El jefe de los jardineros Texto: Silvina Heianna | Ilustraciones: Mariana Cugliari
“Estuvieron un rato en silencio; el jefe de los jardineros estudiaba a Carlitos, y Carlitos estudiaba al jefe de los jardineros”. Mario Levrero, “El sótano”
El jefe de los jardineros estudiaba a Carlitos; siempre le costaron los Carlitos. Los Pedros le resultaban más sencillos, esos los resolvía con solo mirarlos, y ni hablar de los Franciscos, facilísimos, así como las Lauras: le bastaba un solo pestañeo, y para las complejas Martitas, apenas dos; pero los Carlitos eran otra cosa. Luego de dar varias vueltas, “Vamos a empezar”, se dijo lleno de ánimo. Avanzar era inevitablemente imposible para el jefe de los jardineros. Probó empezar por el final, pero al ir marcha atrás chocaba con todo en su camino. “Entonces vamos por el medio”, se dijo; otro fracaso. “Al azar, por cualquier lado”, dijo entusiasmado; pindonga, una mala idea. Ahí se dio cuenta de algo fundamental: siempre se empieza por el principio. Orgulloso, lo escribió en una piedra y lo compartió con el resto de los jardineros. Les contó cómo había llegado a esa verdad, lo que había tenido que atravesar, días, noches, alguna lluvia, hasta una nube de abejas; malditas abejas, lo llenaron de ronchas. Por suerte no era alérgico a las abejas, hubiese sido una tragedia; como si lo hubiera atacado una nube de tomates. Hacía tiempo, cuando era muy pequeño, cuando su abuela era jefa de los jardineros, todos en la familia fueron jefes de jardineros —así como los reinados, la jefatura de jardineros es hereditaria—, pero volviendo a los tomates, cuando era muy pequeño y su abuela era jefa de los jardineros,
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él se escabullía gateando entre las plantaciones de la huerta, nadie podía decirle nada porque era el nieto de la jefa de los jardineros, y a pesar de no tener dientes aún, mordió un tomate rojo, jugoso, brillante y se infló como un tomateglobo. Los jardineros dejaron sus quehaceres y corrieron para atraparlo y evitar que se fuera volando con el viento. En la corrida desesperada pisaron todos los tomates, un desastre. Aunque la piedra le recordaba que siempre se empieza por el principio, no lograba descifrar a los Carlitos. Lo intentó, buscó, escarbó, se rascó fuerte la cabeza y llegó a otra verdad: los Carlitos no tienen principios. Lo escribió en el tronco de un árbol; las piedras eran para otras verdades. Al parecer, el enigma Carlitos no le dejaba realizar sus tareas al jefe de los jardineros; el jardín era un desorden: el pasto crecía hacia abajo, los árboles se peleaban entre sí, las flores escupían polen a quien se acercara a olerlas, los arbustos cambiaban de lugar cada domingo, los tréboles exigían doble aguinaldo y bonificación por la cuarta hoja; los tomates, las zanahorias, las frutillas y algunas lechugas hacían fiestas por las noches y amanecían en condiciones poco decentes, y así la anarquía. Los jardineros estaban exhaustos; dudaban si no era mejor dedicarse a contemplar las estrellas o construir una balsa. El jefe de los jardineros se tomó vacaciones. Pero a más ocio, más se le venía Carlitos; una pesadilla. En medio de su segunda vacación volvió al jardín dispuesto a resolver a Carlitos de una vez. “Ahora sí, aunque no tengas principios te voy a resolver”, dijo mientras tomaba aire e impulso frente a Carlitos. Al exhalar resopló y se agarró la frente con las dos manos, cerró los puños y se arrancó los pelos. Lloró de la impotencia y por los pelos, que no tenía muchos. Masticándose el labio miró a Carlitos; tragó saliva y se fue. Caminó entre las piedras de las verdades y fue pateando una por una. Tantas verdades para nada. Se acercó a la huerta, a los tomates, rojos, jugosos, brillantes, y se fue a volar con el viento.
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El cementerio Texto: Diego Alterleib | Ilustraciones: Natasha Dyszel
–Tus fotos son horribles —me dijo. Después preguntó—: ¿Siempre sacas fotos tan feas? No le respondí. No me pareció una buena pregunta. Además no sabía qué responderle; a mí me gustan mis fotos. Ordenarlas en categorías con etiquetas del tipo: Criptas profanadas, Bichos tétricos, o Experimentos en formol. Me habla y apenas la escucho; desde hace ya un rato. Levanto la vista y noto que sus labios se mueven; hablan. —¿Siempre con esos cementerios? —me dice—. Te juro que a veces pienso que no sos normal; que no te conozco. —¿Y las demás veces en qué pensás? —le pregunto. —Te estoy hablando en serio —me dice— Estoy harta de que llenes todo con fotos de insectos y cosas muertas. —La heladera está llena de cadáveres mutilados y los compraste vos —le digo. Quiero sonreir, pero ya no me sale. —No digas pelotudeces ¿querés? —me dice—. Sabés que no es lo mismo. Además, vos también comés. ¿O no? Hace una pausa, toma carrera y sigue: —Algún día te voy a tirar todo a la basura. —Ese día me voy —le digo, despreocupado. —Bueno, andate —me dice. Parece como si tuviéramos doce años. Nos quedamos callados un rato. Después ella se va a lavar los platos y yo intento leer un libro en la cama, pero no logro concentrarme. Apago el velador y pienso “No tiene razón: el cementerio está lleno de arte;
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es mejor que un museo porque, además de ser una joya arquitectónica, cumple la función necesaria de guardar a los muertos, y por esa misma razón nadie se anima a disfrutar”. Enciendo el velador; me levanto de la cama y voy para la cocina con la intención de arreglar las cosas, pero lo único que pienso es precisamente que no se me ocurre nada. La abrazo por atrás y no siento nada. Cierro los ojos e imagino que estoy abrazando un poste de luz. Apoyo la cabeza en su espalda, pero no me sale nada. Ella, en cambio, me dice “¿Qué tenés con la muerte?”. No le respondo. La suelto despacio, como si se estuviera derritiendo, y ahora siento que entre nosotros pasa un río. Me voy de la cocina. Desde el comedor llegan sus palabras como pequeñas olas rotas; no llego a oírlas, pero de repente, la marea sube y decido huir a quedarme atrapado en medio del mar. Me cuelgo la cámara al cuello y doy un portazo para que se entere. Camino un rato sin rumbo, hasta que me sorprendo parado en la puerta de entrada al cementerio. —Está cerrado —dice alguien desde adentro. Le digo que es una emergencia. —¿Cómo que una emergencia? —pregunta. —Sí. Tengo que contarle algo a mi madre —respondo. No sé de dónde habré sacado eso. —Ah, ya entiendo —me dice—. Es de vida o muerte. —Claro. De lo contrario no estaría a estas horas de la noche en un cementerio, cuando podría estar en mi casa mirando una película con mi mujer. ¿No te parece? Me mira a los ojos con desconfianza y duda. Me mira las zapatillas. —¿A ver las manos? —me dice. Se las muestro y abre. —Está bien —dice—. Te voy a dejar pasar, pero voy a tener que ir con vos. —¿Por qué? —Porque sí. Saco la cámara del estuche de cuero y giro la perilla de la velocidad hasta “1”. —Uh. ¡Es viejísima! —me dice—. ¿Anda? 26
No le contesto. Abro el diafragma al máximo: 2.8. Fotometreo; no hay luz. Igual enfoco la estatua de un ángel en tetas y disparo. Cargo el rollo. —Por suerte hay luna llena —digo—. No traje el flash. —¿A ver cómo salió? —me pregunta, y se me cuelga del hombro. —¿Qué haces? —le digo, con desprecio. —¿Dónde tiene la pantalla? —pregunta. —No tiene; es analógica. De rollo. —¿De qué? —dice, y se saca la remera—. A ver, sacame una foto. Se pone la gorra y se acuesta boca abajo sobre una lápida sucia. Apoya los codos sobre el mármol, levanta los talones y se sostiene la cara con las manos en forma de “U”. Fotometreo, enfoco y disparo.
Viento Texto: Daniela López Casenave | Ilustraciones: Claudia Lorena González
Soplaba un viento suave, liviano. El sol, intenso para esa hora de la mañana, iluminaba en rectángulos el suelo. Ella no reparaba en eso; leía distraída. A su alrededor, el líquido de las cosas ordinarias. Se movía, sin querer, el ruedo de su falda a rayas, blanco, negro, blanco. Oscura y florida, la reja; a contraluz. Las hojas de la ventana color balcón habían quedado abiertas, así, sin más, como quien se resigna sin sobresaltos a su destino. La pared de la casa de enfrente era todo sol y una celosía verde botella. Venía de ahí el viento suave, de enfrente, de la celosía cerrada a pleno sol; venía del verde botella. Y como si fuera su cauce natural, se cruzó. Se detuvo en el balcón. Balanceó su intriga y siguió con sus cosas. Le acarició el pelo y a ella se le soltó un mechón, aunque seguía lejos, cabeza baja, sumergida en la mañana. Adentro, el sol recorría lento y sin permiso el cuarto, donde en un rincón ahora con sombra se aburría un espejo. Pero el viento que flotaba suave dejó de soplar y escurrió lo ordinario en un segundo. Cuando volvió a mostrar su presencia, estaba inquieto. Ahora hablaba arrogante. Movedizo. Se arremolinó en el vacío de luz entre una casa y la otra. Y fue a dar con todas sus fuerzas contra la celosía verde botella, que se abrió estrepitosa, descubriendo lo que antes estaba oculto. Las hojas del libro flotaron como espuma. Y el sol se alborotó en los rectángulos iluminados de adentro. Las rayas de la falda se confundieron, negro, blanco, negro. Ella levantó la vista. Miró suave, liviana, como quien se resigna sin sobresaltos a su destino. 47
Polen Texto: Paz Tamburrini | Ilustraciones: Lulú Maranzana
Quiere desaparecer. Se le ocurren maneras, unas más inteligentes que otras. Unas dolorosas, otras ridículas. Decide poner alguna en práctica. Sale al jardín. Toma aire. Está nerviosa. Cierra los ojos. Cuando los abre todo es verde. Sabe que a la izquierda está el jazmín. Se trepa por las protuberancias del tallo. Le cuesta hacerse espacio entre los pétalos, gordos como un edredón. Se acuesta en el medio y el polen la hace estornudar. No le importa. Cierra los ojos. Toma aire. Ya no está nerviosa. Cuando los abre, todo es amarillo liviano. Se siente una partícula. No pesa nada. Cierra los ojos. Toma aire.
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