Jael Alvarado y Anael DÃaz
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Jael Alvarado y Anael DÃaz
Matías, un pequeño héroe Primera edición, Zacatecas, 2016 © Texto: Jael Cristina Alvarado Jáquez © Ilustraciones: Omar Anael Díaz Robles © Características gráficas: Texere Editores Dirección editorial Judith Navarro Salazar Diseño de forros y maquetación Mónica Paulina Borrego Lomas Comunicación Martha Alejandra Ramírez Alva isbn: 978 607 8472 06 2
Queda prohibida la reproducción de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, sin la autorización expresa del autor y Texere Editores sa de cv.
Para Francisco, Luz, Longinos y Elena, mis abuelos. Jael
Para Ine. Anael
Me llamo Matías.
Mi papá se murió en enero de 1907 por culpa de una pulmonía. Dice mi mamá que ese año hizo mucho frío, que mi papá se enfermó por eso. Yo casi no me acuerdo de él. Tenía algunas cosas: su sombrero, una foto y unos papeles, pero todo se perdió en la guerra.
Un día mi mamá y yo nos fuimos a vivir cerca el arroyo de Mexicapan con una viejita. Mi mamá lavaba ajeno y limpiaba casas. También íbamos al cerro a cortar nopalitos y tunas, y a pastorear las chivas de la viejita.
Un día llegó a la casa una señorita muy catrina. —¿Es usted Inesita? —preguntó la muchacha—. —Para servirle —dijo mi mamá—. —Me dijeron que es usted buena lavandera. —Pues yo creo que sí. —El doctor Guillermo López de Lara está buscando una criada para su casa. La paga es
buena, pero tiene que quedarse ahí a dormir todos los días. —No puedo irme sola, tengo a mi hijo Matías; si me lo aceptan allá, me voy; si no, pues no. —¿Qué edad tiene Matías? —Once años. Ya sabe hacer mandados y puede ayudar en lo que le pidan. —Está bien, Inesita, váyase con todo y Matías.
Nos fuimos a vivir a la casa del doctor López de Lara, una finca muy grande que tenía luz eléctrica; estaba llena de objetos misteriosos y fascinantes: unas cajitas que tocaban música al abrirlas, muñecos de porcelana que parecían mirarte, un reloj donde vivía un pájaro que salía a dar la hora; también había otros pájaros vivos, unas como gallinas verdes que se paseaban por el jardín arrastrando sus colas enormes.
Pero lo más increíble era el consultorio del doctor; pocas veces pude entrar y todas ellas me quedé sin habla. Tenía muebles llenos de libros, desde el suelo hasta el techo, quién sabe de qué se tratarían, yo nunca aprendí a leer. También tenía un montón de frascos color ámbar de contenido misterioso, petacas llenas de extraños instrumentos… Y en la esquina, lo más aterrador: un esqueleto completito colgando del techo.
Cuando descubrí el esqueleto, creo que hasta pegué un grito, porque el doctor me preguntó: —¿Por qué te asustas, Matías? —No. Esteee… Si no me asusto —le respondí—. ¿Para qué tiene usted eso? —Para saber cómo es el cuerpo por dentro. Si un día te rompes un hueso, ¿cómo podría curarte si no conozco todas y cada una de las partes del cuerpo humano? —¿A poco yo soy así por dentro?
—Claro. Un esqueleto idéntico a este, pero de tu tamaño y de tus proporciones, le da sostén a tu cuerpo. —Ay. Ahora no podré dormir, doctor, si ya sé que tengo un esqueleto adentro. El doctor se rió suavemente y se puso a explicarme quién sabe qué cosas que no entendí; después me mandó a ayudar con los preparativos de la tertulia.
En la casa del doctor se hacían reuniones cada viernes; se juntaban en su sala un montón de señores bigotones y una que otra señora copetuda. Hablaban de libros, de viajes, de política... Las señoras tomaban té o café, los señores tomaban coñac. Sirviendo el café en la tertulia, me enteré de que había guerra, de que se avecinaba una batalla muy grande y de que se acercaban muchas calamidades.
El ingeniero Rojas era el que estaba más enterado de esas cosas. Me gustaba que el ingeniero fuera a la tertulia porque siempre me mandaba a comprarle tabaco para su pipa y me dejaba quedarme con el cambio. Al volver de la tabaquería, me quedaba embelesado con las bellísimas estampas que exhibía en su vitrina el maestro grabador Catarino del Hoyo. Otras veces me sentaba a descansar en el escalón de la puerta de don Longinos Jáquez, el zapatero remendón, que siempre me regalaba un pedacito de alfajor o de charamusca.
A veces también iba a las tertulias una señora flaquita y estirada que era directora de la Escuela Normal, la maestra Beatriz. Un día vi a la maestra santiguarse y exclamar: —Las tropas federales acantonadas en la ciudad han llegado al colmo del desacato y la indecencia. —¿Qué nos espera cuando lleguen las tropas revolucionarias, maestra Beatriz? Será la hecatombe —respondió preocupado el ingeniero Rojas—. —¿Podrán tomar la plaza?
—Sin duda: son numerosos y están bien organizados; armaron un buen relajito en Torreón —terció el doctor López de Lara—. —Y tienen de su lado a Felipe Ángeles, el mejor artillero de México, un estratega militar brillante —dijo el ingeniero—.
—La batalla será feroz. ¿Quién atenderá los servicios de la ciudad, la limpieza, los enfermos, los heridos? —dijo la maestra—. —Precisamente, maestra Beatriz —dijo el doctor, muy serio—, quisiera solicitarle que me permita instalar una suerte de hospital en el edificio de su escuela.
—Con mucho gusto, doctor. Si usted me autoriza, yo conseguiré algunas camillas, catres y hasta petates para acomodar a los heridos. —Se lo agradecería, maestra. Yo comenzaré a reunir medicamentos y material de curación.
—Les pido, maestra, doctor, que hagan esas diligencias con discreción. ¿Saben que la ciudad está llena de espías villistas? —intervino el ingeniero Rojas—. El fotógrafo, el afamado don Eulalio Robles, me hizo hace poco unos cuestionamientos muy extraños; sospecho que es aliado de Pancho Villa. —Tendremos cuidado —dijo la maestra, mirando su taza de té, como si en sus reflejos quisiera adivinar los funestos acontecimientos que se avecinaban—.
Durante unas semanas la ciudad estuvo en calma, pero se respiraba el terror. Mi mamá y yo ayudamos a tapiar las ventanas de la casa del doctor con tablas y colchones, con lo que se pudo. La casa del doctor se volvió oscura. Si tenía que pasar frente al despacho cuando la puerta estaba abierta, me ponía a temblar porque en su interior, al fondo, alcanzaba a ver entre la penumbra al esqueleto. Yo sentía que por sus cuencas oscuras se asomaba la muerte y me sonreía.
Pasaron los días. Todos en la casa trabajábamos sin descanso. Escondimos costales de maíz, frijol y chile; almacenamos agua y carne seca... Y esperamos.
El 23 de junio, muy temprano, empezaron los cañonazos. Nos escondimos debajo de la cama, rezando para que no nos pegara una bala perdida ni le cayera un proyectil a la casa, y para que todo terminara pronto. Como a las seis de la tarde comenzaron los cornetas a tocar «cese al fuego», y se acabaron los cañonazos; pero los balazos no se acababan, esos continuaron por días y semanas y tal vez años.
El día 24 llegó el doctor todo apurado para pedirnos que ayudáramos a atender a los heridos que habían llevado al hospital instalado en la Escuela Normal. Mi mamá y yo íbamos y veníamos llevando vendas, palanganas y alcohol de un lado a otro. Tanto trabajo había que no podíamos detenernos a ver a tantos soldados: por aquí uno sin mano, por allá otro sin piernas, más allá otro con la cabeza abierta.
Era muy feo. Pero nos daba gusto ayudar al doctor y a Beatricita, a quien yo antes veía como una señora muy seca y regañona, pero que en esos momentos demostraba una gran dignidad y mucha fuerza. Las señoritas Conchita Casal y Elsa Posas, que eran muy amigas de la maestra Beatriz, trabajaron como enfermeras esforzadas y valientes en medio de aquel horror que parecía interminable.
El portón de la escuela se abrió de golpe, y entró un montón de señores. Por el uniforme supe que eran revolucionarios; venían rodeando a un principal, uno que no era chaparro ni alto, muy bigotón y chapeteado. El principal echó una mirada a los heridos que estaban tendidos en los petates; volteó hacia mí y me dijo con voz de trueno: —¡Chamaco, dígame cuáles de los heridos son jefes y cuáles son tropa! —No sé, señor —creo que le respondí—.
—Sus principales deben saberlo, lléveme con ellos —me ordenó—. Los conduje entonces hasta el fondo de un galerón, donde estaban el doctor Guillermo, el ingeniero Rojas, la señorita Beatriz y mi mamá. —Doctor, lo busca este señor —le dije al doctor tratando de que no se me notara que estaba muy asustado—. —¿Usted es el responsable de este hospital? —preguntó el bigotón—.
—Así es: doctor Guillermo López de Lara, servidor. —Mucho gusto, doctor. Usted sabe quién soy, ¿verdad? —Sí: el general Francisco Villa. «¡Así que ese es el famoso general Villa!», pensé. —Quiero que me diga cuáles de los heridos son jefes y oficiales, para pasarlos por las armas —siguió Villa—.
—No lo sabemos, General. Nuestra misión aquí es curar a los heridos, y al hacerlo no les preguntamos si son jefes o soldados rasos. —No me mienta, doctorcito. ¿A quiénes está usted encubriendo? —¡Esos son catrines huertistas, mi General! —gritó uno de los que venían rodeando a Francisco Villa—.
—No, señores —dijo el doctor—. Nosotros no representamos al gobierno ni tomamos parte por ningún partido; somos simples ciudadanos que, movidos por la misericordia, hemos formado la Cruz Blanca neutral, un hospital que atiende a cualquiera que lo necesite, sea revolucionario o federal.
Villa retorcía furiosamente un fuete que traía en las manos. —No puedo creer que no pregunten ni siquiera el nombre o el grado de los pelones a los que atienden, almas tan piadosas —dijo Villa burlándose y luego se dirigió a Beatricita—: ¡Usted, señora, dígame quiénes son!
—Le responderé lo mismo que el doctor, General, que no lo sé; y, si supiera, no se lo diría. Se armó un alboroto. Villa se puso colorado y lanzó tres fuetazos contra la maestra Beatriz mientras gritaba: —¡Diantre de vieja tan retobada! Luego ordenó a los hombres que lo acompañaban: —¡Aprésenlos a todos, llévenlos al panteón y fusílenlos!
—¡Llévenos a nosotros, pero dejen ir a la señora Inés y a la maestra Beatriz! —gritó el doctor—. —A esa es a la primera que vamos a fusilar, ¡por rezongona! Nos sacaron de la escuela a punta de pistola. Subieron a los grandes a una carreta. Mi mamá y la maestra iban llorando. Yo iba a subirme con ellas, pero Villa gritó: —¡Eita! ¿Y ese niño? —Es uno de los ayudantes del doctor, General —respondió uno de sus hombres—.
—¡A ese no lo fusilen, déjenlo ir! Y me bajaron de un empujón.
Mi mamá me gritó:
—¡Vete,Matías!¡Corre!
Me quise subir de nuevo a la carreta para no dejar sola a mi mamá, pero los villistas me bajaron a golpes. La carreta empezó a avanzar rumbo al panteón. Entonces recordé las palabras del ingeniero Rojas: «El fotógrafo, el afamado don Eulalio Robles, me hizo hace poco unos cuestionamientos muy extraños; sospecho que es aliado de Pancho Villa».
Fui a buscar al seĂąor Robles. EntrĂŠ corriendo a su estudio y le dije casi sin aliento:
—¡Don Eulalio, don Eulalio, los villistas se llevaron mi mamá, al doctor y a Beatricita! ¡Los van a fusilar! ¡Ayúdeme, don Eulalio!
—Vamos a buscarlos, Matías — dijo, y salimos a toda prisa—.
Cerca de la escuela nos encontramos al general Villa. La carreta con los prisioneros ya había partido. El señor Robles se acercó a Villa con mucha decisión. Yo esperé a la distancia para que no me reconociera, pero alcancé a escuchar todo.
—Mi General, vengo a pedir por la vida de estos buenos ciudadanos; son personas honorables y pacíficas dedicadas a su trabajo: el doctor López de Lara es un modelo de caridad y rectitud; Beatricita es una insigne profesora, es sobrina, ni más ni menos, que del general Jesús González Ortega, un prócer de la patria —le explicó el fotógrafo—.
—Señor Robles, usted sabe que a mí no me gusta que nadie se me ponga al brinco, cuantimenos una maestrita —le respondió Villa, todavía encorajinado. —Pero, General, tenga compasión. Van con ellos los ayudantes del doctor, gente humilde del pueblo: allá va Inesita, la lavandera del doctor, si usted la pasa por las armas, dejará en la orfandad a un niño de once años. No puede permitirlo.
Don Eulalio se puso entonces de rodillas y suplicó: —Mi General, sabe que yo no lo engaño. ¡Le pido por la vida de estas personas inocentes! —Si usted me asegura que son inocentes, que se suspenda entonces el fusilamiento —respondió Villa—. Que regresen a su hospital a seguir atendiendo a los heridos. Levántese, señor Robles.
—¡Gracias, General! —¡Que dejen ir a los prisioneros que llevaron al panteón! —ordenó Villa a uno de sus hombres—. Llegamos al panteón cuando ya estaban preparando a los prisioneros para el fusilamiento. El oficial villista comunicó a la tropa las nuevas órdenes.
—¡Detengan la ejecución!
Los hombres liberaron a mi mamá, a Beatricita, al ingeniero y al doctor, y les ordenaron que se fueran de inmediato. Yo corrí a abrazar a mi mamá. —¡Mamá, pensé que no llegaba a tiempo! No recuerdo lo que me respondió, solo que me abrazaba y me daba muchos besos.
El ingeniero Rojas, pálido como el papel, estrechó la mano del señor Robles. —¡Don Eulalio, le debemos la vida! —¡Muchas gracias, señor Robles! —añadió el doctor López de Lara—. —Es usted un héroe —dijo Beatricita—. —El héroe es Matías —dijo don Eulalio señalándome—, él fue quien me avisó que los habían apresado, a él le deben la vida.
Todos me felicitaron por mi valor. Yo me sentí muy importante, pero lo que me daba más gusto era tener conmigo a mi mamá. Regresamos a la Escuela Normal en silencio para cumplir la orden de seguir atendiendo a los heridos. Íbamos rezando para que no nos tocara una bala perdida, un proyectil asesino o una orden de fusilamiento injusta. Aunque la batalla ya había terminado, todavía se escuchaban los balazos; continuaron por días, y semanas, y tal vez años. Cuando las cosas se aplacaron, volvimos a la casa del doctor.
Las gallinas verdes se habían ido… o los revolucionarios se las habían comido, vayan ustedes a saber. El pájaro mecánico ya no estaba. El que seguía ahí, colgadito, era el esqueleto. El pobre se veía tan solito y flaco que me atreví a acercarme a él, ahora sin miedo. La muerte ya no pudo salir a asomarse por sus cuencas, tampoco se atrevió a sonreírme.
Matías, un pequeño héroe fue editado por Texere Editores sa de cv Fernando Villalpando 603 Centro Histórico Zacatecas, Zacatecas; Fue impreso por Rebosán El tiraje consta de mil ejemplares.
Adilene Castillo, Adrián y Jules, Adriana Palomimo, Aidé M. Arteaga Moreno, Alan Damir, Ale Berumen, Alejandra del Carmen Gutiérrez Soto, Alma Ríos, Almendra H. Terán, Álvaro Octavio Lara Huerta, Amanda Castañeda Rivas, Ana Duéñez, Ana Patricia Pichardo Solís, Andrea Femat Herrera, Anna D’Amore Wilkinson, Antonieta Sandoval, Antonio Rocamontes de la Peña, Arazú Tinajero, Arturo Pérez, Aurora Contreras Martínez, Azael Ameca Ramírez, Benjamín Arteaga, Berenice y Andrea Sánchez, Carla Romo, Carlos A. Navarrete, Carlos Montoya, Catalina Araceli Valdez López, Celeste y Sabina Márquez, César Arám Gutiérrez Hernández, César Rincón, Claudia Solís Andrade, Concepción Ángel Arámburo, Cris y Rafa Ortiz, Cristina Jáquez Méndez, Dalila Valdez, Dante y Matías Gutiérrez Borrego, David Alvarado Jáquez, Diana Rodríguez, Diana Yaretzi Castañón del Real, Diane, Edgar Omar Almeida, Eduardo Campos, Eduardo Jacobo Bernal, Ektor Varkatzas, Elisa de Wit Santoyo, Elisa Rieber, Elsa Yuriria Posas, Elyot Alemán, Émile Martial Caballero, Emylow Cardona Esquivel, Érika Fabiola Flores Puente, Esaúl Arteaga Domínguez, Esmeralda Trejo Castro, Eva Miranda, Eva Rodríguez Escobar, Evelyn Amador, familia García Maldonado, familia García Zamora, familia Ortiz Santoyo, Gabriela Hoyo, Gaby Álvarez Máynez, Georgina Salmón Gamboa, Gerardo Barajas, Gerardo Cilveti, Gerardo J. Félix Martínez, Gonzalo Lizardo, Gustavo Oliva Belmontes, Helena y Ernesto Valadez Legaspi, Heraclio Castillo Iara Sofía, Ine, Irina Julieta Galván Maldonado, J. Jesús Zúñiga Teniente, Jairzinho Trejo Castro, Jánea Estrada Lazarín, Javier Balderas, Jorge Alberto Enríquez Luna, Jorge García r1cgcg, Jorge Maldonado Arellano, José Catarino del Hoyo Ávila,
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