Antología del cuento extraño 2
Índice Índice............................................................................................................................................2 ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO............................................................................................2 II...............................................................................................................................................2 ADOLFO BIOY CASARES ...........................................................................................................5 EDGAR ALLAN POE .................................................................................................................30 ANÓNIMO ..............................................................................................................................44 STEPHEN VINCENT BENET ......................................................................................................47 BERNARDO KORDON .............................................................................................................60 D. H. LAWRENCE ....................................................................................................................69 JULIO GARMENDIA ................................................................................................................85 E. M. FORSTER .......................................................................................................................89 SU CHE .................................................................................................................................111 PÍO BAROJA .........................................................................................................................115 LAFCADIO HEARN ................................................................................................................120
ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO II
Selección, traducción y noticias biográficas por Rodolfo J. Walsh
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Antología del cuento extraño 2
EDICIAL
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ADOLFO BIOY CASARES LA TRAMA CELESTE
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ADOLFO Bioy CASARES nació en Buenos Aires en 1914. Es autor de cuentos y novelas de género fantástico donde la perfección del argumento se une a la sobriedad del estilo: La Invención de Morel (Premio Municipal de Literatura), El Perjurio de la Nieve, Plan de Evasión, La Trama Celeste, El Sueño de los Héroes.
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Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre, de Buenos Aires, los diarios apenas comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada, gente complicada y que una comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción del aeroplano utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (un aguamarina en cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a máquina -Las aventuras del capitán Morris- firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas:
LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la busca, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo: Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir; Ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd; Pero la tumba de Arturo es desconocida. También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados "pases", que se emplean para que aparezcan o desaparezcan los espíritus. Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no tendrá los agrados de la magia, tendrá los del método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural; menos aún, el repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo. Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su descendencia odiará a los turcos. "Una vez armenio, siempre armenio." Somos como una sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas habilidades, ciertas intrigas, ciertos
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desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada belleza de nuestras mujeres, nos unen. Soy, además, hombre soltero, y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina: una muchacha agradable, joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo, -tranquila- pero debo confesar que en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las funciones de secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las sintomatologías que yo apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es el desorden) y organizaba mi vasto archivo. Tenía otra diversión no menos inocente: ir conmigo al cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes. Se abrió la puerta; un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio. Mi secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible, una de esas grandes hojas en que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven militar se presentó sin vacilaciones - era el teniente Kramer - y después de mirar ostensiblemente a mi secretaria, preguntó con voz firme: -¿Hablo? Le dije que hablara. Continuó: -El capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar. Tal vez contaminado por la marcialidad de mi interlocutor, respondí: -A sus órdenes. -¿Cuándo irá? - preguntó Kramer. -Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar a estas horas... -Lo dejarán - declaró Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la venia. Se retiró en el acto. Miré a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me interpeló: -¿Sabes quién es la única persona que te interesa? Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina salió del cuarto, corriendo. Desde hacía un tiempo estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre de llamarme egoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente inscripta -en griego, en latín y en español- la sentencia Conócete a ti mismo (nunca sospeché hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex libris en miles de volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama de egoísmo. Yo era un metódico, y los hombres
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metódicos, los que sumidos en oscuras ocupaciones postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles, o egoístas. Atendí (confusamente) a dos clientes y me fui al Hospital Militar. Habían dado las seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de una solitaria espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza ocupada por Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de la cama de Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó. Con Morris nos conocemos de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido mucho a su padre. Era un viejo excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos azules, excesivamente duros y despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una incontenible manía de contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi vida) fue mi profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba las aventuras de los mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates con azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con un cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba cadáveres heterogéneos; el viejo Morris decía que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía los experimentos de Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala con resortes, que permitiría los más envejecedores viajes interplanetarios, y un motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por una mutua y consciente antipatía. Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran dicha, una floración de nostalgias y de cordialidades, repetimos un breve diálogo con fervientes alusiones a una amistad y a un pasado imaginarios, y en seguida no sabemos qué decirnos. El país de Gales, la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es tranquilamente argentino, e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros. Hasta en su apariencia es típicamente argentino (algunos lo han creído sudamericano) más bien chico, delgado, fino de huesos, de pelo negro -muy peinado, reluciente-, de mirada sagaz. Al verme pareció emocionado (yo nunca lo había visto emocionado; ni siquiera en la noche de la muerte de su padre). Me dijo con voz clara, como para que oyeran los que jugaban al dominó: -Dame esa mano. En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo. Esto me pareció un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó: -Tenemos que hablar de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de circunstancias así -miró con gravedad a los dos hombres- prefiero callar. Dentro de pocos días estaré en casa; entonces será un placer recibirte.
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Creí que la frase era una despedida. Morris agregó que "si no tenía apuro" me quedara un rato. No quiero olvidarme -continuó-. Gracias por los libros. Murmuré algo, confusamente. Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido errores; no el de mandar libros a Ireneo. Habló de accidentes de aviación; negó que hubiera lugares -El Palomar, en Buenos Aires; el Valle de los Reyes, en Egipto- que irradiaran corrientes capaces de provocarlos. En sus labios, "el Valle de los Reyes" me pareció increíble. Le pregunté cómo lo conocía. -Son las teorías del cura Moreau -repuso Morris-. Otros dicen que nos falta disciplina. Es contraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La aspiración del aviador criollo es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de las proezas de Mira, con el Golondrina, una lata de conservas atada con alumbres... Le pregunté por su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo quien habló en voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó. -No admitas inyecciones. Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma un Depuratum 6 y después un Árnica 10.000. Sos un caso típico de Árnica. No lo olvides: dosis infinitesimales. Me retiré con la impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres semanas. En casa hubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá descubra que mi sobrina estuvo más atenta que nunca, y menos cordial. Según nuestra costumbre, los dos viernes siguientes fuimos al cinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entré en su cuarto, no estaba. Había salido, ¡había olvidado que esa tardé iríamos al cinematógrafo! Después llegó un mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera a verlo cualquier tarde. Me recibió en el escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay naturalezas que tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los peores venenos inventados por la alopatía no las abruman. Al entrar en esa pieza, tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría que me sorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado y benigno, administrando con reposo los impedimenta del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca encontré los mismos libros; los mismos bustos de Lloyd George y de William Morris, que habían contemplado mi agradable y ociosa juventud, ahora me contemplaban; y en la pared colgaba el horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la muerte de Griffith ap Rhys, conocido como el fulgor y el poder y la dulzura de los varones del sur. Traté de llevarlo inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo tenía que agregar unos detalles a lo que me había expuesto en su carta.
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Yo no sabía qué responder; yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita decisión le pedí que si no le fatigaba me contara todo desde el principio. Entonces Ireneo Morris me relató su misteriosa historia. Hasta el 23 de junio pasado había sido probador de aeroplanos del ejército. Primero cumplió esas funciones en la fábrica militar de Córdoba; últimamente había conseguido que lo trasladaran a la base del Palomar. Me dio su palabra de que él, como probador, era una persona importante. Había hecho más vuelos de ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su resistencia era extraordinaria. Tanto había repetido esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente, llegó a ejecutar uno solo. Sacó del bolsillo una libreta y en una hoja en blanca trazó una serie de líneas en zigzag; escrupulosamente anotó números (distancias, alturas, graduación de ángulos); después arrancó la hoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle. Declaró que yo poseía "el esquema clásico de sus pruebas". Alrededor del 15 de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo Breguet -el 309- monoplaza de combate. Se trataba de un aparato construido según una patente francesa de hacía dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante secreto. Morris se fue a su casa, tomó una libreta de apuntes -"como lo había hecho hoy"- y dibujó el esquema -"el mismo que yo tenía en el bolsillo"-. Después se entretuvo en complicarlo; después -"en ese mismo escritorio donde nosotros departíamos amigablemente"- imaginó esos agregados, los grabó en la memoria. El 23 de junio, alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris, lluvioso. Cuando Morris llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar. Tuvo que esperar que lo sacaran. Caminó, para no enfermarse de frío; consiguió que se le empaparan los pies. Finalmente, apareció el Breguet. Era un monoplano de alas bajas, "nada del otro mundo, te aseguro". Lo inspeccionó someramente. Morris me miró a los ojos y en voz baja me comunicó: El asiento era estrecho, notablemente incómodo. Recordó que el indicador de combustible marcaba "lleno" y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo que saludó con la mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos metros y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su "nuevo esquema de prueba". Era el probador más resistente de la República. Pura resistencia física, me aseguró. Estaba dispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de pronto se le nubló la vista. Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidé el "compadrito" peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco después de emprender los ejercicios nuevos, sintió que la vista se le nublaba; se oyó decir "qué vergüenza, voy a perder el conocimiento"; embistió una vasta mole
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oscura (quizá una nube); tuvo una visión efímera y feliz, como la visión de un radiante paraíso... Apenas consiguió enderezar el aeroplano cuando estaba por tocar el campo de aterrizaje. Volvió en sí. Estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón; durante algunos segundos creyó que dormía la siesta, en el campo. Después supo que estaba herido; que estaba en el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó un rato en recordar el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa: no comprendía cómo había perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una sola vez... De esto hablaré más adelante. La persona que lo acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera. Dogmático
y
discriminativo,
habló
de
mujeres
en
general.
Fue
desagradable. Dijo que había un tipo de mujer, y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay en el centro de cada hombre; y agregó algo en el sentido de que era un infortunio encontrarla, porque el hombre siente lo decisiva que es para su destino y la trata con temor y con torpeza, preparándose un futuro de ansiedad y de monótona frustración. Afirmó que, para el hombre "como es debido", entre las demás mujeres no habrá diferencias notables, ni peligros. Le pregunté si la enfermera correspondía a su tipo. Me respondió que no, y aclaró: Es una mujer plácida y maternal, pero bastante linda. Continuó su relato. Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo una mesa y una silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó frente a la máquina, y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficial interrogó á Morris: -¿Su nombre? No le sorprendió esta pregunta. Pensó: "mero formulismo". Dijo su nombre, y tuvo el primer signo del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía. Todos los oficiales rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se enfureció. Otro de los oficiales dijo: Podía inventar algo menos increíble. - Ordenó al soldado de la máquina -: Escriba, no más. -¿Nacionalidad? -Argentino -afirmó sin vacilaciones. - ¿Pertenece al ejército? Tuvo una ironía: - Yo soy el del accidente, y ustedes parecen los golpeados. Se rieron un poco (entre ellos, como si Morris estuviera ausente). Continuó:
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-Pertenezco al ejército, con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla 121. -¿Con base en Montevideo? -preguntó sarcásticamente uno de los oficiales. -En Palomar -respondió Morris. Dio su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día siguiente, ésos y otros. Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o que simulaban dudar, quiso levantarse de la cama, pelearlos. La herida y la tierna presión de la enfermera, lo contuvieron. Los oficiales volvieron a la tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía un calor tremendo; le dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier cosa para que lo dejaran en paz. ¿Qué se proponían? ¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué simulaban que no era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la enfermera lo tomó de la mano y le dijo que no se defendía juiciosamente. Respondió que no tenía de qué defenderse. Pasó la noche despierto, entre accesos de cólera, momentos en que estaba decidido a encarar con tranquilidad la situación, y violentas reacciones en que se negaba a "entrar en ese juego absurdo". A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera por el modo con que la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola, "y no es fea, me entendés"; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó irritadamente qué le aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a declarar a alguna persona de responsabilidad. Cuando vinieron los oficiales dijo que era amigo del teniente Carme y del teniente Viera, del capitán Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro. A eso de las cinco apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de toda la vida. Morris dijo con vergüenza que "después de una conmoción, el hombre no es el mismo" y que al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos. Reconoció que se incorporó en la cama y abrió los brazos cuando lo vio entrar. Le gritó: -Vení, hermano. Kramer se detuvo y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó: -Teniente Kramer, ¿conoce usted al sujeto? La voz era insidiosa. Morris dice que esperó que el teniente Kramer, con una súbita exclamación cordial, revelara su actitud como parte de una broma-... Kramer contestó con demasiado calor, como si temiera no ser creído: - Nunca lo he visto. Mi palabra que nunca lo he visto. Le creyeron inmediatamente, y la tensión que durante unos segundos hubo entre ellos desapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de los oficiales, y la risa franca de Kramer, y la voz de un oficial que repetía: A mí no me sorprende, créame que no me sorprende. Tiene un descaro...
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Con Viera y con Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor violencia. Un libro -uno de los libros que yo le habría enviado- estaba debajo de las sábanas, al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste simuló que no se conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no creo íntegramente. Aclaro: no dudo de su coraje; sí de su velocidad epigramática. Los oficiales opinaron que no era indispensable llamar a Faverio, que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener una inspiración; pensó que si las amenazas convertían en traidores a los jóvenes, fracasarían ante el general Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido con él como un padre, o, más bien, como un rectísimo padrastro. Le contestaron secamente que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan ridículo en el ejército argentino, Morris no tenía miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido mejor. Afortunadamente, le interesaban las mujeres, "y usted sabe cómo les gusta agrandar los peligros y lo cavilosas que son". La otra vez la enfermera le había tomado la mano para convencerlo del peligro que lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos y le preguntó el significado del complot que había contra él. La enfermera repitió lo que había oído: su afirmación de que el 23 había probado el Breguet en El Palomar era falsa; en El Palomar nadie había probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de un tipo recientemente adoptado por el ejército argentino, pero su numeración no correspondía a la de ningún aeroplano del ejército argentino. "¿Me creen espía?", preguntó con incredulidad. Sintió que volvía a enfurecerse. Tímidamente, la enfermera respondió: "Creen que ha venido de algún país hermano". Morris le juró como argentino que era argentino, que no era espía; ella pareció emocionada y continuó en el mismo tono de voz: "El uniforme es igual al nuestro; pero han descubierto que las costuras son diferentes". Agregó: "Un detalle imperdonable", y Morris comprendió que ella tampoco le creía. Sintió que se ahogaba de rabia, y, para disimular, la besó en la boca y la abrazó. A los pocos días la enfermera le comunicó: "Se ha comprobado que diste un domicilio falso". Morris protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el ocupante de la casa era el señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del recuerdo, de la amnesia. Le pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna experiencia pasada; no pudo precisarla. La enfermera le aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos antagónicos: el de los que sostenían que era extranjero y el de los que sostenían que era argentino. Más claramente: unos querían desterrarlo; otros, fusilarlo. - Con tu insistencia de que sos argentino - dijo la mujer- ayudás a los que reclaman tu muerte.
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Morris le confesó que por primera vez había sentido en su patria "el desamparo que sienten los que visitan otros países". Pero seguía no temiendo nada. La mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera: "Aunque te parezca ridículo, me gustaba verla contenta". La mujer le pidió que "reconociera" que no era argentino. "Fue un golpe terrible, como si me dieran una ducha. Le prometí complacerla, sin ninguna intención de cumplir la promesa." Opuso dificultades: - Digo que soy de tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi declaración es falsa. - No importa - afirmó la enfermera -. Ningún país va a reconocer que manda espías. Pero con esa declaración y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen los partidarios del destierro, si no es demasiado tarde. Al otro día un oficial fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le dijo: - Es un asunto resuelto. Dentro de una semana firman la sentencia de muerte. Morris me explicó: - No me quedaba nada que perder... "Para ver lo que sucedía", le dijo al oficial: - Confieso que soy uruguayo. A la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una estratagema; que había temido que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo y llevaba instrucciones para sacarle la declaración. Morris comentó brevemente: - Si era otra mujer, la azoto. Su declaración no había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la enfermera, la única esperanza estaba en un señor que ella conocía y cuya identidad no podía revelar. Este señor quería verlo antes de interceder en su favor. -Me dijo francamente - aseguró Morris-: trató de evitar la entrevista. Temía que yo causara mala impresión. Pero el señor quería verme y era la última esperanza que nos quedaba. Me recomendó no ser intransigente. -El señor no vendrá al hospital - dijo la enfermera. - Entonces no hay nada que hacer -respondió Morris, con alivio. La enfermera siguió: -La primera noche que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás bien; irás solo. Se sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó. - Lo calcé en el dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la cabeza de un caballo en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el interior de la mano, y los centinelas me dejarían entrar y salir como si no me vieran.
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La enfermera le dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes de las tres y cuarto de la madrugada. La enfermera le escribió en un papelito la dirección del señor. -¿Tenés el papel? -le pregunté. -Sí, creo que sí -respondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó displicentemente. Era un papelito azul; la dirección -Márquez 6890- estaba escrita con letra femenina y firme (del Sacré Coeur, declaró Morris, con inesperada erudición). -¿Cómo se llama la enfermera? -inquirí por simple curiosidad. Morris pareció incómodo. Finalmente, dijo: -La llamaban Idibal. Ignoro si es nombre o apellido. Continuó su relato: Llegó la noche fijada pura la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A las doce y media resolvió salir. Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto. El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó contra una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después, siguiendo indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta de calle. Mostró el anillo y salió. Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de media hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F. C. O. y tomaron una calle arbolada, hacia el límite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron ante una iglesia que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas del barrio, blanca en la noche. Creyó que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia. -¿Debías esperar afuera o adentro? interrogué. El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia. Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces, en la que caían tres chorros de agua. Apareció "un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de Salvación", y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió a pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era admirable la curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó si tenía "el anillo del convivio". -¿El anillo del qué?... - preguntó Morris. Y continuó explicándome -: Imaginate ¿cómo se me iba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio Idibal? El hombre le miró curiosamente las manos, y le ordenó: -Muéstreme ese anillo.
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Morris tuvo un movimiento de repulsión; después mostró el anillo. El hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el relato con aquiescencia; Morris aclara: "Como una explicación más o menos hábil, pero falsa; seguro de que no pretendería engañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicación verdadera, mi confesión". Cuando se convenció de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la entrevista. Dijo que trataría de hacer algo por él. Al salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la entrada de un castillo o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un hueco, interminable en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos Aires sobrenatural y siniestro. Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la dirección de su casa: Bolívar 971. Se bajó en Independencia y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran todavía las dos de la mañana. Le quedaba tiempo. Quiso poner la llave en la cerradura; no pudo. Apretó él timbre. No le abrían; pasaron diez minutos. Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausencia -su desgracia- para dormir afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó pasos que parecían venir de muy lejos; después, una serie de golpes -uno seco, otro fugaz- rítmicos, crecientes. Apareció, enorme en la sombra, una figura humana. Morris se bajó el ala del sombrero y retrocedió hasta la parte menos iluminada del zaguán. Reconoció inmediatamente a ese hombre soñoliento y furioso y tuvo la impresión de ser él quien estaba soñando. Se dijo: Sí, el rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi. Ahora recordaba el nombre. Ahora, increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su padre la compró, hacía más de quince años. Grimaldi irrumpió: -¿Qué quiere? Morris recordó el astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las infructuosas indignaciones de su padre, que decía "lo voy a sacar con el carrito de la Municipalidad", y le mandaba regalos para que se fuera. -¿Está la señorita Carmen Soares? - preguntó Morris, "ganando tiempo". Grimaldi blasfemó, dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó alejarse los pasos alternados; después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó un tranvía; después se restableció el silencio. Morris pensó triunfalmente: "No me ha reconocido." En seguida sintió vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a puntapiés y sacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta: "Voy a levantar una denuncia en la seccional". Se preguntó qué significaba esa ofensiva múltiple y envolvente que sus compañeros habían lanzado contra él. Decidió consultarme.
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Si me encontraba en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un taxímetro, y ordenó al chauffeur que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo ignoraba. Morris le preguntó de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de todo: de la policía, que deja que nuestras casas se llenen de intrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país y nunca aprenden a manejar. El chauffeur le propuso que tomara otro taxímetro. Morris le ordenó que tomara Vélez Sársfield hasta cruzar las vías. Se
detuvieron
en
las
barreras;
interminables
trenes
grises
hacían
maniobras. Morris ordenó que rodeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y Luzuriaga. El chauffeur le dijo que le pagara; que no podía esperarlo; que no existía tal pasaje. No le contestó; caminó con seguridad por Luzuriaga hacia el sur. El chauffeur lo siguió con el automóvil, insultándolo estrepitosamente. Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chauffeur y él dormirían en la comisaría. -Además -le dije- descubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera y los que te ayudaron tal vez se verían en un compromiso. - Eso me tenía sin inquietud - respondió Morris, y continuó el relato: Caminó una cuadra y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chauffeur seguía protestando; la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió sobre sus pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el Parque Pereyra, la calle Rochdale. Tomó Rochdale; a mitad de cuadra, a la derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar lugar al pasaje Owen. Morris sintió como la antelación de un vértigo. Las casas no se interrumpieron; se encontró en Australia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas, el tanque de la International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba. Miró la hora; le quedaban apenas veinte minutos. Caminó rápidamente. Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un espeso fango resbaladizo, ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso volver al Parque Pereyra; no lo encontró. Temía que el chauffeur descubriera que se había perdido. Vio a un hombre; le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio. Morris siguió caminando, exasperado. Apareció otro hombre. Morris caminó hacia él; rápidamente, el chauffeur se bajó del automóvil y también corrió. Morris y el chauffeur le preguntaron a gritos si sabía dónde estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado, como si creyera que lo asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir algo más, pero Morris lo miró amenazadoramente. Eran las tres y cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chauffeur que lo llevara a Caseros y Entre Ríos.
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En el hospital había otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin atreverse a entrar. Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El centinela no lo detuvo. La enfermera apareció al final de la tarde siguiente. Le dijo: -La impresión que le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que aprobar tu disimulo: su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu falta de confianza en su persona, lo ofendió. Dudaba de que el señor se interesara verdaderamente en favor de Morris. La situación había empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero habían desaparecido, su vida estaba en inmediato peligro. Escribió una minuciosa relación de los hechos y me la envió. Después quiso justificarse: dijo que la preocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba a preocuparse. Idibal visitó de nuevo al señor; consiguió como un favor hacia ella -"no hacia el desagradable espía"- la promesa de que "las mejores influencias intervendrían activamente en el asunto". El plan era que obligaran a Morris a intentar una reproducción realista del hecho; vale decir: que le dieran un aeroplano y le permitieran reproducir la prueba que, según él, había cumplido el día del accidente. Las mejores influencias, prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos plazas. Esto significaba una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga de Morris al Uruguay. Morris dijo que él sabría disponer del acompañante. Las influencias insistieron que el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del accidente. Idibal, después de una semana en que lo abrumó con esperanzas y con ansiedades, llegó radiante y declaró que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había fijado para el viernes próximo (faltaban cinco días). Volaría solo. La mujer lo miró ansiosamente y le dijo: -Te espero en la Colonia. En cuanto "despegues", enfilás al Uruguay. ¿Lo prometés? Lo prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: "Me parecía que me llevaba de la mano al casamiento y eso me daba rabia". Ignoraba que se despedían. Como estaba restablecido, a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel. - Esos días fueron bravos - comentó -. Los pasé en una pieza de dos por dos, mateando y truqueando de lo lindo con los centinelas. - Si vos no jugáis al truco -le dije. Fue una brusca inspiración. Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no. -Bueno: poné cualquier juego de naipes - respondió sin inquietarse.
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Yo estaba asombrado. Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían hecho de Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local. Continuó: -Me creerás un infeliz, pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba tan loco que llegué a creer que la había olvidado... Lo interpreté: - ¿Tratabas de imaginar su cara y no podías? - ¿Cómo adivinaste? No aguardó mi contestación. Continuó el relato: Una mañana lluviosa lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo esperaba una solemne comitiva de militares y de funcionarios. "Parecía un duelo dijo Morris- un duelo o una ejecución." Dos o tres mecánicos abrieron el hangar y empujaron hacia afuera un Dewotine de caza, "un serio competidor del doblefaetón, creéme". Lo puso en marcha; vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al Uruguay era imposible. Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente, se dijo que tal vez fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la estratagema; salir a volar era inútil; tuvo ganas de llamar a esa gente y decirles: "Señores, esto se acabó". Por apatía, dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo esquema de prueba. Corrió unos quinientos metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte del ejercicio, pero al emprender las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado, a perder el conocimiento, a oírse una avergonzada queja por estar perdiendo el conocimiento. Sobre el campo de aterrizaje, logró enderezar el aeroplano. Cuando volvió en sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que estaba detenido, que estaba en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era una alucinación. Completé su pensamiento: -Una alucinación que tenías en el instante de despertar. Supo que la caída ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción de tiempo. Pasaron tres o cuatro días. Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo accidente lo avergonzaba; además, la mujer le reprocharía no haber planeado hasta el Uruguay. Reflexionó: "Cuando se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres días". Lo atendía una nueva enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano.
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Antología del cuento extraño 2
Idibal no volvía. Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. "Me creerás loco -me dijo-. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que sabía la historia de la otra enfermera y que por eso no quería verme." Le pidió a un practicante que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después (pero esa misma noche; a Morris le parecía increíble que una noche durara tanto) volvió; el jefe le había dicho que en el hospital no trabajaba ninguna persona de ese nombre. Morris le ordenó que averiguara cuándo había dejado el empleo. El practicante volvió a la madrugada y le dijo que el jefe de personal ya se había retirado. Soñaba con Idibal. De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla. Finalmente, no podía imaginarla, ni soñar con ella. Le dijeron que ninguna persona llamada Idibal "trabajaba ni había trabajado en el establecimiento". La nueva enfermera le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección al margen de los deportes y el turf le interesaba. "Me dio la loca y pedí los libros que me mandaste." Le respondieron que nadie le había mandado libros. (Estuve a punto de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había mandado nada.) Pensó que se había descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por eso Idibal no aparecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le dijeron que era tarde, que la intendenta se había retirado. Pasó una noche atroz y vastísima, pensando que nunca le traerían el anillo... -Pensando -agregué- que si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro de Idibal. -No pensé en eso -afirmó honestamente-. Pero pasé la noche como un desequilibrado. Al otro día me trajeron el anillo. -¿Lo tenés? -le pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo. -Sí -respondió-. En lugar seguro. Abrió un cajón lateral del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía una vívida transparencia; no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve en colores: un busto humano, femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se trataba de la efigie de alguna divinidad antigua. Mis nociones de joyería no son profundas; bastaron, sin embargo, para descubrir que ese anillo era una pieza de valor. Una mañana entraron en su cuarto unos oficiales con un soldado que traía una mesa. El soldado dejó la mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó sobre la mesa, acercó una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a escribir.
Un
oficial
dictó:
Nombre:
Ireneo
Morris;
nacionalidad:
regimiento: tercero; escuadrilla: ciento veintiuna; base: El Palomar.
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argentina;
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Le pareció natural que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran el nombre; esta era una segunda declaración; "sin embargo -me dijo-, se notaba algún progreso"; ahora aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su regimiento, a su escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron cuál fue su paradero desde el 23 de junio (fecha de la primera prueba); dónde había dejado el Breguet 304 ("El número no era 304 -aclaró Morris-. Era 309"; este error inútil lo asombró); de dónde sacó ese viejo Dewotine... Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la caída del 23 ocurrió en El Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellos mismos se lo habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no creerle. Pero ya no simulaban que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de haber estado en otro país desde el 23 de junio; lo acusaban -comprendió con renovado furor- de haber vendido a otro país un arma secreta. La indescifrable conjuración continuaba; pero los acusadores habían cambiado el plan de ataque. Gesticulante y cordial, apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló una gran sorpresa; finalmente, declaró que tendrían que batirse. -Pensé que la situación había mejorado -dijo-. Los traidores volvían a poner cara de amigos. Lo visitó el general Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no tuvo tiempo de reaccionar. Kramer le gritó: "No creo una palabra de las acusaciones, hermano". Se abrazaron, efusivos. Algún día -pensó Morris- aclararía el asunto. Le pidió a Kramer que me viera. Me atreví a preguntar: -Decime una cosa, Morris, ¿te acordás qué libros te mandé? -El título no lo recuerdo -sentenció gravemente. En tu nota está consignado. Yo no le había escrito ninguna nota. Lo ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja de papel de carta (de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó. La letra parecía una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de imprenta; éstas eran "inglesas". Leí: "Acuso recibo de su atenta del 16, que me ha llegado con algún atraso, debido, sin duda, a un sugerente error en la dirección. Yo no vivo en el Pasaje 'Owen', sino en la calle Miranda, en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación con mucho interés. Por ahora no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan solícitas manos femeninas y dentro de poco me repondré; entonces tendré el gusto de verlo.
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"Le envío, como símbolo de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo leer, en el tomo tercero, el poema que empieza en la página 281." Me despedí de Morris. Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me interesaba y me dejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no le había escrito esa carta; yo nunca le había mandado libros; yo no conocía las obras de Blanqui. Sobre "mi carta" debo hacer algunas observaciones: 1) Su autor no tutea a Morris; felizmente, Morris es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el "cambio" de tratamiento y no se ofendió conmigo; yo siempre lo he tuteado; 2) juro que soy inocente de la frase "Acuso recibo de su atenta"; 3) En cuanto a escribir Owen entre comillas, me asombra y lo propongo a la atención del lector. Mi ignorancia de las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde muy joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era imprescindible un plan de lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra por la literatura francesa, otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta y en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del padre de Morris). La medicina se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo nunca. Pocos días antes de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había concluido con las ciencias ocultas. Había fatigado las obras de Papus, de Richet, de Lomando, de Staanislas de Guaita, de Labougle, del obispo de la Rochela, de Lodge, de Ogden, de Alberto el Grande. Me interesaban especialmente los conjuros, las apariciones y las desapariciones; con relación a estas últimas recordaré siempre el caso de sir Daniel Sludge Home, quien, a instancias de la Soviet foro Psychical Research, de Londres, y ante una concurrencia compuesta exclusivamente de baronets, intentó unos pases que se emplean para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En cuanto a esos nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, me permito dudar. El "misterio" de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo ignoraba). Lo encontré en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre temas políticos. Esto me complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan la política y la sociología. Mi plan observa tales transiciones para evitar que el espíritu se adormezca en largas tendencias. Una madrugada, en la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos y filetes dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por quince pesos.
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En la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído íntegramente la obra, creo que el escrito aludido es L'Éternité par les Astres, un poema en prosa; en mi edición comienza en la página 307, del segundo tomo. En ese poema o ensayo encontré la explicación de la aventura de Morris. Fuí a Nazca; hablé con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan la calle Miranda no vive ninguna persona de mi nombre. Fuí a Márquez; no hay número 6890; no hay iglesias; había -esa tardeuna poética luz, con el pasto de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas y transparentes. Además la calle no está cerca de los talleres del F. C. O. Está cerca del puente de la Noria. Fuí a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y Gaona. Pregunté cómo salir del otro lado de los talleres. "Siga por Rivadavia -me dijeron- hasta Cuzco. Después cruce las vías." Como es previsible, allí no existe ninguna calle Márquez; la calle que Morris denomina Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni en el número 6890 -ni en el resto de la calle- hay iglesias. Muy cerca, por Cuzco, está San Cayetano; el hecho no tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia del relato. La inexistencia de iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de que esa calle es la mencionada por Morris... Pero esto se verá después. Hallé también las torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario: son el pórtico del Club Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y Barragán. No tuve que visitar especialmente el pasaje Owen: vivo en él. Cuando Morris se encontró perdido, sospecho que estaba frente a las casas, lúgubremente iguales del barrio obrero Monseñor Espinosa, con los pies enterrados en el barro blanco de la calle Perdriel. Volví a visitar a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle Hamílcar, o Haníbal, en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía calles de esos nombres. Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún símbolo junto a la cruz. Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio. Finalmente, me preguntó: -¿Cómo queréis que uno se fije en esas cosas? Le di la razón. -Sin embargo, sería importante... -insistí-. Tratá de hacer memoria. Tratá de recordar si junto a la cruz no había alguna figura. -Tal vez -murmuró-, tal vez un... -¿Un trapecio? -insinué. -Sí, un trapecio -dijo sin convicción. -¿Simple o cruzado por una línea? -Verdad -exclamó-. ¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio no me acordaba nada... De pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un trapecio cruzado por una línea con puntas dobladas.
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Hablaba animadamente. -¿Y te fijaste en alguna estatua de santos? - Viejo -exclamó con reprimida impaciencia-. No me habías pedido que levantara el inventario. Le dije que no se enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrara el anillo y que me repitiese el nombre de la enfermera. Volví a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría ordenando sus cosas. Procuré que no descubriera mi presencia; no quería que me interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle. Me senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo: "Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz." El 23 de junio Morris cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi igual a éste. El período confuso, que siguió al accidente le impidió notar las primeras diferencias; para notar las otras se hubieran requerido una perspicacia y una educación que Morris no poseía. Remontó vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón, en el hospital, sugiere el verano; el "calor tremendo" que lo abrumó durante los interrogatorios, lo confirma. Morris da en su relato algunas características distintas del mundo que visitó. Allí, por ejemplo, falta el país de Gales: las calles con nombre galés no existen en ese Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de la noche y de su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen... Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride, y Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el general Huet y el mismo Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente). El Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra "Owen", porque le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando Morris declaró su nombre. Porque no existieron allí los Morris, en Bolívar 971 sigue viviendo el inamovible Grimaldi. La relación de Morris revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció. Cuando comprendí esto, hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y Hamílcar.
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Alguien preguntará cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español. ¿Recordaré que entre la victoria y la aniquilación puede haber grados intermedios? El anillo es una doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris estuvo en otro mundo: ningún experto, de los muchos que he consultado, reconoció la piedra. Es una prueba de la existencia (en ese otro mundo) de Cartago: el caballo es un símbolo cartaginés. ¿Quién no ha visto anillos iguales en el museo de Lavigerie? Además -Idibal, o Iddibal- el nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente con peces rituales y el trapecio cruzado son cartagineses; por último -horresco referens- están los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta como el insaciable Moloch... En esos grupos cartagineses denuncio a los inicuos antepasados del sindicato, de la célula comunista y de las sociedades secretas que forman los individuos de algunas razas -por ejemplo, los judíos-para minar nuestra civilización. Pero volvamos a la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de Blanqui porque estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las historias de estos dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen, las leyendas celtas no ocuparon parte del plan de lecturas; el otro Carlos Alberto Servian pudo adelantarse; pudo llegar antes que yo a las obras políticas. Estoy orgulloso de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición de Morris; para que Morris también la comprendiera, le recomendó L'Éternité par les Astres. Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el bochornoso barrio Nazca y de ignorar el pasaje Owen. Morris fue a ese otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los demás vehículos que se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió sus viajes? Abrí el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: "Complicadas series de movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y desapariciones." Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los movimientos podrían hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones. Mi teoría es que el "nuevo esquema de prueba" coincide con algún pase (las dos veces que lo intenta, Morris se desmaya y cambia de mundo). Allí supusieron que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su ausencia, imputándole una fuga al extranjero, con propósitos de vender una arma secreta. Él no entiende nada y se cree víctima de un complot inicuo. Cuando volvía a casa encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me comunicaba que se había fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía esta crueldad: "Tengo el consuelo de saber que no sufrirás mucho,
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ya que nunca te interesaste en mí". Añadía luego este refinamiento de crueldad: "Kramer se interesa en mí; soy feliz". Tuve un gran abatimiento, no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí a la calle. Pensé con alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en su casa, pero atendido por "solícitas manos femeninas". Creo conocer su intimidad; creo conocer esas manos. Lo visité a Morris. Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar, incesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le dije que no. Le oí hablar de la enfermera. No es la posibilidad de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me incitaría a viajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según la imagen de mi ex libris, o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me ilusiona, tal vez, la idea de aprovechar una experiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha adquirido. Pero éstos son problemas personales. En cambio, la situación de Morris me preocupa. Aquí todos lo conocen y han querido ser considerados con él; pero como tiene un modo de negar verdaderamente monótono y su falta de confianza exaspera a los jefes, la degradación, si no la descarga del fusilamiento, es su porvenir. Si le hubiera pedido el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado. Refractario a las ideas generales, jamás hubiera entendido el derecho de la humanidad sobre ese testimonio de la existencia de otros mundos. Debo reconocer, además, que Morris tenía un insensato apego por ese anillo. Tal vez mi acción repugne a los sentimientos del gentleman (alias, infalible, del cambrioleur); la conciencia del humanista la aprueba. Finalmente, me es grato señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo, Morris está más dispuesto a escuchar mis planes de evasión. Nosotros, los armenios, estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo indestructible. Tengo buenas amistades en el ejército. Morris podrá intentar una reproducción de su accidente. Yo me atreveré a acompañarlo. C. A. S. El relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil. No ignoro la antigua leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y el carro lo lleva: pero es una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el capitán Ireneo Morris haya caído en otro mundo; que vuelva a caer en éste sería un exceso de casualidad. Desde el principio tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron. Un grupo de amigos proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera del Uruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos.
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El 3 de abril almorzábamos en un almacén en medio del campo; después visitaríamos una "fazenda" interesantísima. Seguido de una polvareda, llegó un interminable Packard; una especie de jockey bajó. Era el capitán Morris. Pagó el almuerzo de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era secretario, o sirviente, de un contrabandista. No acompañé a mis amigos a visitar la "fazenda". Morris me contó sus aventuras: tiroteos con la policía; estratagemas para tentar a la justicia y perder a los rivales; cruce de ríos prendido a la cola de los caballos; borracheras y mujeres... Sin duda exageró su astucia y su valor. No podré exagerar su monotonía. De pronto, como en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a investigar; investigué con Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue. Recogí pruebas de que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de que muchas veces fue visto en la región, entre principios de septiembre y fines de diciembre. El 8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en Yaguarão; después pasó varios días en cama, a consecuencia de una caída del caballo. Sin embargo, en esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y detenido en el Hospital Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares, compañeros de armas, sus amigos de infancia, el doctor Servian y el ahora capitán Kramer, el general Huet, viejo amigo de su casa, lo atestiguan. La explicación es evidente: En varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil. Otro, que salió de Buenos Aires, hizo unos "pases" con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires de otro mundo (donde no existía Gales y donde existía Cartago; donde espera Idibal). Ese Ireneo Morris subió después en el Dewotine, volvió a hacer los "pases", y cayó en este Buenos Aires. Como era idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo confundieron. Pero no era el mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó vuelo, el 23 de junio, con el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había probado el Breguet 309. Después, con el doctor Servian de acompañante, intenta los "pases" de nuevo, y desaparece. Quizá lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren a la sobrina de Servian y a la cartaginesa. Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue tal vez un mérito de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de un clásico; por ejemplo: "según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos son, no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales" (Cicerón: Primeras Académicas, II, XVII) ; o: "Henos aquí, en Bauli, cerca de Pozzuoli,
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¿piensas tú que ahora, en un número infinito de lugares exactamente iguales, habrá reuniones de personas con nuestros mismos nombres, revestidas de los mismos honores, que hayan pasado por las mismas circunstancias, y en ingenio, en edad, aspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este mismo tema?" (id., id., II, XL). Finalmente, para lectores acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios y esféricos, los viajes entre Buenos Aires de distintos mundos parecerán increíbles. Se preguntarán por qué los viajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras regiones, a los mares o a los desiertos. La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi incumbencia es que tal vez estos mundos sean como haces de espacios y de tiempos paralelos.
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EDGAR ALLAN POE EL POZO Y EL PÉNDULO
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Las innumerables ediciones y estudios críticos, las imitaciones y plagio, la fama y aun la popularidad, no han bastado para anular el hecho de que EDGAR ALLAN POE (1809-1849) fue uno de los más grandes creadores americanos. La poesía le debe una renovación parcial de sus métodos y algunas líneas que han de perdurar; la novela policial, su origen mismo; el cuento, una clara delimitación de sus fines y algunos inolvidables momentos de terror y asombro. Su vida estuvo signada por la pobreza, el infortunio, el alcohol. Su muerte solitaria en Baltimore agregó al misterio de su vida.
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Impia tortortum longas hic turbas furores Sanguinis innocui, non satiata, aluit. Sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro, Mors ubi dira fuit vita salusque patent. (Cuarteto
compuesto para las puertas de un mercado que debía levantarse sobre el terreno
del club de los Jacobinos, en París.)
Me sentía enfermo, enfermo de muerte tras aquella larga agonía, y cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme, creí perder el sentido. La sentencia - la temida sentencia de muerte- fue la última frase que llegó claramente a mis oídos. Después, el sonido de las voces inquisitoriales pareció fundirse en un borroso, indefinido murmullo que suscitó en mi espíritu la idea de revolución, quizá porque la asocié, en mi fantasía, con el ruido sordo de una rueda de molino. Esto duró apenas un instante; luego no oí más nada. Durante un rato, sin embargo, seguí viendo, pero, ¡con qué terrible exageración! Vi los labios de los jueces togados de negro. Me parecieron blancos - más blancos que la hoja en que trazo estas palabras- y delgados hasta lo grotesco; delgados en la intensidad de su expresión de firmeza, de inconmovible resolución, de severo desdén del dolor humano. Vi que aún fluían de esos labios los decretos de aquello que para mí era el destino. Los vi contorcerse en la modulación de palabras de muerte. Los vi formar las sílabas de mi nombre; y me estremecí, porqué ningún sonido sucedía a esos gestos. Vi también, por escasos momentos de delirante horror, la suave y casi imperceptible ondulación de los tapices negros que cubrían las paredes del recinto. Y después mi mirada cayó en los siete altos cirios puestos sobre la mesa. Al principio me mostraron el semblante de la caridad, me parecieron esbeltos ángeles blancos dispuestos a salvarme; pero de pronto una náusea atroz invadió mi espíritu, y sentí que cada fibra de mi cuerpo se estremecía, como si hubiera tocado el cable de una batería galvánica, mientras las figuras angélicas se convertían en espectros sin sentido con cabezas de fuego, y comprendí que de ellos no me vendría ninguna ayuda. Y después se deslizó en mi fantasía, como una melodiosa nota musical, la idea de lo dulce que debía ser el reposo de la tumba. Esta idea vino pausada y furtiva, y me pareció que pasaba mucho tiempo antes que yo la captara totalmente; mas en el preciso instante en que mi espíritu, por fin, empezaba a experimentarla y considerarla, las figuras de los jueces se desvanecieron, como por magia; los altos cirios se disolvieron en la nada; sus llamas se extinguieron por completo; prevaleció la oscuridad; todas las sensaciones parecieron engolfarse en un tumultuoso descenso de locura, como si el alma bajara al Hades. Después el silencio, la quietud, la noche, fueron el universo.
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Me había desmayado; sin embargo, no creo haber perdido del todo la conciencia. No intentaré definir, ni aun describir, lo que de ella me restaba; pero no todo estaba perdido. En el más profundo sueño, ¡no! En el delirio, ¡no! En un desvanecimiento, ¡no! En la muerte, ¡no! Aun en la tumba, no todo está perdido. De lo contrario, no existiría la inmortalidad del hombre. Al despertar del más profundo reposo, desgarramos la telaraña de algún sueño. Sin embargo, un segundo más tarde (tan frágil puede haber sido esa red), ya no recordamos lo soñado. En el retorno a la vida, después de perder el sentido hay dos etapas: primera, la sensación de existencia mental o espiritual; segunda, la sensación de existencia física. Es probable que si al llegar a la segunda etapa pudiéramos recordar
las
impresiones
de
la
primera,
las
halláramos
elocuentes
en
remembranzas del abismo situado más allá. Y ese abismo es... ¿qué? ¿Cómo, por lo menos, distinguir sus sombras de las del sepulcro? Pero si bien las impresiones de lo que he llamado la primera etapa no pueden ser recordadas a voluntad, ¿no vuelven acaso más tarde, después de largo intervalo, sin ser llamadas, y no nos preguntamos maravillados de dónde vienen? El que nunca se ha desmayado no descubre extraños palacios y rostros absurdamente familiares en el resplandor de las brasas; no ve flotando en el espacio las tristes visiones que no son dadas a los muchos; no medita en el perfume de una nueva flor; su cerebro no se siente turbado por el sentido de una melodía antes no escuchada. Entre frecuentes y reflexivos esfuerzos por recordar, entre desesperadas tentativas de recoger algún testimonio de aquel estado de aparente aniquilación en que se había sumido mi alma, hubo momentos en que he creído estar a punto de lograrlo; breves, brevísimos instantes en que he conjurado recuerdos que, según lo asegura posteriormente mi razón lúcida, sólo podían referirse a aquel estado de aparente inconsciencia. Estas sombras de recuerdo hablan, indistintamente, de altas figuras que me levantaban y en silencio me llevaban abajo, abajo, más abajo, hasta que a la sola idea de lo interminable del descenso me oprimía un vértigo atroz. Hablan también de un incierto horror en el fondo de mi corazón, producido por su extraña inmovilidad. Después sobreviene una sensación de repentina quietud en todas las cosas; como si aquellos que en siniestro cortejo me llevaban hubieran sobrepasado en su descenso los límites de lo ilimitado, y descansaran de la fatiga de su tarea. Después recuerdo cierta chatura, cierta humedad, y luego todo es locura... la locura de una memoria que se afana entre cosas prohibidas. De pronto volvieron a mi alma el movimiento y el sonido: el tumultuoso movimiento de mi corazón, y, en mis oídos, el eco de su latir. Después una pausa en que todo queda en blanco. Y otra vez el sonido, el movimiento y el tacto: un hormigueo que me recorre todo el cuerpo. Luego la simple conciencia de existir, sin pensamiento; ese estado duró mucho. Más tarde, muy de súbito, el pensamiento, y
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con él un terror palpitante y ansiosos esfuerzos por comprender mi verdadera situación. Después, un vivo deseo de recaer en la insensibilidad. Luego una brusca resurrección del alma y un esfuerzo, exitoso, por moverme. Y en seguida un recuerdo total del proceso, de los jueces, de los tapices negros, de la sentencia, de mi debilidad y mi desmayo. A continuación, un olvido completo de todo lo que siguió; de todo lo que tras penosos esfuerzos he conseguido recordar vagamente un día más tarde. Hasta entonces no había abierto los ojos. Tenía la sensación de estar tendido de espaldas, sin ataduras. Extendí la mano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé así varios minutos, mientras me esforzaba por imaginar dónde estaba y qué cosa era yo. Anhelaba ver, pero no me atrevía. Temía la primera percepción de los objetos que me rodeaban, no porque imaginase ver cosas horribles, sino porque me aterraba la idea de que no hubiese nada que ver. Por fin, con salvaje desesperación, abrí los ojos. Mis peores presentimientos se confirmaron. La negrura de la noche eterna me rodeaba. Luché por respirar. La intensidad de las tinieblas parecía oprimirme, sofocarme. La atmósfera era intolerablemente pesada. Permanecí inmóvil, y me esforcé por ejercitar mi razón. Recordé el proceso inquisitorial, y a partir de ese punto intenté deducir mi verdadero estado. La sentencia había sido pronunciada; y me parecía que desde entonces hubiese trascurrido un tiempo larguísimo. Sin embargo, en ningún momento me creí verdaderamente muerto. Semejante hipótesis, a pesar de cuanto se lee en las obras de ficción, es totalmente inconciliable con la existencia real; pero, ¿dónde y en qué estado me hallaba? Los condenados a muerte, yo no lo ignoraba, perecían por lo general en los autos de fe, y uno de ellos se había llevado a cabo la noche misma del día en que me procesaron. ¿Acaso me habían encerrado nuevamente en mi calabozo, en espera del próximo sacrificio, que sólo se realizaría muchos meses más tarde? En seguida comprendí que no podía ser. Había una inmediata demanda de víctimas. Por otra parte, mi calabozo, así como todas las celdas de los condenados en Toledo, tenía piso de piedra, y en él no faltaba por completo la luz. Una idea temible me lanzó de pronto la sangre en torrentes contra el corazón, y durante un breve período recaí en la insensibilidad. Al volver en mí, me incorporé de un salto, temblando convulsivamente hasta la última fibra de mi cuerpo. Extendí desesperado los brazos hacia arriba y a los costados, en todas direcciones. No toqué nada, pero temía avanzar un paso, temía encontrarme con las
paredes
de
una
tumba.
De
todos
mis
poros
brotó
la
transpiración,
concentrándose sobre mi frente en grandes gotas heladas. Aquella agonía de suspenso se volvió al fin intolerable; avancé cautelosamente, con los brazos extendidos y los ojos desorbitados por el afán de percibir algún débil rayo de luz.
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Así anduve varios pasos, sin hallar otra cosa que tinieblas y vacío. Respiré con más libertad. Parecía evidente, por lo menos, que no me había tocado la más atroz de las muertes. Mientras seguía avanzando sigilosamente, se apiñaron en mi memoria multitud de vagos rumores que había oído sobre los horrores de Toledo. Extrañas historias se contaban de los calabozos; siempre me habían parecido fábulas, pero de todas maneras eran extrañas, y demasiado atroces para repetirlas, salvo en un murmullo. ¿Me dejarían morir de hambre en aquel subterráneo mundo de tinieblas? ¿Me aguardaba acaso un destino aun más terrible? Yo conocía demasiado bien la índole de mis jueces para dudar de que el resultado final fuese otro que la muerte, y una muerte más cruel de lo habitual. Lo que más me preocupaba y me inquietaba era el procedimiento y la hora. Mis manos extendidas encontraron por fin un obstáculo sólido. Era una pared, al parecer de piedra, muy lisa, pegajosa y fría. La seguí, pisando con esa minuciosa desconfianza que he aprendido de ciertos relatos antiguos. Este procedimiento, sin embargo, no me permitía calcular las dimensiones de mi encierro, pues la pared parecía tan perfectamente uniforme que acaso sin advertirlo yo caminaría en círculos, volviendo al punto de partida. Busqué, pues, el puñal que llevaba en el bolsillo cuando fui conducido a la cámara inquisitorial, pero ya no lo tenía; habían cambiado mi ropa por un sayo de burda estameña. Yo pensaba introducir la hoja del puñal en algún pequeño resquicio de la pared, para identificar mi punto de partida. Esta dificultad, sin embargo, era trivial, aunque en el primer momento la creyera insuperable mi desordenada fantasía. Luego arranqué un jirón del ruedo de mi sayo y lo coloqué, bien extendido, formando ángulo recto con la pared. Recorriendo a tientas los límites de mi encierro, tendría que encontrar por fuerza el trozo de género al completar el circuito. Esto, por lo menos, fue lo que pensé; pero no había contado con la extensión del calabozo ni con mi propia debilidad. El terreno era húmedo y resbaloso. Avancé un trecho tambaleándome, hasta que tropecé y caí. Mi excesiva fatiga me indujo a permanecer postrado; y bien pronto me sorprendió el sueño en el sitio donde había caído. Al despertar, estiré el brazo y hallé a mi lado un pan y un jarro con agua. Estaba demasiado extenuado para reflexionar sobre esto, bebí y comí ávidamente. Poco más tarde recomencé mi viaje en torno a la prisión y tras penosos esfuerzos llegué por fin al trozo de tela. Hasta el momento de mi caída, había contado cincuenta y dos pasos; ahora, cuarenta y ocho más. Cien en total. Calculando a razón de dos pasos por yarda, supuse que el calabozo tenía cincuenta yardas de perímetro. Sin embargo, había encontrado muchas salientes en la pared, y por lo tanto no podía adivinar la forma del subterráneo; de que era un subterráneo, estaba seguro.
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Estas búsquedas carecían casi de finalidad y, por cierto, de esperanza; pero una vaga curiosidad me inducía a proseguirlas. Apartándome de la pared, decidí cruzar el área de mi confinamiento. Al principio lo hice con suma cautela; pues el piso, aunque en apariencia sólido, era resbaladizo y traicionero. Más tarde, sin embargo, me armé de valor y no vacilé en pisar con firmeza, tratando, en lo posible, de caminar en línea recta. Había avanzado de este modo unos diez o doce pasos, cuando lo que quedaba del desgarrado ruedo de mi sayo se me enredó en las piernas. Lo pisé, y caí violentamente de bruces. En la confusión que siguió a mi caída, no advertí al momento una circunstancia más bien alarmante, que unos segundos más tarde, y mientras aún yacía postrado, atrajo mi atención. Consistía en lo siguiente; mi barbilla descansaba sobre el piso de la prisión, pero mis labios y la parte superior de mi cabeza, aunque aparentemente a menor nivel que la mandíbula, no tocaban nada. Al mismo tiempo, mi frente parecía bañada en un vapor pegajoso, y un peculiar olor a hongos descompuestos llegaba a mis fosas nasales. Extendí el brazo, y me estremecí al descubrir que había caído al borde mismo de un foso circular, cuya profundidad, desde luego, no podía calcular en ese momento. Tanteando los ladrillos, un poco por debajo del borde, logré arrancar un cascote y lo dejé caer al abismo. Durante muchos segundos lo oí rebotar en su descenso contra las paredes del pozo; por fin hubo una brusca zambullida en el agua, seguida de ruidosos ecos. En el mismo instante percibí un ruido semejante al de una puerta que se abriera y cerrara rápidamente sobre mi cabeza, mientras un débil rayo de luz atravesaba de súbito la oscuridad, para desvanecerse con igual rapidez. Vi claramente la muerte que se me había destinado, y me felicité del oportuno accidente que me permitió salvarme. Un paso más que hubiera dado antes de mi caída, habría dejado de existir para el mundo. Y la muerte que acababa de eludir tenía ese mismo carácter que yo había considerado fabuloso y antojadizo en las leyendas referentes a la Inquisición. Para las víctimas de su despotismo, elegía la muerte con sus más atroces torturas físicas, o la muerte con sus más espantosas agonías morales. A mí se me reservaban estas últimas. El largo sufrimiento había destrozado mis nervios a tal punto que temblaba al oír mi propia voz; de ese modo me había convertido en un sujeto muy apropiado para la clase de tortura que me aguardaba. Temblando de pies a cabeza, retrocedí a tientas hasta la pared, resuelto a perecer allí antes que afrontar los terrores de los pozos, que mi imaginación se representaba ahora múltiples y distribuidos en diversos lugares de la mazmorra. En otro estado de ánimo, quizá abría tenido valor para acabar en seguida mi infortunio, lanzándome a uno de esos abismos; pero ahora estaba convertido en el último de los cobardes. Por otra parte, no podía olvidar lo que había leído acerca de
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esos pozos: la extinción instantánea de la vida no formaba parte de su horrible designio. La agitación de mi espíritu me tuvo despierto muchas horas; mas al fin volví a quedarme dormido. Al despertar, descubrí a mi lado, como antes, un pan y un jarro de agua. Una sed ardiente me consumía; vacié el jarro de un trago. El agua debía estar narcotizada, porque apenas la bebí me asaltó un sopor irresistible. Un sueño profundo se apoderó de mí, un sueño semejante al de la muerte. Cuánto duró, no sé; pero cuando abrí nuevamente los ojos, los objetos que me rodeaban eran visibles. A la luz de un espectral resplandor sulfuroso, cuyo origen no pude en un primer momento determinar, logré ver el tamaño y el aspecto de la prisión. Había errado grandemente en el cálculo de su extensión. El perímetro total de sus paredes no excedía las veinticinco yardas. Durante algunos minutos esa circunstancia me deparó un mundo de vanas pre-ocupaciones; vanas, digo, porque en la terrible situación en que me hallaba, ¿qué podía ser menos importante que las simples dimensiones de la mazmorra? Pero mi espíritu se tomaba un absurdo interés por cosas insignificantes, y así realicé laboriosos esfuerzos por explicar el error cometido en mi medición. La verdad se me apareció, por fin, en un relámpago. En mi primera tentativa de exploración, había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí; en aquel momento debía hallarme a uno o dos pasos del trozo de tela; a decir verdad, casi había completado el recorrido en torno a mi encierro. Después dormí, y al despertar debí volver sobre mis pasos. De ese modo atribuí al perímetro una longitud doble de la que realmente tenía. Mi confusión de ánimo me impidió observar que al iniciar el circuito la pared estaba a mi izquierda, mientras que al finalizarlo estaba a mi derecha. Me había engañado también con respecto a la forma del recinto. Al avanzar a tientas, había encontrado muchos ángulos, y por eso lo imaginé sumamente irregular; a tal extremo es poderoso el efecto de una total oscuridad sobre alguien que despierta de un letargo o del sueño. Aquellos ángulos pertenecían simplemente a algunas leves depresiones, o nichos, situados a intervalos regulares. La forma general de la prisión era cuadrada. Lo que yo había tomado por obra de albañilería parecíame ahora hierro, o algún otro metal, en grandes planchas, cuyas suturas o uniones formaban las depresiones. Toda la superficie de este recinto metálico estaba crudamente pintarrajeada con las horrendas y repulsivas invenciones a que ha dado origen la macabra superstición de los monjes. Figuras de monstruos de amenazante aspecto, formas de esqueletos y otras imágenes aun más temibles cubrían y desfiguraban las paredes. Observé que los contornos de esos engendros eran bastante nítidos, pero los colores parecían borrosos y desvaídos por efectos de la humedad. Ahora vi también el piso, que era de piedra. En el centro bostezaba el foso circular a cuyas fauces había escapado; era el único del calabozo. Vi todo esto
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borrosamente y tras muchos esfuerzos, pues mi situación había cambiado mucho durante el sueño. Ahora yacía de espaldas, extendido, sobre una baja plataforma de madera, a la que estaba amarrado por una larga correa semejante a una cincha. Ésta daba muchas vueltas en torno a mi cuerpo y mis extremidades, sin dejarme en libertad otra cosa que la cabeza y el brazo izquierdo en la medida necesaria para que, con mucho trabajo, pudiese tomar el alimento de un plato de barro, puesto a mi lado sobre el piso. Vi con horror que el jarro había sido retirado. Con horror, digo, porque me consumía una sed intolerable. Al parecer, mis perseguidores se proponían estimular esa sed: el alimento del plato era carne fuertemente sazonada. Alzando la mirada, examiné el techo de mi prisión. Estaba a unos treinta o cuarenta pies de altura, y en su construcción no se diferenciaba mucho de las paredes. En uno de sus paneles, sin embargo, una singularísima figura acaparó mi interés. Era la pintada figura del Tiempo, tal como es comúnmente representado, pero en lugar de una hoz empuñaba lo que a primera vista me pareció imagen de un péndulo enorme como los que suelen verse en los relojes antiguos. Había algo, sin embargo, en el aspecto de esa máquina, que me incitó a observarla con más atención. Y al alzar los ojos para mirarla con fijeza (pues estaba justamente sobre mí), me pareció que se movía. Un instante después esa fantasía se confirmó. Su balanceo era breve y, desde luego, lento. Estuve contemplándola unos minutos, con cierto temor, pero más bien con asombro. Cansado al fin de su monótono movimiento, volví los ojos a los demás objetos de mi prisión. Un leve ruido atrajo mi atención, y al mirar hacia el piso vi varias ratas enormes que lo cruzaban. Habían salido del pozo, que estaba a mi derecha, en el límite de mi campo visual. Acudían en tropel, apresuradamente, con ojos voraces, atraídas por el olor de la carne. Me costó mucho trabajo ahuyentarlas: Debió transcurrir media hora, acaso una -yo llevaba una cuenta muy imperfecta del tiempo- antes de que alzara nuevamente la vista. Lo que vi entonces me dejó perplejo. El balanceo del péndulo había aumentado casi en una yarda. Como consecuencia natural, su velocidad era mucho más grande. Pero lo que fundamentalmente me inquietaba era la idea de que había descendido en forma perceptible. Y ahora observé, con espanto que no necesito describir, que su extremo inferior estaba formado por una media luna de reluciente acero, de un pie de largo; las puntas estaban hacia arriba, y el borde inferior era evidentemente tan afilado como una navaja. También a semejanza de una navaja, parecía maciza y pesada, ensanchándose a partir del filo hasta convertirse en una estructura sólida y gruesa en su parte superior. Estaba suspendida de una fuerte vara de bronce, y el todo silbaba al hendir el aire. Ya no podía dudar del género de muerte que me había preparado el ingenio torturador de los monjes. Los agentes inquisitoriales me
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sabían enterado de la existencia del pozo -el pozo, cuyos horrores habían destinado a un hereje tan empedernido como yo-; el pozo, símbolo del infierno, que era, según los rumores, la Ultima Tule de todos los castigos: El más fortuito de los accidentes me había salvado de caer, y yo sabía que la sorpresa, la acechanza, formaban parte importante del aparato grotesco de esas muertes en las mazmorras. Yo no había caído. Lanzarme al abismo, no entraba en sus planes demoníacos. Por lo tanto, no habiendo otra alternativa, me aguardaba una muerte diferente y más suave. ¡Más suave! Casi sonreí, en mi agonía, al pensar en las circunstancias a las que aplicaba ese calificativo. ¿A qué relatar las largas, interminables horas de horror sobrehumano en cuyo transcurso conté las oscilaciones de la cuchilla? Bajaba cada vez más, pulgada a pulgada, línea a línea, en un descenso sólo apreciable a intervalos que parecían siglos. Pasaron días -acaso muchos días- antes de que se balanceara lo bastante cerca de mí como para abanicarme con su aliento acre. El olor del afilado acero penetraba en mi nariz. Oré, fatigué al cielo con mis plegarias, suplicando que bajara más rápido. Me volví loco, frenético, y forcejeé tratando de levantarme, de ir al encuentro de la temible cimitarra. Luego me quedé bruscamente tranquilo, sonriendo a esa muerte centelleante, como un niño ante un juguete raro. Hubo otro intervalo de total insensibilidad. Debió ser breve, porque cuando recobré el sentido no advertí un descenso perceptible en el péndulo. Pero quizá haya sido largo, pues había demonios que observaban mis desvanecimientos y que podían detener a voluntad la vibración del péndulo. Además, al volver en mí, me sentía indeciblemente enfermo y débil, como después de un largo período de inanición. Aun entre esas agonías, la naturaleza humana ansía un poco de alimento. Con un doloroso esfuerzo estiré el brazo izquierdo, cuanto lo permitían mis ligaduras, y me apoderé de los restos que me habían dejado las ratas. Al llevármelos a la boca, irrumpió en mi cerebro, formada a medias, una idea en que se aunaban la alegría y la esperanza. Pero en seguida comprendí que había muerto antes de formularla. En vano me esforcé por completarla... por recobrarla. El prolongado sufrimiento había aniquilado casi todas las potencias de mi alma. Era un imbécil, un idiota. El péndulo oscilaba en ángulo recto con el eje longitudinal de mi cuerpo. Advertí que se había colocado la cuchilla de manera que atravesara la zona del corazón. Primero rozaría la tela de mi túnica; después volvería para recomenzar el proceso, una y otra vez. A pesar de la tremenda amplitud de su oscilación (treinta pies o más) y de la sibilante potencia de su movimiento, capaz de desgarrar aquellas paredes de hierro, durante varios minutos se limitaría a rozar mi túnica. En esa idea me detuve. No me atreví a proseguir mis reflexiones. Me demoré en ella
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con obstinación, como si al hacerlo pudiese detener allí el descenso del acero. Me obligué a reflexionar en el sonido de la media luna al atravesar la tela, en esa extraña sensación de temblor que produce en los nervios la fricción de la tela. Pensé en todas estas frivolidades hasta que me castañetearon los dientes. Bajaba, incesantemente bajaba. Con frenético placer comparé su velocidad vertical con su desplazamiento horizontal. A derecha - a izquierda - a un lado - a otro - con el aullido de un espíritu maldito; hacia mi corazón, con el paso sigiloso del tigre. Yo reía o aullaba, según predominara una de esas ideas o la otra. Abajo, segura, inexorablemente ¡abajo! Ya oscilaba a tres pulgadas de mi pecho. Luché violentamente, furiosamente, por liberar el brazo izquierdo, que sólo podía mover desde el codo hasta la mano Con grandes esfuerzos podía llevar ésta desde el plato puesto junto a mí hasta la boca, pero no más lejos. Si lograba romper las ligaduras que me sujetaban por encima del codo, trataría de sujetar el péndulo y detenerlo. Tanto habría valido querer sujetar un alud. Abajo -más abajo aún-, incesante, inevitable. A cada oscilación, contenía el aliento y forcejeaba. Cada vez que pasaba sobre mí, me encogía convulsivamente. Mis ojos seguían su ascenso con las ansias de una inútil desesperación; se cerraban espasmódicamente antes del descenso, aunque la muerte habría sido un indecible alivio. Pero aun se estremecían mis nervios al pensar cuán leve era el descenso del mecanismo que bastaría para lanzar sobre mi pecho esa hoja filosa y reluciente. Era la esperanza lo que hacía temblar mis nervios, encoger mi cuerpo. Era la esperanza -la esperanza que triunfa en el potro del tormento-, que aún en los calabozos de la Inquisición habla al oído de los condenados a muerte. Advertí que en diez o doce oscilaciones más la cuchilla rozaría mi ropa, y con esta seguridad entró súbitamente en mi espíritu la vigilante y aplomada calma de la desesperación. Por primera vez en muchas horas -acaso días- medité. Recordé que el vendaje o ligadura que me envolvía era de una sola pieza, formado por una sola cuerda. El primer golpe de la afilada cuchilla a través de cualquier parte de la correa la desgarraría de modo que acaso podría desahogarme de ella por medio de la mano izquierda. Pero, cuán terrible, en ese caso, la proximidad del acero. ¡Cuán mortífero el resultado de la más leve sacudida! ¿Era posible, además, que los ayudantes del verdugo no hubieran previsto y anulado esa posibilidad? ¿Era posible que la ligadura me atravesara el pecho en la trayectoria del péndulo? Temiendo ver fracasada mi última y remota esperanza, alcé la cabeza lo suficiente como para verme el pecho. Las ataduras me circundaban el cuerpo y las piernas en todas direcciones, salvo por donde debía pasar la fatal cuchilla. Apenas había dejado caer la cabeza a su posición primera, cuando centelleó en mi espíritu algo que sólo puedo describir adecuadamente como la no formulada mitad de aquella idea de liberación a que antes aludí, que flotaba
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mutilada e indecisa en mi cerebro cuando me llevé el alimento a los labios abrasados. Ahora la idea se presentaba íntegra -débil, apenas cuerda, apenas definida-, pero íntegra. Con la nerviosa energía de la desesperación, intenté inmediatamente ponerla en práctica. Desde hacía muchas horas, en la vecindad inmediata de la baja plataforma donde yo estaba tendido, pululaban las ratas. Eran feroces, osadas, voraces; sus pupilas rojas me miraban centelleando. Parecían dispuestas a convertirme en su presa apenas me quedara inmóvil. ¿A qué alimento están habituadas en el pozo?, me pregunté. A pesar de mis esfuerzos por impedirlo, habían devorado todo el contenido del plato, salvo un pequeño residuo. Yo me había habituado a girar la mano sobre el plato en un movimiento de vaivén; mas al fin, la inconsciente uniformidad de ese ademán anuló sus efectos. En su glotonería, llegaban las ratas a clavarme sus agudos colmillos en los dedos. Con los restos que quedaban de la carne aceitosa y condimentada, froté minuciosamente mis ligaduras, hasta donde pude alcanzarlas; después, levantando la mano del piso, me quedé inmóvil y sin respirar. Al principio, el cambio, la interrupción del movimiento, sorprendió y aterró a las hambrientas alimañas. Retrocedieron alarmadas; muchas buscaron el pozo. Pero esto duró sólo un momento. No en vano había contado con su voracidad. Al observar mi inmovilidad, una o dos de las más audaces saltaron a la plataforma y husmearon mis ataduras. Como si ésta fuese la señal para un ataque en masa, las demás se precipitaron desde el pozo en renovado tropel. Se encaramaron a las tablas, desbordaron la plataforma, saltaron en centenares sobre mi cuerpo. El mesurado movimiento del péndulo no las perturbaba. Eludiendo sus golpes, empezaron a atacar el untado correaje. Se apretujaban, pululaban sobre mí en montones crecientes. Se retorcían sobre mi garganta; sus labios fríos buscaban mis labios. Yo me sentía casi asfixiado por su peso multitudinario; un asco indecible me dilataba el pecho, helando, pesado y viscoso, mi corazón. Sin embargo, estaba seguro de que en un minuto más cesaría la lucha. Percibía claramente cómo se aflojaban las ataduras. Sabía que ya estaban cortadas en más de un lugar. Con resolución sobrehumana me quedé quieto. No había errado en mis cálculos. No había esperado en vano. Por fin me sentí libre. La correa colgaba en tiras de mi cuerpo. Pero el golpe del péndulo me pesaba ya sobre el pecho. Había rasgado la tela del sayo y el lino de la camisa. Osciló dos veces más y una aguda sensación de dolor recorrió todos mis nervios. Pero había llegado el momento de escapar. A un ademán mío, mis salvadoras huyeron tumultuosamente. Con un movimiento firme pero cauteloso y lateral, encogido y lento, escapé al
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abrazo de las ligaduras y al filo de la cimitarra. Por el momento, al menos, estaba libre. ¡Libre!...y en las garras de la Inquisición. Apenas había descendido de mi lecho de horror al piso de piedra del calabozo, cuando el movimiento de la máquina infernal cesó y advertí que una fuerza invisible la izaba a través del techo. Ésta fue una lección que aprendí con desesperación. Indudablemente, se vigilaban todos mis movimientos. ¡Libre!... Sólo había escapado a la muerte, a una forma de tortura, para recaer en otra acaso peor que la muerte. Dominado por esa idea, miré nerviosamente en torno, escrutando las barreras de hierro que me circundaban. Era evidente que algo inusitado -un cambio que en el primer instante no pude advertir con claridad- había ocurrido en el recinto. Durante varios minutos de ensoñada y temblorosa abstracción, me sumí en vanas y desconectadas conjeturas. En ese período comprendí, por primera vez, el origen de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Procedía de una fisura, de media pulgada de ancho aproximadamente, que se extendía por todo el perímetro de la prisión, en la base de las paredes, que de ese modo parecían -y en efecto estaban- totalmente separadas del piso. Intenté, desde luego en vano, mirar a través de esa abertura. Al levantarme, renunciando a mi intento, el misterio de la alteración del recinto se, deshizo instantáneamente en mi inteligencia. He observado ya que si bien el contorno de las figuras de las paredes era bastante neto, sus colores parecían borrosos e indefinidos. Ahora esos colores habían asumido y seguían asumiendo un brillo intenso y alarmante, que daba a las espectrales y monstruosas imágenes un aspecto capaz de estremecer nervios aun más firmes que los míos. Ojos demoníacos, de salvaje y atroz vivacidad, aparecían en lugares donde antes no se veían, me miraban desde mil direcciones y centelleaban con el cárdeno brillo de un fuego que, por más que esforzara mi imaginación, no podía considerar irreal. ¡Irreal!... Casi en seguida llegaron a mis fosas nasales emanaciones de hierro recalentado. Un olor sofocante invadió la prisión. Un brillo más profundo a cada instante se asentaba en los ojos que contemplaban mi tormento. Un carmesí más intenso se difundía por las pintadas y sangrientas atrocidades de las paredes. Empecé a jadear, falto de aliento. Ya no cabía dudar de los designios de mis verdugos, los más implacables, los más demoníacos entre los hombres. Me alejé del metal incandescente, hacia el centro de la celda. Ante la idea de la ígnea destrucción que me amenazaba, el recuerdo de la frescura del pozo inundó mi alma como un bálsamo. Me precipité a su borde mortífero. Forcé mis ojos para sondear sus profundidades. El brillo del techo encendido iluminaba sus más ocultos recovecos. Sin embargo, durante un instante increíble, mi espíritu se negó a comprender el significado de lo que veía. Por fin esa visión penetró en mi alma, se hundió en ella con violencia, ardió en mi razón estremecida. ¡Ah, quién me diera
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una voz para narrar el horror! ¡Cualquier horror menos ése! Con un aullido huí del borde y hundí el rostro en las manos, sollozando amargamente. El calor aumentaba rápidamente. Una vez más alcé la vista, temblando como si fuese víctima de la fiebre. Se había producido un segundo cambio en la celda, y ahora se trataba evidentemente de un cambio de forma. Como antes, fue inútil, al principio, que tratara de percibir o comprender lo que estaba ocurriendo. Pero mis dudas no se prolongaron mucho tiempo. Mi doble escapada enardecía la venganza inquisitorial; ya no había manera de eludir al Rey de los Terrores. Hasta ese momento el recinto había sido cuadrado. Ahora advertí que dos de sus ángulos de hierro eran agudos, y los otros dos, en consecuencia, obtusos. El temible contraste aumentaba rápidamente -con un rumor sordo. Un instante más tarde la forma de la prisión se había trocado en un rombo. Pero la alteración no paraba allí, y yo ni esperaba ni deseaba que parase allí. Me sentía impulsado a apretar los rojos muros contra mi pecho, como una vestidura de paz eterna. -¡La muerte -dije-, cualquier género de muerte menos la del pozo! ¡Necio de mí! ¿No adivinaba que el fin de esos hierros candentes era justamente empujarme hacia el pozo? ¿Podía acaso resistir su ardor?; y en el mejor de los casos, ¿podía resistir su presión? Y ahora el rombo se hacía cada vez más estrecho, con una rapidez que no me dejaba tiempo para meditaciones. Su centro, es decir su parte más ancha, estaba exactamente sobre el abismo. Retrocedí, pero las movibles paredes me empujaron irresistiblemente. Por fin ya no quedó sobre el piso de la prisión un palmo de terreno para mi cuerpo llagado y retorcido. Cesó la lucha, pero la agonía le mi alma halló desahogo en un largo, penetrante y postrer grito de desesperación. Me sentí tambalear sobre el borde... desvié la mirada. . . Entonces se oyó un murmullo discordante de voces humanas. ¡Se oyó un son estridente como el de muchos clarines! ¡Se oyó un estruendo áspero, como el de un millar de truenos! Las ígneas paredes retrocedieron. Un brazo extendido aferró el mío en el instante en que caía, desvanecido, al abismo. Era el brazo del general Lasalle. El ejército francés había entrado en Toledo. La Inquisición estaba en manos de sus enemigos.
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ANÓNIMO LA CASA ENCANTADA
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Este corto relato Anónimo, de factura moderna, pertenece a lo que llama Bennet Cerf "the current crop of ghost stories", es decir esas historias de aparecidos que no han dejado de inventarse en pleno siglo veinte.
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Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a empezar su conversación con el anciano. Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a Litchfield, donde se realizaba una fiesta de fin de semana. De pronto tironeó la manga del con-ductor y le pidió que detuviera el automóvil. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño. -Espéreme un momento -suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente. Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondió a su impaciente llamado. -Dígame dijo ella-, ¿se vende esta casa? -Sí -respondió el hombre, pero no le aconsejo que la compre. ¡Esta casa, hija mía, está frecuentada por un fantasma! -Un fantasma -repitió la muchacha-. Santo Dios, ¿y quién es? -Usted -dijo el anciano y cerró suavemente la puerta.
(Anónimo. Recogido por Bennet Cerf en "Famous Ghost Stories".)
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STEPHEN VINCENT BENET JUNTO A LAS AGUAS DE BABILONIA
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Sólo un cuentista que fuera también un poeta pudo escribir un relato como éste. STEPHEN VINCENT BENET era ambas cosas. Junto a las Aguas de Babilonia parece posterior a los acontecimientos producidos en el mundo en los últimos quince años. Sin embargo, data de 1937. A sus méritos propios deben añadirse pues los de una profecía acaso en tren de cumplirse. Confluyen en él, mágicamente, una visión del pasado y una visión del futuro, igualmente hondas y penetradas de grandeza poética. Aquellos que quieran ver en toda coincidencia una significación más profunda y hayan advertido el acento bíblico que enaltece muchos de los cuentos de Benet, recordarán con gratitud que nació en un lugar de los Estados Unidos llamado Betlehem, el año 1898. Murió en 1943.
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Al norte, al oeste y al sur hay buena caza, pero está prohibido ir hacia el este. Está prohibido ir a cualquiera de los Lugares Muertos, salvo en busca de metal, y quien busque el metal debe ser sacerdote, hijo de sacerdote. Después, tanto el hombre como el metal deben ser purificados. Éstas son las reglas y las leyes; están bien hechas. Está prohibido cruzar el gran río y ver el lugar que fue el Lugar de los Dioses; eso está rigurosamente prohibido. Ni siquiera pronunciamos su nombre, aunque lo sabemos. Es allí donde viven espíritus y demonios, allí donde están las cenizas del Gran Incendio. Esas cosas están prohibidas, han estado prohibidas desde el comienzo de los tiempos. Mi padre es sacerdote; yo soy hijo de sacerdote. He estado, con mi padre, en los Lugares Muertos más próximos. Al principio tuve miedo. Cuando mi padre entró en la casa en busca del metal, me quedé junto a la puerta y sentí el corazón pequeño y débil. Era la casa de un hombre muerto, una casa de espíritus. No tenía el olor del hombre, aunque en un rincón había antiguos huesos. Pero no está bien que hijo de sacerdote demuestre temor. Miré los huesos en la sombra y acallé mi voz. Después salió mi padre con el metal, un trozo grande y fuerte. Me miró con ambos ojos, pero yo no Había huido. Me díó el metal para que lo tuviera en las manos. Lo toqué y no morí. Entonces supo que yo era verdaderamente su hijo y que llegado el momento sería sacerdote. Cuando ocurrió eso, yo era muy joven. Sin embargo, mis hermanos no lo habrían hecho, aunque son buenos cazadores. A partir de aquel día tuve el mejor trozo de carne y el rincón más tibio junto al fuego. Mi padre velaba por mí, se alegraba de que fuera a ser sacerdote. Pero cuando me vanagloriaba, o lloraba sin motivo, me castigaba con más rigor que a mis hermanos. Era justo. Al cabo de un tiempo yo mismo pude entrar en las casas muertas y buscar el metal. Así aprendí los secretos de esas casas, y ya no tenía miedo cuando veía los huesos. Los huesos son livianos y viejos, a veces se desmenuzan en polvo cuando uno los toca. Pero tocarlos es gran pecado. Me enseñaron los cánticos y los ensalmos, me enseñaron a restañar la sangre de las heridas y otros secretos. Un sacerdote debe conocer muchos secretos. Eso decía mi padre. Si los cazadores creen que hacemos todas las cosas mediante cánticos y hechizos, allá ellos, eso no les hace daño. Me enseñaron a leer los viejos libros y a escribir las viejas escrituras: fue difícil, me llevó mucho tiempo. Mi sabiduría me hizo feliz: era como un fuego en mi corazón. Lo que más me gustaba era oír la historia de los Viejos Días y la historia de los dioses. Yo mismo me dirigía muchas preguntas que no podía contestar, pero era bueno hacérmelas. De noche solía quedarme despierto, escuchando el viento: me parecía la voz de los dioses que atravesaban el espacio.
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Nosotros no somos ignorantes como los pueblos del bosque, nuestras mujeres hilan lana en la rueca, nuestros sacerdotes llevan túnicas blancas. No comemos gorgojos de los árboles, no hemos olvidado las viejas escrituras, aunque son difíciles de entender. Sin embargo, mi sabiduría y la pobreza de mi sabiduría ardían en mí: quería aprender más. Cuando al fin fuí hombre, llegué a mi padre y le dije: -Es venido el tiempo de iniciar mi viaje. Concédeme tu permiso. Me miró largamente, acariciándose la barba, y dijo por último: -Sí. Es tiempo. Aquella noche, en la casa de los sacerdotes, pedí y recibí la purificación. Me dolía el cuerpo, pero mi espíritu era una piedra helada. Fue mi propio padre quien me interrogó sobre mis sueños. Me ordenó mirar el humo del fuego y ver... Vi y conté lo que vi. Era lo que siempre había visto: un río, y allende el río un vasto Lugar Muerto y en él caminaban los dioses. Siempre he meditado en eso. Sus ojos eran severos cuando se lo dije: ya no era mi padre, sino un sacerdote. -Ése es un sueño muy fuerte -dijo. -Es mío repliqué. El humo temblaba y yo sentía la cabeza liviana. En la cámara exterior cantaban el cántico de la Estrella, y yo lo oía como un zumbido de abejas en mi cabeza. Me preguntó cómo estaban vestidos los dioses, le dije cómo estaban vestidos. Nosotros sabemos, por el libro, cuáles eran sus vestiduras, pero yo los veía como si estuviesen ante mí. Cuando hube terminado, tiró tres veces los palillos y los observó al caer. -Es un sueño muy fuerte -dijo-. Puede devorarte. -No tengo miedo -repuse, y lo miré con ambos ojos. Mi propia voz sonó débil a mis oídos, pero fue por causa del humo. Me tocó en el pecho y en la frente. Me dio el arco y las tres flechas. -Llévalas -dijo-. Está prohibido ir hacia el este. Está prohibido cruzar el río. Está prohibido ir al Lugar de los Dioses. Todas esas cosas están prohibidas. -Todas esas cosas están prohibidas -dije, pero era mi voz quien hablaba y no mi espíritu. Él me miró nuevamente. -Hijo mío -dijo-. Antaño tuve sueños jóvenes. Si tus sueños no te devoran, puedes ser un gran sacerdote. Si te devoran, siempre eres mi hijo. Ponte en camino.
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Ayuné, es ley. Me dolía el cuerpo, no el corazón. Cuando llegó el alba, había perdido de vista la aldea. Oré, me purifiqué, aguardé una señal. La señal fue un águila. Volaba hacia el este. A veces malos espíritus envían los signos. Esperé nuevamente en la roca chata, ayunando, sin probar alimento. Me quedé muy quieto: podía sentir el cielo en lo alto, debajo la tierra. Esperé hasta que el sol comenzó a hundirse. Entonces tres ciervos cruzaron el valle en dirección al este. No me ventearon, no me vieron. Con ellos iba un cervato blanco. Ése era un signo muy grande. Los seguí a la distancia, aguardando los acontecimientos. El deseo de ir hacia el este inquietaba mi corazón; sin embargo, sabía que no debía ir. Me zumbaba la cabeza por el ayuno... ni siquiera vi saltar la pantera sobre el cervato blanco. Pero antes de que yo mismo lo advirtiera, tenía el arco en la mano. Grité, y la pantera levantó la cabeza. No es fácil matar una pantera con una flecha, pero la flecha le atravesó el ojo y entró en su cerebro. Murió mientras trataba de saltar: giró sobre sí misma, arañando el suelo. Entonces supe que debía ir hacia el este, que ésa era la meta de mi viaje. Cuando llegó la noche, encendí fuego y asé la carne. El viaje al este dura ocho soles, y hay que pasar por muchos Lugares Muertos. Los Pueblos del Bosque los temen, yo no. Una noche encendí fuego al borde de un Lugar Muerto, y a la mañana siguiente, dentro de la casa muerta, encontré un buen cuchillo, algo herrumbrado. Eso fue poco en comparación con lo que sucedió después, pero agrandó mi corazón. Cada vez que buscaba caza, la hallaba delante de mi flecha, y en dos oportunidades me crucé con cazadores del Pueblo del Bosque, sin que ellos lo supieran. Y supe entonces que mi magia era fuerte y limpio mi viaje, a pesar de la ley. Al atardecer del octavo sol, llegué a las márgenes de un gran río. Un día y medio antes había abandonado el camino de los dioses: ya no usamos los caminos de los dioses, porque se están desmoronando en grandes bloques de piedra, y es más seguro atravesar el bosque. De lejos había visto el agua a través de los árboles, pero los árboles crecían tupidos. Al fin salí a un claro en lo alto de un acantilado. Y allá abajo estaba el gran río, como un gigante tendido al sol. Es muy largo y muy ancho. Todos los ríos que conocemos, él podría tragarlos sin aplacar su sed. Lo llaman Ou-dis-sun, el Sagrado, el Largo. Ningún hombre de mi tribu lo había visto, ni siquiera mi padre, el sacerdote. Era magia, y oré nuevamente. Después alcé los ojos y miré hacia el sur. Allá estaba el Lugar de los Dioses. Cómo puedo decir a qué se parecía: vosotros no sabéis. Allá estaba, bajo una luz rojiza, demasiado grande para ser un grupo de casas. Allá estaba, cubierto
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de roja luz, poderoso y en ruinas. Adiviné que un instante más tarde los dioses me verían. Me cubrí los ojos con las manos y regresé al bosque. Sin duda ya era demasiada osadía haber hecho esto y sobrevivir. Sin duda era bastante pasar la noche en el acantilado. Los mismos hombres del Pueblo del Bosque no se acercan. Sin embargo, mientras transcurría la noche, comprendí que debía atravesar el río y caminar en los lugares de los dioses, aunque los dioses me devoraran. Mi magia ya no servía, pero en mis entrañas ardía un fuego, en mi espíritu ardía un fuego. Al salir el sol, pensé: "Mi viaje ha sido limpio. Ahora volveré a mi casa". Mas en el preciso instante en que lo pensaba, comprendí que no podría hacerlo. Si yo iba al lugar de los dioses, moriría sin duda, pero si no iba, nunca quedaría en paz con mi espíritu. Cuando se es sacerdote, hijo de sacerdote, es mejor perder la vida que el espíritu. Aun así, las lágrimas brotaban de mis ojos mientras construía la balsa. Si los Hombres del Bosque me hubieran acometido, habrían podido matarme sin lucha, pero no se acercaron. Cuando construí la balsa, dije las oraciones de los muertos, y me pinté para la muerte. Mi corazón estaba frío como un sapo y mis rodillas flojas como el agua, mas la llama que ardía en mi cerebro no me dejaba paz. Al botar la batea en la orilla, entoné mi cántico de la muerte. Tenía derecho a hacerlo, y era un hermoso canto: Yo soy Juan, hijo de Juan. Mi pueblo es el Pueblo de las Colinas. Ellos son los hombres. Yo voy a los Lugares Muertos, y no me aniquilan. Recojo el metal de los Lugares Muertos, y no soy fulminado. Fatigo los caminos de los dioses y no tengo miedo. ¡E-yah! ¡He matado la pantera, he matado el cervato! ¡E-yah! He llegado al gran río. Ningún hombre llegó antes. Está prohibido ir al este: yo lo hago; prohibido atravesar el río: estoy en él. Abrid vuestros corazones, oh espíritus, y escuchad mi cántico. Ahora voy al lugar de los dioses, no volveré. ¡Mi cuerpo está pintado para la muerte, mi carne es débil, mi corazón es grande mientras voy al lugar de los dioses! Pero cuando llegué al Lugar de los Dioses tuve miedo, miedo. La corriente del gran río era muy fuerte, con sus manos aferró mi balsa. Eso era magia, porque el río en sí es ancho y calmo. En la mañana luminosa, sentía a mi alrededor espíritus malignos; sentía su aliento en la nuca, mientras era llevado corriente abajo. Nunca he estado tan solo; traté de pensar en mi sabiduría, y la vi semejante a montón de bellotas invernales recogidas por una ardilla. Ya no había fuerza en mi sabiduría, me sentí pequeño y desnudo como un pájaro recién salido del cascarón, solo en el gran río, siervo de los dioses.
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Pero luego mis ojos fueron abiertos y vi. Vi ambas márgenes del río, advertí que antaño lo habían cruzado los caminos de los dioses, aunque ahora estaban rotos y caídos como rotas enredaderas. Eran muy grandes, y maravillosos y rotos: rotos en el tiempo del Gran Incendio, cuando el fuego cayó del cielo. Y cada vez la corriente me acercaba más al Lugar de los Dioses, y las enormes ruinas se alzaban ante mis ojos. No sé las costumbres de los ríos, pertenezco al Pueblo de las Colinas. Traté de guiar mi balsa con la pértiga pero la balsa giraba sobre sí misma. Pensé que el río quería llevarme más allá del Lugar de los Dioses, hacia el Agua Amarga de las leyendas. Entonces me encolericé y mi corazón se fortificó. Exclamé en alta voz: -¡Soy sacerdote, hijo de sacerdote! Los dioses me oyeron: los dioses me enseñaron a manejar la pértiga a un costado de la balsa. La corriente cambió. Me acerqué al Lugar de los Dioses. Cuando estaba muy cerca, la balsa encalló y se dio vuelta. He aprendido a nadar en nuestros lagos. Nadé hacía la costa. Una gran espiga de metal herrumbrado se internaba en el río. Me encaramé a ella y permanecí sentado, jadeante. Había salvado mi arco y dos flechas, y el cuchillo que encontré en el Lugar Muerto, pero nada más. Mi balsa bajaba remolineando la corriente, en dirección al Agua Amarga. La seguía con la vista y pensé que si me hubiera ahogado bajo sus leños, por lo menos estaría a salvo y muerto. Pero cuando hube secado y reajustado la cuerda de mi arco, eché a andar hacia el Lugar de los Dioses. La tierra que pisaban mis pies era como toda tierra. No quemaba. No es cierto lo que dicen algunas leyendas, que en ese lugar la tierra arde eternamente. Lo sé porque he estado. Es cierto que aquí y allá, sobre las ruinas, se veían los signos y las manchas del Gran Incendio. Pero eran signos viejos, viejas manchas. Tampoco es cierto lo que dicen algunos de nuestros sacerdotes, que es una isla cubierta de niebla y encantamientos. No. Es un gran Lugar Muerto, el más grande de todos los que conocemos. Lo cruzan por doquier los caminos de los dioses, aunque la mayoría están resquebrajados y rotos. Y por doquier se extienden las ruinas de las grandes torres de los dioses. ¿Cómo decir lo que vi? Marchaba cautelosamente, el arco tenso en la mano, la piel advertida para el peligro. Esperaba oír gemidos de espíritus, aullidos de demonios, mas no los oí. El sitio donde había desembarcado era muy silencioso y soleado; el viento y la lluvia y los pájaros que llevan semillas habían consumado su obra: la hierba crecía entre las grietas de la piedra rota. Es una hermosa isla, no asombra que los dioses hayan edificado en ella. Si yo hubiera sido un dios, también habría edificado ahí.
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¿Cómo decir lo que vi? No todas las torres están desmoronadas, alguna que otra permanece erguida, como un gran árbol en un bosque, y los pájaros anidan en lo alto. Pero las torres parecen ciegas, porque los dioses se han ido. Vi un martín pescador pescando en el río. Vi una danza de mariposas blancas sobre un gran montón de piedras y columnas derruídas. Me acerqué y miré alrededor. Vi una piedra labrada, con letras inscriptas, partida en dos. Sé leer las letras, mas aquéllas no pude entenderlas. Decían UBTREAS. También descubrí la despedazada imagen de un hombre o un dios. Estaba tallada en piedra blanca, y tenía los cabellos atados a la nuca, como una mujer. En un trozo de piedra leí su nombre: ASHING. Me pareció prudente orar ante ASHING, aunque no conozco a ese dios. ¿Cómo decir lo que vi? En metal y piedra no quedaba olor de hombres. Tampoco crecían muchos árboles en aquel desierto de piedra. En cambio hay muchas palomas, que anidan en las torres: los dioses debieron amarlas, o quizá las ofrendaban en los sacrificios. Hay gatos salvajes, de ojos verdes, que merodean por los caminos de los dioses, y no temen al hombre. Por la noche gimen como demonios, pero no son demonios. Les perros cimarrones son más peligrosos, porque cazan en jaurías, pero sólo los encontré más tarde. Por todas partes hay piedras labradas, inscriptas con palabras y números mágicos. Me dirigí hacia el norte, sin tratar de ocultarme. Cuando un dios o un demonio me viera, entonces yo moriría, pero entretanto no tenía miedo. El hambre de saber ardía en mí: había tantas cosas que no alcanzaba a comprender... Transcurrido un tiempo, mi estómago tuvo hambre. Pude cazar en procura de carne, mas no lo hice. Es sabido que los dioses no cazaban como nosotros: obtenían sus alimentos de cajas y vasos mágicos. Aún es posible encontrarlos en los Lugares Muertos. Una vez, cuando era niño, y necio, abrí uno de esos vasos, probé el alimento y lo encontré dulce. Pero mi padre lo supo y me castigó severamente, porque a menudo ese alimento es la muerte. Ahora, sin embargo, había ido más allá de lo prohibido; entré en las torres más bellas, en busca del alimento de los dioses. Lo encontré por fin en las ruinas de un gran templo, en el centro de la ciudad. Había sido, sin duda, un templo imponente, porque, aunque los colores estaban desvanecidos, advertí que el techo se hallaba pintado como el cielo nocturno con sus estrellas. El templo se dilataba hacia abajo en grandes cuevas y túneles. Quizá allí habían encerrado a sus esclavos. Pero cuando empecé a bajar, oí chillidos de ratas y me detuve: las ratas son sucias, y a juzgar por los chillidos eran numerosas sus tribus. Pero en las proximidades, en el corazón de una ruina, detrás de una puerta que aún se abría, encontré alimentos. Comí sólo las frutas contenidas en las vasijas. Tenían un gusto muy dulce. También había bebida en botellas de vidrio: la
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bebida de los dioses era fuerte, me nubló la cabeza. Después de comer y beber, dormí sobre una piedra, con el arco a un costado. Cuando desperté, el sol se ponía. Mirando hacia abajo, vi un perro sentado sobre sus cuartos traseros. Le colgaba la lengua de la boca, parecía reírse. Era un perro grande, de pelaje gris-pardo, grande como un lobo. Me levanté de un salto y le grité, pero no se movió: permaneció allí, y parecía reírse. Eso no me gustó. Cuando busqué una piedra para lanzársela, se apartó rápidamente del camino de la piedra. No me tenía miedo; me miraba como si yo fuese carne. Sin duda habría podido matarlo con una flecha, pero quizá hubiera otros. Además, caía la noche. Miré a mi alrededor. A corta distancia pasaba uno de los grandes y derruidos caminos de los dioses. Llevaba hacia el norte. En aquella dirección las torres no eran tan altas, y aunque algunas de las casas muertas estaban desmoronadas, otras permanecían en pie. Me dirigí hacia aquel camino, por los montículos más altos de las ruinas, seguido por el perro. Al llegar al camino, advertí que tras él venían otros. Si hubiera dormido más, me habrían destrozado la garganta en mitad del sueño. Aun así, parecían seguros de su presa, no se apresuraban. Cuando entré en la casa muerta, se quedaron vigilando a la entrada. Sin duda pensaron que gozarían de una emocionante cacería. Pero un perro no puede abrir una puerta, y yo sabía, por los libros, que a los dioses no les gusta vivir sobre el suelo, sino en lo alto. Acababa de encontrar una puerta que podía abrir, cuando los perros se decidieron a acometer. ¡Ah! Se quedaron sorprendidos cuando les cerré la puerta en las narices. Era una buena puerta, de metal fuerte. Yo podía oír sus estúpidos gruñidos, pero no me detuve a responderles. Estaba en la oscuridad; encontré una escalera y subí. Había muchas escaleras, que giraban y giraban hasta que sentí vértigos. En lo alto había otra puerta; encontré el picaporte y entré. Me hallé en el interior de una cámara pequeña y alargada. A un costado había una puerta de bronce que no podía ser abierta, porque no tenía picaporte. Quizá existía una palabra mágica para abrirla, mas yo no conocía la palabra. Me encaminé a otra puerta, situada en el extremo opuesto de la pared. La cerradura estaba rota. Abrí la puerta y entré. Adentro descubrí un lugar de grandes riquezas. El dios que había vivido allí debía ser un dios poderoso. La primera habitación era una pequeña antesala. Me detuve unos instantes para decir a los espíritus del lugar que venía en son de paz y no como un ladrón. Cuando creí que habían tenido tiempo de escucharme, seguí adelante. ¡Ah, qué riquezas! Todo estaba como había sido: y aun pocas de las ventanas habían sido rotas. Las grandes ventanas que daban a la ciudad estaban enteras, aunque cubiertas de polvo y sucias de muchos años. En los pisos había tapices de colores no
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desvanecidos, y las sillas eran blandas y mullidas. En las paredes vi cuadros, muy extraños, muy maravillosos. Recuerdo uno que representaba un ramillete de flores en un vaso: si uno se acercaba, no veía más que fragmentos de color, pero si lo miraba de lejos, parecía que las flores hubieran sido cortadas ayer. Sentí algo extraño en el corazón al mirar este cuadro y al ver sobre la mesa la figura de un pájaro, modelado en arcilla dura y tan semejante a nuestros pájaros. Por doquier había libros y escritos, muchos en lenguas que yo no conocía. El dios que habitó ese lugar debió ser un dios prudente y lleno de sabiduría. Sentí que yo tenía derecho a estar allí, porque yo también buscaba la sabiduría. Sin embargo, era extraño. Había un lavatorio, pero no había agua. Quizá los dioses se lavaban con aire. Había un lugar para cocinar, pero no había leña y aunque vi una máquina para cocer los alimentos, no encontré un lugar para encender fuego. Tampoco velas ni pimparas: Había cosas que parecían lámparas, pero no tenían mecha ni aceite. Todas esas cosas eran mágicas. Sin embargo, yo las toqué y viví. Habían perdido su magia. Por ejemplo, en el lavatorio había una cosa que decía "Caliente", y no era caliente al tacto; otra cosa decía "Fría", y no era fría. Ésa debió ser una magia muy fuerte, pero la magia había desaparecido. No comprendo. Ellos poseían secretos. Ojalá los conociera. Aquella casa de los dioses era sofocante, seca y polvorienta. Dije que la magia había desaparecido, pero no es cierto: había desaparecido de las cosas mágicas, no del lugar. Sentí espíritus que me rodeaban y que pesaban en mí. Nunca había dormido en un Lugar Muerto, pero esta noche debía dormir aquí. Cuando lo pensé, sentí la lengua seca en la garganta, a pesar de mis deseos de saber. Estuve a punto de salir para enfrentarme con los perros, mas no lo hice. No había recorrido todas las habitaciones cuando oscureció del todo. Entonces volví a la gran sala que da a la ciudad y encendí fuego. Había un lugar para encender fuego y un cajón con leña, aunque no creo que cocinaran allí. Me envolví en una alfombra y me quedé dormido junto al fuego. Estaba muy cansado. Ahora diré lo que es magia fuerte. Desperté en mitad de la noche. El fuego se había apagado; sentí frío. Creí escuchar a mi alrededor voces y murmullos. Cerré los ojos para ahuyentarlos. Algunos dirán que volví a quedarme dormido, pero no lo creo. Sentí que los espíritus sacaban mi alma de m¡ cuerpo como un pez al extremo de una línea de pescar. ¿Por qué habría de mentir? Soy sacerdote, soy hijo de sacerdote. Si hay espíritus, como dicen, en los pequeños Lugares Muertos próximos a nosotros, ¿cómo no ha de haberlos en aquel gran Lugar de los Dioses? ¿Y acaso no querrían hablar? ¿Después de tantos años? Sé que me sentí arrastrado como un pez por el sedal. Había salido de mi cuerpo: podía ver mi cuerpo dormido ante el fuego
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apagado, pero ese cuerpo no era yo. Yo era arrastrado a contemplar la ciudad de los dioses. Todo debía estar oscuro, porque era de noche, y sin embargo no estaba oscuro. Por doquier había luces: hileras de luces, círculos y manchas de luz: diez mil antorchas encendidas no habrían dado tanta luz. El mismo cielo estaba iluminado. El resplandor del cielo apenas dejaba ver las estrellas. Pensé para mis adentros: "Ésta es magia muy fuerte", y temblé. Llegaba a mis oídos un estruendo semejante al de impetuosos ríos. Después mis ojos se acostumbraron a la luz y mis oídos se acostumbraron al ruido. Comprendí que estaba viendo la ciudad tal como había sido cuando vivían los dioses. Era un espectáculo maravilloso, sin duda. No habría podido verlo con mi cuerpo, porque mi cuerpo habría muerto. Por doquier iban los dioses, a pie y en carrozas; innumerables dioses, y sus carrozas obstruían las calles. Habían convertido la noche en día para su placer, no dormían con el sol. El ruido de sus idas y venidas era el ruido de muchas aguas. Era magia lo que podían hacer, era magia lo que hacían. Me asomé a otra ventana y vi que las grandes enredaderas de sus puentes estaban intactas y que los caminos de los dioses se extendían hacia el este y hacia el oeste. Incansables, incansables eran los dioses, nunca se detenían. Perforaban túneles bajo los ríos, volaban por el aire. Con herramientas nunca vistas construían obras gigantescas. Ningún lugar de la tierra estaba a salvo de ellos. Si querían una cosa, mandaban buscarla al otro extremo del mundo. Y siempre, cuando trabajaban y cuando descansaban, cuando celebraban y cuando hacían el amor, resonaba en sus oídos, como un tambor, el pulso de la ciudad colosal, latido tras latido, semejante al corazón de un hombre. ¿Eran felices? ¿Qué es la felicidad para los dioses? Eran grandes, eran poderosos, eran magníficos, eran terribles. Al verlos, al ver su magia, me sentí como un niño. Me pareció que, de proponérselo, podrían arrancar la luna del cielo. Los vi avanzar de conocimiento en conocimiento, de ciencia en ciencia. Y sin embargo, no todo lo que hacían estaba bien hecho -aun yo podía advertirlo-, y sin embargo su ciencia no podía menos de crecer hasta que todo quedara en paz. Después vi su destino abatirse sobre ellos, y eso fue más terrible de lo que se puede expresar en palabras. El destino cayó sobre ellos mientras caminaban por las calles de su ciudad. Yo he estado en los combates con los Pueblos del Bosque, he visto morir los hombres. Pero esto era distinto. Cuando los dioses guerrean con los dioses, utilizan armas que nosotros no conocemos. Era como un fuego que cayese del cielo, y una niebla que envenenaba. Fue el tiempo de la Destrucción y del Gran Incendio. Corrían como hormigas por las calles de su ciudad... ¡pobres dioses, pobres dioses! Después empezaron a caer las torres. Unos pocos
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escaparon... sí, unos pocos. Lo dicen las leyendas. Pero aun después que la ciudad se convirtió en un Lugar Muerto, el veneno permaneció en el suelo durante muchos años. Yo lo vi ocurrir, yo vi morir los últimos dioses. La ciudad destrozada quedó a oscuras, y rompí a llorar. Todo esto vi. Como lo cuento lo vi, aunque no con el cuerpo. Cuando desperté, por la mañana, tenía hambre, aunque lo primero en que pensé no fue mi hambre, porque sentía el corazón confuso y perplejo. Ahora sabía por qué existían los Lugares Muertos, mas no sabía por qué había ocurrido aquello. Me parecía imposible que hubiese ocurrido, con toda la magia que ellos tenían. Recorrí la casa buscando una respuesta. Había en ella tantas cosas que no podía comprender, aunque soy sacerdote y mi padre fue sacerdote. Era como estar à la orilla de un gran río, de noche, y sin luz para ver el camino. Entonces vi al dios muerto. Estaba sentado en su silla, junto a la ventana, en una habitación donde yo no había entrado antes, y en el primer momento pensé que estaba vivo. Después vi la piel del dorso de su mano: era como un cuero seco. La pieza estaba cerrada, seca y caliente. Por eso, sin duda, se había conservado así. Al principio tuve miedo de acercarme, después el temor me abandonó. Estaba sentado, con la vista clavada en la ciudad. Vestía las ropas de los dioses. No era joven ni viejo, yo no habría sabido calcular su edad. Pero había sabiduría en su semblante, y una gran tristeza. Era evidente que él no había querido huir. Se había sentado ante la ventana, viendo morir su ciudad; después él mismo había muerto. Pero es mejor perder la vida que el espíritu, y era seguro, a juzgar por el rostro, que su espíritu no se había perdido. Comprendí que si lo tocaba caería desmenuzado en polvo, y no obstante había algo inconquistado en su rostro. Éste es el fin de mi historia, porque entonces supe que era un hombre: supe que no habían sido dioses ni demonios los habitantes de la ciudad, sino hombres. Es mucho saber, difícil de contar y de creer. Erais hombres: habían recorrido un camino oscuro, pero eran hombres. Después de eso ya no tuve miedo: no tuve miedo mientras regresaba a mi país, aunque dos veces luché con los perros cimarrones y en otra oportunidad me persiguieron durante dos días los Hombres del Bosque. Cuando vi nuevamente a mi padre, oré y fuí purificado. Él me tocó los labios y el pecho, y dijo: -Cuando te fuiste eras un niño. Ahora vuelves hecho un hombre y un sacerdote. -Padre -repuse-, ¡eran hombres! ¡He estado en el Lugar de los Dioses, lo he visto! Ahora mátame, si ésa es la ley... pero aun así, eran hombres. Él me miró con ambos ojos. -La ley no es siempre la misma -dijo-. Tú has hecho lo que has hecho. En mis días yo no lo habría hecho, pero tú has venido después que yo. ¡Habla!
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Conté mi historia y él la escuchó. Después quise decirla a todos, pero él me disuadió. Dijo: -La verdad es un ciervo difícil de cazar. Si comes demasiada verdad de una sola vez, puedes morir de la verdad. No en vano nuestros padres vedaron los Lugares Muertos. Tenía razón: es mejor que la verdad nos llegue poco a poco. Yo lo he aprendido, a fuer de sacerdote. Quizá en los viejos tiempos los hombres devoraron la verdad con demasiada prisa. Sin embargo, estamos en el comienzo. Ya no vamos a los Lugares Muertos sólo en busca de metal. También buscamos los libros y las escrituras. Son difíciles de aprender. Y las herramientas mágicas están rotas. Pero podemos mirarlas y maravillarnos. Podemos empezar. Y cuando yo sea sumo sacerdote, atravesaremos el gran río. Iremos al Lugar de los Dioses, el lugar newyorky, no seremos un solo hombre, sino muchos. Buscaremos las imágenes de los dioses y encontraremos el dios ASHING y los otros dioses -los dioses Lincoln y Biltmore y Moisés. Pero fueron hombres los que construyeron la ciudad, no dioses ni demonios. Fueron hombres. Recuerdo la cara del hombre muerto. Fueron hombres los que estuvieron aquí antes que nosotros. Debemos construir de nuevo.
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BERNARDO KORDON UN PODEROSO CAMION DE GUERRA
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En Buenos Aires, en 1915, nació BERNARDO KORDON. Ha viajado por el norte del país, Brasil y Chile. Tiene publicadas media docena de novelas, entre las que citaremos Un Horizonte de Cemento, y algunas colecciones de relatos: La Vuelta de Rocha, Macumba, Una Región Perdida. Dirigió las revistas "Todo" y "Capricornio".
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Tuvimos un primer ademán, casi imperceptible, de sorpresa y de recelo. Era como si hubiésemos preferido pasar inadvertidos. Pero debimos desechar esta fácil solución. Hacía varios meses que no nos veíamos y nos dimos la mano en ese vértice de la recova de Plaza Once. En un instante, pude observar detalladamente a Alejandro Aguilera. Se veía pálido bajo las poderosas luces. Torcía ligeramente la boca al hablar. Y yo no podía escucharle bien. Pensaba en nuestra amistad. A veces dejamos que se rompan los lazas de una vieja amistad, y éste es el síntoma seguro de que comenzamos a renegar de nosotros mismos. Nunca faltan los pretextos. En este caso fueron determinadas y enconadas discusiones políticas. Una forma como cualquier otra de comprobar nuestra debilidad. Dejamos de vernos. Y allí estaba otra vez con mi viejo amigo Alejandro. Reaccioné para captar el sentido de su conversación. Contaba cosas de su vida, respondiendo, quizá, a alguna pregunta convencional que le formulé. -... también puedo decir que estoy de paso, ya que en mi nuevo oficio... -¿Tenés una nueva ocupación? -le interrumpí, con el doble fin de mostrar interés y de afirmarme en la conversación. -Sí. Una vez más cambié de oficio. -¿Y ahora cuál es? ¿Con mangas de lustrina o de hormiga del intelecto, como ser monaguillo del Libro Mayor o corrector de pruebas? -Nada de eso. El uniforme es el que sigue: cuello duro, traje bien cortado, pero empolvado por el camino; el gesto despreocupado; y la risa y la charla fáciles. Esta
sociedad
que
algunos
insensatos
pretenden
trastornar,
está
tan
extraordinariamente organizada, que anoto pedidos y cobro mis comisiones con sólo llevar en mi carpeta etiquetas de vino y envases vacíos de yerba. No es necesario que el comerciante observe la yerba ni pruebe el vino: es suficiente que contemple los colores firmes y vivos de las etiquetas. ¿No es esto un real avance en la marcha de los siglos, un evidente premio al ciego empecinamiento humano? Recorro una provincia y una gobernación. Después las vuelvo a atravesar. Los pueblos son parecidos, sus calles llevan los mismos nombres. Únicamente varían los hoteles: los hay regulares y pésimos. ¿Valía la pena que corriese tanta sangre para convertir un hermoso desierto en una llanura tan progresista y apagada? -¿Y qué dice la gente por allá? -Hablan de cotizaciones y barajan posibilidades de hacer dinero. Sueñan con la ciudad. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Lo mismo hago yo cuando me encuentro en el campo. Se detuvo un instante. Parecía medir algo. Entonces, dominado no sé por qué impulso, le dije: -Cuando hablabas de viajar y viajar, ¿te acordás?, tenías la seguridad de llegar a ser un trotamundos. Y te encuentro ahora convertido en un trotaprovincias.
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-Hago lo que puedo -me respondió tristemente- Además, ahora todo me da lo mismo. Esa tristeza contradecía la suficiencia que barruntaba en sus palabras anteriores. Me sentí conmovido. ¡Y yo, que comenzaba a enrostrarle su fracaso, con esa crueldad que sólo puede gastar otro fracasado! -¿Por qué no buscamos un lugar tranquilo para seguir charlando? -propuse. Echamos a andar por la avenida Pueyrredón, pero nos molestaba esa avalancha humana que trotaba para hundirse en las entradas del ferrocarril subterráneo. Doblamos por Cangallo. Los oscuros y silenciosos depósitos del Ferrocarril Oeste parecían fortalezas abandonadas. Como un poderoso fantasma ululó una invisible locomotora. Alejandro consultó su reloj. -Faltan tres minutos para que parta "El Pampero", el nocturno a Santa Rosa
-fue
el
comentario
del
viajante
de
comercio-.
Un
hermoso
rápido.
Generalmente duermo de un tirón hasta Pehuajó. Allí me despierta la sensación de que el tren se ha detenido, el estrépito de los topes que chocan en alguna maniobra y ese vibrante frío que anuncia el amanecer. Y yo agonizo mientras espero que el rápido prosiga su carrera. Entonces es cuando me domina el miedo. En cualquier momento espero escuchar el ruido del motor del camión... -¿Pero de qué camión estás hablando? -le interrumpí alarmado. Volví a contemplarlo. La culpa no era de los tubos de luces fluorescentes. Aquí, en los flancos mal iluminados de la estación ferroviaria, lo seguía viendo pálido. Y como no me contestara pronto, y quizá temiendo que lo hiciera, le pregunté: -¿No te sentís bien? -Lo que se dice muy bien, no estoy. Ya te explicaré. Con decirte que me encontraba en Plaza Once para tomar ese tren. Y ya ves: lo dejo partir. ¿Hice bien? Creo que sí. Pero ya escuchaste cómo se desesperó recién esa maldita locomotora. Era como un llamado, ¿verdad? ¡Pero no pongas esa cara de asombro, que ya voy a explicarte todo esto! Nos instalamos en una modesta fonda de la calle Anchorena, en los alrededores del mercado de Abasto. Pinchábamos en un plato repleto de pequeñas aceitunas cubiertas de ají molido, que ayudaban a apurar el vino grueso y áspero de tres barricas alineadas en la entrada, servido en jarras de descascarada loza. Y ese vino chispeaba ahora en los ojos de Alejandro Aguilera y teñía levemente sus demacradas mejillas. -Cuando se ha vivido en distintas ciudades comenzó a decir-, algo se aprende: muchas verdades inconstantes y pocas otras inconmovibles. Una de estas últimas es que
toda ciudad
conserva, protegida
con el halo de verdura
descompuesta de sus grandes mercados, cierta zona aun más profunda que la
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portuaria, con algunas calles de apariencia rural y otras del medioevo, donde alternan el caballo cansado y las tumefactas coliflores, el changador borracho y el delicado fruto que baja del trópico. Si hubieses sido ciclista como lo he sido yo tendrías en el cuerpo el recuerdo de algún golpe, por pasar por el mercado de Abasto. Sobre esos pavimentos viscosos, donde patinaba mi bicicleta, merodea firmemente, en cambio, la Aventura, atraída por el olor de especias. ¿Qué puede hacer la Aventura en las calles de una gran ciudad como Buenos Aires? ¡Hace el ridículo y nada más! Entonces viene hacia estos lados (como vienen algunos noctámbulos hastiados), porque es el rincón donde la vida -aunque sólo sea la del vegetal- conoce esa desnuda intensidad de vivir, apetecer y pudrirse al mismo tiempo. Por eso es necesario buscar los grandes mercados. En sus alrededores te darán de comer bien y beberás un vino, si no fino, al menos extraño, y en todo caso barato. Cuando el mercado no te reserve emoción alguna, y sus fondas te mezquinen la novedad de un plato y un pasable vino de barrica, entonces querrá decir, querido amigo, que todo anda definitivamente mal. Volcó en su vaso el resto del vino de la jarra (la segunda que le servían) y lo apuró como si repentinamente le quemase la sed. -Es lamentable necesitar a veces la ayuda del alcohol, pero mayor desgracia es no sentir nunca lo inefable y desconocer la aventura de contemplar el mundo con los ojos limpios y sorprendidos de un niño. Aquí estoy en esta fonda del mercado, y para mí este momento compensa el tiempo perdido en un mes de trabajo productivo. Sí, en mi cochina y tediosa lucha por la vida irrumpe una poderosa y luminosa ráfaga de magia. Recorrió con la vista las paredes decoradas con botellas polvorientas y jamones colgantes y ristras de salamines a modo de guirnaldas, antes de proseguir: -Generalmente me domina la sensación de moverme de un lado hacia otro, vacío y perdido como un sonámbulo. Pero he aquí que despierto: he tomado el noble vino y nuevamente estoy instalado frente a la vida, contemplando un espectáculo tan viejo como el mundo y tan nuevo que no hay escenas repetidas. Así estaba hace una semana en ese pueblo de Choele-Choel, con un codo apoyado en la mesa y el otro en la tapa de un viejo piano. Encima del piano (a mi espalda), una sucia pantalla cinematográfica ocupa una pared. Enfrente, la casita del operador, de madera verde oscura, y con doble ventanilla para el paso de la luz. ¿Cuándo y qué tipo desusado de cine se pasa en este hotelucho de Choele-Choel? Un antiquísimo aparador de trabajada madera, alto hasta el techo, y cuadros de frutas y aves que sobrevivieron varias guerras. Aquí estoy, en un viscoso y profundo agujero, bajo el limpísimo cielo de Choele-Choel, en una cueva a orillas del Río Negro.
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Sobre la sufrida valija del muestrario diviso el sufrido e inacabable talonario de pedidos, donde asoman, lastimosamente arrugadas, como viejas orejas de elefantes, los papeles carbónicos de copia. En ese mal juego de los adultos, a mí me toca tomar mi valija y recorrer los desiertos y las praderas, ofreciendo tanta cosa que se considera necesaria, para la vida: yerba, bombachas, licores. En un rincón come el mozo que me termina de servir. Sobre la sopa, muerde la galleta de campo y también él toma largos sorbos de un vinillo casero, turbio y espeso, con un, sorprendente gusto a uva. Y después llegan paisanos de tez terrosa, apagados y lastimosos como sus ponchos. Contemplan el juego en la mesa de billar, donde se lucen dos vecinos hijos de las islas de Choele-Choel. El muchacho que come, revuelve la sopa con la cuchara, hace balancear el líquido de su vaso y después da vuelta al bife en el plato, con evidente satisfacción. Es el gesto de quien asegura: "He aquí mi vino. Y ahora comeré esa sopa y este bife". Y yo me embriagaba lentamente con ese vino joven y rústico, hasta que se me revela que todo entra, en un clima mágico... Ahí estamos reunidos un grupo de vencidas criaturas, en la fonda del aplastado caserío. Yo con mi talonario de pedidos de yerba y ese muchacho encantado de su sopa y maravillado del vino. Y esos sufridos peones que juegan al billar. Me entran ganas de abrazar a todos y ponerme a llorar, pero no tanto de tristeza como de simple ternura y piedad, hacia ellos y hacia mí mismo. Cuando viene el muchacho a retirarme el cubierto, le pido otra botellita de ese extraño vino. Vuelvo a llenar el vaso y entonces pregunto por un amigo, el flaco Muñiz, que trabaja en Vialidad, en la construcción de los puentes que atravesarán el Río Negro por esas islas. El muchacho sacude el mantel: "Uno delgadito, que viste siempre de negro, ¿verdad? Sí, señor, sabía comer aquí. Primero paraba en Choele, después venía del campamento de la isla Lamarque, y finalmente pasó a Pomona." ¿Queda lejos?, le pregunté. "Unas cinco leguas. Y desde entonces no lo veo más", me responde. Y el rostro, del muchacho adquiere esa extraña inmovilidad de piedra encantada de algunas estatuas. El recuerdo le suaviza la expresión y sus ojos parecen traspasar esos muros y perforar la aplastadora noche del desierto. "¿Buen muchacho, eh?", digo por decir algo, recordando la suave timidez de artista del flaco Muñiz. Pero el otro ya ha penetrado en la zona del encanto y dice lentamente: "Tocaba el piano. Sabía tocar muy bien". Tengo el codo apoyado en el piano y lo retiro. Ahí está el lustroso y silencioso mueble olvidado, y ese mozo que parece perforar la noche con el recuerdo confuso de algunos sones que llegaran al alma. Finalmente sacude la cabeza como si espantase una mosca. Después dobla el maltratado mantel y se retira. Pero allí queda la presencia del flaco Muñiz, porque hay evocaciones suficientemente plásticas como para cristalizar imágenes ya esfumadas. Entonces veo entrar al flaco Muñiz. Pasa inadvertido entre esos
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criollos, cetrinos, flacos y callados como él. Uno de los que tiraban carambolas lo saludó sin dejar de pasarle tiza al taco. El flaco se sienta al piano. Y repentinamente algo extraño sacude a esos impávidos y vencidos campesinos, como si un poderoso viento llegado de muy lejos los arrancase de su antiguo sopor. El mozo limpiaba copas en un tacho de cinc, detrás del mostrador, y clavaba la vista hacia un punto tan lejano como el origen de ese extraño viento. Pero eso sólo duraba un instante. Los sones del piano mueren y la fonda retorna a su normalidad. El muchacho llena un vaso de caña para un nuevo parroquiano y todos vuelven a atender las fallidas carambolas de los improvisados billaristas. El flaco se incorpora y cierra cuidadosamente la tapa del piano y tal vez no sepa que un hálito inefable se ha prendido durante un breve instante en esa cueva aplastada por la noche del desierto... Alejandro se detuvo nuevamente, como si necesitase orientar su relato y tomar aliento antes de proseguir. Además, aprovechó la pausa para pedir otra jarra de vino. Era evidente que se disponía a contarme lo más importante. -Entonces me dominó el deseo de ir a visitar al flaco en el campamento de Pomona. Abandoné la mesa para averiguar la salida del colectivo rural a Pomona. "Mañana a las nueve sale uno", me informó el mozo. Y señalándome a un jugador de billar, agregó: "Ese muchacho trabaja en el campamento de Lamarque; quizá pueda informarle mejor". El tal muchacho vino a nuestro lado al sentirse indicado. -¿Conoce usted a Muñiz? -le pregunté. -Claro que sí. Trabajaba en la oficina de Personal. Pero pasó a Pomona, de camionero. -¿De camionero? -Así es. Se produjo una vacante de camionero y Muñiz se ofreció. Ahí anda manejando un poderoso International. Ahora que me acuerdo, la última vez que lo vi en Lamarque, con su camión, me dijo que en estos días tendría carga para traer de Choele-Choel. A lo mejor, aparece mañana, quizá esta misma noche... Un extraño frío me recorrió el cuerpo. No, no me mirés así, que no divago. A las dos de la madrugada tomé el tren que me devolvió a Buenos Aires. Claro que te sorprendés... Pero te voy a contar. Sé que un buen día voy a encontrarme con el camionero. Un camión conducido por una persona que me va a resultar conocida. ¿Quién no conoce el rostro de la Muerte? Y la Muerte anda ahora sobre un poderoso camión. Ya ves: iba a visitar a Muñiz en Pomona. Me llamaba, creándome ese impulso loco. Una sirena no lo haría mejor. ¡Y me esperaba con "el camión"! ¿Te das cuenta? -¿Y qué te pasó esta noche? -¡Ah, esta noche! Tenía que salir para iniciar mi gira por el circuito Santa Rosa, General Acha y Bahía Blanca. Dejé mi equipaje en el depósito de la estación
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Once. Repentinamente me dominó la angustia y temí realizar el viaje. Eché a andar por la iluminada recova de Plaza Once y entonces te encontré. Ahora estoy aquí tomando y alegrándome. Y Alejandro se reía como si terminase de engañar al mismo demonio. Fue entonces cuando en la fonda del mercado entró el hombre de la casaca de cuero. En el mercado de Abasto convergen diariamente cientos y quizá miles de camiones, y la entrada de un camionero no hubiese llamado nunca mi atención, especialmente en este momento, que me dominaba la penosa impresión de comprobar el evidente desequilibrio de mi amigo. Pero no pude dejar de contemplarlo detenidamente, pues su presencia tuvo la virtud de hacer palidecer a Alejandro hasta convertirlo en un verdadero espectro. El camionero avanzó hacia el mostrador. Su gesto denotaba agotamiento físico, lo que podía explicarse, ya que son muchos los conductores que deben aguantar jornadas abrumadoras para traer sus cargas al mercado. Cierto que la máscara sudada y crispada del camionero de gastada casaca de cuero mostraba la misma palidez de mi amigo, pero Alejandro no clavaba su mirada en el recién llegado, sino que no la separaba de la puerta, por donde se veía la parte trasera de un poderoso camión de color verde oliva. Se trataba de uno de esos imponentes y maltratados armatostes que después de servir en la última guerra transitan en las calles de Buenos Aires en trabajos de paz. En la mesa teníamos tres jarras de vino vacías. Y yo pregunté: -¿Qué pasa en ese camión? Alejandro balbuceaba, ya en pleno delirio. -Pude verlo antes que se estacionase. Estaba lleno de muertos. Parecen soldados. Algunos van destrozados. A otros les cuelgan los brazos, como si quisiesen aferrarse al suelo para no seguir viaje. Yo tampoco me encontraba del todo bien, pues comencé a admitir: -No cabe duda que ese camión llevó miles de soldados y cargó toneladas de cadáveres, Alejandro. Y esas imágenes no se pueden borrar así no más. Ahí quedan, junto con esa pintura color de campo martirizado y las abolladuras producidas por alguna explosión. ¿Pero querés ir a ver lo que lleva ahora? Seguramente un cargamento de zapallos rojizos, o de fresquísima lechuga... Alejandro movió obstinadamente la cabeza con el gesto temeroso y angustiado de un niño que se niega a cumplir un castigo. Yo giré la cabeza para divisar al camionero. Terminaba de tomar una copa en el mostrador de cinc y abandonaba el local. Pasó al lado de nuestra mesa, detrás de mí. No pude ver si el hombre hizo un gesto, pero lo cierto es que Alejandro se incorporó y con pasos de alucinado salió detrás del camionero de la casaca de cuero.
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Cuando sentí arrancar el poderoso motor pude reaccionar. Atiné a dejar un par de billetes en la mesa, entre las jarras vacías, y llegué hasta la puerta. El camión y Alejandro habían desaparecido. Tenía frente a mí esa extraordinaria bóveda de cemento, con imponencia y belleza de catedral, de nuestro mercado central. Filas interminables de camiones entraban lentamente por sus puertas de ciudadela. Sentí miedo y eché a andar con paso rápido hacia las luces del centro de la ciudad.
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D. H. LAWRENCE EL CABALLITO DE MADERA
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DAVID HERBERT LAWRENCE, el discutido novelista inglés, nació en 1885, murió en 1930. Se casó en 1914 con Frieda von Richthofen, hermana del célebre as de la aviación alemana. En El Pavo Real Blanco, Hijos y Amantes, La Serpiente Emplumada, El Amante de Lady Chatterley (novelas) y en Psicoanálisis del Inconsciente, Fantasía del Inconsciente (ensayos), se ocupó de temas sexuales, psicológicos y religiosos, suscitando apasionadas adhesiones y enérgicos rechazos. "El Caballito de Madera" es sin duda uno de los relatos más bellos de la literatura fantástica inglesa.
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Era una mujer hermosa, que había empezado con todas las ventajas que puede deparar la vida, y que, sin embargo, no tuvo suerte. Se casó por amor, y el amor se redujo a polvo. Tuvo hermosos hijos, pero llegó a creer que le habían sido impuestos, y no pudo amarlos. Ellos la miraban con frialdad, como si la encontraran culpable. Y bien pronto ella sintió que debía ocultar alguna falta. Sin embargo, nunca supo cuál era esa culpa que debía ocultar. Pero cuando sus hijos estaban presentes, sentía endurecérsele el centro del corazón. Esto la inquietaba, y en su inquietud trataba de mostrarse afectuosa y solícita con ellos, como si los quisiera mucho. Sólo ella sabía que en el centro de su corazón había un lugarcito duro que no podía sentir amor, que no podía amar a nadie. Todos decían: "Es una buena madre. Adora a sus hijos". Sólo ella y sus mismos hijos sabían que no era así. Leían la verdad en sus miradas. Tenía un varón y dos niñas. Vivían en una casa agradable, con jardín, con criados discretos, y se sentían superiores a todos los vecinos. Pero, aunque guardaban las apariencias, reinaba siempre en la casa cierta ansiedad. El dinero nunca era suficiente. La madre tenía una pequeña renta, y el padre tenía una pequeña renta, mas no bastaban para conservar la posición social que debían mantener. El padre trabajaba en una oficina de la ciudad. Tenía buenas perspectivas,
pero
esas
perspectivas
nunca
se
materializaban.
Y
aunque
conservaran las apariencias, persistía siempre la punzante sensación de la escasez de dinero. Por fin dijo la madre: -Veré si yo puedo hacer algo. Pero no sabía por dónde empezar. Se devanó los sesos, probó esto y aquello sin encontrar nada eficaz. El fracaso grabó profundos surcos en su rostro. Sus hijos crecían, pronto tendrían que ir a la escuela. Hacía falta dinero, más dinero. Parecía que el padre, siempre muy elegante y dispendioso en la satisfacción de sus gustos, nunca podría hacer nada que valiese la pena. Y la madre, que tenía mucha fe en sí misma, no logró mejores resultados y además era tan derrochadora como el padre. Y así fue como penetró en la casa aquella frase tácita: ¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero! Los niños la oían permanentemente, aunque nadie la pronunciaba en alta voz. La oían en la Navidad, cuando los costosos y espléndidos juguetes llenaban su cuarto. Detrás del reluciente caballito de madera, detrás de la elegante casa de muñecas, una voz, de pronto, empezaba a susurrar: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!" Y los niños se interrumpían en sus juegos, para escuchar la voz. Se miraban a los ojos, para comprobar si todos la habían oído. Y cada uno veía en los ojos de los otros dos que también habían oído. "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!"
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Las palabras brotaban en un susurro de los resortes del caballito de madera, que aún no había dejado de mecerse, y también el caballo las oía, bajando la cabeza de madera. Y la muñeca grande, tan rosada y presumida en su cochecito nuevo, la oía con toda claridad, y al oírla parecía acentuar su sonrisa de afectación. Y aun el perrito bobo, que ocupaba el lugar del oso de paño, tenía ahora una expresión tan extraordinaria de bobería por la sola razón de que acababa de oír el secreto marmullo que inundaba la casa: "¡Hace falta más dinero!" Sin embargo, nadie lo decía en voz alta. El rumor estaba en todas partes, y por lo tanto nadie lo formulaba abiertamente, así como nadie dice: "Estamos respirando", a pesar de que lo hacemos sin cesar. -Mamá -dijo el niño Paul un día-, ¿por qué no tenemos automóvil propio? ¿Por qué usamos siempre el de tío, o un taxímetro? -Porque somos los parientes pobres -dijo la madre. -¿Y por qué somos los parientes pobres, mamá? -Bueno... -dijo la madre con lentitud y amargura-, supongo que es porque tu padre no tiene suerte. El niño estuvo un rato silencioso. -¿La suerte es dinero, mamá? -preguntó al fin con cierta timidez. -¡No, Paul! No es exactamente lo mismo. La suerte es lo que hace que uno tenga dinero. -¡Oh! -dijo Paul vagamente-. Yo pensé que cuando tío Oscar decía "sucio lucro" quería decir dinero. -Lucro quiere decir dinero -dijo la madre. Pero es lucro, y no suerte. -¡Oh! -exclamó el niño-. Entonces, ¿qué es la suerte, mamá? -Es lo que hace que uno tenga dinero -repitió la madre-. Si tienes suerte, tienes dinero. Por eso es mejor nacer con suerte que nacer rico. Si eres rico, puedes perder tu dinero. Pero si tienes suerte, siempre ganarás más dinero. -¡Oh! ¿De veras? ¿Y papá no tiene suerte? -No, para nada -respondió ella amargamente. El niño la miró con expresión vacilante. -¿Por qué? -preguntó. -No sé. Nadie sabe por qué algunos tienen suerte y otros no. -¿No? ¿Nadie sabe? ¿No hay nadie que sepa? -¡Quizá lo sepa Dios! Pero Él nunca lo dice. -Oh, pero debería decirlo. ¿Y tú tampoco tienes suerte, mamá? -No puedo tenerla, porque estoy casada con un hombre sin suerte. -¿Pero tú misma, no tienes suerte? -Solía creer que sí, antes de casarme. Pero ahora veo que soy muy desafortunada.
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-¿Por qué? -¡Bueno, basta de preguntas! Quizá no sea desafortunada en realidad... El niño la miró para ver si lo decía en serio. Pero vió, por la expresión de su boca, que estaba tratando de ocultarle algo. -Bueno, de todas maneras -dijo con obstinación-, yo soy una persona de suerte. -¿Por qué? -preguntó su madre echándose a reír. Él la miró. Ni siquiera sabía por qué había afirmado eso. -Me lo dijo Dios -repuso, no queriendo dar el brazo a torcer. -¡Ojalá sea así, querido! -contestó la madre, riendo nuevamente, pero con cierto resentimiento. -¡Es cierto, mamá! -¡Excelente! -dijo la madre, recurriendo a una de las exclamaciones favoritas de su marido. El niño vio que no le creía; o más bien, que no hacía caso de sus afirmaciones. Esto lo irritó. Deseó poder obligarla a que le prestara atención. Se marchó, solo, vaga la expresión, pueril el andar, buscando la clave de la suerte. Absorto, sin reparar en los demás, iba y venía con una especie de cautela, buscando interiormente la suerte. Quería encontrar la suerte, quería encontrarla. Cuando las dos niñas jugaban a las muñecas, en el cuarto de juegos, él montaba en su gran caballo de madera y se lanzaba al espacio en una acometida salvaje, con tal frenesí que sus hermanas lo espiaban con inquietud. Impetuoso galopaba el caballo, tremolaban los cabellos oscuros y ondulados del niño y había en sus ojos un extraño fulgor. Las chiquillas no se atrevían a hablarle. Cuando llegaba al término cíe su alocado viaje, echaba pie a tierra y se plantaba ante el caballo de madera, contemplando fijamente su cabeza gacha. La boca roja del animal estaba levemente abierta, y sus grandes ojos tenían un resplandor vidrioso. -¡Vamos! -ordenaba quedamente al fogoso corcel-. ¡Llévame a donde está la suerte! ¡Anda, llévame! Y azotaba al caballo en el pescuezo con la fusta que le había pedido al tío Oscar. Sabía que el animal, si él lo obligaba, lo llevaría a donde estaba la suerte. Montaba entonces de nuevo y reanudaba su furioso galope, con el deseo y la certeza de llegar, por fin, a donde estaba la suerte. -¡Romperás el caballo, Paul! -decía la institutriz. -¡Siempre cabalga así! -añadía Joan, su hermana mayor-. ¿Por qué no se queda tranquilo?
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Pero él se limitaba a mirarlas con furia y en silencio. La institutriz desistió de corregirlo. Imposible sacar nada de él. Y al fin y al cabo, ya se estaba poniendo demasiado grande para que ella lo cuidara. Un día su madre y su tío Oscar entraron en mitad de uno de sus furiosos galopes. El chico no les dirigió la palabra. -¡Hola, mi pequeño jinete! -dijo el tío-. ¿Corres una carrera? -¿No eres demasiado grande para un caballito de madera? Ya no eres una criatura -dijo su madre. Pero Paul se contentó con mirarla, irritado, con sus ojos azules, grandes y más bien hundidos. No quería hablar con nadie cuando estaba en plena carrera. Su madre lo observó con expresión ansiosa. Por fin, bruscamente, el niño dejó de espolear el mecánico galope del caballo y se deslizó a tierra. -¡Bueno, llegué! anunció impetuosamente, con los ojos azules todavía relucientes, bien separadas las piernas largas y robustas. -¿Adónde llegaste? -preguntó su madre. -A donde quería llegar -replicó. -Muy bien, hijo -aprobó el tío Oscar-. Nunca hay que detenerse antes de llegar a la meta. ¿Cómo se llama el caballo? -No tiene nombre. -¿Se las arregla sin un nombre? -preguntó el tío. -Bueno, tiene varios nombres. La semana pasada se llamaba Sansovino. -Sansovino, ¿eh? El ganador del Ascot. ¿Cómo conocías su nombre? -Siempre habla de carreras de caballos con Bassett -dijo Joan. El tío se quedó encantado al descubrir que su sobrinito estaba al tanto de todas las noticias referentes a las carreras. Bassett, el joven jardinero -que había sido herido en un pie durante la guerra y había obtenido su actual empleo por recomendación de Oscar Cresswell, su antiguo patrón- era un verdadero perito en cosas del "turf". Vivía en la atmósfera de las carreras, y el niño con él. Oscar Cresswell lo supo todo por medio de Bassett. -El niño Paul viene y me pregunta, y yo no tengo más remedio que contestarle, señor -dijo Bassett con expresión terriblemente seria, como si hablara de temas religiosos. -¿Y alguna vez apuesta algo al caballo que se le ha ocurrido? -Bueno... yo no quisiera delatarlo. Es un jovencito muy discreto, un buen camarada, señor. Preferiría que se lo preguntase usted mismo. En cierto modo le produce placer nuestro secreto y -con perdón de usted- quizá pensaría que yo lo he traicionado. Bassett estaba tan serio que parecía en misa. El tío fue a buscar al sobrino y lo llevó a dar una vuelta en su automóvil.
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-Dime, Paul -le preguntó-, ¿alguna vez apuestas algo a un caballo? El niño observó atentamente a su tío. -¿Por qué? ¿Crees que no debería hacerlo? replicó, poniéndose en guardia. -¡No, nada de eso! Pero se me ocurrió que tal vez podrías darme un "dato" para el Lincoln. El automóvil se internaba en la campiña, en dirección a la casa que tenía en Hampshire el tío Oscar. -¿De veras? -preguntó el sobrino. -¡De veras, hijo! -replicó el tío. -Bueno, entonces, juégale a Daffodil. -¡Daffodil! No creo que gane. ¿Qué me dices de Mirza? -Sólo sé cuál será el ganador -dijo el niño. Y el ganador será Daffodil. -¿Daffodil, eh? Hubo una pausa. Daffodil era un caballo relativamente mediocre. -¡Tío! -¿Sí, hijo? -No lo dirás a nadie, ¿verdad? Se lo he prometido a Bassett. -¡Al diablo con Bassett, hombre! ¿Qué tiene que ver él con esto? -¡Somos socios! ¡Hemos sido socios desde el primer momento! Tío, él me prestó los primeros cinco chelines, y los perdí. Y yo le prometí, bajo palabra de honor, que esto quedaría entre nosotros. Pero entonces tú me diste ese billete de diez chelines, con el que empecé a ganar, y pensé que tú tenías suerte. Pero no lo dirás a nadie, ¿verdad? El niño miró a su tío con aquellos ojos enormes, ardientes, azules, que parecían demasiado juntos. El tío se encogió de hombros y se echó a reír, incómodo. -¡Quédate tranquilo, muchacho! No diré nada a nadie. ¿Daffodil, eh? ¿Cuánto piensas apostarle? -Todo menos veinte libras -dijo el chico-. Las mantengo en reserva. El tío pensó que era un buen chiste. -¿Así que mantienes veinte libras en reserva, joven embustero? ¿Y cuánto apuestas? -Trescientas, dijo gravemente el chico-. Pero esto queda entre tú y yo, tío Oscar. ¿Palabra de honor? El tío lanzó una carcajada. -Pierde cuidado, mi pequeño Nat Gould contestó sin cesar de reír-, te guardaré el secreto. ¿Pero dónde están tus trescientas libras? -Las tiene Bassett. Somos socios. -¡Ah, ya veo! ¿Y cuánto apostará Bassett a Daffodil?
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-No creo que le juegue tanto como yo. Ciento cincuenta quizá. -¿Ciento cincuenta peniques? -dijo el tío en son de broma. -No, ciento cincuenta libras -repuso el muchacho mirando a su tío con sorpresa-. Bassett se queda con una reserva más grande que yo. Entre divertido e intrigado, el tío Oscar guardó silencio. No volvió sobre el tema, pero decidió llevar a su sobrino a las carreras de Lincoln. -Bueno, muchacho -le dijo-, yo apostaré veinte libras a Mirza, y cinco para ti al caballo que elijas. ¿Cuál te gusta? -¡Daffodil, tío! -¡No, no te pierdas esas cinco libras apostándolas a Daffodil! -Es lo que yo haría si el dinero fuese mío -dijo el niño. -¡Bien! ¡Bien! ¡Razón tienes! Diez libras a Daffodil, cinco para ti y cinco para mí. El niño nunca había visto carreras. Sus ojos eran llamitas azules. Su boca estaba tensa. Delante de él había un francés que había apostado a Lancelot. Frenético, subía y bajaba los brazos, gritando con su acento francés:-"¡Lancelot! ¡Lancelot!" Daffodil llegó primero, Lancelot segundo, Mirza tercero. El niño, a pesar de su sonrojo y sus ojos incandescentes, estaba extrañamente sereno. Su tío le trajo cinco billetes de cinco libras. El caballo había pagado a razón de cuatro a uno. -¿Qué hago con ellos? -preguntó, agitándolos ante los ojos del muchacho. -Creo que tendremos que hablar con Bassett repuso el chico-. Si no me equivoco, ahora tengo mil quinientas libras; y veinte de reserva; y estas veinte. Su tío lo observó unos instantes. -¡Vamos, muchacho! -exclamó-. ¿En serio pretendes que Bassett tiene mil quinientas libras tuyas? Sí, es en serio. ¡Pero no lo digas a nadie! ¿Palabra de honor? -¡Palabra de honor, sí, amiguito. Pero debo hablar con Bassett. -Si quieres, tío, puedes ser nuestro socio. Pero deberás prometer, bajo palabra de honor, que no dirás nada a nadie. Bassett y yo tenemos suerte, y tú también debes tenerla, porque fue con tus diez chelines que empecé a ganar... El tío Oscar se llevó a Bassett y a Paul a pasar la tarde en Richmond Park, y allí conversaron. -Yo le diré cómo fue, señor -dijo Bassett-. Al niño Paul le gustaba hacerme hablar de carreras, contarle anécdotas... en fin, señor, usted sabe lo que son esas cosas. Y siempre tenía interés por saber si yo había ganado o perdido. Hará un año, me pidió que le apostara cinco chelines a Blush of Dawn; y perdimos. Después, con esos diez chelines que le regaló usted, se nos dio vuelta la suerte y en general nos ha sido bastante favorable. ¿Qué piensa usted, niño Paul?
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-Todo va muy bien cuando estamos seguros -dijo Paul-. Pero cuando no estamos del todo seguros, solemos perder. -Sí, pero entonces tenemos cuidado -dijo Bassett. -¿Y cuándo están seguros? -preguntó, sonriendo, el tío Oscar. -Es el niño Paul, señor -dijo Bassett con voz secreta, religiosa-. Es como si recibiera un aviso del cielo. Ya vio usted lo que pasó con Daffodil. Ése era cien por cien seguro. -¿Tú apostaste a Daffodil? -preguntó Oscar Cresswell. -Sí, señor. Hice mi ganancia. -¿Y mi sobrino? Bassett miró a Paul y guardó obstinado silencio. -Yo gané mil doscientas libras, ¿verdad, Bassett? Le dije a tío que había apostado trescientas a Daffodil. -Eso es -asintió Bassett. -Pero, ¿dónde está el dinero? -preguntó el tío. -Lo tengo yo, señor, bien guardado. El niño Paul puede pedírmelo cuando quiera. -¿Mil quinientas libras? -¡Mil quinientas veinte! Es decir, mil quinientas cuarenta, con las veinte que ganó en el hipódromo. -¡Es asombroso! -dijo el tío. -Si el niño Paul le ofrece entrar en la sociedad, señor, yo en su lugar aceptaría; con perdón de usted. Oscar Cresswell reflexionó. -Quiero ver el dinero -dijo. Los condujo a la casa, y poco después Bassett regresaba al invernadero donde lo esperaba Oscar Cresswell trayendo mil quinientas libras en billetes. Las veinte libras restantes las había dejado a Joe Glee, en el depósito de la comisión de carreras. -Ya ves, tío -dijo el niño-, que todo marcha muy bien cuando yo estoy seguro. Entonces jugamos fuerte, todo lo que tenemos. ¿No es así, Bassett? -Así es, niño. -¿Y cuándo estás seguro? -preguntó el tío, echándose a reír. -Oh, bueno, a veces estoy absolutamente seguro, como en el caso de Daffodil -dijo el niño-, y a veces tengo una corazonada; otras, ni siquiera eso, ¿no es verdad, Bassett? Entonces tenemos cuidado, porque la mayoría de las veces perdemos. -¡Oh, ya veo! Y cuando estás seguro, como en el caso de Daffodil, ¿por qué estás tan seguro, hijo mío?
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-Oh, bueno, no lo sé -respondió el niño, turbado-. Estoy seguro, tío, pero eso es todo. -Es como si recibiera un aviso divino, señor -reiteró Bassett. -¿Será posible? -dijo el tío. Pero ingresó en la sociedad. Y cuando se acercaba el premio Leger, Paul se sintió "seguro" de que ganaría Lively Spark, caballo de escasos antecedentes. Paul insistió en apostarle mil libras. Bassett le jugó quinientas y Oscar Cresswell doscientas. Lively Spark ganó y pagó a razón de diez a uno. Paul había ganado diez mil libras. -Ya ves -dijo-, yo estaba absolutamente seguro. El mismo Oscar Cresswell había ganado dos mil libras. -Mira, muchacho -le dijo-, esta clase de cosas me ponen un poco nervioso. -¿Por qué, tío? Quizá no volveré a estar seguro durante mucho tiempo. -Pero, ¿qué vas a hacer con el dinero? -Empecé a jugar por causa de mamá -repuso el niño-. Ella dijo que no tenía suerte, porque papá no la tenía, y entonces pensé que si yo tenía suerte, quizá dejaría de susurrar. -¿Quién dejaría de susurrar? -¡Nuestra casa! Odio nuestra casa porque nunca deja de susurrar. -¿Qué susurra? -Bueno... pues... -vaciló el chico-... a decir verdad, no estoy seguro, pero tú sabes, tío, que siempre falta dinero. -Lo sé, hijo, lo sé. -¿Y sabes, tío, que mamá siempre tiene algún vencimiento, verdad? -Me temo que sí. -Y entonces la casa empieza a susurrar, y parece que hubiera alguien que se ríe de nosotros a espaldas de nosotros. ¡Es terrible! Y yo pensé que si tenía suerte... -¿Podrías terminar con eso, verdad? -concluyó el tío. El niño lo miró con sus grandes ojos azules, que traslucían un fuego frío y misterioso, pero no dijo nada. -¡Bueno! -dijo el tío-. ¿Qué hacemos? -No quiero que mi madre sepa que tengo suerte -dijo el chico. -¿Por qué no? -Porque no me lo permitiría. -Me parece que te equivocas. -¡Oh! -exclamó el chico, agitándose extrañamente-. No quiero que ella lo sepa, tío. -¡Está bien, hijo! Lo arreglaremos todo de manera que ella no lo sepa.
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Y en efecto, lo arreglaron con suma facilidad. Paul, a sugerencia de su tío, le entregó cinco mil libras; éste las puso en manos del abogado de la familia, quien debía informar a la madre de Paul que un pariente suyo le había entregado ese dinero, con la orden de pagarle mil libras anuales, el día de su cumpleaños, durante los cinco años subsiguientes. -De ese modo -dijo el tío Oscar- ella recibirá un regalo de cumpleaños de mil libras durante los cinco años próximos. Espero que eso no le haga la vida dura después, cuando deje de recibirlas. La madre de Paul cumplía años en noviembre. La casa había estado "susurrando" más que nunca en los últimos tiempos, y a pesar de su suerte, Paul no podía hacerle frente. Estaba ansioso por ver el efecto que causaría, el día del cumpleaños de su madre, la carta con la noticia referente a las mil libras. Cuando no había visitas, Paul comía con sus padres. Ya se había sustraído a la jurisdicción de la institutriz. Su madre iba al centro casi todos los días. Había redescubierto
su
vieja
habilidad
para
dibujar
telas
y
pieles,
y
trabajaba
secretamente en el estudio de una amiga, que era la "artista" más destacada de las principales modistas. Dibujaba para los anuncios periodísticos figurines de damas ataviadas con pieles y sedas. Aquella joven artista ganaba varios millares de libras al año, pero la madre de Paul sólo pudo ganar unos centenares, y nuevamente se sintió insatisfecha. Tenía tantos deseos de sobresalir en algo, y no podía conseguirlo... ni siquiera dibujando anuncios de modas. La mañana de su cumpleaños bajó a tomar el desayuno. Paul escrutó su rostro mientras leía las cartas. Él sabía cuál era la del abogado. Advirtió que a medida que su madre la leía, su rostro se volvía duro e inexpresivo. Después un gesto frío y decidido asomó a sus labios. Ocultó la carta bajo las demás, y no dijo nada. -¿No recibiste nada agradable para tu cumpleaños, mamá? -preguntó Paul. -Sí, algo bastante agradable -respondió ella con su voz fría y ausente. Y se fue al centro sin añadir palabra. Pero por la tarde vino el tío Oscar. Dijo que la madre de Paul había celebrado una larga entrevista con su abogado, preguntándole si podía adelantarle en seguida la totalidad del dinero, pues estaba en deuda. -¿Tú qué piensas, tío? -dijo el chico. -Es cosa tuya, hijo. -¡Oh, entonces dale el dinero! Con lo que nos queda podemos ganar más. -Mas vale pájaro en mano que ciento volando, amigo mío -dijo el tío Oscar. -Oh, pero sin duda yo sabré quién ganará el Gran Premio Nacional; o el Lincolnshire, o el Derby. En alguno de ellos tengo que saber.
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El tío Oscar firmó el consentimiento y la madre de Paul cobró las cinco mil libras. Pero entonces ocurrió algo muy extraño. Las voces de la casa parecieron enloquecer súbitamente, como una algarabía de ranas en una tarde de primavera. Se habían comprado algunos muebles, Paul tenía un preceptor particular, y el próximo otoño iría a Elton, el colegio donde se había educado su padre. Aun en invierno había flores en la casa. El lujo a que había estado habituada la madre de Paul experimentaba un resurgimiento. Y sin embargo, las voces de la casa, detrás de los ramilletes de mimosas y flores de almendro, y debajo de las pilas de iridiscentes almohadones, parecían aullar y desgañitarse en una especie de éxtasis. "¡Hace falta más dinero! ¡Oh! ¡Hace falta más dinero! ¡Ahora, a-ho-ra! ¡A-ho-ra hace falta más dinero! ¡Más que nunca! ¡Más que nunca!" Aquello asustó terriblemente a Paul. Trataba de estudiar el latín y el griego con sus preceptores. Pero sus horas más intensas las vivía con Bassett. Ya se había corrido el Nacional; Paul no se sintió "seguro", y perdió cien libras. Vino el verano. Mientras aguardaba la disputa del Lincoln lo consumía la impaciencia. Pero esta vez tampoco "supo" y perdió cincuenta libras. Entonces se convirtió en un chico extraño, de ojos extraviados; parecía que algo fuese a estallar en su interior. -¡No te preocupes más, hijo mío! -insistía su tío Oscar-. Olvídate de todo eso. Pero el muchacho como si no lo oyera. -¡Tengo que saber para el Derby! ¡Tengo que saber para el Derby! -repetía, con sus ojos azules incendiados por una especie de locura. Su madre advirtió la sobreexcitación que lo dominaba. -Será mejor que te llevemos a veranear a la playa. ¿No quieres ir al mar ahora, en vez de esperar? Me parece que te convendría -dijo mirándolo ansiosamente, con el corazón extrañamente sobrecogido por causa del niño. Pero el chico alzó sus inquietantes ojos azules. -¡No puedo ir antes del Derby, mamá! –respondió- ¡No puedo! -¿Por qué no? -preguntó ella, endureciendo la voz ante la contradicción-. ¿Por qué no? Nadie te impedirá después ir a ver el Derby con tu tío Oscar, si eso es lo que quieres. No tienes necesidad de aguardar aquí. Además, me parece que te estás interesando demasiado por esas carreras de caballos. Es un mal síntoma. Mi familia ha sido una familia de jugadores; sólo cuando seas grande comprenderás el perjuicio que eso nos ha causado. Pero lo cierto es que nos ha perjudicado. Tendré que despedir a Bassett, y pedirle a tío Oscar que no te hable de carreras, a menos que te muestres más razonable. Ve a veranear a la playa y olvídate de todo eso. ¡Eres un manojo de nervios! -Haré lo que tú quieras, mamá, siempre que no me hagas salir antes del Derby.
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-¿Salir de dónde? ¿De esta casa? -Sí -dijo Paul, mirándola fijamente. -¡Pues mira que eres extraño! ¿A qué viene tan súbito cariño por esta casa? Jamás me figuré que pudieras quererla. Él la miró sin hablar. Guardaba un secreto dentro de otro secreto, algo que no había dicho ni siquiera a Bassett ni a su tío Oscar. Pero su madre, después de permanecer unos instantes indecisa e irritada, dijo: -¡Está bien! No vayas a la playa hasta que se corra el Derby, si eso es lo que quieres. Pero prométeme dominar tus nervios. ¡Prométeme no interesarte tanto en las carreras de caballos y en los "programas", como tú les llamas! -¡Oh, no! -dijo el chico, distraído-. No pensaré mucho en eso, mamá. No te preocupes. En tu lugar, yo no me preocuparía. -¡Si tú estuvieras en mi lugar, y yo en el tuyo dijo la madre-, vaya a saber en qué terminaría todo! -Pero tú sabes que no debes preocuparte, mamá, ¿verdad? -repitió el niño. -Me gustaría saberlo -respondió ella fatigadamente. -Oh, bueno, puedes saberlo. ¡Quiero decir, debes saber que no tienes que preocuparte! -¿De veras? Bueno, ya veremos. El secreto máximo de Paul era su caballo de madera, que no tenía nombre. Desde que se emancipó de institutrices y gobernantas, lo hizo llevar a su dormitorio, en el piso alto. -¡Eres demasiado grande para jugar con un caballito de madera! -le había reprochado su madre. -Oh, mamá, hasta que pueda tener un caballo verdadero, me gusta jugar con cualquiera -fue la extraña respuesta. -¿Así te sientes acompañado? -preguntó la madre, echándose a reír. -¡Oh, sí! Es muy bueno, y siempre me hace compañía. Y así fue como el caballo, ya bastante maltrecho, permaneció, inmovilizado en una cabriola, en el dormitorio del niño. Se acercaba el Derby, y Paul parecía cada vez más reconcentrado. Apenas escuchaba lo que le decían, tenía un aspecto muy frágil y sus ojos eran realmente inquietantes. Su madre experimentaba bruscos accesos de desasosiego. A veces, por espacio de media hora o más, sentía por él una repentina ansiedad que era casi angustia. Entonces la asaltaba el impulso de correr hacia el chico, para comprobar que estaba a salvo. Dos noches antes del Derby, estando en una gran fiesta en el centro, le sobrecogió el corazón uno de esos ataques de ansiedad por su hijo, el primogénito,
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y fue tan intenso que apenas pudo hablar. Luchó con todas sus fuerzas contra ese sentimiento, porque era una mujer sensata. Pero fue inútil. Tuvo que dejar el baile y bajó para telefonear a su casa. La institutriz de los niños se mostró terriblemente sorprendida y alarmada por aquel llamado nocturno. -¿Están bien los niños, Miss Wilmot? -Oh, sí, perfectamente. -¿Y Paul? ¿Está bien? -Se acostó en seguida. ¿Quiere que suba a echarle un vistazo? -¡No! -repuso la madre a pesar suyo-. No, no se moleste. Está bien. No se quede levantada. Volveremos a casa en seguida. No quería que la criada interrumpiese la intimidad de su hijo. Era alrededor de la una cuando los padres de Paul regresaron a la casa. Todo estaba en silencio. La madre subió a su cuarto y se quitó su blanco abrigo de pieles. Había ordenado a la doncella que no la esperase. Oyó a su esposo, que mezclaba un whisky con soda en la planta baja. Y luego, impulsada por la extraña ansiedad que sentía en el corazón, subió furtivamente al cuarto de su hijo. Se deslizó en silencio a lo largo del corredor. Creyó oír un débil ruido. ¿Que era? Permaneció junto a la puerta, los músculos tensos, escuchando. Se oía un ruido extraño, pesado y al mismo tiempo poco penetrante. Su corazón se paralizó. Era un rumor sordo, y sin embargo, impetuoso y potente. Como si algo enorme se moviera con furtiva violencia. ¿Qué era? ¿Qué era, en nombre de Dios? Ella debía saberlo. Tuvo la sensación de que reconocía aquel ruido. Sabía lo que era. Y sin embargo, no podía ubicarlo. No podía nombrarlo. Y el rumor proseguía con un ritmo de locura. Suavemente, paralizada de miedo y ansiedad, hizo girar el picaporte. El cuarto estaba oscuro. Sin embargo, junto a la ventana, oyó y vio algo que se balanceaba de un lado a otro. Se quedó asombrada. Encendió de pronto la luz, y vio a su hijo, con su pijama verde, cabalgando alocadamente en su caballito de madera. La luz lo bañó de pronto, mientras espoleaba su corcel, y alumbró también a la rubia mujer inmóvil en la puerta, con su pálido vestido verde y plata. -¡Paul ! -exclamó-. ¿Qué estás haciendo? -¡Es Malabar! -gritaba el chico con voz potente y extraña-. ¡Es Malabar! Sus ojos ardientes la miraron por espacio de un segundo, extraño e irracional, mientras cesaba de espolear a su caballo de madera. Después cayó con estrépito al piso, y ella, desbordante de atormentada maternidad, corrió en su auxilio.
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Pero el niño estaba inconsciente, e inconsciente permaneció, atacado de fiebre cerebral. Hablaba y se agitaba y su madre permanecía sentada a su lado, inmóvil como una piedra. -¡Es Malabar! ¡Es Malabar! ¡Bassett, Bassett, ya sé: es Malabar! -gritaba el niño, tratando de levantarse para espolear al caballo de madera que era la fuente de su inspiración. -¿Quién es Malabar? -preguntó la azorada madre. -No sé -dijo el padre, pétreo. -¿Quién es Malabar? -insistió ella dirigiéndose a su hermano Oscar. -Es uno de los caballos que corren el Derby fue la respuesta. Y a pesar suyo, Oscar Cresswell le habló a Bassett, y él mismo apostó un millar de libras a Malabar. Pagó a razón de catorce a uno. El tercer día de la enfermedad fue crítico. Se esperaba una reacción. El niño, con sus largos y ensortijados cabellos, se agitaba incesantemente sobre la almohada. No dormía ni recobraba el conocimiento, y sus ojos eran como piedras azules. Y su madre, ya sin corazón, también acabó de convertirse en piedra. Por la noche no vino Oscar Cresswell, pero Bassett mandó preguntar si podía subir un momento, nada más que un momento. La intromisión irritó mucho a la madre de Paul; pero, pensándolo mejor, consintió. El niño seguía igual. Quizá Bassett podría hacerle recobrar el conocimiento. El jardinero, un hombre bajo, de bigotito pardo y ojos también pardos, pequeños y penetrantes, entró de puntillas en el cuarto, se llevó la mano al imaginario sombrero a modo de saludo y después se encaminó al lecho, mirando fijamente con sus ojillos relucientes al niño agitado y moribundo. -¡Niño Paul! -susurró-. ¡Niño Paul! Malabar entró primero, ganó de punta a punta. Hice lo que usted me dijo. Ha ganado más de setenta mil libras, sí; ha ganado más de ochenta mil. Malabar llegó primero, niño Paul. -¡Malabar! ¡Malabar! ¿Yo dije Malabar, mamá? ¿Dije Malabar? ¿Crees que tengo suerte, mamá? Sabía que ganaría Malabar, ¿verdad? ¡Más de ochenta mil libras! Eso es suerte, ¿verdad, mamá? ¡Más de ochenta mil libras! Yo sabía, ¿acaso no lo sabía? Ganó Malabar. Si cabalgo en mi caballo hasta sentirme seguro, Bassett, yo sé lo que te digo: puedes apostar todo lo que tengas. ¿Apostaste todo lo que tenías, Bassett? -Jugué mil libras, niño Paul. -¡Nunca te dije, mamá, que si puedo cabalgar en mi caballo, y llegar, entonces estoy seguro... oh, absolutamente seguro! Mamá, ¿te lo dije alguna vez? ¡Yo tengo suerte! -No, nunca me lo dijiste -respondió la madre. Pero el niño murió esa noche.
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Y aún yacía en su lecho cuando la madre oyó la voz de su hermano, que decía: -Dios mío, Hester, has ganado ochenta mil libras y has perdido un hijo. Pobrecito, pobrecito, más le vale haberse ido de una vida donde debía montar en su caballito de madera para encontrar un ganador.
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JULIO GARMENDIA LA TIENDA DE MUÑECOS
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JULIO GARMENDIA nació en 1898 en la provincia de Lara (Venezuela). En Caracas ejerció algún tiempo el periodismo. Residió largos años en Europa. En París publicó su libro de cuentos La Tienda de Muñecos, al que da título el aquí incluido, en cuya atmósfera inquietante se mueven seres humanos contaminados de inexistencia y, en compensación, fantoches de imprevista humanidad. Otra colección de narraciones, "La Tuna de Oro", le valió a Garmendia en 1951 el Premio Municipal de Prosa de la capital venezolana.
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No sé cuándo, dónde ni por quién fue escrito el relato titulado "La Tienda de Muñecos". Tampoco sé si es simple fantasía o si es el relato de cosas y sucesos reales, como afirma el autor anónimo; pero, en suma, poco importa que sea incierta o verídica la pequeña historieta que se desarrolla en un tenducho. La casualidad pone estas páginas al alcance de mis manos, y yo me apresuro a apoderarme de ellas. Helas aquí:
LA TIENDA DE MUÑECOS "No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento. Esto explica mis asuntos banales y por qué trato ahora de encerrar en breves líneas la historia -si así puede llamarse- de la vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo, que después pasó a manos de mi padrino, y de las de éste a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos de familia; y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí me basta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes donde están alineados los viejos muñecos, con los cuales nunca jugué. Desde pequeño se me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi abuelo, y después mi padrino, solían decir, refiriéndose a ellos: -¡Les debemos la vida! No era posible que yo, que les amé entrañablemente a ambos, considerara con ligereza a aquellos a quienes adeudaban el precioso don de la existencia. Muerto mi abuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los muñecos, que permanecieron en los estantes de la tienda, clasificados en orden riguroso, sometidos a una estricta jerarquía, y sin que jamás pudieran codearse un instante los ejemplares de diferentes condiciones: ni los plebeyos andarines que tenían cuerda suficiente para caminar durante el espacio de un metro y medio en superficie plana, con los lujosos y aristocráticos muñecos de chistera y levita que apenas si sabían levantar con mucha gracia la punta del pie elegantemente calzado. A unos y otros mi padrino no les dispensaba más trato que el imprescindible para mantener la limpieza en los estantes donde estaban ahilerados. No se tomaba ninguna familiaridad ni se permitía la menor chanza con ellos. Había instaurado en la pequeña tienda un régimen que habría de entrar en decadencia cuando entrara yo en posesión del establecimiento, porque mi alma no tendría ya el mismo temple de la suya y se resentiría visiblemente de las ideas y tendencias libertarias que prosperaban en el ambiente de los nuevos días.
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Por sobre todas las cosas, él imponía a los muñecos el principio de autoridad y el respeto supersticioso al orden y las costumbres establecidas desde antaño en la tienda. Juzgaba que era conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin de evitar la confusión, el desorden, la anarquía, portadores de ruina así en los humildes tenduchos como en los grandes emporios. Hallábase imbuido de aquellos erróneos principios en que se había educado y que procuró inculcarme por todos los medios; y viendo en mi persona el heredero que le sucedería en el gobierno de la tienda, me enseñaba los austeros procederes de un hombre de mando. En cuanto a Heriberto, el mozo que desde tiempo atrás servía en el negocio, mi padrino le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le trataba al igual de los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en boga entonces. A su modo de ver, Heriberto no tenía más seso que los muñecos en cuyo constante comercio había concluido por adquirir costumbres frívolas y afeminadas, y a tal punto subían en este particular sus escrúpulos, que desconfiaba de aquellos muñecos que habían salido de la tienda alguna vez, llevados por Heriberto, sin ser vendidos en definitiva. A estos desdichados acababa por separarlos de los demás, sospechando tal vez que habían adquirido hábitos perniciosos en las manos de Heriberto. Así transcurrieron largos años, hasta que yo vine a ser un hombre maduro y mi padrino un anciano idéntico al abuelo que conocí en mi niñez. Habitábamos aún la trastienda, donde apenas si con mucha dificultad podíamos movernos entre los muñecos. Allí había nacido yo, que así, aunque hijo legítimo de honestos padres, podía considerarme fruto de amores de trastienda, como suelen ser los héroes de cuentos picarescos. Un día mi padrino se sintió mal. -Se me nublan los ojos -me dijo- y confundo los abogados con las pelotas de goma, que en realidad están muy por encima. -Me flaquean las piernas -continuó, tomándome afectuosamente la manoy no puedo ya recorrer sin fatiga la corta distancia que te separa de los bandidos. Por estos síntomas conozco que voy a morir, no me prometo muchas horas de vida y desde ahora heredas la Tienda de Muñecos. Mi padrino pasó a hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio. Hizo luego una pausa durante la cual le vi pasear por la tienda y la trastienda su mirada, ya próxima a extinguirse. Abarcaba así, sin duda, el vasto panorama del presente y del pasado, dentro de los estrechos muros tapizados de figurillas que hacían sus gestos acostumbrados y se mostraban en sus habituales posturas. De pronto, fijándose en los soldados, que ocupaban un compartimiento entero en los estantes, reflexionó:
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-A estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe. Yo insistía cerca de él a fin de que consintiera en llamar médicos que lo vieran. Pero se limitó a mostrarme una gran caja que había en un rincón. -Encierra precisamente cantidad de sabios, profetas, doctores y otras eminencias de cartón y profundidades de serrín que ahí se han quedado sin venta y permanecen en la oscuridad que les conviene. No cifres, pues, mayores esperanzas en la utilidad de tal renglón. En cambio, son deseables las muñecas de porcelana, que se colocan siempre con provecho; también las de pasta y celuloide suelen ser solicitadas, y hasta las de trapo encuentran salida. Y entre los animales -no lo olvides-, en especial te recomiendo a los asnos y los osos, que en todo tiempo fueron sostenes de nuestra casa. Después de estas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer a toda prisa un sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en el estante vecino al lecho. -Hace ya tiempo -dijo, palpándolos con suavidad-, hace ya tiempo que conservo aquí estos muñecos, que difícilmente se venden. Puedes ofrecerlos con el diez por ciento de descuento, lo cual equivaldrá a los diezmos en lo tocante a los curas. En cuanto a las religiosas, hazte el cargo que es una limosna que les das. En este momento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto, que se hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre las manos, y no podía escuchar sin pena los últimos acentos del dueño de la Tienda de Muñecos. -Heriberto -dijo dirigiéndose a él-: no tengo más que repetirte lo que tantas veces antes te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los muñecos. Nada contestó Heriberto, pero sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez más altos y más destemplados. Sin duda, esta contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró poco después de pronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en silencio una lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que Heriberto diera mayores muestras de dolor que yo. Sollozaba ahogado en llanto, mesabas los cabellos, corría desolado de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó entre sus lazos: -¡Estamos solos! ¡Estamos solos! -gritó. Me desasí de él sin violencia, y señalándole con el dedo al sacerdote, el feo doctor, las blancas enfermeras, muñecos en desorden junto al lecho, le hice señas de que los pusiera otra vez en sus puestos...
E. M. FORSTER PÁNICO 89
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E. M. FORSTER goza en las letras inglesas de un prestigiocidad sensacional, pero en continuo ascenso desde que publicara en 1911 The Celestial Omnibus. Los cuentos de Forster están desvinculados de los más aparentes problemas contemporáneos. En algunos hay una luminosa identificación con el espíritu de ciertos lugares ennoblecidos por el paso del tiempo. En todos palpita una indeleble frescura. Pánico, The Story of a Panic" es el titulo completo en el original y es el primer cuento que escribió Forster en 1902.
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La carrera de Eustace -si cabe llamarla así- empezó sin duda aquella tarde en los castañares situados encima de Ravello. Confesaré en seguida que soy un hombre vulgar, sencillo, sin pretensiones de estilo literario. Sin embargo, me jacto de saber contar una historia sin exageraciones, y por lo tanto he resuelto hacer un relato imparcial de esos extraordinarios acontecimientos ocurridos ocho años atrás. Ravello es un lugar delicioso, con un agradable hotelito donde conocimos algunas personas encantadoras. Estaban allí, desde seis semanas atrás, las dos señoritas Robinson, acompañadas de Eustace, su sobrino, que por entonces era un muchacho de unos catorce años. También hacía algún tiempo que se encontraba en el lugar el señor Sandbach. El señor Sandbach había sido vicario en el norte de Inglaterra, pero debió renunciar a la vicaría por su mala salud, y mientras se reponía en Ravello, tomó en sus manos la educación de Eustace -que en esa época dejaba mucho que desear- y lo estaba preparando para entrar en una de nuestras grandes escuelas públicas. Después estaba el señor Leyland, presunto artista, y finalmente la simpática hotelera, la Signora Scafetti, y el amable camarero, Emmanuele, que hablaba inglés... aunque, en la época a que me refiero, Emmanuele había ido a visitar a su padre enfermo. Me atrevo a creer que la incorporación, a este círculo, de mi persona, mi esposa y mis dos hijas no fue mal recibida. Pero, aunque en su mayoría me resultaron agradables, hubo dos personas a quienes no pude acostumbrarme: el artista, Leyland, y el sobrino de las señoritas Robinson, Eustace. Leyland era sencillamente presumido y odioso; mas, como esas cualidades aparecerán ampliamente ilustradas en el curso de mi relato, no he de subrayarlas aquí. Pero Eustace era otra cosa: increíblemente repelente. Me gustan los niños, por lo general, y tenía la mejor intención de ser amable. Yo y mis hijas nos ofrecimos para sacarlo a pasear... "No, caminar es tan cansador..." Entonces lo invité a que viniera a bañarse... "No, no sabía nadar." -Todo niño inglés debe saber nadar -le dije-. Yo mismo te enseñaré. -Ahí tienes, querido Eustace
-dijo
Miss Robinson-, ahí tienes una
oportunidad. Pero él dijo que tenía miedo al agua -¡miedo un niño!-, y desde luego yo no añadí nada más. No me habría importado tanto, realmente, si hubiera sido un niño estudioso, pero ni jugaba con entusiasmo ni trabajaba con entusiasmo. Sus ocupaciones favoritas eran estar echado en un sillón, en la terraza, y ambular por el camino, la espalda encorvada, levantando el polvo con los pies. Como es natural, tenía la tez pálida, el pecho hundido y los músculos mal desarrollados. Sus tías pensaban que era delicado de salud; pero lo que necesitaba, en realidad, era disciplina.
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Aquel día memorable convinimos todos realizar un picnic en el bosque de castaños, es decir todos menos Janet, quien se quedó para terminar su acuarela de la Catedral, que mucho me temo no resultó una gran obra de arte. Me extiendo en estos detalles sin importancia porque mentalmente no puedo separarlos de la historia de aquel día; lo mismo sucede con lo conversado durante el picnic; todo junto lo llevo grabado en el cerebro. Después de un ascenso de dos horas, dejamos los asnos que habían transportado a las señoritas Robinson y a mi esposa, y fuimos a pie hasta la cabecera del valle, cuyo nombre completo, según tengo entendido, es Vallone Fontana Caroso. Antes y después he visto muchos paisajes hermosos, pero pocos me agradaron más que éste. El valle terminaba en un vasto hueco en forma de taza, adonde confluían quebradas que nacían de las abruptas montañas circundantes. Tanto el valle como las quebradas y las estribaciones de los cerros que las dividían estaban cubiertos de frondosos castaños, de manera que el conjunto parecía una mano
verde
de
numerosos
dedos,
con
la
palma
hacia
arriba,
cerrada
convulsivamente para ceñirnos en su apretón. Abajo, en lontananza, veíamos a Ravello y el mar, pero ése era el único signo visible de la existencia de otro mundo. -¡Oh, qué lugar tan hermoso! -exclamó mi hija Rose-. ¡Qué cuadro podría pintarse con él! -Sí -dijo el señor Sandbach-. Muchas célebres galerías europeas se enorgullecerían de tener en sus paredes un paisaje diez veces menos bello que éste. -Todo lo contrario -dijo Leyland-. Trasladado a la tela, sería muy mediocre. En realidad, no es tema para un cuadro. -¿Por qué? -preguntó Rose con mucho más deferencia de la que él merecía. -Observe, en primer término -replicó-, cuán intolerablemente recto contra el cielo aparece el borde de ese cerro. Habría que quebrarlo, diversificarlo. Y visto desde aquí, todo el panorama carece de perspectiva. Además, el colorido es monótono y crudo. -Yo no entiendo nada de cuadros -interpuse-, ni pretendo entender; pero cuando estoy viendo algo hermoso, sé que es hermoso, y esto me deja plenamente satisfecho. -Realmente, ¡quién podría no estarlo! -dijo la mayor de las señoritas Robinson, y el señor Sandbach opinó lo mismo. -¡Ah! -exclamó Leyland-. Todos ustedes confunden la visión artística de la naturaleza con la fotografía. Como
la
pobre
Rose
había
traído
su
cámara
fotográfica,
aquella
observación me pareció positivamente grosera. Pero yo no quería entredichos: me
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limité a volverle la espalda, y ayudé a mi esposa y a la señorita Mary Robinson a servir la merienda... que, entre paréntesis, no era muy buena. -Eustace -dijo su tía-, ven, querido, y ayúdanos. Aquella mañana el mal humor del muchacho era más acentuado que de costumbre. No había querido venir, y sus tías estuvieron a punto de permitirle que se quedara en el hotel para fastidiar a Janet. Pero yo, con autorización de las tías, le subrayé, más bien ásperamente, la necesidad de hacer ejercicio; y el resultado fue que vino, pero más taciturno y caviloso que nunca. La obediencia no era su fuerte. Cuestionaba todas las órdenes y sólo las cumplía entre rezongos. Yo, si tuviera un hijo, insistiría siempre en los méritos de una obediencia espontánea y jovial. -Ya... voy... tía... Mary -respondió por fin, y se demoró cortando un trozo de madera para fabricar un silbato, cuidando de no llegar hasta que terminamos. -¡Bueno, bueno, jovencito! -le dije-. Usted viene a último momento y se aprovecha de nuestros esfuerzos. El suspiró, porque no soportaba las bromas. La señorita Mary, imprudente, insistió en darle el ala del pollo, a pesar de todos mis esfuerzos para impedirlo. Recuerdo que tuve un momento de fastidio al pensar que en vez de gozar del sol, el aire y las arboledas, nos veíamos todos ocupados en discutir sobre la alimentación de un chico malcriado. Pero después del almuerzo, Eustace se retiró a segundo plano. Tomó asiento en un tronco y empezó a descortezar su silbato. Yo me sentí satisfecho de verlo ocupado en algo, una vez en la vida. Nos reclinamos para gozar del dulce far miente. Aquellos
olorosos
castaños
meridionales
son
meros
arbustos
en
comparación con nuestros colosos del Norte, pero vestían muy agradablemente los contornos de montañas y valles con un manto sólo interrumpido por dos claros, en uno de los cuales estábamos sentados nosotros. Y sólo porque allí se habían derribado unos pocos árboles, Leyland prorrumpió en una mezquina diatriba contra el propietario. -Toda la poesía de la naturaleza desaparece exclamó-, se desagotan sus lagos y sus esteros, se endican sus mares, se talan sus bosques. Vemos extenderse por doquier la vulgaridad de la desolación. Yo tengo cierta experiencia en materia de administración de fincas rurales, y contesté que la tala era muy necesaria para el desarrollo de los árboles más grandes. Además, no era razonable pretender que el propietario no obtuviera beneficios de sus tierras.
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Antología del cuento extraño 2
-Si piensa usted en el aspecto comercial del paisaje, quizá le produzca placer la actividad del propietario. Pero a mí, la sola idea de que un árbol es convertible en dinero, me repugna. -No veo ningún motivo -repliqué cortésmente- para desdeñar los dones de la naturaleza por el solo hecho de que sean valiosos. Pero él no se detuvo. -No importa -prosiguió-, todos estamos sumidos en la vulgaridad. No me excluyo. Es por nuestra culpa, y para vergüenza nuestra, que las nereidas han dejado las aguas y las oréadas las montañas; y los bosques ya no albergan a Pan. -¡Pan! -exclamó el señor Sandbach, y su voz dulzona colmó el valle cómo si fuera una gran iglesia verde-. Pan está muerto. Por eso no lo albergan los bosques. -Y empezó a contar la asombrosa historia de los marineros que navegaban cerca de la costa, en la época del nacimiento de Cristo, y oyeron por tres veces una voz sonora que decía: "El gran dios Pan ha muerto". -Sí. El gran dios Pan ha muerto -dijo Leyland. Y se abandonó a esa ficticia angustia a que son tan afectos los artistas. Su cigarro se apagó, y tuvo que pedirme un fósforo. -¡Qué interesante! -dijo Rose-. Ojalá yo supiera un poco de historia antigua. -No vale la pena -dijo el -señor Sandbach ¿Verdad, Eustace? Eustace terminaba la fabricación de su silbato. Alzó la cabeza, con aquel irritable fruncimiento de cejas que le consentían sus tías, pero no respondió. La conversación derivó hacia otros temas y por fin se extinguió. Era una tarde de mayo, sin nubes, y el pálido verde de los jóvenes castaños formaba un hermoso contraste con el azul oscuro del cielo. Nos habíamos sentado todos al borde del claro, para gozar mejor del panorama, y la sombra de los arbustos que teníamos a nuestras espaldas era manifiestamente insuficiente. Cesó todo ruido. Eso, por lo menos es lo que yo recuerdo. La señorita Robinson dice que la primera señal de desasosiego que ella advirtió fue el clamor de los pájaros. Cesó todo ruido, menos uno: a la distancia yo podía oír el crujido que hacían al rozarse dos ramas de un gran castaño, mientras el árbol se balanceaba. Esos crujidos se hicieron gradualmente más breves, hasta que por fin se apagaron también. Al mirar desde arriba los verdes dedos del valle, observé que todo estaba absolutamente inmóvil y callado; y empezó a ganarme esa sensación de tiempo suspendido que se experimenta tan a menudo cuando la Naturaleza está en reposo. De pronto nos electrizó el torturante sonido del silbato de Eustace. Yo jamás había oído un instrumento capaz de producir un ruido tan desgarrador y discordante.
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-Eustace, querido -dijo la señorita Mary Robinson-. Bien podrías pensar en la cabeza de tu pobre tía Julia. Leyland, que hasta ese momento parecía dormir, se sentó. -Es asombroso comprobar cuán ciego es un niño a todo lo que es bello o edificante -observó-. Jamás se me habría ocurrido que este chico hallaría aquí el medio de echar a perder nuestro descanso. Después aquel terrible silencio volvió a caer sobre nosotros. Ahora yo estaba de pie y observaba una polvareda que bajaba por uno de los cerros, frente a nosotros, trocando los verdes claros en oscuros. Me asaltó un caprichoso sentimiento premonitorio; me volví y con asombro comprobé que todos los demás se habían levantado y miraban también en aquella dirección. No es posible describir en forma coherente lo que sucedió después; pero yo no me avergüenzo de confesar que aunque el hermoso cielo azul estaba arriba, y los verdes bosques primaverales debajo, y a mi alrededor bondadosos amigos, me dominó un miedo atroz, un miedo como no deseo volver a experimentar, pues nunca, antes ni después, he conocido otro semejante. Y en los ojos de los demás vi también un terror inexpresivo y atónito, mientras sus bocas se es-forzaban en vano por hablar y sus manos por gesticular. Y sin embargo, alrededor de nosotros se extendían la prosperidad, la belleza y la paz, y todo estaba inmóvil, menos aquella polvareda que subía ahora el cerro donde nosotros estábamos. Nunca se supo quién se movió primero. Baste decir que en un segundo todos bajábamos corriendo la falda del cerro. Leyland iba el primero, después el señor Sandbach, después mi esposa. Pero yo sólo vi durante unos breves instantes, porque después atravesé a la carrera el pequeño claro y el bosque y las malezas y las rocas hasta bajar al valle por la secas torrenteras. El cielo habría podido ser negro mientras yo corría, y los árboles matojos de hierbas y el declive del cerro un camino llano; porque yo no veía nada, ni oía nada, ni sentía nada, y en mí todos los canales del sentido y la razón estaban bloqueados. No era el temor espiritual que había conocido en otras oportunidades, sino el miedo físico, avasallador y brutal, que obtura los oídos, pone nubes delante de los ojos y llena la boca de un sabor repugnante. Y no fue una humillación ordinaria la que después sobrevino; porque yo había tenido miedo, no como un hombre, sino como una bestia. No puedo describir el fin de aquella huída con más acierto que el principio; en efecto, nuestro temor se disipó como había venido, sin causa. De pronto, me sentí capaz de ver, de oír, de toser y quitarme el gusto amargo de la boca. Volví la cabeza y observé que los demás también se detenían; y poco más tarde estábamos todos juntos, aunque transcurrió mucho tiempo antes que pudiéramos hablar, y más aún antes que nos atreviéramos a hacerlo.
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Nadie estaba seriamente lastimado. Mi pobre esposa se había torcido un tobillo. Leyland se había arrancado una uña contra el tronco de un árbol y yo mismo tenía un rasguño en la oreja. Pero no lo advertí hasta que me detuve. Todos guardábamos silencio, escrutándonos los rostros. De pronto la señorita Mary Robinson lanzó un terrible alarido. -¡Oh, Dios mío! ¿Dónde está Eustace? Y se habría desplomado al suelo si el señor Sandbach no la hubiera sujetado. -Debemos volver, tenemos que volver -dijo Rose, mi hija, que fue la primera en recobrar la serenidad-. Sin embargo, espero... estoy segura de que se encuentra a salvo. Tan cobarde era Leyland, que se negó. Pero al advertir que estaba en minoría, y temiendo que lo dejaran solo, optó por ceder. Rose y yo sostuvimos a mi pobre esposa; el señor Sandbach y la señorita Robinson socorrieron a la señorita Mary, y regresamos lenta y silenciosamente, tardando cuarenta minutos en subir el camino que habíamos bajado en diez. Nuestra conversación, naturalmente, era desarticulada, ya que nadie quería arriesgar una opinión sobre lo sucedido. Rose era la más locuaz; nos sorprendió a todos al decir que había estado a punto de permanecer clavada en su sitio. -¿Quiere decir que usted no tuvo... que no se sintió compelida a huir?- dijo el señor Sandbach. -Oh, desde luego, tuve miedo -era la primera vez que se empleaba esa palabra-, pero no sé por qué sentí que si era capaz de quedarme, todo sería distinto, y ya no tendría miedo. Rose nunca se ha expresado con mucha claridad; sin embargo, es un mérito para ella -la más joven de nuestro grupo- haber resistido con tanta decisión una prueba tan terrible. -Realmente, creo que me habría quedado prosiguió-, si no hubiera visto que mamá se alejaba. La experiencia de Rose nos tranquilizó un poco con respecto a Eustace. Pero a todos nos dominaba un terrible presentimiento mientras subíamos penosamente las laderas cubiertas de castaños y nos acercábamos al reducido claro. Cuando llegamos, se desataron nuestras lenguas. Allá, en el extremo más alejado, estaban los restos de nuestra merienda, y cerca de ellos, tendido de espaldas, inmóvil, yacía Eustace. Con cierta presencia de ánimo, grité en seguida: -¡Eh, joven mico! ¡Arriba!
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Pero no respondió, ni dijo una palabra cuando le hablaron sus pobres tías. Mientras nos acercábamos, vi con indecible horror que debajo del puño de su camisa escapaba una lagartija verde. Nos quedamos mirándolo -tan callado, tan inmóvil- y empezaron a zumbarme los oídos a manera de anuncio de los estallidos de lamentos y lágrimas. La señorita Mary cayó de rodillas junto a él y le tocó la mano, convulsivamente retorcida y entrelazada entre las hierbas. Y en aquel momento él abrió los ojos y sonrió. Después he visto muchas veces esa extraña sonrisa, tanto en el semblante de Eustace como en las fotografías que de él comienzan a publicar los periódicos ilustrados; pero hasta entonces la expresión de Eustace había sido siempre ceñuda, malhumorada, insatisfecha; y a todos nos resultó inusitada aquella sonrisa perturbadora, que siempre parecía carecer de un motivo adecuado. Sus tías lo abrumaron a besos, que él no devolvió, y después se produjo un silencio molesto. Eustace parecía tan natural y tranquilo...; sin embargo, si él mismo no había compartido nuestra asombrosa experiencia, tendría que haberse mostrado aun más perplejo ante nuestro extraordinario comportamiento Mi esposa, con su tacto habitual, trató de conducirse como si nada hubiera ocurrido. -Bueno, joven Eustace -dijo, sentándose para aliviar el dolor de su tobillo-, ¿se ha entretenido usted en nuestra ausencia? -Gracias, señora Tytler, he sido muy feliz. -¿Y dónde ha estado? -Aquí. -¿Acostado todo el tiempo, perezoso? -No, todo el tiempo acostado, no. -¿Cómo entonces? -¡Oh!, parado... sentado... -¡Parado y sentado sin hacer nada! ¿No conoces ese poema que dice "Satanás siempre encuentra alguna maldad para los..."? -Oh, mi querida señora, calle usted, calle - terció la voz del señor Sandbach-; y mi esposa, lógicamente mortificada por la interrupción, no dijo más nada y se apartó. Me sorprendió ver que Rose ocupaba su lugar y con más desenfado del que era habitual en ella pasaba sus dedos por el desordenado cabello del niño. -¡Eustacel ¡Eustace! -dijo apresuradamente dímelo todo... hasta la última palabra. Él se enderezó lentamente. Hasta aquel momento había estado tendido de espaldas.
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-Oh, Rose... -susurró, y yo, sintiendo despertar mi curiosidad, me acerqué para escuchar lo que decía. Y fue entonces cuando vi algunas huellas de patas de cabra en la tierra húmeda, debajo de los árboles. -Al parecer, has recibido la visita de algunas cabras -observé-. No tenía idea de que pacían por estos lugares. Eustace se levantó penosamente y se acercó para ver. Y cuando vio los rastros de las pezuñas, se tiró al suelo y se revolcó sobre ellas, como un perro se revuelca en la basura. Después hubo un grave silencio, interrumpido al fin por las solemnes palabras del señor Sandbach. Mis queridos amigos -dijo-, es mejor admitir con valentía la verdad. Sé que lo que voy a decir es lo que todos ustedes sienten. El Maligno, en forma corporal, ha estado muy cerca de nosotros. Quizá con el tiempo se descubra algún daño que pueda habernos causado. Mas por ahora, al menos en lo que a mí se refiere, deseo elevar gracias al Señor por su piadoso socorro. Y al decir esto se arrodilló, y como todos los demás se arrodillaron, yo también lo hice, aunque no creo que el Demonio pueda asaltarnos en forma visible, como lo manifesté más tarde al señor Sandbach. Eustace también se acercó, y cuando sus tías lo llamaron por señas, se arrodilló silenciosamente entre ellas. Pero terminada la plegaria, se levantó en seguida y empezó a buscar algo. -¡Oh! Alguien ha cortado en dos mi silbato -dijo (yo había visto a Leyland con una navaja abierta en la mano: un acto supersticioso que no puedo aprobar). -Está bien, no importa -prosiguió el chico. -¿Y por qué no importa? -dijo el señor Sandbach, que a partir de entonces siempre trató de inducirlo a que le contara lo sucedido durante aquella hora misteriosa. -Porque ya no lo necesito. -¿Por qué? Al oír esto, Eustace sonrió; y como al parecer nadie tenía nada que agregar, atravesé el bosque con la mayor celeridad posible y traje un asno para llevar a mi pobre mujer a casa. Nada ocurrió en mi ausencia, salvo que Rose le pidió una vez más a Eustace que le contara lo sucedido; y esta vez él volvió la cabeza y no contestó una sola palabra. Apenas regresé, nos pusimos en camino. Eustace avanzaba con dificultad, casi con dolor; y cuando llegamos a donde estaban los otros asnos, sus tías lo instaron a que hiciera el viaje de regreso cabalgando en uno de ellos. Tengo por norma no inmiscuirme jamás en las relaciones de familia, pero esta vez me opuse terminantemente. Después se vio que yo tenía toda la razón del mundo, porque el saludable ejercicio empezó a descongelar la perezosa sangre de Eustace y a aflojar sus músculos rígidos. Por primera vez en su vida caminaba virilmente, la cabeza
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alta, aspirando grandes bocanadas de aire. Con satisfacción hice notar a la señorita Robinson que al fin Eustace comenzaba a demostrar cierta preocupación por su apariencia personal. El señor Sandbach suspiró y dijo que Eustace debía ser vigilado cuidadosamente, porque ninguno de nosotros lo comprendía aún. Y la señorita Robinson, que era muy propensa -demasiado, creo yo a dejarse influir por él, también suspiró. -Vamos, señorita Robinson, vamos -dije-. Eustace no tiene nada. La nuestra ha sido una experiencia misteriosa, pero no la de él. Lo asombró nuestra brusca partida, y por eso lo notamos tan extraño al volver. Está perfectamente. Casi podría decirse que lo encuentro mejorado. -¿Acaso la pasión por el deporte y el culto de una actividad incesante deben considerarse una mejora? -intervino Leyland, mirando con sus ojos grandes y tristes a Eustace, quien se había encaramado en una roca para cortar unos ciclaminos-. Y el apasionado deseo de arrancar a la Naturaleza las pocas bellezas que aún le quedan, ¿también es un mejoramiento? Es una pérdida de tiempo responder a semejantes observaciones, sobre todo cuando provienen de un artista fracasado que por añadidura tiene un dedo magullado. Para cambiar de tema, pregunté qué diríamos en el hotel. Después de breve debate, se acordó que no diríamos nada y que tampoco mencionaríamos el asunto en las cartas a nuestros familiares. En mi opinión, es un error decir verdades inoportunas, que sólo producen azoramiento e incomodidad en quienes las escuchan; y al cabo de una larga discusión logré que el señor Sandbach coincidiera con mis puntos de vista. Eustace no participó de la conversación. Corría de un lado a otro por el bosque, como corresponde a un muchacho de su edad. Un extraño sentimiento de vergüenza
nos
impedía
hablarle
abiertamente
del
miedo
que
habíamos
experimentado. En realidad, parecía razonable suponer que la escena le había causado muy poca impresión. Por eso nos desconcertó cuando lo vimos aparecer con los brazos cargados de acantos florecidos, gritando: -¿Creen que Genaro estará allá cuando lleguemos? Genaro era el camarero sustituto, un muchacho pescador, impertinente y torpe, que habían traído de Minori en ausencia del simpático Emmanuele; que hablaba inglés. A él le debíamos nuestra deficiente merienda; y yo no alcanzaba a comprender por qué Eustace quería verlo, a menos que deseara burlarse con él de nuestro comportamiento. -Sí, indudablemente estará -dijo la señorita Robinson-. ¿Por qué lo preguntas, querido? -Oh, se me ocurrió que me gustaría verlo.
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-¿Y por qué? -dijo secamente el señor Sandbach. -Porque... porque sí, porque sí; porque sí, porque sí. Se internó en el bosque oscuro, danzando al ritmo de sus palabras. -Esto es muy singular -dijo el señor Sandbach-. ¿Eustace se ha hecho amigo de Genaro? -Hace apenas dos días que llegó Genaro -dijo Rose-, y sé que no han hablado más de una docena de veces. Cada vez que Eustace reaparecía, se le notaba más excitado. En una oportunidad se lanzó sobre nosotros con grandes alaridos, como un indio salvaje, y en otra fingió ser un perro. La última vez regresó con una pobre liebre aturdida, demasiado aterrada para huir, sentada en su brazo. Pensé que se estaba volviendo excesivamente ruidoso; y todos nos alegramos cuando salimos del bosque y seguimos caminando por el abrupto sendero escalonado que desciende a Ravello. Era tarde, oscurecía. Nos apresuramos todo lo posible. Eustace correteaba delante de nosotros, como una cabra. El próximo incidente extraordinario de ese extraordinario día ocurrió en el preciso lugar donde el sendero escalonado desemboca en la blanca carretera. Tres ancianas estaban paradas a un lado del camino. Lo mismo que nosotros, habían bajado de los bosques, y apoyaban sus pesados haces de leña en el bajo parapeto del camino. Eustace se detuvo ante ellas, y después de reflexionar un momento, avanzó y besó en la mejilla a la anciana de la izquierda. -¡Mi querido muchacho! -exclamó el señor Sandbach-. ¿Te has vuelto loco? Eustace no dijo nada, pero ofreció a la anciana algunas de sus flores y siguió de prisa. Volví la mirada a las acompañantes de la anciana parecían tan asombradas como nosotros. Pero ella, ella se había puesto las flores en el pecho y murmuraba bendiciones. Aquella salutación de la anciana fue el primer ejemplo del extraño comportamiento de Eustace. Nos sentimos sorprendidos y alarmados. Era inútil hablarle, porque o bien contestaba tonterías o bien se alejaba brincando sin responder. En el camino al pueblo no volvió a mencionar a Genaro, y yo esperaba que lo hubiera olvidado. Pero cuando llegamos a la Piazza, frente a la Catedral gritó: "¡Genaro! ¡Genaro!" a voz en cuello, y echó a correr por la callejuela que conducía al hotel. ¿Y quién apareció al extremo de la calleja, si no el propio Genaro, cuyos brazos y piernas emergían del traje del simpático camarero que hablaba inglés; Genaro, con una sucia gorra de pescador en la cabeza? Porque, como bien decía la pobre hotelera, por mucho que ella le vigilara la indumentaria, Genaro siempre se las ingeniaba para introducir en ella algún elemento incongruente.
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Eustace se lanzó a su encuentro, saltó a sus brazos, y con los suyos le rodeó el cuello. Y todo esto no sólo en presencia de nosotros, sino también de la hotelera, la doncella, el facchino y dos señoras norteamericanas que llegaban al hotel, donde pensaban permanecer unos días. Yo siempre me esmero en ser cordial con los italianos, por poco que lo merezcan; pero aquel hábito de promiscua intimidad era perfectamente intolerable, y sólo podía acarrear mortificaciones y familiaridades indeseables a todo el mundo. Llevando aparte a la señorita Robinson, le pedí permiso para hablar seriamente a Eustace acerca del trato con los inferiores en la escala social. Me lo concedió; pero yo resolví esperar hasta que disminuyera un poco en el absurdo muchacho la excitación de ese día. Entretanto Genaro, en lugar de atender a las dos señoras recién llegadas, se llevó a Eustace adentro, como si fuera la cosa más natural del mundo. -Ho capito- le oí decir cuando pasaba a mi lado. Ho capito significa "Comprendo", pero como Eustace no le había hablado, se me escapó el sentido de esas palabras. Esto aumentó muestro azoramiento, y cuando nos sentamos a la mesa de la cena, tanto nuestra imaginación como nuestras lenguas estaban exhaustas. Excluyo de este relato los diversos comentarios que formulamos, porque ninguno me parece digno de ser registrado. Pero durante tres o cuatro horas, las siete personas que formábamos nuestro grupo volcamos nuestro asombro en un torrente de exclamaciones apropiadas e inapropiadas. Algunos establecieron una relación entre nuestro comportamiento de la tarde y el que ahora mostraba Eustace. Otros no veían relación alguna. El señor Sandbach se atenía aún a la posibilidad de influencias infernales, y agregaba que el muchacho debía ser examinado por un médico. Leyland sólo veía la manifestación de "ese execrable filisteo que es, en esencia, todo niño". Rose sostenía, con gran sorpresa de mi parte, que todo era comprensible; mientras yo empezaba a entender que lo que necesitaba ese joven era una buena tunda. Las infortunadas señoritas Robinson fluctuaban indefensas entre opiniones tan contradictorias, pronunciándose ora por una cuidadosa vigilancia, luego por la tolerancia, más tarde por los castigos corporales, y finalmente por la Sal de Frutas Eno. La
cena
transcurrió
bastante
tranquila,
aunque
Eustace
estaba
terriblemente inquieto, y Genaro, como de costumbre, dejaba caer los cuchillos y las cucharas, sin cesar de expectorar y carraspear. Sólo sabía unas pocas palabras de inglés, y nos vimos obligados a utilizar el italiano para expresar nuestras necesidades. Eustace, que de algún modo había aprendido rudimentos del idioma, pidió unas naranjas. Con gran disgusto, advertí que Genaro lo tuteaba al responderle, cosa que sólo es admisible entre amigos íntimos de la misma
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categoría. Eustace se lo merecía; pero una impertinencia de esa clase era una afrenta para todos nosotros, y yo estaba resuelto a hablar, y pronto. Cuando oí que levantaba la mesa, entré, y apelando a todos mis conocimientos de italiano, o más bien de napolitano -los dialectos meridionales son execrables-, le dije: -¡Genaro! Lo he oído tratar de "Tú" al señor Eustace. -Es cierto. -Pues no está bien. Debe emplear el "Le¡ o el "Poi", que son formas más corteses. Y recuerde que si bien a veces (esta tarde, por ejemplo) el señor Eustace se
muestra
algo
precipitado
y
majadero,
siempre
debe
usted
tratarlo
respetuosamente; porque él es un joven caballero inglés, y usted un pobre pescadorcillo italiano. Sé que estas palabras parecen terriblemente insolentes, pero en italiano se pueden decir cosas que nadie se atrevería a decir en inglés. Además, de nada sirve mostrarse delicado con personas de esa ralea. A menos que uno diga las cosas claras, se complacen malignamente en hacerse los desentendidos. Un honesto pescador inglés me habría dado un puñetazo en el ojo a cambio de aquella observación, pero los míseros y pisoteados italianos carecen de orgullo. Genaro se limitó a suspirar y dijo: -Es cierto. -Sin duda -repliqué y me volví con intención de irme. -Pero a veces no tiene importancia -añadió. Mi indignación volvió a despertar. -¿Qué quiere decir? -grité. Él se acercó, retorciendo espantosamente los dedos. -Signor Tytler, quiero decir esto: cuando Eustazio me pida que lo llame "Voi" lo llamaré "Voi". De lo contrario, no. Y con esto levantó una bandeja cargada de vajilla y salió a escape del comedor; luego oí el ruido de dos nuevos vasos rotos en el patio. Yo había llegado al colmo de la irritación, y salí para entrevistarme con Eustace. Pero se había ido a dormir, y la hotelera, con quien también deseaba hablar, estaba ocupada. Después de nuevas y vagas conjeturas, oscuramente expresadas debido a la presencia de Janet y de las dos señoras norteamericanas, nos fuimos todos a la cama, concluyendo así un día ajetreado y lleno de singulares acontecimientos.
III Pero el día no fue nada en comparación con la noche.
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Habría
dormido
unas
cuatro
horas,
cuando
desperté
bruscamente,
creyendo haber escuchado un ruido en el jardín. Y en seguida, antes que se abrieran mis ojos, me asaltó un frío y espantoso temor, no de que estuviera ocurriendo algo -como en el bosque- sino de que algo pudiese ocurrir Nuestra habitación estaba en el primer piso y daba al jardín; por decir mejor, a la terraza: un espacio en forma de cuña, cubierto de rosales y enredaderas, atravesado por caminitos de asfalto. Limitaba, de un lado, con la casa; a lo largo de ambos costados se extendía una pared, que se alzaba tan sólo unos tres pies por encima de la terraza, pero estaba separada de los olivares por una pendiente de más de veinte pies, porque el terreno, en aquel lugar, descendía muy abruptamente. Temblando, me acerqué a la ventana. Un objeto blanco iba y venía zapateando por los caminitos de asfalto. Yo estaba demasiado alarmado para ver con claridad; y a la incierta luz de las estrellas, aquel objeto asumía toda clase de extrañas figuras. En un momento era un perro, luego un enorme murciélago blanco, después una nube de rápido movimiento. Saltaba como una pelota, emprendía breves vuelos como un pájaro, o se deslizaba lentamente como un espectro. No hacía ruido alguno, salvo aquel zapateo que, al fin y al cabo, debía ser producido por los pies de un ser humano. Y por fin se impuso a mi perturbado espíritu la única explicación posible: comprendí que Eustace había abandonado su lecho y que aún nos aguardaban novedades. Me vestí apresuradamente y bajé al comedor, que daba a la terraza. La puerta estaba abierta. Mi terror se había disipado casi por completo, pero durante cinco minutos luché con un sentimiento extraño y cobarde, que me incitaba a no inmiscuirme en las andanzas de aquel desdichado y extravagante muchacho, a dejarlo abandonado a su espectral zapateo, limitándome a vigilarlo desde mi ventana, para cuidar que no le sucediera algún daño. Mas al fin prevalecieron mejores impulsos, y abriendo la puerta grité: -¡Eustace! ¿Qué demonios estás haciendo? ¡Ven aquí en seguida! Interrumpió sus piruetas y dijo: -Detesto mi dormitorio. No podía quedarme en él, es demasiado pequeño. -¡Vamos, vamos! Estoy harto ele caprichos. Nunca te has quejado del dormitorio. -Además, no puedo ver nada, ni las flores, ni las hojas, ni el cielo. Sólo una pared de piedra. El panorama del cuarto de Eustace era, ciertamente, limitado; pero, como yo le dije, era la primera vez que se quejaba. -Eustace, hablas como una criatura. ¡Entra! Y obedece pronto, por favor. No se movió.
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-Está bien; te llevaré por la fuerza -añadí, y avancé unos pasos hacia él. Pero pronto me convencí de la inutilidad de perseguir a un niño a través de un laberinto de senderos, y abandonando momentáneamente la caza, entré en el hotel para pedir la ayuda del señor Sandbach y de Leyland. Cuando regresé con ellos, Eustace estaba peor que nunca. Ni siquiera nos contestó cuando le hablamos; empezó a cantar y a parlotear consigo mismo del modo más alarmante. -Ya es un caso para el médico -dijo el señor Sandbach, llevándose gravemente el índice a la sien. Eustace había dejado de correr y cantaba, primero en voz baja, después en voz alta -cantaba ejercicios para cinco dedos, escalas, melodías de himnos, trozos de Wagner-, cuanto le venía a la memoria. Su voz -muy desentonada- se volvía más y más potente, y terminó con un tremendo grito que resonó como un cañonazo entre las montañas y despertó a todos los que aún dormían en el hotel. Mi pobre esposa y mis dos hijas aparecieron en sus respectivas ventanas, y las damas norteamericanas hicieron sonar violentamente su campanilla. -Eustace -gritamos todos-, ¡basta! Basta, querido muchacho, y entra en la casa. Él meneó la cabeza y empezó nuevamente... a hablar esta vez. Nunca he escuchado un discurso tan extraordinario. En cualquier otro momento, habría sido ridículo: un niño, sin sentido de la belleza, con un léxico pueril, trataba de abordar temas que casi han resultado demasiado vastos para los más grandes poetas. Eustace Robinson, de catorce años, en camisón y de pie, saludaba, loaba y bendecía a las grandes fuerzas de la Naturaleza. Primero habló de la noche y las estrellas y los planetas que veía en lo alto; después, de las miríadas de luciérnagas que brillaban debajo, del mar invisible debajo de las luciérnagas, de las grandes rocas cubiertas de anémonas y caracolas que dormitaban en el invisible océano. Habló de los ríos y las cataratas, de los maduros racimos de uvas, del cono humeante del Vesubio y las ocultas chimeneas donde nacía el humo, de los millares de lagartijas enroscadas en las grietas de la tierra ardorosa, de la cascada de blancos pétalos de rosa que le enmarañaban los cabellos. Y después habló de la lluvia y del viento por quienes cambian todas las cosas, del aire por quien todas las cosas viven, de los bosques donde todas las cosas pueden ocultarse. Desde luego, todo aquello era absurdo, grandilocuente; sin embargo, no me faltaron ganas de darle un puntapié a Leyland cuando observó en alta voz que era "una diabólica caricatura de todo lo que es más santo y hermoso en la vida".
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-Y después -proseguía Eustace en aquel lamentable estilo coloquial que era su único modo de expresión-, después están los hombres, pero a ellos no los comprendo tan bien. Se arrodilló junto al parapeto y apoyó la cabeza en las manos. -Ahora es el momento -susurró Leyland. Aunque detesto todo subterfugio, nos lanzamos adelante y quisimos atraparlo por la espalda. Huyó veloz como una flecha, pero se volvió un instante para mirarnos. A la luz de las estrellas, me pareció que lloraba. Leyland se abalanzó una vez más sobre él, y tratamos de acorralarlo entre los senderos asfaltados, pero sin el menor éxito. Regresamos, jadeantes y burlados, dejándolo entregado a su locura en el rincón más lejano de la terraza. Pero Rose, mi hija, tuvo una inspiración. Papá -me gritó desde la ventana-, si llamas a Gennaro, quizá él pueda capturarlo. Yo no tenía el menor deseo de pedirle un favor a Gennaro, pero como en aquel momento apareció en el lugar la propietaria, le dije que llamara a Gennaro que dormía en la carbonera y le ordenara hacer lo que estaba en sus manos. Ella regresó en seguida, y muy luego vino Gennaro, vestido con una chaqueta -sin chaleco, camisa ni camiseta- y unos andrajos que habían sido pantalones, cortados encima de las rodillas para caminar con ellos por el agua. La hotelera, ya habituada a las costumbres inglesas, lo reprendió por su aspecto extravagante y aun indecente. -Tengo un saco y tengo pantalones. ¿Qué más quiere? -No se preocupe, Signora Scafetti -intercedí-. No habiendo damas presentes, no tiene la menor importancia.- Y volviéndome a Gennaro, agregué-: -Las tías del Signor Eustace quieren que lo lleves adentro. No contestó. -¿Me oyes? Está enfermo. Te ordeno que lo traigas a la casa. -¡Tráelo! ¡Tráelo! -dijo la Signora Scafetti, sacudiéndolo violentamente del brazo. -Eustazio está bien donde está. -¡Tráelo! ¡Tráelo! -gritó la Signora Scafetti, y soltó un torrente de palabras italianas que en su mayoría -me alegro decirlo- me resultaron incomprensibles. Miré ansioso en dirección a las ventanas de mis hijas, pero ellas entienden menos que yo, y afortunadamente no comprendieron una palabra de la respuesta de Gennaro. Los dos estuvieron gritando y aullando durante más de diez minutos, y después Gennaro regresó corriendo a la carbonera y la Signora Scafetti rompió a llorar, lo que era muy comprensible, porque apreciaba mucho a sus huéspedes ingleses.
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-Dice -sollozó- que el Signor Eustace está bien donde está, y no quiere traerlo. Yo no puedo hacer más. Pero yo sí, porque con mi estúpido temperamento británico conozco bastante el alma italiana. Seguí al señor Gennaro a su lugar de reposo, y lo encontré revolviéndose sobre una bolsa sucia. -Quiero que me traigas al Signor Eustace -dije. Barbotó una respuesta ininteligible. -Si me lo traes, te daré esto. Y saqué del bolsillo un flamante billete de diez liras. Esta vez no respondió. -Este billete vale diez liras de plata -proseguí, porque sé que los italianos de la clase pobre son incapaces de imaginar una suma grande. -Ya lo sé. -Es decir, doscientos soldi. -No los quiero. Eustazio es mi amigo. Me guardé el dinero en el bolsillo. -Además -dijo-, usted no me los daría. -Soy inglés. El inglés siempre cumple lo que promete. Es cierto. Es asombroso comprobar cómo confía en nosotros la más deshonesta de las naciones. A decir verdad, nos tienen más confianza de la que nos tenemos nosotros mismos. Gennaro se arrodilló sobre su bolsa. Estaba demasiado oscuro para que pudiera verle la cara, pero su aliento caliente con olor a ajo me llegaba en ráfagas, y comprendí que la eterna avaricia de los meridionales se había apoderado de él. -No puedo traer a Eustazio a la casa. Se moriría. -No es necesario que hagas eso -respondí pacientemente-. Bastará con que me lo traigas; yo esperaré en el jardín. Y en esto, como si se tratara de algo completamente distinto, consintió el lamentable muchacho. Pero antes déme las diez liras. -No. Yo sabía con qué clase de persona tenía que habérmelas. El que es infiel una vez, lo es siempre. Volvimos a la terraza, y Gennaro, sin decir una palabra, se dirigió arrastrando los pies en dirección al zapateo que aún se oía en el rincón más alejado. El señor Sandbach, Leyland y yo nos apartamos un poco dé la casa y permanecimos, prácticamente invisibles, a la sombra de los blancos rosales trepadores. Oímos a Gennaro gritar: "Eustazio", y después los absurdos gritos de placer del desdichado niño. Cesó el zapateo y los oímos conversar. Sus voces se acercaron, y luego divisé a través de las enredaderas la grotesca figura del muchacho y la delgada y pequeña silueta del niño envuelto en una bata blanca.
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Gennaro había puesto el brazo en torno al cuello de Eustace, y Eustace parloteaba en su italiano fluido y deficiente. -Lo comprendo casi todo -le oí decir-. Los árboles, las colinas, las estrellas, el agua, todo lo veo. Pero, ¿no es extraño? A los hombres no puedo descifrarlos. ¿Sabes lo que quiero decir? -Ho capito -repuso gravemente Gennaro, y retiró su brazo del hombro de Eustace. Pero en aquel momento hice crujir en el bolsillo el billete nuevo; y él lo oyó. Estiró la mano convulsivamente, y el desprevenido Eustace la tomó en la suya. -¡Es extraño! -prosiguió Eustace (ahora estaban muy cerca) -: Casi parece como si... como si... Salí bruscamente y lo aferré por un brazo, y Leyland lo sujetó por el otro, y el señor Sandbach lo tomó por los pies. Él lanzó agudos gritos que desgarraban el corazón; y las rosas blancas, que aquel año caían temprano, descendieron en cascadas sobre su cabeza mientras lo arrastrábamos a la casa. No bien entramos en la casa, dejó de gritar; pero ríos de llanto brotaban de sus ojos y fluían por su cara. -A mi pieza no -suplicó-. Es tan chica. Su mirada infinitamente dolorosa me llenó de piedad; pero, ¿qué podía hacer yo? Además, su ventana era la única que tenía barrotes. -No tengas miedo, hijo mío -dijo el bondadoso señor Sandbach-. Yo te acompañaré hasta que amanezca. Al oír esto, volvió a forcejear convulsivamente. -Oh, por favor, eso no. Cualquier cosa menos eso. Me quedaré quieto, y no lloraré, si puedo evitarlo, siempre que me dejen solo. Lo tendimos en la cama, lo tapamos con las sábanas y lo dejamos sollozando amargamente y diciendo: -He visto casi todo, y ahora no puedo ver nada. Informamos a las señoritas Robinson de todo lo sucedido, y volvimos al comedor, donde encontramos a la Signora Scafetti y a Gennaro susurrando juntos. El señor Sandbach se procuró papel y pluma, y empezó a escribir al médico inglés de Nápoles. Yo saqué en seguida el billete y lo lancé sobre la mesa, en dirección a Gennaro. -Aquí tienes tu paga -dije severamente, porque estaba pensando en las treinta monedas de plata. -Muchas gracias, señor -dijo Gennaro, apoderándose del dinero. Y ya se iba cuando Leyland, cuyo interés y cuya indiferencia eran siempre igualmente inoportunos, le preguntó qué había querido decir Eustace al afirmar que "no podía descifrar a los hombres".
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-No puedo decirlo. El Signore Eustazio -yo me alegré al observar que por fin hablaba con cierta deferencia- tiene una inteligencia sutil. Comprende muchas cosas. -Pero yo te oí decir que tú comprendías insistió Leyland. -Comprendo, pero no puedo explicarlo. Soy un pobre pescadorcito italiano. Sin embargo, haré la prueba. Escuche. Vi con alarma que su actitud cambiaba, y traté de interrumpirlo. Pero él se sentó en el borde de la mesa y empezó con algunas observaciones absolutamente incoherentes. -Es triste -dijo por fin-. Lo que ha ocurrido es muy triste. Pero yo, ¿qué puedo hacer? Soy pobre. No soy yo. Le volví la espalda, despreciándolo. Leyland siguió preguntando. Quería saber a quién se había referido Eustace. -Eso es fácil decirlo -contestó, gravemente Gennaro-. A usted, a mí. A todos los que están en esta casa, y a muchos fuera de ella. Cuando él quiere alegría, nosotros le traemos dolor. Cuando quiere estar solo, lo molestamos. Quería un amigo, y durante quince años no lo encontró. Después me encontró a mí, y yo... yo que he estado en los bosques y también he comprendido cosas... yo lo traiciono la primera noche y lo envío a morir. Pero, ¿qué podía hacer? -Despacio, no te excites -intervine yo. -Oh, sin duda morirá. Estará tendido en esa piecita toda la noche, y cuando llegue la mañana morirá. Estoy seguro. -Bueno, basta -dijo el señor Sandbach-. Yo le haré compañía. -Filomena Giusti acompañó toda la noche a Caterina, pero Caterina murió por la mañana. No quisieron dejarla salir, aunque yo supliqué, y recé, y blasfemé, y golpeé la puerta, y trepé la pared. Eran ignorantes, eran necios, creían que yo quería llevármela. Pero a la mañana siguiente estaba muerta. -¿De qué está hablando? -pregunté a la Signora Scafetti. -Historias que corren por ahí -contestó-, y él menos que ninguno debería repetirlas. -Y yo estoy vivo -prosiguió Gennaro- porque no tenía padres, ni parientes, ni amigos, y cuando llegó la primera noche pude correr a través de los bosques y treparme a las rocas y zambullirme en el agua hasta que hube saciado mi deseo. Oímos un grito en el cuarto de Eustace. Un sonido débil pero constante, como el rumor del viento en un bosque lejano. -Ése -dijo Gennaro- fue el último grito de Caterina. En aquel momento yo estaba colgado de su ventana, y el grito pasó a mi lado como un soplo.
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Y levantando la mano, en la que sujetaba con firmeza mi billete de diez liras, solemnemente maldijo al señor Sandbach, y a Leyland, y a mí, y al Destino, porque Eustace se moría en la pieza de arriba. Así funciona la mente de los meridionales. Y creo en verdad que aún en aquel momento no se habría movido si Leyland, ese intolerable idiota, no hubiera volteado la lámpara con el codo. Era una lámpara de extinción automática, que la Signora Scafetti había comprado por especial pedido mío para reemplazar el peligroso artefacto que ella usaba. El resultado fue que se apagó; y el simple cambio físico de la luz a la oscuridad ejerció mayor influencia en la ignorante naturaleza animal de Gennaro que los más evidentes dictados de la lógica y la razón. Yo vi o más bien sentí que había salido del cuarto, y le grité al señor Sandbach: -¿Tiene en el bolsillo la llave de la pieza de Eustace? Pero tanto el señor Sandbach como Leyland estaban en el suelo, pues se habían tomado mutuamente por Gennaro, y perdimos un tiempo precioso en buscar un fósforo. El señor Sandbach apenas tuvo tiempo de decir que había dejado la llave en la puerta, por si las señoritas Robinson querían ver a Eustace, cuando oímos un ruido en la escalera y advertimos que Gennaro bajaba por ella, trayendo a Eustace. Corrimos para bloquearles el paso. Se acobardaron y retrocedieron al descanso del primer piso. Ahora están atrapados -gritó la Signora Scafetti-. No hay otra salida. Ascendíamos cautelosamente la escalera cuando se oyó en la habitación de mi esposa un grito escalofriante, y seguidamente un golpe seco en el sendero asfaltado. Habían saltado por la ventana. Llegué a la terraza a tiempo para ver a Eustace saltar el parapeto. Esta vez supe con certeza que se mataría. Pero cayó sobre un olivo, como una gran mariposa blanca, y del árbol se deslizó al suelo. Y tan pronto como sus pies descalzos tocaron la tierra, lanzó un extraño y penetrante alarido, que yo no creía pudiese producir la voz humana, y desapareció entre los árboles. -Ha comprendido y se ha salvado -exclamó Gennaro, que aún permanecía sentado sobre el sendero de asfalto-. ¡Ahora, en vez de morir, vivirá! -Y tú, en vez de guardarte las diez liras, me las devolverás -repliqué, no pudiendo ya contenerme ante aquella observación teatral. -Las diez liras son mías -arguyó con voz sibilante y apenas audible. Apretó la mano contra el pecho para proteger sus ganancias mal habidas, y al hacerlo se inclinó hacia adelante y cayó de bruces sobre el sendero. No se había roto ningún hueso, y un salto como aquel desde la ventana jamás habría matado a
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un inglés, porque la altura no era mucha. Pero estos miserables italianos no tienen fuerza vital. Algo le había fallado adentro, y estaba muerto. Aún faltaba mucho para la llegada del día, mas ya soplaba la brisa del alba y nuevos pétalos de rosas cayeron sobre él mientras lo llevábamos adentro. La Signora Scafetti prorrumpió en aullidos al ver el cadáver, y a lo lejos, lejos en el valle, en dirección al mar, resonaban todavía los gritos y las risas del niño fugitivo.
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SU CHE SEGUNDO PASEO AL ACANTILADO ROJO
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SU CHE, literato chino de la dinastía de los Song (siglo XI), pertenece a los llamados "ocho grandes autores" de la época clásica. Como la mayoría de los letrados de su tiempo, prestó servicios en la administración del imperio, pero sin complicarse demasiado en las intrigas políticas. Espíritu despreocupado y contemplativo, lo mejor de su obra está en su poesía y sus descripciones de la naturaleza. También cultivó la pintura.
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El día quince del décimo mes salí a pie de mi casa para encaminarme al pabellón Lin-kao. Me acompañaban dos amigos. El rocío se había convertido ya en escarcha y los árboles estaban desnudos. Se percibía en el suelo la sombra de los hombres y, alzando la cabeza, se veía la luna brillante. Mirábamos a nuestro alrededor gozando del paisaje, mientras avanzábamos cantando y llamándonos unos a otros. Por fin dije con un suspiro: -Tengo amigos que me acompañan, mas no tenemos vino. Y aun cuando lo tuviésemos, carecemos de viandas para acompañarlo. La luna es blanca, la brisa es suave. ¿Qué haremos en una noche tan bella? Uno de mis amigos dijo: -Hoy, al atardecer, levanté la red y cogí peces de grandes bocas y finas escamas. Parecen percas. ¿Mas dónde hallaremos vino? Volvimos a la casa para consultar a mi esposa quien dijo: -Tengo un celemín de vino que hace mucho tiempo puse aparte, por si me lo pedías de improviso. Entonces llevamos el vino y los peces, y fuimos a pasearnos nuevamente bajo el acantilado rojo. El río se deslizaba tumultuoso; sus orillas escarpadas ascendían a mil pies de altura. Las montañas eran altas y la luna parecía muy pequeña; el río había bajado, asomaban las rocas de su lecho. Pero, ¿cuántos días y meses habían transcurrido desde que visité por última vez el río y las montañas? Recogiéndome la túnica, comencé a trepar la rocosa orilla. Avancé sobre abruptos peñascos, apartando a mi paso los matorrales; me senté sobre piedras con forma de tigres; atravesé montecillos de plantas semejantes a dragones con cuernos. Encaramándome, intenté alcanzar las inestables guaridas de los buitres, posados para pasar la noche; descendiendo, traté de vislumbrar el palacio solitario del dios de las aguas. Mis dos amigos no pudieron seguirme. Entonces lancé un grito prolongado y penetrante. Las hierbas y los árboles se conmovieron y temblaron; resonó la montaña y el valle devolvió el eco. Levantóse el viento, haciendo ondular el agua. Me asaltó la inquietud, me sentí triste y temeroso. Me estremecí, no atreviéndome a permanecer en la orilla. Volví sobre mis pasos, subí a nuestra barca y la dejé seguir el centro de la corriente, para que se detuviese donde ella quisiera. Era casi medianoche. Todo estaba silencioso y calmo. Una grulla solitaria, que venía del este, rayó el cielo sobrevolando el río. Sus alas eran anchas como las ruedas de un carro. Blanca por arriba, negra por debajo, lanzaba largos gritos discordantes. Pasó sobre la barca, casi rozándola, y se dirigió al oeste.
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Poco más tarde se marcharon mis amigos, y en seguida me quedé dormido. Soñé que un monje taoísta, vestido con una ondulante túnica de plumas, pasaba bajo el pabellón. Me saludó y me dijo: -¿Ha sido agradable tu paseo al Acantilado Rojo? Le pregunté cómo se llamaba. Tornó a saludarme, sin responder. -¡Ah! -exclamé-. ¡Ahora te reconozco! ¿No eres tú quien sobrevoló anoche mi barca? El monje me miró riendo. Tuve miedo y me desperté. Al abrir la puerta miré hacia afuera, pero ya el paisaje era otro. (Traducido de la Anthologie raisowièe de la littérature chinoise, de G. Margoulies.)
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PÍO BAROJA MÉDIUM
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El irascible y penetrante don PÍO BAROJA, para muchos el mejor novelista contemporáneo, nació en San Sebastián en 1872. Se doctoró en medicina y ejerció brevemente su profesión. Después puso una panadería en Madrid. En cuanto a su obra literaria, la exacta observación de la realidad, el estilo agresivo y la facultad de suscitar incondicionales adhesiones o terminantes rechazos son algunas de sus características más aparentes. Ha escrito numerosas novelas, entre las que recordaremos: Zalacaín el Aventurero, Paradox Rey, La Busca, Las Tragedias Grotescas, El Mundo es Así, Las Inquietudes de Shanti Andía, etc. Cabe mencionar también una biografía: Aviraneta, y un libro de acento autobiográfico: Juventud, Egolatría. Este breve cuento fantástico procede de su libro Vidas Sombrías.
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Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía. Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin sueños; al menos, cuando despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco. La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro. Pero mi cerebro no piensa, y sin embargo está en tensión; podría pensar, pero no piensa... Ah, os sonreís, ¿dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré: ¿Es hermosa la infancia, verdad? Para mí el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson, su padre era inglés y su madre española. Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico, muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco. A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. É1 era un buen estudiante, y yo díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos. La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas. Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un techado ancho con losas que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas. Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados, y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba. Bajamos del terrado, y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón, estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo. La madre, con voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis
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estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara... -Hay que estudiar -dijo a modo de conclusión la madre. Salimos del cuarto, me marché a casa, y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres. Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas, y me miraron y sentí frío al verlas. Cuando concluimos el curso, ya no veía a Román; estaba tranquilo; pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fuí y le encontré en la cama orando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara... Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor. -¿Qué tienes? -le pregunté, y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo. Luego, en voz baja, murmuró: -Ha sido mi hermana. -¡Ah! Ella... -No sabes la fuerza que tiene, rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo. Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana, que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie. Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta... llamaban... abríamos... nadie. Dejamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida... llamaban... nadie. Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó... y los dos nos miramos estremecidos de terror. -Es mi hermana, mi hermana -dijo Román, y convencidos de esto buscamos los dos amuletos por todas partes y pusimos en su cuarto una herradura, un pentágono, y varias inscripciones triangulares con la palabra Abrakadabra. Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro. Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones. Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué,
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y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura. Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas. Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra; pero en distinta actitud, inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró la fotografía, y sonrió, sonrió. Esto era lo grave. Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre... ¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía eso? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací todavía no he despertado.
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LAFCADIO HEARN LA PROMESA
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Patricio Lafcadio Tessima Carlos Hearn -que es el nombre multitudinario con que vino al mundo-, o más simplemente LAFCADIO HEARN -con que lo conoce la desatenta posteridad-, o también Yakumo Koizumi- que él mismo asumió al término de su fantástica peregrinación terrestre- nació en 1850 en la isla griega de Santa Maura. Griego pues por su nacimiento, irlandés por su ascendencia, inglés por su educación, norteamericano por su largo afincamiento en los Estados Unidos, algo tendría también de español a juzgar por sus nombres de Patricio y Carlos... Resolvió bellamente el problema haciéndose japonés. Se radicó en Japón en 1890, casóse con una japonesa, y se convirtió al budismo. De esa época data lo mejor de su producción literaria: Kwaidan, Kokoro, Glimpses of Unfamiliar Japan, donde recogió y trabajó artísticamente las hermosas leyendas de su país adoptivo.
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-No temo la muerte -dijo la moribunda esposa-; sólo tengo una preocupación en este momento. Quisiera saber quién ocupará mi lugar en esta casa. -Querida mía -repuso el afligido esposo-, nadie ocupará jamás tu lugar en mi casa. Nunca, nunca volveré a casarme. Al decir esto, hablaba con el corazón; porque amaba a la mujer que estaba a punto de perder. -¿Lo juras por la fe del samurai? -preguntó ella con apagada sonrisa. -Por la fe, del samurai -contestó él, acariciando su rostro consumido y pálido. -Entonces, amado mío -dijo ella-, me sepultarás en el jardín, ¿verdad?, cerca de aquellos ciruelos que plantamos en un extremo. Hacía mucho que quería pedirte esto; pero pensé que, si volvías a desposarte, no te gustaría tener mi tumba tan cerca. Ahora que prometiste que ninguna mujer ocupará mi lugar; no es necesario, pues, que titubee en formular mi ruego... ¡Tengo tantos deseos de ser sepultada en el jardín! Imagino que allí aun oiré a veces tu voz, y que podré ver las flores en la primavera. -Se hará como deseas -contestó él-, pero no hables ahora de eso; no es tan grave tu mal que hayamos perdido toda esperanza. -Yo la he perdido -replicó ella-; moriré esta mañana... Pero, ¿me sepultarás en el jardín? -Sí -dijo él-, a la sombra de los ciruelos que plantamos -; y tendrás un hermoso sepulcro. -¿Me darás una campanilla? -¿Una campanilla?... -Sí; quiero que en el ataúd pongas una campanilla como esas que llevan los peregrinos budistas. ¿Lo harás? -Tendrás la campanilla... y cuanto desees. -Nada más deseo... Amado mío, siempre has sido muy bueno conmigo. Ahora puedo morir feliz. Cerró los ojos y expiró con esa facilidad con que se duerme un niño cansado. Aun muerta, parecía hermosa, y había una sonrisa en su semblante. La enterraron en el jardín, a la vera de los árboles que amaba; y junto con ella enterraron una campanilla. Sobre la sepultura se erigió un hermoso monumento, ornado con el escudo de la familia y ostentando el siguiente Kaymio: Gran Hermana Mayor, Sombra Luminosa de la Cámara de la Flor del Ciruelo, moras en la Casa del Gran Mar de la Compasión.
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Pero, antes que transcurriera un año de la muerte de su esposa, los parientes y amigos del samurai comenzaron a instarlo a que contrajese nuevo matrimonio. -Aún eres joven -le decían-; eres hijo único y no tienes descendencia. Un samurai tiene el deber de tomar esposa. Si mueres sin hijos, ¿quién hará las ofrendas, quién recordará a los antepasados? Con muchos argumentos de esta índole persuadiéronle por fin a casarse nuevamente. La esposa sólo tenía diecisiete años; y el samurai la amó tiernamente, a pesar del mudo reproche de la tumba del jardín.
II En los seis días siguientes a la boda, nada turbó la felicidad de la joven esposa. Al séptimo, el samurai recibió orden de cumplir ciertos deberes que requerían su presencia, de noche en el castillo. La primera noche en que se vio obligado a dejar sola a su esposa, ella se sintió intranquila, sin poder explicarlo; vagamente atemorizada, sin saber por qué. Se acostó pero no pudo dormir. Había una extraña opresión en el ambiente, una pesadez indefinible, como la que suele preceder al estallido de una tormenta. A la Hora del Buey oyó, en el silencio nocturno, una campanilla... una campanilla de peregrino budista; y se preguntó quién sería el peregrino que atravesaba las posiciones del samurai a semejante hora. Después de una pausa, la campanilla se oyó mucho más próxima. Evidentemente, el peregrino se acercaba a la casa; pero ¿por qué se aproximaba por el fondo, donde no había camino alguno...? De pronto los perros comenzaron a gemir y aullar de un modo extraño y horrible; y un temor como el que se experimenta en ciertas pesadillas asaltó a la joven... Era indudable que la campanilla sonaba en el jardín... Trató de levantarse para llamar a un sirviente, pero advirtió que no podía incorporarse, no podía moverse, no podía llamar... Y el son de la campanilla se oía cada vez más cerca, cada vez más cerca... ¡y cómo ladraban los perros!... De pronto, con la ligereza con que se desliza una sombra, entró en el aposento una mujer -aunque todas las puertas estaban cerradas, y todas las cortinas inmóviles-, una mujer envuelta en un sudario, que traía una campanilla de peregrino. No tenía ojos... porque hacía mucho que había muerto; y sus cabellos sueltos caían en una cascada sobre su rostro; y miraba sin ojos a través de la maraña de sus cabellos, y hablaba sin lengua: -¡En esta casa no, en esta casa no te quedarás! Aquí aún soy yo el ama. ¡Te irás! Y a nadie le dirás el motivo de tu partida. Si se lo dices a Él te haré pedazos.
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Así diciendo, la estantigua desapareció. La esposa se desmayó de terror, y hasta el alba no recobró el sentido. A la alegre luz del día, dudó de la realidad de lo que había visto y oído. Y aunque el recuerdo de la advertencia pesaba tanto en su corazón que no se atrevió a hablar a su esposo ni a persona alguna de la visión que había tenido, estuvo a punto de convencerse de que había sido víctima de una pesadilla que la había enfermado. La noche siguiente, sin embargo, sus dudas se disiparon. Una vez más, a la Hora del Buey, los perros comenzaron a aullar y gemir; una vez más se oyó el son de la campanilla que se aproximaba lentamente por el jardín; una vez más la joven intentó en vano levantarse y llamar; una vez más entró la muerta en el aposento, y dijo con voz sibilante: -¡Te irás! ¡Y a nadie le dirás por qué debes irte! ¡Si se lo dices a Él, aun en un susurro, te haré pedazos! Esta vez la aparición se acercó al lecho, y se inclinó sobre la muchacha, murmurando y haciendo muecas... A la mañana siguiente, cuando el samurai regresó del castillo, su joven consorte se postró ante él, implorante: -Te suplico -dijo- que perdones mi ingratitud y mi gran descortesía al hablarte de este modo: pero quiero irme a casa; quiero irme inmediatamente. -¿No eres feliz aquí? -preguntó él, sinceramente sorprendido-. ¿Alguien se ha atrevido a ser poco amable contigo durante mi ausencia? -No se trata de eso -repuso ella sollozando. Todos han sido muy buenos conmigo... Pero no puedo seguir siendo tu mujer... Debo irme. -Querida mía -exclamó él, muy asombrado-, es sumamente doloroso saber que has hallado en esta casa motivo de infelicidad. Pero no puedo siquiera imaginarme por qué quieres irte... a menos que alguien haya sido muy descortés contigo... Seguramente no quieres decir que deseas el divorcio, ¿verdad? Ella respondió, temblorosa y llorando: -¡Si no me concedes el divorcio, moriré! Él permaneció un instante silencioso, tratando en vano de adivinar el motivo de aquella asombrosa declaración. Por fin, sin revelar emoción alguna, contestó: -Devolverte a tu hogar, sin que hayas cometido falta alguna, sería un acto vergonzoso. Si me revelas el motivo de tu deseo, cualquier motivo que me permita explicar las cosas honorablemente, te otorgaré el divorcio. Pero si no me das un motivo, un motivo razonable, no te lo otorgaré, porque el honor de nuestra casa debe mantenerse invulnerable a cualquier reproche.
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Entonces ella se sintió obligada a hablar, y le contó todo, añadiendo en el colmo del terror: -Ahora que te lo he dicho todo, ¡ella me matará! ¡Me matará! Aunque hombre valiente y poco propenso a creer en fantasmas, el samurai se sintió, en el primer instante, considerablemente alarmado. Pero pronto acudió a su espíritu una explicación sencilla y natural del caso. -Querida mía -dijo-, estás muy nerviosa, y temo que alguien haya estado contándote historias tontas. No puedo concederte el divorcio por el solo hecho de que hayas tenido un mal sueño en esta casa. Pero lamento mucho, en verdad, que hayas sufrido tanto durante mi ausencia. Esta noche también deberé ir al castillo; pero no te dejaré sola. Ordenaré a dos de mis soldados monten guardia en tu aposento, y así podrás dormir en paz. Son buenos hombres, y sabrán cuidarte. Y le habló tan consideradamente y con tanto afecto, que ella casi se avergonzó de sus terrores, y resolvió permanecer en la casa.
III Los dos soldados encargados de cuidar a la joven esposa eran hombres robustos, valientes y simples, experimentados guardianes de mujeres y niños. Contaron a la joven agradables historias para mantenerla alegre. Habló con ellos largo rato, festejando sus chanzas exentas de malicia, y casi olvidó sus temores. Cuando por fin se recogió para dormir, ellos se aposta-ron en un rincón del aposento, detrás de un biombo, y comenzaron a jugar una partida de gol*, hablando sólo en murmullos, para no despertar a la joven, que dormía como una criatura. Pero una vez más, a la Hora del Buey, despertó con un gemido de terror... ¡Había oído la campanilla!... Ya estaba próxima, y se acercaba cada vez más. Se incorporó; lanzó un grito, pero en el cuarto no se oyó nada... sólo un silencio de muerte, un silencio que crecía, un silencio que se espesaba. Se precipitó hacia los soldados: estaban sentados ante su tablero; inmóviles, mirándose con los ojos fijos. Les gritó, los sacudió: estaban como helados... Después dijeron que habían oído la campanilla y el grito de la joven, y que aun la habían sentido cuando los sacudió para tratar de despertarlos, y que, sin embargo, no habían podido moverse ni hablar. A partir de ese momento dejaron de oír y de ver: un sueño negro se había apoderado de ellos. Al alba, al entrar en la cámara nupcial, el samurai vio a la mortecina luz de una lámpara el cadáver decapitado de su joven esposa, que yacía en un charco de sangre. Los dos guerreros dormían aún, acuclillados ante la partida inconclusa. Al
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Antología del cuento extraño 2
oír el grito de su amo, se incorporaron de golpe y se quedaron mirando estúpidamente aquel horror que yacía a sus pies. La cabeza no aparecía; y la espantosa herida mostraba que no había sido cortada de un tajo, sino arrancada. Un reguero de sangre iba desde la cámara hasta un ángulo de la galería exterior, donde las guardapuertas parecían haber sido rasgadas. Los tres hombres siguieron el rastro, se internaron en el jardín, atravesaron cuadros de césped y espacios enarenados, contornearon un estanque bordeado de lirios, pasaron bajo densos ramajes de cedros y bambúes. Y de pronto, en un recodo, se hallaron cara a cara con una cosa de pesadilla, que chirriaba como un murciélago: la figura de una mujer sepultada mucho tiempo atrás, erguida ante su tumba; en una mano una campanilla, en la otra la cabeza ensangrentada. Por un instante
permanecieron
los
tres
aturdidos.
Después,
uno
de
los
soldados
desenvainó la espada, pronunciando una invocación budista, y asestó un golpe a la aparición, que se desplomó instantáneamente, en desarticulado montón de trozos de sudario, cabellos y huesos, al tiempo que de esa ruina se desprendía la campanilla, rodando y tintineando. Pero la descarnada mano izquierda, aun después de cercenada la muñeca, seguía retorciéndose, y sus dedos aferraban aún la cabeza sangrante, desgarrando y lacerando, como las pinzas de un cangrejo amarillo tenazmente clavada en una fruta caída... -Ésa es una historia perversa -dije al amigo que me la había contado-. La venganza de la muerta, en caso de cumplirse, debió recaer sobre el hombre. -Eso creen los hombres -repuso él-. Pero no es lo que siente una mujer. Y tenía razón. Juego semejante al de damas pero mucho más complicado.
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