Quivirenses

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QUIVIRENSES 15 VISIONES DE LA CIENCIA FICCIÓN Y LA FANTASÍA CHIHUAHUENSE

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Antología del taller de creación literaria Ray Bradbury

A LFONSO P ORRAS, A LONSO T REVIÑO A NEL U RIBE, A URORA M ENDOZA A RTURO M URGA, C RISTINA G ARAY D IAMANTIS H ANGUIS, D OLORES A GUIRRE, E DUARDO P ORRAS, E IHRA M ARTÍNEZ G ABRIELA Á VILA, G ALIA M IRSCHA, H ÉCTOR V ARGAS, I SABELA V ELA L ILIANA B AQUERA,

COORDINADOR

JORGE GUERRERO DE LA TORRE EDITORIAL LOS HIJOS DEL GATO CU ÁNTICO

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Distribución mundial gratuita Título original: Quivirenses: 15 visiones de la ciencia ficción y la fantasía chihuahuense Antología del taller de creación literaria 'Ray Bradbury' Primera edición, Chihuahua, octubre 2016 Edición y diseño: Jorge Guerrero de la Torre ©2016 Los autores ©2016 Editorial Los Hijos del Gato Cuántico ©2013 Ilustración de la portada: Elisabetta Trevisan RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS AUTORIALES Y DE EDICIÓN

Se permite la libre reproducción total o parcial del contenido de la presente obra en cualquier forma conocida o por conocerse, a cambio de citar las fuentes autoriales y de edición.

I.S.B.N.: EN TRÁMITE Hecho en México

/ Made in México


La imaginación dispone de todo; crea belleza, justicia, y felicidad, que es el todo del mundo. Blaise Pascal

Yo creo que la verdad es perfecta para las matemáticas, la química, la filosofía, pero no para la vida. En la vida, la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza, cuentan más. Ernesto Sabato

La Eternidad es una de las raras virtudes de la literatura. Adolfo Bioy Casares



PALABRAS DEL RESPONSABLE DE LA ANTOLOGÍA

TODOS los que aceptaron ser reunidos en este proyecto, le han apostado al futuro. Ellos se saben movidos por extrañas y profundas inquietudes. Antes de llegar aquí se hicieron cuestionamientos tales como: “¿Qué estoy haciendo en este mundo? ¿cual lugar ocupa mi expresión, mi identidad en el esquema de las cosas?”. Los aquí antologados, me permitieron en el taller literario, el honor y la magnífica oportunidad de ser un mediador en su proceso de formación como entes creadores. Ellos, los autores de estas cuidadas piezas de lenguaje e imaginación, han confrontado con valor el oscuro vacío de la ausencia, para traer a este mundo sus obras, sus textos. Como escritores, han descendido y a la vez, han ascendido. Se sublimaron llevando consigo rocas, sangre, tiempos y sombras, acciones, desenlaces, ficciones y posibilidades. Son quince exploradores que retornan hoy, aquí, ante ustedes, para mostrar sus conquistas. Textos que se atreven a ser en una época donde todos dicen: “el mundo está cada vez peor”. Estos aventureros enfrentan una realidad aplastada por múltiples amenazas: Calentamiento global, transgénicos, agotamiento de los recursos, sobrepoblación. Sabemos que el Estado quedó endeudado -otra vez más-, y que allá afuera nos intimida la inseguridad pública. Ya sabemos que el aire que respiramos no es apto. Miramos la TV mientras el tipo de las noticias dice: “Hubo 43 desaparecidos y un huracán dejó miles de damnificados”, ¡y nos lo dice


cómo si esa fuera la forma en que las cosas debieran ser! Por eso no salimos más a las calles y nos sentamos en nuestros hogares, mientras el mundo se ha-ce más pequeño. Entonces todo lo que pedimos es: “Por favor, déjenme en paz en mi casa, solo quiero entrar en mi Face y en el Twitter. Déjenme en paz”. Bueno, estos 15 visionarios no los van a dejar en paz. No es porque ellos intenten reparar el agujero en la capa de ozono, o resuelvan el conflicto en Medio Oriente, ni nada así. Es para mostrar, por medio de un intenso viaje entre realidades alternativas y escenarios alucinantes, que el mundo es un enorme sitio de esperanza y posibilidades. Aquí queda, pues, el inicio del sendero de palabras que llenará a quien las lea, de asombro y fascinación. Sean todos bienvenidos al legado de los hijos de la mítica ciudad de Quivira.

Jorge Guerrero de la Torre Chihuahua, Chih. Octubre de 2016


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PRIMERA SECCIÓN

MICROFICCIONES


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Alonso Treviño


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Lazos que unen

Cada día que pasa Emilia lo comprende más: el único que estará ahí para ella durante toda su vida, hasta que muera siendo una anciana, acompañada solo por su casa vieja y sus gatos, no será su padre ni su hermano. El único que nunca la dejará aunque se mude o consiga a un buen hombre para casarse, será aquel que invocó siendo niña y que ahora duerme invisible y con una pesada respiración bajo su cama.


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Las plumas

Cierto día, un escritor encontró dos plumas de ave: una de águila ―cubierta de oro― y otra que ―a juzgar por el color y el polvo ―, pertenecía a un cuervo. Solo estaban ahí, tiradas en medio de un campo de labranza. Las tomó, decidiendo utili­ zarlas para escribir una nueva obra. Cuando utilizó la pluma de oro, se vio for­ zado a escribir solamente hermosas mentiras, edul­ coradas, elaboradas y entrelazadas que eno­jaban a todo el mundo. Con la pluma negra solo podía es­ cribir feas verdades que incomodaban a todos. Volvió a usar un lápiz. Las plumas las arrojó lejos, olvidándose de ellas.


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Casa del Sol naciente

Hay una casa, allá donde nace el sol, en la que un samurái es el encargado de recibíos e indicad el ca­ mino a seguir. Vosotros os conocéis desde niños. El sol conoció a vuestro padre, abuelo y otros muchos antepasados vuestros; su esposa recibe a la luna y os dice por dónde vayáis para que no os pierdas. El hijo del samurái es el encargado de silbarle a las estrellas para que despierten de noche y corran al otro lado del mundo cuando se aproxime el sol. Ellos fueron exiliados de su pueblo. Los con­ sideran locos: Ellos cumplen su deber con honor. Quién sabe qué pasaría si dejaran de hacer­ lo.


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Humano post­humano

Un viejo ciborg se sienta todos los días en la en­ trada de su casa. Se alimenta de contamina­ción. Respira y transforma en energía bio­mecánica, la cada vez más delgada capa de smog. Así, apenas puede sobrevivir. Siente hambre. Ya quedan muy pocos como él. La na­turaleza gana cada vez más terreno sobre las ciudades. El enfriamiento global en el año 2100, los está matando. Él, en un intento vano contra el planeta, quema la poca basura que encuentra.


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Anel Uribe


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Del agua y la electricidad

“Así que este es el recinto donde…” ―¡Noooo! ¡Suéltalo! ¡Estefanía no me vayas a…! “...yo siempre quise estar. Tuvieron que pasar varios años para que yo pudiera…” ―¡...Tocar! ¡Déjala que fluya y límpiate! Por favor, solo límpiate y vuelve a… “...cantar, hacer sonar este blues. No me parece de manera alguna que no pueda ir y tomarlo para…” ―…mí. Vuelve a rasgarme como antes. Extrae de mí ese blues. No dejes que yo pueda… “...desfallecer y revivir juntos: yo cantando y él sonando…” ―...quedarme sólo con mi electricidad, en tanto tú puedes… “...como el agua que me resisto a abandonar. Cantar y tocar sin dejar de nadar ¡De existir para y por el…” ―...tocar. Una bajo eléctrico en manos de ti, una sirena, no puede aspirar a esa acción, salvo que se extraiga toda el agua del jarrón en el que vives y... “… Blues”.


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Una sirena y su peculiar petición

Desde aquí puedo verte muy bien. Aquí el agua es más calma que la de afuera. Recargada sobre esta gran roca, contemplo la respuesta a mi oración. Sólo tendré que aplicar la última porción contenida en la palma de mi mano derecha y estará el trabajo terminado, ¡y mira qué esplendidez! No solamente lucen mis ca­ bellos con tanta belleza, sino también me regalaron un traje lindísimo, que ajusta tan bien que hasta parece que todo el tiempo hubieran pensando en mí al hacerlo. Y el agua es deliciosa, curiosamente no tengo problemas para respirar estando rodeada de ella. La única sensación que me genera es aleg­ ría y bienestar. Así que no pude haber elegido me­ jor. Quizá la única duda que me queda es cuándo me sacarán de este contenedor. No es que la esté pasando mal. Solo quisiera poder presumir mi gran proeza, y no nada más en este curioso aparador. No me dijeron cuándo me sacarían de aquí, sólo que habrá algunos cambios al pedir un beneficio in­ dividual en vez de colectivo, pero bueno… Habien­ do obtenido de la Serpiente lo que tanto soñé, ¿qué podría salir mal?


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Horror

De

mármol pulido y frío, amplio y sin resquebrajaduras que pudieran provocar tropiezos. Completamente liso y pulcro. San­dalias. Pies suaves, graciosos, medianos. Una falda poco ajustada. Piernas delgadas, torso firme. En el pecho mucho calor y en el cuello una gargantilla. Sonrisa fresca, matinal y en los ojos una claridad reflejante del sol de mediodía. Pasos rápidos hacia allá, pasos casi deslizantes hacia el hierro forjado del barandal y una sen­sación de calor. Demasiado calor. De tanto sudor corriendo por el cuello, se le resbala la gargantilla. Sigue caminando. El calor comienza a provocarle mucha comezón y la gargantilla dejó de importarle cuando vio el barandal; los pasos son menos largos, ahora rápidos, vigorosos, veloces. Finalmente corre. Su corazón definitiva­mente esta agitado, pero no tanto como sus sie­nes de tanto imaginar. Se deja frenar sólo por el barandal y súbitamente deja de sentir calor. El cráneo del bebé se partió. Sólo su alma quedó intacta.


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Aferrado a ti

Hay una razón por la que no muestra sus pier­nas. Se le aferra fuertemente a la izquierda, y de cuando en cuando encaja un poco más la lanceta central en su pantorrilla. Ella le ha llegado a tener estima, casi ca­ riño. Si otros lo vieran, mostrarían es­panto. Ella se acostumbró a su elección. Es una situa­ción compleja, pues no sólo es mucho el líquido que le extrae diaria­ mente, sino además hay días en los que tiene más ham­ bre y hay debe alimentarle con otra cosa. Como no se despega, hay que hacer muchas maniobras ingeniosas para apartarle la boca y, ligera y delicadamente, intro­ ducirle un bocadillo y esperar que cierre la boca. Luego todo vuelve a la “normalidad”. Lo tiene ahí hace relativamente poco, y hay días que ni lo siente. Pero hay otros en los que se acuerda de haber elegido mal; intenta despegárselo y vuelve a llo­ rar: no la dejará jamás. Entonces el lí­quido se torna es­ peso y lo ve fluir ahí, negro; el odio corre despacio y solo termina por nutrirlo, haciéndolo crecer más. En­ tonces toma un respiro, lo acaricia y camina con un poco más de peso que hace años. Eso le encaja las patas y le succiona la vida: le recuerda serán compañeros por tanto tiempo que es posible que un día ya no grite en si­ lencio, con rabia y arrepentimiento, resignándose a ca­ minar despacio, a aferrarse a mejores cosas. Mientras tanto, hay una buena razón por la que no muestra…


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La modernidad ha llegado

–Y... ¿se supone que debo cargar esto en alguna bolsa o morral? —No necesariamente. Usted puede ponerlo en su bolsillo. —¿Cuáles bolsi­ llos? Yo no uso bolsillos. —Quizá su ma­ rido… —Pero para eso tendría que cargar con esto… y ¡aparte con mi marido! —Pero podría usted hablar con quien quisiera, cuándo quisiera… —¡Ah, no me diga…! ¡Claro! ¡Es que hasta aho­ ra he podido hablar sólo cuando los demás quie­ren y no cuando yo quiero, ¿verdad? —Me re­ fiero a que la modernidad ha llegado, y ahora podrá ha­ blar con este teléfono y además sin mucho esfuerzo: sólo debe deslizar suavemente sus dedos y podrá desde char­ lar con alguien hasta verificar las calorías de su próxima rebanada de pastel. —Sor­pren­den­te. Permítame revisarlo y… ¡le llamo! Y así acompañé al caballero hasta la puerta, mandé al peón de una vez al condado por provisiones, pedí que se les diera agua a los caballos y di instruccio­ nes de la cena a la cocinera. Después tomé mi bordado y decidí descansar, porque una no debe abusar de este tipo de mensajería. Pero justamente me ha llegado el aviso de mi marido, diciéndome que desea faisán para cenar, y pienso en el ofrecimiento de ese caballero… Siendo to­ dos en este pueblo telépatas, ¿para qué querríamos un celular?


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Arturo Murga


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J

Hasta el día de hoy, no sabe con certeza qué fue lo ocurrido aquella tarde de martes. Él aún se lo sigue preguntando y repasa con detalle cada escena. Su cuerpo conserva las marcas. Su corazón se agita cada vez que las ve. Joaquín caminaba por la ciudad. Era un día nublado; el viento agitaba las hojas de los árboles. Ha­ cia pocos minutos que había salido de la casa de su madre, quien —como siempre— había preparado la deliciosa sopa que tanto le gustaba. Al doblar en una esquina se topó con los gran­ des ojos café de una niña, cuya sonrisa no pudo dejar de mirar. Sus pequeñas manos, asemejaban la porcela­ na de las más finas muñecas francesas que su madre cuidaba con tanto esmero en casa. El cabello largo y recogido en una coleta, dejaba libres algunos ajustados bucles castaños. Toda ella emanaba un aire de ternura y delicadeza. Por ese motivo Joaquín no ha entendido aún que hacia una niña con una navaja de afeitar. Como ya era su rutina al seleccionar una nueva víctima, la sujetó por el cuello y tapó su boca. Inesperadamente, la pequeña cortó con la navaja el brazo con el cual le sujetaba el cuello, mientras mordía fuertemente la mano que le tapaba la boca. Joaquín la liberó y, para su sorpresa, la niña no corrió. Lo veía con ojos vivos y llenos de fuego. Por su labio inferior, una gota de san­ gre corría. De pronto, la cabeza de la pequeña estalló.


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El brillo del acero de un rústico martillo, se mezcló con pedazos de cráneo y sesos. —Tan descuidado como siempre Joaquín­cito. Ten, ponte el suéter. Se está poniendo fresco y no quiero que te resfríes. —Gracias mama, tú siempre preocupándote por mi.


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Aurora Mendoza


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Salamalekas

Abres los ojos. El jeque libera un tenga cuidado con lo que desea, Monsieur. Ellas lo están esperando, pleno de opio. Te estamos esperando. Esclavo del diván aterciopelado, desgarras la viscosa gravedad con la voluntad del atormenta­ do vicio, tan excitado que apenas concilias los pa­ sos hacia la puerta de ébano. No has dormido en mucho tiempo y crees ya haberlo sentido todo, me­ nos la vida. Apalea las paredes torácicas el corazón que se acepta muerto y la boca traga aire como co­ pas de ajenjo. ¿Qué murmullo es ese? ¿Estás rezando? Re­ zando por algo que te encienda. La epifanía última. Gotas de sudor se desploman en la entrada. Mano en pomo, frente en madera. Por favor, por favor. Llorarías si recordaras cómo. Abres, cruza tu pie el umbral, reverbera un aliento gélido y ya estás den­ tro. Tus ojos se inmolan a la también fría luz de las velas y distinguen una de mis siluetas al fondo de la pieza. El aire te escucha robándole y adoleces unos precarios pasos hacia mí. ¡As­salaamu­alei­ kum! Nuestra voz se aloja en el eco de la habita­ ción. Nuestra voz descoyunta tus huesos. No te atreves a verme(nos). Mis tercera y cuarta manos vuelcan delibe­ radamente sus uñas encima de tu flanco izquierdo. Mis quinta y sexta manos acaparan el derecho. Uní­ sono deicida, te despojan del decoro de la camisa. Sí, sí, así. Nuestra primera y más abyecta mano despliega su índice. Mi uña se posa sobre tu pecho,


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magnánima, resbala a través del esternón, vientre, ombligo. Tan anestesiado que no te inmutas con los arabescos que dibujo. Hazme sentir. Sea así. Ba­ rreno tu ombligo con mi uña. Sueltas un débil chi­ llido. Sí, hazme sentir vivo. Mi segunda boca espira en tu oído izquierdo. Veme a los ojos. ¡Veme a los ojos! En tu oído derecho advierte mi tercera len­ gua. Mi primera uña libera tu ombligo y desanda su sendero hacia tu barbilla. Aguja incauta se sume en tu piel. Veme. Cansina por la náusea tu visión se espabila. La orfandad en tus ojos, la parsimonia en los míos. ¿Qué deseas, hijo inerme? ¡Hazme sentir que vivo! ¿Qué es lo que más deseas? ¡Quiero sen­ tir, siempre! ¡Siempre, SIEMPRE!

Abres los ojos. Gobernando desde el terciopelo ver­ de, el jeque exhala el iterado tenga cuidado con lo que desea, Monsieur. Ellas lo están esperando. Ven a nosotras, otra vez. Por siempre.


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Eduardo Porras


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Un mini cuento de amor

Érase una vez una ninfa de agua llamada Ce­ leste. Ella tenía una vida muy simple. Se dejaba llevar por la corriente, hasta que conoció el ca­ lor de las llamas: muchos dicen que el agua y el fuego no pueden amarse entre sí, pero eso no la detenía. Intentaba acercarse a la flama, tocarla y a veces solo la miraba. Numerosas heridas que con el tiempo se convertían en vapor, recorrían sus brazos. Un día la ninfa se armó de valor, se acercó a aquella llama y le dijo: “Estoy harta de ser fría. No puedo vivir sin el calor de tus lla­ mas y quiero estar contigo por toda la eter­ni­ dad”. Así, los dos se fundieron en un beso de cálido vapor traslúcido, desapareciendo y convirtiéndose en aire, quedando juntos por toda la eternidad.


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Galia Mirscha


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Salir Adelante

Llegaron a estas tierras persiguiendo un sueño. Un sueño que corría tan rápido, que parecía cada vez más inalcanzable. Dejaban cuanto podían en el ca­mino para aligerar el peso y acelerar el paso. El sueño, por su parte, corría sin detenerse ni volver la vista atrás. Había sido concebido para nun­ca mirar lo que dejaba a su paso. Detuvo su carrera contra nadie, el día en que se encontró frente a un a­bismo y con la tierra fracturada bajo sus pies, amenazando con resquebrajarse. Quizo emprender el regreso, pero su natu­rale­ za le impedía dar la media vuelta y continuar su vertigi­ nosa marcha en dirección contraria, así que comenzó a caminar de espaldas. A cada paso que daba, descubría grietas en el suelo, continuaciones de los bordes frágiles del precipicio. Asustado y torpe, corrió de reversa tan rá­pido como pudo, hasta llegar al punto donde sus perseguido­ res le dieron alcance. Al verlo, las gentes se pusieron felices. Pero cuando se dieron cuenta de que caminaba de re­greso, se enojaron. Sintieron que sus sacrificios por recorrer aquel camino estaban siendo burlados. No podían acep­ tarlo. Golpearon el sueño en la cabeza para des­acti­ var lo poco que le quedaba de conciencia. Se organiza­ ron por turnos para cargarlo y poder con­tinuar el viaje en la dirección original: camino hacia el abismo.


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Héctor Vargas Carrera


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Anuncio clasificado

¿Ecologista y cansado de enfrentar la tala ilegal sin éxi­ to? ¿Defensor del Medio Ambiente pero nadie le acompa­ ña es su lucha? ¡Esta es la solución! Le ofrecemos un pa­ quete completo de Kodamas. Estos maravillosos espíritus arbóreos, traídos desde Japón exclusivamente para usted, están a su disposición para proteger los bosques de intru­ sos y deforestadores. Pequeños pero vengativos y con gran poder mágico, no se detendrán hasta acabar con cualquier industria ecocida y con el último de los terrate­ nientes criminales. ¡Llame ya, pues el tiempo se nos está agotando!


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Isabela Vela


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Muchas lagrimitas

Desarrollé un método para llorar dormida. Así, cuando despierto, puedo hacer mi día normal. Hasta junto las lágrimas para saber qué tanto lloré. Primero me pego un popote en cada la­gri­ mal, uniéndolos con cinta adhesiva a una bol­sa. Así, en la mañana cuando me levanto, vacío la bolsa. An­ tes le vaciaba su contenido a las plantitas, pero se empezaron a secar: se les pegó mi tristeza. Por eso ahora vacío mis lágrimas en una pecera. Ya va a la mitad y cuando esté un poco más llena, voy a com­ prar aquel pez que te platiqué vi en la tienda de mascotas, ese que estaba solito en el fondo, como pegado. Ni se movía para nadar. Solo abría la boqui­ ta y la ponía redondita. Ahí me quede como media hora, mirando y el pececito nunca se movió. Total, compraré ese pez. Lo traeré a casa y nadará en mis lágrimas saladitas, al cabo que él ya vive triste. No le puedo pegar nada.


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Micro cuento I

Cuando me dijiste que ya no querías ser mi amiga, yo traté de fingir que no me importaba. te vas?, ¿Qué no te habías ido ya?

—¿Qué


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Micro cuento II

Y me acordé que un día de chiquita, me vi salirme del espejo.


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Con la navajita de la muñeca

Gusanitos de colores salieron de la cortadita que te hiciste en el cuello… ¿O te la hice yo?


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Castillos

Y con los pedacitos de las uñas que caían al mor­ derlas, empezó a formar figuras. Primero tri­ángu­ los, luego cuadrados, nubes y torres, al final había un bello castillo por toda la mesa. Así de nerviosa estaba la niña. De repente algo cortó su concentración en tan detallada ciudadela. Era una gota de sangre. Eran dos gotas de sangre. 6, 10. Un chaquito por allá y otro en el piso. —Qué bien, Ahora tengo rojo para las banderas! —dijo eufórica. Fue por un pincel a su recamara y al tratar de agarrarlo del peinador y no lograrlo, tuvo la idea de voltear a ver sus ma­nos: que desagradable sorpresa. En lugar de sus largos dedos, ahora tenía ocho pequeños mu­ñones y dos pulgares. ¡Por Dios! ¿Qué había he­cho? ¿Cuanto tiempo había pasado mordiendo sus dedos hasta acabar con ellos? Casi al borde de la locura, salió de la ha­bitación a pedir ayuda, pero de camino se topó con la enorme mesa del co­ medor y ese hermoso castillo, con la gente feliz ro­ deándolo, con los huertos fértiles y los caballos brio­ sos. Se sintió fe­liz de su creación y sobre todo, de su buena elec­ción al usar el “color hueso” en las cortinas de cada una de las ventanas del castillo.


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SEGUNDA SECCIÓN

NARRACIONES


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Alfonso Porras


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Bulos

La guerra fue sangrienta y cruel. Muchos mu­rieron en ambos bandos y al final casi nos lleva a la extin­ ción. La culpa fue de esos malditos y vi­ciosos seres. Aún se eriza el pelo de mi espalda cuando recuerdo sus horribles cuerpos cilíndricos y repugnante color verde. Los Bulos nos atacaron por dos frentes en una pinza mortal; primero sus drones mecánicos arrasaron nuestras comunidades, devastando fa­mi­ lias y pueblos enteros. Después desataron una cace­ ría cruel contra los sobrevivientes que esca­paban en desbandada. Si uno de esos seres se acercaba flotan­ do silenciosamente, sin que lo per­cibieras con tiem­ po suficiente para huir, estabas frito… literalmente. El cuerpo de los Bulos está formado en un 55% por dioxita, una sustancia que expulsan por un orificio que hace las veces de boca y que, al contacto con el aire, arde a 7,600 grados centígrados. Como dije, nuestra especie iba camino a la extinción, cuando los sobrevivientes lograron orga­ nizarse y preparar una defensa que a la pos­tre re­ sultó eficaz. Conseguimos reclutar para nuestro ban­ do a las especies voladoras de nues­tras tierras, lo que eliminó la ventaja que tenían los Bulos por aire. Por otra parte, recurrimos a técnicas ancestrales que yacían en el olvido, con las cuales conseguimos mo­ dificar el clima para que se desatara una lluvia to­ rrencial e intermi­nable sobre todos los territorios afectados y que lentamente arruinó a sus drones, de­ jándolos in­servibles mediante una lenta oxidación, además de neutralizar su poder de fuego. Desgraciadamente, una vez ganada la gue­ rra, no pudimos permanecer en nuestras tie­rras de­


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bido a las cicatrices psíquicas que dejó en nosotros la batalla (si, somos una especie muy sensible aun­ que no lo crean…). Además la lluvia pertinaz —y que perdura hasta la fecha— hizo inhabitable nues­ tro mundo. Por es no nos gusta para nada mojarnos. Así que debimos emigrar, abandonando el hogar que nos vio nacer. Por suerte encontramos este pla­ neta que nos re­cuerda bastante al nuestro, con el plus de estar habitado por una raza amable que de inmediato se puso a nuestro servicio. En señal de agrade­cimiento y para pagar por su cooperación — es un decir, ya que hablando claro, estos seres no te­ nían alternativa—, les ayudamos en su progreso como especie, desarrollando su potencial me­diante técnicas de nuestros ancestros. Así que esta raza limitada, que muy pro­ba­ blemente hubiera seguido el camino de la extinción sin nuestra ayuda, prosperó y aprendió a cultivar sus alimentos, fabricar herramientas y reunirse en co­ munidades; en suma, construyó una civilización me­ diante un lenguaje que im­plantamos en sus rudi­ mentarios cerebros. Des­graciadamente estos seres están tan limitados, que muy pronto el lenguaje que les regalamos se degradó y corrompió en numerosos dialectos y lenguas diferentes. Con el paso del tiempo los orientamos para que construyeran grandes radiofaros con forma pira­ midal, para así guiar a los sobre­vivientes de nuestra especie que aún vagan per­didos. En los muros inte­ riores de esas edifi­caciones, aún se observan repre­ sentaciones de imágenes nuestras con las que pre­ tendían honrarnos. Nuestra colaboración ha sido fructífera a lo largo del tiempo. Nos sentimos seguros, cómodos y bien atendidos por nuestros siervos a los que hemos dirigido en su desarrollo durante siglos, adaptándo­ los para que cada vez nos sirvan mejor. Y todo este proceso se ha efectuado casi sin tropiezos ni correcciones. La última inter­vención la


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efectuamos hace casi cien años, cuan­do por azar, el rumbo que tomó su tecnología los llevó a fabricar unos armatostes gigantes, torpes y muy lentos, para desplazarse por el aire. Sin em­bargo, cortamos de tajo esa línea de desarrollo ya que esos artefactos nos recordaban demasiado los cuerpos cilíndricos y voladores de los malditos Bulos. Así fue como los di­ rigibles pasaron al ba­surero de la historia. El último regalo que les hemos dado, es una red inalámbrica para que se comuniquen entre ellos de manera más eficaz. Es una red si­milar a la que utilizamos mentalmente nosotros, pero básica y adaptada a su reducida capacidad. Curiosamente las representaciones visuales más populares en esa red son las que nos presentan a nosotros en todas las si­ tuaciones imaginables. Sin embargo debo decir que últimamente una sombra se cierne sobre todo este panorama de tranquilidad. Hemos visto aparecer en esa red algu­ nas representaciones visuales —vídeos les llaman—, que nos inquietan profundamente porque suponen algún tipo de malicia, dirigida contra nosotros, sus protectores, algo que consi­derábamos impensable en estos seres. Me entristece decir que esta pobre especie no sabe que están jugando con fuego. Creo que no tie­ nen una idea clara de todo lo que nos deben y de que en suma, sin nuestra ayuda, simplemente no se­ rían. No tendrían todas esas maravillas de las que se sienten orgullosos sin saber que nos las deben a no­ sotros, que son un regalo de sus amos.

Julio le ordena imperativo a su amigo: ―¡Mario, Mario! ¡Filma esto… es chistosísi­ mo! ―dice mientras le pasa la cámara.


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Mario toma la cámara a regañadientes, pues no sabe lo que va a hacer Julio y a veces le aburren sus bromas. ―¡Filma, filma! ―susurra Julio mientras se acerca sigilosamente al gato que come croquetas de su plato en un rincón de la cocina. Cuidando que el gato no se dé cuenta de su presencia, coloca un pe­ pino a unos centímetros de la cola del animal y se retira reprimiendo la risa. El minino termina de comer satisfecho y se lame con parsimonia los bigotes, luego una pata. Al voltear en busca de un lugar donde dormir, mira a su alrededor, cuando de pronto y con una velocidad pasmosa, salta hacia atrás de manera completamen­ te antinatural, contorsion­ándose en el aire, aterra­ do al ver de reojo el pepino. Julio ríe a carcajadas junto con Mario que aún sostiene la cámara después de filmar la inusual reacción del gato. ―¡Tenemos que subirlo a internet! ¿Viste ese salto? ¡Pobre gato pendejo jajajajaja! ―dice Julio entre hipos y carcajadas mientras el gato los mira desde un rincón, con una mirada fija, esa mirada an­ tigua, de siglos que a veces tienen los gatos y que nos provoca un escalofrío sin que sepamos a bien porque.


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La casa

La casa es una ruina con más de cien años de anti­ güedad. Claro que le han hecho algunos arre­glos, los mínimos para hacerla habitable: una mano de cal y pintura en las paredes, un color blanco aceito­ so sobre la madera de puertas y ventanas y algún que otro arreglo básico como sustituir vidrios rotos. Y nada más. El dueño te invita a su casa, a dos viviendas más allá. Te entrega el recibo por la renta y le das los dos meses extras del depósito. Firman el contrato correspondiente y afinan detalles sobre fechas de pago y otras condiciones del arrendamiento. Parece que toda la cuadra es de su propiedad, todas cons­ trucciones que reba­saban el siglo. El tipo es un ser extraño, mezcla de hombre maduro y niño con al­ gún tipo de pro­blema indefinible. Por lo menos esa impresión te da, a veces no sabes si tratas con un adulto normal o alguien con una discapacidad o en­ fer­medad mental leve. Te abre la puerta de una edi­ ficación tan antigua como la que rentase pero más oscura. Pasan por un recibidor pequeño para des­ pués entrar a una habitación grande, con pocos muebles. Piso de madera vieja, polvosa, un sofá y un par de sillones de edad indefinida. Una vitrina para trastos y una mesa de comedor cu­bierta por pape­ les, documentos, periódicos y algunas cajas peque­ ñas, sin que quede un centímetro de espacio libre. A su lado una silla y una mecedora vieja y junto hay una pequeña mesita cubierta con un mantelito de punto. Encima está una victrola de cuerda con su trom­peta amplificadora roja, una manivela de bron­ ce y un disco de vinil colocado sobre la caja de ma­ dera tallada. Nota tu curiosidad y te explica que aún


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funciona, por lo que procede a activar el mecanismo y, conforme el vinil gira, comienzas a escuchar una vieja canción de Agustín Lara en la que apenas se distingue la voz del Flaco entre el ruido generado por los años acumulados en los surcos del vetusto disco. Cuando la velocidad del giro disminuye, él te invita a darle más cuerda y lo haces más por no sa­ ber cómo negarte que por interés en el funciona­ miento del aparato. Al fondo de la habitación hay el hueco de una puerta que enmarca un rectángulo negro y no permite saber que hay más allá. Te parece vislum­ brar un rostro entre la oscuridad. La cara de una mujer se asoma brevemente, un rostro maduro de unos cincuenta años, la misma edad que le calculas al propietario, pero el rostro fugaz desaparece rápi­ damente antes de que puedas ob­servar más deta­ lles. ¿Su esposa, su hermana? El tipo habla o más bien balbucea los detalles del arrendamiento, fechas de pago, condiciones ge­ nerales. ―No se puede subarrendar ―dice. ―¿Tie­ ne niños? Solo pregunto porque los niños son des­ tructores y perjuiciosos ―se disculpa. Él no tiene y le da gusto que tú tam­poco. Agrega: ―No se puede excavar en el piso ni en las paredes. Esto último te molesta ¿Pensará que tú y tu mujer son topos o buscadores de tesoros? Aunque por la antigüedad de la casa no sería una idea dispa­ ratada buscarlos. La construcción es de 1890 según dice una loza de cantera que obser­vaste en lo alto de la fachada. Es claro que origi­nalmente era más grande y que se dividió en dos, así que supones que el patio de tu casa corres­ponde a la mitad de un pa­ tio central como se usaba en esa época. Sales de ahí aburrido por su cháchara insulsa y plagada de pre­


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guntas ab­surdas: ―¿Es creyente o cientificista? ―dice, con ese extraño término arcaico. ―¿Le gustan los gatos? ―¿Cree en fantasmas, alguna vez los ha vis ­ to? ―¿Cree en la reencarnación? ―increpa. Casi esperas que el sujeto saque una ouija debajo de los papeles que cubren la mesa y te pro­ ponga que se comuniquen con tus ancestros. Respi­ ras aliviado cuando suspende sus preguntas raras y te da los recibos y la mano para despedirse. Abres la puerta de tu nuevo hogar y as­piras el aire del interior con su olor a polvo anti­guo y algo mohoso. Comienzas a recorrer la casa solo, ya sin la compañía incomoda del dueño, mientras abres puertas y ventas para airear la at­mósfera de encie­ rro. Vas a la cocina pasando por un pequeño cuarto antecomedor al que solo separa un arco viejo y no muy estético. Casi te imaginas una estufa de leña junto a la ventana y los cacharros de cocina colgan­ do del techo. Aunque esto último no sea posible por­ que el falso techo es de manta. Regresas a una habitación grande que en otros tiempos debió ser un comedor y sales al patio, del que no puedes evitar pensar que es medio patio por lo que observaste desde fuera de la casa. Ves una escalera vieja de madera desvencijada en un rincón y siguiendo un impulso la recargas contra la pared que separa al patio de junto. Subes con cuida­ do, porque a cada paso los peldaños crujen queján­ dose por el peso ines­perado que reciben. También te cuidas de los cla­vos oxidados que sobresalen de la madera. Llegas a la parte superior y recargando el pe­ cho contra la barda observas ese otro patio descono­ cido. Sorprendido miras que ese espacio no es una imagen especular de este desde el que miras. Es un


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patio enorme lleno de hierba, con una fuente seca de cantera en el medio y habitaciones en tres costa­ dos, con las puertas rotas y sin cristales. Te das cuenta que en rea­lidad la casa original, enorme, no fue dividida a la mitad, sino que tu casa, la que ren­ taste, es solo uno de los costados que fue cercenado a la vivienda original hace quién sabe cuántas dé­ca­ das. La imagen de ese patio te atrae de manera especial, sientes el deseo, que casi sigues, de brincar la barda y explorar esas habitaciones abandonadas que se abren a tu vista, como si la casa te invitara a hacerlo, sentarte en la fuente e intentar escuchar el gorgoteo del agua que al­guna vez la inundó, tratar de imaginar a la gente que la habitó, mirarlos en sus afanes diarios y perderte entre sus habitaciones como un fan­tasma del futuro al que no pueden ver aunque a veces crean percibir de reojo. Te resistes al impul­so, tu sentido común se impone y bajas por la escalera con una sensación vaga de nostalgia aje­na provocada por esa vista. Sigues explorando la casa y llegas al fondo del patio donde hay unos escalones que dan a un área con un profundo desnivel de más de un metro. Después de esta zona a la que no le hallas propósito, hay un espacio grande que se extiende a todo lo an­ cho de la construcción, al que no puedes llamar ha­ bitación pues semeja más una bodega que un lugar para habitar. Entras por la puerta que se halla en una es­ quina y observas su interior. Confirmas tu apre­cia­ ción anterior, el cuarto tiene una profundidad de unos seis metros, con piso de madera igual que el resto de la construcción y muros altos ―más que los del interior de la casa―, unos seis metros hasta las vigas que se observan pues aquí no hay techo falso de manta que oculte la madera que sostiene el terra­


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do. No hay ninguna ventana en los muros y en el ex­ tremo opuesto al lugar por el que entraste crees ver entre la penumbra el hueco de lo que parece otra puerta. Atraviesas el bodegón sombrío mientras la madera del piso cruje y chirria con tus pasos y lo confirmas. Hundida en el fondo del hueco, en estos muros cuyo espesor sobrepasa los 60 centímetros, hay una puerta vieja de madera, tatuada con nume­ rosos golpes y cuarteaduras sobre los restos de pin­ tura descascarada. Te sorprendes al encontrarla, pues sabes o supones que estás al fondo de la casa y no tendría por qué existir una puerta que no sabes a donde pueda ir. Observas que solo tiene una cerradura sen­ cilla de puerta interior a la que se le agregó un pesti­ llo, donde va un candado que la mantiene cerrada. Intrigado sacas el manojo de llaves que te entregó el dueño y comienzas a probar las llaves sin esperar realmente encontrar una que lo abra. Después de un par de minutos de probar, sorprendido observas que una de ellas abre el candado y sin saber por qué te inquietas como si desearas no abrirla, pero lo haces quitando con cuidado el candado y abriendo la puerta lenta­mente sin saber el porqué de tu precau­ ción. La imagen que se abre a tus ojos te perturba y te hace sentir un escalofrío. Del otro lado de la puerta hay el marco de una segunda puerta y este se encuentra sellado, tapiado por un muro de ladrillo levantado al parecer con ur­gencia por la ca­ lidad de la construcción bastante descuidada. ¿Un muro hecho para evitar la en­trada desde el otro lado? ¿O hecho para evitar el paso de aquí hacia afuera… de lo que sea? No te gustan las cosas a las que no puedes hallar sen­tido y este descubrimiento te deja inquieto.


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Regresas a la parte principal de la casa y das por terminado tu recorrido. Llamas a la mu­danza para ver cuando llegan tus muebles y que­dan de entregarlos al día siguiente, así que lees toda la tar­ de, sentado en el piso de madera. Por la noche sales a comprar algo de comer y te pre­paras para dormir sobre un tendido que haces en el piso con cobijas. Duermes mal, despiertas a ratos con sobre­ salto, oyes ruidos que atribuyes a la edad de la casa. Con estos materiales tan viejos todo debe crujir, te dices. También atribuyes la inquietud a la incomodi­ dad por dormir en el suelo. A la mañana siguiente, recibes temprano tus muebles. Los de la mudanza los bajan y acomodan sin mucho cuidado. Mientras los su­pervisas, tratas de guiarlos para que no rompan nada, con recomen­ daciones que fingen no oír. Al fin, cerca de mediodía terminan, les das una propina no muy grande que reciben con cara de desaprobación y los despides. Cierras la puerta y volteas al interior con una sen­ sación de estar un poco más en casa. El resto de la tarde lo pasas sacando cosas de cajas y acomodán­ dolas. Tam­bién mueves algunos muebles que deci­ des van mejor en un sitio distinto a donde quedaron. Recibes al plomero que instala las conexiones de gas de la estufa y el calentador de agua. Cuando termi­ na le invitas una cerveza que acepta gustoso y se sientan en el antecomedor a beber la cerveza y char­ lar. Te pregunta de dónde eres y se sor­prende que seas de la ciudad. Pensaba que eras originario de otro lugar porque no tienes el tono usual con el que habla la gente de la región. Le explicas que pasaste varios años fuera, en dife­rentes puntos del país y por eso perdiste el acen­to. Afirma con la cabeza como aceptando, pero toma un trago de su cerveza y ves en su mirada que no te cree, que para él no eres un lugareño si no hablas igual. Terminan la cerveza y le pagas por su traba­


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jo. Al despedirse te pregunta como al paso porqué rentaste esta casa. Te sorprende la pre­gunta pues no entiendes y lo cuestionas. Contesta evasivo que por nada, lo único es que la casa ya tiene años deso­ cupada y los que la han rentado antes, duran poco tiempo en ella y ya sabes cómo es la gente, corre ru­ mores tontos, pero seguro los inquilinos se van por el mal estado de las instalaciones, añade para tran­ quilizarte. Esa noche duermes por primera vez en tu cama, pero la noche no es mejor que la anterior. Después de acostarte lees un rato antes de apagar la lamparita del buró, pero no puedes conciliar el sue­ ño. Cuando intentas dormir comienzas a escu­char ruidos que de nuevo atribuyes a la antigüedad de la construcción. Sin embargo eso no es lo inquietante. Cuando estas acostado a oscuras en tu cama, bata­ llando por alcanzar el sueño, tienes la desagradable sensación de no estar solo, aunque sabes que no es posible. Das vueltas en la cama y después de un rato, renuncias a dormir y prendes de nuevo la lám­ para para leer algo más, pero no te puedes concen­ trar en la lectura, la opresiva sensación no te aban­ dona. Decides intentar de nuevo dormir y apagas la luz pero el sueño te rehuye. En la oscu­ridad miras con aprensión a las puertas que co­munican con las otras habitaciones buscando, sintiendo, una presen­ cia que te observa. La an­gustia te inunda así que prendes otra vez la lám­para y te levantas de la cama. Para tranquilizarte recorres todas las habita­ ciones encendiendo la luz en cada una de ellas. Tra­ tas de calmar tu mente, convencerla que no hay na­ die, que estás solo y no hay motivo para temer nada. Regresas a tu dormitorio para intentar dormir pero nada, cada vez la sensación es peor y te obliga a le­ van­tarte de nuevo y revisar otra vez la casa. Ahora después de revisar cada habitación, al salir no apa­


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gas la luz sino que la dejas encendida, cual­quiera que pase por la calle a esta hora pensaría que hay una reunión aunque le extrañaría no es­cuchar mú­ sica o ruido. Durante tu recorrido sales al patio para ir hasta la bodega a inspeccionar, pero ahí el foco está fundido así que tienes que regresar a la casa a bus­ car una linterna, la encuentras y regresas apresura­ do al bodegón. Sabes a lo que vas, a revisar que el candado este cerrado, que no hayas olvidado asegu­ rarlo. Pero cuando estas frente a esa puerta tatuada de marcas, alumbrándola con la linterna, te das cuenta que en la otra mano traes el manojo de llaves sin saber bien a bien cuándo lo tomaste o para qué. Sin poder evitarlo pero deseando no hacerlo, metes la llave al can­dado y abres lentamente la puerta. Para tu tranquilidad el muro sigue ahí aunque ob­ via­mente no tenías por qué dudarlo. Lo alumbras con el haz de luz buscando no sabes qué y al apun­ tar al piso ves un poco de tierra, pedacitos de ladri­ llo y escombro junto al muro. Estás se­guro que la primera vez que abriste la puerta eso no estaba ahí pero te dices que seguro no lo viste la vez anterior o que al cerrar la puerta lo hiciste con fuerza y el es­ combro cayó al piso, cosa na­tural en una construc­ ción tan antigua. Cierras de nuevo la puerta y el candado y al caminar atravesando la bodega crees oír el sonido de más tierra que cae, detienes tus pasos para escu­ char mejor pero no oyes nada. Sales apresurado al patio y decides dejar la luz en­cendida. También de­ jas prendidas todas las luces de la casa y así te acuestas, sintiéndote tonto pero sin poder evitarlo. Al filo de las seis de la mañana consigues dormir cuando el sol está por salir. Por suerte es domingo y tú debes presentarte a tu trabajo hasta el lunes, así que tendrás tiempo de reponer el sueño y remediar estos absurdos te­mores, te dices cuando estas a


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punto de caer dor­mido. El domingo comienza para ti a mediodía cuando despiertas y recuerdas sorprendido los suce­ sos de la noche anterior. Te parece inex­plicable tu estado pues no eres nervioso, de he­cho en muchas etapas de tu vida has vivido solo en lugares aislados como una ocasión que viviste en un campamento minero y por periodos te que­dabas de guardia, dur­ miendo en una cabaña a los pies de una montaña cercana a la mina, pues se daban paros técnicos al inundarse algún túnel y mientras las maquinas saca­ ban el agua el per­sonal se iba de descanso por un par de semanas y tu quedabas supervisando el equi­ po, aislado a kilómetros de otro ser humano. Racionalizas que todo se debe al choque emocional de regresar a la ciudad donde creciste y después de tantos años, al regreso afloran trau­mas y conflictos no resueltos. En fin que todo está en tu mente que juega contigo. Pasas el domingo reco­ rriendo las viejas calles de tu ciudad, re­cordando anécdotas de la juventud. Comes en un restaurante que te trae recuerdos de una chica, su sonrisa y el roce de sus manos. Pero por desgracia la comida no es como la recuerdas, trampas de la memoria. Por la noche te preparas para dormir tem­ prano pues mañana inicias en tu nuevo tra­bajo, te sirves un whisky doble, haces un re­corrido como el de la noche anterior por toda la casa pero con calma para tranquilizar tu mente, visitas la bodega sin abrir la puerta del candado, regresas a tu recamara con un segundo whisky y solo ves la tv mientras lo terminas, después apa­gas la luz y tratas de dormir. De nuevo la sensación opresiva, alguien te acompaña en la casa, aunque sabes que eso es impo­ sible. Das vueltas y vueltas en tu cama hasta que te levantas a encender todas las luces, hacer un reco­ rrido exhaustivo por cada habitación para terminar en la bodega, abrir el candado y mirar con asombro el montoncito de escombro junto al muro jurándote


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que anoche era solo un poco de tierra, no esto que ha crecido. Cierras el candado y sales apresurado de la bodega temiendo voltear atrás. Intentas dormir con todas las luces en­cendidas y a las 3 de la maña­ na te rindes y tomas un somnífero, desesperado por dormir unas ho­ras. Tu primer día de trabajo trascurre en­ tre brumas, al caer la tarde casi no recuerdas nada de lo que pasó por la mañana. La rutina se repite to­ dos los días de esa semana y en tu trabajo co­mien­ zan a pensar que fue un error contratar a un tipo que camina, trabaja y habla como so­námbulo. Para colmo, tu esposa te avisa que las dos semanas que tenía programadas para entre­gar su trabajo y re­ nunciar se convertirán en cin­co, tal vez seis sema­ nas, antes de poder reunirse contigo. Tú no le cuen­ ta nada de lo que está pasando, en primer lugar por­ que no estás seguro de que esté pasando nada, apar­ te de estar vol­viéndote loco claro y en segundo lu­ gar porque al conocer la casa a ella le fascinó por su antigüedad y aunque a ti no te agradó, la rentaste para darle gusto y no quieres arruinárselo. Cada noche repites el ritual de prender todas las luces de la casa, revisar cada habitación buscan­ do incluso bajo los muebles, ir a la bodega, abrir el candado y la puerta y observar con estupor el mon­ tón de escombro que cada día crece según tu aterra­ da mente, tomar un par de whiskies y un somnífero y conseguir ya de ma­drugada un sueño entrecorta­ do y lleno de pe­sadillas en la claridad lechosa de los focos encendidos. En tu trabajo tu jefe habló contigo pues tu desempeño no tiene nada que ver con lo que se es­ peraba de ti de acuerdo a tu currículo, pero nada de eso te importa, solo piensas en la casa y en tu llega­ da a ella por la noche. Casi comienzas a sentir un placer malsano al repetir en tu mente, durante el día, el ritual de recorrer cuartos y encender luces que sabes llevarás a cabo como cada noche.


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Lo peor es que el montón de tierra y pedazos de ladrillo junto al muro, que crece cada noche, ya no es solo eso. La noche anterior miraste con terror, mientras sentías que tus piernas se vencían, que un ladrillo del muro sobresalía de los demás como si hubiera sido em­pujado desde el otro lado. Estabas seguro que si lo tocabas ibas a poder desprenderlo con facilidad pero no te atreviste. Hoy que has atravesado la bodega hasta este rincón, que has abierto temeroso el candado y miras la puerta aun sin abrirla, sabes que es inevitable. Con calma ¿o es fatalismo, resignación? esti­ ras la mano hacia la perilla de la puerta y la jalas para ver que el ladrillo que sobresalía ayer, está a punto de caer al piso y no solo eso, otros ladrillos también sobresalen del muro herma­nándose con el primero. Te quedas de pie espe­rando lo inevitable hasta ver como cae el ladrillo suavemente, casi en cámara lenta, para aterrizar en el montón de escom­ bro que viste crecer día con día. Miras el hueco os­ curo que queda en el muro a la altura de tus ojos, hipnotizado, sin poder apartar la vista por intermi­ nables segundos ¿o son minutos? Hasta que algo co­ mienza a aparecer del otro lado del muro, apenas se vis­lumbra, oscuro, difuso, indefinido, mientras se acerca al hueco y extiende una parte de si hacia el muro… hacia el hueco… hacia ti. Huyes de la bodega sin mirar lo que sale por el hueco, sin mirar atrás, pero no entras a la casa, arrastras apresurado la escalera hasta la barda y su­ bes, te asomas a ese patio oscuro con la fuente de cantera al centro y te tiras de cabeza para caer entre las yerbas secas. Escuchas ruido, voces, una luz que se encien­ de en una de las habitaciones y ves salir al patio un hombre con una lámpara de aceite en una mano y una escopeta en la otra mientras una mujer se aso­


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ma por una ventana y pregunta: ruido, ves algo?

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El hombre le responde que no ve nada, revi­ sa todo el patio alumbrándolo con la lámpara quin­ qué, pasa al lado de tu cuerpo caído, casi lo pisa y de forma increíble no te ve. Te agazapas asustado y esperas que el hombre regrese al interior para incor­ porarte. Entonces con sorpresa escuchas el sonido de la fuente, el agua cayendo del centro y después te das cuenta que las plantas sobre las que caíste no son yerbas secas, que el jardín está rebosante de plan­ tas vivas, flores, setos y la casa que antes viste derrui­ da, abandonada, ahora luce habitada, con maceteros en los pasillos, bancas en el jardín, cortinas en las ven­ tanas y vidrios relucientes en las puertas. Te incorpo­ ras y caminas lentamente a la fuente. Poco a poco te acostumbras a tu nueva situa­ ción, sabes que no te pueden ver aunque a ve­ces con el rabillo del ojo alcanzan a percibir tu pre­sencia. Ellos se refieren a ti como “el espíritu” ese que mueve cortinas, hace ruido con la loza de la cocina por las no­ ches, empuja muebles cuando no hay nadie presente o abre cajones que estaban ce­rrados. Pero siguen con su vida y no te dan importancia, cosa que a ti no te mo­ lesta. Has estudiado el muro, considerando si vale la pena escalarlo y volver al otro lado, pero no lo has he­ cho, sabes lo que vas a encontrar y tienes miedo.

La mujer salió de la estación de policía después de ren­ dir declaración por cuarta vez sin que el caso de su es­ poso desaparecido parezca avanzar. Los policías le han sugerido: “como no se hallaron rastros de violencia, ninguna gota de sangre o muebles en desorden, tal vez él solo decidió des­aparecer para emprender su vida


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en otra parte, con otra mujer, que no sería el primero, usted sabe…”, pero ella no lo cree, sabe que él no hu­ biera sido capaz de eso, no sin hablar con ella, despe­ dirse. Llega a su vivienda y antes de entrar saluda al vecino, ese extraño ser que le renta la casa y que en ese momento riega las plantas del frente. El la saluda de lejos mientras vierte agua en una maceta con bego­ nias y piensa en la extraña costumbre que tienen sus inquilinos de abandonar la casa sin avi­sar antes. Cree que fue buena idea pedir en de­pósito dos meses de renta adelantada cuando esto comenzó a ocurrir.


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Anel Uribe


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Entonces ella sí sabía a dónde iba

Tomó el boleto, lo repasó suave entre sus dedos, formando una especie de elipse el pulgar derecho sobre los demás. Una elipse que se hacía más larga en tanto se escapaba hacia donde la me­moria la obligaba a ir al pasado. Ahí, una anéc­dota le traía ligeras buenas sensaciones, y eso fue el desarrollo, continuación y clímax de todo lo demás. Una elipse más amplia y ahora su vista se tornaba absorta: esta­ ba pensando. En la otra ma­no sólo estaba el frío de la mesa de madera de exportación y la temperatura era templada. Cru­zó los brazos y dejó de estar ab­ sorta. El avión estaba por llegar. Esa anécdota había contagiado a todas las demás. ¡Había sonreído tanto! En los eventos inmediatos sucesivos todo tenía un buen respaldo de información; “esto también tiene sentido”, y así sucedieron bastantes años más. De aquel pequeño idilio se avivó una admiración como la de los ojos sobre el Moisés del escultor. De cabeza a pies, de mármol blanco; una espalda amplia, una mano en las tablas y en la mirada una única expresión, de su posesión, de su autoría, así, como viendo al Invisible: “Si los ojos pudieran tocar, las manos no estarían así de impo­sibilitadas”. Le añadió tres puntos suspensivos a ese pensamiento y a la elipse del pulgar derecho y regresó la vista a su vuelo que llegaba. Se incorporó, echó su bolso sobre el brazo y hombro izquierdo, y se encaminó hacia la revisión. Efectivamente, había aprobado dicho protocolo y podía pasar y repasó el boleto una vez más. Primero se le calcinaron las manos, donde llevaba importantes defectos con la sensación del


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frío y del calor, luego el rostro, que se volvía inexpresivo cada que tenía que decir lo que en realidad pensaba y posteriormente, sus ojos, junto con el Moisés de su memoria, el cual no llevaba “karan”… ¡no! ¡Todo había sido un error! ―y travesura del escultor― y eran en realidad siempre habían sido rayos de luz emanando de su cabeza; pero ahora difícil que le creyeran si representado con esos improperios quedaba. Ter­minó de calcinarse toda, y luego unas manos va­roniles, muy dúctiles, respetuosas, le cubrieron donde alguna vez estuvo su rostro esculpido con ligeras sensaciones de lo que ella estaba segura de en realidad haber vivido, todo improbable pa­ra un modelo de su fabricación. Los anteriores sí habían sido reales. Fue la aventura de la realidad, y no el destino, lo que valió cada defecto de fabricación, cada intensidad e idilio, cada éxtasis y gratitud. Si lo que le quedó fueron ligeras sensaciones de alegría, entonces ella sí sabía a dónde iba, y eso, eso no le afectó, o por lo menos, no en el es­quema de lo que podamos comprender como un corazón.


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Arturo Murga


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Ninfa

La precariedad de mi sueño no es una novedad para quien me conoce. Es ya bien sabida mi difi­cul­ tad para dormir y como aborrezco la caída del sol, donde mi solitario reino nace. Pero hubo un tiempo en el que ese oscuro padecimiento se tor­nó en ilu­ sión y descanso, durante el cual año­raba la noche como a nada. Era 16 de julio. Como de costumbre me pre­ paré con una pila de libros y dos litros de té para so­ portar mi tumultuosa faena. Tome aquel viejo libro de pastas rojas que tanto me gustaba, a saber: No­ ches blancas, de Dostoievski. Pensarán ustedes ―y con razón―: cómo pretendía dormir leyendo ese tipo de historias. El viejo reloj holandés que pendía de mi pa­ red anunciaba la 1:12 am, cuando lo ines­perado ocurrió. Mis párpados comenzaron a ce­der ―y yo también― a sus deseos. Al instante me transporte de mi habi­tación a un especie de bosque de pinos de un color verde seco muy claro, de una altura impresionante y una pasividad tremenda. ¿Qué es esto? ―me preguntaba―, ¿será po­ sible? En efecto, estoy soñando... qué maravilla, y que testarudo mi cuerpo ―. Mis ojos seden, pero mi cerebro me mantiene jodido, despierto en su mun­ do. Resignado a mi nueva maldición, me aventuré entre la naturaleza. En cierto punto del ávido bos­ que divisé un camino enmarcado por los altos pinos. Decidí recorrerlo. Después de varios minutos de caminata, mis ojos (no sé si pueda decir que ellos, no sé cómo fun­


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ciona la percepción en los sueños), vieron lo más in­ creíble del mundo, ¿de cuál?, No sé. Un enorme lago, rodeado por pinos se en­ contraba frente a mí. Sus aguas contenían colo­res del arcoíris atrapados en un azul aqua. Sentí una atracción inmensa hacia esas tranquilas a­guas. Pen­ sé en sumergirme y cuando estaba a tres pasos de hacerlo escuche una voz: ―Hola. Me paralicé. A mi izquierda una chica con cabellos de miel me miraba. Con torpeza res­pondí a su saludo. Me invitó a sentarme a su lado. Habla­ mos por horas, ¿de que? La verdad no lo recuerdo. Así pasó el tiempo ―o el sueño―, hasta que un rayo de sol lastimó mis ojos: ahí estaba mi cuarto de nue­ vo. ¿Qué había sido lo de anoche? ¿volvería a ocurrir? ¿Quién era aquella chica? Miles de pre­gun­ tas surgieron todo el día. No podía esperar más a que se metiera el sol (raro que yo lo deseara). Esa noche no pasó absolutamente nada, solo mi trastorno del sueño ―como era ya costumbre―. Pero el 19 de julio ocurrió de nuevo el milagro. Re­ gresé al lago y me encontré con la chica, quien me esperaba sentada en la misma piedra a la orilla del lago. Y así fue pasando; lo­graba visitar aquel mi pa­ raíso nocturno, de una a dos veces por semana. Yo era feliz, me gustaba ese lago y me encantaba esa chica. El 9 de septiembre pisé de nuevo la tierra prometida, aquel altar a mis ruegos nocturnos. Re­ corrí el camino como en tantas otras ocasiones. Lle­ gando a la orilla del lago, voltee para todas partes y ella no estaba. Me senté en la piedra, nuestra pie­ dra, a esperarla. Entre la espesura de los pinos, es­ cuché ruido: era ella, se acercaba corriendo, gritaba algo que yo no entendía. Se acercó a mí muy agita­ da, me decía que me fuera: ―Vete, vete, ya viene…


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No paraba de repetir eso y jalándome del brazo, me acercó al camino que era mi entrada y salida del lugar. ―Vete por favor y no mires atrás, ya viene ―exclamaba. En sus ojos observe tristeza y miedo, así que accedí. Mientras corría por el camino , no pude evitar voltear y la vi arrojarse al lago sin vaci­ lación. Después de eso visité dos o tres veces más aquel lugar. Esperé en la roca y nada. El agua se ha­ bía apagado. Los pinos eran grises. Mi paraíso se fué como llegó,dejándome una astilla en la carne. Pasa­ ba el tiempo y no encontraba expli­cación a sus pa­ labras: “Ya viene , vete…”. ¿Quién venia? Por qué tanto temor. Pasaron catorce años desde esa última vez. De cuando en cuando recordaba aquel sitio que tan­ tas noches me brindó el más cálido sen­timiento. Un viejo amigo que vivía desde hacia tiempo en Italia, me invitó a pasar el verano con él. Llegué al pueblito ubicado en la parte norte de su país, cer­ ca de unas cadenas montañosas, Carezzo es el nom­ bre. Llegué un jueves y mi amigo descansaba de sus labores hasta el sábado, así que vagué solo esos días por el pueblito. Al llegar el sábado, mi querido amigo entu­ siasmado me comento: “ahora sí conocerás el mayor encanto de esta tierra. Abordamos su camioneta y nos aventuramos por un viejo camino a las afueras del pueblo”. Fue ahí que una extraña sensación co­ menzó a invadirme. De pronto entré en shock. ¡Los pinos, aquellos pinos!, ¡el camino, si, aquel camino! Mi corazón se aceleró. La camioneta se detuvo. “Debemos seguir a pie”, me indicó mi amigo. Recorrimos medio kilometro de bosque y lle­ gamos a un punto que hizo me estremeciera. Frente a mí estaba aquel lago de mis añoradas noches. ¿Cómo era posible? Salí corriendo como loco hacia


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la orilla. En donde debía estar la piedra ―nuestra roca―, encontré a la chica de cabellos de miel, está­ tica y fría. Era una estatua. Sentí retorcerse el corazón y las entrañas. Al­ terado pregunté a mi amigo sobre esta triste versión de mi onírica compañera. Me dijo: “Eso es parte del folclore de la región, una leyenda del pueblo. Se dice que una bella ninfa vivía en este bosque, y que un ogro quería desposarla. Ella se negó e intento cruzar el lago a través de un arcoíris. El ogro destro­ zó el luminoso puente y con un encanto encerró a la ninfa en el lago para siempre. De ese modo, si no era de él, no sería de nadie más”. Ese día al fin comprendí. Sí esa noche del 16 de julio hubiera accionado mi revólver como planee, jamás se habría roto mi corazón. Pero nunca es tar­ de… menos para quienes no dormimos.


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Cristina Garay


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Hadas de alas rotas

Como se sabe, existen diversos géneros de hadas, pero su origen es muy discutido aún. Incluso, con el paso del tiempo, mucha gente ha olvidado su existencia y lo peor, la ha negado. Lo cierto es que hay hadas que nacen en las flores, cuando éstas son polinizadas ade­cuadamente por algún colibrí. No suelen nacer de la polinización de las abejas, ya que las abejas depositan su esfuerzo sólo con un propósito: cre­ar miel. De ellas hay información en libros y so­bre todo en los llamados cuentos de fantasía. Pero hay otra hadas, de las que poco se habla. Son las que nacen de las lágrimas. No se debe creer que todas las lágrimas producen hadas. La lágrima debe ser fecundada por el pri­mer rayo de luna o el primer rayo de sol. Las di­ferencias en su nacimiento son extremas, como es de suponerse. El rayo de sol penetra la gota salada, en­ volviéndola en cálidos tornasoles que le obse­quian cierto dulzor, el cual variará dependiendo del estado de ánimo de la persona. Entre más feliz haya estado al momento de llorar más dulce se volverá la lágrima fecundada. De inmediato comienza la reproducción celular. Tal como el proceso humano. Es un proceso instantáneo de acuerdo con los relojes terrestres. El hada nace del tamaño que permanecerá toda su vida y toma un tonalidad acorde con el sentimiento del llorador. Así, un hada que nació de lágrima triste tenderá a una piel añilada, fina y delicada, mientras que las nacidas de lágrimas de alegría se teñirán de colores cálidos


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como el fuego. Pero cuidado con las hadas nacidas bajo la luz de la luna. Las lágrimas suelen ser de des­ encanto. Aunque también las hay de alegría, y de ellas les contaré primero. El hada nocturna hija de rayo de luna y lágrima feliz, es un hada musática, o música, a saber, inspiran a los artis­tas, quienes por lo general ven aflorar su genio a altas horas de la noche y he aquí una de sus razones. Las hadas musáticas se activan con el primer rayo de luna. Son más pequeñas que las hadas diurnas, pues su contextura física no recibe los nutrientes de los rayos solares, lo cuales per­miten desarrollar su cuerpo, de muy similares características al ser humano. Aunque en otra proporción, es evidente. El hada musática, descendiente de las mu­sas griegas, dicta a los corazones bohemios ex­tensas cartas de amor, notas musicales en aco­modo perfecto, combinación de colores en un lienzo que dan lugar a magníficas pinturas, como las vistas en los museos, de igual forma a los es­cultores, a los cantantes, a los poetas, a todos esos seres noctámbulos que pretenden reformar el mundo o crear nuevos a partir de su ima­ginación. No así el hada que nace de lágrimas de tristeza bajo el rayo de luna. Penetra el rayo de luna en la amarga lágrima, mucho más espesa que todas las otras lágrimas. Desde el colosal esfuerzo para romper la fría y dura membrana de la lágrima, el rayo de luna adquiere una forma oblicua y fina para deshacer aquella impenetrable fortaleza. La dificultad, se ha visto, dependerá de la intensidad del sentimiento de amargura. Así que, algunas veces el rayo de luna se florea, se astilla, se rompe o penetra a poca profundidad. Tal como en un parto humano en el cual el bebé sufre dificultades para ver la luz y su madre para parirlo, se incrementa el riesgo de fracturas y de desperfectos.


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Las hadas noctas, así llamada las nacidas por la noche pero bajo la consigna de la tristeza, suelen nacer con algún defecto. La cabeza demasiado alargada, las extre­ midades asimétricas, la nariz puntiaguda, los ojos saltones, y en alguna época les negaron el de­recho de llamarse hadas siquiera. Una de las anécdotas es que entre los antiguos druidas eran invocadas cada mes para que preparasen la cena de las fiestas de plenilunio. En la Edad Media la carestía de alimentos era común, no todos tenían acceso al trigo, a la leche y mucho menos a la carne o las frutas. La participación de las hadas noctas era fundamental, pues sus habilidades cu­linarias sobrepasaban las de cualquier cocinero de palacio. Con animales considerados as­querosos y elementos despreciables, solían pre­paran sopas o guisos con los más exquisitos sabores. Los druidas conocían los ingredientes verdaderos, que eran sapos, arañas, palomas en­fermas, heno silvestre, flores y hongos a las orillas del río, agua pantanosa e incluso moscas y escarabajos. Los convidados a los plenilunios de­ gustaban aquellos manjares sin sospechar que contenían aquellas atrocidades de la naturaleza. Encantados por los aromas y el deleitoso sabor de cada probada o sorbo, regresaban cada mes a gozar las exquisiteces druidas. Si se preguntan cuál era la retribución concedida, les contaré. Los druidas poseían minas llenas de extraordinarias riquezas, superiores in­ cluso al oro y a la plata. Uno de los minerales producidos por aquel sitio oculto de la tierra, y el cual hasta hoy se desconoce, era una especie de diamante, poseedor de una refracción singular. Con él, los druidas fabricaban espejos mágicos, en efecto, como el de la madrastra de Blanca­nieves, y los cuales satisfacían la curiosidad de las deformes hadas, pues al reflejarse en ellos se veían hermosas,


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como nunca lo podrían ser. Hay que observarlas y darse cuenta que poseen una extraordinaria sabiduría. Conoci­mientos que exceden a las otras hadas, más dedi­cadas al cuidado de las formas y la apariencia. Debido a la profundidad de sus pensamientos y al cultivo de las filosofías, tienden al mal carácter, pero no por ello son malvadas. Justo en la Edad Media, época de ignorancias y pestes, les atribuyeron de manera injusta macabras intenciones, por lo cual per­dieron su derecho legal de ser llamadas hadas. Y comenzaron a llamarles brujas. Bajo este nuevo mote, la superstición pue­ blerina difundió el temor que debía rendírseles a las brujas y comenzó la leyenda del fuego: había que quemarlas vivas. El hecho es que la idea tomaba fuerza, pero la verdadera intención se escondía entre los visillos del poder y el dominio de la colectividad: estas hadas difusoras de la sabiduría y el libre pensamiento se habían ganado a pulso el des­ contento de los dueños del mundo, quienes las condenaban a múltiples sufrimientos. Siglos después, y aún con la amenaza de ser desterradas o quemadas, las herederas de estas hadas se empeñan en recuperar lo que les fue quitado desde la concepción: la armonía, la belleza y el derecho a la manifestación de todo lo femenino. Es fácil saber si eres descendiente de su estirpe. Obsérvate bien. Has de tener las alas ro­tas.


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Dolores Aguirre


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Dualidad Mientras los deudos lloran, tú luces impasible.

Viendo el panorama en conjunto y los resulta­dos de la inundación de la ciudad de Haití, dice la Muerte: ―¡Cuánto trabajo he tenido! Todavía me fal­ ta revisar cuerpo por cuerpo, quitándoles hasta el úl­ timo aliento. Luego visitaré hospitales y donde escu­ che clamor, ahí actuaré. Seguramente me encontra­ ré a la Vida, ¡cada quién su trabajo! »Enseguida ten­ dré que viajar, haciendo lo mismo, pero ahora a Co­ lima, a la erupción del volcán. Y así sucesivamente. Para esto no hay descanso: lo mismo de día que de noche ―se dice la Muerte, mirando la enorme ciu­ dad, cuando de pronto ve acercarse a la Vida y le pregunta: ―¿A dónde vas tan contenta y emperifolla­ da? ¡Luces realmente guapa! Vestida con esos colo­ res tan brillantes, el verde, rosa, rojo, amarillo ―sin embargo sus pensamientos son otros: "Qué ridícula es... nunca vestirá tan elegante cómo yo." ―Vengo de salvar a muchos de la inunda ­ ción ―responde la Vida―. Viajo por el mundo re­ partiendo fuerza y haciendo felices a todos: les doy ilusiones, amor y mucha alegría. ―¿Estás segura que a todos das alegría? ―cuestiona la Muerte―. Es sabido por muchos, que nacer implica sufrimientos y trabajos para sobrevi­ vir, y en muchas partes del mundo lloran cuando al­ guien nace.


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―Quizá tengas razón. En cambio tu siempre eres tristeza, oscuridad, frío, desesperación y angus­ tia. ―¿Estás segura? Porque el enfermo y los que sufren mucho, me aclaman a gritos. Pero dejemos de discutir ―se interrumpe la Muerte―. ¿Qué te pa­ rece si platicamos de otro tema?, como el de la Re­ vista Chismografía "Moda Otoño­ Invierno 2150". ―Me parece perfecto ―acepta la Vida. ―Pues acá entre nosotras, ¿supiste que la modelo Lizzette Flamor se cayó de la pasarela? Lu­ cía un fino y lindo vestido, del diseñador Charly Du­ bais. Color negro, como a mi me gustan, de pedre­ ría incrustadas en la falda y unas altas san­dalias do­ radas. Como siempre vanidosa, creyéndose la reina del universo, pero no contaba que se resbalaría y ..... ¡Ahí estaba yo, la levanté y me la llevé!. ―Tengo mucho que hacer ―dice de pron­to la Vida―, voy a llevar un regalo a una pare­ ja, que por años han esperado el nacimiento de su niña. Es algo especial, porque es un matrimonio muy honorable. ―¡Adivina, adivinadora! ―ironizó la Muer­ te―. ¿Acaso será una niñita que..... ―¡Cállate Muerte! ―grita enojada la Vida―. ¡No sigas! Eres mala, muy mala. ―Escucha: así es es destino. Sólo cumplo con mi trabajo que a veces es por miles, con ayuda de mis amigas: inundaciones, guerras, hambres, en­ fermedades y de gente que es muy ambiciosa. A la Vida le molesta el sarcasmo con el que habla la muerte.


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Las aves de rapiña vuelan sobre los cadáveres y tú, Muerte te regocijas con el olor a sangre.

Pasa el tiempo y la Muerte prosigue haciendo sus deberes. Como ella dijera, actúa contra niños, jóve­ nes, adultos y ancianos, sin importar raza o religión. Como en el caso de Rubén, un joven de tan sólo seis años. El tenía de nacimiento una rara en­ fermedad, en la cual su rostro se cubrió de una espe­ cie de escamas. Sus padres le habían lle­vado con varios doctores y no daban con certeza un diagnósti­ co. Él debía permanecer en agua como un pez du­ rante muchas horas diarias para cal­mar el dolor. Sus padres no perdían la esperanza de curarlo. La Muerte estaba muy pendiente, Rubén era para ella un reto; la fuerza de voluntad, el amor de sus pa­ dres y la confianza en el Creador lo mantenían con vida. La Muerte no podía ser vencida; pocas veces le había pasado, como en el caso de Lázaro y había pa­ gado muy cara su derrota, ¡Por eso decidió llevarse al pequeño! En cambio la Vida contenta, de dar existen­ cia lo mismo a una persona, como a un animal o planta y a todo lo que tiene esencia de ella. Usaba colores luminosos: azul del cielo, rojo del amor, verde de la naturaleza. ¡Oh Muerte! ten compasión del huérfano y la viuda que lloran!.

La gente de ese lugar, lleva a cabo las mis­ mas actividades. En las escuelas se escucha una al­ garabía, que sin duda son niños y jóvenes, dado que es hora del receso. Son sus voces como canto de


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aves al viento. En las oficinas hay personas absortas en sus máquinas electrónicas. Por las calles todos ca­ minan presurosos. Los mercados y tiendas de auto­ servicio están abarrotados. Los médicos y personal atienden a los enfermos. Los vendedores ofertando sus productos, algunas mujeres preparando lo que será la comida de su familia, en fin, ¡un día normal! De repente, un movimiento oscilatorio leve. Quienes se percatan de ello, suspenden sus activida­ des, observan y escuchan. A los siguientes minutos se hace más perceptible. ¡Es un terremoto!. La gente sale a lugares de resguardo. Otros corren y gritan, aún sabiendo las reglas a seguir. Un movimiento mayor hace que los edificios parezcan de juguete y se derrumben. Choques de automóviles, el ulular de las sirenas es fuerte y las mujeres lloran por sus es­ posos. Los pobres niños quedan huérfanos clamando por sus madres. Las personas desesperadas entran en pánico. Lloran y piden a Dios ayuda. ¡Todo es un caos!. Aparece la Muerte, esbozando una sonrisa y por supuesto la Vida, está preparada como guerrera para salvar a miles y miles. En tristes escenas, se mira ese lugar en rui­ nas, todo es desilusión. ¡La Muerte y la Vida, han cumplido su objeti­ vo! Vida y muerte es una dualidad.

Vida y Muerte conversan: ―¿Hasta cuando andaremos unidas? ―dice la Muerte― Llevamos millones de años juntas y ja­ más podremos separarnos.


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La Vida presurosa contesta: ―Por mí puedes irte y no regresar jamás. ―¡Eso es imposible querida! ¿Acaso no sabes que tú y yo somos una misma? ―dice la Muerte. ―¡Eso no es cierto! Yo soy bondadosa, dulce, agradable. Me visto de una manera ele­gante y so­ bre todo muy bonita. ¿Cómo crees que tú y yo so­ mos la misma? Y si fuera así, ¿porque eres tan dife­ rente a mi? Eres fea con un cuerpo esquelético. ―Soy toda huesos, porque cada vez que he perdido una batalla, mi cuerpo se ha carcomido, como se lee en la Biblia con Lázaro, la hija de Jairo y muchos más. Solamente me queda una parte, ¡mis ojos!, que desde la profundidad, miran. Tal vez el próximo reto sea mi fin. »Escucha bien lo que te voy a decir ―aclara la Muerte―. Nacimos el mismo día. Tú como Vida y yo como Muerte. Somos parte de un pro­ceso. Sola­ mente dos caras de una misma cosa. La Vida se pone pensativa. La Muerte le dice tiernamente: ―¿Sabes que para mí eres indispensable? Tú una delicada flor, con aroma a frescura, radiante. Yo necesito de tu luz para proyectarme, sin aroma ni frescura. Sólo de ti, soy tu sombra llamada Muerte. Vida y Muerte se abrazan. ¡Continuarán jun­ tas hasta el fin de los días!


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Vivía con cadáveres

―¡Alejandra levántate! ¡Mira qué hora es! ­ ¡y tú de floja! ―¡Cómo molestas mamá!¡Déjame dormir, todavía tengo sueño! ―¡Claro que tienes sueño!, llegaste en la madrugada. ―Después que tú ―contesta burlona Alejan­ dra ―.... después que tú. La madre grita enfurecida: ―¡No me hables así! Vengo de trabajar para poder mantenerlos. Alejandra se levanta molesta ―¡Ya cállate! Yo no pedí nacer. ¿Qué quieres que haga? ―¡Que trabajes o estudies! Y si no lo quieres hacer, ¡vete de mi casa! No te aguanto. Alejandra sale azotando la puerta. Sus lágri­ mas no la dejan ver con claridad el camino. En su mente está ese recuerdo que la hace sufrir, oyendo de nuevo como, con cinismo, su madre le confesó a su padre que ella no era hija de él. Lo vio llorar y alejarse para siempre del hogar. Ella también hará lo mismo. Lleva una maleta con poca ropa. Llega con sus amigos a la esquina de la calle. Se la pasan muy bien se divierten y entretienen. En la noche salen a delinquir, provocan pleitos y consumen drogas. Esa es la vida del grupo y su objetivo es abastecerse de enervantes. Si no son detenidos por la autoridad, duermen en cualquier rincón o tapia. Sus amigos les pregunta por Mayra, le dicen que no la han visto. Alejandra recuerda que está en la escuela y la bus­


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cará más tarde. Entra a una casa que está deshabita­ da para llevar a cabo su plan. ¡Si alguien pudiera imaginar la terrible idea que germina en su mente! Toma una piedra con la cual lastima su cara. Hunde sus uñas en su rostro. Está lista para ser una joven " maltratada". Hace poco que conoce a Mayra y cada día la envidia más. Mayra posee muchas cosas que ella ja­ más tendrá: un padre y una madre que la aman. Aún cuando están divorciados, el padre la visita cada semana. Está protegida por su familia y ade­ más le festejarán sus quince años. “Tengo derecho a vivir como Mayra”, se dice a sí misma. Luego, más tarde, Mayra se sorprende al ver a Alejandra en esas condiciones.

jandra.

―¿Quién te hizo eso? ―pregunta enojada. ―Ya sabes ―contesta lastimeramente Ale­

Mayra la invita a pasar, quiere ayudar a su amiga. Llega Carmen, la madre de Mayra, e inme­ diatamente le cuentan lo ocurrido. Mayra le pide a su mamá deje vivir a su amiga con ellas. La madre acepta, le da gusto que su hija sea de buenos senti­ mientos y es así como Alejandra llega a formar parte de la familia. Lleva ya varias se­manas y se porta bien, ayuda en las labores doméstica y así gana la confianza de ambas. También observa detenida­ mente los movi­mientos que hacen. Sabe que la mamá ha pedido un préstamo en el trabajo para festejar a su hija. Esa mañana, mientras Mayra está en la escuela, ella planea junto con otro secuaz ro­ barle el dinero del aniversario. Al revisa la casa y no encontrar nada aumenta su perturbación mental. Cuando llega Mayra comienzan a golpearla pregun­ tando dónde esté el dinero. Ella dice no saberlo. El cómplice sujeta a Mayra y Alejandra la ahorca con un cable eléctrico, hasta matarla. Juntos esperan a


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la mamá de Mayra. Ella entra, pregunta por su hija y le dicen que está en el baño. Al dirigirse hacia allá, la amagan preguntándole por el ahorro. Carmen contesta que no lo tiene con ella, que sólo hizo una solicitud. Al igual que a su hija la asesinan. Él cómplice huye, dejando sola a Alejandra, quien actúa como si no hubiera pasado nada; com­ pra alimentos, usa el celular de Mayra, sale y entra de la casa. ¡Y duerme junto a los cadáveres! Pasando siete días, el padre de Mayra la bus­ ca, descubriendo a la asesina. La policía la apresa y después a su compinche. Actualmente Alejandra tiene una condena de seis años en el Tribunal para menores, pues tiene dieciséis años. El cómplice fue asesinado en prisión. Alejandra, al salir, probablemente vuelva a delinquir y será un peligro para la sociedad. Según dicen los medios de comunicación será dentro de poco que quedará libre. Falta poco, un año y medio. SE NECESITAN LEYES QUE REALMENTE REFOR­ MEN Y ESTUDIEN EL TRASFONDO DE LA CON­ DUCTA DE JÓVENES DELINCUENTES, TIENEN EL DERECHO DE REHABILITARSE Y LA SOCIEDAD DE VIVIR CON TRANQUILIDAD.


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Una estrella especial

En el mundo de las estrellas, donde todas brillan ―¡claro, son estrellas!―, hay una que sobresale de las demás. Se trata nada menos de Luminilla. Ella tiene varias cualidades que la hacen úni­ ca. Es más pequeña que las otras, y de un co­lor in­ creíblemente hermoso, como si se juntaran toda la brillantez en uno. Y, ¿sabes?, de su boca salen dece­ nas de estrellitas que forman una diadema alrededor de su cabeza. Además posee una visión increíble. Es traviesa y juguetona, más que todas las ni­ ñas­estrellas. Además es muy bella. Luminilla sabe que debe portarse bien. Si no lo hace podría convertirse en una roca sin brillo. Pero siente en todo su cuerpo un calorcito que hace que se mueva y no esté quieta. Brinca de estrella a estrella. Se sale de la órbita de la Tierra y juega con los asteroides. Se atraviesa a los cometas, quienes tratan de esquivarla. Es una viajera que conoce mu­ chas partes del universo y sobre todo, ¡le gusta mo­ lestar a la Señora Luna haciéndole cosquillas! Cuando no está haciendo travesuras, está ob­ servando a las niñas de la Tierra. Ve qué es lo que hacen, como viven. Desearía ser una de ellas. Tener una mamá que la peinara, la abrazara y le contará cuentos antes de dormir; un papá que jugará con ella y tener un celular ¡Claro que sí! Para hablar con sus amigas. Y es así como una noche, se deja caer hacia la Tierra. “¡Voy que vuelo!”, grita emocionada, dis­


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frutando su viaje y planeando con su cuerpo como si fuera un avión. En el trayecto se incendia y al llegar está con­vertida en una roca pequeña. ―¡Cuan quemada estoy! Se baña en la fuente de la casa para estar presentable y trata de ponerse su diadema de estre­ llitas. Pero ya no tiene poderes ni su mirada es for­ midable. Se queda a dormir afuera de ese hogar. Al salir a la escuela, Gaby, la niña de la casa, ve a Lu­ minilla y piensa: ―¡Es una estrella muy fea, de color negro! No me gusta, pero me la llevaré y después la arre­ glaré. Luminilla le dice que viajó desde el cielo para conocerla. Más la niña no la escucha. La echa a su mochila y ahí dura toda la mañana. Oye la alga­ rabía de las niñas y por más que grita que quiere participar en los juegos, nadie contesta. Se queda junto a los útiles toda la mañana. Y decide dormirse. Su despertar no es bueno. Se siente golpea­ da. Es que Gaby aventó su portalibros al armario. Pasan los días y Luminilla en­cerrada como si fuera una presa. Ella no quería vivir así, deseaba que Gaby fuera su amiga. Más ni se da cuenta que existe. Se alimenta de migajas de las galletas y poca agua del refrigerio de Gabriela. Es temporada decembrina. Luminilla es saca­ da de la mochila, pintada de color celeste y colocada en el pino de Navidad que está cerca de la ventana. Luminilla está feliz, pero su situación no cambia. Nadie la toma en cuenta y no tiene a­migas. Siente tristeza al recordar su anterior vida y volteando al cielo llora todas las noches. Lo que Lu­ minilla no sabe es que desde allá la observan. La ex­ trañan y buscan una solución. Señora Luna habla con el Mago de los Sue­


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ños y le pide ayuda. Él acepta. Luminilla le cae bien desde un día, en el que lo ayudó a buscar su varita mágica. Y es así como Luminilla cuando está en un profundo sueño, es llevada a su anterior hogar. Al despertar ve todo normal y dice: “¡Que horrible pes­ adilla tuve!”. Sus amigas estrellas la saludan, los co­ metas emiten un bólido de fuego en señal de saludo. Hasta. la Señora Luna le pone su cuerpo para que la cosquillee. ¡Todo es fiesta! Luminilla regala coronas de estrellitas pues ya tiene sus poderes. Desde ese día vive feliz, ¡por supuesto ha­ ciendo travesuras! Y ni siquiera voltea hacia la Tie­ rra. Algo le dice en su interior que allá abajo no hay nada bueno para ella.


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Eihra Martínez


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Sofía Voladora

Era una madrugada fresca. No pude dormir de la emoción. Apenas cerraba los ojos y estos se abrían automáticamente. La noche anterior tardé horas en preparar mi equipaje. En una bolsa coloque varias piezas de pan, latas de atún, dos frascos de merme­ lada de fresa, y dos galones de agua. Llevaba una cuerda de 10 metros de largo; una tabla larga y an­ cha atravesaba la mitad de ella. Del cuarto de mamá saqué una sombrilla de vivos colores, azul, rojo y blanco. Era grande y fuerte. Me levanté los más despacio que pude; mi hermano dormía plácidamente. A nadie le conté mi plan. Si lo hubiera hecho, de seguro mis padres lo habrían impedido. De puntillas tomé mis zapatos y así recorrí los metros que me separaban de la puer­ ta. Antes de salir, el reflejo de la luna atravesó la ventana del cuarto de mis papas. Dormían abraza­ dos. Les lancé un beso y muy quedito les dije que los amaba. Arriba del árbol que se encontraba fuera de mi casa, escondí mi equipaje. Rápidamente lo tomé y como loca corrí. El cerro me esperaba. Lo empecé a escalar desesperadamente, no quería me encontra­ ra la mañana ahí. Grandes y gruesas nubes se posa­ ban en el cielo amenazando con soltar el agua rete­ nida. Al llegar a la cima, saqué rápidamente la cuerda, a la que en un extremo le había anudado una piedra. Mi brazo estaba preparado para lanzarla lo más alto que pudiera. Escogí la nube más gorda


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que vi. Mi brazo comenzó a dar vueltas, y arrojé la piedra lo más fuerte que pude, llegando hasta arriba y rodeando la nube rápidamente. La cuerda regresó hasta el suelo. Apresuradamente la levanté y amarré fuertemente al límite de la tabla que estaba libre. De un salto me subí. El columpio comenzó a avanzar lentamente. ¿Hasta dónde me trasportaría la nube?, no lo sabía, pero iba feliz. La ciudad estaba desper­ tando. Los primeros rayos del sol dieron directamen­ te en mi cara y ante eso, acomodé la sombrilla para cubrirme mejor. Los colores de la Tierra, vista desde el cielo, se veían preciosos. Unos lindos pájaros cruzaron cer­ ca de mí. Cuando me vieron, se se­pararon asusta­ dos, graznando fuertemente. Les dije “adiós” y los vi alejarse. El viento me mecía de un lado a otro. Al principio me sentí mareada y desubicada, pero al poco rato me encontraba perfectamente bien. ―¡Oh no!, nubecita, ¡apresúrate! ―un avión iba directamente hacia nosotros. El aparato viró en el último momento, evitándonos. Los pilo­tos, con los ojos desmesurados, me contemplaban asombra­ dos. Los pasajeros por su parte se arremolinaron en las ventanas, empujándose unos a otros para verme. Algunos me tomaron fotos, otros tan pasmados esta­ ban que no eran capaces de cerrar la boca. ―¡Adiós, adiós! ―les dije. En el camino, pequeñas nubes se unían a la mía, por lo que esta iba creciendo lentamente. Para ese momento muchos aviones pasaban cerca de mí, me hacían señas, las cuales no entendía pero a mi parecer me querían hacer compañía. No sabía el revuelo que había causado. Para esos momentos mis padres angustiados, daban en­ trevistas a las televisoras y radio­difusoras locales. Todos peleaban por obtener una palabra de ellos. Hacían preguntas al mismo tiempo, por lo que ellos consternados no alcanzaban a responder.


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―¿Cómo se llama su hija, señora Talaman­ tes? ―¿Cuántos años tiene? ―¿En qué escuela estudia? ―¿Usted le dio permiso de lazar la nube para irse a viajar? ―¿Sabía que la omisión de cuidados se paga con cárcel? Mis padres dieron gracias cuando la seguri­ dad nacional llego para asistirlos. Ellos, los milita­ res, verían la manera de rescatarme. Pero eso no fue suficiente para que mi madre se tranquilizara: el llanto le fluía como si fuera una fuente de agua. La tenían que estar hidratando casa quince minutos por la pérdida de agua. Yo, por mientras, iba contentísima. Pasé so­ bre varias ciudades. La gente a montones me con­ templaba curiosa. Agitaban las manos y con pancar­ tas me animaban a no tener miedo, pero es era lo que menos tenía. Me acosté en la tabla, me amarré lo más fuerte que pude y me dispuse a dormir. No sé cuán­ tas horas me perdí en los brazos de Morfeo, pero al despertar, estaba cruzando el mar. Se veía profun­ damente oscuro. El cielo se encontraba plagado de estrellas, y la luna parecía sonreír, extasiada con­ templando el amanecer. El sol despertó en el hori­ zonte. Esa imagen jamás la olvidare. No sé cuántos días pasamos mi nube y yo cruzando el mar. Perdí la cuenta. El gran barco que me acompañó desde las playas mexicanas, seguía a la par que yo. Un helicóptero trató de acercarse a mí, pero lo único que logró fue que la nube se fuera de lado por la acción del aire al acercarse. Lo que en un momento me había emocionado hasta las lágri­


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mas, era en ese momento aburrimiento total. Las provisiones se agotaban y yo quería cuando menos estar de pie un segundo. Comencé a extrañar a mi familia. Al rato a advertí tierra, sí, tierra firme. Grandes edificios atestados de personas nos espera­ ban. Me acercaba a Europa. Lo supe porque se unió una embarcación con los la bandera de España. Lue­ go una avioneta pasó muy cerca y con grandes alta­ voces me gritó el piloto: ―¡Señorita Sofía, vamos a tratar de rescatar­ la! ¡Esperemos que todo salga como lo planeamos! ¡En unos kilómetros más se topará con una gran ca­ rretera! ¡Van cuatro camiones juntos, cargando un gran colchón! ¡Nosotros le vamos a indicar cuando salte! ¡Y no se preocupe, todo está perfectamente controlado! Al principio pensé que era una gran idea, pero al ver hacia abajo, comencé a dudar. ―¡No no podría hacer eso, no podré saltar! ―¡Claro que podrá! ¡Nosotros le vamos a in­ dicar cuando! Efectivamente, la carretera era muy ancha, pero a mi altura se veía muy angosta. El colchón in­ flable lo habían mandado construir en los días que duré en el mar. Miles de personas abarrotaban la ca­ rretera. Apenas podía percibir las porras que canta­ ban. Muchos de ellos eran mexicanos que había ve­ nido hasta acá a apoyarme: ―¡Sofía, Sofía, Sofía! ―Chiquitibum, chiquitibum a la bimbón ban. Chiquiti bum a la bim bom ban, Sofía, Sofía Ra rará! Todo estaba listo. Tendría que saltar. En eso escuché que me decían: ―¡A la cuenta de Tres! ...Uno Dos, ¡Tres! Yo lo intenté, lo juro, pero por más que traté no pude lanzarme. Tres horas duró la paciencia del piloto, hasta que estalló.


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―¿Te vas a aventar o no? ­gritó por los alta­ voces. Ya llevaba yo buen rato acostada boca abajo, con cara de fastidiada y él apenas notaba que no me quería aventar. ―¡Vamos Sofía, tú puedes! ―¡A la una a las dos, a las dos un cuarto, a las dos y medio... a las dos tres cuartos, tres...! ¡Arrójate! ―decía, hasta que también y sin remedio, dejó de luchar contra mí. Tiempo después me expli­ caron que un paracaidista pasaría por donde me en­ contraba, y yo debería haberme agarrado de él de un salto, y así los dos habríamos llegado felices a tierra. Y sí, lo vi pasar, pero iba tan rápido que sólo me limité a decirle adiós. Él agitó las manos, tratan­ do de agarrarme pero no lo logró. El del la avioneta, con voz de desesperación me gritó, pero eso a mí no me importó más: yo no me sentía segura. Pasé por Portugal y luego por España, donde por cierto vi hermosos castillos. Hasta vi la torre Ei­ fel en París. Los titulares hablaban de mi todo el tiempo. El periódico se vendía como pan caliente. Incluso vi espectaculares con mi imagen y ,obvia­ mente, de la nube. Ya quería bajarme y no habían encontrado aún la solución. A lo lejos había grandes montañas y mi nube se dirigía directamente allá. Esa sería mi oportunidad. Y si, todo salió como lo planeé en ese mo­ mento: en cuanto estuve cerca, solo hizo falta un salto para estar en tierra. Lo rescatistas llegaron ha­ cia mí, me revisaron minuciosamente y me llevaron a la estación de policía más cercana. Centenares de reporteros de todo el mundo se encontraban congregados afuera del hotel donde me hospedaron. Al día siguiente volaría a México. Era tan famosa qué hasta en los platos que comía,


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aparecía mi imagen grabada. Mis padres daban gra­ cias a Dios que me encontraba bien. Al retornar a México, fui recibida como hé­ roe nacional. Las televisoras pagaban grandes canti­ dades por una entrevista. Otras querían que firmara contrato exclusivos con ellos; unos para aparecer en alguna telenovela, reportaje, o película, pero sería demasiado el ajetreo para mí. Únicamente quería es­ tar en casa y descansar. Gracias a mi viaje gané fama, fortuna y ami­ gos, pero desde ese día mis padres me tenían vigila­ da las 24 horas del día. Con el tiempo todo quedó en el olvido, pero el mote que me gané de “Sofía la Voladora”, nadie me lo habría de quitar.


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En busca de un milagro

Su pelaje me recordó aquella noche que un gran

pájaro llego hasta mi ventana: en ese entonces, cuando esa ave apareció, una de sus alas sangraba; primero me asuste. Sus profundos ojos negros me veían clamando ayuda. Con temor le abrí el gran ventanal de mi recámara. El ave graznaba lastimeramente. La tomé entre mis brazos. El animal, dócilmente, se dejó conducir por mí. Pero hoy, al escuchar el gruñido que emitió el lobo al sentir mi presencia, me hizo volver a la realidad. Nos miramos por largo rato. Por alguna extraña razón no sentí miedo. Grandes colmillos salían de su hocico amenazante, y sus ojos destellaban con un brillo impresionante. Lentamente comenzó a acercarse a mí ¡Quise correr! Pero me encontraba totalmente paralizada. ― ¡Dios santo! ― pensé. Un viento procedente del norte arremetió contra mi rostro, obligándome a cerrar los ojos. Las hojas de los grandes árboles comenzaron a caer rápidamente. Era octubre. El color amarillo, el verde pálido del bosque, me habían hecho sentir extasiada. La paz que me invadía hacia unos minutos, se tornó en alerta ante el gran animal que ahora se sentía amenazado con mi presencia. El pelo se me arremolinaba en la cara, obligándome a mover los brazos rápidamente. Por un momento recordé toda mi vida: sentí lastima, mucha lastima por mí misma. ¡De un momento a otro moriría! ¡Ya no habría otra oportunidad! La flor rosada cayó de mis manos a mis pies, ¿era un


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augurio de que moriría? Las primeras flores de amor que recibí eran tan parecidas a la que tenía ante mí. ¡Como lo ame! Me entregué por completo ¡Sí! Sin reservas, como sólo una mujer enamorada lo hace. Nadie me enseñó a ser precavida en cuestiones de amor. Hasta ese momento fue mi único amor. Tanto año de matrimonio no hicieron mella en su corazón. Me abandonó sin ninguna explicación, sin retornar jamás. Mi alma quedo destrozada. Viajar, manejar, era lo único que me consolaba. En un sueño se me reveló la ciudad de la compasión. Al despertar comenté mi sueño con mis seres queridos. Ellos trataron de evitar que yo fuera en busca de esa población. Sin escuchar consejos ni razones, tomé un poco de ropa y me dirigí hacia allá. Llegué a muchos pueblos, preguntando y preguntando, pero nadie había escuchado hablar del lugar que buscaba. El dinero se me terminó en algún punto del mundo, pero nunca faltó quien me ayudara, ya sea con comida, dinero o donde dormir. Una noche cansada de andar; estacioné mi viejo auto a la orilla de la carretera y una vez más soñé la existencia de otra ciudad: esta vez era la del amor. Cuando desperté, dudé en dirigirme hacia donde mi sueño me indicaba. Pero buscando que mi corazón dejara de llorar, encendí el motor de mi coche y comencé a conducir. Llegué a un pequeño pueblo ubicado en un gran desierto. Dejé mi vehículo afuera de la única cafetería que parecía existir ahí. Al entrar, los comensales volvieron su rostro hacia a mi Mi pelo largo, teñido de amarillo, se había vuelto gris por el polvo del gran territorio. El único lugar disponible estaba al fondo de aquel reducido lugar. Ahí una señora de edad tomando café; sus ojos bondadosos me invitaban a hacerle compañía.


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Sin pensarlo, mis pies caminaron hacia ella. ―Perdón señora, pero creo, es el único asiento que se encuentra solo ― dije, quitándome torpemente los anteojos. ―Siéntate pequeña, siempre es bueno tener a alguien con quien compartir la comida, sobre todo, si es alguien que viene de tan lejos ― Su cara ajada por el paso de los años, me hicieron sentir aceptada. ―¿Cómo sabe que vengo de lejos? ―dije. ―Reyna, los años de experiencia me lo dicen... tu mirada me indica que vas por el mundo buscando aliviar las heridas del alma ¿O me equivoco? Me quedé seria, muy seria. Las lágrimas comenzaron a caer rápidamente. Era increíble que sólo bastaran unas palabras para que el dolor que sentía, fluyera como si se liberara una olla de presión. A esa linda persona que se encontraba frente a mí, le tomo unos cuantos segundos para conocer mi pesar. ―¡Llora pequeña, llora! ―dijo― Las lágrimas son pequeños recordatorios de nuestra vida. Al dejarlas salir vas borrando pesares que tu ser arrastra. En ese momento se acercó la camarera. Yo esperaba que me ofreciera algo de beber, pero para mi sorpresa se sentó junto a mí. Pasó su brazo por mi espalda y me llevó hacia su hombro ¡Oh Dios, cuanto necesitaba un abrazo! ¡Un gesto de compasión, de amor! Lloré, lloré amargamente. No sé cuánto tiempo trascurrió, pero ellas no se alejaron; el tiempo se detuvo, la clientela se sumió en un silencio total y el único sonido que se escuchaba, era mi llanto que por momentos subía y bajaba de tono. Cuando por fin me repuse, el cocinero llegó hasta mi mesa con un platillo delicioso. No sé si


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atinó a mis gustos, pero aquellas enchiladas me sentaron de maravilla. Comí o más bien engullí los alimentos; el haber llorado por tanto tiempo, me había dejado hambrienta. Miré de reojo a la viejecita que me hacía compañía, calculé tendría unos ochenta años. Su pelo era largo e intensamente blanco. ― ¿Vas en busca de la ciudad del amor, verdad? ―dijo, haciendo que mi rostro se iluminara. ― ¡Sí! ―respondí mirándola fijamente ― ¿Es aquí? ― ¡No, aquí no es! ―aclaró y la hacerlo, notó que mi boca se inclinaba hacia abajo, haciendo un mohín de tristeza― Pero no te pongas así, yo te voy a decir cómo puedes llegar. Mi cerebro comenzó a grabar todas las instrucciones que ella daba; sí había estado agotada, con la noticia se había ido cualquier rastro de cansancio. ―Hijita, vas a continuar por la carretera por la que has llegado. Luego te vas a topar con un gran bosque; estaciona al comenzar la arboleda y después caminas unos diez metros. Ahí toparás con un pequeño camino. Síguelo ¡y pon mucha atención! No te vayas a desviar de él; más adelante encontrarás un pequeño arbusto lleno de flores rojas: es el único que está ahí. Adelante hallarás varios caminos. Toma el que te indique el floreado árbol. Hasta ahí todo había estado más que claro, pero ¿cómo era que un arbusto me indicaría por dónde seguir? ―¡No pongas cara de tonta! ¿Quieres? ―La expresión de “tonta” me hizo reír―. Observa detenidamente. Tu corazón te indicará cual de todas ellas es. La flor más grande y brillante estará del


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lado que debes seguir; tomarás la rosa roja y no la sueltes hasta llegar a tu destino: será una sección para ti. Recuerda seguir al pie de la letra mis indicaciones. Al final encontrarás el consuelo y amor que buscas tan afanosamente tu alma. Me levanté ansiosa por continuar mi viaje. La mesera me esperaba con una gran mochila de explorador. Dentro me había puesto suficiente agua, comida, una frazada y el equipo necesario para sobrevivir por algunos días, incluso una pequeña tienda de campaña. Agradecí todas las atenciones. Todos me miraron con mucho cariño, deseándome suerte. Por ultimo pregunte: ―¿Habrá gasolina por aquí? Tengo ya muchos días viajando y el combustible no se ha agotado, pero temo quedarme a medio camino. La viejecita, de la cual nunca supe su nombre, dijo: ―Confía en los milagros hija; eres bendecida por buscar. No todas las personas escudriñan tan afanosamente como tú. La gran mayoría deciden quedarse recluidas en su dolor. Eres agraciada por buscar consuelo en vez de rencor. Eres ensalzada por desear ser feliz ¡Así que ve hija, ve a tu destino! Tu auto no se quedará sin gasolina jamás. ― Agradecí a todos y lanzándoles un gran beso, salí presurosa en busca de la ciudad del amor. Manejé unas cinco horas. A lo lejos se veía el bosque que buscaba. Al llegar, dejé mi carcacha al comenzar la gran arboleda y tomé la mochila. Con pasos firmes comencé a caminar. Amanecía y el cielo se tornaba de colores rojizos, purpuras, con destellos azules. Me introduje en la espesura sin pensar, donde unos grandes sicomoros me dieron la bienvenida. El aire olía a humedad. Unos sapitos


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saltaron de un lado a otro y miles de aves se escuchaban cantar. Caminé aproximadamente media hora, cuando a lo lejos vi el arbusto lleno de rosas rojas. Era el que mi amiga mencionó. Al llegar sentí temor. Todas las rosas se parecían ¡todas eran hermosas y brillantes! Por más que trataba de distinguirlas, se veían igual. En ese momento recordé el consejo de ella: “observa detenidamente, con tu corazón la encontrarás”. De repente la vi, era más grande y brillante de todas y estaba inclinada hacia la única senda que se encontraba separada de las tres restantes. De una zancada llegué hacia la vereda, pero rápidamente me regresé a tomar la flor ¡era mi protección! El ambiente se fue poniendo cada vez más frío y ahí recordé la frazada que traía en mi mochila. Me la puse encima y continué. ¡Ahí fue donde me lo tope! Al principio solo noté una sombra. Di un pequeño salto y fue cuando vi su pelaje ¡Era un gran lobo! Sus gruñidos estaban cada vez más y más cercanos. Me acordé de la rosa roja pero, ¿para qué me serviría una rosa en ese momento? El lobo llegó hasta mí de un salto e intenté trepar un árbol. Pero antes de que lo lograra, el lobo pasó a un lado mío y abriendo su gran hocico, comenzó una gran pelea con un oso que venía silenciosamente detrás de mí ¡El lobo me estaba protegiendo! Yo corrí a buscar un lugar seguro. En eso alguien me tomó del brazo y con firmeza me sacó del camino. ―No te apures, mi lobo y yo te protegeremos ¡Quédate quieta! ahorita vengo ―. El hombre, con una sonrisa retorcida y guiñando un ojo, me dejo ahí. Yo no salía de mi estupor. Era alto, y muy bien parecido, parecía sacado de alguna novela de


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vaqueros: pantalón de mezclilla, camisa a cuadros, sobrero largo, de pecho y espalda ancha. Algo sucedió. Vi como el oso salió huyendo de nosotros, el hombre y el lobo regresaron hacia mí. ―Soy Juan ―dijo extendiendo una mano hacia mí ― ¿Qué hace una linda princesa perdida en el bosque? No quise revelar mi secreto, diciéndole que buscaba la ciudad del amor. Quizás él se burlaría de mí. Lo único que atiné a decir es que me encontraba perdida. Me llevó a una gran cabaña, donde se hacía acompañar por varios lobos más. Yo, un poco temerosa, me refugiaba detrás de él. Juan comenzó a platicarme cómo los lobos eran sus grandes compañeros. Me explicó que mientras él respetara su territorio, todo iba bien. Me habló de las miles de veces que las personas los han matado por miedo a ser atacados, y otras veces por diversión. ― Los años que tengo aquí me han servido para conocerlos ―dijo―. Te puedo asegurar que ellos no te atacarán si tú no invades su espacio o los agredes. La cabaña era tan confortable, que en cuanto me invito a descasar, acepté sin chistar. Creo que dormí muchas horas. Luego el aroma a comida me hizo despertar. Al salir de la recamara, lo observé. Era tan varonil, que lancé un suspiro que lo hizo voltear. ― ¿Despertó la mujer más valiente de este bosque? ―al decirme eso, no pude evitar reírme. ― ¡Claro! soy la única. ― Si, tienes razón, pero eres la más valiente. Me quedé ahí, pensando que sólo serían unos cuantos días. Pero se volvieron años: me enamoré de Juan y el de mí; me olvidé de seguir mi camino


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en busca de la tierra soñada, pero ¿No era acaso un sueño volver a ser feliz? Con el conocí la vida al natural. Me habló de tantos y tantos animales, que con el paso del tiempo fui conociendo y respetándolos. La paz que se respiraba, las noches llenas de estrellas, de lunas mágicas, me hacían sentir plena; la compañía de los lobos se volvió imprescindible en mis paseos por el bosque. Con ellos me sentía mucha más segura. En una ocasión tuve que volver a la gran urbe a la que pertenecía. Le pedí me acompañara y mientras viajábamos, le conté a Juan de la gente del pequeño pueblo que un día antes de conocerlo a él, me habían indicado el camino hacia la felicidad. El me miró extrañado y dijo: ―Amor, el único poblado que hay por aquí, está como a diez horas de viaje desde aquí, y es muy grande. Yo me quedé seria. Cuando pasamos por donde según yo se encontraba la población, vi con sorpresa que ahí no había nada más que polvo. Fue cuando comprendí que la ciudad de la compasión, existía en cada ser que me topé a lo largo del camino. Ellos, con su cariño y bondad habían ayudado a mi alma a sanar. Finalmente supe que la ciudad del amor vivía en mí, que sólo era yo la que podía extraerlo de mi corazón y ahora lo compartía con Juan. Los dos habíamos formado nuevamente ese vínculo que motiva al ser humano a perfeccionarse día a día. ¡Ah! Y la flor roja, duró años haciéndome compañía; la planté esperando un milagro, como dijo aquella dulce anciana. Para sorpresa de Juan, la rosa echó raíces, convirtiéndose en un hermoso matorral de rosas rojas ¡Ella tenía razón! La flor fue mucho más que mi protección: me acercó al más maravilloso milagro de la vida, ¡el amor!


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Galia Mirscha


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El idioma de Threnek

El lenguaje de los Threnek tiene muchísimas pala­ bras, tantas como el inglés ―la lengua más basta del mundo―, pero le faltan algunas que son comunes a todos los demás idiomas, como por ejemplo: Ley, Gobierno, Gobernante, ya no se diga Rey o Imperio. Por eso me cuesta trabajo comunicarme con ellos y decirles que la corona británica es la que me ha en­ viado para aprender su lengua y su cultura. Pero son amistosos y con­fiados y me han dejado vivir aquí por periodos de varios meses, como además irme y volver sin problema en los últimos dos años. Threnek es una isla en el Pacífico, cerca del Ecuador, cuyo territorio superficial es apenas del ta­ maño de Holanda, pero tienen túneles que condu­ cen a bóvedas subterráneas que parecieran ser ca­ vernas naturales. Sumando la extensión de túneles y bóvedas, creo que la extensión del país se duplica. Casi toda la gente de Threnek vive bajo la tierra, pero salen a la superficie una vez por semana a “comer sol”, como ellos dicen. Su se­mana dura 14 días de los cuales trabajan 10 seguidos, un día van por sol y dedican los 3 restantes a cantar, bailar y comer en abundancia. No se embriagan, porque no tienen ninguna forma de licor. Es el único pueblo que he visitado en el que la euforia de la fiesta no necesita del vino. Las mujeres Threnek dan a luz de pie, suje­ tándose de las estalactitas blancas de la bóveda de una caverna con río subterráneo, mientras todos los presentes rezan y cantan durante el trabajo de parto. Una vez que se da el nacimiento, varias perso­ nas llevan a la madre y al bebé al río y los bañan


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mientras cantan una suerte de polifonía construida con escalas de afinación muy extraña. Los bebes son amamantados por varias muje­ res, sin saber cual de ellas es su madre. También son cargados en las espaldas de los hombres para subir a la superficie a tomar sol. Nunca saben quien es su madre, y mucho menos su padre, solo las mujeres saben quienes son sus hijos, pero nunca lo dicen y se considera vergonzoso preferir a un niño o niña sobre los otros. Entonces no necesitan palabras como: fa­ milia, linaje, heredero o primogénito. Los Threnek no usan ropa porque en las cue­ vas que habitan hace mucho calor, solo usan joyas hechas con cáscaras de fruta, madera y se­millas. No parecen avergonzarse de su desnudez, ni de las pa­ siones carnales que ésta despierta. Para ellos el apa­ reamiento es como para nosotros fumar un cigarri­ llo, en cualquier lugar y a cual­quier hora, y lo que me parece mas extraño, es que no solo ocurre entre hombre y mujer, sino entre hombres o entre muje­ res. Entonces no tienen palabras como: pareja, ma­ trimonio, fidelidad o celos. Pero tienen muchas pala­ bras para las sensaciones que experimentan a lo lar­ go del apareamiento en sus diversas combinaciones y estilos. Debo confesar que, a pesar de mi profesio­ nalismo antropológico, que exige comer y dormir en las mismas condiciones que los aborígenes que uno estudia, mi conciencia moral me ha impedido atra­ vesar las experiencias que dan nombre a estas pala­ bras. En el lenguaje Threnek no existe la palabra guerra. Después de observarlos durante tanto tiem­ po, entiendo por qué: nunca pelean. Cuando tienen diferencias, conversan durante horas hasta llegar a un acuerdo, el cual se firma, en lugar de con un apretón de manos, con un beso en el cuello que se dan simultáneamente los individuos que estaban en conflicto.


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Una de las palabras, para las cuales no en­ cuentro traducción posible, Shenkjiot. Se refiere a la "ayuda" o "cortesía" que tienen las personas con al­ guien que se encuentra enojado o frustrado. Antes de que tome actitudes agresivas, quie­ nes están cerca, empiezan a tocarlo y se aparean con el, frenéticamente, uno (o una) tras otro, hasta que queda exhausto y sus ánimos negativos parecen des­ aparecer. Es como si derrotaran a la ira con lujuria. Como no tienen guerra ni peleas, no existen las palabras: guerrero, victoria, arma, batalla, ven­ ganza y otras que se pudieran asociar. Los niños Threnek aprenden el idioma, la música y la historia de su pueblo cantando. Los ofi­ cios como la medicina, las matemáticas, la produc­ ción y conservación de alimentos, la observación de los astros, la elaboración de herramientas, etc. los aprenden acompañando a los adultos desde peque­ ños e imitando lo que éstos hacen. Los niños norma­ les, pasan varios años siguiendo a varios adultos y aprendiendo un poco de todo hasta que encuentran algo que les gusta lo suficiente como para hacerlo con dedicación y constancia. No se les exige discipli­ na alguna cuando son aprendices, se espera que ellos la desarrollen voluntariamente, y lo más increí­ ble es que si lo hacen. Pero hay niños que no son normales y desde muy pequeños pasan mucho tiempo con­templando la naturaleza y no muestran interés suficiente en ningún oficio, hablan mucho de lo que ven en sus sueños y en los los días de fiesta comen poco. A es­ tos o estas se les invita entonces a convertirse en Tu­ marijaek, algo como filósofos. Su trabajo consiste en pensar y comunicar a los demás lo que piensan en las Calfingles, ceremonias nocturnas en la superficie de la isla. De su discurso, las personas recuerdan fragmentos que les conmueven y los utilizan para


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sus canciones o los incorporan a las letanías de los rezos. La religión de los Threnek es bastante extra­ ña. Dicen que Dios es todo lo que hay en el mundo y que todos los seres son una parte del cuerpo de Dios. Su dios no es como un padre y no tiene anta­ gonistas como nuestro Mefistófeles. Su poder es ab­ soluto y su voluntad no necesita ser cortejada por los fieles, sino que la comunica a través de Kieremo­ th, algo así como epifanías, que son posibles cuando la persona se aísla de la vida so­ cial para sentir la voz de dios. Esto lo aprenden des­ de pequeños, dicen que por intuición y no por ins­ trucción. No tienen sacerdotes, chamanes, profetas ni nada que se parezca. Por lo tanto tampoco necesi­ tan palabras como: iglesia, cate­quista, templos, diezmo, misa, alabanza o pecado. Sus rezos son en­ tonces lo que cada quien decide decirle a dios, se­ gún como se lo imagina. Al principio es un revoltijo de textos distintos, pero poco a poco convergen en una letanía con elementos de lo que varias personas han dicho. Una especie de consenso sin mas media­ ción que la musicalidad de las palabras. El alma, para los Threnek, es inmortal y ha­ bita diferentes cuerpos en los diferentes tiempos. Así, el alma de una persona que muere, se fragmen­ ta en miles de estrellas invisibles las cuales habitan las plantas que nacen donde la persona es sepulta­ da. Cuando los animales u otras personas comen es­ tas plantas, el alma de la persona pasa a formar par­ te de los seres que la ingieren, de tal forma que las almas permanecen vivas eternamente en un infinito número de combinaciones con otras almas. Tal vez por esta creencia, de que el alma in­ dividual es solo una forma temporal de la vida de las almas, tienen una noción de la vida, en la cual no les importa distinguir entre uno mismo y todos. Por eso no les importa reconocer a sus hijos, no tienen propiedades, todo lo que producen puede


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ser usado por cualquiera. Entonces, no necesitan pa­ labras como: mío, dinero, robo, ley, policía, juicio, condena, prisión. Pero lo mas extraño de todo, es que esta so­ ciedad sin disciplina, ley, iglesia ni matrimonio, don­ de todo el mundo hace lo que se le da la gana, no exista la palabra Libertad. Creo que no existe porque no conocen su antónimo. No hay nada que impida la libertad, de forma que es to­talmente natural e in­ cuestionable. Como no conocen otra forma de vivir, por eso a su peculiar forma de vida la llaman Idle­ mur, que no se traduce como Libertad, sino como Vida.


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Sábana de gargantas

Marvin gozaba ir al pentatlón. Sus mejores ami­ gos estaban ahí y las actividades eran divertidas. Esperaba ansioso toda la semana a que llega­ ra el día de los entrenamientos. Aunque la disciplina era dura, siempre salía feliz, gozando el efecto de las endorfinas del cansancio deportivo. Esa noche, Marvin tuvo un sueño: eran las seis de la mañana, se levantaba emocionado, se ba­ ñaba y al mirarse al espejo, encontraba que súbita­ mente había envejecido. Su reflejo era el rostro de un hombre cercano a los cuarenta años, pero con sus mismos rasgos y expresiones. Sentía miedo y salía corriendo, pero la distancia que lo separaba de la puerta del baño se transformaba en un pasillo obscuro e interminable. Despertó sobresaltado. Eran las tres de la madrugada. El miedo a volver a la pes­ adilla llamó al insomnio en su auxilio. Finalmente logró dormirse después de unas dos horas. Así que aquel sábado, Marvin despertó can­ sado y dijo a su madre que tenía mucha flojera de ir al pentatlón. Ella lo regañó por irresponsable y pere­ zoso. El se enojó por la intolerancia, era la primera vez que faltaba desde que había ingresado. Ella qui­ so obligarlo a ir. El se sintió injustamente presiona­ do. No estaba dispuesto a confesar que había perdi­ do el sueño por una pesadilla. Temía ser acusado de cobarde. Así que respondió con ira. La pelea duró un buen rato y terminó cuando Marvin fue castigado con la orden de no salir de su cuarto hasta nuevo aviso.


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El aburrimiento del encierro lo llevó a dor­ mir para recuperar el sueño perdido de la madruga­ da. Hacia el mediodía, un murmullo estremece­ dor lo acompañó en el trayecto hacia la vigila. Era un sonido ondulante que se acercaba despacio. Era grave y a la vez carnoso, como si estuviera vivo. Crecía muy lento, poco a poco. Hasta que fi­ nalmente Marvin pudo distinguir que se trataba de llantos, varias personas llorando desconsoladamente caminando juntas calle abajo. Se asomó por la ven­ tana. Era un grupo, bastante grande, de mujeres de la colonia, lloraban en lo mas obscuro y desgarrador de su tesitura vocal, como si les estuvieran arrancan­ do una pierna o un brazo. La madre de Marvin abrió la puerta y recibió de una vecina la noticia. Dos compañeros de Marvin en el pentatlón se habían ahogado en el río durante el entrenamiento de esa mañana. También falleció el entrenador que trató de salvarlos. El grupo de madres iba tocando de casa en casa para pedir a los vecinos cooperación para la sepultura de los jóve­ nes. Era un barrio de gente humilde. Las personas cooperaban con el poquito di­ nero que podían y luego se unían a la procesión para acompañar a las señoras que perdieron a sus hijos. La madre de Marvin se dispuso a hacer lo pro­ pio. Fue a sacar dinero de la cajita de galletas donde guardaba sus escasos ahorros y antes de salir miró hacia la habitación Marvin. Él se asomaba por la puerta entreabierta mirándola con lágrimas en los ojos. Ella corrió a abrazarlo. Se abrazaron fuerte du­ rante algunos segundos, luego ella se despidió de su hijo con un beso y se fue con el grupo de mujeres. Marvin la observó salir. Antes de que se cerrara la puerta, alcanzó a ver que en la calle, oculto entre la gente, estaba el hombre del espejo de su pesadilla, mirándolo fijamente. Se cerró la puerta y la sábana de llantos, lentamente reanudó su marcha.


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Sin Luz ni Obscuridad

Un día, Diosa despertó de su siesta y, después de un par de bostezos desperezantes, fue a ver cómo estaba el mundo. Mientras dormía, Dios se había quedado a cargo de todo, resultando un mundo mas o menos como lo conocemos ahora. Cuando Diosa vio el estado de las cosas, se llevó las manos a la cabeza, cerró los ojos y respiró profundo. Contó lentamente de uno a siete Gúgol y luego de regreso. Cuando por fin pudo tranquilizarse, sonrío y fue a implementar la solución. Para volver a equilibrar el mundo, tras los descuidos de los últimos quinientos años, sabía que era necesario incidir en los seres quienes habían rebasado sus atribuciones en el planeta del que formaban parte: la humanidad. Decidió guiarlos hacia una nueva forma de conocimiento, para que así, desarrollaran una nueva manera de relacionarse con la vida. Los humanos estaban acostumbrados a percibir el mundo, ante todo, a través de la vista. Desde aquel día tendrían que inventar otras formas: Diosa dejó a la humanidad ciega. La primera reacción fue el desconcierto. Casi todos creyeron ser el único o la única en haber perdido la visión. No podían creer que a todo mundo le ocurría lo mismo: no podían creerlo porque no lo podían ver. Tardaron un tiempo en asumirlo. La segunda reacción fue el pánico. Por al­ guna razón incomprensible, los humanos tenían la costumbre de agruparse en sociedades jerárquicas, donde quienes ocupaban el escaño más alto, eran los mas miedosos. El miedo, que Diosa y Dios habían


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decidido permitir en todos los animales de la Tierra, en los humanos había cobrado un grado de evolución asombroso. Para contener su miedo, inventaron el poder. Al someter a otras criaturas bajo su control, tenían la ilusión de ser mas fuertes y estar a salvo. Y para sostener el poder, inventaron armas, estructuras económicas, religiones, ideologías políticas y toda suerte de artilugios. Así que cuando ya no pudieron ver, los más miedosos ―que eran los jefes―, sintieron perder el control y entraron en pánico. Si la vista, nadie podía manejar auto­ móviles, ni barcos, ni aviones, ni siquiera bicicletas. Nadie podía ir mas allá de donde le llevasen sus propios pies, si es que no se tropezaba. Sin la vista, no se podían operar las má­ quinas para producir alimentos o ropa, ni construir casas. No se podían operar las computadoras para controlar las máquinas, dirigir las armas o comunicarse a distancia. Sin la vista no se podían operar las finanzas, ni las transacciones bancarias, ni la compraventa de acciones. Es más, no se podía saber la denominación de un billete que alguien tuviera en la mano. Si nadie podía ver, ya no tenía caso comprar miles de productos que solo servían para tener estatus en un mundo de apariencias. El comercio, la mercadotecnia y la banca perdieron sentido. Finalmente vino la adaptación. Al perder un sentido, los humanos empezaron a poner más atención en los otros, como el olfato o el oído. También se creo un nuevo orden social: los ciegos de nacimiento, como tenían los esquemas mentales de quienes nunca han visto nada, eran los mejores para ubicarse en el mundo. Podrían haberse convertido en los nuevos poderosos, pero se percataron de que su ventaja respecto al resto de la humanidad, era el estar más cerca de la nueva forma de conocimiento, así que se convirtieron en


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maestros. Poco a poco, la humanidad fue dejando de pensar en imágenes. Al principio pensaban equi­ valencias visuales de lo que tocaban o escuchaban, pero con el tiempo, desarrollaron pensamiento abstracto a partir de sonidos, aro­mas, ubicación, etc. La resistencia más tenaz a olvidar la imagen la llevaron a cabo los apasionados de la pintura, la fotografía y el cine. Los artistas de estas disciplinas estuvieron a punto de perder el sentido de la existencia. Para algunos, la solución fue crear una representación táctil de sus imágenes y pasaron al grabado o a la escultura. Otros, para quienes lo mas importante era la historia contada en las imágenes, se fueron por la literatura. Y quienes se centraban en impactar al publico a través de sucesiones de gestos en el tiempo, se volcaron en la música. Los músicos, cerca de los ciegos de naci­ miento, adquirieron también un papel de maestros y cuidadores. Su entrenada atención auditiva les permitía aproximarse con menos dificultad a la nueva forma de conocimiento. En general, el mundo empezó a musica­ lizarse. La gente empezó a darle más importancia, no solo a las palabras, sino a las voces que las llevaban, Los vanidosos decidieron crear músicas que les identificaran, en sustitución del look de la civilización anterior. Quienes se sentían parte de un grupo, compartían gestos sonoros en sus músicas personales. Los bailarines también entraron en depre­ sión: ya nadie vería sus coreografías. Pero con el tiempo, la danza se transformó en algo no para ser visto, sino para ser sentido. Quienes gustaban de la danza y no eran profesionales, aprendieron a bailar y dejaron de ser espectadores pasivos. Poco a poco, todas las palabras que hacían


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referencia a lo visual, como color, brillo, mirada o imagen, fueron desapareciendo del lenguaje. Se fueron creando nuevas palabras para nombrar elementos del mundo que se estaba conociendo de esa nueva forma distinta. La gente dejó de creer que estaban hechos a imagen y semejanza de Dios y empezaron a creer que descendían de la voz y la resonancia divinas. Mientras algunos humanos trataban de crear una nueva religión para explicar lo inexplicable, Diosa contemplaba su experimento con una sonrisa. Y Dios le dijo: ―Tú ya dormiste quinientos años, ahora me toca a mi echar una siesta mientras tú cuidas el mundo. Diosa asintió y siguió observando con fasci­ nación como a la Tierra se le iban cerrando las he­ ridas, como resurgían las especies que habían esta­ do en peligro de extinción y como se repoblaban los bosques y las selvas. Mientras, la humanidad de la nueva civilización intentaba comunicarse con ella.


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Héctor Vargas Carrera


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El tiempo en una botella «El destino se abre sus rutas». Virgilio

El científico te mira entrando a su oficina. Con un gesto te invita a sentarte ante él, y comienza a explicarte algo: —Soy Pavi ĉ, dueño y director general de esta pequeña empresa —En la pared detrás de Pavi ĉ ver diversos títulos académicos enmarca ­ dos. —Dado el estado de las cosas, estoy obli­ gado a ponerte al tanto de los sucesos. ¿Quieres saber cómo todo se fue al diablo? Bien, te lo con­ taré, aún cuando sea lo último que podrás recor­ dar. Luego lo olvidarás y las cosas volverán a ocurrir de nuevo. Y así será por siempre. Pavi ĉ hace una breve pausa, levantándose de su asiento. Se dirige a una mesita en la esqui­ na, se sirve una taza de café mientras te ofrece otra. Tú hace un movimiento, haciéndole enten­ der que así estás bien. Pavi ĉ retorna a su silla y continua su historia: —Soy el inventor de un aparato para via­ jar en el tiempo: el cronodesplazador. Si alguien quería cambiar algún evento en su pasado recien­ te para mejorar su presente, yo lo ayudaba a lo­ grarlo. Mi pequeño negocio ofrecía servicios para cronodesplazar a quien fuera a cualquier fecha pretérita.


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En ese instante entra corriendo una joven. Ella usa bata de laboratorio y se acerca a Paviĉ para entregarle un papel con un diagrama impre­ so. Pavi ĉ lo mira y mueve la cabeza lentamente, como queriendo negar algo inevitable. La chica comienza a llorar desesperanzada. Pavi ĉ observa por un instante hacia la puerta, como si esperara a alguien. Inhala hondo y prosigue hablándote. Ahora notas en su voz un extraño tono de angus­ tia: —Todo iba bien, hasta el día en el cual uno de mis clientes cometió un grave error. Error que no podremos nunca corregir y cuyos efectos no lograremos jamás eludir. Un sonido similar al zumbido de un apara­ to eléctrico, comienza a escucharse con un volu­ men cada vez más alto, como si se acercara algo enorme. zada.

—Ahí viene… —musita la joven, aterrori­ —Si Clara —responde Paviĉ—. Ese es el rugido de la Historia al modificarse a sí misma, atrapándonos a ti, a mi, a todos en un bucle eterno de cual nunca podremos salir —afirma, mirándote. Te sientes confundido por sus palabras y él, simplemente cierra los ojos. —Presta atención —pide— nos quedan pocos minutos antes del reinicio. Era de tarde cuando un hombre flaco y notoriamente ebrio, llegó presuroso y tambaleante de la calle. Portaba maletín y sudaba copiosamente. Clara se en­ contraba detrás de su escritorio en la recepción. Ella miró al hombre, sonriéndole y él, después de enjugarse la frente con un pañuelo, comenzó a vociferar:


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—¡Por favor! ¡Ayúdeme! Sin darme cuenta se me ha hecho tarde. Debo tomar un vuelo a las 5 PM y mire, ¡ya son las cuatro y media! ¡No lle ­ garé a tiempo al aeropuerto! gritos.

Yo salí de oficina al lado, atraído por los —Caballero, buenos días. ¿En qué pode­ mos ayudarle? —Dígame, ¡hic!, ¿en verdad pueden hacer que tome mi avión a tiempo? —Así es, por un módico costo podemos hacerlo retroceder hasta siete días al pasado. —Oh, bien… es que pasé el día con unos viejos amigos, ¡hic! y no me di cuanta de cuan tarde es ya para intentar llegar al aeropuerto. Mi avión sale en 3 minutos y no puedo perder este vuelo —Clara, al escucharlo, comenzó a tomar sus datos. Una vez realizado su pago, llevamos al nuevo cliente a una habitación al fondo del local. Ahí le mostramos el cronodesplazador, si, ese ar­ tilugio en aquel cuarto, ¿lo ves? ¿Observas sus cables y tubos por doquier sus bobinas y antenas sobresaliendo por los lados? Ese maldito aparato jamás debió ser construido. Se ha convertido en la causa de nuestro eterno encarcelamiento. —Con orgullo le muestro mi invención — le dije a nuestro alcoholizado cliente—. Está lista para cualquier retorno en el tiempo. Años de ar­ duo trabajo y experimentos fallidos, sirvieron para construir ese aparato. Le confieso esto: la verdad no sé cómo lo hice funcionar, pero el dis­ positivo se ha venido desempeñando muy bien. —Confío en usted. Ayúdeme. —Si señor, nosotros haremos que usted tome su vuelo. —Después de eso, Clara y yo sen­


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tamos al tipo en la cabina del cronodesplazador. Luego Clara le clavó una aguja en el brazo, para colocarle a continuación una serie de electrodos en el cráneo y pecho. El sujeto se movía con ner­ viosismo mientras Clara lo sujetaba firmemente con unas correas de cuero. el tipo.

—¿Eso no está algo apretado? —reclamó —Si le molesta, lo ajustaré para que se sienta más cómodo —concedió Clara. —Por favor caballero, mantenga la calma. Esto es muy delicado y necesitamos calibrar los datos de entrada. Ya casi terminamos —. Mi idea original respecto a viajar al pasado, era la ayudar a arreglar la vida a mis clientes. De tal modo, pensaba que realizando cambios simples aquí o allá, las cosas podrían resultar para mejor. —Hoy por la mañana me topé con unos amigos —dijo el hombre con nerviosismo—. Fui­ mos a comer y me dejé ir por la plática y la bebi­ da. Luego perdí la noción de la hora —Clara y yo escuchábamos al hombre mientras era escaneado con unos sensores. Él no dejaba de hablar y ma­ notear. Fue de noche cuando terminamos con los preparativos necesarios. —Listo —indiqué—. Tenemos cargados en el sistema sus patrones cuánticos. Su masa se tra­ ducirá en qBits de información que la computa­ dora procesará en pocos petaFLOPs. Clara cote­ jando unos datos en la computadora, me hizo un gesto de asentimiento. En ese instante ajustaron unas palancas en el cronodesplazador. —Todo correcto, los crononanites ya se adhirieron al ADN —precisó Clara.


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—Caballero, usted está a punto de transi­ tar en el espacio N­dimensional. No sentirá nada, usted tranquilo. Lo que le aplicamos, lo estabili­ zará al moverse atrás en el tiempo —comuniqué tranquilamente al hombre, luego añadí—: Hemos terminado de ajustar las coordenadas espacio­ temporales para su reinserción. Lo enviaremos al pasado justamente 9 horas atrás. Así contará us­ ted con tiempo de sobra para abordar un taxi, trasladarse al aeropuerto, documentar su boleto y esperar tranquilamente en la sala de abordaje — si bien esas fueron las precisas instrucciones que le hice, infortunadamente no serían acatadas por él. En ese momento debí darme cuenta de que este borracho no iba a colaborar, pues insistió con eso: —Magnífico. Ahora repítanme por favor cómo sucederán las cosas. ¿Apareceré afuera de este local a la 1:10 PM, y podré irme a hacer mi voluntad? Al cabo que sí se me volviera a hacer tarde, podré regresar otra vez con ustedes y pe­ dirles me manden de nuevo al pasado. ¿Es co­ rrecto? —esas necias palabras eran suficiente ad­ vertencia del peligro que sería enviar a ese borra­ cho al pasado. Debí haber abortado el cronodes­ plazamiento. Pero no, pues pacientemente quise corregirlo. —Casi todo, pero lo último no. Efectiva­ mente aparecerá a la hora indicada, pero deberá por fuerza tomar un taxi. Hágalo, porque de no hacerlo, estaría usted agraviando la Historia Ge­ neral del Universo por segunda vez. —No entiendo —increpó el tipo. —Si a usted se le llega a hacer tarde por segunda ocasión y luego, para corregir eso, quie­ re retornar en el tiempo otra vez más, entonces


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provocaría un evento de consecuencias sumamen­ te nefastas para todos —aclaré. —Sigo sin entender. —Se lo diré de modo más fácil: unicamen­ te podemos cambiar cualquier evento una sola vez. Así son las cosas, yo no escribí las reglas del viaje en el tiempo. —En ese instante vi aparecer un mensaje en la pantalla de una de las computa­ doras. Leí la información y hasta incluso sonreí satisfecho, pues ya casi terminaríamos ese traba­ jo. —Escuche —precisé— ya recibí la confir­ mación de que usted abordó a tiempo su avión y llegó con bien a su destino. Comprenda: todo su­ cederá como debía de ocurrir si usted no se le hu­ biera hecho tarde. Así que por favor, una vez arribe al pasado, no intente hacer algo diferente esta vez. Cumpla su destino —justo en ese segun­ do, algo me hizo sentir la urgencia de enfatizar mis palabras—. Insisto, llegue bien al aeropuerto, pues de lo contrario romperá severamente el teji­ do del espacio­tiempo, y por ende, la Realidad. —Pero si me esfuerzo a mi modo, por ejemplo, yéndome con mis amigos a beber, ¿qué pasará? —el borracho persistió con voz pastosa. —En teoría, puede dañar todo el universo —espeté con la esperanza de obligarlo a com­ prender. Aún cuando Clara me dirigía miradas fugaces cargada de dudas y preocupación, des­ afortunadamente no le hice caso— ¿Le queda cla­ ro? —Esta bien. Comprendo —y a continua­ ción, sujetando su portafolios, exclamó—: ¡Allá vamos pasado! —En ese momento el hombre co­ menzó a desdibujarse hasta desaparecer. Al ob­ servar los datos en una computadora, fugazmente


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noté algo inquietante. Volteando hacia Clara le dije, extrañado: —¿Sabes? De algún modo todo esto me parece familiar. Como si lo hubiéramos vivido an­ tes. No sé por qué, pero me siento mal. Iré a mi oficina a estudiar los datos fractales mientras es­ pero la llegada de un amigo. Por favor revisa el flujo de números y me dices qué encuentras.

Y eso es todo, el resto lo sabemos tú y yo. De nuevo has venido a visitarme en mi oficina, luego Clara entrará aquí, entregándome algo. Tú esta­ rás sentado ahí, como ahora y yo volveré a na­ rrar, invariablemente la misma historia, mientras un zumbido comienza a subir poco a poco de vo­ lumen. Ese imbécil rompió la continuidad del Tiempo, atrapándonos en un eterno retorno.


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Isabela Vela


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Guía para llorar sin acabar llena de caca

Amada niña que no eres mía: no porque llores, se va a parar el mundo a secarte las lágrimas. No se va a sentar y esperar a que te calmes para que te tomes el té que preparo para ti, bueno, no siempre, la ma­ yoría de las veces por el contrario se va a mover más rápido, le va a dar hipo también y se va a sacudir es­ truendosamente, algunas veces hasta le va a dar dia­ rrea al pobre mundo enfermizo y vas a tener que tratar de no embarrarte de su popo que va a estar por todos lados… y todo esto será mientras tengas los ojos llorosos y estés toda mocosa, así que más vale que aprendas algunos trucos para no acabar marida, derrotada y llena de caca. Y que quede claro que no creo, pienso o siento que llorar sea malo o feo, solo quiero algunos trucos que yo como chillona experta me sé. (Úsese esta guía en caso de estar lejos de un lugar cómodo para llorar en paz) 1. Traer papel, pañuelo o algo para secarte las lágrimas y sacarte los mocos. De no ser así debe­ rás no tener asco a embarrar tus mocos en la ropa. cara.

2. Saca lo qué vas a utilizar para limpiar tu

3. Seca rápido las primeras lágrimas, voltea a los lados y atrás rápido sin dejar de caminar. Esto es para ver a la gente que viene y no chocar. 4. Respira, siempre respira. 5. Ahora fíjate bien, porque esto puede tran­ quilizarte y salvarte: ¿Has visto como se ve todo a través de las lupas? ¿Has visto que se todo súper


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grande y brillante? Pues lo mismo para con las lágri­ mas, levanta la cara y deja que se atoren entre tus ojos, ahora mira a través de ellas, Esas son tus mejo­ res lupas, mira a la gente que amas y a la que te cae mal, ¿Cómo se ven? 6. En caso de no obtener resultados repite el paso 4 y 5, hasta que las lágrimas dejen de salir y puedas seguir tu camino.


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Tres grados

En entró a la casa y miró el reloj que tenía justo en­ frente de la puerta. Eran las 3:15, hora exacta de llegar y le daba la satisfacción del tamaño de una sonrisa. Acto se­ guido acomodó la bici en su lugar, su mochila en el per­ chero y sacó la soda que se traía todos los días de la máquina de su trabajo, le ponía tres hielos, la medida justa para no diluir tanto el sabor del refresco pero sí para enfriarlo lo suficiente. Así era Mariana, metódica, disciplinada y predecible. Al mover la cartera de hielos vio algo que no siempre estaba ahí: una pluma, o mejor dicho el esqueleto de una pluma, no tenía el tubo de la tinta ni la tapadera pequeña de arriba. De inme­ diato se puso histérica. ¡Elías, ¿Dónde estás? Se le empezó a nublar la vista y a dificultarse la respiración, caminó hacia las recámaras y vio en el suelo el libro de “Alicia en el país de las maravillas”, la edición antigua con las ilustraciones de Adriana Según, sintió su cuerpo cambiar de temperatura y subir unos tres grados, dio unos pasos más y vio “La náusea” entreabierto y un poco destartalado, con temor a lo que sabía que podía encontrar agarró el libro y empezó a revisarlo, como es­ peraba había páginas enteras en blanco. ­¡Elías! ¿Qué hiciste? ¿Dónde estás?! ­ todo el camino al cuarto de su hermano estaba marcado por hojas en el suelo, la mayoría en blanco y a otras les fal­ taban frases. Estaban casi todos los apreciados; “El Ca­ pital”, “Así habló Saratustra”, “Antologías de cuentos cortos”, “Textos de Ricardo Flores Magón”… y hasta uno de Cohelo que usaban para emparejar la pata del escritorio. Llegó al quicio de la puerta y se detuvo antes de entrar, estaba


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todo en silencio, pensó lo peor, la abrió poco a poco y ahí estaba su hermanito en el rincón que más le gusta­ ba, tenía las quijadas trabadas y marcaban una sonrisa de gozo intermitente, sus ojos muy abiertos y desorbita­ dos y excitados. Estaba de cuclillas escribiendo en un cuaderno con gran rapidez, llenándolo de renglones que luego con una habilidad casi mágica se agachaba para inhalarlos con un popote de pluma bic.


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Un día de viento (era domingo)

Te ves tan pequeña e indefensa. Si supieran que eres hija de la muerte y la destrucción. Eres pro­duc­ to del momento que creyeron amarse. ¿Cómo te consuelo por estar tan sola? Cómo te consuelo si me alegro de tu desgracia, si las pocas alegrías de mi ser son por ese dolor que tú siempre tendrás. La dos estamos aquí, de frente, tan iguales, tan solas y confundidas, tan partidas en dos, en tres, en más. Pobre de ti, niña. Aún crees que bailando será tuyo el mundo. Yo un día lo creí también. Y te digo, niña que no eres mía, que puedo sentir como entras a querer leer las pobres notas de mis entrañas, y te prevengo: nada encontraras. Me corté ya en tantos cachitos que un día de viento se fueron volando…


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Tengo mis dudas (pequeñas duditas)

¿Como tan pequeña me haces tanto daño? ¿De que te vengas querida? Y luego de que me cortas en cachitos los bra­ zos y los pies, me enredas en tus pequeños brazos y secas mi sangre. Te gusta la sangre, te gusta mi do­ lor, puedo sentirlo y sin embargo me rindo al sentir tu calor. Ahora caigo en la cuenta que tu mejor truco es dar el amor que te sobra. Es que todos te dan tan­ to! Me to­ cas y río, primero creyendo sentir alegría. Después río sin saber bien que estoy sintiendo y lloro entre las carcajadas. Enseño bien los dientes para disimu­ lar las lágrimas. Tú te vas y bailas en los charquitos que hacen mis ojos. Te ves tan feliz que tengo que llorar más para que el charco no se seque y tu sigas brincando y salpicando divertida. Luego te ríes de mis ojos hinchados y mi quijada trabada. Me gusta verte reír. Por eso ahora pinto con la sangre rayas en mi cara: sé que eso te complace. Tu risa es tanta que te agotas y te echas a dormir. Te arropo con cuidado y me voy a mi rincón favorito, ese donde no estás tú, pero está tu foto y una ventana que da a tu cama. En la mañana te despiertas y todo comien­za otra vez. ¿Cómo es que tan pe­ queña me haces tanto daño? ¿De que te vengas, querida?


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Liliana Baquera


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Cuento 1

Te Son las 6:00 am. Y suena la alarma como cada día desde hace 40 años. Me levanto de la cama y voy como sonám­ bulo al baño, enjuago mi cara, cepillo mis dientes y regreso a la habitación para vestirme. Todavía re­ cuerdo cuando al entrar la cocina se podía del olor a café. Ahora solo huele a humedad y madera vieja. Me preparo mi café y comienzo a leer el periódico, ahora tocaba leer uno del 2010. Quien diría que cuando en ese tiempo eran alarmantes esas gran­ des crisis financieras ahora las recordamos como un tiempo de estabilidad económica en el país. Salgo de mi departamento, no puedo llegar tarde hoy a mi trabajo, hoy no es cualquier día, hoy por fin podré presentar una idea con la cual llevo sin decir bastante tiempo, espero que se pue­ da entender lo que quiero decir, espero que quie­ ran implementarlo porque aunque no es para tanto, es de las pocas esperanzas que me quedan para cambiar esta triste realidad en la que estamos vi­ viendo. Llego y todavía no se encuentra nadie en la sala de juntas, es perfecto porque puedo tener listo todo para cuando se reúnan todos los inversionis­ tas. Coloco una memoria USB en mi obsoleta lap­ top y reviso que la presentación esté correcta. Co­ mienzan a llegar los 8 accionistas de la empresa y cuando se crea un silencio plano, de esos que avi­ san que todos están preparados para escuchar, co­ mienzo a hablar. Buenos días compañeros, antes que nada les quiero desear un buen día. Mi propuesta para subir


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las ventas es la siguiente. Apunto a la pantalla y co­ mienza a correr el vídeo. Son fracciones de segundos de varios vídeo que encontré hace varios años encontré en las per­ tenencias de mis padres. Es mi niñez documentada, lo primero y último que recuerdo de lo que es una familia. Creo que la mejor forma de involucrar a un grupo de personas para que quieran consumir nuestros productos es volviendo a crear estos lasos afectivos llamados familia, sé que el termino es muy poco conocido por ustedes, tal vez solo en los libros de historia lo han visto, pero créanme que antes era algo que unía más que nada a las perso­ nas, era un núcleo en el que no solo se compartían los genes sino creaba un sentimiento, el cual los mantenía unidos. Todos comenzaron a reír, quise creer que se alegraban de lo que les estaba contando, siempre quise creer que el ser humano aun en este punto de nuestra historia, se encontraba por lo menos in­ conscientemente buscando este tipo de relaciones. El accionista mayor les hizo una señal para que guardaran silencio y todos se callaron. Discúlpeme señor Gutiérrez, pero no sé cómo se tomó el atrevimiento de aparecer con esto, sabe perfectamente que está aquí solo porque a mi supe­ rior le dio lastima su miserable existencia y le en­ tregó un 5% de acciones, solo por eso. Creí que era buena idea, siento que esto es lo que le hace falta a la sociedad, yo sé que los núcleos familiares des­ aparecieron hace tiempo, pero nunca es tarde para volver a como era antes. ¿Volver? ¿Me está hablando en serio, señor Gutiérrez? Que le hace pensar que queremos volver a implementar las cosas que se hacían antes, si la situación actual de este país es por las consecuen­ cias de lo que hicieron en el pasado. No podemos volver a cometer los mismos errores señor Gutié­


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rrez, ustedes mismos, las personas mayores lo repi­ ten siempre. No supe que decir, en parte tenía razón, y aunque en mi mente tenia formulada toda una respuesta a sus tan atacantes preguntas, no pude emitir ningún sonido, me senté en mi lugar y sin más me quedé escuchando las demás propuestas, todas tenían involucradas sustancias, drogas,farma­ céuticos y algunas de ellas eran mezclados con pro­ cesos neuro­anatomo­fisiológicos. Después de todo, como decían en la empresa, eso es lo que vende.


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Cárcel de medio tiempo

Mi día empieza a las cinco con diez minutos, tengo aproximadamente veinte minutos para a­searme, despertar por completo y sentirme lista para las seis de la mañana. A esa hora comienza mi labor, entra­ mos con nuestros uniformes y nuestros 4 dígitos vi­ sibles para que los su­pervisores nos puedan identifi­ car. Mientras camino por el pasillo que me lleva a mi área de trabajo todos me miran, algunos pensa­ rán, tan joven, que situación tuvo que pasar para es­ tar aquí. Otros, se reducen a pensar en que tan fácil podría llegar a ser. Voy a mi lugar de trabajo donde ya no necesito cadenas ni nada por el estilo ya que con el tiempo he logrado estar y hacer por mí sola. Pasa una hora y empiezo a tener hambre, pero para este tipo de lugares las necesidades básicas solo existen afuera. Por fin son las 8 con cinco mi­ nutos, es la hora de desayunar y todos corremos, ob­ viamente en sentido figurado, nadie quiere un re­ porte solo por correr por los pasillos, mientras cien­ tos entramos en el comedor otros cientos van sa­ liendo, comienzo a hacer fila ya con mi charola en la mano, aquí es donde sé si la suerte está o no de mi lado, aunque con el tiempo, sin fijarse mucho en lo que te llevas a la boca, con algo de tortilla y pan todo está bien. Trago lo más rápido que puedo, me levanto y regreso a mi lugar de trabajo. Ahora viene lo difícil, las próximas 6 ho­ ras son una constante lucha en platicar con las de­ más para olvidarme del dolor en mis pies y ser lo su­ fi­cientemente cuidadosa para que no se den cuenta de que estoy platicando. Después de esto, llega la hora de comida, es totalmente igual


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que el desayuno con una diferencia de 10 minutos más para poder ir al baño. Una hora después de la comida suena el timbre por todo el edificio, ya es hora de salir. Nos formamos hombres de un lado, mujeres del otro. Nos revisan con suficiente pacien­ cia para no dejarnos avanzar rápido, enseguida tomo mi camión y me intento recostar para dormir y que el trayecto sea más llevadero. Esta es mi cárcel de medio tiempo, exacta­ mente 8 horas. Aunque supongo que lo deben co­ nocer mejor por maquiladoras.


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Fronteras

Italia, Florencia 30 de septiembre, 2018. 3:00 pm Café La cocotte. ¿Qué? No puedes hacerme esto, estamos a nada de lograrlo. No podemos retrasarnos. Sergio, ya no está en mis manos, tú sabes que si por mi fue­ ra, te entregaba una nación entera, el problema aquí es que un amigo quiere postularse de nuevo para gobernador de Andrahpradesh y no lo lograré si le sigue diciendo a la prensa que las muertes y desapa­ riciones son causadas por el hambre y el calor, al menos no mientras las familias sigan amenazando con desmentirlo en los medios. ¿Qué le sucede al mundo hoy en día? Todo era mejor cuando a los pobres no se les ocurría abrir la boca. Maldita la hora en que alguien les dijo esa tontería de que éra­ mos todos iguales. Pero si queremos concientizar en el descubrimiento que queremos hacer, ahí si no pueden razonar. Bueno, seguimos hablando luego, tengo cosas que hacer. Salí del café y comen­ cé a caminar sin fijarme mucho por donde pasaba. Iba distraído, pensando porqué había cedido a tan ruin causa, sin ni siquiera buscar otra alternativa, al menos una donde no estuviera detrás tantas muer­ tes. Por un momento me quise engañar pensando que la investigación beneficiaría a toda la humani­ dad, salvaría vidas y todo eso, pero no es verdad, mis motivos de querer seguir con esto es tal vez ego­ ísta pero esta esperanza es lo único que me mantie­ ne de pie, es la única forma de salvar a mi Mónica.


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2:00 am. Marriott Hotel. Habla Vladimir, quiero continuar con la investigación, ya encontré un nuevo depósito. Al parecer son entre 40 y 60, la mayoría jóvenes, no necesito mucho dinero, bien dicen que en ese país la mano de obra y al parecer el cuerpo completo es barato. Tijuana, 15 de octubre del 2018. 8:00 pm. Casa de Doña Refugio. Por fin podremos mandar a Pedro a la primaria, con este trabajo nos va a alcanzar para eso y más. Hijo, yo sigo pensando que está muy barato lo que te están cobrando para cruzar la frontera, deberías seguir ahorrando para que te vayas con alguien más de confianza, a ese hombre ni lo conoces. No se apure madre, vamos 50 y todos nos conocemos, ya verá que en menos de 3 días le voy a estar hablando pa´ decirle que llegué con bien. Eso espero mijo, Dios me lo bendiga.


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Mi verdad

La desesperación por encontrar respuestas ha lle­ vado al ser humano a tomar medidas drásticas para calmar esa desesperación, fue así como conocí a Me­ yer, especialista en psicometría post­cognitiva, toda­ vía sigo creyendo que el titulo sin ser adquirido él se lo adjudicaba, aunque ahora poco importaba, pues lo que realmente puedo cuestionar fue lo que me mostró. Bueno, mi nombre es Octavio y esta noche he decidid hablar de él porque creo que es digno de no solo mencionarlo, sino de tratar de entender, espero y me explique. Fue un martes, no era tan tarde, pero el cam­ bio de horario así hace parecer cuando apenas son las 6:00 de la tarde. Iba caminando cuando por no sé si casualidad o simplemente el destino, terminé justo enfrente de su despacho. Yo estaba algo atur­ dido, horas antes había recibido una llamada por parte del departamento de policía, intentado expli­ carme las estúpidas e incoherentes excusas para jus­ tificar el hecho de que la búsqueda del asesino de mi esposa y mis dos niñas iba a ser suspendida, por fal­ ta de evidencias. Después de esto entrar al despacho de Mayer parecía una idea aceptable en medio de tanto dolor e impotencia. Toqué la puertas dos veces sin recibir res­ puesta, quise tomarlo como señal de que estaba en el lugar equivocado y me di la vuelta, iba caminan­ do a la salida cuando escuché desde el fondo del pa­ sillo mi nombre, pensé en salir de ese lugar, pero la curiosidad no me dejó. ­¿Me buscaba? Preguntó la silueta que se encontraba frente a la puerta al final del pasillo. ¿Me habla a mí? Pre­


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gunté con un tono más de afirmación que otra cosa. Espero que esté consciente que es la única persona en este pasillo a parte de mí, de lo contrario me preocuparía. Pero pase, no es prudente estar hablando con usted del otro lado del pasillo. Entré a su “des­ pacho” y es de las sensaciones más extrañas que un lugar me ha hecho sentir. Parecía haber cruzado una dimensión, era un lugar extraño e irreal. Me invitó a sentarme en el piso alrededor de una mesa, con unos cuantos cojines para recargarse. ­¿Qué hace usted aquí? Me preguntó. Bueno, este… yo solo pasaba por aquí y entre, hace frío afuera y me areció buena idea entrar. ­No me refiero a eso, que hace usted aquí, en este planeta, en este país, en esta ciudad. ­No entiendo a donde va su pregunta. ­Es sencilla, porque está vivo, y no me diga lo que ya sé, de lo obvio, más bien quiero saber que hace que se levante cada mañana, la vida no es algo tan fácil y mucho menos el no rendirse. ­Hace 3 meses hubiera sido sencillo contestar a esa pregunta, pero hoy, justamente hoy, no sé. Le conté todo lo que ha­ bía sucedido con mi familia, también que la policía ya no iba a buscar al culpable y como me hacía sen­ tir todo esto. Me retiré pero antes me pidió que si aún la tenía llevara la ropa o alguna prenda que mi esposa y mis hijas hubieran usado el día en que las asesinaron, después de una semana, volví con dos dijes y un anillo de matrimonio. Después de tocarlos durante un momento me dijo dónde y como sucedió todo, me describió al hombre que lo había hecho mientras yo hacía anotaciones. Cuando termi­ nó de hablar salí y fui al lugar de los hechos, en efecto todo estaba como lo había descrito, enseguida pregunté por el hombre, con las señas particulares que ya conocía y su vecina me contó que hacía un mes que habían ido a matarlo, al parecer tenía deu­


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das. Finalmente quise volver para agradecerle a Meyer, pues pude recuperar un poco de tranquili­ dad, pues ahora ya no viviría buscando a alguien sino más bien intentando encontrar algo de resig­ nación. Cuando entré al despacho estaba todo va­ cío, parecía que nadie había estado ahí en años. Y estoy aquí porque si alguien más a tenido una ex­ periencia parecida, quiero decirles que no se puede hacer otra cosa más que tener fe, creer y vivir en paz, sin cuestionarse tanto sino más bien abrazar y quedarse con esa verdad.


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SOBRE LOS AUTORES


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Alfonso Porras Jabalera Chihuahua, Estudios: UACH.

Chih., Ing.

1957. Civil,


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Alonso Treviño Chihuahua, Chih., 1981. Ingeniería Industrial, ITCh. Participación en los talleres Empírico y Quimera Estudio. Ha publicado en los fanzines Concreto Mitología Urbana, Terminal, Demo y Quantum. Recibió el Primer lugar de guión de terror en el Concurso del Taller de Artes “Cuernavaca” (2014).


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Anel Uribe Chihuahua, Chih., 1981. Licenciada en Admón., ITESM campus Chih.


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Arturo Murga Chihuahua,Chih. Licenciado en Filosofía. Becario del PECDA “David Alfaro Siqueiros”, Chih.


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Aurora Mendoza Chihuahua, 1990. Traductora. Ha participado en diversos eventos literarios.


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Cristina Garay Chihuahua, Chih., 1980. Licenciada en Letras Españolas, UACH. Pasante de la Licenciatura en Educación Preescolar. Entre su formación artística se encuentran las siguientes actividades: Actriz del taller Tlatoani y Taller de Teatro "Foro del Arte". Entre sus actividades culturales, se cuenta: Promotora en Sala de Lectura e instructora de teatro en el DIF Municipal. Ha publicado la novela “Evangelio de ficción” (Edit. Aldea Global, 2016).


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Diamantis Hangis Chihuahua, 2002 . Estudiante de Secundaria, Colegio Palmore.


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Dolores Aguirre Pérez Parras, Coah., 1950. Profesora en Educación Primaria. Entre sus actividades se encuentran: promoción de la lectura entre alumnos de nivel Primaria, difusión del patrimonio cultural regional y gestión de eventos culturales.


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Eduardo Alfonso Porras Cd. de México, 2000. Actualmente cursa estudios en el Colegio de Bachilleres, plantel no. 1.


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Eihra Yudith Martínez Satevo, Chih. Lic. en Psicología. Formación artística: estudios de bachillerato en el Centro de Educación Artística “David Alfaro Siqueiros”. Fue finalista en el Concurso “El Lobo no es como lo cuentan” (UAM, unidad Iztapalapa, 2015).


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Gabriela Ávila Chihuahua, 1971 . Licenciada en Sistemas, Universidad Autónoma de Chihuahua. Ha participado en diversas actividades y foros literarios.


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Galia Mirscha Cd. de México, 1978 . Licenciada en composición musical, Conservatorio de Música de Chihuahua. Ha participado en ensambles de rock, de música contemporánea y de música folklorista latinoamericana. Es contrabajista de la Orquesta Filarmónica del Estado de Chihuahua y ha dirigido orquestas juveniles. Además forma parte del colectivo Nuevo Frente Sonoro, dedicado a promover la música nueva. Ha escrito música para películas y proyectos de televisión independientes. Realiza trabajo literario para incorporarlo a su obra musical y participa en colectivos de promoción de la literatura en espacios públicos. Integrante del Frente Norteño de Poetas. Ha publicado poemas en las revistas Síntesis (UACH) e Innombrable (publicación digital, Colombia).


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Héctor Vargas Carrera Cd. de México, 2004. Estudiante de violín y de narrativa. Ha participado en diversos recitales y eventos musicales en la CDMX y Chihuahua.


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Isabela Vela Cd. Juárez, Chih., 1984. Lic. en Psicología. Entrando en el mundo de las letras. Feminista. En constante deconstrucción. Ha tomado talleres varios de expresión corporal y danza contemporánea.


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Liliana Baquera Julimes, Chih., 1996. Cursa el 5to semestre de la Lic. en Ciencias de la Comunicación, UACH. Ha participado en talleres de periodismo y fotografía.


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ÍNDICE: Palabras del responsable del proyecto..

.3

Primera sección: Microficciones

5

Alonso Treviño Lazos que unen Las plumas Casa del Sol naciente Humano post-humano

9 10 11 12

Anel Uribe Del agua y la electricidad Una sirena y su peculiar petición Horror Aferrado a ti La modernidad ha llegado

16 17 18 19 20

Arturo Murga J

23

Aurora Mendoza Salamalekas

28

Eduardo Porras Un mini cuento de amor

31

Galia Mirscha Salir adelante

35


Héctor Vargas Carrera Anuncio clasificado

45

Isabela Vela Microcuento I Microcuento II Con la navajita de la muñeca Castillos

40 41 42 43

Roberto López Sonidos encriptados

47

Segunda sección: Narraciones

51

Alfonso Porras Bulos La casa

54 58

Anel Uribe Entonces ella sí sabía a dónde iba

83

Arturo Murga Ninfa

87

Cristina Garay Hada de alas rotas

93


Dolores Aguirre Dualidad Vivía con cadáveres Una estrella especial

101 107 110

Eihra Martínez Sofía Voladora En busca de un milagro

127 133

Héctor Vargas Carrera El tiempo en una botella

139

Galia Mirscha El idioma Threnek Sábana de gargantas Sin Luz no Oscuridad

145 150 153

Isabela Vela Guía para llorar sin acabar llena de caca 159 Tres grados 161 Un día de viento (era domingo) 163 Tengo mis dudas (pequeñas duditas) 164 Liliana Baquera Cuento I Cárcel de medio tiempo Fronteras Mi verdad

169 171 173 175

Sobre los autores

180


“QUIVIRENSES: 15 VISIONES DE LA CIENCIA FICCIÓN Y LA FANTASÍA CHIHUAHUENSE“ Antología del taller de creación literaria Ray Bradbury Se realizó en formato digital en octubre 8 de 2016, Chihuahua, México, utilizando tipografía URWBookman L 11 y 20, Bitstream Charter 11 y FreeSerif 9 y 11. Mesa de redacción: Jorge Guerrero de la Torre.


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