Semblanza de Balzac y su obra por Pedro B. Rey

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EL ESPECULADOR DE HONORÉ DE BALZAC

UNA FARSA QUE QUEMA LA REVISTA DEL COMPLEJO TEATRAL DE BUENOS AIRES AÑO XXXIII . Nº 111 . JULIO DE 2012

W.C. LAS OLOROSAS AVENTURAS DE WILLIAM CALDERÓN CRISTIAN PALACIOS PROMUEVE RISAS Y REFLEXIONES

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EL ESPECULADOR

SEMBLANZA DE BALZAC Y DE SU OBRA

Por Pedro B. Rey

s Escultura de Balzac por Rodin

UN OMNIVORO ENTRE DOS EPOCAS El estreno en la sala Cunill Cabanellas de El especulador, una de las pocas obras teatrales escritas por el monumental autor de La piel de zapa, invita al repaso de su vida y su producci贸n, signadas ambas por la incontinencia de sus apetitos, la lucidez de su cr铆tica y las contradicciones de su estilo.

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s El escritor, posando en el estudio de los hermanos Buisson

s Charles Baudelaire, fotografiado por Étienne Carjat, ca. 1863

La aparición del daguerrotipo –primer avatar público de la fotografía– representó un ambiguo dilema para Honoré de Balzac (1799-1850), que sintió ante la nueva técnica dosis idénticas de horror y fascinación. El procedimiento de Daguerre se dio a conocer en 1839, pero el escritor estaba convencido de haber dado con sus fundamentos en una novela compuesta en 1832, Louis Lambert, que presentaba a un wunderkind obsesionado por las teorías del místico Emanuel Swedenborg. Los pintores de la época (con Ingres a la cabeza) consideraron lamentables esos dobles que se encargaban de calcar la realidad, como si nada, sobre una lámina de plata. Balzac, por razones diferentes, comenzó negándose a ser retratado. Según él, la captura de la imagen conllevaba la pérdida del alma. El escritor tenía su propia y fantástica teoría: consideraba que en estado natural todo organismo estaba compuesto por capas de imágenes fantasmagóricas superpuestas al infinito. En su opinión, como si de pelar una cebolla se tratara, la tarea primordial de la cámara consistía en sustraer, con cada estampa, una de aquellas envolturas que, a partir de entonces, pasaba a residir, materialmente hablando, en la mismísima reproducción. A pesar de sus incomprobables convicciones, un día de 1842 el escritor se acercó entusiasmado al estudio de los hermanos Buisson y posó ante esos artefactos novedosos. Más de un minuto, lo que duraba por entonces la exposición. El retrato es célebre. Muestra a Balzac de medio cuerpo. Está, según nuestros cánones, algo desaliñado: la camisa clara abierta; un irónico gesto napoleónico de la mano derecha, cruzada sobre el pecho; los dedos, oscurecidos, se dirían manchados de tinta. La foto constata además la renombrada vocación pantagruélica de Balzac: quizás él mismo haya concluido que después de todo, dado su volumen, bien valía sacrificar una de su ilimitada provisión de capas. La copia posee el valor de lo único e irrepetible (ahí está Balzac, de carne y hueso), pero también adquiere un doble valor simbólico del que carecen los retratos pictóricos y caricaturas que se conocen de él. Por un lado, uno de los padres del realismo moderno es retratado con una fidelidad que lleva al límite, que incluso pone en jaque, las aspiraciones de su propio proyecto. No sería demasiado aventurado pensar que uno de los motivos por los que Balzac temía la fotografía era la intuición de una crisis que estallaría mucho después: la de una lengua que, hasta esa aparición, representaba el mundo confiada en su propia transparencia. Por otro, ese mismo padre del realismo (hay cierto estupor travieso en su mirada, como si pudiera predecir que un siglo y medio después un resto de él mismo fuera a estar mirándonos desde una estampa) aparece nimbado por su fabulosa teoría espectral, que recuerda hasta qué punto su literatura surge de esa gran factoría variopinta que se conoce con el nombre de romanticismo.

VIDA DE NOVELA Si el destino de todo escritor es el malentendido, en el caso de Balzac el equívoco resulta todavía más formidable. Su inagotable corpus literario instaló hasta tal punto la matriz de la literatura decimonónica (y más allá: todavía hoy abundan los balzacianos que ignoran su filiación) que resulta difícil no leerlo según los dogmas refinados por sus epígonos y legatarios, que hicieron del realismo y su instrumental una suerte de etapa superior de la literatura. No es una tergiversación –el propio escritor indica esa dirección, de manera algo barroca, en su extenso proemio a La comedia humana–, pero esa lectura unilateral deja en la penumbra toda el poderoso impulso omnívoro de Balzac, que funciona haciendo equilibrio entre dos épocas. “Era propio de su temperamento agitado, cálido y sin crítica –anota Erich Auerbach en su precioso Mímesis–, era propio del estilo romántico ver por todas partes fuerzas secretas demoníacas e intensificar la expresión de las mismas hasta lo melodramático.” Durante décadas y más décadas, fue moneda común soslayar que en obras nada secundarias (La piel de Zapa, El coronel Chabert) lo sobrenatural, lo fantástico y lo místico cumplen un papel decisivo o el espíritu folletinesco que domina su producción. Baudelaire, agente clave de la modernidad literaria, uno de aquellos que modificó radicalmente la idea de lo que hoy se entiende por literatura, fue uno de los más precisos lectores del autor de La comedia humana. Cuando admirativamente señaló que Balzac era el mejor de todos los personajes de Balzac (la puja no es menor: orillan los dos mil), no sólo daba a entender que su desaforado creador parecía contenerlos a todos in nuce o subrayaba que su carácter desmesurado era la síntesis más perfecta de una época tornadiza. La frase, quirúrgica, como todas las de Baudelaire, también parece indicar que, si la vida de todo escritor es susceptible de trasnformarse en ficción, la de Balzac es una novela, sin duda la mejor. En la narración de su vida, el rasgo omnipresente es la incontinencia. Hay un exceso romántico en su busca de absoluto y en sus peripecias sin reposo. No desentona con ella el deseo que expresó alguna vez: que con el tiempo se dijera que hubo cuatro personas de su época que tuvieron una vida inmensa: Napoleón, (Georges) Cuvier, (Daniel) O’Connell… y él mismo. Esa existencia frenética tiene como correlato el accidentado ida y vuelta de medio siglo en que, con el desarrollo del capitalismo como mar de fondo, los ecos revolucionarios contrastan con la reacción más acendrada. Balzac tenía quince años cuando Napoleón cayó definitivamente. De allí en adelante, vio subir al poder a Luis XVIII (por un suspiro) y la efímera instalación en el poder de Napoleón II. La restauración borbónica, con Luis XVIII otra vez a la cabeza, continuó en 1824 con el autocrático Carlos X. El último borbón fue destronado por la revolución de 1830 y reemplazado por el “rey burgués”, Luis Felipe de Orleans, que a su vez fue desalojado en 1848 por la revolución de las barricadas. Balzac, marcado por el pulso de ese mundo

“BAUDELAIRE, AGENTE CLAVE DE LA MODERNIDAD LITERARIA, UNO DE AQUELLOS QUE MODIFICÓ LA IDEA DE LO QUE HOY SE ENTIENDE POR LITERATURA, FUE UNO DE LOS MÁS PRECISOS LECTORES DEL AUTOR DE LA COMEDIA HUMANA.”

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“BALZAC SE CONVIRTIÓ EN UN MOROSO CONSUETUDINARIO. LA DEUDA CON MAYÚSCULAS SE TORNÓ EN UNA SUERTE DE ENTIDAD METAFÍSICA QUE LO ACOMPAÑÓ FIELMENTE POR EL RESTO DE SU EXISTENCIA.”

cambiante, murió poco después, durante los cuatro años de la Segunda República Francesa. Una ironía del destino, para alguien que había empezado como republicano furibundo y se transformó en declarado legitimista, convencido de que un artista, por razones de supervivencia, estaba moralmente obligado a fungir de reaccionario. El frenesí de su actividad fue seguramente inducido por razones biográficas. “Todos los escritores que figuran en su obra –sugirió alguna vez Pierre Michon– son bloques de energía de la burguesía de provincia que llegan a la capital a los veinte años, con una fuerte ambición literaria y que, muy rápidamente, dilapidan su energía en los excesos, algunos, en el periodismo, otros y, todos, en el gusto de acostarse con una mujer con título de nobleza.” Los escritores inventados por Balzac son su autorretrato en filigrana y por entregas. Nada lo destinaba a la gloria literaria, ni siquiera a la literatura. Su infancia fue triste y desamorada. Nació, como sus colegas ficcionales, en las provincias (en Tours), pero pasó seis años, entre los ocho y los catorce, internado en un colegio de la Vendôme. Durante ese período, sólo vio al padre, ya sexagenario, un par de veces y mantuvo con la madre una relación por lo menos distante. Tenía una confidente, su afecto más cercano, en su hermana Laure (que muere en 1825, después de haber escrito también algunas obras literarias). El padre, sin embargo, será decisivo. De él conservará la idea de formar una sociedad secreta de hombres decididos a todo (cofradía, en cierto sentido, de la que será el único abonado) y su figura funcionará como una suerte de pivote literario. Quizá el más conmovedor de sus personajes sea el père Goriot, aquel progenitor (que no se parece en nada al suyo) decidido a todo por el bien de sus hijas, que lo ignoran y desprecian. FUGA HACIA ADELANTE Balzac se mostró dominado desde un primer momento por el espanto de quedar condenado a hacer número en la hueste familiar. A partir de los veinte años, emprendió lo que podría considerarse una inclaudicable fuga hacia adelante. El medio elegido fue la literatura, aunque el concepto que manejaba sobre ella apenas se parece al de la rigurosa conciencia artística establecida por sucesores como Flaubert. En sus inicios, la literatura representaba para Balzac una promesa de inserción y progreso social, y también de ventajas crematísticas: era la forma de hacerse un lugar en el mundo. El padre aceptó que no siguiera la carrera de notario (su oficio), pero le otorgó dos años de plazo para que lograra establecerse como hombre de letras. Balzac fracasó y tuvo que volver a instalarse con la familia en Villeparisis, adonde se había mudado. Sus tanteos con la escritura no empezaron bien. Lo primero que escribió, Cromwell, fue una obra de teatro en verso que incluso, cuando la leyó en voz alta a su familia, encontró un rechazo unánime. El punto de clivaje de esa etapa juvenil fue un ex condiscípulo, Le Poitevin, que lo visitó en Villeparisis y le ofreció financiar una serie

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de novelones históricos de los que estaban en boga en ese momento, vagos sucedáneos de Walter Scott. Fue la primera emancipación de Balzac que, durante la siguiente década, iba a ejercitar su pluma en obras que le permitieran ingresos inmediatos, pero que boyaban en el anonimato. Más tarde las definió como sus “cochinadas literarias” de juventud. De esa época, son también una serie de tratados de rápida salida que se comerciaban como folletos: esas disquisiciones sobre el derecho de primogenitura, sobre la historia de los jesuitas o su irónico Código de personas decentes parecen adelantar, curiosamente, la obra por venir mucho más que las enrevesadas tramas de sus culebrones. En aquellos años, los diarios, que empezaban a cobrar la dinámica que se les conoce en la actualidad, comenzaron a ser su destino más o menos natural. Colaboró en los inicios de Le Figaro, de la misma manera que más adelante complementó sus ingresos escribiendo para Le Siècle, pero Balzac tenía el objetivo primordial de establecerse socialmente y para eso necesitaba un golpe de suerte. Esa aspiración lo llevó a convertirse, asociado con alguna de las personas que frecuentaba en esa bohemia juvenil, en editor e imprentero. Según consta en sus biografías, se tomó la tarea con entusiasmo y vocación. Uno de sus contemporáneos señaló que el fracaso en esos rubros fue un éxito porque, de haber triunfado, habría dejado de escribir. Los datos fríos de esa actividad son concluyentes. De las bellas ediciones ilustradas que realizó de La Fontaine y Molière (una tirada de 5000 copias), se vendieron apenas veinte ejemplares. La imprenta, por su parte, le reportó dinero en sus comienzos, pero su displicente manejo financiero terminó dejándolo con una deuda formidable a cuestas. A partir de allí, Balzac se convirtió en lo que fue el resto de su vida: un moroso consuetudinario. La Deuda con mayúsculas se tornó una suerte de entidad metafísica que lo acompañó por el resto de su existencia. Balzac nunca logró salir de ese circulo vicioso, que equivale a un método para avanzar en la escritura sin detenerse a mirar atrás: realizaba contratos por novelas futuras para pagar deudas ya adquiridas, especulaba inmobiliariamente o en valores mineros con resultados casi siempre desastrosos. Incluso, proyectó emigrar al norte de América para convertirse en buscador de oro luego de que Los chuanes (1829), su primera novela con ambiciones personales, fracasó comercialmente. Borges supo burlarse de cierto libro sobre Poe que se detiene a ennumerar los sucesivos domicilios del escritor. En el caso de Balzac, parece inevitable reparar en sus mudanzas continuas (todas sus biografías son morosas al respecto): la mayoría de esos traslados buscaban distraer la persecución de sus acreedores. A veces, se instalaba en una dirección con nombre falso para distraer también a la policía, que llegó a mandarlo a prisión una breve temporada.

UN HOMBRE SOCIAL A pesar de esos detalles tumultuosos, el personaje Balzac está lejos del aislamiento y la misantropía. Nada de contención o retracción: era en esencia un hombre social, atento a las modas del momento, dado al histrionismo y a todos los exhibicionismos de su época. Durante la jornada, podía hundirse en lo más bajo de la vida parisiense, pero por la noche frecuentaba los salones de la época, lo que le permitía codearse con todos los estratos sociales. Como más tarde lo haría Proust en ámbitos más selectos, el escritor se empapaba distraída, tal vez inconscientemente, en los ambientes y caracteres que se encuentran en su narrativa (aunque la crítica suele coincidir en que su descripción de los medios aristocráticos y sus protagonistas es el talón de Aquiles de su obra). Sus historias amorosas eran también parte del juego social: su primera amante de larga duración, “La dilecta” (Madame de Berny), mayor que él, fue también su protectora. Hubo otras amantes, aunque ninguna tan fiel como Evelina Hanski (Madame Hanska), una condesa polaca de origen ruso, a la que conoció epistolarmente en 1834. Balzac mantuvo con ella una prolongada y tortuosa relación (que implicó largos traslados al usual viajero que era Balzac) que se desarrolló al ritmo de su obra literaria. Terminó casándose con ella en Ucrania, en 1850, poco antes de su muerte, en un giro inesperado. No era una doble vida: era una vida doble, porque en ella no había ocultamientos. Después del fracaso de Los chuanes, se agrega al apellido la partícula “de”, que sugiere nobleza, y comienza a dar a la imprenta una novela tras otra, sin respiro. Sólo en los años treinta escribe, entre tantas, La piel de zapa, La obra maestra desconocida, Eugenia Grandet, La duquesa de Langeais, El tío Goriot, El lirio en el valle, César Birotteau, los tres tomos de Las ilusiones perdidas. Su modo de producir es legendario: se encerraba a la luz de la vela y escribía cuartilla tras cuartilla mientras se mantenía alerta con un desmedido consumo de café. No consideraba un aliado al tabaco y en su idiosincrático Tratado de los excitantes modernos (uno de sus estudios sobre la “patología de la vida social”) lo descarta como estimulante a favor de la bebida, que recomienda molida, comprimida, fría y anhídrida, ingerida en ayunas. LA LECCIÓN DE ANATOMÍA El proyecto de La comedia humana se fue formando al ritmo de esa escritura insomne, febril. La tinta de Balzac se entrometía incluso copiosamente en las pruebas de imprenta. La urgencia y velocidad de la pluma determinan esa prosa abigarrada y en más de un momento desprolija. Sin embargo, el novelista no era un mero escriba atolondrado, desinteresado de los procesos de su creación: tenía la costumbre de reunir esbozos, primeras versiones, manuscritos y pruebas corregidas en carpetas, que ponía en circulación regalándoselas a sus conocidos (como si

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s Daniel Fanego, en El especulador

Foto: Carlos Flynn

estuviera al tanto de su utilidad para la futura crítica genética). Como si fuera poco continuaba retocando los textos, modificando su estructura, sobre los ejemplares publicados, como si se tratara de una obra líquida, siempre en movimiento. Es posible que la rápida sucesión de obras de los años treinta le haya permitido advertir –como anotó en el prólogo al primer tomo que empezó a reunir la mayoría de sus novelas bajo un título general, después de firmar contrato con el editor Charles Furne– que llevaba “una sociedad entera en la cabeza”. La reaparición de personajes (que ocurre por primera vez en 1835, con la publicación del Goriot) fue a partir de entonces uno de los catalizadores del proyecto, que le permitió amalgamar el exhaustivo fresco social de ambientes, personajes y épocas (las novelas cubren un espectro de medio siglo) que se proponía. La comedia humana –el autor la denominaba con un ramplón Estudios sociales hasta que alguien le sugirió jugar con el título de La divina comedia de Dante– se publicó entre 1842 y 1847. El plan era megalómano, como correspondía a alguien que aspiraba a ser, según su declaración, el nuevo Racine: contemplaba 137 novelas, aunque Balzac sólo llegó a dar a conocer como tales 91, que incluían la casi totalidad de las escritas durante la década previa. Clasificadas según tres encabezamientos globales (Estudios de costumbres, Estudios filosóficos y los pocos ensayitos de los Estudios analíticos) se subdividían, a su vez, en escenas: de la vida privada, de la vida de provincias, de la vida parisiense, de la vida política, de la vida militar. En el catálogo presentado originalmente de 137 obras (varias de las cuales no llegó a escribir), no figuraban novelas clave como La prima Bette o El primo Pons. En este corpus masivo, que bien podría ser considerado hoy una suerte de hipertexto cerrado sobre sí mismo, Balzac se reclama heredero de Cuvet y Leibniz, pero en particular de Geoffrey Saint-Hilaire, un teórico hoy casi olvidado cuya idea de la unidad de composición como constitutiva de todo organismo natural guía, en teoría, todo el ciclo novelístico. Balzac se propone de ese modo como fabulador e historiador, pero sobre todo como científico, como el ejecutor sobre el papel de la precisa y minuciosa lección anatómica de toda una trama social. GRAN DANZA CONTINUA Esa vocación objetiva es lo que distancia de manera tajante a Balzac del realismo romántico de Stendhal (un escritor de la generación anterior, pero que, al publicar tardíamente, es su contemporáneo) y promueve artificios que con los años llegaron a ser en una suerte de programa obligado para escritores posteriores que veían en el francés al descubridor de una “realidad” incontrovertible. Balzac describe sin respiro, convencido de que carácter y milieux (es decir, el ambiente en que se mue-

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“SU MODO DE PRODUCIR ES LEGENDARIO: SE ENCERRABA A LA LUZ DE LA VELA Y ESCRIBÍA CUARTILLA TRAS CUARTILLA MIENTRAS SE MANTENÍA ALERTA CON UN DESMEDIDO CONSUMO DE CAFÉ.”

ven) van de la mano, y va dosificando en sus tramas personajes que encarnan una tipología. La idea era por entonces revolucionaria, y legó, entre otras aberraciones, el costumbrismo. Sin embargo, hay en sus construcciones un impulso que excede la limitación de sus presupuestos, un fluido que impregna todo y mantiene el conjunto en perpetuo movimiento. Sus personajes pueden ser inolvidables (del presidiario Vautrin al arribista Rastignac, de Lucien de Rubempré a Daniel D’Arthez, del avaro Grandet a Madame Vauquer), pero más importante narrativamente es que están sujetos a una gran danza continua, que se desarrolla en los más variados ambientes y paisajes (París es central en su obra, pero muchas de sus mejores páginas se sitúan lejos de ella) y tiene como contraseña un personaje en apariencia virtual: el dinero. Balzac, que probó suerte, sin éxito, en el teatro para llenarse los bolsillos y mantuvo una relación difícil con su estatus de artista, es por sobre todo el demiurgo de un género, la novela, que se convirtió en su sinónimo. Quizá por esa razón conviene leerlo no a la luz de la ranciedumbre de su progenie más evidente, todavía abundante, sino de aquellos que a priori se encuentran en las antípodas. Resulta más interesante subrayar, por ejemplo, que la primera obra del nouveau roman, Retrato de un desconocido (1948), es una memorable reelaboración de Eugenia Grandet o que César Aira, que aunque más no sea por azar alfabético colocó a Balzac en su Diario de la hepatitis como escritor favorito, parece seguir, sin inocencia, su prolífico paso. O señalar que sus indagaciones repercutieron en otras obras que nada parecen deberle. Cuando Jacques Rivette se inspiró en La obra maestra desconocida para filmar La belle noiseuse dejó en evidencia que Balzac, sin saberlo, fue quien mejor supo profetizar el arte moderno y Beckett, al escribir Esperando a Godot, que en ese Godeau que Mercadet, el protagonista de Le faiseur, tanto espera, y que parece nunca va a llegar, pulsa una desesperación tan radical que con un solo gesto puede volverse metafísica.

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