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Una carta perdida llega a su destino 1992 x x
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odo comenzĂł con una carta. Una carta, perdida durante mucho tiempo, que habĂa esperado medio siglo en una saca de correos olvidada, en el oscuro desvĂĄn de una insignificante casa de Bermondsey. A menudo pienso en esa saca de correos; en los cientos de cartas de amor, facturas de tiendas, tarjetas de cumpleaĂąos, notas de hijos a sus padres que se amontonaban y suspiraban allĂ, mientras sus mensajes frustrados susurraban en la oscuridad, aguardando a que alguien notara su presencia. Porque, como se suele decir, una carta siempre buscarĂĄ un lector; tarde o temprano, de algĂşn modo, las palabras encontrarĂĄn la forma de ver la luz, de revelar sus secretos. PerdĂłn, soy una romĂĄntica, una costumbre adquirida despuĂŠs de muchos aĂąos de leer novelas del siglo xix a la luz de una linterna mientras mis padres me creĂan dormida. Lo que intento decir es que si Arthur Tyrell hubiera sido un poco mĂĄs responsable, si no hubiera bebido tantos ponches de ron esa Navidad de 1941, si no hubiera regresado a su casa para sumergirse en un sueĂąo alcohĂłlico en lugar de completar la entrega del correo, si la saca no hubiera permanecido oculta en el desvĂĄn de su casa hasta que muriĂł, cincuenta aĂąos despuĂŠs, cuando una de sus hijas la descubriĂł y se puso en contacto con el Daily Mail, 19
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todo habrĂa sido diferente. Para mi madre, para mĂ, y especialmente para Juniper Blythe. QuizĂĄs lo leyeran cuando sucediĂł. ApareciĂł en todos los periĂłdicos y en los telediarios televisivos. El Canal 4 emitiĂł incluso un programa especial al que invitaron a algunos de los destinatarios de las cartas para hablar sobre ellas, sobre las voces que habĂan regresado del pasado para sorprenderlos. AllĂ estuvo la mujer cuyo amado habĂa servido en la RAF, y el hombre con la tarjeta de cumpleaĂąos que le habĂa enviado un hijo que habĂa sido evacuado, un niĂąo que habĂa muerto unas semanas despuĂŠs a causa de una herida de metralla. Me pareciĂł un programa muy bueno, conmovedor por momentos, historias alegres y tristes intercaladas con antiguas secuencias filmadas de la guerra. Un par de veces me echĂŠ llorar, pero eso no significa mucho: soy bastante propensa al llanto. Sin embargo, mi madre no apareciĂł en el programa. Los productores se pusieron en contacto con ella y le preguntaron si en su carta habĂa algo especial que quisiera compartir con el paĂs, pero ella dijo que no, que era solo un pedido de ropa a una tienda que habĂa cerrado sus puertas muchos aĂąos atrĂĄs. No era cierto. Lo sĂŠ porque yo estaba allĂ cuando llegĂł. Fui testigo de su reacciĂłn ante la carta perdida, en absoluto indiferente. SucediĂł una maĂąana a finales de febrero. El invierno aĂşn no daba tregua, los parterres estaban helados, y yo habĂa venido para ayudar con el asado del domingo. Suelo hacerlo porque a mis padres les gusta, a pesar de que soy vegetariana y sĂŠ que en algĂşn momento de la comida mi madre comenzarĂĄ a preocuparse, luego se angustiarĂĄ y finalmente no podrĂĄ contenerse y me soltarĂĄ las estadĂsticas sobre proteĂnas y anemia. Yo pelaba patatas en el fregadero cuando la carta cayĂł al suelo por la ranura de la puerta. El hecho de que los domingos no suele repartirse la correspondencia tendrĂa que habernos puesto sobre aviso, pero no fue asĂ. Yo, por mi parte, estaba 20
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muy ocupada preguntĂĄndome cĂłmo les comunicarĂa a mis padres que Jamie y yo nos habĂamos separado. HacĂa ya dos meses que habĂa ocurrido, sabĂa que tendrĂa que decir algo, pero cuanto mĂĄs lo retrasaba, mĂĄs difĂcil me resultaba. Y tenĂa mis razones para callar: mis padres se habĂan mostrado recelosos con respecto a Jamie desde un principio, no se tomaban los disgustos con tranquilidad, y mi madre se preocuparĂa mĂĄs de lo habitual si se enteraba de que yo estaba viviendo sola en el apartamento. Aunque, por encima de todo, me aterrorizaba la inevitable e incĂłmoda conversaciĂłn que seguirĂa a continuaciĂłn de mi anuncio. En la cara de mi madre verĂa primero el desconcierto, luego la alarma, seguida por la resignaciĂłn cuando comprendiera que el cĂłdigo maternal requerĂa de ella alguna clase de consuelo. Pero volvamos a la carta. Un ruido, algo cae suavemente a travĂŠs de la ranura. —Edie, ÂżpodrĂas recogerla? Era la voz de mi madre. (Edie soy yo. PerdĂłn, tenĂa que haberlo dicho antes). SeĂąalĂł con la cabeza hacia el pasillo, y con la mano que no tenĂa dentro del pollo hizo un gesto. DejĂŠ la patata, me sequĂŠ las manos con un paĂąo y fui a buscar la correspondencia. Sobre el felpudo habĂa una sola carta: un sobre oficial de correos. SegĂşn se declaraba, su contenido era ÂŤcorreo enviado a una nueva direcciĂłnÂť. Se lo leĂ a mi madre mientras entraba en la cocina. Para entonces ella ya habĂa rellenado el pollo y estaba secĂĄndose las manos. Con el ceĂąo ligeramente fruncido, por costumbre mĂĄs que por alguna expectativa en particular, observĂł la carta y cogiĂł sus gafas de leer, que habĂa dejado sobre la piĂąa que estaba en el frutero. EchĂł un vistazo a la inscripciĂłn del correo y, parpadeando, comenzĂł a abrir el sobre. SeguĂ pelando las patatas, una tarea bastante mĂĄs atractiva que observar a mi madre mientras abrĂa su correspondencia, de 21
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forma que siento reconocer que no vi su expresiĂłn cuando del interior de aquel sobre sacĂł otro mĂĄs pequeĂąo —prestando atenciĂłn a la fragilidad del papel y al antiguo sello de correos— y le dio la vuelta para leer el nombre del remitente. Sin embargo, desde entonces la he imaginado muchas veces con sus mejillas palideciendo de pronto y los dedos lo suficientemente temblorosos como para tardar algunos minutos en abrir el sobre. No fue necesario que imaginara el sonido: el horrible y gutural gemido seguido de inmediato por una serie de sollozos que inundaron el aire, y que hicieron que se me resbalara el pelapatatas y me cortara el dedo. Me acerquĂŠ a ella. —Mamå‌ —dije, rodeĂĄndole los hombros mientras intentaba no manchar de sangre su vestido. Ella no dijo nada. MĂĄs tarde me explicĂł que en ese momento no habĂa sido capaz. PermaneciĂł de pie, inmĂłvil, mientras las lĂĄgrimas se deslizaban por sus mejillas, aferrando aquel pequeĂąo y extraĂąo sobre —de un papel tan fino que yo podĂa distinguir la carta doblada en su interior—, apretĂĄndolo contra su pecho. Entonces desapareciĂł por la escalera hacia su habitaciĂłn, dejando una vaga estela de instrucciones sobre el pollo, el horno y las patatas. Su ausencia sumiĂł la cocina en un penoso silencio. Me mantuve serena, me movĂ con lentitud para no perturbarlo. Mi madre no suele llorar, pero ese momento —su congoja y la sensaciĂłn que producĂa— me resultaba extraĂąamente familiar, como si ya lo hubiĂŠramos vivido. Al cabo de quince minutos, durante los cuales pelĂŠ patatas, considerĂŠ diversas opciones sobre la identidad del remitente y me preguntĂŠ cĂłmo debĂa actuar a continuaciĂłn; llamĂŠ a su puerta y le preguntĂŠ si querĂa una taza de tĂŠ. Para entonces ya se habĂa recuperado, y nos sentamos frente a frente a la pequeĂąa mesa de formica de la cocina. Mientras yo fingĂa no darme cuenta de que habĂa llorado, comenzĂł a hablar del contenido del sobre. 22
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—Es una carta de alguien que conocĂ hace mucho tiempo. Cuando era apenas una niĂąa de doce o trece aĂąos —explicĂł. A mi mente acudiĂł una imagen, el recuerdo difuso de una fotografĂa que habĂa visto junto a la cama de mi abuela agonizante. Tres niĂąos —mi madre era la menor, con el cabello corto y oscuro— en primer plano, encaramados sobre algo. Era extraĂąo, me habĂa sentado junto a mi abuela cientos de veces y sin embargo no podĂa recordar los rasgos de esa niĂąa. QuizĂĄs durante la infancia no tenemos verdadero interĂŠs en saber quiĂŠnes eran nuestros padres antes de que naciĂŠramos, salvo que un hecho en particular arroje luz sobre el pasado. BebĂ un sorbo de tĂŠ y esperĂŠ a que mi madre siguiera hablando. —No te he contado mucho sobre esa ĂŠpoca, Âżverdad? La guerra, la Segunda Guerra Mundial. Fueron tiempos terribles, tal confusiĂłn, tanta destrucciĂłn, parecĂa‌ —Mi madre suspirĂł, y luego continuó—: ParecĂa que el mundo jamĂĄs volverĂa a la normalidad, que su eje se habĂa desplazado y ya nada podrĂa ajustarlo otra vez —dijo observando la taza humeante mientras rodeaba el borde con sus dedos—. VivĂa con mi familia, mi madre, mi padre, Rita y Ed, en una pequeĂąa casa en Barlow Street, cerca de Elephant & Castle. El dĂa que estallĂł la guerra, a los niĂąos nos reunieron en la escuela, desde allĂ nos dirigimos a la estaciĂłn y nos subieron al tren. JamĂĄs lo olvidarĂŠ. Todos con nuestras tarjetas de identificaciĂłn, nuestras caras desconcertadas y nuestros equipajes. Las madres, arrepentidas, corrieron a la estaciĂłn para pedir a gritos al guardia que les permitiera bajar a sus hijos; luego pidieron a gritos a sus hijos mayores que cuidaran de sus hermanos, que no los perdieran de vista. Mi madre permaneciĂł un instante en silencio, mordiĂŠndose el labio inferior. ParecĂa reproducir la escena en su mente. —Seguramente tenĂas miedo —dije en voz baja. Si en nuestra familia fuĂŠramos mĂĄs expresivos, me habrĂa acercado a ella para aferrar su mano. 23
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—Al principio sà —respondiĂł ella, antes de quitarse las gafas y frotarse los ojos. Sin ellas, su rostro tenĂa un aspecto vulnerable, inacabado; recordaba a un animalito nocturno desorientado bajo la luz del dĂa. Me sentĂ aliviada cuando volviĂł a ponĂŠrselas y prosiguió—: JamĂĄs habĂa estado fuera de casa, jamĂĄs habĂa pasado la noche lejos de mi madre, pero me acompaĂąaban mi hermano y mi hermana, mayores que yo. Mientras el tren avanzaba, una maestra repartĂa chocolatinas y todos comenzaron a animarse y a considerar la experiencia casi como una aventura. ÂżTe imaginas? Se habĂa declarado la guerra y nosotros cantĂĄbamos, comĂamos peras en conserva y jugĂĄbamos al veo veo mirando por la ventanilla. Los niĂąos son muy resistentes, a veces pueden ser incluso insensibles. ÂťPor fin llegamos a una ciudad llamada Cranbrook, donde nos dividimos en grupos y subimos a diferentes coches. El que yo ocupĂŠ junto a Ed y Rita nos llevĂł al pueblo de Milderhurst. AllĂ nos condujeron en fila hacia un gran salĂłn. Nos esperaba un grupo de mujeres que, con una sonrisa pintada en el rostro y una lista en la mano, nos hizo formar hileras. Los habitantes del lugar empezaron a pasear entre nosotros para hacer su elecciĂłn. ÂťLos mĂĄs pequeĂąos se iban rĂĄpido, en especial los mĂĄs agraciados. Tal vez creĂan que darĂan menos trabajo, que tendrĂan menos tufillo a Londres —comentĂł mi madre, y sonriĂł con amargura—. La realidad pronto hablarĂa por sĂ misma. Mi hermano fue uno de los primeros seleccionados. Era un niĂąo fuerte, alto para su edad, y los granjeros necesitaban desesperadamente que los ayudaran en su trabajo. Rita se fue un poco despuĂŠs junto con su amiga de la escuela. Basta. ExtendĂ mi mano y la apoyĂŠ sobre la suya. —Oh, mamå‌ —No te preocupes —dijo ella. Enseguida liberĂł su mano y me dio una palmadita en los dedos—. No fui la Ăşltima. AĂşn quedaban algunos‌, un niĂąo pequeĂąo con una terrible enfer24
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medad en la piel. No sĂŠ adĂłnde fue a parar, todavĂa estaba allĂ cuando me marchĂŠ. ÂżSabes una cosa? DespuĂŠs de aquello, durante mucho tiempo, aĂąos, me obliguĂŠ a comprar la fruta sin elegirla, aunque estuviera estropeada. Nada de examinarla y devolverla al estante si no me convencĂa. —Pero finalmente fuiste elegida. —SĂ, fui elegida. —Mi made jugueteĂł con algo que tenĂa en la falda y bajĂł la voz. Tuve que acercarme para poder oĂrla—. LlegĂł tarde. El salĂłn estaba casi vacĂo, la mayorĂa de los niĂąos se habĂa ido y las damas del Servicio de Voluntarias ya estaban guardando las tazas de tĂŠ. Yo habĂa comenzado a llorar un poco, aunque muy discretamente. Y entonces, de repente, llegĂł ella, y el salĂłn, el aire mismo, pareciĂł alterarse. —¿Alterarse? —preguntĂŠ frunciendo el ceĂąo. RecordĂŠ la escena de Carrie en la que explota la lĂĄmpara. —Es difĂcil de explicar. ÂżConoces a alguna persona que parezca llevar su propia atmĂłsfera adondequiera que vaya? Tal vez. LevantĂŠ los hombros, vacilante. Mi amiga Sarah suele provocar que se vuelvan las cabezas pase por donde pase; no es precisamente un fenĂłmeno atmosfĂŠrico, pero‌ —No, por supuesto. Dicho asĂ, suena absurdo. Me refiero a que era diferente, mĂĄs‌ ÂĄOh, no lo sĂŠ! Simplemente mĂĄs. Bella de un modo extraĂąo, cabello largo, ojos grandes, aspecto algo salvaje, pero no solo eso la diferenciaba. Por entonces, en septiembre de 1939, apenas tenĂa diecisiete aĂąos, y sin embargo las demĂĄs mujeres parecieron replegarse cuando llegĂł ella. —¿En actitud reverente? —SĂ, esa es la palabra: reverente. ParecĂan sorprendidas de verla, e inseguras, no sabĂan cĂłmo comportarse. Al final, una de ellas comenzĂł a hablar, le preguntĂł si podĂa ayudarla, pero la muchacha simplemente agitĂł en el aire sus largos dedos y anunciĂł que venĂa en busca de su evacuado. Eso dijo; no un evacuado, sino su evacuado. Y luego se dirigiĂł directamente hacia el sitio 25
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donde yo me encontraba sentada en el suelo. ÂŤÂżCĂłmo te llamas?Âť, preguntĂł, y cuando le respondĂ, me sonriĂł y comentĂł que debĂa de estar cansada despuĂŠs de tan largo viaje. ÂŤÂżTe gustarĂa venir a mi casa?Âť, dijo. Yo asentĂ, supongo, porque se volviĂł hacia la mujer que parecĂa la jefa, la que sostenĂa la lista, y anunciĂł que me llevarĂa consigo. —¿CĂłmo se llamaba? —Blythe —dijo mi madre, reprimiendo un levĂsimo temblor—. Juniper Blythe. —¿Es de ella la carta? Mi madre asintiĂł. —Me llevĂł al coche mĂĄs lujoso que jamĂĄs habĂa visto y condujo hasta el lugar donde vivĂa con sus hermanas. Atravesamos unos grandes portones de hierro, seguimos un sinuoso camino y llegamos a un enorme edificio de piedra rodeado por un bosque espeso. Milderhurst Castle. Aquella descripciĂłn parecĂa sacada de una novela gĂłtica. Me estremecĂ ligeramente. RecordĂŠ el llanto de mi madre mientras leĂa el nombre de la mujer y la direcciĂłn en el sobre. HabĂa oĂdo historias sobre los evacuados, sobre cosas que les habĂan sucedido. —¿Es un recuerdo terrible? —preguntĂŠ de pronto. —Oh, no, en absoluto. No fue terrible, todo lo contrario. —Pero la carta te ha hecho‌ —La carta ha sido una sorpresa, nada mĂĄs. Un recuerdo de hace muchos aĂąos. Mi madre se callĂł. PensĂŠ en la evacuaciĂłn, seguramente para ella habĂa sido abrumador, terrorĂfico, extraĂąo, el hecho de haber sido enviada a un lugar desconocido, donde todas las cosas y las personas eran tan diferentes. Yo tenĂa frescas aĂşn las experiencias de mi infancia, el horror de ser lanzada a situaciones nuevas, desconcertantes, los furiosos lazos forjados —por necesidad, para sobrevivir— con edificios, con adultos comprensivos, con amigos especiales. 26
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Al recordar esas urgentes amistades, se me ocurriĂł algo. —MamĂĄ, Âżvolviste alguna vez a Milderhurst despuĂŠs de la guerra? Ella levantĂł bruscamente la mirada. —Claro que no. ÂżPor quĂŠ habrĂa de hacerlo? —No lo sĂŠ. Para saludar a tus conocidos y saber quĂŠ ha sido de ellos. Para visitar a tu amiga. —No —respondiĂł con firmeza—. TenĂa a mi familia en Londres, mi madre no podĂa prescindir de mĂ, y ademĂĄs habĂa mucho que hacer despuĂŠs de la guerra. La vida real siguiĂł su curso. Y con esas palabras, el velo familiar cayĂł sobre nosotras y supe que la conversaciĂłn habĂa acabado. x *** x Al final no comimos el pollo. Mi madre dijo que no se sentĂa bien y me preguntĂł si podĂamos dejarlo para otro fin de semana. Me pareciĂł poco amable recordarle que de todas formas yo no como carne y mi asistencia era una especie de servicio filial. Dije que no tenĂa inconveniente y le sugerĂ que se acostara. Ella se mostrĂł de acuerdo, y mientras yo recogĂa mis cosas para guardarlas en el bolso, tomĂł dos aspirinas y me recordĂł que me protegiera las orejas del viento. Mi padre se pasĂł durmiendo el tiempo que durĂł todo este episodio. Es mayor que mi madre y se jubilĂł hace unos meses. La jubilaciĂłn no le sienta bien; durante la semana deambula por la casa, buscando cosas para reparar y ordenar —y volviendo loca a mi madre—, y el domingo descansa en su sillĂłn. Es el derecho natural del hombre de la casa, asegura ante quien estĂŠ dispuesto a oĂrlo. Le di un beso en la mejilla y me marchĂŠ. Camino del metro me enfrentĂŠ al viento helado, cansada, nerviosa y algo depri27
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mida por regresar sola al apartamento endemoniadamente caro que hasta hacĂa poco habĂa compartido con Jamie. Solo al llegar a cierto punto entre las estaciones High Street Kensington y Notting Hill Gate caĂ en la cuenta de que mi madre no me habĂa contado quĂŠ decĂa la carta.
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