CULTURA
El rincón de los libros
JUAN ANTONIO FERNÁNDEZ RUBIO Doctor en literatura Universidad de Murcia fdezrubio.juan@gmail.com
José Barnés Moreno publicó en 1926 una colección de trece cuentos, bajo el título de Mónico el anarquista. Fue editado por la Editorial Levante y su director, Andrés Cegarra Salcedo, confeccionó el prólogo. El primero de ellos nomina al conjunto de esta obra, en la cual destacan: «Nómadas» (con influencia de la narrativa de Castillo-Navarro), «La protesta final», «Inconsciente», «En carne de su carne» y «La víspera de san Juan». Sus breves tramas están impregnadas de violencia, contenido social, justicia campesina, rechazo al diferente, prostitución, locura, y aspectos tradicionales y localistas. Todo ello, expuesto por personajes marginales y sórdidos, en su mayoría; a través de un lenguaje narrativo propio y original, así como teatro leído en su cierre y tintes surrealistas, en momentos concretos.
MÓNICO EL ANARQUISTA (fragmento) Y de aquel fracaso surgió una nueva vida, una orientación nueva. Mónico Orbaneja llegó a odiar tanto a los hombres, que su mayor deseo y su placer más deleitante era pensar en la destrucción de la Humanidad… ¡Y tanto lo deseaba, y tanto llegó a gozar con aquel deseo, que el pensamiento, al principio endeble en inconsistente, convirtióse en una obsesión constante, que era como su propia sombra, como el principio y fin de su existencia, dedicada por entero a la consumación del placer destructor! Mónico Orbaneja entre todos los compañeros de ideas análogas a la suya, no quiso a ninguno; jamás llegó a permitirse la más pequeña expansión con ellos. Los odiaba también. También se odiaban todos, y si se mantenían unidos, era porque la misma causa les obligaba a la defensa ya que el delito era común. No obstante, Mónico Orbaneja tenía un amigo, es decir: una persona a la que odiaba menos, porque le era indiferente. LA VÍSPERA DE SAN JUAN (fragmento) Sombras en la noche. Cantos y voces alegres en las calles, sones de guitarras y llamas rojas de innumerables hogueras. En la sala antigua débilmente alumbrada, dos viejucas: ANA ROSA y MADRE CRUZ; tan viejas, tan viejecitas las dos, que sus años se pierden en la cuenta del tiempo. Ama y criada están sentadas juntas al balcón semicerrado. Tras los cristales miran la calle desierta y penumbrosa y las rojas hogueras que se prenden a lo lejos. Hablan quedo y sus vocecitas salen de sus labios como temerosas de algo extraño e impalpable que flota en la sala y sabe a brujería y maleficio. Los rosarios en sus manos sarmentosas, se agitan a impulsos del temblor que el miedo y la semioscuridad de la estancia pone en el alma de las medrosas. AMA ROSA: ¡Siento miedo, Madre Cruz! Esta noche es de memoria tristísima. ¿Te acuerdas? MADRE CRUZ: ¡Sí, me acuerdo y tiemblo!... ¡Yo le vi!... ¡Qué pena, talmente tieso, cadáver colgado de la horca… ¡No hubo piedad, no la hay en el mundo, Ama Rosa! AMA ROSA: ¡Él, no tuvo! Su delito fue bien grande. Mató a dos y antes, según dicen, hizo también algunas fechorías. MADRE CRUZ: ¡Jesús!... ¡Sería un demonio!... AMA ROSA: ¡Tal vez!... ¡Quién sabe!... ¡Los hombres, cuando los ciega la maldad, se convierten en demonios!... MADRE CRUZ: Cinco años hace hoy, ¿no?
40