo – dijo el joven de pelo crespo a su compañero. Encuentro con la murga

En el barrio Atahualpa, dentro de un caserón con un patio atravesado por cuerdas de ropa, cuelgan veinte trajes multicolores. De fondo se escucha el pedaleo acelerado de una máquina de coser. El grupo se apronta a contrarreloj. Las caras a medio pintar deambulan por la casa esperando el turno. El ánimo es bueno. Los chistes inundan el ambiente. A las 21:20, la barra sube al escenario del Monte de la Francesa, en Colón, para dar su espectáculo. Hablé con los Fernandos (Velásquez y Vidal) quienes están desde el inicio. La Malcriada nace y renace cada año. Eso es lo que dejan entrever. Sus componentes van y vienen, un@s se quedan y otr@s emigran. La mitad salió el año pasado y el resto son amig@s de amig@s de amig@s que se sumaron. Los quiebres reconstruyen y revitalizan, dicen. El nombre tiene su historia. Hace tres años, mientras se delineaban la murga, surge la necesidad de un

nombre, algo que dotara de cuerpo a las vagas ideas. Se tiraron varios y por casualidad, en una charla entre amigos, Fernando Vidal se refirió a su “cuñadita” como una malcriada. No quedaban dudas, ese era el nombre que buscaban. Fresco y con un grado de rebeldía. Escriben dos: los Fernandos. Las letras, luego de pulidas, se colectivizan, para hacer, entre tod@s, los ajustes necesarios. Es el nuevo enfoque de la murga. Tratar, desde un encare constructivo, de analizarlas, para condensar las inquietudes, preocupaciones, puntos de vista, e intereses del colectivo. El cambio en la forma de escribir se debe a nuevas búsquedas. Se cuida más la estética, “el equilibrio entre la música y las letras, entre los contenidos y la forma de expresar”, dice Fernando Velásquez. Forzar los contenidos o la música, de forma caprichosa, puede ser contraproducente. La idea no es hacer un espectáculo pomposo y con un vuelo poético exagerado. En los ensayos a veces son más y otras menos. Se fijaron dos días a la semana. El punto de encuentro es un club en el Buceo. “No se puede exigir a la gente el mismo nivel de compromiso, nosotros con Fer somos unos enfermos, a veces nos juntamos a escribir durante horas”, dice Velásquez. Son conscientes de que no a tod@s les interesa estar en la cocina de la murga. Comienza la función

El Centro Cultural Monte La Francesa queda en Lanús e Iturbe. En la puerta hay un cartel de colores que indica la programación de esa noche. La zona es arbolada y oscura. Las casonas grises y con largas enredaderas, recuerdan un pasado encumbrado de casas quintas de otro siglo. Antes de entrar al teatro pactan las reglas del juego. Forman un círculo y el abrazo general cierra un ciclo.

La consigna es disfrutar y dar el máximo posible en el escenario. Si se equivocan hay que seguir. Con las gargantas calientes y sin quebrar la voz, comienzan a cantar. “Igual que una canción perdida en tu memoria, que vuelve sin querer, atada a alguna historia” Los temas

La tercera es la vencida, esa es la regla. El espectáculo gira sobre esa idea popular. Plantean, con ironía, que el destino está escrito: la murga triunfará este año. Se ríen de ell@s mism@s. A medida que el tiempo corre, los personajes se suceden, y el “hombre regla” intenta poner a prueba la norma. Desde una sátira a los cascos azules en Haití, a la crítica de las murgas jóvenes en las que prima el profesionalismo, tema que, según sus letristas, “salpica a la vida misma”. Su intención es mofarse de la fama y dejar en claro las prioridades de sus integrantes. No viven ni piensan vivir de la murga. La entienden como un ejercicio, un juego, una forma de expresión artística que complementa los demás aspectos de la vida. Pasados quince minutos de estrenar tablas, y tras un largo aplauso, esta heterogénea gran familia, se baja del escenario.

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Mil palabras. Tomando fotos, escribimos palabras. Nos basamos en trabajos presentados en Fotograma 09 y en la exposición Fotografía Militante (de los colectivos RebelArte y En La Vuelta) que tuvo lugar en la Casa Bertolt Brecht, en el marco de Fotograma 2011.

La niña Por Javier Russo La niña de tres años tiene el pelo enrulado, despeinado y abundante. Los ojos están achicados por la carcajada. Con la boca abierta muestra su línea completa de dientes blancos como la leche. Los cachetes son regordetes igual que los dedos de su mano. Sentada en el borde de la cama, la luz del dormitorio ilumina su rostro redondo.

Esa mirada Por Jorge Menéndez

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Está colgando ropa en una cuerda, frente a su rancho con techo de chapa y paredes de madera, forradas de nylon. De ojotas, con blusa y pollera viejas y amplias, mira a la cámara con ojos poco expresivos. Quizás no tenga mucho más para decir que lo que muestra ese cubo sobre piso de tierra, que es su casa. Quizás sí. La cuerda de ropa está llena. Hay otros, quizás trabajando o estudiando en ese mundo exterior que, al menos hoy, tan poco les da. Seguramente hay rabias, amores, y ojalá esperanzas, detrás de esos ojos que tan poco dejan ver a quienes vivimos en otros mundos.

El Nepo Por Martha Cecilio Un muchacho pálido, de grandes ojos negros, pelo corto, negro y abundante e impecablemente peinado, nos mira serio. Su imagen capturó al fotógrafo. La imagen ampliada de lo que parece ser una formal “foto- carné”, que integrada en una modesta pancarta cubre el pecho de una mujer. De ella solo alcanzamos a conocer sus manos ajadas, su alianza, y su voluntad de evocarlo. Detrás, se esfuman la calle y unos pocos panfletos arrugados, arremolinados junto al cordón. Se percibe la dureza del invierno y de una manifestación política que recuerda que en el ‘73 se inició una dictadura y que en el ‘85 se produjo una apertura democrática parcial. En definitiva, que a más de treinta años del comienzo de esa dictadura, permanecen duras cuentas pendientes. Él es Adolfo Wassen Alaniz, “el Nepo”, funcionario de la Biblioteca Nacional, estudiante de la Facultad de Derecho, militante estudiantil y dirigente tupamaro, encarcelado en 1972 cuando sólo tenía veintiséis años y ya era padre de un niño de un año. Desde diciembre 1973 fue uno de los nueve dirigentes del movimiento convertidos en rehenes por la dictadura. Murió en prisión a fines del ‘84, a raíz de un cáncer que sus captores no se inquietaron por diagnosticar, a pesar de los persistentes dolores que manifestaba en su cuello durante años. Cuando finalmente lo diagnosticaron, tras dos operaciones quirúrgicas y tratamientos con cobalto y quimioterapia, que se suspendían arbitrariamente. De manera sistemática lo retornaban a su aislamiento total, en celdas bajo tierra, en “los aljibes”, o bien en húmedos calabozos de los diferentes cuarteles del país, donde rotaban a los rehenes; hasta que finalmente, en abril del ‘84, fue conducido al Penal de Libertad.

Cuando las metástasis se generalizaron quiso morir en libertad, pero la máxima concesión fue su traslado al Hospital Militar y el otorgamiento de dos horas diarias de visita con familiares cercanos, sin privacidad, fuertemente custodiados. No obstante, con los suyos se ingenió para romper su aislamiento. A pesar de su gravedad, interpretó el momento político: la dictadura estaba llegando a su fin y había que luchar por la liberación sin exclusiones de los ochocientos compañeros que aún permanecían presos y por el retorno de los exiliados. Durante treinta y un días hizo huelga de hambre, levantando esa consigna. “Seré el último muerto en dictadura”, le dijo a su esposa Sonia, en uno de los escasos encuentros autorizados cuando ya agonizaba. Ella también estaba presa, en el Penal de Punta de Rieles. Una extendida marcha de a pie, en silencio profundo, acompañó el cuerpo desde su barrio, la Unión, hasta el Cementerio del Norte. Fue enterrado en “los tubulares”, donde yacen los más pobres. A lo lejos, detrás del alambrado que limita el cementerio, se acercaban otros, niños, jóvenes y viejos, también pobres, que contemplaban a la multitud que acompañaba al Nepo; más atrás, los ranchos de los cantegriles de Casavalle completaban el dramático y desolador paisaje. En la noche del 15 de marzo de 1985, ya liberados todos los presos políticos, el MLN realizó una conferencia de prensa en Conventuales; fue el primer contacto de los principales dirigentes con nuestro pueblo. Allí, entre estos hombres de cuerpos diezmados y cabezas rapadas, estaba Adolfito, hijo de Adolfo y Sonia, representando al padre muerto en el Hospital Militar.


Metiendo púa Por Lucía Pedreira Hace nueve meses que Juan piensa todos los días: “qué hubiera pasado si…”. Pero ya entendió que el tiempo no puede volver atrás, que puede intentar aprender algo, que puede elegir lo que hará mañana, que es mentira lo de la salida fácil. Su mamá le pregunta si está arrepentido. Le cuesta mirarla a los ojos. Sabe que ella es incondicional, pero no se perdona haber traicionado todo lo que con tanto esfuerzo le enseñó. Su padre no está ni siquiera para juzgarlo por lo que hizo, no sería quién tampoco. A veces busca explicaciones. En la escuela siempre decían que la falta de una figura paterna podía influir en sus conductas violentas. Es cierto que hacía mucho que no era violento, pero sólo él sabía lo que le costaba controlarse. Del otro lado está la bronca. Ver a su madre toda la vida trabajando de sol a sol para poder llegar a fin de mes. Ella lo obligaba a estudiar, decía que no podía trabajar en otra cosa que no fuera limpiar mugre ajena porque nunca había estudiado, y a él no podía pasarle lo mismo. Quería que estudiara en la facultad. Revivió en sueños un millón de veces el episodio que lo llevó a donde está hoy. Parecía tan fácil. Si no hubiese estado el policía que se quiso hacer el héroe, hoy estaría jugando a la pelota, con los amigos del barrio. Seguramente el hijo de puta de Santiago le robó la novia. ¿Estaba arrepentido? Obvio, decía. Pero no tenía otra. Y ahora tenía que bancarse las consecuencias: estar veintitrés horas por día encerrado. Lo único que ve desde la minúscula ventana de su “cuarto” es un alambrado de púas. El primer obstáculo hacia la libertad. También ve el cielo, las nubes. Cree que no hay elementos que puedan representar mejor la libertad: el

cielo, las nubes, el viento, que fluyen y viajan adonde quieren. Una tarde, en esa hora de recreo que parece tan corta, estuvo planeando cómo escaparse. Sabía que cualquier plan implicaba correr, y correr rápido. Debía aprovechar una distracción de los guardias para cruzar el alambrado, trepar el muro de tres metros, y saltar. Podía quebrarse una pierna al saltar desde esa altura y sería rápidamente atrapado. Podía haber guardias del otro lado del muro. Manejó todas las hipótesis negativas. Pero se dijo a sí mismo que el deseo de ver a su madre y estar afuera, lo ayudarían, le darían fuerzas para trepar, saltar y correr. Esa semana estuvo muy nervioso. Tuvo altercados con sus compañeros de “cuarto”, insultó a uno de los guardias. Se daba cuenta que no estaba haciendo bien las cosas. Esas actitudes hacían que lo vigilaran más en los momentos de recreo. No podía disimular su nerviosismo. Justo esa semana la madre no lo pudo visitar porque con todo lo que llovió, el domingo se le inundó la casa. Al final pensó que no importaba nada, estaba encerrado, y no creía que pudiera empeorar su situación. Al salir al recreo el martes, pensó que era el día indicado. Se dijo que, por cualquier falla era mejor disfrutar el recreo y escaparse cuando estuviera por terminar. Cuando creyó que quedaban quince minutos más o menos para volver a la celda se fue acercando al alambrado. Miró detenidamente a todos los guardias que podía ver, estaban distraídos, como siempre, vigilando, mirando pero sin atención. La única hipótesis que no manejó, una tan tonta como quedar enganchado del alambre de púa, fue la que lo hizo prolongar su estadía en el reformatorio. El

intento de fuga era castigado con una extensión de la pena de seis meses. Así que ahora en vez de tres, tenía nueve meses por delante, para preguntarse “que hubiera pasado si…”.

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Historia de una casa. Casas que conocemos, habitadas por personajes sobre los que vale la pena contar; espacios de juego, de misterio, de alegrías y tristezas. Casa. Hogar. Lugar de encuentro.

Casa

La Casa

Por Jorge Menéndez

Por Gabriela Fernández

No tenía puertas, ni ventanas, ni canillas, ni inodoro... De lo que había sido una casa modesta pero decorosa, solo quedaban las paredes. El piso estaba cubierto por pedazos de polifón, trapos viejos y sucios, y diarios. Se mezclaban olores de orina, de excrementos, de mugre y quién sabe de cuántas cosas más. Dos años antes vivía allí una anciana que la había alquilado. Era su casa, digna, sencilla. No pasaba demasiado tiempo en ella: todavía trabajaba cuidando enfermos, a pesar de estar jubilada. Cuando volvía a su hogar reencontraba sus fotos, su cama, su TV, su estar con tres sillas para recibir la visita de una amiga o dos, algún domingo. Pero su hijo andaba en problemas: adicto a la pasta base, despedido de su trabajo, estaba a punto de ser desalojado. El le pidió para dormir y para poner su ropero: con eso se arreglaba. Lo demás lo vendería y sacaría algunos pesos. Ella le dijo que sí. La casa empezó a ser cada día menos suya. Había menos espacio: el dormitorio se había dividido en dos por una cortina para separar las camas. Un ropero más hacía incómodo el pasaje hacia el fondo, la televisión siempre estaba prendida, y su hijo olía a mugre. Para peor empezaron a faltar cosas. Primero un radiograbador: su hijo alegó que se había roto y que lo había llevado a arreglar. Luego un sobretodo de ella: su hijo no lo había visto. A los reproches de ella seguían los gritos de él y las desesperaciones de ambos. La mujer decidió irse el día que faltó la mesa del estar. No hay detalles precisos de la historia de la casa a partir de ese momento. Lenta pero continuadamente fueron desapareciendo la ventana y la puerta del fondo, las cerraduras de las puertas interiores. Empezaron a aparecer amigos tristes, sucios, a veces de miradas amenazantes; y a faltar el bidet, las canillas, el wáter, los tomacorrientes. La casa sin puertas ni ventanas era muy fría, y trajeron colchones viejos, telas, diarios, para poder dormir después de fumar. Al final el hijo se fue: quedaron solo los amigos. Tiempo después la mujer reapareció: quería entregar a su dueño la casa arrendada, para no seguir pagando. Fue a la comisaría a reclamar contra los intrusos, y allí le pidieron el contrato de alquiler que había quedado en la casa saqueada. Finalmente pudo demostrar sus derechos, y entonces le dijeron que debía iniciar un juicio de desalojo porque los ocupantes habían estado más de cierta cantidad de tiempo... Se dice que siempre que llovió paró. Algo de eso pasó con la casa: un día en que los intrusos no estaban, un vecino amigo de la señora tapió la puerta y las ventanas con tablones. Así, ella pudo recuperar y devolver los restos de la que había sido su casa. Una parte de la pesadilla había terminado.

Miraba al mar, y un techo de tejas rojas la distinguía desde lejos. En los primeros días de enero sus puertas se abrían de par en par y el frío acumulado durante el invierno se escapaba de golpe por las ventanas. El pequeño jardín ribeteado de yerberas, llegaba al borde de la vereda. Marcando el límite con la casa vecina, una canilla gris servía de bebedero a vecinos y transeúntes, en aquellas tardes de verano en las que el sol calcinaba las piedras. En la entrada estaba la sala. De allí, se accedía a un pasillo donde se distribuían las puertas del baño y las de los dos cuartos. Atrás, cruzando un pequeño patio se ubicaba la cocina donde se armaban fritangas de mojarras que el flaco Juan José, vecino de al lado, traía de regalo después de una abundante pesca en las noches sin luna. Para los habitantes de esta casa, empezar el día frente al mar era un privilegio; con solo correr la cortina sabían si cruzar a la playa, o quedarse un rato más ronroneando entre las sábanas. Sobre el mediodía, el hambre se hacía sentir y de a poco los integrantes de la familia iban llegando a la cocina. Ya sobre la tarde, el mormaso calentaba los techos y el césped perdía su verdor natural. La casa en penumbras y el fresco interior invitaba a la siesta. Entonces, todos, se aprovisionaban de libros y revistas para pasar esas horas de agobiante calor. Pero los niños, además, dejaban volar su imaginación y se encontraban con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Alicia, el conejo y su reloj. También se divertían con las aventuras de Archi y las mentiras de Isidoro Cañones. En las noches de calor se reunían en el porche. Y aquellos más pequeños, que de tarde se habían encontrado en sus sueños con personajes fantásticos, se sentaban en rueda alrededor de las abuelas a escuchar sus historias, quizás éstas, con mucha más magia que la de los libros de cuentos; sólo que faltaba descubrirla.


La casa

Mas, el tiempo pasó. Pasaron días y días; tiempo y tiempo. Y vino, y sobrevino la noche. Líber Falco

Por Iván Franco La casa original era bonita, con estilo sobrio, frente grande con canteros bien cuidados, y muchos árboles frutales. Un zaguán de hierro y vidrio, flanqueado por las ventanas de los dos dormitorios, eran los únicos elementos de la fachada. No tengo claro si fue mi abuelo el que la mandó a construir o si la compró hecha, pero de aquella casa sólo fue quedando la fachada. Los magros recursos económicos de los tres hijos fueron la causa de que, a medida que se iban casando, se agregaran piezas, baños y cocinas. Mi abuelo no vivió ese proceso, murió antes. El primero en casarse fue Humberto, mi padre; luego fue Elsa, la mayor; por último Aroldo, el más chico. Cada uno, a su tiempo, ocupó parte del terreno y construyó su “apartamento”, siempre pegado a las construcciones ya existentes y nunca hacia el frente. Estos agregados se hicieron sin ningún criterio arquitectónico, con materiales baratos y terminaciones rústicas. Cada uno tenía su espacio, su casa, pero todas comunicadas por dentro por alguna puerta. El jardín y la fachada siempre se mantuvieron igual. Eran nuestra fachada. Después de nacer mi hermana, fueron llegando los primos. Al final éramos nueve gurises los que vivíamos en esas casas. En los cumpleaños y en las fiestas de fin de año nos juntábamos todos. En diciembre, mi abuela armaba un pesebre dentro de la estufa a leña, con cartón piedra y un lago que era un pedazo de espejo donde nadaban unos cisnes de plástico. Mi tía Elsa armaba el arbolito de navidad al lado. En mi casa no se armaba nada. También se organizaban en conjunto los campamentos en el balneario Las Cañas. Se contrataba un camioncito y en una madrugada de verano, cuando recién comenzaba a clarear, cargábamos las carpas, los bolsos de ropa, los juguetes, la parrilla, y todo lo que desde ha-

cía muchos días o meses se venía preparando, y marchábamos. Recuerdo el olor a nafta del camioncito. Un Opel del 40, creo. La abuela y alguna de las madres con bebé en la cabina, los demás en la caja, sentados sobre los bultos. A mí me gustaba ir en la parte de la caja que se junta con la cabina, parado y tomado de la baranda, ponía mi cara al viento y disfrutaba del traqueteo y del paisaje, pero sobre todo me gustaba cuando en las bajadas el camioncito tomaba velocidad. Me asombraba con los pájaros Dormilones, unas aves muy grandes de colas largas, que a esas tempranas horas dormían en la carretera, y que recién levantaban un vuelo lento y desganado cuando el camión parecía que las iba a pisar. Otros momentos de reuniones se daban en las noches de verano en el jardín de la casa. Las ventanas abiertas y las luces apagadas. Los grandes se sentaban en perezosos y charlaban, apenas se divisaban los cuerpos y las brasas rojas de los cigarros; los chicos correteábamos, o nos tirábamos en una frazada en el suelo y, panza arriba, competíamos a ver quién veía primero un satélite o una estrella fugaz, los grandes también se sumaban a este juego. También estábamos todos juntos el día que Nacional jugó la final de la Libertadores con Estudiantes de La Plata, en el ´71. Mi padre se había trepado al techo y hacía girar la antena de la televisión tomando el caño con las dos manos y haciendo mucha fuerza. Mientras, abajo, uno de mis tíos miraba la tele por la ventana y le gritaba a papá cuando la imagen mejoraba. Creo que se sintonizaba un canal argentino, se veía muy borroso, como con lluvia. Pero no importaba, lo seguíamos con las miradas fijas en la pantalla, con el relator contando lo que veíamos y lo que no, y con la emoción a flor de piel. Al otro día, en el habitual partido de fútbol en la calle, con pelota de plástico, los que éramos de Nacio-

nal elegíamos qué jugador de los flamantes campeones de América éramos. Claro, todos querían ser Artime, el 9, o Cubilla, aquel endiablado puntero que con mágicas piruetas se escapaba siempre al marcador de punta. A mí me gustaba el puesto de arquero, así que no tenía problemas: era Manga. Por esa época fue que empezaron a llegar a casa los compañeros. Algunos venían a reunirse; iban cayendo de noche, cruzaban como fantasmas negros por el jardín a oscuras, y entraban inmediatamente al comedor. Las puertas y ventanas cerradas, y mi hermana y yo en el dormitorio. Sabíamos que no debíamos preguntar, y sobre todo, que no podíamos hablar con nadie de las reuniones. Otras veces llegaba alguno a quedarse unos días. Estaban siempre adentro de la casa y nos hablaban de la lucha de clases y de geopolítica. Una compañera, una noche, tiró una manta en el suelo y, con dos palos de escoba, nos enseñó posiciones de tiro: con una rodilla en tierra o tirados panza abajo (en este caso había que poner los talones bien a ras del suelo para exponerlos lo menos posible). Una noche, mi hermana que estaba jugando en el jardín, entró gritando: “¡Papá, papá, vienen los milicos!” Mi viejo salió corriendo hacia el fondo de la casa. Los primeros que entraron tomaron a mi madre y le ordenaron que se quedara quieta conmigo y mi hermana, otros fueron en busca papá y lo trajeron. Los sacaron de casa a los dos juntos. Mientras los llevaban por el jardín nosotros los seguíamos en silencio. “Vayan con la abuela que mamá ya viene”, dijo mi madre mientras nos besaba. Salía muy abrigada, con gorro de lana y bufanda, pero de alpargatas. Los milicos que habían entrado a casa tenían unos largos ponchos militares. Eran las 20:30 de la fría noche del 6 de junio de 1972. Mi madre se alegró de que no los viéramos cuando, ya dentro del jeep, les pusieron las capuchas.

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DOSSIER / LA TRADUCCIÓN

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ADVERTENCIA Este dossier retrata un hecho policial. El equipo de El Muro del Bertol cubrió una serie de muertes extrañas que ocurrieron durante un Congreso de Traducción en Puerto Esfinge. Además, se entrevistó a los testigos del caso e incluso se profundizó sobre otros aspectos vinculados al evento, como la autoeliminación –algo casi prohibido de ser abordado por la prensa en general–, característica del escenario donde se desarrolló la acción; se analizó la obra de Nietzche, uno de los filósofos cuya obra abordó una de las traductoras ponentes del congreso; e incluso se propone una nueva trama argumental, sobre los subtítulos de la novela La traducción (Planeta, 1998) del periodista y escritor argentino Pablo De Santis (1963), sobre cuya historia basamos estas notas periodísticas. A.C.

Turismo interno Por Iván Franco Puerto Esfinge no figura dentro de los circuitos tradicionales de turismo, su existencia es casi ignorada por la mayoría de los ciudadanos del país. No se trata de una grave omisión, simplemente el pueblo no ofrece los servicios o bellezas naturales que generalmente busca un turista. Su nacimiento surge de un hecho desgraciado: el naufragio del “Esfinge”, un buque que sucumbió hace 130 años en las rocas de la península y cuyos náufragos fundaron el pueblo. No está clara, en cambio, la fecha de la construcción del faro que se levanta en la misma punta en que se produjo el accidente. Lo cierto es que desde hace 30 años no advierte a los navegantes; la falta de recursos para mantenerlo y las nuevas tecnologías de los buques lo hacen prescindible. Para llegar a Puerto Esfinge desde Buenos Aires hay que hacer un vuelo de dos horas hasta la capital provincial. Luego de un viaje terrestre de ochenta kilómetros atravesando un paisaje monótono, con vegetación rala y sin construcción alguna, se comienza a ver el mar. Tras un trecho por la carretera que bordea la costa aparece finalmente al cartel que anuncia la presencia del pueblo y se pasa por el faro abandonado, auténtico ícono del lugar. Avanzando hacia el sur, por la costanera que sigue la curva de una gran bahía, se pasa frente a un hotel de dimensiones desproporcionadas para el tamaño del pueblo, con dos edificios simétricos que unidos en el vértice se abren en ángulo hacia el mar, como queriendo abrazar la playa. Pero las pretensiones de grandeza originales quedaron por la mitad al quebrar la empresa que lo construía y, si bien un cartel anuncia la reanudación de la obra, sólo una de las dos alas está operativa. Se nota, además, que hace años que funciona así, y

la parte habilitada ya muestra signos de deterioro. Un kilómetro y medio más adelante se llega finalmente al poblado de casas humildes y apariencia tranquila. El viento, que parece no calmar nunca en este punto perdido del mapa, ha formado una larga pared de algas en descomposición que descansa a lo largo de la playa. También es posible observar en la arena lobos marinos muertos por una epidemia que, según los bomberos que se encargan de recogerlos, aparece cada cinco o seis años. Cuentan que una vez apareció una gran ballena muerta en la playa, el maxilar está colgado en el museo municipal. En la calle principal hay comercios que ofrecen artesanías (el faro en miniatura es la más común), remeras estampadas con motivos de fauna del lugar y alfajores regionales. También se promocionan excursiones a dos sitios de interés en la zona: Salina Negra, una planicie de sal negra con algunos vagones de carga oxidados y en desuso desde hace más de cuarenta años; el otro sitio es una mina de carbón abandonada con visita guiada a las galerías subterráneas. La sensación de paz que el pueblo trasmite al visitante no es compartida por algunos de quienes habitan allí. Se habla del curioso síndrome de los “cuadros sin colgar”: aquellos que llegan a afincarse nunca llegan a colgar sus cuadros en las paredes ya que siempre están partiendo. Dicen que el lugar se revitaliza y cae en ciclos de dos o tres años. También se menciona que los turistas no saben que el lugar ostenta un triste récord de suicidios y psicosis. Sin embargo, y a pesar de lo descrito, el paisaje de Puerto Esfinge posee una rara poesía que desde su solitaria playa, desde la bruma que envuelve el faro y desde el viento que no cesa, invita a una experiencia de turismo interno, a un buceo por las cuestiones del ser.


Por Soledad Silva Como casi todas las ciudades-balneario, ésta contaba con un faro emblemático que hacía distinguir desde varios kilómetros a la redonda la presencia de un gran ojo iluminador. La construcción antigua y simbólica data de los años 40 y había sido construida por el arquitecto más popular de Puerto Esfinge. Desde el alto balcón de este faro la gente contemplaba toda la ciudad, así como lo hacía doña Rosa con su novio, que ahora es su marido, con quien lleva 60 años de casados. “Recuerdo que subíamos a la parte más alta y nos quedábamos varias horas mirando el cielo, los pájaros, el mar profundo y calmo; el viento nos daba en la cara y éramos muy felices”, cuenta emocionada la habitante. En la época de Rosa, la playa se llenaba de gente, familias enteras concurrían a sumergirse en las verdes aguas, e incluso venían residentes de otros balnearios cercanos por la popularidad que había adoptado. Con el paso del tiempo, el agua empezó a tomar un tono marrón, las blancas arenas se convirtieron en gruesas y pesadas piedras y poco a poco se fue haciendo cada vez más sombría e inhóspita. Antonio, el dueño del Gran Hotel Puerto Esfinge, mira hacia la costa y se queda pensando, con la mirada perdida, como buscando en su memoria viejos recuerdos: “Esta playa era la mejor de toda esta zona balnearia, las aguas eran limpias y la gente la cuidaba, daba gusto vivir acá. Pero de pronto, de un día para el otro, como si nada; el color del agua cambió, empezaron a aparecer algas y animales muertos en la orilla. Los márgenes de la costa parecían un cinturón interminable de costra negra y maloliente. Por eso la gente se empezó a ir”, sentencia. La ciudad quedó prácticamente despoblada, muchos emigraron y otros que llegaban vivían un par

de años y se marchaban sin poder adaptarse a esta enigmática y triste zona. Lo que se conoció como “el síndrome de los cuadros sin colgar”, según el relato de la cronista del diario local, Jimena Velázquez. Todos los proyectos turísticos y culturales de allí fracasaron, como lo fue el caso del gran Hotel Puerto Esfinge que quedó a medio construir. Pensaron que iba a ser la estrella del lugar, incluso planearon colocar un Casino allí, pero se dieron cuenta que no iban a tener turistas para llenarlo y las obras pararon y el hotel quedó con una zona terminada y otra a medio terminar. Esa parte hoy da miedo, su aspecto es de decadencia y abandono. Es una mancha gris que se combina con la opacidad del lugar. Cuando los asistentes al Congreso de Lingüística conocieron este lugar, en el cual iba a realizarse el evento durante cuatro días, quisieron huir pero ya habían viajado varias horas y no había marcha atrás. No podían creer que un balneario tan nombrado y reconocido en su época estuviera así de arruinado hoy por hoy. Sentados en el vestíbulo del viejo hotel se encontraban Ana Despina, Miguel De Blast, Silvio Naum, Rina Argi y Valner junto a Julio Kuhn, quien les dio la bienvenida como organizador del congreso.

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Recuerdos de lo que un día fue

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Investigan la paradigmática muerte de un hombre en un hotel costero

La lengua misteriosa Por Rosana Betbeder Es un lugar en el que nunca pasa nada, un balneario perdido en algún punto recóndito del país, donde el tiempo parece detenido, las noticias no abundan y la policía (casi) desconoce el ejercicio de sus funciones coactivas. El nombre del pueblo es Puerto Esfinge. Con el correr de los días, las crónicas sobre lo ocurrido el viernes pasado, se desperdigaron por los periódicos bonaerenses. Múltiples intentos de reconstruir una verdad indescifrable por su complejidad. La poco clara muerte de un hombre estudioso del lenguaje de los ángeles, convocado a dictar una charla en un congreso de lingüistas y traductores en el hotel El Faro, condujo a esta periodista a intentar profundizar en la rareza de este caso. El hotel tiene una extraña forma en ele. La construcción está sin terminar y su deterioro da cuenta del tiempo transcurrido. Puerto Esfinge, a simple vista, parece un pueblo más, con una pequeña costa, un faro, un puerto y alguna que otra belleza natural. Sin embargo, con el correr de las horas, y al charlar con los pobladores, cierta resequedad impregnada en el aire conduce a intuir la existencia de un misterio a desentrañar. “En Puerto Esfinge la gente va y viene, ya estamos acostumbrados a que pasen cosas raras”, dice Venancio, el dueño del bar de la calle principal. “Todos los años ocurre. La gente huye de la ciudad, se instala y luego de un día para el otro desaparece o se mata”, repite mientras mira por la ventana que da a la catedral, como buscando a lo lejos una respuesta. Según dicen, las casas quedan deshabitadas. Algunos se llevan sus cosas y otros simplemente desaparecen. Es un pueblo que parece siempre a medias,

sin terminar. “Padece el síndrome de los cuadros sin colgar”, dice Julio Kuhn, un lingüista bonaerense, director del Departamento de esa disciplina en la Facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad de Buenos Aires. Kuhn parece mimetizado con el entorno. Su estadía en el hotel, que pretendía ser de cuatro días, lleva ya una semana. Tiene la mirada perdida y sostiene con largos dedos de oficinista un cigarrillo Marlboro, del que inhala hondas bocanadas, mientras su pie izquierdo juega con el borde levantado de la alfombra del hall. Es el primer año que organiza el Congreso de lingüistas y traductores en Argentina, al que llamó Traducir: ¿es decir o descubrir? En este evento participaron profesionales de varias nacionalidades, que estudian la lengua desde diversos anclajes: la traducción, el análisis comparativo entre lenguas y otras vertientes del estudio lingüístico, vinculadas a fenómenos paranormales y/o esotéricos. Este último abordaje era desarrollado por el fallecido Sr. Valner. Fiel a su profesión de lingüista, no pudo evitar tejer conexiones entre la etimología del término “esfinge” (que da nombre al balneario) y la misteriosa muerte ocurrida recientemente en el hotel. “Una esfinge es un enigma, no solo en su significado más literal, que refiere a una construcción arquitectónica similar a una estatua, en general un animal mitológico o deidad; sino también en el plano simbólico, cuando se intenta mediante una comparación, inferir que algo (ya sea un objeto o persona) encierra un misterio”, dice Kuhn. Sobre las causas de la muerte, advierte que no

son claras y lleva a que la gente especule. No es partidario de vincularla con la tendencia suicida de algunos pobladores, y describe al fallecido como una persona más bien parca, hostil y un tanto conflictiva. Opina que es algo apresurado considerar la posibilidad de un homicidio; en tanto, la policía investiga los hechos y no ha descarta ninguna hipótesis. Mientras enciende un tercer cigarrillo y su mirada insistente al reloj de pared indica que es hora de terminar la entrevista, le pregunto si volvería a visitar Puerto Esfinge. Demora unos segundos y responde: “Este pueblo tiene algo que atrapa y al mismo tiempo repele, una especie de aura que recubre todo. Verdaderamente no sé si volveré, en realidad aún no sé si podré irme”, y sonríe.


El misterio de las lenguas antiguas Por Gabriela Fernández Víctor Valner, pocos días antes de morir, habló de su enigmático oficio. Licenciado en Lengua, dedicó su vida a la investigación de los signos y a develar el misterio de las lenguas antiguas y de las profecías. En los inicios de la década del setenta cursó estudios de semiótica en la Universidad de Buenos Aires para egresar, finalmente, de la Universidad Nacional de la Plata en el año 1979. En 1980 condujo con éxito un programa de radio que emitía CX 40 llamado “El tiempo”. Dos meses antes de su inesperada muerte había viajado a Inglaterra para sondear en profundidad la vida de John Dee, ocultista inglés. En la planta alta de una vieja casa del Barrio San Telmo, tenía el estudio donde recibía a todo aquel que se interesara en su oficio. El pesado cortinado violeta cubría las ventanas que daban a la calle y la luz amarillenta de una portátil, apenas iluminaba la habitación. Vestido de traje negro y camisa blanca, Valner esperaba sentado en un sillón de estilo victoriano. Delante, en una pequeña mesa, se apoyaban distintos elementos que parecían destinados a sus investigaciones. Se puso de pie para el saludo. Sorprendían los anillos de la mano derecha con sus extrañas formas de luna, ojo, avispa y corazón. Muy lejos de pensar que a los pocos días sería víctima de una muerte inexplicable en Puerto Esfinge, una lejana localidad del sur de la provincia de Buenos Aires, respondió con cortesía varias preguntas y conversó sin tapujos sobre su actividad. –¿Qué es la lengua enoquiana?

Es un idioma universal de signos hablado por los ángeles en el paraíso, antes de la Torre de Babel. El nombre de la lengua proviene de Henoc, el ángel que al subir al cielo se convierte en el consejero de Yavhé. Hoy ese ángel es Metatrón y tiene como cometido comunicar el reino divino con el terrenal. Cuando el hombre quiso construir la Torre para alcanzar el cielo, Yahvé no lo permitió. Bajó del cielo y confundió su único lenguaje. El hombre se dispersó por la Tierra y la Torre de Babel no se terminó de construir. Este idioma nunca más fue hablado por el hombre. –¿Quién era John Dee? Era un matemático, astrólogo y ocultista inglés que vivió en la época del Renacimiento (Siglo XVI). Fue el primero en comunicarse con los ángeles utilizando la lengua enoquiana de la que le hablé recién. En los primeros tiempo utilizaba solamente una bola de cristal. Posteriormente contó con la colaboración de un médium, Edgard Kelly, con quien trabajó muchos años. Vivió en Polonia y al regresar a Londres fue acusado de estafador y brujo. Encontró sus pertenencias destruidas: entre ellas su prolífera biblioteca. –Hace poco usted estuvo en Inglaterra. ¿En este viaje investigó acerca de la vida de John Dee? Efectivamente. Viajé en busca de la “piedra negra”, uno de los elementos que utilizaba para entablar esa comunicación con los ángeles. Era como un espejo en donde se reflejaban las visiones que luego se traducían traducidas por el médium. Hoy está en

el Museo Británico del que había sido sustraída. Luego la volvieron a recuperar. –¿Tuvo éxito con la gestión? Presenté la nota solicitando me permitieran verla y además tuve una entrevista con el Director del Museo. Quedó de llamarme pero aún no he tenido noticias. –¿Cómo se despertó su interés por esta lengua? Desde joven me interesó la metafísica y la astrología. Este interés se acrecentó al estudiar lengua y semiótica. El análisis del origen de la lengua en los seres humanos fue primordial para mí. –¿Conoce la lengua del Aqueronte? ¿Tiene algo que ver con la lengua Enoquiana? Sí, la conozco y probablemente más adelante pueda contestarle certeramente esta pregunta. La próxima semana asistiré a un Congreso de traductores y lingüistas en Puerto Esfinge. Fui invitado por el organizador a instancias de S. Naum, gran amigo, quien escribió un libro acerca de la lengua del Aqueronte. Muchos enigmas encierran el estudio de estas dos lenguas. La del Aqueronte se supone que es la lengua de los infiernos. Dicen que Dante la conocía y que la incluyó en la Divina Comedia, en uno de los círculos del Infierno, entonces, la lengua enoquiana sería la de los ángeles y la del Aqueronte, la de los infiernos. Pero como le dije, sería mejor continuar esta entrevista luego del Congreso. Tendría más elementos para aportar. Víctor Valner no pudo conceder una segunda entrevista. Aún hoy no se sabe la causa de su muerte:

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Entrevista al Sr. Valner

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si fue accidente, asesinato o suicidio. En el mismo congreso también murió S. Naum, autor del libro de la lengua de Aqueronte y amigo íntimo de Valner. ¿Qué misterio encierran las lenguas enoquiana y del Aqueronte? ¿Tienen vinculación con estas fatídicas muertes? Son interrogantes que han quedado sin respuesta; se espera que en breve, los investigadores encuentren una explicación razonable a los hechos sucedidos en Puerto Esfinge.

Entrevista a Valner

Palabras más, palabras menos Por Lucía Pedreira Pactamos la entrevista por mail y no encontré en internet fotos suyas como para poder identificarlo, pero cuando entré al restaurant del hotel no tuve ninguna duda de que el entrevistado era aquel hombre de barba blanca, boina para el costado, de unos setenta años, elegante y misterioso. –¿Señor Valner? –Mucho gusto –dijo estirando su mano en la que brillaban raros anillos de piedra y metal. La excusa para nuestra cita era la charla que iba a dar en el Congreso de Traducción. Su voz parece venir de un ser superior: está convencido de sus verdades. –Tuve varias revelaciones en mi vida –confesó. Como anticipándose a lo que pudiera concluir de su persona por sus declaraciones me habló de un tal Nemboru, un ruso que creía más en lo que la gente callaba que en lo que decía. –¿Cuál es su relación con el esperanto hoy? Sé que lo ha defendido en el pasado. –En algún momento fui su mayor apologista, pero las cosas cambian en este mundo tan vibrante y las lenguas artificiales han avanzado tanto… Ya no tiene valor ser un iniciado, pero no reniego de mi conocimiento del esperanto. Reniego a veces de lo frívolo que puede sonar presumir de pertenecer a una elite. –¿Tiene con quién hablar esa lengua? –Soy mi propio interlocutor la mayoría de las veces… Siempre busco el lenguaje más apropiado, ese es el problema de los traductores. Los extraterrestres no aprenden ningún idioma cuando se comunican con nosotros y sin embargo logran transmitir su mensaje.

Parecía estar pensando en otra cosa. Se quedó mirando un punto del infinito y luego continuó: “Los profetas que me han hablado no eligieron mi lengua materna para exigir sus demandas y mostrarme el camino”. Tratando de volver al tema que nos había reunido le pregunté: –Su charla en el congreso es sobre la lengua enoquiana, ¿qué nos puede contar de ese particular lenguaje? –Estoy escribiendo la biografía de John Dee, un mago inglés inventor de lenguajes cifrados. La lengua enoquiana le fue transmitida por los ángeles, hablaba con ellos a través de una piedra negra, pulida como un espejo. Enmudeció. Sus ojos se clavaron en un punto del techo y como un zombi comenzó a caminar. Se fue escaleras arriba. Di por terminada la entrevista.


Por Soledad Silva En el Hotel Internacional del Faro se celebró durante cuatro días un Congreso sobre Traducción. A él asistieron profesionales del área que expusieron sus disertaciones con el fin de debatir las últimas tendencias entre los eruditos. El organizador de la actividad, el traductor Julio Kuhn, nos llevó a recorrer las instalaciones y nos condujo hasta la sala principal de conferencias la que, a capacidad llena, esperaba por la próxima expositora, la joven Ana Despina. Sentada frente a Ana en el bar, compartiendo un café y buena música de fondo, observo sus rasgos italianos, cutis bien blanco, cabello negro y luminoso y una mirada intensa, profunda. Sus manos se mueven un tanto nerviosas. –No estoy muy acostumbrada a las notas. –Recién estabas ante un mar de gente y no parecías nerviosa. ¿Qué te motivó a elegir el libro Mi Hermana y yo de Nietzsche como tema para la conferencia? –El libro Mi hermana y yo y la historia que lo rodea es un verdadero conglomerado de circunstancias que van más allá del tema al que yo me dedico, la traducción, sino que marcan una historia que incluye las relaciones familiares, el engaño, la política, la sociedad e incluso la salud mental del autor. Es un tema que me pareció muy atractivo y que creí lo sería para el resto de mis compañeros. –¿Cuánto tiempo llevó la investigación que presentaste en la conferencia? –Te diría que casi un año, entre recabar toda la información sobre esta obra póstuma, luego estudiarla, compararla, criticarla, hacer hipótesis y concluir.

Lo más fácil en realidad fue adaptar toda mi investigación para esta conferencia, una vez que Kuhn me convocó lo armé bastante rápido, obviamente el trabajo mas duro ya había pasado. –¿Por qué Nietzsche? ¿Qué destacas de su obra? –Al autor lo elegí por lo que te dije anteriormente, porque fue y sigue siendo un personaje muy rico desde su pensamiento crítico, pasando por su historia de vida, la época en la que vivió, cómo vivió, de qué personas se rodeó, cómo murió y el legado que dejó. Durante el último tiempo de vida de Nietzsche escribió el libro Mi hermana y yo y lo dejó a cuidado de un compañero para que no cayera en manos de su hermana, Elisabeth Forster Nietzsche, ya que en esas líneas él contaba la verdadera relación con ella y el acercamiento que la misma tenía al pensamiento nazi. Otro de los fragmentos póstumos del autor que la hermana distorsionó fue La voluntad de poder. También están El Anticristo y Ecce homo, trabajos de un gran contenido radical. El bar comenzaba a llenarse. La gente conversaba animosa y nos apartamos para poder escucharnos mejor. –En la disertación mencionaste tu estudio exhaustivo sobre la edición norteamericana, ¿cuánto tiempo te llevó estudiarla y qué encontraste? –Me llevó un par de meses, días y noches, fue un trabajo duro pero tuvo sus frutos. Partí de la hipótesis central de que la lengua de traducción, por más fluida que sea, arrastra vicios de la lengua que está debajo. Esto impide la familiaridad y por lo contra-

rio provoca un efecto de lejanía. Como lo dije en la charla, los libros escritos en nuestra propia lengua los leemos como miopes, acercándolos demasiado a los ojos. Pero los libros traducidos los alejamos para que se vuelvan nítidos. –Y llegaste a la conclusión de que la lengua original era alemana. –Exactamente, detrás de la edición de 1950 había un original alemán escrito en 1890 por Nietzsche, cuando estaba internado en la clínica psiquiátrica de Basilea. Se dice que él entregó ese libro a otro internado de allí para protegerlo y que no cayera en manos de su hermana. Según el filósofo Walter Kaufmann, un tal Plotkin le reveló antes de su muerte que él había sido el verdadero autor de esa obra, pero la veracidad de la historia fue muy cuestionada.

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Entrevista con Ana Despina

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Friedrich Wilhelm Nietzsche: maestro de la sospecha Por Martha Cecilio Es uno de los pensadores modernos más influyentes, si bien vivió en el siglo XIX. Fue filósofo, músico, poeta y filólogo. De nacionalidad alemana, nació en el pequeño pueblo de Sajonia, Röcken, en 1844 y murió en Weimar en 1900. Sus contemporáneos rechazaron su pensamiento, lo que derivó en su profundo aislamiento; llegó a afirmar que le sobraban ejemplares de las obras que -a su costo- editaba en tirajes menores a 50 ejemplares, por no tener a quien regalarlos. Desde el análisis de las actitudes morales, positivas y negativas hacia la vida, estudió la cultura, la religión y la filosofía occidental y su vasta crítica derivó en una cosmovisión que le otorgó gran reconocimiento recién hacia mediados del siglo XX, e incidió particularmente en el desarrollo de las corrientes filosóficas francesas y alemanas. Inició su actividad académica con sumo destaque, pero su labor intelectual progresivamente sería incomprendida. Descendiente de una familia fervorosamente religiosa, con tradición de pastores protestantes –su abuelo y su padre lo fueron–, en 1864 comenzó estudios de teología en la universidad de Bonn. Tras un semestre los abandonó para dedicarse a la filología clásica, que luego continuó cursando en Leipzig, hasta que entre 1865 y 1866 conoció la obra de los filósofos Schopenhauer y Lange que lo motivaron a estudiar filosofía. En 1869 cuando aún era estudiante, por recomendación de uno de sus profesores, fue invitado a ejercer la cátedra de filología clásica en la Universidad de Basilea; y en ese año la Universidad de Leipzig, valorando sus investigaciones, le concedió el título de doctor, sin exigirle las pruebas estatuidas. Permaneció en su cátedra diez años, hasta que se retiró por razones de salud. No obstante, las disonancias académicas ya comenzaron en 1872 con la publicación de su primer libro: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, donde planteó una nueva postura filosófica desde la justificación de las posiciones dramáticas del compositor Richard Wagner, quien para Nietzsche representaba la renovación de la cultura alemana. En los siguientes cuatro años, incrementó su distancia respecto al pensamiento dominante; publicó cuatro radicales ensayos, críticos de la cultura alemana, los que posteriormente reunió en su libro Consideraciones intempestivas. Se ha señalado que con ideas y frases duras Nietzsche impacta sobre el lector como un “meteorito intelectual”. Más aún, él mismo afirmó que pensaba “a martillazos”. Prácticamente toda su obra, de brillante escritura, expone su forma tumultuosa de pensar a través de fragmentos breves y aforismos. En una página, o

incluso en una línea, reflexiona con fuerte ironía sobre un tema, ya sea un momento histórico, un personaje, o un suceso. Se ha especulado que ese estilo sería consecuencia de sus persistentes jaquecas, vómitos y baja visión, que sólo le permitían trabajar en lapsos acotados. Hacia 1878 se produjo una inflexión en su pensamiento al rechazar muchas de sus afirmaciones anteriores. Con la publicación de Humano, demasiado humano inició lo que se ha considerado una segunda etapa en su producción intelectual; postuló aforismos sobre metafísica, moral, religión y sexo, fundamentando el agotamiento de la civilización europea judeo-cristiana, distanciándose así de la filosofía de Wagner y Schopenhauer. De modo coincidente, abandonó la amistad con el compositor por considerar que su obra incorporaba elementos del cristianismo y por rechazar lo que valoró como posturas chovinistas y antisemitas. Entre 1879 y 1889 actuó como filósofo independiente y residió en diferentes ciudades europeas en la búsqueda de climas más adecuados para su frágil salud (St Moritz, Génova, Rapallo, Turín, Niza). En este lapso elaboró prácticamente un libro por año y en 1888, el último en que escribió, realizó cinco libros. Su pensión de profesor retirado y la ayuda de algunos amigos, resolvían su sustento. Con la publicación de La gaya ciencia en 1882 comenzó su tercera etapa, ya no sólo crítica, sino afirmativa. En esta obra, con la demoledora afirmación “Dios ha muerto”, proclamó el fin de lo absoluto y la devaluación de los valores de la cristiandad por evitar el desafío de encontrar el sentido en la vida terrena y crear una proyección espiritual, donde la mortalidad y el sufrimiento eran suprimidos en vez de transcendidos. Pero para el filósofo, la muerte de Dios representaba la apertura de un horizonte infinito, la posibilidad de crear más allá de todo límite, proponiendo en Así habló Zaratustra (1883-1885), las ideas de “voluntad de poder”, “super-hombre” y “eterno retorno”, ideas que fueron objeto de interpretaciones equívocas desde lo político. Con esta trilogía, Nietzsche señala que la “voluntad de poder”, es el principal motor del hombre, es la motivación para lograr sus deseos, que el “super-hombre” representa el propósito de la superación del hombre en el presente, y que el “eterno retorno”, es la elección de vivir de forma tal, que si se tuviera que volver a vivir la vida propia, pudiera hacérselo sin temor. Algunos autores señalan que los conceptos de “super-hombre” y “eterno retorno” deben considerarse asociados, señalando que Nietzsche manifiesta que el hombre logrará transformarse en el super-hombre cuando logre vivir sin miedo.


El vitalismo Las reflexiones de Nietzsche se inscriben en el vitalismo, término que designa a corrientes de pensamiento diversas, con particular desarrollo entre mediados del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Conciben a la vida como una realidad que no puede ser entendida en términos ajenos a ella misma, y se diferencian según el concepto de vida que sustentan; siendo sus dos corrientes principales: la que postula la vida en su dimensión biológica (Nietzsche), y por otro, la que la inscribe en términos biográficos e históricos (Ortega y Gasset). Para Nietzsche la vida tiene valor en sí misma. Discutió las interpretaciones que propugnaban que la idea (el pensamiento) es superior al cuerpo. Exaltó los aspectos

instintivos, irracionales, manifestando que es creación y destrucción, ámbito de alegría y de dolor. Identificó a la vida como una alternativa a las ilusiones creadas por la religión y la ciencia; afirmó que la historia del pensamiento humano es la historia de la negación de la vida; que esa historia es la construcción de un modelo de hombre que jamás existió ni existirá. Estos énfasis han llevado a considerar que la totalidad de su filosofía es el “intento más radical de hacer de la vida lo Absoluto” y que por esta razón creyó posible medir el valor de la metafísica, la teoría del conocimiento y la ética, desde su oposición o afirmación de la vida. Crítica a la cultura occidental En su obra juvenil El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, cuestionó la interpretación tradicional y prevalente, que situaba la época gloriosa del mundo griego en el siglo V A.C., el denominado siglo de Pericles, e identificaba a Sócrates y Platón como los iniciadores del mayor aporte de la tradición occidental: la racionalidad. En contraposición, Nietzsche valoró a la Grecia arcaica, e identificó en el siglo V A.C. el comienzo de la decadencia del espíritu griego. Para los griegos antiguos, sin tener una noción del infinito y de las galaxias, la vida era un juego de fuerzas intensísimo e infinito, muy superior al hombre. Era un flujo de cambios constantes, que no era posible dominar. La idea de conocer era casi una afronta, la idea de verdad no era clara, en consecuencia el hombre solo podía pretender construir perspectivas de interpretación del mundo, y esas, son los mitos; la mitología griega es una forma de pensamiento, que parte del arte como mediación. Según el filólogo clásico Bruno Snell (1896-1986), los mitos deben ser considerados, no como algo en lo que literalmente creían lo griegos, sino coma una zona común de esa sociedad, como lo único que tenían para entender el mundo, por lo tanto, eran una realidad. Nietzsche consideraba que el aporte de ese mundo arcaico consistía en armonizar dos dimensiones básicas de la realidad: el mundo como totalidad racional y ordenada, representado por Apolo, y la vida en sus aspectos instintivos e irracionales, representados por Dionisio. Más aún, consideraba que lo dionisíaco era el verdadero fondo de la realidad. En la obra referida, señaló la tensión entre el principio apolíneo y el dionisíaco. Consideraba que en la tragedia los artistas expresaban el consuelo a través de las bellas formas, frente a lo dionisíaco, amenazante y disolvente. La tragedia era la catarsis de los griegos, que retornando de un dios a otro expresaban la factibilidad del eterno retorno, y señaló que el par formado por el hombre y el poder constituía una de las dicotomías principales. Pero para Nietzsche la tragedia entró en crisis en el siglo V AC debido al optimismo racionalista representado por Sócrates y Platón; y con ellos se inició la decadencia occidental al

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En lo que se ha designado como la “cuarta etapa”, donde el filósofo retorna al planteo crítico, comprende Más allá del bien y del mal, La genealogía de la moral, El crepúsculo de los ídolos y, ya próximo a su deterioro intelectual, su propia autobiografia Ecce homo, donde afirmó “Alguna vez unido a mi nombre irá algo gigantesco, una crisis como jamás sucedió en la tierra. No soy un hombre soy dinamita”. Conocedores de la filosofía nietzscheana han señalado que esta obra junto a El caso Wagner y a El Anticristo, donde incluso formuló el articulado de una ley contra el cristianismo, constituyen los últimos testimonios apresurados de quien ya bordeaba la locura. Su estéril espera de reconocimiento lo llevó a concluir que esa incomprensión se debía al carácter futuro de su pensamiento –lo que registró en el prólogo de El Anticristo– y a afirmar que su creciente soledad era voluntaria. Sus casi inexistentes vínculos académicos y sociales, junto al deterioro de su siempre frágil salud, derivaron en la demencia, que a la par de una parálisis progresiva, padeció prácticamente los últimos diez años de su vida. En ese lapso, dos de sus pocos amigos, el teólogo e historiador Franz Overbeck y su secretario y exalumno Peter Gast, organizaron los trabajos no publicados y realizaron algunas ediciones de acotado tiraje. Pero desde 1893, su hermana Elisabeth Nietzsche a su retorno de Paraguay tras el suicidio de su marido, un antisemita que procuró instalar una comunidad alemana en ese país, tomó el control de los trabajos. En 1894 fundó el Archivo Nietzsche y desde una adoración enfermiza por su hermano, pautada por una relación de desencuentros y reconciliaciones, realizó diferentes escritos sobre su biografía. El trabajo de varios autores permitió depurar los añadidos del fascismo que ella introdujo en la interpretación de la filosofía nietzscheana. Admiradora de Hitler, quien la visitó en el Archivo, se la responsabiliza de falsear la imagen del filósofo y se la considera, en parte, responsable de la vinculación que se realizó entre el filósofo y el nacionalsocialismo.

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inventar un mundo de legalidad y racionalidad, caracterizado por la fe en la razón y el desprecio al mundo de lo corporal, identificando lo dionisíaco con el no ser y la irrealidad. En sucesivos ensayos afirmó que la degeneración de la cultura por la filosofía griega triunfó en occidente, con la consolidación del monoteísmo y de la moral judeocristiana. La crítica de Nietzsche refierió a todos los ámbitos: a la filosofía, a la religión, a la moral. Críticó a la filosofía, que por valorar a la razón creyó en el conocimiento objetivo del mundo separado de lo subjetivo (imaginación, sentimientos, instintos). Señaló que el conocimiento es relativo, por depender de la perspectiva vital de quienes lo crean. Criticó a la religión, por considerar que no es una experiencia verdadera. Es el hombre quien creó a Dios y la noción de Dios, así como de todas las metáforas análogas, (como la naturaleza, el progreso o la ciencia) que tomadas en un sentido absoluto la sustituyen para expresar la verdad y el bien y como dadoras de sentido a la existencia, sólo ocultan el contenido trágico de la existencia. Sólo aceptando la “muerte de Dios”, o sea la inexistencia de lo absoluto, podremos vivir “en el devenir”, lo cual es esencial para el surgimiento de super-hombre. Enjuició al dogmatismo de la moral tradicional (judeo-cristiana) por creer en la objetividad y universalidad de los valores, constituyendo una moral de resentimiento contra los instintos, Consideró que los valores son creados por las personas, son proyecciones de sus subjetividades, sentimientos e intereses, por eso se modifican en el transcurso del tiempo y en cada cultura. “Los tres maestros de la sospecha” Paul Ricoeur, filósofo y antropólogo francés, (1913-2005), a partir de una profunda interpretación de los textos, identificó a Marx, Freud y Nietzsche, como fundadores de discurso y los denominó “los tres maestros de la sospecha”. Según Ricoeur, Descartes rechazó las verdades recibidas, fundamentó que las cosas no son como aparecen, pero no dudó que la conciencia fuera como se aparece a sí misma. En contraposición, “los tres maestros de la sospecha”, desde diferentes puntos de partida, concluyeron que la conciencia se enmascara. Pero de modo independiente al análisis de Ricoeur, la expresión se ha popularizado y se la ha empleado desde la filosofía hasta la crítica de cine, expresando uno de los núcleos principales del debate cultural de fines del siglo XX y del presente. En este debate, ha interesado el aporte de los tres pensadores en tanto cuestionadores del racionalismo dominante en la cultura occidental, por considerar que la razón pretendía justificar impulsos más profundos: “el materialismo económico” para Marx, “la voluntad de poder” para Nietzsche y “lo inconsciente”, expresado en el deseo sexual, la frustración y la agresividad, para Freud. También ha integrado el

referido debate, el ateísmo postulado por los tres pensadores, quienes, por razones más morales que lógicas, concluyeron que la construcción de la existencia de Dios constituía una mentira interesada. Corresponde señalar además, que la producción intelectual del los “tres maestros de la sospecha” junto a los aportes del sociólogo alemán Max Weber, constituyeron los pilares teóricos principales de las investigaciones de la denominada Escuela de Frankfurt, centradas en el estudio multidisciplinario de la ideología, las cuales han realizado aportes sustanciales para el desarrollo del pensamiento de nuestro tiempo. Y finalmente, centrándonos en Nietzsche, quien en una de sus cartas afirmó “Mi existencia es una carga espantosa: la hubiera rechazado hace mucho tiempo, de no ser por las experimentaciones tan instructivas en el dominio intelectual y moral” (carta al Dr. O. Eisse 1879), se observa que algunos de sus textos son estremecedores; y que en su transvaloración de los valores tradicionales transita por caminos riesgosos, por lo cual, no extraña que se hayan generado interpretaciones monstruosas a partir de ellos. No obstante, como ha dicho Remedios Ávila, en el Congreso Internacional “Nietzsche y la cultura contemporánea” realizado en Málaga en el 2008: “Nietzche es un clásico” y para explicarlo cita a Italo Calvino, quien afirma que un clásico es alguien que nunca termina de decir lo que tiene para decir. Materiales consultados Friederich Nietzsche - Parte 1y 2 http://www.e-torredebabel.com/Historia-de-la-filosofia/Resumenes/Nietzsche-Resumen.htm Nietzsche, José Pablo Feinman; Filosofía aquí y ahora, You Tube Nietzsche, Viviane Mose; Café filosófico, You Tube Nietzche, Fernando Savater, La aventura del Pensamiento, You Tube. I Congreso Internacional “Nietzsche y la cultura contemporánea”; “Tesis”; You Tube Nietzsche, Ivo Frenzel, Biblioteca Salvat de grande pensadores, 1985.


Por Lucía Pedreira El fin de semana nos dejó, al paso del Congreso de Traducción, una ola de suicidios. La conmoción aún se apodera de Puerto Esfinge y de sus pobladores que atónitos intentan entender de qué se trata la lengua de Aqueronte, tan nombrada por estas horas. Cuatro traductores alojados en el Hotel Internacional del Faro, que asistían al congreso organizado por Julio Kuhn decidieron terminar con sus vidas. Uno de ellos permanece internado en estado de coma en el hospital provincial. La policía manejó distintas hipótesis, desde asesinato hasta pacto suicida. Según Miguel De Blast –uno de los traductores participantes– sólo sería suicidio la última de las muertes. En el resto de los casos, según declaró este profesional al comisario Guimar, la muerte respondería a un oscuro conjuro relacionado con la mitología griega, a Caronte y al río Aqueronte. Los tres muertos y quien permanece en coma tenían en su boca una moneda fuera de circulación cuando fueron encontrados. La tradición griega obligaba a enterrar a los difuntos con una moneda en la boca: se suponía que con eso se pagaba el viaje a través del río Aqueronte. Los difuntos eran trasladados por Caronte, el barquero del Hades –antiguo inframundo griego– si tenían cómo pagar; en caso contrario las almas estaban condenadas a vagar cien años, antes de que Caronte las cruzara gratis. Atendiendo a las excentricidades de los oradores en el congreso, no se podría descartar ninguna hipótesis, pero la verdad es que resulta difícil adjudicar tres muertes a una simple mitología sepultada hace siglos. El Muro de la Bertol pudo hablar con el traductor Miguel De Blast. Reticente a dar declaraciones duran-

te las primeras horas de sucedidos los hechos, finalmente accedió y nos explicó cómo se fueron dando los acontecimientos, según lo que él entendía que había ocurrido. La primera muerte fue la de Valner. Fue encontrado en una piscina casi vacía, hundido en cinco centímetros de agua, en la azotea del área del hotel que está sin terminar. La última persona que lo vio con vida fue una colega del diario local a quien le habían encargado hacerle una nota. La periodista narró que mientras lo seguía para poder entrevistarlo, Valner hablaba solo, en un idioma completamente desconocido para ella y que lo último que oyó fue el ruido que hizo Valner al caer desde la terraza a la piscina. Se supo que estaba obsesionado con la lengua enoquiana, perteneciente a los ángeles y se manejó la posibilidad de que, preso de esa obsesión, haya escuchado el llamado de los ángeles, y por eso decidió suicidarse. El médico confirmó que murió por el golpe producto de la caída, no se encontraron señales de violencia. La siguiente suicida –o víctima de Aqueronte– fue Rina Agri que había dado muestras, según declaraciones de otros participantes del congreso, de no estar en todas sus facultades mentales. En una de las conferencias se la vio hablando sola y otros manifestaron que caminaba “como sonámbula”. Fue encontrada muerta en la bañera de su habitación. Al encontrar a Rina Agri, a raíz de la indagatoria realizada por el comisario Guimar, se supo que el primer día del congreso, se habían reunido en comisión Valner, Agri y Zúñiga, para discutir sobre las lenguas míticas. Ante esa constatación se inició la búsqueda de Zúñiga en el intento de evitar su suicidio. La últi-

ma vez que lo vieron increpaba a la víctima restante, Naum, con quien tuvo una discusión en la que pronunció palabras desconocidas, que según De Blast podrían tener “un lejano parentesco fonético con la pronunciación del griego ático”. Estuvo en una farmacia, donde intentó deshacerse de una moneda que ya no se utiliza. Finalmente, lo encontraron frente a la playa, tenía algas en la cara, en la cabeza, en las ropas húmedas, como si hubiera estado arrastrándose por la arena. Habló de un río y un pantano. Delirios probablemente. Fue conducido a la sala de emergencias de Puerto Esfinge y finalmente al hospital provincial donde aún permanece en estado delicado. Atando cabos se supo que Naum también participaría de la reunión que mantuvieron el primer día Valner, Agri y Zúñiga pero no pudo llegar por problemas con los vuelos. La reunión trataba específicamente sobre un diccionario de las lenguas míticas, que Naum coordinaba desde hacía mucho tiempo. Antes de suicidarse, Naum les confesó a Miguel De Blast y Ana Despina -otra traductora- cómo había surgido el grupo de investigación sobre las lenguas míticas. Luego de la publicación del libro sobre alquimia El sello de Hermes, Naum recibió una carta de un estudiante griego que firmaba como “Andreas Savidis, su hermano en la lengua del Aqueronte”. La curiosidad hizo que lo citara para saber de qué se trataba. Cuando se reunieron, el estudiante le explicó que había recibido esa lengua por trasmisión directa de un viejo profesor, poco antes de morir. Una de las tradiciones de dicha lengua indica que quien la sabe puede conquistar a la muerte, siempre que la guarde para sí mismo y se resista a hablarla. A pesar del pe-

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Temporada de suicidios

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dido de confidencialidad que le hizo Naum, el estudiante les dio esa misma información a Agri, Valner, Zúñiga y quién sabe cuántas personas más. Según lo que había dicho el joven, la lengua de Aqueronte había que hablarla con una moneda en la boca y cerca del agua, así comenzaban “las visiones”. Naum les dijo a sus colegas que “la lengua de Aqueronte es una invitación a cruzar el río. Si uno se resiste a hablarla, si uno la domina, el secreto se revela”. El joven murió de una sobredosis de broncodilatador; Naum dijo que el chico creía que la posesión de la lengua lo haría vivir eternamente. Pero aparentemente, después de cierto punto “no es uno el que habla la lengua; es la lengua que habla a través de uno”. Sabiendo esto, De Blast y Despina increparon a Naum sobre si había informado al resto de los involucrados acerca del posible poder de esta lengua. Naum no les había dicho nada. según la hipótesis de De Blast, llegó un día después para evitar la reunión con ellos y ver los resultados que la charla de los otros tres podía tener. En uno de sus libros sobre traducción, Naum se pregunta: “¿No son las drogas alteraciones o correcciones al idioma secreto que habla el cerebro?”. Quizás tanta traducción haya dejado a estas personas sin un cable a tierra, sin una conexión con lo real.

Entrevista a Miguel De Blast Por Javier Russo Boca abajo, hundido en el agua de una pileta de cemento ayer apareció el cuerpo de un hombre en el Hotel del Faro. El Sr. Valner participaba en un congreso de traductores que duraría tres días. Hasta el momento no se saben las causas de su muerte y la policía no tiene pistas aun. Todos los que estaban en el hotel en ese momento se encuentran bajo sospecha y no pueden abandonar el lugar. El Muro de la Bertol se hizo presente en el mayor hotel de Puerto Esfinge para saber más detalles sobre esta misteriosa muerte. Son las nueve de la mañana y la cafetería está lista para servir el desayuno pero hay muy pocas personas. Solo, en una mesa contra la ventana que da a la calle está Miguel De Blast, traductor de profesión. –¿Usted fue el primero que vio el cuerpo? –No, cuando yo llegué a la parte del hotel que está en construcción ya había varios colegas. El hotel esta construido en dos cuerpos. Una mitad estaba terminada y empezaba a decaer, la otra no tenía ni puertas ni ventanas. Un cartel inmenso anuncia la continuación de las obras, pero no hay ni maquinarias ni obreros trabajando. –¿Ud. piensa que fue un accidente o un asesinato? De Blast me mira y de inmediato vuelve la mirada hacia la ventana para seguir viendo la nada. –Eso lo dirá la policía. –¿Usted lo conocía de antes del congreso? –Sí lo conocía de antes. –¿Piensa que pudo ser un suicidio? ¿Tendría motivos para hacerlo? De Blast aprieta con los dedos el bolígrafo que tiene desde que empezó la entrevista. –No lo sé , creo que no… tal vez, no sé. –¿Tal vez? ¿Tal vez tendría motivos para hacerlo? ¿Por qué piensa que eligió este congreso para autoeliminarse? De Blast se incorpora de repente con los brazos tensos a los costados del cuerpo y los puños cerrados. –Yo no dije eso, y acá se terminó la entrevista , estoy esperando a una persona. –¿Lo incomodé con las preguntas? –Buenos días. De Blast se quedó parado mirando por la ventana hasta que nos retiramos.

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(Una historia de suicidios)

Por José Luis Rodríguez Albergati Domingo de tarde. No te cases ni te embarques, o de tu casa te apartes. Concepto fácilmente aplicable, ya que los juzgados no abren un domingo ni con un 38 en la sien del juez, la tasa de embarque la considero una estafa de poca monta (pero estafa al fin…) y sobre alejarme de mi hogar un domingo de tarde es fácil, en esas instancias de la semana quiero apartarme del mundo más precisamente. La depresión dominguera chamuya en mi oído, acompañada de la transmisión de un partido de fútbol que empezó con mal pie para mi equipo. Niños remontan cometas, parejas se manosean en espacios públicos, la gente se visita recíprocamente y deshoja las miserias ajenas. Yo me hundo en la cama y cazo debajo de la misma a mi Corán de la existencia: “Cien años de Mogadón”. Un libro que me acercó sutilmente mi ex pareja el día que nuestro idilio se quedó sin batería. Ejemplar sponsorizado por la farmacéutica Roche, donde se trata la temática del suicidio con frases de poetas surrealistas al pie de página, con fotos explicativas de los beneficios de los antidepresivos Rohypnol, Mogadón, Dalmadorm. Pastillitas mágicas que ofician de Mysoprostol para el dolor de alma. Dolencia que es sinónimo de autoeliminación o domingo de tarde perdiendo dos a cero al final del primer tiempo. El libro versa sobre cómo Durkheim, Pascal o Yabrán tomaron la temática del suicidio. Casualmente surgen fragmentos de obras poéticas que constituyen el grueso de autores de mi gris biblioteca. Eso enciende una luz de alerta en mi conciencia, ese motor físico que regula mi existencia irregular.

“Nadie o casi nadie es suicida toda la vida” dice el libro. Eso está cantado, querido Mogadón. Porque una vida entregada al suicidio casi siempre finaliza con un final de orquesta a pura bala o con una soga en el cuarto de los cachivaches. Y como el partido de la vida viene mal barajado para quien escribe, comienzo a estudiar las variables del acto que pienso cometer. Del otro partido ni hablo, nos echaron a uno al principio del segundo tiempo. Primero: Elegir el motivo que me lleve al suicidio. Domingo de tarde, solo como un can callejero, la tele me muestra karatekas y pseudofamosos bailando. Acá no hay vuelta varón. Segundo: Seleccionar el método. El arma de fuego es la más efectiva, el problema es que es una opción catalogada como sucia. Uno es una molestia en vida, lo único que falta es que se convierta en un inconveniente desde el más allá. Y tengo como cualidad sentir pavor a las armas de fuego. Nunca serviré para tomar el poder en nombre de los soviets o gatillar la escopeta con el dedo gordo del pie. Tener miedo hasta de suicidarse, es síntoma para efectivamente autoeliminarse. Decido optar por la cuerda. Conseguí una nuevita en la feria. Busco el lugar adecuado, un tirante en el galpón del fondo. Es hasta un final poético, me entrego al Hacedor sin ensuciar nada, con una flor en el ojal y un verso de Bretón en el bolsillo.

Pero el problema está en el nudo, más que en el nudo, en mí. Ya que nunca fui muy ducho con los nudos. De purrete soñaba con unos championes con velcro, sueño húmedo de proletario manco quizás… El asunto es que tengo una cuerda, un suicidio por finiquitar y un nudo imposible de perpetrar. En estos casos sería fácil pedir ayuda a un familiar y/o allegado, pero queda un poco inmaduro el pedir ayuda para que me hagan el nudo que posibilitará terminar con mi vida. Por lo que veo no es tan fácil terminar con esto que mis padres amorosa y erróneamente crearon. Podría elaborar una muerte a lo rocker, en medio de una festichola con excesos, chicas y más excesos. Pero no creo conseguir un par de damiselas oscuras amantes del metal para ésta noche. Estupefacientes tampoco, tocó operativo de saturación en el barrio, los milicos y Telenoche 4 no dejaron ni un pomo de Novoprén en la boca. La autoeliminación no es sinónimo de una solución efectiva para terminar con la vida o método maquiavélico para trascender hasta el confín de los tiempos. Por lo tanto, e intuyendo que voy a tener que esperar a la parca en vez de ir por ella, seguiré con mi libraco suicida bajo la cama y haciendo fuerza. Ya que mi equipo empató faltando tres minutos y tenemos un corner a favor. Nos queda un poco de vida todavía.

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Cien años de Mogadón

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Miguel De Blast: las palabras que no dicen, o los vericuetos del lenguaje Por Jorge Menéndez Miguel es traductor. Llegó al oficio después de haber estudiado Lingüística, carrera que cursó hasta casi recibirse. Un día comenzó a traducir como oficio temporal y, sin saber por qué, se quedó. Es curioso oírlo hablar de su vida: este artesano de las palabras nos recuerda una y otra vez, hasta sin quererlo, que demasiadas veces las palabras nada dicen. Relatándonos su partida al Congreso de Traducción de Puerto Esfinge, recuerda los consejos de su mujer: consejos en los que ella no creía y que esperaba que él no siguiera. Y también la alegría no maliciosa de su mujer ante su partida: se libraría, por una semana, de los dolores de cabeza e insomnios de Miguel. Nos habla de su encuentro con otros traductores y de sus presentaciones mutuas: “Nos dijimos nuestros nombres y nadie recordó ninguno”. De su encuentro con Julio Kuhn, organizador del congreso y viejo amigo suyo, señala: “Nos dijimos que estábamos iguales, y me habló de viejos conocidos. No me atrevía a confesarle que no sabía de quiénes me hablaba”. Refiriéndose a su ponencia nos dice: “Al terminar oí aplausos entusiastas. No me engañé: agradecían mi brevedad”. Y sobre los momentos posteriores a la muerte accidental de uno de los concurrentes al Congreso añade: “Tratamos de simular que la muerte de Valner nos había quitado el apetito, pero terminamos comiéndonos todo”. Uno de los grandes atractivos del congreso para Miguel era la presencia de Ana Despina, con quien diez años atrás había vivido un romance. Averiguó en

qué cuarto se alojaba, la llamó por teléfono y ella lo invitó a subir. Subió la escalara corriendo y llegó jadeando. Se abrazaron. Hablaron un rato de sus vidas, viajes y casamientos. “Pero no aparecía entre nosotros la verdadera conversación, la complicidad de los que se conocen bien desde hace años, ni la otra complicidad, la tranquilidad de ser desconocidos. Juntábamos palabras con una incomodidad creciente. Tenía muchas cosas para decirle y no dije ninguna”. Las palabras, las necesarias, las verdaderas, no estaban. No sólo esperaba ver a Ana Despina: también, a Naum, hacia quien tenía viejos resentimientos y celos. Naum era demasiado exitoso, demasiado talentoso, y para peor, diez años atrás le había robado a Ana. Miguel lo había conocido quince años atrás, en una editorial donde, entre otras cosas, redactaban enciclopedias y libros sobre jardinería, la cría de los ovejeros alemanes o lo que conviniese, con ideas sacadas de dos o tres libros extranjeros. Y entre ellos había ido creciendo una rivalidad sorda y sin palabras. Era “una música que sonaba lejos y que nadie más oía, pero de la que los dos éramos conscientes”, reflexiona. No parece extraño el tema elegido por Miguel de Blast para su disertación en el Congreso: el de una traductora simultánea invadida por palabras. Analizó el caso de una colega que, a partir de cierto momento, cada vez que escuchaba una palabra evitaba traducirla. Finalmente un neurólogo logró curarla: la llevó a su niñez en donde sólo había un idioma verdadero y las cosas y las palabras coincidían. Era el mundo antes de la traducción, antes de la torre de Babel y de la dispersión de los idiomas.

Quizás Miguel también querría volver a ese mundo simple donde las palabras quieren decir lo que dicen. Quizás esté cansado de vivir con una mujer que, aunque no lo diga, se alegra de su partida a un congreso. Quizás esté cansado de no encontrar las palabras para decirle a quien fue su amante lo que quiere decirle, de vivir odios no declarados, de traducir palabras que nunca dicen lo que parece y que no están cuando hacen falta.


Destinos cruzados Por Virginia Martínez Hotel del Faro A sólo 80 kilómetros de Montevideo, se hospedó la excursión de ancianos europeos, norteamericanos y algunos americanos, de entre 70 y 85 años, de las pocas que visitaban el hotel del Faro, sobre la costa del balneario Solís. Un balneario pequeño y sencillo pero enmarcado entre el mar, la Sierra de las Ánimas y el Arroyo Solís que completan una bellísima geografía y lo hacen muy disfrutable. El hotel del Faro, de estilo Art Decó, fue construido en los años 50 para la clase alta burguesa de la época; sin embargo, había quedó en el tiempo. Actualmente funciona para alojar a excursiones de tercera edad y para congresos de medicina. Caracterizado por las líneas rectas y de color blanco con techo de tejas, recibe a sus visitantes por una entrada, donde la puerta principal está cubierta por un techo de dos aguas. Ventanas cuadradas y pequeñas, indican cada habitación que forman las tres plantas del edificio. Sobre la punta, hacia la derecha de la puerta principal, un gran restaurante en línea curva con enorme ventanales permite el deleite al hermoso paisaje playero. Mirza Wottman, de 83 años, era una de las ancianas más simpáticas de la excursión. Su rostro expresaba siempre una sonrisa, pero la mirada sensible, de ojos verdes, reflejaba una vida muy sufrida. El peinado con raya al medio y sostenido con ondulines sobre los costados del cabello blanco, que resaltaban la entrada en la frente, marcada por las excesivas arrugas, se parecía al de una pequeña niña.

Alfred Neumann, hombre calvo, fumador nato con voz grave y ronca, de pocas palabras, era serio y tenía una mirada dura, que se acentuaba por las marcadas ojeras debajo de sus oscuros ojos. Alfred, ex combatiente alemán, había pertenecido al ejército nazi en la guerra. Hacía veinte años que vivía en Argentina, lo más lejos posible para dejar atrás secretos que lo acorralaban. Hombre solitario, se dedicaba ahora, a conocer distintos lugares de América. –Buen día –dijo sacándose la boina y acercándose a la recepción. Cansado del largo viaje, apoyó su codo en el mostrador y tomó una lista sin pedir permiso. Repasando con el dedo índice intentó encontrarse. –Buen día –respondió el recepcionista con una mirada desconfiada- ¿Su nombre? –Neumann. Alfred Neumann. –Habitación 303. Tomó la llave de su habitación y se dirigió al ascensor pensando en un apellido que divisó entre tantos, que le resultó muy familiar. La lengua extranjera Pasado el mediodía recibí una llamada de la recepción anunciándome la hora del almuerzo. Me gustaba madrugar y ver la salida del sol, especialmente en la playa, pero el viaje había sido largo y estaba exhausto. Cuando llegué al restaurante, entrecerrando los ojos porque la luz del día me molestaba, mis compañeros de la excursión pedían el almuerzo. Me senté sobre una punta, contra la ventana que me permi-

tía divisar la playa y donde el tímido sol del invierno calentaba más. Todos los ojos se dirigían hacia mí: quedaba un poco alejado al grupo y era el último en llegar pero prefería la soledad al despertar de los sueños profundos. Con la mirada fija hacia la hermosa playa, mientras los mozos traían la comida –variedades de pastas y salsas, plato típico de los domingos uruguayos– y con el murmullo de fondo, podía oír, sin embargo, el romper de las olas contra la orilla. De a poco me desperté y comencé a disfrutar del lugar y la compañía de los ancianos, mujeres y hombres, algunos más veteranos que yo, otros no tanto. Recordé nuevamente aquel apellido. Miraba a todas las señoras preguntándome quién podía ser. Servidos todos, pedí tallarines de espinaca con tuco. Ana, la joven guía con poca experiencia en excursiones de tercera edad, pidió que nos presentáramos a fin de conocernos. Roberto, el más inquieto, comenzó la ronda; cuando las ancianas se presentaron escuché atento –Mi nombre es Mirza Wottman, vine sola y vivo en Estado Unidos. “Vive en Estados Unidos”, pensé. Había viajado una sola vez a Norteamérica. Wottman, Wottman… repetía y pensaba. Algunos mencionaban su edad, otros nombraban su familia: sus hijos, sus nietos. –Me llamo Alfred Neumann y vivo en Argentina, pero soy de Arlevein, Alemania. Mirza levantó la vista y me miró, pero no dijo una sola palabra. Me llamó la atención su extraña acti-

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tud pero continuó el almuerzo y le restó importancia. Cada tanto nos cruzábamos las miradas con aquella mujer que parecía haber sido muy bonita de joven. Sus ojos verdes resaltaban sobre su piel blanca. Ana, con su tono suave, explicaba la historia del hotel y del balneario. Yo nunca había estado allí: era un paraíso. Terminado el almuerzo, pasadas las tres de la tarde, algunos prefirieron descansar en el hall del hotel; otros durmieron la siesta y unos pocos como yo, salieron a disfrutar del sol y del quieto paisaje que caracterizaba el Solís y que inspiraba a cualquier pintor. –Lindo día –le dije con una tímida sonrisa y mis manos en los bolsillos del pantalón. –Así que usted es alemán. –Sí –acentué con la cabeza–. ¿Caminamos? –pregunté señalando la playa. –¿Por qué no? –Se paró del sofá que estaba en la entrada exterior del hotel, tomó su bastón y salimos con un lento andar. –Yo viví un tiempo en Alemania –confesó. Entre risas y bromas comenzamos a dialogar en alemán. Ambos olvidamos por un momento: ella la ciudad de donde yo provenía, y yo su apellido que me parecía conocer. De a ratos me detenía, juntaba caracoles y me los guardaba en uno de los bolsillos del gamulán; en el otro llevaba los cigarros. Me gustaba coleccionar caracoles. Nos cruzamos con otra pareja de ancianos que nos observaron al pasar. El alemán era una lengua extranjera para todos, excepto para nosotros; era nuestro punto en común. Había más europeos en la excursión pero ningún alemán. Luego de un largo silencio y caminar y caminar, llegamos al faro, a unos 200 metros del hotel. Nos sentamos sobre unas rocas y rompiendo con el clima algo tenso, quise averiguar sobre ella. Le conté de mi vida solitaria en Argentina, mientras tiraba piedritas al mar. Mencioné varias provincias donde había vivido, los teatros, el tango. Ella habló de su familia y la guerra.

–Me fui a Estados Unidos para alejarme –exclamó con la mirada triste. Nunca mencionó de dónde provenía. Intuí que le atormentaba recordar su pasado. Cuando el sol comenzó a caer y los fríos se acentuaron volvimos al hotel. Pero yo estaba lleno de intriga; al día siguiente insistiría en conversar nuevamente con aquella mujer que parecía muy frágil. Arlevein Me desperté a las 6:30 como de costumbre. Poco pude dormir por culpa de las jugadas de pocker con los ancianos timberos de la excursión. Yo también me había vuelto un timbero con los años. Con el gamulán, la boina y los guantes para hacer frente a los duros fríos, partí a ver la salida del sol. Pero me fascinaba sentir la arena en los pies; me saqué los zapatos, até los cordones, y los colgué sobre uno de mis hombros. Si bien Argentina tiene muchas playas, no son como las de Uruguay. Aquí es diferente, no hay contaminación y el olor de las aguas saladas, verdes y limpias, me hizo recordar el viaje que hicimos con papá, mamá y Ernest –mi hermano mayor– a Colonia del Sacramento cuando tenía 8 años y era un niño inocente. Una ciudad histórica y bellísima que me recordaba a ciertas partes de Arlevein, donde nacimos, sus calles de adoquines y los faroles que se prendían poco antes de bajar el sol. Con Ernest nos sentábamos en la punta del muelle y pescábamos por horas. Quien sacara menos peces debía pagar una prenda; siempre ganaba él pero no me importaba. Pude sentir el mismo aroma del mar en el Solís. Después vinieron otros tiempos, la guerra, el ejército, el nazismo... todo cambió. Pensé nuevamente en Mirza, su mirada triste que parecía esconder una vida de sufrimiento. Recordé su actitud de asombro en el almuerzo, ¿por qué le llamaría tanto la atención que yo fuera de Arlevein? Me preguntaba una y otra vez sin hallar certezas. Comencé a sentir un leve dolor

en las piernas: llevaba dos horas caminando. Regresé al hotel algo cansado. Algunos de mis compañeros se dirigían al restaurante a desayunar. Hice lo mismo. –¡Madrugaste! –exclamó Ana sonriendo y palmeándome la espalda. –No se puede dejar pasar esta maravilla de paisaje –le guiñé. Mirza no estaba. No quise preguntar por ella. A la tarde, luego del almuerzo y una siesta volví a la playa esta vez con “La vida breve” de Onetti, que recién comenzaba a leer. Últimamente me había interesado por obras de autores uruguayos. Onetti me resultaba un tipo parco… Fui hasta el Faro. Me senté cómodamente contra las rocas pero en la tercera página divisé a lo lejos a Mirza, a paso lento con su bastón. –Hola, ¿otra vez por aquí? –No hay mucho por recorrer, el balneario es bastante pequeño. Se sentó a mi lado, soltando un suspiro. –No caminé mucho pero hacerlo en la arena es agotador. –Veo que tenemos algo en común. –Sus pies también tocaban la arena y llevaba unas zapatillas en la mano. Retomando el alemán comentamos el buen servicio del hotel, la simpatía de los empleados, pero confesó extrañar su cama y su almohada. De a ratos reinaba el silencio que permitía escuchar el canto de la gaviotas y el romper de las olas sobre la orilla, pero no era un silencio incómodo, al menos para mí. Sentí una relación más amigable, se mostraba más relajada. –¿Hasta cuándo vivó en Arlevein? –me cuestionó queriendo también investigar más. –Viví con mis padres y mi hermano mayor en la calle Budapest. Mientras fumaba el séptimo cigarrillo del día, le hablé de mi escuela, mis amigos, los rezongos de mi padre cuando nos portábamos mal con Ernest. Pero después las cosas cambiaron, le dije. Me


miserable del mundo. Recordé todo, absolutamente todo. Cómo decirle a Mirza que yo fui uno de los que demolieron su casa y mató a su familia. Aqueronte Percibí que ella sospechaba que yo había sido uno de los asesinos, me remordía la conciencia y su mirada me trasmitió, no la tristeza que mantuvo al principio del relato, sino cierta frialdad e ironía. Agaché la cabeza y me tapé entre los brazos. No escuché más el canto de las gaviotas ni el sonido del mar. Cerré los ojos y sentí las bombas, los estallidos, los gritos de niños y mujeres. Todo era una niebla de humo y polvo. Recordé aquel 12 de junio sobre la calle Altenbruch, cuando patee con fuerza una puerta de madera y del otro lado una mujer abrazaba a su pequeño hijo. Nunca pude olvidar el rostro de aquel niño; eran su hermano y su madre. Mis vacaciones en el Solís se transformaron en una tortura, los sentimientos de culpa podían más que cualquier sensación. Lo único que merezco es estar en el Infierno, me dije. Entonces imaginé el río Aqueronte al que Dante menciona en La Divina Comedia que lleva al infierno a los vivos. No la pude mirar más a los ojos. Me levanté y me fui. El sol se estaba poniendo sobre el horizonte y el viento soplaba más fuerte. –Llave 303 –pedí al recepcionista muy malhumorado–. No quiero que nadie me moleste, y le saqué las llaves de la mano. –Este tipo está más loco que una cabra –pensó el recepcionista. Alfred no apareció en la cena, pero su ausencia no llamó la atención ni a Ana ni a sus compañeros, era de poco comer y madrugar. Mirza tampoco se presentó en la cena pero avisó. Pidió un té con aspirina para apaciguar su fuerte dolor de cabeza, se bañó y miró televisión.

A las 8 de la mañana, la despertaron muchos ruidos, parecía haber un clima convulsionado. Perros que ladraban, policías, la sirena de una ambulancia. Miró por la ventana y vio que parte de la excursión estaba en la playa. Con mucha intriga fue a la recepción. - Tiene un sobre para usted, señora Wottman. Lo abrió extrañada, nadie sabía que estaba allí ¿Quién podía ser? Un sobre blanco y alargado sin pegamento ni escritura contenía un papel, también blanco, doblado al medio: “El destino nos cruzó. Le conté de mi vida en Argentina y de mi infancia en Arlevein, pero nunca pude mirarla a los ojos y confesarle que el 12 de junio entré a su casa, la derrumbé y yo mismo maté a su hermano, a su madre y a su padre; algo que no tiene perdón.”. Alfred Neumman

DOSSIER / LA TRADUCCIÓN

costaba hablar sobre el servicio militar, jamás pude perdonarme servir al régimen nazi, algo que mi padre me obligó; pero el ejército fue lo único que tuve después que perdí a toda mi familia. La cara de Mirza y el trato cambió repentinamente y su mirada se entristeció nuevamente. –¿Y usted por qué se fue a Norteamérica? –le pregunté. –Soy judía. Perdí toda mi familia en la guerra. Conocí a una mujer que me llevó a New York a vivir con ella y me dio trabajo en su taller, me enseñó a coser y tejer. Pensaba irme de su casa cuando tuviera suficiente dinero para mantenerme pero ella tampoco tenía familia viuda, sin familia y yo joven, también sin familia. Nos hicimos muy amigas a pesar de la diferencia de edad; murió hace veinte años. Otro silencio se adueñó del clima. Se fue más atrás en el tiempo y continuó su relato. Yo encendí otro cigarro. –Mis padres trabajaban en una fábrica día y noche, mientras yo cuidaba a Jaim, mi hermana menor: le daba de comer, la llevaba a la escuela. Yo, en cambio, no pude estudiar. Mi hermano Shamir, más rebelde, estudiaba pero no le gustaba. –Los ojos le brillaban como si las lágrimas se le fueran a escapar. Su memoria seguía reconstruyendo lo hechos–. El 12 de junio de 1941 los nazis nos invadieron y acabaron con toda la ciudad. Aquel día, volví a mi casa en la calle Altenbruch, luego de dejar a Jaim en la escuela. Habían quemado y derrumbado mi hogar con mis padres y Shamir adentro. Corrí unas quince cuadras a buscar a Jaim, pero la escuela tampoco estaba. Mudo ante su historia, tuve que contenerme para que no se me escaparan las lágrimas. Tantos años queriendo olvidar la guerra y los ataques que yo y cien soldados más protagonizamos. Por si fuera poco ahora tenía frente a mí, una mujer que no sólo me obligó a reconstruir la memoria en apenas quince minutos, sino que me hizo sentir el ser humano más

Una pareja de ancianos, que a veces también salía a caminar por la mañana, encontró el cuerpo de Alfred flotando en el agua. Esta vez, Mirza no pudo contener las lágrimas.

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