El tratamiento de las contradicciones

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V Ă? C TO R A L B A R R ACĂ? N

El tratamiento de las contradicciones






EL TRATAMIENTO DE LAS

CONTRADICCIONES


14 Salones Regionales de Artistas Juan Manuel Santos Presidente de la República

Jaime Cerón Asesor Artes Visuales

Mariana Garcés Córdoba Ministra de Cultura

María Víctoria Benedetti Alexandra Haddad Angela Montoya María Catalina Rodríguez Juan Sebastián Suanca

María Claudia López Sorzano Viceministra de Cultura Enzo Rafael Ariza Ayala Secretario General

Área de Artes Visuales – Dirección de Artes

Guiomar Acevedo Directora de Artes

créditos

Textos

VÍCTOR ALBARRACÍN Prólogo LUCAS OSPINA Editor y corrector de estilo JUAN SEBASTIÁN RAMÍREZ Diseño y diagramación FRANCISCO TOQUICA & SANDRA LEAL www.desdeelbienestar.wordpress.com Material impreso de distribución gratuita con fines didácticos y culturales. Queda estrictamente prohibida su reproducción total o parcial con ánimo de lucro, por cualquier sistema o método electrónico sin la autorización expresa para ello. © Ministerio de Cultura Primera edición, 2012 por Cain Press, una división editorial de Toquica info@cainpress.com isbn 978-958-46-1297-7

Libertad y Orden

Ministerio de Cultura República de Colombia


EL TRATAMIENTO DE LAS

CONTRADICCIONES Víctor Albarracín


CONTENIDO


pg. 9 Prólogo por Lucas Ospina

¿Por qué no me abortaron? (texto apócrifo de Víctor Albarracín)

pg. 21 Mi nombre es Víctor Albarracín

Sobre el tratamiento de las contradicciones: una propuesta de exhibición artística que, como me suele ocurrir, no resultó ganadora /23, El mundo no me escuchará /28, La retaliación en la vida real /33, Lost highway /39, Poporos /42, Palomitas /45, Sobre el tratamiento de las contradicciones en el seno del pueblo /49

pg. 55 La capital mundial del chanfle

Capital mundial del chanfle /57, María Casquitos /60, La lógica operativa del futuro /63, La revolución de octubre /69, Filas /72, Filas 2 /75, Un poco de sangre /79, Punks por doquier /82

pg. 87 Acta definitiva y verídica

Acta definitiva y verídica sobre el fallo del Salón Nacional de Autistas /89, El Salón de la amistad /95, Close, so faraway /99

pg. 109 La contradicción en el seno del pueblo

Manuscrito siniestro /111, Tristes comprobaciones sobre lo que se vino encima /114, Rojo y más Rojo /118, La noche de las velitas /123

pg. 127 Ars amandi

Olmeco en el Soho /129, Utopía /134, Aguinaldo triste /138, A. /141, Bets /143



prólogo

¿Por qué no me abortaron?

(texto apócrifo de Víctor Albarracín)

Mi nombre es Víctor Albarracín y soy un hijueputica más de la escena artística bogotana. Además de “artista”, he sido o sigo siendo para sobrevivir: diseñador de publicaciones, corrector de estilo —de libros de odontología, de filosofía, de bioética, de estudios ambientales, de historia y de un etcétera bastante largo—, traductor, cantante de rock, crítico de arte, curador, cuentista, quintacolumnista de revistas culturales —despedido sin razón, o con razón pero sin que me dieran razón alguna—, “gestor independiente”, “negro” literario, profesor universitario —de cátedra y mal pago, por supuesto, y escritor fantasma de documentos de acreditación que ningún profesor de planta y bien pago ha querido o podido redactar—, realizador de televisión, librero y algunas otras cosas con las que no quiero seguir agobiándolos. He hecho de todo. El hecho es que, creo, hago muchas cosas y esas cosas, a pesar de su aparente dispersión, están 9


hiladas entre sí por la pura contingencia de que he sido yo quien las hizo. Cuando uno hace tantas cosas, resulta que casi todas las hace mal. Esa es mi historia, y no me avergüenza. No en vano, buena parte de mi “obra” ha consistido en la búsqueda de su destrucción y de su devalúo, pero de una manera pública —y un tanto melodramática también—. Sé que el mundo no me escuchará y que no soy, propiamente, un cantante. Puedo decir que mi voz interior no es un jardín de rosas y que de mis mejores recitales mentales ni siquiera la ducha de la conciencia cósmica puede dar cuenta. Yo no quiero ser colombiano. O más bien, no quiero ser colombiano como no quiero tampoco ser de algún otro lugar. En ese sentido, una revisión de los Derechos Humanos debería garantizar el derecho inalienable a No Tener Nacionalidad. Por eso es que algunos terminamos matriculados como “artistas”, a fin de cuentas el arte es lo más cercano a hacer nada, pero no porque uno haga nada sino porque todo tiende a terminar en la patria de la nada. Esto lo digo sin dramatismos ni huevonadas, sin cara solemne tipo Sartre y sin el nadadito de perro de algunos nadaístas, nada de eso. El arte sólo sería, en mi caso, un relato construido para darle sentido a algo que no lo tiene. En arte no hay solución porque no hay problema. Donde hay cultura la vida se jodió, porque es un testimonio construido, es una prueba falsa, un falso indicio. Es un simulacro de testimonio. La cultura no mata y el mundo

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cultural es inofensivo o, más bien, como toda la vida del aspirante a pequeñoburgués, mata de a poquitos: deprime, reseca y desespera; lleva al suicidio o al alcoholismo; obliga a unos cuantos a cambiar de vida, a volverse huraños y a esconderse por años en una finca de la sabana. A otros, que no tenemos finca ni perspectivas profesionales, ni plata para trago, nos va volviendo cínicos y aún más resentidos de lo que ya éramos por cuenta de nuestra extracción social no muy afortunada. Si a Bogotá le dicen la Atenas suramericana tal vez sea porque sólo es ruinas. Me gusta caminar por la plaza de Bolívar, y no es por la plaza, ni por su valor arquitectónico o por una evocación historicista, me gusta porque es ahí donde terminan todos mis paseos. El mapa del centro de Bogotá me resulta predecible. Durante años y sin proponérmelo he levantado un plano mental de todas sus calles. Son derivas en las que oscilo entre el desespero que me causa evadir tareas pendientes y una calma chicha que promete tragedias inminentes y comienzos promisorios. Ver en los andenes el pollo transgénico (con orejas de conejo), el rallador de papa multiusos, los afiches de tetas de Millos y Nacional, las camisetas chinas y los CDs de Reggaeton a $2000, eficientemente ofrecidos por personas que consiguen lo que uno necesita con apenas un silbido, que saben cuándo desaparecer porque llegó el camión de la policía y que pueden rearmar sus tenderetes con una agilidad increíble, me habla más de la ciudad del futuro —de nuevas condiciones y formas de solidaridad para la supervivencia—, y del mundo en general, que los logros de 11


los que se ufanan las administraciones distritales, los gestores culturales y los artistas filósofos pero sin filo. Hace unos años, a través de internet, un grupo de artistas (no identificados) encabezados por Doris Salcedo (plenamente identificada) pedía la colaboración de los interesados en acudir la tarde del martes 3 de abril a la Plaza de Bolívar con el fin de ayudar a encender no una sino 25000 velas que dibujarían una retícula sobre el consabido cuadrado del marchódromo distrital a modo de duelo por la muerte de once diputados que fueron secuestrados y asesinados por la guerrilla. Todo era evocador y luminoso esa noche, hasta la pobre respuesta del público a la invitación de la artista. Pero creo, no era ese el momento para ser evocador ni luminoso. Y creo que Doris Salcedo lo sabe, porque son la oscuridad de la muerte y la incapacidad de dar pie a la enunciación aspectos presentes en su trabajo. Lo saben sus constantes alusiones a Celan y a Lévinas, tanto como ese silencio cargado de orgullo por el que la artista sólo acepta entrevistas o diálogos con medios internacionales. Pero, frente al decir nada ruidosamente, ¿no sería mejor escuchar en silencio? O tal vez, más que imágenes y espectáculos, necesitamos interlocuciones que no terminen, al cabo de una o dos horas, transformadas en cera quemada sobre el pavimento. En conclusión, en arte no somos buenos, no podemos hacer señalamientos sociales con total impunidad, siempre tenemos un interés personalista, escondido, oscuro o turbio detrás de nuestra práctica.

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Soy huérfano, no tengo padres ni madres en esto del arte aunque sí les he escrito cartas. A ella le escribí: “ Maestra, no… Adorada Betty, quiero que sepas que no puedo evitar masturbarme una y mil veces al pensar en nuestra conversación de ese día, y en el hecho inequívoco de que soy un pervertido. Pero lo soy por sus palabras, por tus palabras, digo, pues ellas me han hecho consciente de esta pasión embarazosa y malsana que me consume por dentro.” Y a él le escribí una semblanza: “En las noches, A. soñaba. Y sus sueños estaban llenos de lujo. Mujeres semidesnudas bailaban a su alrededor. Su mente creaba atmósferas de sensualidad y peligro: carros caros, pistolas, discotecas, lino y terciopelo. Coca y Dom Perignon. Un día A. se hizo sacar los dientes.” Nietzsche decía “diente inútil sobre el tiempo inútil.” Me gusta escribir, es una forma de expresión y autoconfrontación, de hacerle el quite a toda esa literatura del “tú puedes si te lo propones” que mata la posibilidad de formar zonas de sombra, arrugas y manchas en los lectores que se encuentran bajo su influencia. Y algo he escrito sobre arte, de la misma manera que escribiría sobre ortodoncia si hubiera estudiado dentistería, o sobre la Reforma Agraria si fuera un agrimensor de Tunja. Los artistas no escriben. Son vagos, dispersos y “brutos como pintor”. Sólo hacen el deber, y a las malas, cuando hay que presentarse a alguna convocatoria. Redactan mal, estructuran peor, no juegan y más bien sí les gusta construir

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ideas en cuya redacción se lean palabras como “hegemonía”, “direccionamiento”, “apropiacionismo” o “insubordinación”. O eso se supone. Aunque de repente los artistas sí escriben. Y hasta llegarán a contar cosas con palabras: les escribirán a los novios, harán la lista del mercado, dejarán inscrita una canción en una servilleta o ¿quién sabe?, a lo mejor se pondrán kafkianos y se harán leer en ese puñado de páginas que les costaron tiempo y ánimo. O tal vez no. Podría ser que la escritura fuera para el artista un lujo y una alegría; un motivo para desplegar figuras, relatos, metáforas y sinécdoques; un ejercicio de recopilación e invención, un espacio para robar y devolver. Es posible que yo escriba porque leo, durante mucho tiempo trabajé en una librería que quedaba dentro de la Luis Ángel Arango y ahí tuve los primeros encuentros de reojo con muchas de las personas que luego conocí con pelos y señales. Este cubículo laboral me permitía penetrar en la arcaica quietud del libro, un mundo que se veía constantemente alterado por el deber ser de los clientes. Una vez entró una peladita de 16 o 17 años armada con esa pinta neojipi que incorporaba elementos gitanos y, a la vez, un cierto feeling gótico, cuero y taches revueltos con arabescos y mochila. Preguntó, para mi tristeza, por la continuación de Quién se ha llevado mi queso, o algo por el estilo. Como no vendía ese libro y yo decía no poder conseguirlo, ella quiso probar suerte con cualquier obra de Ron Hubbard o, en su defecto, cualquier cosa sobre dianética. Me pregunto entonces si no estaré cayendo en un agujero negro generacional del que ya no podré salir nunca, y empiezo 14


a preocuparme al ver de qué modo ahora, a diferencia de hace quince años, disfruto escuchando Blonde On Blonde. ¿Cuándo empieza uno a convertirse en su padre? Una vez vi un grupo de diez o doce tipos con crestas y chaquetas de taches en la inauguración de la exposición de Edgar Guzmanruiz en el marco del premio Luís Caballero, esa lotería para artistas mayores de 35 años que tenía lugar en la ya extinta Galería Santa Fe. La exhibición era la más fría de la temporada. Entre discoteca minimalista sin música y con demasiada luz, nave espacial de película barata y citas de Rilke pegadas en la entrada, el trabajo de Guzmanruiz sorprendió a todos por el profesionalismo de un montaje que sostenía la absoluta fragilidad conceptual de la obra. Aburridos, los crestudos salieron cantando/gritando: “el arte está en las calles, no en los museos, cementerios”, y con eso se salvó la noche. Esta vitalidad también la vi en un grupo se llama Superninja 3066, al que oí en el bar El Patrón (un local de 6 metros cuadrados en el siempre maloliente centro comercial Terraza Pasteur). Ver a estos jóvenes en escena fue curioso porque conseguían hacer de su música una experiencia aplastante para sus espectadores quienes, tras infructuosos intentos de armar un pogo consistente, debían desistir para quedarse inmóviles viendo como a las canciones les salían patas y uñas y dientes y pelos, vuelta tras vuelta y sin remedio. Si ese público brincón y un poco violento no saltaba ni se pateaba entre sí cuando sonaba la banda, era porque la música ya los

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estaba pateando más que suficiente. Otro día vi a una banda llamada Las ruinas Telepáticas que, en una de sus canciones repetía a punta de alaridos la misma pregunta una y otra vez hasta convertirla en un mantra ininteligible: “¿Por qué no me abortaron? ¿por qué no me abortaron?…” El arte de museo, de galería, de coleccionista, no patea y cuando hace un pataleo visible es porque ya se montó en el ascensor que lo lleva al cadalso de la “institucionalización”. La mirada de la medusa de los curadores lo transforma todo en postales para libros de historia del arte, a los artistas les da una pátina heroica y deposita todo el flujo energético que había allí implicado en las arcas del prestigio individual y de la buena gestión institucional. El precio que paga la curaduría en pro de coleccionar y de ser histórica es el aniquilamiento total de la vocación crítica del “arte crítico” que exhibe. ¿Por qué llamar curaduría a una actividad en la que lo curado termina amputado? Cuando tenía alrededor de 15 años estuve en una milicia de elenos, durante muy poco tiempo, y después estuve también muy poco tiempo en los Guardias Rojos. Me desencanté muy rápido. Yo creo que no se puede hablar de una acción política real en Colombia. Hay demagogia y alienación, pero no creo que eso sea político. Hay una diferencia entre la política y lo político, tal cual lo plantea Lyotard. Hay mucha política pero hay pocas acciones donde lo político realmente se dé o exista. En consecuencia, cuando se renuncia a la fuerza de lo que es singular, es decir, a la supresión de procesos críticos 16


que cuestionan los marcos dentro de los cuales toda la producción de sentido encuentra su legitimidad, cuando se remplaza la crítica por la doctrina, borrando del mapa de lo colectivo el rol del disentimiento y del antagonismo, es imposible establecer formas de interacción social capaces de traducirse en transformaciones reales y específicas del contexto. Ahora bien, así se tenga una línea de acción crítica, mantenerla al vaivén de las circunstancias parece ser cosa de profetas y de mártires. Cuando el M-19 robó la espada del Libertador, la guerrilla consiguió subvertir realmente un orden de imágenes mediante las que se construyeron ideas y metáforas que apoyaron las líneas narrativas de su acción. Hace poco Lucas Ospina parodió el comunicado que hizo el M-19 cuando lo del robo y le adjudicó la autoría del manifiesto apócrifo a un comando subversivo inexistente llamado Comando Arte Libre S-11, lo hizo para criticar a la burocracia del arte de la Fundación Alzate Avendaño a raíz del robo de un Goya en esa institución. Por un momento esto tuvo un gran vuelo mediático y se creo una epifanía radical: “¡Con la audiencia, con la imagen y sin poder! ¡Presente, presente, presente!”. Luego, ante el acoso policial, Ospina salió a la luz y comparó el manifiesto del S-11 con el fingimiento presidencial de La Luciérnaga, y con esto sólo contribuyó a expandir una percepción, ya generalizada en la opinión pública: la actividad artística contemporánea no es más que un chiste flojo sin consecuencias ni repercusiones y, por ello, no puede construir un espacio crítico de la supuesta verdad institucional. 17


Al convertir este acto en la travesura de un niño necio sólo contribuyó a dejar por el piso la dignidad de las ideas planteadas, la de la persona que las puso a circular y la del campo artístico bogotano, que terminó más cagado de lo que ya estaba por dárselas de chistoso. La prueba es que todo continuó igual con esa fundación, incluso peor, luego se perdieron 643 millones de su caja fuerte, nadie dijo esta boca es mía y ahora muchos artistas de prestigio exponen en esa crujiente casa para ver si se ganan alguno de los tres secos millonarios que ofrece la Alzate, todo en miras a lavar con el detergente del arte el pasado fascista del caudillo grecocaldense que da nombre a esa institución. Mi voluntad de antagonismo y fracaso está sustentada en una inveterada desconfianza ante políticas institucionales que, a pesar de estar estructuradas a partir de los discursos de la inclusión, la participación y la creación de consensos, muestran un grado fuerte, si no de abierta corrupción, sí de estatismo y aburrimiento. Todo está enmarcado en una atmósfera inducida por el permanente reencauche de una serie limitada de artistas y de un modelo expositivo amparado bajo la supuesta novedad de conceptos como “juventud”, “comunidad”, “interactividad”, “etnografía”, “ficción”, “transversalidad” y “paisaje cultural”. Un vademécum de glosas extraídas de textos ampliamente difundidos en universidades y repetidos en incontables catálogos y textos curatoriales (Foster, Crimp, García Canclini, Fontcuberta, Lippard,

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Mosquera). La voluntad de hacer parecer que se está dando una significativa modernización del discurso artístico local sólo consigue poner en evidencia el juego de unos mecanismos de poder que transformaron un conjunto reducido de herramientas pedagógicas (los textos), en lineamientos ideológicos de una academia dada a pasar por encima de las condiciones reales de un contexto muy precario en pos de hacerlo parecer sofisticado. Una administración de la cultura que confunde el campo del arte con el del trabajo social, con el de la redención y, ¿por qué no decirlo?, con la abierta promoción de un grupo más bien cerrado de jóvenes artistas. Así las cosas, mi insistencia en el antagonismo y mi persistencia en el fracaso han terminado por llevarme a un destino paradójico: el éxito. Todo comenzó hace unos años cuando me gané de carambola el Premio Nacional de Crítica del Ministerio de Cultura porque el vencedor tuvo que renunciar por un impedimento legal. Hace unos meses me gané una beca del gobierno estadounidense para irme a hacer una maestría. Mi imagen de bello perdedor se ha visto alterada y pronto dejaré en Bogotá al que he sido. Hoy en día me enfrento a una nueva muerte, de tantas que he vivido. Los pasajes de este libro son una suerte de homilía para un nuevo velorio festivo. —Lucas Ospina* *Profesor, Universidad de los Andes 19



Mi nombre es Víctor Albarracín



Sobre el tratamiento de las contradicciones:

una propuesta de exhibición artística que, como me suele ocurrir, no resultó ganadora

Mi nombre es Víctor Albarracín y soy un hijuepu-­ tica más de la escena artística bogotana. He criado algo de fama y visibilidad en el curso de la última década por cuenta de una larga serie de peleas en las que me he metido –con personas e instituciones distintas– mo-­ tivadas por cosas tan variadas como una decana inepta y corrupta, el cierre de una sala de exhibición y el po-­ sicionamiento de otra a manos de una institución post-­ fascista o por un Salón Nacional de Autistas-­Turistas, et-­ cétera. Por otro lado, soy el típico iluso que se presenta a cuanta convocatoria abren esas instituciones con las que, 23


coincidencialmente,  me  he  peleado,  resultando  siempre  que,  coincidencialmente  tambiĂŠn,  no  he  pasado  a  ninguna  de  ellas  (tengo  una  carpeta  llena  de  pedeefes  con  proyectos  frustra-­ dos  en  el  computador)  y,  en  consecuencia,  ya  para  terminar,  he  construido  mi  â€œcarrera  artĂ­sticaâ€?  gracias  a  los  amigos,  co-­ nocidos,  fans  y  lagartos  que  me  han  invitado  a  participar  de  sus  exposiciones  y  de  sus  proyectos.  Ya  que  mi  papel  ahĂ­  se  ha  limitado  a  hacer  las  maricaditas  que  me  han  invitado  a  hacer,  mi  â€œobraâ€?  se  compone  de  una  serie  bastante  eclĂŠctica  de  cadĂĄveres  dispersos,  incluyendo  videos,  performances,  intervenciones  pĂşblicas,  dibujitos  colorinchudos,  conferen-­ FLDV FRQFLHUWRV SDQĂ€HWRV FHGpV GH P~VLFD \ SDSHOLWRV SH-­ gados  en  las  paredes  que  han  hablado  de  cosas  tan  opues-­ tas  como  Dios,  la  escena  alternativa  bogotana,  Jaime  CerĂłn,  un  espacio  independiente  sin  plata,  el  fracaso,  las  familias  de  nuestros  dirigentes  culturales,  el  terrorismo,  la  guerra  en  Colombia,  la  deconstrucciĂłn  en  el  seno  de  la  nociĂłn  kantiana  GH Âł8QLYHUVLGDG´ HO XVR GH VXEIUHFXHQFLDV VRQRUDV FRQ ÂżQHV de  tortura,  el  cuaderno  de  apuntes  como  espacio  terapĂŠutico,  el  dibujo  alienado,  etcĂŠtera. A  mi  ya  dispersa  â€œobraâ€?,  se  suma  el  hecho  de  que,  ademĂĄs  de  â€œartistaâ€?,  he  sido  o  sigo  siendo  para  sobrevivir:  diseĂąador  GH SXEOLFDFLRQHV FRUUHFWRU GH HVWLOR ÂąGH RGRQWRORJtD GH ÂżOR-­ sofĂ­a,  de  bioĂŠtica,  de  estudios  ambientales,  de  historia  y  de  un  etcĂŠtera  bastante  largo–,  traductor,  cantante  de  rock,  crĂ­tico  de  arte,  curador,  cuentista,  columnista  de  revistas  culturales,  â€œgestor  independienteâ€?,  â€œnegroâ€?  literario,  profesor  universi-­ tario,  realizador  de  televisiĂłn,  librero  y  algunas  otras  cosas  con  las  que  no  quiero  seguir  agobiĂĄndolos.

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El  hecho  es  que,  creo,  hago  muchas  cosas  y  esas  cosas,  a  pesar  de  su  aparente  dispersiĂłn,  estĂĄn  hiladas  entre  sĂ­  por  la  pura  contingencia  de  que  he  sido  yo  quien  las  hizo,  o  quien  no  las  hizo,  pues  hay  muchas  de  ellas  que  son  tanto  o  mĂĄs  im-­ portantes  que  las  que  sĂ­  hice,  ya  que  delatan  un  punto  que  me  interesa  y  es  el  hecho  de  no  haberlas  llevado  a  la  prĂĄctica  por  la  simple  decisiĂłn  de  terceros  que  han  impedido  que  esas  co-­ sas  vean  el  sol  por  ser  yo  quien  soy  y  no  un  otro  cualquiera. Cuando  uno  hace  tantas  cosas,  resulta  que  casi  todas  las  hace  mal.  Esa  es  mi  historia,  y  no  me  avergĂźenza.  No  en  vano,  buena  parte  de  mi  â€œobraâ€?  ha  consistido  en  la  bĂşs-­ queda  de  su  destrucciĂłn  y  de  su  devalĂşo,  pero  de  una  manera  pĂşblica  â€“y  un  tanto  melodramĂĄtica  tambiĂŠn–.  Puede  que  no  dĂŠ  un  peso  por  nada  de  lo  que  he  producido  en  la  vida,  pero  he  invertido  bastante  en  hacer  explĂ­cita  su  precariedad  y,  por  otro  lado,  sin  importar  cĂłmo,  me  he  hecho  reconocible  en  esas  contradicciones.  (Q ÂżQ SDUD QR DODUJDU PiV HVWR FRPR XVWHGHV \D VH KD-­ brĂĄn  dado  cuenta,  lo  que  propongo  aquĂ­  es  la  posibilidad  de  poner  toda  esa  maraĂąa  junta:  los  textos,  los  proyectos  hechos  y  los  no  hechos,  los  dibujos  que  me  quedan,  los  discos  que  he  grabado,  las  peleas  en  las  que  me  he  metido  y  esas  en  las  que  me  quiero  meter,  los  videos  eternos  sobre  Derrida,  los  regis-­ WURV IRWRJUiÂżFRV GH ODV DFFLRQHV JUXSDOHV HQ ODV TXH KH SDU-­ ticipado  lavando  gamines,  los  cuenticos  sobre  Antonio  Caro,  las  cartas  a  Beatriz  GonzĂĄlez,  los  poemas  a  la  raja  de  Doris  Salcedo,  las  ideas  irrealizables,  las  canciones  de  amor  o  las  dedicadas  a  Jaime  CerĂłn,  los  libros  de  Gonzalo  SĂĄnchez,  los  de  bioĂŠtica  global,  los  de  Eduardo  Escobar  y  otros  que  he  coordinado,  revisado,  corregido  o  traducido,  la  torta  de  25


zanahoria y la sopa de huevo que me han permitido ganar fa-­ náticos en el medio artístico, etcétera. Los videos se proyectarán por fechas, la música sonará todo el tiempo en VKXIÀH, puedo hacer un par de conciertos, puedo preparar sopa un día para los asistentes, los libros se pondrán en mesas desordenadamente, las hojitas de dibujos o de lo que sea irán en las paredes... todo así de esa manera en la que se hacen las exposiciones de arte (no es tanto mis-­ terio). Un día puedo dar una charla, otro día puedo insultar públicamente a cierta gente, otro día puedo repartir un librito de cuentos sobre el mundillo artístico (que editaría con parte de la bolsa de trabajo) y ya. La idea es ocupar el tiempo de la exposición en estar allá unas cuantas tardes o noches viendo qué resulta de todo eso y, si nada resulta, tanto mejor.

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LAS COSAS VAN POR AHÍ, DESORDENADAS, EN MESITAS, EN LA PARED, SONANDO Y PROYECTÁNDOSE, CONFIADAS EN SUS MARAÑAS. LAS ACCIONES IRÁN CUANDO LES TOQUE Y LAS CHARLAS SE DARÁN CUANDO SE PUEDA, COMO SIEMPRE


El mundo no me escuchará

Mi nombre es Víctor Albarracín y no soy, propiamente, un cantante. Puedo decir que mi voz no es un jardín de rosas y que, de mis mejores recitales ni siquiera la ducha puede dar cuenta. Sin embargo, hace ya casi dos años, en parte por una vocación por el ridículo, en otra por la emoción que me suscita la música de los Smiths y en últimas, por las ideas mismas sobre las que giraba el proyecto El mundo no escuchará de Phil Collins (fracaso, intimidad, espectáculo, democratización y música) decidí participar con una muy torpe interpretación de “There Is A Light That Never Goes Out”. Como una más de las 60 improvisadas estrellas en la audición, acudí a La Rebeca para gastar 4’05’’ de mis 15 minutos en TV. Con un papel de colgadura de palmeras como única escenografía, una pista de la canción pregrabada en Bogotá por músicos locales y el “Take me out tonight where there’s music

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and there’s people who are young and alive…” deslizándose sincrónicamente por la pantalla de un televisor de 14 pulgadas, me di a la tarea de, vestido con una camisa de marinero, intentar poner mi timidez de lado para usurpar ese lugar imposible que siempre le había correspondido a Morrisey. Algunas fotos de apoyo eran disparadas mientras la única cámara de video visible en la sala captaba una tras otra las tomas fallidas de mi interpretación. El señor Collins intentaba que me soltara haciendo algún chiste sin demasiado éxito en mi perturbado paisaje emocional. Así hasta que se acabó el tiempo y de mis varios intentos al parecer uno había resultado medianamente exitoso. Para el día de la exposición el video no había sido editado. La luz se había ido en casi toda Bogotá y La Rebeca estaba a oscuras. En consecuencia, la banda no podía hacer su concierto tributo a The Smiths y el público no tenía cómo dar alaridos con el karaoke preparado para la ocasión. Todo indicaba que la premisa de Collins, apropiación de la profecía de Morrisey, habría de cumplirse haciendo que el mundo permaneciera sordo ante un sonido que la empresa de energía eléctrica de Bogotá se había encargado de silenciar. Tal parece que, horas más tarde, una parte del público frustrado de la exposición, el artista y parte de los músicos, se congregaron en Charlie’s bar, un pequeño y anónimo establecimiento nocturno de salsa y música tropical pasada de moda para cantar muy improvisadamente desde “Panic” y hasta “Golden Lights”, 17 de los 18 cortes del disco. Sin embargo, mi propia impaciencia y frustración me hicieron desistir de la espera tras la que se produjo la decisión de abandonar la estadía

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a oscuras en el antejardín de La Rebeca para ir en pos de Charlie’s, perdiendo mi última oportunidad de dejar en el mundo una huella de mi larga, silenciosa y un tanto mediocre afición por la banda. Pensé siempre que la convocatoria de cantantes y la secuencia de grabación se traducirían en una película en la que se daría cuenta del proceso de producción de la obra y de las particularidades del contexto en el que el proyecto se dio. Por ello no dudé jamás de la posibilidad de estar siendo visto en otros países y alimenté en secreto el sueño absurdo de que Morrisey se percatara, por un par de segundos, de mi existencia. Sin embargo, eso jamás ocurrió. Hace un par de meses pude ver el video, cuando Michèle vino de vacaciones en navidad, sólo para advertir que allí no estaba yo, ni Bogotá, ni La Rebeca con esa larga secuencia de cantantes que rendían tributo a una banda que jamás estuvo de moda aquí. Se ha hablado bastante del carácter emocional presente en los retratos de Phil Collins. Se ha dicho también que en su trabajo se articula consistentemente la frágil convivencia de individuos en contextos políticos complejos. Se ha afirmado que en sus últimos proyectos se constituye una relación franca con un verdadero cosmopolitismo que implica un acto de fe en las personas y una libertad por la cual incluso prácticas alienantes de consumo cultural se transforman en experiencias que trascienden el espacio de la pura repetición maniquea para transformarse en particulares y propias. Y sin embargo, en El mundo no escuchará apenas veo a mis amigos y a los amigos de mis amigos

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cantando en un plano fijo con un fondo de palmeras o uno de montaña. Es innegable que algunas interpretaciones resultan conmovedoras y que la imagen misma de todo el video es impecable y emotiva gracias a su sencillez. Puedo entender el chiste del tumulto generado por sesenta personas esperando un turno para cantar “Half A Person” en un espacio independiente de arte contemporáneo en Bogotá, pero todas las connotaciones sociales del trabajo se me pierden en la inmediatez de saber quién es quién y a quién sí le gustan o no los Smiths. Veo un buen show, pero sigue siendo un show: el de la impostación de un pedazo de la escena artística bogotana siempre dispuesta a colaborar con el artista extranjero de turno y la de los sobrevivientes de los bares alternativos en los 90, aspirantes eternos a mostrarse cultos y sofisticados. Veo algo de afecto y algunos tributos reales a la banda de Johnny Marr, pero no puedo evitar pensar en Latin American Idol y en la contraexotización del trópico por la que una serie de personas son utilizadas para que hagan algo que, en principio no se espera de ellas. Hasta cierto punto, aunque entiendo las diferencias fundamentales entre uno y otro ejercicio, no veo con claridad la frontera que separaría el trabajo de Santiago Sierra del de Phil Collins, salvo porque uno usa el lumpen de las ciudades y el otro a yupis y estudiantes universitarios. O más allá, porque uno paga a sus “modelos” y el otro no. Esta idea se ve reforzada por la mecánica colonial que lleva a incontables artistas del primer mundo a desplazarse a lugares excluidos del circuito internacional para conseguir “carne fresca” y algo de emoción sin la más mínima intención de volver para mostrar a los implicados directos en los proyectos los resultados de su explotación. Entiendo los problemas expositivos a los que se enfrenta un proyecto como 31


este. Soy consciente de la infraestructura que se necesita para su proyección, de los permisos de galeristas, propietarios y managers, de las trabas aduaneras, las dificultades para subsidiar en el país muestras de arte contemporáneo internacional y del estatus del artista. Pero soy consciente también, tras haberlo visto una y otra vez, de esas políticas del arte por las que casi siempre termino entendiendo que el mito de la superación del arte representativo, del artista como genio y del prestigio otorgado por la exotización del otro, tal cual Gauguin, siguen siendo simplemente un mito rentable. El único arte social parece seguir siendo ese que se “presenta en sociedad”. Intento ser objetivo en la construcción del hilo narrativo de este memorial agrio y resentido, pero termino herido de entrada por esa conciencia, mucho más simple y por ello dolorosa, de saber que en las pupilas de Morrisey nunca brillará mi imagen.

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La retaliación en la vida real

Al tipo le dicen Yaki Chan, o Shaki Chan, no sé muy bien. Cuida un parqueadero en la 17 con 4 y, en sus ratos li-­ bres, siembra el terror entre los indigentes del sector y acosa a “Don Carlos”, un mendigo anciano quien, por años, f ue una especie de “dueño de la cuadra”. Todo el asunto empezó hace un par de años, cuando a Shaki Chan le dio por acosar a Lorena y por joder a Yoko, nuestra poodle ciega que ahora nos debe estar viendo desde el cielo de los perros. Cuando la situación empeoró t uve que in-­ tervenir como el marido protector que soy. En consecuencia, se desató una guerra verbal entre Shaki Chan y yo, llena de puteos, sarcasmos y toda clase de insultos. Poco tiempo des-­ pués nos trasteamos a un par de cuadras y se enfrió la situa-­ ción con el tipo, pues ya no lo veíamos a diario ni teníamos la necesidad de caminar por esa calle. Sin embargo, de vez en

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cuando,  al  ir  a  visitar  a  Cindy  y  AndrĂŠs  o  a  MarĂ­a  Isabel,  me  cruzaba  con  el  individuo  y  una  nueva  batalla  de  insultos  tenĂ­a  lugar.  Esta  serie  de  intercambios  lingßísticos  tenĂ­a  matices  WUDJLFyPLFRV PiV ELHQ DJULGXOFHV TXH ÂżQDOPHQWH QXQFD PH tomĂŠ  demasiado  en  serio. SegĂşn  parece,  Yaki  Chan  ha  caĂ­do  en  las  garras  del  ba-­ zuco  y,  dĂ­a  tras  dĂ­a,  el  personaje  se  va  viendo  peor,  como  si  fuera  el  protagonista  de  esa  propaganda  de  â€œla  droga  destruye  tu  cerebroâ€?  que  se  hizo  famosa  a  mediados  de  los  80.  Ahora  anda  sucio,  con  la  ropa  mĂĄs  rota  que  antes  y  con  la  cara  un  poco  torcida  por  el  embale. Ayer,  14  de  abril  del  2011,  me  crucĂŠ  con  el  tipo  en  la  es-­ quina  de  la  18  con  5,  se  quedĂł  mirĂĄndome  con  los  ojos  enro-­ jecidos,  no  sĂŠ  si  por  el  humo  del  polvo  de  ladrillo  con  base  de  coca  y  disolventes  o  por  el  odio  o  por  ambos  y,  con  una  voz  rasposa  y  pesada  me  dijo:  â€œbobo  hijueputa,  cuchillo  es  lo  que  le  voy  a  dar  por  puro  deporte  cuando  menos  se  lo  imagineâ€?.  Cuando  le  respondĂ­  que  se  abriera  y  me  dejara  en  paz,  el  tipo  frenĂł  y  vino  hacia  mĂ­,  haciendo  el  amague  de  sacar  un  su-­ puesto  chuzo  que  debĂ­a  tener  entre  la  chaqueta.  No  me  quedĂŠ  D PLUDU VL HO DUPD HUD UHDO R QR $EUt OD SXHUWD GHO HGLÂżFLR \ entrĂŠ  rĂĄpido. Es  extraĂąo  saber  que  este  tipo  al  que  me  puedo  cruzar  en  cualquier  momento,  una  noche  al  sacar  al  perro  al  par-­ que,  o  un  domingo  solitario  viniendo  de  la  tienda,  carga  en  su  cabeza  la  promesa  de  matarme.  Es  extraĂąo  que  la  amenaza  mĂĄs  seria  para  mi  vida  no  provenga  de  alguien  a  quien  ofendĂ­  profesionalmente,  de  un  usuario  de  EsferapĂşblica  indignado  por  mis  comentarios  o  de  una  instituciĂłn  herida  por  mis Â

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declaraciones y argumentos. No es exageración, sabiendo, como sabemos, que en este país las instituciones espían, per-­ siguen, acosan y, eventualmente, eliminan a sus contradic-­ tores. Sin embargo, el sector cultural parece no acudir a esas estrategias pues la manera en que operan la supresión del an-­ tagonista es de distinta naturaleza. Es extraño, entonces, te-­ ner la conciencia de que a uno lo puede matar “por deporte” el chirri de la cuadra vecina. ¿Debo llamar a la policía y poner una denuncia por ame-­ naza de muerte? ¿Debo conseguir una restricción judicial para impedir que el tipo se me acerque? ¿Debo trastearme a un barrio lejano para que el Shaki no me apuñale por la es-­ SDOGD FRQ XQ SHGD]R GH VHJXHWD D¿ODGR D SXQWD GH DQGpQ XQ día en que esté de malas pulgas o envideado por la traba de bazuco? ¿Debo pagarle a un sicario para que lleve a cabo una operación preventiva y me quite de encima la zozobra? ¿Debo pagar el precio de llevar un muerto a mis espaldas hasta el día de mi muerte? ¿Debo hablar con el tipo, hacer las paces, darle plata para que me deje en paz, ofrecerle bazuco, explicarle las ventajas del diálogo y del consenso? ¿Debo convencerlo de que soy una persona de bien y decirle que él es una buena persona y que lo respeto como ser humano pero que, desafor-­ tunadamente, este mundo tan desigual nos puso en dos extre-­ mos opuestos? ¿Y si me acerco a hablarle y me enciende a golpes o me perfora un pulmón? ¿Y si acudo a la policía y denuncio y, como retaliación, el hombre me espera una mañana en una esquina y me clava por la espalda?

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Las peleas que he dado, y que cada vez doy menos, me han dejado sin trabajo, sin prestigio, sin posibilidades de ascenso social en el medio artístico. Algunas veces me han dejado sin voz y un par de veces me han sorprendido con la etérea amenaza de una demanda. Han sido peleas en las que me he metido de corazón o simplemente por bocón, pero he asumido las consecuencias de mis palabras. Sin embargo, no estoy muy bien preparado para lidiar con la posibilidad de ser asesinado como retaliación por unos cuantos inter-­ cambios inocentes de puteos coyunturales. El mundo cultural es inofensivo o, más bien, como toda la vida del aspirante a pequeñoburgués, mata de a poquitos: deprime, reseca y desespera;; lleva al suicidio o al alcoho-­ lismo;; obliga a unos cuantos a cambiar de vida, a volverse KXUDxRV \ D HVFRQGHUVH SRU DxRV HQ XQD ¿QFD GH OD VDEDQD A otros, que no tenemos finca ni perspectivas profesio-­ nales, ni plata para trago, nos va volviendo cínicos y aún más resentidos de lo que ya éramos por cuenta de nuestra extracción social no muy afortunada. En todo caso, en el mundo de la cultura, nada hay que temer más allá de la bo-­ fetada de un artista dolido a un crítico hiriente, del complot de unos profesores en contra de un aspirante a cátedra o de la conspiración de una institución que impide que alguien que los ha jodido con correitos y derechos de petición pase a cualquiera de sus convocatorias. La vida real es distinta y, con seguridad, no estoy ca-­ pacitado para vivirla en esas condiciones, en medio de la crudeza y la estupidez implícita en el hecho de terminar con algún órgano vital atravesado por una lata de manera más bien gratuita. 36


De  forma  un  poco  imbĂŠcil,  me  ha  dado  por  pensar  en  la  sobria  nota  f Ăşnebre  que  postearĂĄ  Jaime  Iregui  en  Esfera,  en  la  columna  de  Lucas  Ospina  que,  sin  duda,  estarĂĄ  muy  bien  es-­ crita  y  presentarĂĄ  una  imagen  positiva  de  mĂ­,  una  imagen  que  me  permitirĂĄ,  una  vez  muerto,  convertirme  en  un  personaje  relativamente  histĂłrico  dentro  de  la  mĂĄs  reducida  esfera  del  arte  en  Colombia.  Me  ha  dado  por  pensar  en  los  chismes  de  estudiantes  y  de  artistas  jĂłvenes  borrachos  donde  doĂąa  Ceci,  en  billares  Londres  o  en  Rikotto,  que  multiplicarĂĄn  las  ver-­ siones  e  imaginaciones  en  torno  a  los  detalles  de  mi  muerte:  que  se  desangrĂł  en  un  andĂŠn  del  centro,  que  se  muriĂł  de  tĂŠta-­ nos,  que  luchĂł  con  la  lesiĂłn  dejada  por  el  ataque  pero  perdiĂł  la  pelea.  Pienso  tambiĂŠn  en  los  comentarios  que  se  darĂĄn  si  ¿QDOPHQWH VREUHYLYR SLHQVR HQ HO WUDXPD GH XQRV FXDQWRV \ en  las  risitas  burlonas  de  otros  bastantes  que  pensarĂĄn  que  merezco  mi  suerte.  Pienso  en  las  nuevas  chicas  de  la  cultura  reunidas  en  algĂşn  Juan  Valdez.  Las  veo  cuchicheando  so-­ bre  lo  poco  chic  que  es  ser  apuĂąalado  por  un  ùero  del  centro  (“quien  sabe  en  quĂŠ  v ueltas  estarĂ­a  con  ese  cafreâ€?;Íž  â€œhasta  que  DO ÂżQ D DOJXLHQ OH SDVy DOJR WHQD] SRU DQGDU GiQGRVHODV GH Edwin  SĂĄnchezâ€?,  etcĂŠtera).  Pienso  en  esos  sentimientos  in-­ Ăştiles  de  dolor  y  t risteza  de  algunos  que  lamentarĂĄn  si  muero,  pero  eso  es  harina  de  otro  costal. Cuando  una  curadora,  una  decana  o  una  instituciĂłn  cul-­ tural  o  acadĂŠmica  prometen  represalias,  la  mayorĂ­a  de  las  ve-­ ces  se  sabe  que  vendrĂĄn  por  debajo  de  la  mesa  y  se  sabe,  en  todo  caso,  que  uno  va  a  sobrevivir  a  la  venganza.  Por  otro  lado,  la  promesa  de  esas  represalias  tiende  a  causar  mĂĄs  risa  que  llanto,  pues  uno  es  consciente  de  que  esas  seĂąoras  y  esos  seĂąorones  de  la  cultura  no  se  van  a  ensuciar  los  dedos  con  la  WLQWD GH VXV 0RQW %ODQF ÂżUPDQGR XQD GHPDQGD FRPR HVD $ 37


¿Q GH FXHQWDV XQR HV GHPDVLDGR SRFR XQR HV HO 6KDNL &KDQ de  la  cultura,  alguien  a  quien  simplemente  se  debe  ignorar;͞  un  tipo  estridente  y  desaliùado,  alguien  inofensivo  por  quien  no  vale  la  pena  ponerse  en  tantos  trabajos.  Pero  si  uno  vive  en  la  calle,  si  no  tiene  nada  que  perder  y  si  ya  tiene  las  manos  sucias  de  mugre,  de  óxido,  de  bazuco  o  de  sangre,  puede  tener  sentido  el  querer  cumplir  una  ame-­ naza,  por  deporte,  por  sentir  que  uno  tiene  un  poquito  de  po-­ der  sobre  algo  en  el  mundo,  así  ese  algo  sea  la  vida  de  un  LPEpFLO TXH VH FUX]y HQ HO FDPLQR GH XQR $ ¿Q GH FXHQWDV hasta  la  cårcel  es  menos  tenaz  que  el  andÊn  y,  en  este  país,  matar  no  es  algo  que  se  suela  pagar  en  una  celda.

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Lost highway

Entiendo que hoy, la nostalgia suela asociarse a ideas reaccionarias, a formas culturales retrógradas y a conceptos devaluados. Sin embargo, hoy me he permitido sentir un poco de esa emoción por algo que parece estar perdiéndose sin remedio. Ella entra en la librería. Debe tener 16 o 17 años. Está armada con esa pinta neojipi que incorpora elementos gitanos y, a la vez, un cierto feeling gótico. Cuero y taches revueltos con arabescos y mochila. Pregunta, para mi tristeza, por la continuación de Quién se ha llevado mi queso, o algo por el estilo. Como no vendo ese libro y digo no poder conseguirlo, ella quiere probar suerte con cualquier obra de Ron Hubbard o, en su defecto, cualquier cosa sobre dianética.

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Desconozco en qué consiste la dianética y sólo hace un par de semanas logré aprender, gracias a un capítulo de South Park, quién era el tal Hubbard. Como no es la primera vez en los últimos meses que me veo en una conversación similar con un adolescente, intento pensar en qué clase de libros reemplazaban en mi juventud a estas edificantes lecturas que hoy constituyen el imaginario cultural de los jóvenes, esas que les ayudan a vislumbrar alternativas de vida. Y me veo, justo como varios de mis amigos, leyendo y comentando El lobo estepario, En el camino e, incluso, Viaje a Ixtlán y los otros libros de Carlos Castañeda que al final, y a pesar de su misticismo un poco ramplón, terminaban llevándolo a uno a caer en las garras de William Burroughs y Antonin Artaud. Sé, de hecho, que estas lecturas son clichés de adolescencia, a las que se llega, en muchos casos, por moda o por afán de pertenencia y no constituyen una exploración particularmente rica del universo literario, pero siento, con la misma fuerza, y no sé si por prejuicio, que un recorrido literario que empiece por Ron Hubbard no es susceptible de terminar en algo que construya una visión interesante de “la vida, el universo y todo lo demás”. Me pregunto entonces si no estaré cayendo en un agujero negro generacional del que ya no podré salir nunca, y empiezo a preocuparme al ver de qué modo ahora a diferencia de hace quince años, disfruto escuchando Blonde On Blonde. ¿Cuándo empieza uno a convertirse en su padre? Sin embargo, hoy veo cómo padres e hijos se unen en la lectura de Hubbard, Chopra y Harry Potter, por lo que ese abismo que separaba a viejos conformes de adolescentes furiosos parece haber quedado en el olvido. Una misma 40


sustancia parece estarse cocinando en estos best sellers conductuales, y esa sustancia, creo, es el acomodo. ¿Tendrán esos adolescentes obsesionados con virus que llegan del espacio, con elfos, hobbits y batallas mágicas, algún día ansias de huir de la casa para viajar sin plata hasta Honda o Taganga? ¿Se preguntarán alguna vez por cómo serían sus vidas si contemplaran las locuras del exceso y del disenso? ¿Se sentirán, en las tardes de domingo, versiones chapinerunas de Harry Haller? Y, sobre todo, ¿serán conscientes de que la literatura habla de posibilidades de vida aquí y ahora y no en otra galaxia dentro de millones de años? Hasta qué punto, me pregunto, ese sospechoso consenso político y esa estigmatización del otro que ha ido invadiendo el país tienen que ver con la homogenización de las lecturas, las edades y los pareceres, puestos todos al servicio de la superación. ¿No suena el mismo término “autosuperación” a propaganda nazi de supremacía racial? ¿Cómo esa literatura del “tú puedes si te lo propones” está matando la posibilidad de formar zonas de sombra, arrugas y manchas en los lectores que se encuentran bajo su influencia? Digo hoy, sin lugar a dudas, que no me gustan los jipis, ni la tierra caliente, ni acampar en el Neusa, ni los hongos alucinógenos, ni Silvio Rodríguez; pero me repito, al mismo tiempo, que sin el fantasma de Sal Paradise acechándome a los 16 años mientras viajaba en la parte de atrás de un camión cargado de papa con rumbo a Santa Marta, mi vida sería muy distinta y mucho más plana de lo que hoy es. Sería como vivir con la sombra nefasta de Juan Salvador Gaviota en el costado.

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Poporos

Le doy vueltas a la idea, pero no consigo redondearla. Tengo, escasamente, los términos de una ecuación que no logro plantear, pero hay algo en esos términos que me sigue llamando, una suma de murmullos que me piden que vaya en busca de un cuerpo ausente. Un cuerpo ausente. ¿El del tesoro? De alguna manera, se supone que debo ir en pos del cuerpo del Tesoro Quimbaya, del botín regalado, del símbolo perdido, de la joya echada en falta, de la identidad que relumbra. Se supone que debo ir tras el oro. Para eso, creo, me invitaron a escribir aquí, pero me resisto a hacerlo, en primer lugar, porque odio esos resplandores emitidos por el oro de todo tesoro, por la destreza artesanal de mis supuestos ancestros, por el pasado perdido y manoseado para moldear una pobre idea de Nación. 42


Me resisto a la seducción de ese tesoro porque veo en él la persistencia de unos términos siniestros, signos que me dicen que una relación ancestral insiste en amarrarme al hecho de ser un colombiano atrapado en un país por el que no siento ningún afecto. Que me definen, de entrada, como “colombiano”. Y yo no quiero ser colombiano. O más bien, no quiero ser colombiano como no quiero tampoco ser de algún otro lugar. En ese sentido, una revisión de los Derechos Humanos debería garantizar el derecho inalienable a No Tener Nacionalidad. Pero este escrito, se supone, no es para hablar de eso, sino del Tesoro Quimbaya, orgullo colombiano atesorado y exhibido por un museo en España desde hace décadas. Orgullo que Colombia no ha exigido de vuelta, orgullo que quizás ya no es colombiano pero que, sin duda, siempre será de oro. Lo más vistoso de ese Tesoro son sus poporos. Y los más vistosos entre ellos son antropomorfos. Un poporo es un recipiente en el que los indígenas mezclan la coca con cal para el mambeo. Un poporo antropomorfo, entonces, es la representación de un cuerpo relleno de coca. Y en este caso específico, ya que hablamos del Tesoro Quimbaya, hablamos de cuerpos de oro rellenos de coca. Así, los términos siniestros que persisten en la ecuación que no logro plantear son: oro – cuerpo – coca No me hablen del uso ritual de la coca en las comunidades indígenas. Lo sé, como sé también que el mambeo es en sí un complejo proceso de pensamiento, una producción de 43


mundos, un ejercicio de libertad y un espacio de dignidad vital. Pero lo que veo aquí ya no tiene que ver con mambear, ni con indígenas, ni con la herencia Quimbaya. Lo que yo veo es una perversa relación de poder y de conveniencias, un disfraz de orgullo patrio que guarda destellos de abyección y vergüenza, la abyección y la vergüenza de un país que no ha sabido librarse del prejuicio de no ser más que el lugar de origen de unos muñequitos (de oro o que se vuelven de oro) que se pueden rellenar de coca y que, a voluntad de sus dueños, de sus donantes, de sus promotores y de sus espectadores, de quien los usa, los tiene y los reclama, permanecen encerrados y exhibidos tras una vitrina en Europa. Lo que veo es la sombra obscena, turbia y siniestra de lo que parece ser un colombiano para quien lo mira desde afuera: un receptáculo que alberga la conveniente sospecha de estar cargado de coca. Un recipiente de barro relleno de coca, porque el oro siempre está en otra parte. Una coca (como se le dice familiarmente en Colombia a más o menos cualquier tipo de recipiente) que puede ser llenada con el oro ajeno, con el prejuicio general y con el peso de la ley nacional y extranjera. Pregúntenselo a los miles de colombianos presos en España por prestarse a poporos, por ver en Europa El Dorado que, a falta de oro, ya no queda en Colombia. Me pregunto hoy por ese tesoro que nunca ha sido mío y ante su ausencia escasamente atesoro los términos de una ecuación que no puedo plantear porque, sencillamente, las cuentas no me dan.

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Palomitas

Me gusta caminar por la plaza de Bolívar, y no es por la plaza, ni por su valor arquitectónico o por una evocación historicista desprendida de los festejos del bicentenario. No faltaría más para andar lamiéndole el culo a ese veneco de mierda por culpa de quien hoy tengo que soportar el peso de esta puta nacionalidad que ni siquiera me ha dejado escapar de aquí porque no me dan la visa ni para ir a Faca. No. Habrase visto la sirvengüenzería de este país completo que le rinde culto a la partida de malparidos que nos impidieron el más digno destino histórico de ser una colonia, de ser buenos salvajes, de llevar una vida modesta y abiertamente subordinada. Una vida en la que al menos rendiríamos pleitesía a un inofensivo rey y no a una sarta de paracos, a una tracamanada de golfistas, a un enjambre de lamesuelas. En fin, que si me gusta caminar por la plaza no es por nada de todo eso sino por algo mucho más simple y más vivo: las palomas. Y no es 45


el afán de compartir la asombrosa pasividad de quienes les arrojan maíz o arroz lo que me mueve, sino el placer de patear esos apestosos sacos de carne parásita, el deleite incomparable de pisarles las alas hasta fracturarlas, de depositar todo mi odio en semejantes ratas voladoras y mentirosas que, a fuerza de cultura, se han convertido en emblemas de paz, de amor y de redención, cuando en realidad no son más que una especie rencorosa capaz de destruir a picotazos el cráneo de sus congéneres por el privilegio de consumir una plasta de vómito escurrido en un andén, vómito que, dicho sea de paso, emerge desde mi estómago como una erupción volcánica, como el incontenible lodo que puso a Omaira Sánchez en la primera plana del Tiempo, del Espectador y del Espacio, dejando al resto de muertos de Armero sin nombre y sin foto en la prensa. En fin, lo que quería decir desde el comienzo es que, si la paloma es el heraldo de la paz, la mensajera del amor y la portadora de la redención, es solo porque la paz, el amor y la redención son conceptos tanto o más asquerosos que eso que adoptaron como icono. Camino por la puta plaza para olvidar mi vida, para ya no pensar en esta mierda que me tocó, para no ser más una víctima, para darme el maldito lujo al que solo se tiene derecho aquí si se tiene billete o un ejército privado al servicio del poder oficial: el lujo de ser, impunemente, un cabrón, un hijo de puta, un malparido que le puede destrozar a pata los picos a esas asquerosas transmisoras de enfermedades, a esas gorreras profesionales de comida, a esos cagajones voladores, atembados y mezquinos. Y sí, puede que no le esté pateando las güevas a un desplazado, puede que no esté picando indios en el Cauca o en el Vichada, puede que no le esté dando por el culo a ninguna niñita desnutrida en un barrio de invasión, 46


pero para mí es igual. Me basta y me sobra con reventar a esos bichos de mierda, patearlas con fuerza para verlas caer sobre el pavimento de la séptima, donde los taxis o las narcotoyotas de los congresistas las acaban de aplastar dejando una gama de rosaditos, grises y cafés que, aunque sucios, no siempre son desagradables. Y me valen mierda los fotógrafos, los vendedores de maíz, los imbéciles turistas que se toman fotos junto a la estatua cagada del “libertador” de “nuestra” “patria”. Me vale mierda todo el lumpen que se nutre y se inspira gracias a la existencia de las palomas. Me importa tres culos que me griten, que me empujen y que me peguen; no me molesta encenderme a puños con los emboladores o con los maricas que antes tomaban polaroids y que ahora tienen impresoras Pixma a la mano para darle su instantánea al primer cretino que les suelte las cinco lucas que vale una foto mediocre en ese escenario de mierda. Hasta disfruto cuando me echan a los chúcaros o a la PM; al fin y al cabo, siempre es bueno pasarse por la UPJ de vez en cuando para recordar cuál es el papel que a uno le toca en esta sociedad. Cada vez que me clavan las 12 o las 24, reflexiono y salgo renovado porque caigo en cuenta de que todas las ilusiones que me hago todo el tiempo no son más que eso: ilusiones. Y además, cada que me encierran tengo un motivo real para capar trabajo, para no ir a ese agujero de mierda en el que se me pasan las mañanas o las tardes, dependiendo del turno que me haya tocado esa semana. Puedo dejar de trabarme con el olor de los Posca que todos los días se me mete en la nariz, que se me pega en los dedos, que hace que hasta la comida me sepa a xileno. Puedo no ver como se me manchan 47


la ropa y las uñas con esos colores vivos que no quitan con estropajo, que ni el blanqueador remueve de los puños de las camisas pero, sobre todo, puedo evitar el contacto con todas esas cretinas de quince, con todos esos mensajeros de oficina, con todas esas primíparas feas que no se atreven a pedirle un polvo al más cabrón de su semestre, con todos esos jefes que se quieren culear a la secre a punta de esos mensajitos maricas que yo tengo, día tras día, que copiar con letra de tarado para ganarme un insignificante mínimo en esta sucursal de Timoteo de la que no veo la hora de salir para coger camino al centro y vengarme con esas hijueputas palomas por todo ese amor ajeno, falso y mentiroso que me ha tocado manosear y reproducir a lo largo del día.

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Sobre el tratamiento de las contradicciones en el seno del pueblo

Quiero presentarme a todo, proponer de todo; quiero todo con todo, porque lo quiero todo. Quiero escribir proyectos, construir ideas, generar discursos, de esos que les encantan a los jurados, de esos que embelesan a las instituciones. Quiero hablarles de comunidades, de articulaciones, de movilización, de prácticas críticas, de críticas institucionales de plataformas pedagógicas, de estéticas decoloniales, de patrimonios intangibles, de exploraciones sicogeográficas, de derivas, de multiculturalismo. Quiero decirles que trabajaré con niños pobres, con viejos solos, con madres solteras, con artistas sociales, con desplazados mudos, con refugiados políticos. Quiero que, en mi proyecto, “Resistencia”, “Perdón”, “Memoria”, “Empoderamiento” y “Comunidades” estén escritos en letras grandes, en negrillas gordas, en tinta dorada con repujadito coqueto. Porque este año sí. Gano o gano. 49


Ya me veo cogiendo los cheques, unito a uno, ya me veo cambiándolos en el banco, ya me veo agarrando la plata a manos llenas y metiéndola entre un maletín; ya me veo encontrando en el Bronx a alguien que me haga la vuelta de cambiarme billetes por anfo y por pentolita, ya me veo haciendo curso de explosivista en España, o en Rusia o en Israel. Y que vuele mierda al zarzo, parceros. Porque les meto candela a todas esas instituciones, a todos esos funcionarios, a todos esos buenos propósitos transformados en indicadores de gestión. Que se acabe esa mierda, esa vagabundería, todo el patrocinio a esa tracamanada de yupis, de niñitos ricos, de exprimidores; especialistas todos en el triunfo propio con la plata ajena, con mi plata. Y yo también me incluyo ahí. Tanto teórico hablando de ruinas, de mausoleos, de monumentos fallidos. Tanto discurso reivindicatorio de la destrucción, del post-apocalipsis y de los procesos. Tanta referencia benjaminiana de alegre vuelvemierdismo, pero hay que meterle práctica, maestro. Hay que prenderle candela al rancho, hay que patear la lonchera, hay que morder la mano que nos alimenta, hay que cagar en donde se come. Es el espíritu de los tiempos, es la verdadera Responsabilidad Social de esta generación, es el desafío impostergable de nuestra pequeña clase lumpenburguesa llena de modelitos, de artisticas multifuncionales y de alegres diletantes. Quemar las naves y arder con ellas. Y si me queda plata, que sea para comprarme una caja de colores Prismacolor, de las de 120. Así tengo con qué entretenerme, dibujando flores y pájaros mientras esté en la cárcel.

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Diente inútil

He hecho de todo. Escribí libretos para programas de radio en los que además fui editor y locutor; podé el césped, regué las matas y di de comer a una familia de micos durante dos meses en una clínica de reposo; entrevisté a artistas para programas de televisión en los que aparecía como “realizador”; participé en el Clan de los Buhos y no logré trepar al lapicero Kilométrico de Animalandia; fui cantante en grupos de rock más bien malos pero algo polémicos a causa de las letras que garabateaba en papelitos o cuadernos; hablé sobre Derrida en coloquios universitarios gracias a una tesis que hice en mi triste pregrado; participé sin éxito en certámenes artísticos variopintos haciendo dibujos, o fotos, performances, bailes, canciones y concursos; tuve una librería; fui profesor de clases distintas e irregulares en universidades tan pública y privadamente

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mediocres como yo; ayudé a sostener y a difundir un espacio artístico independiente; hice corrección de ortografía y estilo a libros ajenos y sesudos de varios figurones de las ciencias sociales en Colombia; traduje escritos complejos de inteligentes curadoras internacionales residentes en Teusaquillo (y aprendí inglés haciendo esas traducciones); escribí artículos, críticas y reseñas sobre todo y todos en publicaciones culturales colombianas; diseñé flyers, afiches y fanzines; edité revistas de rock y películas junto a amigos que se aburrían los sábados en la tarde; hice tortas de zanahoria, manzana, chocolate y calabacín que eran comidas los fines de semana por los clientes de un café en Rosales; partí pechugas de pollo en cuadritos y los clavé en palitos cuando quería preparar pollo tandoori. Pero todo eso parece haber terminado. Los días pasan frente al computador. Miro fijamente la pantalla para no tener que darle la cara a nadie. Espero en silencio. Deseo. Añoro. Dibujo sin ganas. Me angustio pensando en cuando llegue el camión del embargo. Presento entrevistas laborales sin éxito. Veo cómo el teléfono deja de timbrar un día. Reprimo las ganas de crêpe de Nutella. Me hago a la idea de conformarme con migajas. Lagrimeo. No salgo de noche. No me emborracho. No hago vida social. No voy a esos restaurantes de antes. No le enseño nada a nadie. No soy cool. No he oído a las nuevas bandas de siempre en los mismos bares de ahora. No tengo nada por qué esforzarme. No me comprometo con la causa de nadie. No leo el periódico. No leo nada. No me baño en días. No puedo convencerme de que sigo existiendo. No soy útil. Mastico desgaste. Nietzsche decía “Diente inútil sobre el tiempo inútil”. Mi vida. 52




La capital mundial del chanfle



Capital mundial del chanfle

Es difícil escribir en Colombia sobre eventos editoriales. Lo que pasa es poco y para pocos. La movida tiende a ser académica, gremial y generalmente sosa. Paneles sin debate, pasabocas blanditos, vino barato y sobre todo, palmaditas en la espalda son el paisaje siempre repetido en auditorios, museos y bibliotecas. Lo demás son esas lecturas de poesía en Casa de Citas o El Bulín (que de hecho no sé si aún existe), pero el solo espíritu de esos establecimientos me pone la piel de gallina. La mezcla de resignación post-proletaria, burocrática y oficialista todavía ambientada con olor a chivo y sonidos de neo trova cubana hecha en MIDI no me llega a parecer atractiva. Por eso supuse que la Feria y el Lanzamiento de Bogotá como “Capital Mundial del Libro” serían un espacio ideal para hablar en esta columna de algo distinto 57


a inauguraciones artísticas y conciertos de rock. Sin embargo, me equivoqué. Ver a Martha Senn leyendo tras un velo, no un mal poema sino un pésimo decreto/poema, ya era suficientemente de quinta sabiendo, sobre todo, que no estábamos en El Bulín sino en el lanzamiento de algo que implicaba el que Bogotá fuera capital mundial de algo muy distinto al mal gusto. Pero la cosa siguió empeorando, y entre el discurso que el alcalde no quiso leer (porque no alcanzó a estudiarlo durante la intervención de su homólogo turinés) y la cándida intervención dizque espontánea de una niña hablando de los libros y la ciudad no quedó más remedio que aceptar que todo el evento era, como dijera La Lupe, “estudiado simulacro”. Aunque los estudiantes fueran pésimos y la obra peor que esas que montan Jeringa o Tatiana de los Ríos en el Teatro Patria. Y si por allá llovía, en la Feria no escampaba. Resulta admirable esa capacidad consuetudinaria de nunca decaer en el difícil arte de mantener, un año tras otro, la mediocridad de sus inauguraciones. Entre himnos, discursos institucionales totalmente olvidables, incluido el pantallazo del presidente, quien se sentía en Consejo Comunitario dialogando con los ambientalistas que pretendían sabotear (aunque, ¿cómo se sabotea lo que está planeado para no salir bien?) el evento con sus reclamos sobre las consecuencias del etanol en el medio ambiente, y el remate con los cantantes chilenos que

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homenajeaban a Violeta Parra (¿es que en este país sólo leen los mamertos?), no quedó algo digno de ser recordado. Y sin embargo, en ambos casos se mantuvo esa típica normalidad callada y anodina de nuestra industria cultural, la que solo pudo ser violentada por algo tan poderoso y mágico como El Chavo: miles de personas haciendo fila, pabellones colapsados, niños vestidos de gamín globalizado y todos los otros eventos de firmas de libros desiertos fueron los ingredientes del certamen cultural del año. ¿Es esta una lección sin precedentes para toda la organización de la feria, y una oportunidad de ensueño para recordar que Autores tan prestigiosos como Britney Spears y Gloria Trevi también tienen sus libros circulando en el mercado nacional? A ponerse las pilas desde ahora y a empezar a hacer fila. ¡Todo sea por la lectura!

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María Casquitos

Desde el pasado 12 de julio y hasta el 30 de septiembre algunas de las zonas más exclusivas de Bogotá se verán adornadas con el despliegue de 74 caballos, casi todos en fibra de vidrio y decorados, aunque algunos totalmente producidos, por artistas y personalidades de la vida pública colombiana. Estos caballos, reunidos a modo de exposición bajo el nombre Equusarte, constituyen la nueva arremetida de la Fundación Corazón Verde en favor de las viudas de los policías muertos en combate, y tal cual ocurrió con sus antecesoras Arborizarte y Animarte, una agresión sin nombre al espacio público, el buen gusto y la idea general de “arte”. Para este nuevo experimento de arte público fueron seleccionados, o más bien invitados, un grupo extraño de viejas

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glorias del arte colombiano, de joyeros y de otros profesionales de la manufactura, cuyas obras en general, parecen sacadas del depósito de la galería que Jorge Barón tuviera en los ochenta: desde caballos con grafismos seudoindígenas e intervenciones escultóricas de no muy inspiradora vocación modernista hasta propaganda gratuita a uno que otro “autor” con lo que, al final no sabemos qué termina llevándose el premio a lo más feo y reiterativo. Por más buenas causas que estén ancladas a esta copia tropical y precaria del Cow Parade, la exhibición de vacas intervenidas que se ha replicado en incontables escenarios del mundo tras su lanzamiento en Zurich en 1998, hay que decir que la mayoría de los artistas debieron tomarse, al menos, un poco más de tiempo en procurar que a sus creaciones no se les vieran los pegotes de silicona, los grumos de pintura y los pegues de unos ensamblajes que habrían hecho con más pericia un grupo de párvulos durante unas vacaciones creativas. Y sin embargo, no es ese uno de los mayores problemas a los que debería enfrentarse esta “iniciativa cultural”. Entendiendo que el espacio público es público, y bajo la misma premisa con la cual se desaloja y decomisa a los vendedores callejeros, me pregunto en nombre de cuál buena causa la alcaldía presta indefinidamente las calles, separadores y andenes de Bogotá para disponer estas esculturas con el fin de ser vendidas. Por más caridad que haya de por medio, ¿no hay aquí transacciones comerciales involucradas?

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¿No sería un fin social en sí defender entonces el derecho de los vendedores ambulantes a usar las calles, ya que ellos también son víctimas de una muy difícil situación económica y de unas condiciones sociales más que desiguales? ¿No tendríamos los peatones el derecho a usar los andenes sin el riesgo de estrellarnos e incluso herirnos con una de esas latas oxidadas de las mariposas y arbolitos que siguen reposando como escombros en algunas zonas de Bogotá? ¿O es que el provecho cultural de esta iniciativa es tan grande para todos los bogotanos que borra toda objeción que se haga a su puesta en práctica? Me lo pregunto porque, sin querer esgrimir aquí un argumento de clase, me parece que esos caballos están más diseñados para decorar las fincas de algún gran terrateniente desmovilizado de las sabanas de Córdoba o los estaderos de cierto reconocido caballista antioqueño que las calles de una ciudad que, se supone, controla el manejo de su espacio público, regula la exhibición de avisos, vallas y otro material promocional, no hace distinciones entre el comercio de ricos y el de pobres en los andenes y piensa en torno al sentido de las imágenes que promueve. Porque una ciudad, supongo, no es igual que un establo, por más paso que tiren sus caballos.

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La lógica operativa del futuro

Habría que empezar por determinar a qué se refiere el tropo “espacio público”, así como buscar los modos de entendimiento sobre lo que el término “público” indica. ¿Es lo público un proceso de constitución de realidad construido a partir de un consenso generalizado sobre las condiciones de esa realidad, es un cliché “democrático” de las instituciones que se aseguran, con el término “público”, de aparentar la representación de una comunidad determinada cuando actúan de hecho en favor de un conglomerado económico privado, o es, en definitiva, una apropiación de la lógica mediática efectuada a partir de los valores de la imagen espectacular? Es decir, ¿son lo público y el espacio público condiciones reales, o son más bien representaciones de una realidad que se

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pretende jugar a partir de la imagen? ¿No se construye lo público más en el disenso y la fricción que en el consenso habermasiano? ¿Qué pasa si no queremos vivir “todos del mismo lado”? Y lo digo porque, cuando se inauguró hace dos años el evento Arborizarte, ustedes recordarán, se invadieron calles y plazoletas de Bogotá con esos muy cuestionables productos artísticos, y nadie protestó, siendo que estos objetos, además de feos, yo diría inmundos, eran peligrosos. Sí, como lo oyen, peligrosos. O ¿muchos no eran pedazos de lata retorcida u oxidada con cortes irregulares y grandes puntas que atacaban a los transeúntes? ¿Dónde estaba la defensoría del espacio público para retirar esos objetos que invadían el espacio, entorpecían el desplazamiento y ponían en riesgo la vida de niños, ancianos y caminantes desprevenidos? ¿No estorban en los andenes los paneles del Fotomuseo? ¿No se quebraron muchos comerciantes establecidos, de los que pagan impuestos, por cuenta de la instalación de bolardos a lo largo y ancho de la ciudad? Andenes para la gente. Y la gente es la que está en la calle, la que necesita comer a diario algo más que eso que le toca al coronel garciamarquiano en el último párrafo de un libro. Andenes para la gente. ¿Cuántos de ustedes, quienes tengan hijos, los dejarían jugando en un andén, digamos, en la carrera décima con veintidós, ya que el andén es para la gente y la gente parece empezar a ser, en este debate, ese grupo social

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que tiene solucionadas sus necesidades básicas de vivienda, recreación y alimentación? ¿Cuántos de ustedes pretenden luchar por ese derecho a solazarse en plena vía pública y desierta? ¿Acaso solo es gente la que se siente violentada porque la apretujan o la rozan en el andén, porque le arrugan el vestidito de paño con los empujones en Transmilenio, los que andan solitos en sus carros con los vidrios arriba y el estéreo a toda para que el mundo no los perturbe y gentuza fea no les hable ni les robe la cartera o el celular? ¿Qué es “gente”? ¿Cuántos de los que reclaman su espacio público salen los domingos a pintar con caballete escenas callejeras cual parisinos paseistas? Entonces, no sólo todo lo anterior, sino ¿para qué el dichoso espacio público? ¿Quieren un espacio público muerto? ¿Andenes para la gente como los de la Cabrera, Santa Bárbara o el Polo (por supuesto no el democrático), por los que no pasa nadie? El señor Fernando Lecaros dice que el comercio callejero sólo favorece, como máximo, a un millar de potenciales desempleados, con lo que comprueba que no ha pasado por la trece con séptima últimamente, ya que solo allí, en esa cuadra, puede haber alrededor de 200 personas ofreciendo servicios y productos diversos, sin contar por supuesto a los esmeralderos. Apenas las familias de esos 200 “ambulantes”, como él los llama, suman fácilmente 1000. Señor Lecaros, ¿está escribiendo desde Davos?

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¿Por qué los “árboles” de Arborizarte se podían ofrecer en plena vía pública, si también tenían un fin comercial? ¿Es que las viudas de los policías, con todo respeto, sí pueden obtener de la calle lo que les está prohibido a los vendedores informales? ¿No patrocina una multinacional de productos fotográficos al Fotomuseo, y no es eso entonces actividad comercial en espacio público? ¿No se hizo la campaña “Exprésate”, de la ETB, a partir de imágenes de vendedores ambulantes, payasos de restaurante y estatuas humanas, todos potencialmente prohibidos por el código de policía? ¿Acaso estas personas pueden existir como imagen exótica neutralizada por la publicidad corporativa pero no como protagonistas de una disputa por la supervivencia real? Lo peor de todo, señor Lecaros, es su pretensión estetizante, por la que quiere tener una ciudad “limpia” y “bonita”, esperando que la mera ausencia de gente pobre actúe el milagrito. Si a Bogotá le dicen “la Atenas suramericana” tal vez sea porque solo es ruinas. ¿Cree usted que por fuerza de ley se van a solucionar problemas tan serios de configuración urbana, marginalidad y justicia social? Lo que pone don Fernando en escena es la voluntad de mantenimiento de una relación hegemónica de poder, hoy por hoy imposible y destinada entonces a desaparecer, frente a unas prácticas emergentes de resocialización y aprovechamiento de las ciudades, que cada vez cobran más fuerza. Hacia el año 2015, el 80% de la población mundial vivirá en

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apenas 15 ciudades, y si no estoy mal, Bogotá es una de ellas. Proyectos arquitectónicos como Mutaciones, en el que participa, entre otros, el arquitecto Rem Koolhas, ponen sobre la mesa la inminencia de estos fenómenos de habitación urbana, ineludibles y desesperados, a los que ninguna administración distrital de ninguna ciudad en el mundo les podrá hacer frente de una manera eficaz. Pero sí la gente que migra y sufre la calle, como lo demuestra la explosión demográfica en ciudades como Lagos o Mumbay (antes Bombay), donde habita el 15% de la gente pobre del planeta, quienes, a pesar de no contar con la mínima infraestructura, han podido vivir allí a punta de ingenio, organización social y mucha observación del entorno. Entender estos fenómenos en términos de “inserción”, tal cual Cildo Meireles en los 70, o como “Zonas Autónomas Transitorias”, según la noción acuñada por Hakim Bey, nos permite ver el problema como formas de producción de signos, en organizaciones sociales unidas a partir de contingencias específicas y gracias a la aplicación de lógicas de diseminación viral pasadas al campo de la supervivencia económica y de la supervivencia a secas. Ver en los andenes el pollo transgénico (con orejas de conejo), el rallador de papa multiusos, los afiches de tetas de Millos y de Nacional, las camisetas chinas y los CDs de Reggaeton a $2000 eficientemente ofrecidos por personas que consiguen lo que uno necesita con apenas un silbido, que

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saben cuándo desaparecer porque llegó el camión de la policía y que pueden rearmar sus tenderetes con una agilidad increíble, me habla más de la ciudad del futuro, de las condiciones de unas nuevas formas de solidaridad para la supervivencia y del mundo en general, que los desteñidos arbolitos de lata de los que se ufanan las administraciones distritales, los gestores culturales y los artistas en general. Comprar pilas Sqny y sacos Tony Falcony me hace sentir parte de una ciudad viva, que flota gracias a una economía de signos manejada con maestría, y que logra agruparse eficazmente para sacar adelante un proyecto común de la vida real, sin espectáculos, modulaciones empresariales ni intervención institucional en apoyo de dignidades heridas y retardatarias. Den una vuelta por el centro, compren chucherías hasta ahora inexistentes y vean a “la Bogotá que queremos” con los ojos del mañana. Señor pasajero: pague con sencillo, siga por el pasillo y cuide su bolsillo.

Con cariño, Paquita.

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La revolución de octubre

Bogotá se llena en octubre de espectáculos artísticos: al parecer no es suficiente con Fotográfica Bogotá, que está acaparando un número considerable de los espacios de exhibición con muestras, conferencias y fotomuseos que han invadido toda la ciudad, dando a ver casi más de lo que se alcanza; y digo que no ha sido suficiente porque se siguen inaugurando prósperos eventos, ferias y festivales artísticos por todo el circuito de museos y galerías, tanto que en los paraderos de buses del centro y del norte no se pelean entre sí durante este mes las publicidades del indio Pielroja con los culos de las Chicas Águila, sino la silueta de la Rebeca (usada como logo de Fotográfica), con Juan, ese ciudadano común a quien, según la Cámara de Comercio de Bogotá, le gusta el arte y por ello no se perderá Artbo. 69


Ya desde el mes pasado y por lo que queda de año el gobierno de Chile ha venido, y seguirá, impulsando un conjunto de grandes muestras de arte contemporáneo chileno en la ciudad, bastante desiguales y en apariencia dirigidas a un público juvenil alienado por el esténcil, la nueva gráfica gringa y el revival del Pop Art que nunca deja de venderse bien. Luego viene el plato fuerte: entre el 18 y el 23, la Feria Internacional de Arte de Bogotá intentará movilizar una gran masa de compradores y mercaderes de arte, nacionales e internacionales con el fin, se nos dice, de estimular una cultura del coleccionismo en Colombia que tendrá, para terminar y en simultánea, la realización de La Otra, una feria “alternativa” de arte impulsada por Jairo Valenzuela tras haberse quedado sin local en Corferias. Me pregunto entonces por las razones de esta cada vez más grande erupción de capitales en los octubres artísticos de Bogotá que, si bien nos traen fotos de Goicolea, Witkins y Andrés Serrano, curadurías de Rosa Olivares y exposiciones con obras de Warhol y de Koons llegadas de Chile para ser exhibidas tiradas en el piso de unos montajes confusos y poco dicientes, parecen más pensados para atraer grupos de turistas y señores con gruesos anillos de oro que andan todo el mes buscando qué comprar. En un momento en que vemos montañas de dinero salido de quién sabe dónde fluyendo en las campañas políticas, 70


computadores narcoparamilitares que nos entregan listados de empresas fachada en las que, casi sin excepción aparece la compra y venta de arte entre sus objetos sociales, intercambios artísticos interamericanos planteados como abrebocas de acuerdos comerciales mucho más grandes y siempre ligados a la privatización de alguna empresa del Estado y millonarias partidas presupuestales del distrito mezcladas con donaciones empresariales que caen en manos de fundaciones “sin ánimo de lucro” para la realización de carísimos proyectos de bajo impacto social, es hora de ver cómo le salimos al paso a prácticas muy comunes y muy ilegales presentes en la historia de nuestra reciente cultura nacional. Porque una cosa son las buenas intenciones de la Secretaria Distrital de Cultura, el apoyo de la Cámara de Comercio a ese boom del arte colombiano más comercial o el muy nutrido aunque atropellado photoslide que nos ofrece Gilma Suárez, y otra muy distinta el pensar en que esas platicas giradas en octubre terminarán bien limpias en noviembre en un banco de Panamá o de Bahamas, mientras el público pasa todo el resto del año viendo poco y los artistas viviendo de un mercado local aquejado de tacañería entre noviembre y septiembre.

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Filas

Hoy fui, finalmente, a ver la exposición de Warhol en el Museo del Banco de la República. Y al intentar entrar, lo primero que me ocurrió es que uno de los muchos guardias (cinco o seis) parados en la entrada del museo, me detuvo diciéndome con un poco más de vigor del necesario: – Permítame hacerle algunas observaciones previas. A lo que, un tanto sorprendido, contesté: – Claro, dígame. Y entonces vino la descarga: – Esta es una exposición de un solo sentido. Usted no puede devolverse dentro de la sala. Si quiere volver a ver 72


algo, debe terminar el recorrido completo y volver a entrar. Debe apagar el celular y también otros aparatos de sonido, como MP3 y grabadoras. Está prohibido tomar fotos. Si es descubierto usando una cámara dentro de la exposición, los guardias lo sacarán de la sala. Debe mantenerse a una distancia prudencial (sic) de las obras, no puede acercarse a ellas. Siga. Y así fue. Los guardias regañaron a dos tipos que se devolvieron algunos pasos para volver a mirar una serigrafía, a una anciana un poco ciega que intentaba mirar de cerca unas pequeñas fotos con la cara de Edie Sedgwick, a un señor que osó poner su pie más allá de lo que señalaba la franja en el piso y a mí, por recordar que no debía tener el celular prendido y decidir apagarlo, con lo que el aparato produjo ese sonido que indica su temporal desactivación y eso, creo, perturbó el sagrado orden de la sala. Una sala en la que nadie se atrevía a jugar con las bolsas plateadas rellenas de helio que parecían ser el deleite de los visitantes mostrados en un video promocional de la exhibición emitido por Citytv. Curiosamente, dos turistas ingleses presentes en la sala parecían tener un salvoconducto que sí les permitía mirar muy de cerca las piezas y devolverse a su gusto para echar una nueva ojeada. Por eso, me permitiría recomendarles a los encargados directos del manejo de los guardias, que les enseñaran a regañar en varios idiomas, pues es claro que, si no 73


regañan a los visitantes foráneos es por falta de herramientas idiomáticas que les permitan hacerlo. Al final del recorrido, ya en la tienda de souvenirs, entre molesto y deprimido por la experiencia skinneriana que acababa de tener, vi que vendían unos botones con frases de Warhol. El que más llamó mi atención, decía: “me gustan las cosas aburridas”. Sin embargo, no es ese mi caso.

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Filas (2)

Mientras hacíamos la interminable fila frente a los preparativos de la proyección en video, escuchando algo de música electrónica alemana, no faltó el chiste en torno a si era a Tania Bruguera o a Bono de U2, a quien habíamos ido a ver. Estábamos en la fila de los indocumentados, casi todos colombianos. La de al lado, donde pastaban aquellos que sí tenían sus credenciales, estaba ocupada en su mayoría por gentes que hablaban otros idiomas. Al final, en todo caso, más de una hora después, dio igual. Unos y otros entramos sin mayores privilegios (a fin de cuentas, la verdadera realeza, con o sin credenciales, siempre puede entrar de primeras a donde les da la gana). Entramos y, ya en el recinto de la facultad de artes, esperamos un poco más. Todo el mundo sabía que iba a haber 75


perico, por eso todo el mundo fue. El papelito que repartieron a la entrada, explicando qué íbamos a ver y declarando que ni la Universidad ni el Instituto Hemisférico asumían la responsabilidad por el evento, ya nos preparaba para una experiencia “extrema”. No faltan las ilusiones que uno se hace: de que vamos a ver, por fin, una lucha cuerpo a cuerpo entre guerrilleros y paras; de que las víctimas se van a tomar a piedra la revancha por las injusticias sufridas, de que vamos a oír los bombazos de las pipetas y, quién sabe, a lo mejor morimos en medio del certamen artístico, pero, al final, no pasó nada de eso. ¿Qué coño es una charla sobre el heroísmo de paracos y guerrilleros, hecha de viva voz, si no nos hablan sobre sus poderes sobrenaturales? Yo particularmente esperaba oír declaraciones sobre el poderío de la motosierra y de las quiebrapatas, sobre estrategias combinadas de toma, asalto y emboscada. Esperaba oír de una fuente autorizada cómo es que un puñado de tipos armados logran doblegar a todo un pueblo para desmembrarlos uno por uno a machetazos o con una cortadora de árboles Black & Decker. Obviamente, nada de eso pasó. Todo fue la misma historia de siempre, lastimera y patética, como un infomercial de gente gorda que logra adelgazar. Cada uno se echó sus tandas de discurso en orden y sin sobresaltos. Cada uno enfundado en el papel que se sabe de memoria. Ni la víctima se arrojó a mechonear a la ex-paramilitar, ni el guerrillero

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salió corriendo asustado por una Tania Bruguera que lo amenazara con una granada. Ni siquiera asistieron los Guardias Rojos para echar un parcito de petardos. Nada. Qué performance tan europeo. Parecía convocado por un instituto hemisférico de la frialdad polar. El perico estaba bueno, según me dijeron, pero a palo seco ya no me entra a esta edad. Yo creo que faltaron unos traguitos, unos pasabocas y un poquito de música y luces. ¿Qué les costaba, ya metidos en gastos, traer a uno de esos DJs daneses que hicieron remixes eurobailables de las canciones de las FARC para montar la rumba como era? En fin, aburrido, me uní al grupo de amigos que decidieron hacer tumulto en un pasillo para ver a Gómez-Peña. Más de una hora de fila o, más bien, de hacinamiento, fueron mejores para entender con mayor claridad la naturaleza del conflicto colombiano que la desplegada por tanta bruguería. Detrás nuestro había un grupo de viejas gallinas que, desde el comienzo, asumieron la defensa de la “fila”, pidiendo a la gente que no se colara, contando cuántas personas salían del recinto en el que estaba performiando el Mexterminator para exigir que un número igual de bultos entraran. Hasta hubo un conato de pelea con gritos e insultos porque algún aprovechado se coló con la disculpa de que iba a tomar unas fotos con su cámara profesional de no-sé-cuántos megapixeles. Las gallinas cacarearon, insultaron, se indignaron, chiflaron y hasta aplaudieron para hacer ruido buscando boicotear 77


el desarrollo del performance del Naftazteca y así, obligar a los que estaban adentro a salir para que ellas pudieran entrar. Y al final, entramos. Digo al final porque, apenas lo hicimos, se acabó la presentación del artista post-mexicano. En todo caso, lo acepto, mi único placer estuvo en que, creo, el gallinero inmamable no logró hacerlo. De repente la construcción política de los héroes en nuestro país tiene más que ver con la paciencia al hacer una fila interminable, con la defensa a ultranza del puesto, con el insulto y la gritería a los colados (que igual se cuelan) y no con la estupidez y la mojigatería de un “conflicto” que debería resolverse en un reality show de guerra y mutilación. Así, al menos, podríamos, si nos place, oler nuestro propio perico en la paz de nuestros hogares sin que llegaran a joder los representantes de la institución académica que quién sabe para qué querían decomisar la coca que rotaba en los últimos estertores de la bruguería cuando, lo juro, esa misma institución es incapaz de erradicar a los jíbaros del Freud que, por décadas, han convivido en relativa paz y armonía con miles de estudiantes que saben dónde surtirse de mercancía de calidad y a precios muy competitivos, demostrando que narcotráfico y violencia no necesariamente van de la mano. Para eso no hacía falta organizar un festival ni pasar no sé cuántas horas haciendo filas inmamables, pero ya qué.

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Un poco de sangre

Intenté reseñar la exposición Imagen Regional, que se inauguró el pasado 28 de marzo en la Casa Republicana de la Biblioteca Luís Ángel Arango en la que, supuestamente, daría un paseo por el trabajo de los nuevos artistas de las regiones, pero al final, como suele ocurrir con las curadurías de Raúl Cristancho, terminé asistiendo a una muestra inane y desarticulada en la que a duras penas se salvaban los pasabocas que repartían los meseros. Francamente, me niego a creer que ésta sea la nueva producción plástica colombiana y por ello prefiero no dar más lora con el asunto. Aburrido entonces por la perspectiva de terminar escribiendo sobre uno de esos muchos eventos culturales de foulard y pretensiones de superación eurocentrada tan

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frecuentes en Bogotá, cambié de horizonte (no sé si decir vorstellung para que no parezca tan greco-quimbaya mi decisión) y fui por un poco de sangre. Indeciso entre una vuelta por La Cascada (megacuchitril de prostitución, delito y estudiantes desocupados en la Caracas con 58 del que alguna vez habrá que escribir en serio), una inversión de $50.000ºº en la gallera San Miguel y el festival de bandas en ¡¡¡Socorro!!! (un bar bogotano que antes estaba in y ahora totalmente out), opté por éste último, en primer lugar porque era gratis. Y a pesar de haber hecho durante dos noches un recorrido por bandas buenas, regulares y malas de electro y de punk y de polkas y de reggaeton industrial y de ese sonido a lo Bloc Party que está tan de moda en las emisoras, fue el cierre del evento lo que de verdad me puso los pelos de punta. El grupo se llama Superninja 3066 y tras haberlos visto una vez en el grafiteado Piso 3 y otra en el bar El Patrón (un local de 6 m2 en el siempre maloliente centro comercial Terraza Pasteur), no me cabe duda de que son los mejores músicos que he visto en mi vida (y eso que he visto a Savall y al Duke Quartet y a Julio Birongo, el ciego que toca con un palito en la calle). Esta es una banda de grindcore, que es al metal lo que el Richie Ray de 1975 a la salsa o Albert Ayler al jazz, es decir, lo más de lo más.

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Entre aullidos y sonidos guturales se deslizan secuencias electrónicas, masas de percusión que se abren en progresiones complejas y riffs de guitarra que pasan del funk a un ruido innombrable en el lapso de tres segundos para luego empezar de nuevo. Ver a estos jóvenes en escena es curioso porque consiguen hacer de su música una experiencia aplastante para sus espectadores, quienes, tras infructuosos intentos de armar un pogo consistente deben desistir para quedarse inmóviles viendo cómo a las canciones les salen patas y uñas y dientes y pelos, vuelta tras vuelta y sin remedio. Más que el típico show metalero de cuero negro y maldad impostada, las presentaciones de Superninja son una verdadera experiencia sonora en la que confluyen sin mediación John Zorn, Jean-Michel Jarre, Luciano Berio y un Cecil Taylor que al final se convierte en James Brown sin saber cómo. Y aunque, efectivamente, a la salida había manchas de sangre en el lavamanos del bar, es otra muy distinta la que fluye cuando este grupo toca. Si ese público brincón y un poco violento no salta ni se patea entre sí cuando suena la banda, es porque la música ya los está pateando más que suficiente.

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Punks por doquier

Era previsible que en la rueda de prensa de Deftones hubiera punks. Aunque la banda no encaje precisamente en este género musical, es claro que el “campo expandido del rock” se presta para un número amplio de interacciones. Que ‘chino’ Moreno hable de Shakira durante el evento no es para nada extraño, sabiendo, de entrada, que una de las preguntas obligadas de los periodistas que cubren las visitas de artistas extranjeros al país es “Y qué conoces de la música colombiana”, cuando en realidad debía evitarse el desvío y preguntar de una vez “¿Te gusta Shakira?” El asunto con el punk es que aflora siempre de manera inesperada, y la reja de Atlantis terminó con el candado roto y uno que otro destrozo causado por la fanaticada de la banda.

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Luego, no era tan obvio encontrarse con un grupo de diez o doce tipos con crestas y chaquetas de taches en la inauguración de la exposición de Edgar Guzmanruiz en el marco del Premio Luís Caballero, pensando en que ésta ha sido quizás la exhibición más fría de la temporada. Entre discoteca minimalista sin música y con demasiada luz, nave espacial de película barata y citas de Rilke pegadas en la entrada, el trabajo de Guzmanruiz sorprendió a todos por el profesionalismo de un montaje que sostenía la absoluta fragilidad conceptual de la obra. Aburridos, los crestudos salieron cantando/gritando: “el arte está en las calles, no en los museos, cementerios”… Y con eso se salvó la noche, que de otra manera se habría terminado de aplanar en manos de David Peña, joven artista vecino de la muestra de Edgar, quien intentaba en la Sala Alterna de la galería, a través de medios disímiles, convencernos de que la tierra no es redonda. Entiendo que el paisaje haya constituido una preocupación importante para los artistas, pero hacer un resumen de teorías cartográficas alternativas a manera de exposición de bachillerato y pretender que es un trabajo artístico ya resulta demasiado. Chicos y chicas, esa moda del arte seudocientífico, de las nuevas geografías y de los artistas etnógrafos está mandada a recoger. “El arte está en las calles”… Por eso mismo es importante el lanzamiento de las maletas didácticas del Museo Botero. Diseñadas para su préstamo a instituciones educativas, estos artefactos con forma

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de pera rechoncha sacan del enclaustramiento museal muy buenas reproducciones de unas pocas de sus obras para ser exhibidas, explicadas y manipuladas en escuelas y colegios de educación básica. Se trata de un ejercicio de democratización de una de las colecciones de arte más gordas del país que les permite a los niños, destinatarios finales del servicio, ponerse en contacto con trabajos de Miró, Renoir, Ernst, Corot y por supuesto, Botero. Habría que prestar atención a si estos adminículos resultan de verdad útiles en la socialización de la colección, o si más bien terminan manteniendo lejos de la Candelaria a las hordas de colegiales de Patio Bonito o La Cita que acuden al Museo en las mañanas para recibir visitas guiadas. Profesores emocionados y un Fernando Botero siempre dispuesto a recibir la luz de un flash más no fueron suficientes para impedir que el tipo que recorre desde hace ya años la fachada de la BLAA de un lado a otro, vestido siempre con la misma chaqueta de cuero con parches de Misfits, insistiera en venderme un supuesto poema de amor “para tu chica” en un papel no muy limpio ni muy liso. “Y qué, ¿usted escribe esos poemas?” le pregunté. “No, yo solo compro las fotocopias”.

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Acta definitiva y verĂ­dica



Acta definitiva y verídica sobre el fallo del Salón Nacional de Autistas

Agosto 28 de 2004

Reunidos en Bogotá, el día viernes 28 de agosto de 2004, el jurado conformado por Víctor Zamudio-Taylor, Adriano Pedrosa y Nadín Ospina, llegó a las siguientes conclusiones: › El género expositivo del Salón, que tiene sus orígenes en el siglo XIX, sigue siendo un mercado vigente que articula tendencias rentables dentro de las búsquedas del arte contemporáneo, en un contexto de arribismo cultural. › El Salón Nacional de Autistas tiene una función clave en Colombia hoy en día, como en sus ediciones anteriores, por aglutinar las tendencias formales e inquietudes 89


temáticas hegemónicas dentro del arte contemporáneo, derivadas de la homogeneidad expositiva que caracteriza al país. El jurado ha sido testigo de un espectáculo morboso y de un parloteo descontextualizado sobre el arte contemporáneo que ha generado esta plataforma que convoca a un círculo cerrado e incestuoso. › El jurado encontró gran precariedad en las propuestas actuales que, si bien son de creadores de distintas generaciones, así como de regiones que tienen acceso desigual a la información, a la educación y a foros discursivos sobre la producción artística, son de una calidad cuestionable en cuanto al uso de lenguajes formales internacionales para articular preocupaciones locales. No obstante, nos asalta un interrogante y planteamos la siguiente pregunta, ¿debe ser el Salón Nacional un salón de arte contemporáneo? Y nos respondemos enseguida: No. El Salón debe exhibir propuestas más decorativas y acordes con las necesidades de coleccionistas interesados en crear ambientes domésticos acogedores para quienes puedan pagar por las obras. Qué desilusión se deben haber llevado nuestros curadores ingleses ante tal carencia de distinción y glamour (salvo Jaime Ávila, quien siempre es muy glamoroso, bien vestido y portado, aunque esté sobornando gamines con monedas de doscientos un domingo en la ciclovía. Y luego, sin transición, salte a São Paulo y a Liverpool. Tan buen partido de la calle no sacó ni Omar Gordillo).

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Más allá de este interrogante central, el jurado ha detectado varios núcleos temáticos que sobresalen y que atraviesan generaciones, regiones y resoluciones formales. Estas sugieren una relación consensuada que apunta hacia las especificidades de los prejuicios y representaciones que se viven en Colombia. Nos referimos a inquietudes en torno a lo urbano y sus cotidianidades (pornomiseria, arribismo arquitectónico, exotización de las herramientas de trabajo de la gente en la calle), también a asuntos de género (qué buen porno, aunque faltaron planos más cerrados de las mamadas y demás prácticas que tanto gustan a los hombres y asquean a seudocríticas seudofeministas y posudas, así como más definición en la imagen de los protagonistas... hay tanto por aprender de la industria norteamericana...) y a temas de carácter antropológico (es decir relativos a la conducta misma y la interacción social en cócteles y cenas de los artistas participantes). El jurado, unánimemente, otorga menciones honoríficas a las obras, procedentes de la convocatoria de Salones Regionales, de tres artistas destacados por su depuración formal y, por consiguiente, facilidad de comercialización: › A “Plano transitorio”, de Milena Bonilla, en tanto que su obra registra intervenciones en un micromundo (¿en un micromundo, o en un microbus?), de uso cotidiano citadino. Ella representa, con materiales y técnicas de labor

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femenina y del entorno doméstico, y con mucha humildad, eso sí, el papel que le debería corresponder a la mujer en la sociedad. Que las esposas de nuestros buseteros aprendan cómo es que se le remienda la cojinería al marido, caray. › A la obra “Sin título” (aunque debería llamarse “Sin título inmobiliario”), de Eduardo Consuegra, por el uso de la fotografía urbana –de tradición internacional– con el fin de representar la melancolía de un joven pequeñoburgués por su entorno socio-arquitectónico perdido. › A “Matrimonio y mortaja”, de Adolfo Cifuentes, por su instalación monocromática, la cual representa un retorno a los linderos más aburridos y rentables del arte de los ochenta. El jurado, unánimemente, otorga el premio, procedente de la convocatoria de los Salones Regionales, a la obra “La fábrica de oro y piedras preciosas”, de Adriana Arenas, trabajo que, si no estoy mal, proviene de la región delimitada por el río Hudson. Dicho trabajo refuerza, a través de una conjugación de nuevos medios, los clichés étnicos más aburridos de la retórica colonial, a la vez que presenta una exotización del otro mediada y digerida por el lenguaje de la reseña turística. El jurado otorga, a la Convocatoria de Artistas con trayectoria de varios años, menciones honoríficas a tres

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artistas por su aparente complejidad, su manido rigor y su experimentación estandarizada: › A “El tiempo se mueve despacio”, de María Teresa Hincapié, por la tenacidad (pues es tenaz sin duda hacer durante más de 20 años la misma obra con distintos nombres) y profundidad (nos referimos a la noción “sueño profundo”) de la obra, la cual aborda la noción de aburrimiento de manera somnífera para subrayar lugares comunes de gran actualidad en los campos de la subjetividad mediada, el cuerpo comercializado y la política del no tener nada por decir. › A “Corte en el ojo”, de Miguel Ángel Rojas, por su rigurosa, precisa, y compleja articulación, tan rigurosa, precisa y compleja como tooodo lo demás que hemos mencionado hasta el momento, es decir todo. › A “La limpieza de los establos de Augías”, del colectivo Mapa Teatro, pues ¿cómo podríamos dejar a Rolf por fuera del pastel, si además se esforzó por mostrarse tan políticamente correcto como siempre? “Teatro, lo tuyo es puro teatro...”. El jurado, de manera unánime, otorga a la convocatoria de artistas con trayectoria de más de diez años, el premio a “Re-trato”, de Oscar Muñoz. Esta propuesta alcanza un gran valor poético al fusionar el uso económico y riguroso

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de un género tan tradicional como el retrato, con el dibujo como modo de pensamiento, para elaborar una obra sobre lo efímero y la memoria. Lástima eso sí el video, Osquitar, los dibujitos sueltos se habrían vendido mejor...

Firmado, Paquita agradecimientos a:

Víctor Zamudio Taylor Adriano Pedrosa Nadín Ospina

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El Salón de la amistad

Espero con impaciencia el momento de subirme al bus, si la inminente erupción del volcán Machín me deja, para llegar a Cali y hacer la presentación de una conferencia programada en la inauguración del Festival de Performance. Me urge llegar a Cali, pero quizás me urge menos por la conferencia y por las presentaciones del Festival y del Salón en sí, que por una fuerte pulsión de sociabilidad. Ya hasta mandé a imprimir un millar de tarjetas de presentación que quedaron cuquísimas y que me pienso gastar completicas. Saberme rodeado de personas importantes, todos posibles contactos y nuevos amigos me hace la boca agua. Y a quién no, si se sabe que durante una semana completa se estará a un pelo de lograr hacerse el nuevo gran amigo

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exótico de Jens Hoffmann o de Anton Vidokle. A quién no le da piquiña por llegar a Cali cuando Cali no es más que la entrada onírica a una vida de tiquetes aéreos internacionales, hoteles de cinco estrellas y giras por ferias y bienales. Pero para lograrlo, toca con la maña de quien aprendió robando vino y pasabocas en cuanta inauguración de mediopelo ha estado. Ensayo mis mejores chistes, me aprendo los nombres de más de un par de prósperas industrias culturales sin ánimo de lucro. Busco en Facebook a curadores, empresarios, artistas y otros trabajadores del circuito internacional invitados a veranear en la capital mundial de la marranita para poder decirles luego “oye, tú también eres amigo de fulano y mengano de quien yo soy súper amigo, ¿no?”. O, cuando se nos cruza un posible contacto local, abordarlo con la frase clásica del flaco Agudelo que nos cae como anillo al dedo para la ocasión: “¿Y a vos yo no te conocí en Palmira?”. Y está bien que así sea. Está bien que exista un escenario tan extenso para poner a prueba esa frase sin autor reconocible en últimas: “Amigos, no hay ningún amigo”. Sin embargo, esa prueba, esa puesta a prueba de la amistad, debería, para creerse que es amistad, señalar alguna clase de confrontación. Debería templar las cuerdas de un tinglado en el que podamos vernos las caras, ponernos frente a frente, medirnos el aceite. Como se dice, confrontarnos. Y es allí donde me pregunto si las condiciones están dadas para saltar de la comodidad de los nombres, de las palmaditas 96


y de las felicitaciones a un espacio donde la fricción pueda constituir un escenario para otras formas de pedagogía desligadas del aburrido ejercicio de la diplomacia y de la acumulación de prestigio. Un prestigio siempre mediado por el nombre propio de quien nos habla, y no por el acto de pensamiento involucrado en la puesta pública de un proceso determinado que debería tener, en la medida en que se está mostrando, algún interés público. Un interés público que no puede, y que ojalá no intente, ser medido con las barras y las curvas de esos indicadores de gestión institucional estándar en los que cada peso invertido debe traducirse en cierto número de colegiales arreados a las puertas de este o de aquel museo. Resulta curioso lo que se pasa por la mente al pensar en que, en un Salón tan “urgente”, lo importante sea la amistad. Y no la amistad entendida como ese gesto sin medida de darle la bienvenida al recién llegado, al extranjero y, sobre todo, al excluido, sino como un consabido ritual incestuoso donde todos nos olemos mutuamente nuestras partes más perfumadas para comprobar aliviados que somos “nosotros” y no “los otros”. Unos “otros” a quienes la urgencia real no les deja siquiera enterarse del ambiente liberal y cosmopolita de este Salón de Artistas. Así pues, debemos preguntarnos porqué es urgente este Salón, porqué resulta urgente la invitación a unos y otros actores o agentes internacionales del arte, porqué habría de 97


urgirnos asistir a este compromiso de eventos arrejuntados entre sí que empieza a parecerse a ese bulto que permitirá, en un par de años quizás, desenhuesarnos del anacrónico concepto de “Salón”, para entrar en el mucho más cool de “Bienal”. Y mientras eso pasa, sólo me queda seguir repartiendo tarjetas de presentación y dando palmaditas en las espaldas ajenas, con la firme convicción de que, golpe a golpe, me estoy acercando a Venecia, a Tirana o a La Habana.

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Close, so faraway

No supe nada sobre este Salón Nacional que acaba de pasar. Aunque he leído lo que otros han escrito sobre el certamen, no logro hacerme una idea clara de lo que pasó entre el sol, las olas y las locaciones de película en las que tuvo lugar el más importante evento artístico del país. Y ese no saber, sumado a la confusión que han generado en mi cabeza los textos que he leído y las muy pocas opiniones informadas que he escuchado de quienes sí fueron y de quienes no pudieron ir aunque debieron estar allá, me ha hecho preguntarme por qué no sé nada sobre este Salón del que debería saber algo en vista de que, se supone, soy una persona relativamente enterada de lo que ocurre en el medio, en el campo, en la escena artística nacional.

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Pero el caso es que no soy el único que no sabe. He hablado con varios artistas, incluso con algunos de los que participaron en las curadurías regionales y que tuvieron la suerte de no ser descabezados antes de llegar al Nacional; he hablado también con personas que escriben sobre arte y con alguno que otro profesor de alguna facultad de arte en Bogotá, y nadie me ha dicho nada real sobre lo que pasó entre las olas y las palmeras. También he estado pendiente de los noticieros, especialmente de las secciones de farándula en las que tradicionalmente se ha publicitado el Salón, pero no he visto ninguna nota sobre Independientemente, la plataforma curatorial que dio nombre a esta versión del Salón Nacional de Artistas. Y pensando en todo lo que no sé y que ya no supe de este Salón, recuerdo los debates que se suscitaban entre artistas, curadores y público de los Salones anteriores. Recuerdo las peleas por los premios –cuando había premios– y los chismes sobre los agarrones entre curadores y artistas, entre artistas y Ministerio, entre Ministerio e instituciones regionales, entre instituciones regionales y curadores, etcétera. Recuerdo el descontento generalizado por la invitación a ciertos curadores internacionales y el escandalillo por los costos del Salón en Cali. También recuerdo algunas inauguraciones, los corrillos de artistas, las tiendas en las que uno tomaba cerveza o aguardiente con gente desconocida que llegaba al evento desde sitios como Popayán o Villavicencio.

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Recuerdo –sin que ese recuerdo tenga el tinte de la nostalgia por un mejor tiempo definitivamente pasado– muchas cosas porque las viví o porque alguien que las vivió me contó lo que había vivido. Sin embargo, parecería que esta vez no hubo nada para contar, porque parecen ser pocos quienes vivieron el pasado Salón y, más allá, tengo la sensación de que no hubo nada para contar porque, sencillamente, no hay nada para ser contado. Un silencio resignado se ha tomado la escena. Una falta de ganas de chismear, de pelear y de contar se ha ido apoderando de un tema otrora tan popular como el Salón Nacional. ¿Quién va a tener ganas de hablar sobre algo que nadie vio y que, cuando se llegó a ver fue a partir de situaciones y de personas que no dijeron mayor cosa? O tal vez sí dijeron, y mucho, pero la película que vimos de todo su hacer y decir nos llegó sin la pista de audio. Tan cerca y tan lejos. Y es que no basta con los buses cargados de artistas de vocación turística que llegaron a la Costa desde las ciudades grandes para ver la última semana del Salón; no basta con presenciar el cierre de algo, porque los cierres son como agonías en las que se extingue lo que estaba vivo. Es como ir a ver morir a la tía rica a la que nadie quiere, excepto, claro, quienes quedaron en el testamento. Puede que la metáfora sea tragicómica y excesiva, pero me sirve para decir algo más: ¿Se llevó en buses a esos artistas, precisamente a contemplar los últimos resuellos del Salón? Si es así, si hubo en

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esa decisión una clara conciencia fúnebre planteada desde el Ministerio, bienvenida sea. Bienvenida sea la fortaleza institucional que nos dice que el Salón murió, y que hay que verlo morir para dar fe de una historia importante para el arte nacional. Contemplar esa muerte como la promesa de que algo nuevo vendrá, algo vivo y sin achaques; algo que aprendió de los errores del muerto y que se plantea formas, medios y fines nuevos que superan los alcances de lo que lo precedió. Sin embargo, no creo que ese sea el caso y, en consecuencia, supongo que seguirán saliendo buses en los años próximos, para seguir viendo agonizar a ese Salón cada vez más postrado, cada vez más conectado a sofisticados aparatos clínicos que lo mantienen vivo a punta de cables. Un Salón al que no van los artistas cuando toca, un Salón al que las curadurías regionales llegan mutiladas, un Salón que no tiene visibilidad en los medios –entendiendo que es para los medios que parecía hacerse últimamente el Salón– dudosamente puede llamarse Salón, pues no es lo mismo el salón que el aula, teniendo en cuenta que un salón requiere de estudiantes haciendo alharaca y guerra de tizas y de profesores intentando construir algún tipo de orden, mientras que un aula sólo necesita de paredes, tablero y pupitre. Así pues, esta versión del Salón pareció más un aula o, a lo sumo, una reunión de padres de familia, ya que muy pocos parecen haber entrado a hacer desorden o a intentar construir algún sentido visible para quienes tienen o quieren

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tener vínculos con esas paredes que han terminado definiendo al Salón. Tal vez solo los artistas de la Costa Caribe y el equipo curatorial del Salón podrían dar una opinión informada sobre lo que ocurrió en este certamen pero, en vista de que hubo muy pocas posibilidades de hablar con ellos debido a la distancia geográfica y a la falta de espacios de interlocución y a lo caro que se pone el turismo playero en temporada alta, todo lazo con la realidad del Nacional terminó roto para quien está lejos. Gracias a los viajes que he hecho como tutor de los Laboratorios de Investigación-creación del Ministerio de Cultura he tenido la oportunidad de hablar con varios artistas de provincia, algunos de ellos participantes en los distintos Salones Regionales y, la mayoría entre estos, no participantes en el Salón Nacional. Estos artistas, en general, se muestran descontentos y, sobre todo, tan confundidos como yo por lo que ocurrió, o más bien por lo que no ocurrió en el Salón. Y lo que ocurrió es que los artistas no están o, más bien, no estuvieron allá y, por consiguiente, no vieron sus obras montadas, ni hablaron con otros curadores, ni escucharon al público, ni fueron entrevistados para algún programa de Señal Colombia, ni tomaron cerveza con otros artistas, porque muy pocos fueron y tomar cerveza entre pocos y entre los mismos resulta muy aburrido, sobre todo a orillas del mar. Creo que con los curadores pasó lo mismo, a pesar de que la ministra dijo que el Salón era ahora más de curadores que

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de artistas, pero creo que la exhibición de unas curadurías regionales a las que hubo que echarles cuchillo por presupuesto y espacio no es compatible con esa idea de un “Salón de Curadores” pues, ¿qué curaduría es una en la que lo curado termina amputado? Con la cosa así, es difícil pensar en el Salón como algo vivo para los individuos y las comunidades que viven de y en torno al arte, individuos y comunidades que, si tengo algo de razón, en esta ocasión no han sido más que cuerpos ausentes. Por más experimentos formativos que se hagan con niños y niñas de escuelas públicas en la Costa Norte, por más que se invite a grupos de vecinos en barrios y pueblos cercanos a las sedes de exhibición, debe tenerse en cuenta que el actor y el público primordial del Salón es la gente que vive del arte, la que ocupa su tiempo haciendo arte, pensando en arte o exhibiendo arte, sin que importe si hablamos de pintores de bodegones, de colectivos de intervención social o de genios del post-conceptualismo. Un Salón de Artistas, por más pretensiones de inclusión social que tenga, no es equiparable a un Carnaval de Barranquilla en el que solo se necesitan maicena y ron para pasarla bueno. El Salón tiene lógicas implícitas, narrativas sutiles e ideas que sólo pueden dar frutos en medio de la discusión, de la participación y de la puesta en dicho o en entredicho que hacen las personas que forman parte del campo. El Salón, más que una gran curaduría centrada en ejes temáticos (Bicentenario o Independencia, economía

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o micro-organismos y un largo etcétera) debería ser un espacio abierto, un lugar para poner a hablar y a escuchar a quienes hacen, a quienes organizan, a quienes escriben. Más allá de las exposiciones, de las estrategias y las multiplataformas, más allá de las pujas de poder y de los embelecos de artistas específicos, de curadores específicos y de instituciones específicas, el Salón, o lo que sea aquello en lo que ojalá se convierta, debería pensarse como un lugar en el que puede hacerse algo, en el que puede afirmarse algo, y en el que se puede participar –de cuerpo presente y junto a otros cuerpos presentes– de lo que se ha hecho y de lo que se ha pensado. Un Carnaval de Barranquilla sin comparsas no es un Carnaval de Barranquilla, si es que quisiéramos hacer una analogía entre el Salón y esa tendencia cada vez más fuerte de pensar en el arte como un espectáculo cultural. Un espectáculo cultural que, creo, le está llegando a pocos y a un costo alto. No en vano se ha visto como, en el último par de años, a medida que el Salón crece, el portafolio de estímulos del Ministerio se va poniendo flaco. ¿Podemos imaginar un país sin Salón? ¿Podemos pensar que esta tradición, esta Marca Registrada, como lo define Beatriz González, ha cumplido su ciclo y debe ser reemplazado por otro tipo de mecanismos, por un conjunto de procesos menos centrados en la ambición de lo espectacular y menos asediados por el fantasma tembleque de la contemporaneidad y del prestigio? Quizás es tiempo de devolverse

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y, tras tanta grandeza, pensar en lo simple y en lo real que implicaría la oferta de oportunidades y espacios para dejar hacer, para dejar pensar y para dejar discutir en un entorno libre de retóricas, de ejercicios de poder y de temas impuestos según los criterios de pertinencia que surgen de instituciones y curadores cada vez que hay una fiesta patria, cada vez que se ponen de moda lo relacional, lo post-colonial, lo altermoderno o lo social. De repente llegó el momento de desmontar la entelequia de la post-producción, de apagar los efectos especiales y de más bien ponernos a pensar que somos un país menos bonito que su Salón de Artistas y que, en tanto ese Salón se ve tan distante, tan sofisticado y tan ajeno, resulta no siendo Nacional. De repente es hora de ver que somos feos y simples, pero que somos de verdad y que estamos aquí, juntos, dándonos en la jeta o dándonos la mano, pero dándonos parejo.

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La contradicci贸n en el seno del pueblo



Manuscrito siniestro

Es imposible representar lo político: Este se resiste a toda copia por más que uno se afane en hacerla cada vez más verosímil. En contra de la creencia inveterada de todas las artes socialistas, donde comienza lo político, cesa la imitación. Roland Barthes

Compañeros: Viendo el fracaso de los ejercicios de reivindicación política llevados a cabo por la izquierda latinoamericana durante los últimos cincuenta años, es inevitable preguntarse por la responsabilidad que el decoro y la profesionalización de las manifestaciones artísticas emergidas de este frenesí revolucionario tuvieron en el declive y la neutralización de toda posibilidad real de transgresión.

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Lo que en principio resulta paradójico al revisar este tópico es que el discurso político revolucionario, en América Latina, ha sido estetizado en su totalidad, y en ese sentido, ha borrado las diferencias que debería tener con el ejercicio de la política más conservadora, pues según Benjamin, “la humanidad […] se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el esteticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le contesta con la politización del arte”. Y, sin embargo, no parece haber huellas en la lucha política de izquierda, de un escenario expandido en el que el arte haya jugado un papel distinto al de la pura representación. Desde el cartelismo de propaganda, hasta la canción social, muy poco se ha hecho por un ejercicio emancipador que entienda realmente las posibilidades políticas del arte. Salvo acciones limitadas, como el robo de la espada de Bolívar (M19) o el asalto guerrillero en Pando (Tupamaros), que no fueron pensados en sí como acciones con valor artístico (aunque sirvieron para que Camnitzer proclamara la llegada del arte contemporáneo a Latinoamérica) no ha sido posible realizar cruces significativos en la ecuación arte – ideología – acción. Esa imposibilidad se ha dado, quizás, a partir de un evidente arribismo formal, por cuenta del que la práctica artística contestataria ha absorbido una serie de valores burgueses (talento, calidad, limpieza) que han creado una barrera entre

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el artista como productor y el público como receptor pasivo e impedido, por carencia técnica y atavismo social, de dar voz a su deseo. Así pues, de forma literal, se ha borrado con la derecha lo que la izquierda ha hecho, sabiendo, en primer lugar, que muy poco de la literatura de izquierda ha sido en realidad producido con la mano izquierda. En consecuencia, una práctica coherente con cualquier noción de responsabilidad histórica debería plantearse desde el imperativo de torcer las formas mismas en que la historia se ha escrito, apaciguando la limpieza, el talento y la calidad en pro de una insistencia en la ininteligibilidad de lo que se nos quiere presentar como claro. Desdibujar la historia, resaltar sus quiebres, sus puntos críticos y las formas de asimilación subjetiva de toda emergencia ideológica. Más allá de la consolidación de una historia única y puesta en blanco, quizás deberíamos pedir la multiplicación de las versiones, las borraduras, las apropiaciones groseras y las ediciones piratas. Esas en las que, por cuenta de la pésima calidad del papel y de la tinta, vemos el revés de la hoja impresa ensuciando las letras de nuestras más claras ideas.

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Tristes comprobaciones sobre lo que se vino encima

Tras leer a mediodía el comunicado de Lucas Ospina en el que se atribuye la autoría del texto firmado por el Comando Arte Libre S-11, me quedé pensando, como siempre de manera difusa, alrededor de algunos aspectos de su declaración que me parecen problemáticos y que, creo, debe intentarse confrontar para sacar de allí algo distinto al desplome de una mitología transitoria que el texto constituyó y que ahora se vino abajo: En tercer lugar está la situación policial, suficientemente descrita en el comunicado de Lucas y en torno a la que no hay más que decir si no se quiere confundir el texto con el robo. En segundo lugar estaría la ficción construida por el texto, en torno a la que se inventaron héroes, hazañas y

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villanos, con lo que algunos llegamos a resultar alumbrados por una vela que iba para otro santo. Sin embargo, esa mitología desplegaba un espectro valioso de posibilidades de acción que repercutían en “Lo Real”, y que invitaban a asumir una posición en torno al espinoso asunto del robo que todos conocemos, en el marco de una institución a la que también, desgraciadamente, vemos pavonearse impunemente. De alguna manera, esta ficción le daba alas a la constitución de un proceso crítico valioso que no se hacía menos real por no corresponderse con el robo que intentaba atribuirse. Había en el manifiesto del S-11 una pulsión real que buscaba la emergencia de todos los desechos escondidos bajo el piso institucional y que, en el fotomontaje, se le devolvía en la cara a toda la administración distrital. Había allí una importante reflexión en torno al retorno de los fantasmas de la historia y a cómo en algunos momentos éstos podían contribuir a la gestión e indigestión de una causa específica y a la comprensión del presente. Era una explosión de mierda reprimida la que teníamos ahí, y en la que no sólo estaba presente la espada de Bolívar y toda la práctica simbólica del M-19, sino también las figuras de la ANAPO y de la familia Moreno (ahora en el poder), ligadas entonces a los orígenes del movimiento subversivo. El texto, más allá de la risa, empujaba un componente onírico que hacía posible la llegada de aquello que no podría llegar a pasar. En resumen, pues, constituía un manifiesto real que ejercía una crítica poderosa a la pasmosa irrealidad de la administración cultural de la ciudad, y es por eso que:

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En primer lugar, resulta inadmisible la reducción del texto por su autor a la condición de chiste, y su igualación con ciertas estrategias mediáticas de imitación con fines de esparcimiento. Comparar el manifiesto del S-11 con el fingimiento presidencial de La Luciérnaga sólo contribuye a expandir una percepción, ya generalizada en la opinión pública, de que la actividad artística contemporánea no es más que un chiste flojo sin consecuencias ni repercusiones y que, por ello, no puede construir un espacio crítico de la supuesta verdad institucional. Al escudarse en que toda la finalidad del escrito era paródica, es decir que desplegaba una imitación burlona de una fuente particular, y entendiendo que esa fuente era el comunicado del M-19 en el que se atribuían el robo de la espada de Bolívar, termina parodiándose no a los componentes burocráticos a los que el texto de Ospina alude, sino al texto del M-19 y al componente histórico al que hizo nacer mediante el robo de la espada, esto es, la posibilidad de ejercer sobre la realidad nacional una eficaz torsión de sentido y una reivindicación de la acción política a través del secuestro de un elemento simbólico. Esta historia, un poco olvidada hoy, por lo menos hasta el momento de la reiteración que hiciera Lucas, posiblemente señalaba también la confianza en la posibilidad de integrar la acción política y la práctica artística, confianza que ahora, tras la parodia, el chiste y la travesura seguirán cada cual por su camino. Estoy convencido de que la apropiación de Ospina es Real en tanto denuncia de una serie de arbitrariedades que todos 116


vemos con frecuencia en la FGAA y en las otras instituciones distritales de cultura. Creo también que plantea un modelo comunicativo al que se le debe buscar el modo de hacerse viable y eficaz y, por último, creo que sigue constituyendo un llamado a la acción crítica. Uno en el que el humor no se contradice con la verdad sino que la empuja. Por ello no debe aceptarse su transformación en ningún “Dejémonos de vainas”. Convertir este acto en la travesura de un niño necio sólo contribuye a dejar por el piso la dignidad de las ideas planteadas, la de la persona que las puso a circular y la del campo artístico bogotano, que terminó más cagado de lo que ya estaba por dárselas de chistoso. ¡Con la audiencia, con la imagen y sin poder! ¡Presente, presente, presente!

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Rojo y más rojo

Mientras escribo esta reseña, más alrededor que sobre Rojo y más Rojo, la curaduría del Equipo TransHistor(ia) (María Sol Barón y Camilo Ordoñez) que inaugura (o inauguró, para cuando ustedes lean esta reseña) el miércoles 2 de mayo en las salas de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, escucho los esporádicos estruendos de las papas explosivas que, como es habitual, estallan cada primero de mayo por la carrera séptima como parte de los rituales del Día del Trabajo. Más temprano, al sacar a pasear a mi perro, por entre unas cuadras atestadas de policías, bajé hasta la séptima para ver pasar a los marchantes con sus megáfonos, con sus avisos impresos sobre banner –todos llenos de logos y de lemas abstractos– con sus cartulinas pobres escritas con vinilo y

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brocha, con sus arengas poco ingeniosas, con las papayeras y los saltimbanquis de siempre abriendo o cerrando el piquete de uno u otro gremio obrero. Ni los periódicos ni las revistas han reseñado en sus ediciones online lo que ha pasado hoy con las marchas; no hablan de la fuerza de los trabajadores, ni de la organización sindical, ni mucho menos de las reivindicaciones que estos marchantes exigen a voz en cuello. El Tiempo, siendo la 1:45 PM, apenas ha dicho que más de cien personas han sido detenidas y que una decena de éstas eran menores de edad. Mi impresión general de la marcha de los trabajadores es que se ve triste, que es incapaz de proyectar una imagen contundente ante los medios y ante los transeúntes desprevenidos que, a uno y otro lado del andén, se resisten a participar de la protesta y que, como suele pasar, lo único que veremos al final del día serán las consabidas imágenes de los destrozos en vidrieras, muros y cajeros automáticos, traídas a nuestros hogares por los noticieros nacionales. ¿Qué tipo de imagen perdurará de los movimientos obreros hoy? ¿Y de las cooperativas, de los sindicatos, de las asociaciones profesionales? ¿Cómo entenderemos la relación de sentido entre sus actos, sus objetivos y sus logros si sus discursos se han ido disolviendo en medio de la sordera general y sus imágenes han sido suplantadas por las que tacaña y amañadamente nos ofrecen los medios?

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Rojo y más Rojo explora el trabajo del Taller 4 Rojo, una iniciativa artística, propagandística y pedagógica conformada por Nirma Zárate y Diego Arango en 1971, a la que se le sumaron –entre otros– Umberto Giangrandi, Carlos Granada y Jorge Mora para –bajo distintos nombres, formaciones y prioridades– generar un ejercicio complejo de interrelación entre la práctica del grabado y de las artes gráficas en general, el intento de funcionar como oficina de diseño, la edición de materiales diversos (carteles, afiches, cartillas, ilustraciones para revistas, etcétera) generalmente usados para apoyar causas campesinas, indígenas y obreras y, por último, la realización de cursos y talleres de serigrafía para personas involucradas en diversos grupos de protesta social que les permitieran a estos movimientos ganar autonomía en la producción y difusión de sus propias imágenes. La exhibición es el resultado de un largo proceso de recopilación bibliográfica y hemerográfica, de entrevistas a personas directa o indirectamente relacionadas con el trabajo del Taller y de recolección de materiales gráficos dispersos que poco a poco se fueron clasificando cronológica y conceptualmente hasta hacerse un cuerpo capaz de permitir una lectura rica en matices y contradicciones que, al ser revisadas con atención, nos dejan ver el entramado de relaciones y tensiones políticas y sociales de las que el Taller fue partícipe y, por supuesto, la sofisticación, contundencia y eficacia comunicativa de su producción visual.

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Cuarenta años después del inicio del Taller es mucho lo que aún nos queda por saber sobre su existencia, sobre sus modos de acción y sobre su repercusión en el espacio simbólico de los colombianos de a pie pero, sin duda, es mucho también el interés que recientemente se ha despertado en torno a la existencia del grupo y a los espacios de cruce entre crítica social, acción política y práctica artística. Nombres como los de Nirma Zárate, Carlos Granada o Clemencia Lucena eran raros en la historiografía del arte colombiano de las últimas décadas. Sin embargo, en el curso del último lustro, han empezado a enunciarse múltiples intereses por explorar esta historia “perdida” y hoy en proceso de ser revisada desde perspectivas diversas. Pero, ¿cuál es la motivación última de estos intentos recientes de reconstrucción histórica? ¿Para qué artistas e investigadores están buscando desentrañar estos procesos? ¿Qué tanto favorecen formas de reactivación social o, por el contrario, cómo reafirman el statu quo? ¿En qué medida esta revisión de las prácticas artísticas de grupos o individuos vinculados a movimientos de izquierda está siendo cooptada por terceros sólo en favor de un reposicionamiento estetizante de imágenes estériles? Estas preguntas deberían resonar aquí y llamar la atención en torno a los modos de entender, desde una perspectiva crítica, la historia política del país como herramienta para poner en marcha nuevas formas de contestación a la metafísica del presente, a los valores sociales que

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definen la labor de los artistas y a las articulaciones de estos con sus contextos sociales inmediatos. En buena medida, el trabajo del Taller 4 Rojo fue, en su momento, silenciado por críticos e historiadores al ser definido desde estos campos disciplinares como “propaganda” o como simple “ideología”. Sin embargo, cabría hacernos la pregunta de si no resulta más propagandístico e ideológico el ejercicio comercial de los artistas hoy, plegados a los intereses del mercado y a los designios burocráticos de las instituciones. Una exhibición como esta que podemos ver ahora, cuarenta años después, gracias a la juiciosa curaduría de Barón y Ordoñez, debería empujarnos a pensar, por fuera de toda romantización del pasado –y entendiendo las coyunturas, las contradicciones y los traumas intrínsecos a todos los modelos de agrupación social (y artística)–, en los modos en que entendemos las nociones de trabajo, colectivización, memoria, duelo y antagonismo, antes de que las fuerzas transformadoras del presente se terminen de esfumar de todo imaginario posible y ya no nos quede una imagen, ni siquiera en el noticiero, de a cuántos manifestantes ha puesto fuera de combate la fuerza pública.

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La noche de las velitas

Muchas manifestaciones públicas de duelo, ira y descontento tuvieron lugar durante la semana siguiente al confuso, dramático y manoseado comunicado de las FARC. Desde los muñecos del secretariado guerrillero ahorcados por ocurrencia de Rodrigo Obregón y su Fundación Colombia Herida hasta la algazara nacional del jueves 5 de julio llena de pitos y pañuelos blancos que, a pesar de todos los decibeles producidos, ni llegó a la selva ni le hizo sangrar los oídos a Reyes, Briceño, Márquez ni Cano para forzar una acción o pronunciamiento medianamente humanos por parte de la guerrilla. Y entre todas esas demostraciones de sentimientos encontrados estaba la convocada por Doris Salcedo. A través de internet, un grupo de artistas (no identificados) encabezados

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por Salcedo (plenamente identificada) pedía la colaboración de los interesados en acudir la tarde del martes 3 de abril a la Plaza de Bolívar con el fin de ayudar a encender no una sino 25,000 velas que dibujarían una retícula sobre el consabido cuadrado del marchódromo distrital a modo de duelo por el asesinato de los once diputados. Hacia las cinco de la tarde un grupo de cincuenta o sesenta personas empezaron su labor, prendiendo velitas y cuidando de que el viento no las apagara. A las siete y media de la noche, con la Plaza encendida y las primeras velas ya consumidas y transformadas en pegotes de cera regados por el suelo, algunos transeúntes se detenían para tomarse fotos turísticas con celulares, darle besitos a las novias y sorprenderse por el espectáculo de las lucecitas que titilaban más fotogénicamente que las del pasado diciembre, mientras varios de los tradicionales mendigos poetas de la zona aprovechaban la escasa concurrencia para ganar algunas monedas recitando fragmentos de Rafael Maya, Neruda y otras cosas que no logré reconocer. Todo era evocador y luminoso esa noche, hasta la pobre respuesta del público a la invitación de la artista. Pero creo, no era ese el momento para ser evocador ni luminoso. Y creo que Doris Salcedo lo sabe, porque son la oscuridad de la muerte y la incapacidad de dar pie a la enunciación aspectos presentes en su trabajo. Lo saben sus constantes alusiones a Celan y a Lévinas, tanto como ese silencio cargado de orgullo

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por el que la artista sólo acepta entrevistas o diálogos con medios internacionales. Nuestra historia está plagada de palomitas, de cintas verdes, de rosas y de velitas que han circulado masivamente hasta transformarse en clichés del duelo y de la confrontación a la abyección de la muerte. A todas luces, se trata de formas de resistencia que no lo son, y por eso habría que preguntarse si el conjunto de la sociedad, y en particular los artistas, han conseguido o conseguirán alguna vez producir un signo en torno al que se produzcan eventos reales de reparación y de reconstrucción de memoria. ¿Pueden el arte y los artistas, frente a la bestialidad, decir algo que no sea un balbuceo deforme o un espectáculo idiota y lastimero? ¿Puede el duelo ser comunicado? ¿Es el horror sensible a esas metáforas y decoraciones luminosas, tan cubiertas por los medios como desarraigadas de las personas? Porque, frente al decir nada ruidosamente, ¿no sería mejor escuchar en silencio? O tal vez, más que imágenes y espectáculos, necesitamos interlocuciones que no terminen, al cabo de una o dos horas, transformadas en cera quemada sobre los adoquines de una plaza.

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Ars amandi



Olmeco en el Soho

Olmeco es un artista mexicano, nacido en el corazón de la Selva Lacandona y heredero de una tradición política vinculada a la insurrección popular del EZLN y, simultáneamente, del legado de sus ancestros indígenas, quienes se vincularon a la regional Chiapas del FLN desde sus primeras actividades en 1969 y, décadas después, al sendero libertario trazado junto a Marcos. Fue en ese ambiente de resistencia que Olmeco se hizo adolescente, fue allí donde se involucró en la guerrilla y donde, tiempo después, señaló la importancia del giro hacia la lucha política en el seno de una sociedad democrática tras el desgaste generado por la larga, aunque episódica, confrontación armada. A este respecto, Olmeco afirmaba que “a

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veces, el hacer algo no conduce a nada” y que, por el contrario, cierta forma de la pasividad constituía la evidencia de una “diferente estructura temporal de América Latina” basada en una “política del ensayo” a la que podía encontrársele beneficio. Así pues, mezclando su acervo cultural y los muchos contactos obtenidos tras el intercambio de saberes y de experiencias con un amplio espectro de visitantes a La Pesadilla, su campamento guerrillero, Olmeco supo aprovechar esta condición para darle forma a una idea que lo obsesionaba: “¿Qué ocurriría si yo, un indígena de Chiapas, me insertara en la capital del país, entre mis congéneres desempleados y privados por el capitalismo de toda posibilidad de un vivir digno? ¿Qué pasaría si yo, uno más de esos que esperan en la calle con sus cartelitos de jardineros, albañiles y plomeros, ofreciera durante el día mis servicios como ‘turista’?” Con la ayuda de un par de artistas chilangos que habían visitado tiempo atrás el campamento, Olmeco puso en práctica su idea: llegó al DF, deambuló y, al encontrar a un grupo de indios desempleados, al ver sus cartelitos, se puso entre ellos y se declaró “turista”. Los amigos tomaron una foto a Olmeco parado allí en medio de esa multitud en paro y, cuando Olmeco conoció a Cuauhtémoc, por aquel entonces un curador emergente en la naciente escena artística de la Colonia Condesa, decidió mostrarle la foto. Así comenzó su carrera, que pronto dio frutos en las más prestigiosas huertas del mundo del arte. Ser indígena, 130


guerrillero y artista conceptual, por una vez en la vida, constituía un escenario muy favorable, un modo de discriminación positiva que catapultó a este curioso ejemplar de la hibridación cultural directo al circuito internacional. Olmeco comenzó entonces a realizar acciones que registraba en video. Se trataba de gestos sencillos en los que confluían “el tiempo, el espacio y el movimiento”. El chiapaneco empujó un gran cubo de hielo por las calles del floreciente Soho en Nueva York; caminó con una pistola cargada que acababa de comprar en la tienda de armas de un chino en Bowery, cerca del New Museum, hasta ser detenido por un agente de la policía. Al día siguiente rehizo la acción, con la colaboración del NYPD, para señalar las sutiles diferencias entre las cosas y su representación, justo como “esas cartillas para aprender a leer en las que sale un oso y abajo se deletrea O-S-O”; viajó a un lejano pueblito en los Apeninos donde contrató a una banda de músicos locales para que ensayaran una pieza mientras un pequeño Fiat Topolino intentaba remontar una dura cuesta. Cuando los músicos se equivocaban en la ejecución de la melodía, el pequeño carro se apagaba, retrocediendo al punto de inicio una y otra vez. Olmeco caminó, dejando tras de sí una línea de pintura en el asfalto de distintas calles del mundo en las que tenían lugar luchas separatistas; diseñó pequeños carritos magnéticos que arrastraba por las calles de Tokyo, de Amsterdam o de Bruselas, para que a ellos se adhirieran los residuos metálicos

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del capitalismo: tapitas de gaseosa y de cerveza, tachuelas y tuercas sueltas; Olmeco recordó un viejo ritual de su pueblo y se dedicó en una y muchas ocasiones, a perseguir tornados, como una profunda metáfora del “deseo humano fundamental de perseguir lo inalcanzable”. El éxito de Olmeco fue algo que no cabía no esperar. Un día, el MoMA organizó una gran retrospectiva sobre Olmeco que ocupó también el espacio de PS1. El público enloqueció, la crítica habló, la revista Vogue reseñó el trabajo de esta “mente peligrosa” e, incluso, una columnista del Espectador viajó desde Bogotá para visitar fascinada la muestra y escribir un artículo en el que nos hablaba extasiada de este indígena que conquistó al gran mundo blanco del arte. En su texto, celebraba eufórica el hecho de “el museo en el que tiene lugar la concurrida exposición que he narrado no es uno dedicado a los chistes de primera escena – segunda escena – título de la obra, sino el Museo de Arte Moderno de Nueva York”, un museo que finalmente había dado el giro decolonial para hacerse, gracias a esta exhibición, “transnacional y sensible a los problemas” del resto del mundo, presentando la dignificación de Olmeco, ese insignificante indígena zapatista que había conquistado el centro del mundo, transformándose en el “prometéico portador de un saber estético y social” que reposicionaba a América Latina, cerrando las heridas de sus venas, abiertas por el cuchillo de la explotación primermundista.

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A los lectores bogotanos de su reseña les parecía extraño que se comentara con tanta pasión un conjunto de obras muy similar a otro presentado tres años atrás en la Atenas Suramericana, les parecía extraño haber visto esas obras antes que el distinguido público de la Gran Manzana y les parecía extraño que un texto tan apasionado no se hubiera escrito sobre la expo que ya se había visto aquí; pero bueno, es que “Bogotá no es Nueva York, mariqui, y usted no estuvo allá de paseo para chicanear”, tal cual me dijo uno de esos lectores.

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Utopía

Tania Bruguera recibe una carta de invitación a un encuentro internacional de performance en Bogotá. Se siente tentada a realizar una acción en la cual estén juntos los “actores del conflicto colombiano” y la sustancia que, ha visto en CNN, lo impulsa. Se dice entonces que podría contratar a guerrilleros, paramilitares y víctimas para que den un discurso, que ella misma podría libretear, en una mesa frente a un público que los escucha mientras huele coca. Sin embargo, Tania se queda pensando, apenas un minuto, y se da cuenta de que eso no tendría chiste, porque, habiendo entrado en relación con varios artistas colombianos y habiendo visto un montón a Angela Patricia Janiot en CNN, cae en cuenta de que eso es lo que ocurre todo el tiempo: que hay alguien que le paga a un grupo de paramilitares, víctimas y guerrilleros 134


para enunciar un discurso libreteado que distrae la atención del público y genera un halo de falsa moralidad que empuja el consumo de coca. Tania se da cuenta de que en Colombia las víctimas, los guerrilleros y los paramilitares producen discursos para mojar pantalla en televisión, mientras los colombianos que no se sienten víctimas, guerrilleros ni paramilitares, cansados de tanto discurso manoseado, ven esa televisión y huelen perico en las fiestas a las que los invitan. Entonces se dice: “coño, chico... lo que yo debería hacer entonces es, ya que soy una artista política que busca generar un espacio de utopía que disloque las metanarrativas de lo político” (o bueno, quedemos en que dice apenas “coño, chico...”), y procede a darle la vuelta a su acción. Como le siguen interesando los mismos elementos, se decide a conservarlos, pero cambiando la función de esos actores, por no decir decorados, que constituyen su obra. Entonces se va a Freud, compra media libra de perico, busca a un paramilitar, a una víctima y a un guerrillero y lleva en una maleta, digamos, cinco mil dólares. Dispone una mesa en un recinto de la Universidad Nacional, invita a un montón de personas, manda poner unas sillas para que estén cómodas, pone al para, al guerrillero y a la víctima alrededor de la mesa y les da, a cada uno, un tercio del perico que compró. Luego, va sacando plata y les va pagando (a precios de París) las líneas de coca que estas personas le van surtiendo y que ella huele con voracidad.

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Tania Bruguera, una artista amante del riesgo y de la auto exposición cumple a cabalidad su tarea, oliendo perico frente al público hasta que se le acaba la plata o, mejor, hasta que muere, convulsionando de sobredosis ante un grupo atónito y morboso de personas que acudieron a verla performar. La víctima, el guerrillero y el paraco se reparten la plata que queda en el maletín y guardan la coca que les sobró. Salen tranquilamente de la Universidad, pensando en que por fin el arte social les dio algo con qué poder hacer un mercado y con qué montar una microempresa. La raíz del conf licto no radica en las posturas ideológicas de los actores, sino en el acceso que, como personas, estos tengan a unos medios que les garanticen su supervivencia, es decir, a la plata que artistas e instituciones derrochan en arte político. La Cooperativa Multiactiva Tania Bruguera es una iniciativa de emprendimiento colectivo formada por víctimas, paramilitares y guerrilleros de base, quienes se han unido para formar una microempresa de producción, distribución y venta al menudeo de estupefacientes de alta calidad y precios democráticos, que busca garantizar el digno sostenimiento de sus miembros y la ruptura de las cadenas de distribución que hacen del comercio de las drogas un mercado de capitales inflados y, en consecuencia, productores de violencia. La cooperativa propende por la creación de cadenas sociales que se distribuyen de manera equitativa

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las utilidades desprendidas de su negocio, reinvirtiendo los excedentes en programas de desarrollo social y reeducación política de comunidades vulneradas por la inhumana explotación de la que han sido víctimas a manos de estamentos diversos de poder. ¡Por la plata para mi mercado y el de los demás! ¡Presente, presente, presente!

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Aguinaldo triste

Un alto funcionario o funcionaria del área cultural de la ciudad guardaba con celo el presupuesto de su institución en una caja fuerte. Puede parecer extraño que esto sea así, cuando se supone que las instituciones deben manejar sus pagos, cuentas y demás menesteres monetarios a través de bancos. Sin embargo, el funcionario o funcionaria se sentía más “libre” guardando la plata como su padre, un viejo caudillo de la política nacional, le había enseñado desde la más tierna infancia: “plata en mano, culo en tierra” le había dicho una y otra vez. Y él o ella así lo había puesto en práctica con muy buenos resultados, hasta ese momento, al menos. El asunto es que nuestro funcionario o funcionaria tuvo un día una revelación, justo como la que tuvieron uno de cada

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diez colombianos: “voy a meter los seiscientos ochenta millones que quedan del presupuesto de mi feudo institucional a DMG, así duplico o triplico la utilidad, y garantizo que mi inmediata vejez sea digna. Incluso podría, con una parte de las ganancias, hacer un nuevo busto conmemorativo de mi padre para dejarlo aquí, a modo de donación cuando llegue el momento de mi retiro”. Su idea planteaba dificultades operativas que, sin embargo, logró sortear con ingenio y con un gran corazón. Dividió los $680’000.000ºº en paquetes de cincuenta milloncitos y uno último de treinta, y los repartió entre sus empleados más allegados y sus familiares (que eventualmente eran los mismos), diciéndoles que la plata debía serle devuelta cuando el milagro de la multiplicación se hiciera realidad, descontando, claro, un generoso aguinaldo por el favor con el que todos saldrían ganando. Y así se hizo. Empleados y familiares acudieron juntos a la larga fila que habría de hacer de ésta una navidad tan próspera como no se veía desde la aparición de los amigos mágicos durante los gobiernos de López y de Turbay. Pasaban los meses y el funcionario o funcionaria se frotaba las manos con la ilusión de un lucro que casi superaba al que había obtenido a lo largo de sus muchos años de gestión pública. Sin embargo, la mala suerte llegó, y el dinero confiado a David Murcia se perdió junto al de otros cuantos millones 139


de colombianos. Lo peor del caso es que, siendo un funcionario o funcionaria tan prestante, no podía darse el lujo de ir al Campín a entregar sus tarjetas prepago, ni de enviar a sus empleados-familiares confiando en la devolución del dinero, pues, con seguridad, tal y como le había advertido su hermano, un prestante abogado de causas poco prestantes, con las tarjetas devueltas al gobierno no regresaría la platica sino una serie de incómodas investigaciones que, Dios no lo quisiera, sólo pondrían en riesgo su próxima jubilación y quizás, su libertad y el honor de su familia. Ante este revés sólo quedaba una opción: fingir un robo, con el que se justificara la pérdida del dinero de su institución. A fin de cuentas, no era la primera vez que allí robaban, o que, al menos, daba la impresión de que lo hacían. Fue un aguinaldo triste para todos en aquella institución pública, sus tutainas y antontirurirurirus sonaron ese año como el llanto desesperado de quien debe olvidar la posibilidad de gloria y las vacaciones en Miami, guardando ese silencio seco y carrasposo que se produce por comer tanto buñuelo sin masato para bajarlo.

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A.

Hizo desde los setenta una brillante carrera en el deslucido campo del arte social. Sus obras siempre fueron vistas como dardos en contra del establecimiento y por ello fue reconocido como uno de los grandes artistas del país. Siempre se le vio como un lúcido marginal, ese que por su fama podía darse el lujo de malvestir sin sentir vergüenza. Cada novedad en su colección de andrajos se traducía en mayor prestigio: el costal al hombro, la viejísima botella plástica llena de un líquido turbio, el cuello desjetado de esas camisetas demasiado grandes para su mermada anatomía. Pero en las noches, A. soñaba. Y sus sueños estaban llenos de lujo. Mujeres semidesnudas bailaban a su alrededor.

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Su mente creaba atmósferas de sensualidad y peligro: carros caros, pistolas, discotecas, lino y terciopelo. Coca y Dom Perignon. Un día, A. se hizo sacar los dientes. Y el país entendió su gesto como una renuncia, una más entre las innumerables críticas que el artista planteaba al mundo baladí de las apariencias. A. asintió cada vez que esto fue dicho por un noticiero, un trabajador de la industria cultural o un estudiante deslumbrado. Sin embargo, cuando estaba a solas y en el silencio de su casa, A. sacaba la cajita de terciopelo negro para, lentamente, extasiarse en el brillo que emergía del interior al retirar la tapa. Nada podía compararse al placer que sentía al encajar en sus encías desnudas esa dentadura de oro y diamantes que le daba permiso y sin chistar, para ser, transitoriamente, el émulo no de Hans Haacke sino de Snoop Dog. Por eso sólo el espejo le llegó a conocer una sonrisa que no estuviera llena de amargura.

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Bets

Querida maestra: Desde hace ya casi una década, cuando hablamos por primera y única vez junto al cuerpo decapitado de José Ignacio de Márquez en el patio del Museo Nacional, ¿lo recuerda?, sí, ese día en que usted sin mayores miramientos me llamó “pervertido”, desde ese día, querida maestra, no he dejado de pensar en usted. Sé que esto puede resultar extraño, y sé que está mal hablarle en estos términos porque usted, antes que nada, es una Institución. Pero, maestra, en primera instancia usted es una mujer, y no cualquiera. Su imagen no me abandona y me consume en deseos. No hay modo de que usted lo sepa, pero en la pared de mi sala tengo la impresión número 22 de su “Túmulo”, y al verlo,

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más que pensar en el valor histórico, plástico o económico de la obra, aunque créame que lo he hecho, pienso en la pasión contenida de su rostro al llamarme “pervertido”. Maestra, no… Adorada Betty. Quiero que sepas que no puedo evitar masturbarme una y mil veces al pensar en nuestra conversación de ese día, y en el hecho inequívoco de que soy un pervertido. Pero lo soy por sus palabras, por tus palabras, digo, pues ellas me han hecho consciente de esta pasión embarazosa y malsana que me consume por dentro. Betty, ignoras el ímpetu con que acuden a mí una y muchas poluciones, que casi siempre terminan estrellándose con el frío cristal que protege tu obra. Créeme que no es mi intención ofenderte, y que a mi modo, indigno y torpe, esta confesión constituye un homenaje. Te escribo lleno de frustración y deseo, sabiendo que es, de entrada, muy poco probable (y es mejor que así sea), el que te llegues a enterar de que esta carta existe y, con ella, mi pasión sucia y desfasada. Sigo llorando esas gotas espesas de admiración y deseos de ti. Tu silencioso admirador.

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