La fiesta del fracaso

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La fiesta del fracaso Ignacio Loor Vera


La fiesta del fracaso @Ignacio Loor Vera

Tinta Ácida Ediciones Mail: tintacidaediciones@gmail.com Web: www.tintaacidaediciones-info.blogspot.com Teléfonos: 0999905002 / 0995795411 ISBN: 978-9942-8670-3-2 Primera edición: marzo de 2018 Tiraje: 500 ejemplares Manta, Ecuador.


A mi madre, quien no recomienda este libro, pero que no me dejĂł morir de hambre mientras soĂąaba con ser escritor. A mi padre, a quien recuerdo con un libro bajo el brazo.



Tony jamás se enfadaba, jamás discutía, como si considerara absolutamente inútil tratar de que otra persona compartiera su punto de vista, como si creyera que todas las personas estaban extraviadas y que era pretencioso que un extraviado le indicara el camino. Un camino que no solamente nadie conocía, sino que probablemente ni siquiera existía. Roberto Bolaño, Vida de Anne Moore He llegado a entender que no hay nada que aprender del éxito. Pienso que todo se aprende del fracaso. Así es que, bueno, me equivoco lo más posible. David Bowie



Gol al vacío 1 enía ocho años cuando llegué a un equipo de fútbol. Mi padre me entregó de la mano a un profesor negro que había sido futbolista y que cojeaba de una pierna. Todos le decían Dada. Es zurdo, le anunció orgulloso mi padre. Era el inicio del año y el Sporting Manta probaba a jugadores para sumarlos a sus canteras. Cientos de niños llegaban hasta la playa El Murciélago creyéndose Rivaldos, Roberto Carlos y Ronaldos, dioses del fútbol brasileño. En ese entonces debía de ser uno de los más chicos, una ratita que llevaba la pelota siempre pegada al pie. En la prueba, dos fintas, una corrida de veinte metros con balón dominado, un pase en profundidad y un gol con derecha convencieron al profesor de que debía quedarme. Mi padre aplaudió desde el borde de la improvisada cancha de arena, marcada con conos naranjas. Era el inicio de algo que me llevaría al desvelo y a la desorientación: sumido, como estoy

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ahora, en la nada futbolística. Depresión post fútbol.

Con ochos años jugué en la categoría Sub-10. Esa temporada fue fantástica. Anoté 35 goles y el entrenador empezó a quererme como a un hijo. Juega bien muchacho de mierda, tócala pendejo, desmárcate, gritaba en los entrenamientos. Es por tu bien, me decía. Cuando un padre le reclamó sus gritos, el profesor le dijo que podía llevárselo a casa, que él formaba hombres. Mi papá iba a todos los partidos y se había hecho amigo del profesor. Luego de los partidos hablaban largo tiempo. Me cambiaba de ropa y ellos seguían allí, parados a un lado del césped gastado, hasta que en la cancha no quedaba nadie. Esperaba a que terminaran su conversación practicando tiros libres y fintas mientras narraba mis jugadas. Qué hablas con el profe, preguntaba siempre. Cosas de grandes, respondía papá. Iba a la escuela de mañana y entrenaba por la tarde. En los recreos armábamos un partido de fútbol sobre una cancha de cemento e íbamos todos detrás de una pelota hecha con papel y cinta. Al año siguiente seguí jugando en la Sub-10. Cada día me sabía ubicar mejor en la cancha y sucedía que, allá donde quedaba un balón suelto, yo estaba presto para embocarlo. Hice 40 goles en 30 partidos jugados, según datos de papá, que me veía jugar siempre en silencio, sosteniendo bajo el 14


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brazo una libreta en la que registraba mis anotaciones.

Para entonces tenía mi dupla perfecta dentro y fuera de la cancha: Ricardo Palacios. Él jugaba de volante mixto y tenía una capacidad única de encontrarme desmarcado para habilitarme. Parecía tener un GPS en la cabeza. Podíamos pasar hablando horas y horas sobre partidos pasados, repasando las jugadas, emocionándonos. Ricardo era pobre. Yo también lo era, pero mi padre era abogado y de vez en cuando asumía litigios que nos permitían llevar una vida sin apuros. Mi madre había muerto de una extraña enfermedad cuando yo tenía dos años. Ricardo, en cambio, era pobre en serio. Su padre era alcohólico y su madre estaba un poco loca. Lautaro, su padre, solía ir ebrio a los partidos a gritarles sandeces a los árbitros. Al año siguiente ascendimos a la Sub-12. Ambos teníamos diez años. Un sábado por la mañana, antes de jugar uno de los primeros partidos de la temporada, noté que Ricardo no se sentía bien. Estaba muy pálido. Le pregunté qué pasaba. Tengo hambre, respondió, no he comido nada desde ayer. Sentí ganas de vomitar mi desayuno de cereales y frutas. Le diré al profe, le dije al oído para que nadie se enterara. No lo hagas, respondió. Era tarde para hacer algo. A la cancha, dijo Dada. Fuimos un desastre. No creo haber jugado un partido peor. No tuve una opción clara de gol, no encaré y terminé resbalando dos veces con el balón; una vergüenza. 15


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Ricardo lució peor. No recuperó una pelota, ni envió un pase

bueno. Ni la sombra. El profesor lo cambió en el entretiempo. Al final perdimos tres a cero contra Independiente. Mientras nos cambiábamos en unos bancos de madera bajo una especie de ramada, le pregunté a Ricardo por qué no había venido su padre. No había escuchado sus insultos durante el partido. Estaba tan borracho que no pudo levantarse, respondió. Le dije que esperara para que se viniera con nosotros. Practicamos remates al arco mientras el profe y mi padre hablaban. Después de diez minutos se despidieron y Dada se fue cojeando. Papá, Ricardo tiene hambre, le dije. Asintió. Vamos, le anuncié a Ricardo que había ido entregar la pelota al conserje. Luego de cada partido, papá acostumbraba a llevarme a comer al Mercado Central en donde servían comida en abundancia y a buen precio. Allá fuimos. ¡Nunca vi a alguien comer con más hambre! Ricardo se devoró un plato inmenso de sopa de pescado y otro de estofado de carne. Era emocionante verlo. Ni papá hubiera podido comer tanto. Ese año ganamos el título de la división. Todo un logro para un equipo que nunca había ganado nada. Luego del partido final frente a Barcelona creo haber visto a mi padre llorar. No lo recuerdo bien, pero tengo esa impresión. Lo que sí recuerdo es que me alzó en hombros. Desde arriba vi a 16


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Ricardo que lloraba apoyando su cabeza sobre la templada

barriga del profesor que lo abrazaba. Caminé hasta ellos. Qué tienes, pregunté. Ricardo miraba al césped. Su padre murió, dijo el profesor, un vecino vino a avisar. Nunca sentí tanta pena. Minutos antes, mi amigo había recuperado una pelota en el mediocampo, se había llevado por delante un marcador y me había habilitado para el gol de la victoria. Corrimos a abrazarnos en el banderín de córner. Nunca habíamos sido tan felices. Ahora no sabía qué decir. Mi papá estaba enterado. Vamos a tu casa, dijo. En el taxi me pregunté cómo Ricardo podía llorar por un padre borracho, que nunca había hecho nada por su hijo. Llegamos en 15 minutos. La viuda estaba histérica. Gritaba, se caía al suelo y maldecía. Te mataste, borracho, te mataste, decía. No dudé de que estuviera loca. Los vecinos se habían amontonado sobre la pequeña casa. Después de unos quince minutos nos despedimos aunque yo quería quedarme. Mi amigo había desaparecido al interior de su vivienda de ladrillos pelados en busca de respuestas. Antes de marcharnos nos enteramos que su padre se había colgado de una viga con una soga en su cuarto. No pude dormir esa noche. Me pasé mirando el techo recreando el suicidio. Al día siguiente todo el equipo fue al entierro. Ricardo no lloraba pero su mirada estaba perdida. 17


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En las vacaciones, mi amigo pasaba gran parte del día

en mi casa. Nunca hablaba de su padre y yo no preguntaba. Jugábamos en la calle haciendo arcos de piedra, uno contra uno. Eran partidos que se alargaban hasta el anochecer, cuando papá llegaba con tarrinas de comida caliente. En la temporada siguiente nos ascendieron a la Sub-14. Teníamos apenas once años. El nuevo profesor se apellidaba Pacheco. Los titulares de esa división, hasta tres años mayores a nosotros se sintieron recelosos ante nuestra llegada. En las prácticas nos metían el cuerpo con rudeza, nos tendían zancadillas, nos marcaban entre tres. En el primer partido de la temporada estábamos sentados en la banca de suplentes junto a Rodrigo. Jugábamos contra Liga de Quito y al final del primer tiempo perdíamos dos a cero. El profesor Pacheco decidió meternos al campo para la segunda parte. Rodrigo jugó un partido sensacional. Como siempre empezó a quitar pelotas en el mediocampo con la vehemencia que lo caracterizaba. A pesar de ser más pequeño que sus rivales ganaba en los choques. Yo no hice un buen partido. Ricardo me puso una pelota que se coló entre los defensas centrales y que pateé desviada, lejos de los postes, al olvido. Al final el cotejo terminó dos a cero. Pero había sucedido algo peor que la derrota: el equipo lució demasiado dividido. Éramos Ricardo y yo, contra once rivales más nueve desconocidos. Así empezó una de mis peores temporadas. El profesor 18


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Pacheco no hizo nada para corregir la división del equipo y

Ricardo y yo no hacíamos más que hacernos cada vez más cercanos, mientras nuestros compañeros seguían recelosos. A mitad de año estábamos penúltimos en la tabla y Pacheco fue despedido. Dada asumió la categoría. Enseguida entendió que el problema no era la calidad de los jugadores sino la falta de una idea de equipo. Entonces empezamos a entrenar menos y a hablar más. Antes y después de las prácticas Dada armaba un círculo e iba haciéndonos parar en el centro. Allí teníamos que hablar de nuestros sueños, de nuestras familias y de los problemas. Al final de la temporada quedamos sextos, justo en la mitad de la tabla y todos éramos, en lo posible, amigos. Al año siguiente Dada siguió al mando. Para entonces, Ricardo y yo teníamos doce y habíamos conocido las mieles de la masturbación. Un día Ricardo llegó a casa agitado. Qué te pasa, pregunté. No dijo nada y se limitó a sacar de debajo de su camisa una caja de película sin carátula. ¿Está tu papá?, preguntó. No, dije nervioso. Vamos a ver esto, dijo. Qué es. Ya verás, respondió. Puso el cd en el DVD y de inmediato vi algo que nunca antes había visto y lo que sería la razón de parte de mi fracaso: una mujer desnuda. Ese año fue intenso. Creo que nunca jugamos a mejor nivel. El equipo funcionaba como un reloj suizo y Dada nos iba enseñando cosas que él llamaba de la vida. Sobre el final 19


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de la temporada estábamos terceros en una categoría difí-

cil. No estaba mal. Pero siempre sucedía algo cuando estábamos en la cima, o cuando estábamos cerca. Era el último partido de local. Jugábamos contra Emelec, equipo que iba primero y tenía en sus filas a jugadores que después serían parte del equipo de Primera y de la Selección. Pero a pesar de ello sacamos un empate. Era como para ponerse de pie. Ellos iban dos a cero arriba y la defensa parecía infranqueable. En todo el primer tiempo no me había quedado ninguna pelota clara. En el descanso Dada lucía demasiado tranquilo. Se dio tiempo para hablar con cada uno de nosotros. Creo recordar que me dijo que no me escondiera entre los centrales, sino que me recostara sobre la derecha, que ya le había dicho a Ricardo que me metiera una pelota recta para que yo corriera en diagonal. Hice todo lo que me dijo y los defensas centrales enemigos lucieron desconcertados. No supieron si seguirme lejos del área o quedarse en su posición y decidieron no abandonar sus puestos. El lateral derecho de ellos estaba demasiado ocupado marcando al extremo izquierdo nuestro, de modo que yo quedé solo en una especie de laguna. Rodrigo recuperó una pelota en la media cancha y empecé a correr sabiendo que me pondría el pase recto. Cuando los centrales me vieron andar en diagonal se adelantaron para dejarme fuera de juego, pero era demasiado tarde, Rodrigo me había puesto el pase y ya estaba 20


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eludiendo al portero con mi cintura de goma para a arco

vacío mandarla adentro. Pura metáfora de lo que vendría, yo metiéndola, yo nacido para meterla. Luego el partido se puso parejo. O empatábamos o nos hacían el tercer gol. Uno de los centrales enemigos al que yo le daba en la axila empezó a respirarme en la oreja y a decirme frases insultantes. El tipo debía de tener más de catorce años, era un negro enorme, lleno de músculos, pero lento, muy lento y eso yo lo sabía. Si no lograba cortarme con su guadaña antes de que girara cuando recibiera una nueva pelota le dejaría el polvo. Pero no fue así. No volví a recibir otro pase. Lo que sucedió faltando cinco minutos para el final fue que Gonzales ganó la línea de fondo, metió un pasé atrás justo en el lugar en donde corría en carrera recta Ricardo que remató al ángulo. Era para llorar. Dos a dos. Al final Dada aplaudió, mi padre aplaudió, el árbitro aplaudió, los 22 jugadores aplaudimos, los pocos aficionados aplaudieron. Luego del partido fuimos a comer con papá y Ricardo. Sentados a la mesa caí en la cuenta de que Ricardo estaba callado y que no disfrutaba de su almuerzo. -Qué tienes- pregunté. Es mi mamá, dijo, está loca-. Todos sabíamos que su mamá estaba loca pero eso no se lo dije. Papá y yo nos miramos y no supimos qué decir. Está loca en serio, continuó Ricardo, 21


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la meterán en un manicomio, se pierde por horas en la calle

mientras habla sola y recoge piedras y las mete en un saco. Quiénes la meterán en un manicomio, pregunté. Mis hermanos, respondió. En realidad, no sabía que Ricardo tuviera hermanos así que dije que cuáles hermanos. Mi mamá tuvo dos hijos en un primer matrimonio, dijo. Cuándo se la llevarán. Creo que ya ha de estar adentro, no quise ver, no quería escuchar todos sus gritos, no quería despedirme de ella. -¿Con quién te quedarás?- preguntó papá. -Con nadie, no me queda nadie, los vecinos últimamente me daban de comer. Quizás me recoja la DINAPEN. Creo que Ricardo también le rompía el corazón a mi padre. -Hablaremos con tus hermanos, vivirás con nosotros-, le dijo. 2 La mamá de Ricardo murió dos años después. Nosotros teníamos quince y jugábamos en la Sub-16. El sueño de la primera división estaba cerca. La mamá de Ricardo había sido internada en un siquiátrico de Guayaquil, así que era muy difícil ir a visitarla, primero porque estudiábamos por la mañana y luego entrenábamos por la tarde, y segundo porque los fines de semana había partidos. Mi padre nos llevó dos o tres veces hasta el siquiátrico, no más de eso, 22


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aunque cuando estábamos fuera de temporada los herma-

nos de Rodrigo pasaban por él y lo llevaban hasta Guayaquil. Después de las visitas Rodrigo se quedaba mudo. En los dos o tres viajes de regreso lo recuerdo mirando el paisaje que se sucedía por la ventana. Llegábamos a casa, agarraba una pelota y se ponía a patearla contra una pared. En esas circunstancias nunca me decía que lo acompañara a jugar a los toques. Me sentaba al otro lado de la acera y lo miraba golpear sin violencia una y otra vez la pelota contra la pared del portal. La situación es que no sabía qué hacer ni qué decir, aunque a veces me imaginaba levantándome, yendo a tocarle el hombro, diciéndole que todo estaba bien, que su madre estaba bien, pero solo era una imagen que yo proyectaba en mi mente porque en realidad me quedaba sentado en la acera mirando la pelota chocar contra la pared, regresando al pie de Rodrigo, y así toda la tarde hasta que me decía que fuéramos a jugar play station. Desde que Ricardo trajo la primera película pornográfica, nuestra colección se había ido engrosando de forma lenta pero segura. Lo cierto es que, la colección hubiera podido ser mayor si, luego de nuestras masturbaciones compulsivas, no hubiéramos botado a la calle, o restregado contra las paredes las decenas de discos que luego buscaríamos infructuosamente, o que lavaríamos para que las ralladuras desapareciesen. 23


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Muy al contrario de lo que se podría pensar, nuestro

rendimiento en la cancha no había mermado. A mitad de año en la categoría 16, era el goleador del equipo y Ricardo el mejor recuperador. En las dos temporadas anteriores nuestro rendimiento había sido prometedor. Para entonces ya me había ganado una reputación de mujeriego dentro del equipo. En un mundo en el que ser virgen era un estigma, mis andanzas con mujeres que tenían dos o tres años mayores que yo me hacían el centro del rumoreo y de la sana envidia. Sucedía que me había dado cuenta de que tenía un don natural con las mujeres. Era como si tuviera un imán, una gracia especial. Por eso a los 13 años había dejado de ser virgen y a los 15 varias mujeres se habían escurrido bajo mi cuerpo. Todas esas historias, por supuesto, se las contaba a Ricardo quien seguía aumentando la colección de películas pornográficas de la que yo me surtía cada vez menos. Él podía estar horas y horas escuchando sin hacer más que las preguntas necesarias, aunque a veces ni eso. A finales de esa temporada quedé como goleador del campeonato con 23 tantos, una cifra fantástica siendo parte de un equipo denominado “pequeño”, que en ese año quedó octavo entre doce equipos. Me hicieron una entrevista para la televisión y el periódico local, y al día siguiente, mi fama, pero no mi ego, había crecido. Mi padre estaba feliz. Lo más probable era que para la 24


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siguiente temporada, ya con 16 años, nos ascendieran a la

Sub-18. Así fue, apenas comenzado el año nos subieron de categoría. Estar en la 18 da ciertas ventajas como que el profesor de primera se fije en ti y jugar en canchas con un césped bien cortado y más verdoso. Aunque a veces solía pasar que tocaba jugar en canchas que eran un potrero. Ni modo. Para entonces yo tenía una novia llamada Ana que había puesto freno en parte a mi procacidad. Ese año también noté en Ricardo ciertos cambios en su carácter siempre apacible. Un día, luego de una práctica, dijo que tenía cosas por hacer y que llegaría tarde a casa. Apareció al día siguiente y por suerte mi padre había trabajado hasta tarde y no se dio cuenta de su ausencia. Le pregunté dónde había estado y respondió que, en la casa de sus hermanos, aunque a veces suelo pensar que no me dijo nada, que se limitó a meter los zapatos en la mochila. Sus salidas nocturnas se hicieron cada vez más frecuentes, siempre a las espaldas de papá que, si no dormía, trabajaba como un esclavo. Ese año probé mi primera cerveza. Me pareció desabrida, malísima. La compré en una tienda y me metí en la habitación con Ana. Entre los dos la bebimos a corto sorbos, coincidiendo en que era la cosa más mala del mundo, aunque después cambiaría de opinión. Con Ana cogíamos casi todos los días luego de los entrenamientos por lo que siempre 25


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terminaba exhausto y acalambrado. Cuando Ana llegaba,

Ricardo intercambiaba un par de palabras con ella y luego se iba a la habitación de papá, siempre con una película sin carátula bajo el brazo. Qué película ve, preguntaba Ana. Dibujitos, les encantan los dibujitos, respondía yo antes de echármele encima. En la Sub-18 el técnico era Rafa López, un hombre bajo, moreno y macizo que nunca llegó a debutar en el fútbol profesional. Un mal día se rompió los ligamentos de la rodilla y nunca volvió a ser el mismo. Así que Rafa había decidido retirarse antes de su debut y estudiar dirección técnica. Estaba obsesionado con la táctica. Bajo su mando nos sentíamos prisioneros dentro de la cancha. Aunque no jugábamos bien, sus estrategias solían dar resultados, como, por ejemplo, sacar empates en la altura. Ese año terminamos séptimos, aunque eso quizás no sea lo importante. Quizás lo más importante ocurrió fuera de las canchas. Ricardo se empezaba a ausentar en constantes ocasiones por las noches. Una tarde desapareció y al día siguiente no llegaba. Esa mañana teníamos que entrenar y eso complicaba las cosas. Papá se daría cuenta de todo a la hora del desayuno. En el excusado estuve pensando en lo que podía decirle para esconder la ausencia. En la mesa papá preguntó por Ricardo y le dije que se había ido a dormir a la casa de sus hermanos. Debieron 26


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avisarme. Sí papá, pero no estabas y llegaste tarde. La discu-

sión quedó zanjada. En el bus al entrenamiento, mientras miraba por la ventana, pensé en Ricardo y en su suerte. No llegó a la práctica y Rafa preguntó por él. Está enfermo, dije, tiene fiebre. El profesor debió creerme, Ricardo jamás había faltado a un entrenamiento y era un tipo disciplinado. Teníamos 16 años y una gran presión sobre nuestros hombros. Se había corrido el rumor de que éramos las promesas del club, que nunca antes se había visto por esos terrenos pardos a un goleador como yo y un mediocampista como Ricardo. Además, estaba mi padre que tenía todas sus esperanzas puestas en nosotros. Siempre es así: uno empieza jugando por diversión y termina jugando por presión. De regreso a casa no miré el paisaje. Recosté la cabeza contra el asiento del bus, que a las once de la mañana, siempre iba vacío. No pensé en Ana, no pensé en mi padre sino nuevamente en Ricardo. Cuando llegué a casa entré despacio, como si temiera que alguien se despertara. En la sala y en la cocina no había nadie. Abrí la puerta de la habitación. Estaba tendido bocarriba en la cama aún sin hacer, vestido con la ropa del día anterior. Un olor agrio invadía el cuarto. Intenté levantarlo, pero se limitó a balbucear algo ininteligible y a cubrirse el rostro con las sábanas a pesar de que hacía calor. Se despertó a las tres de la tarde. Dijo que le 27


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dolía la cabeza y que tenía mucha sed. Dónde estuviste ayer,

pregunté. Con mis hermanos, respondió. Sabía que mentía, pero preferí no insistir, en esas cosas era impenetrable. No diría nada al respecto, así como nunca había hablado del alcoholismo y suicidio de su padre, y la locura y muerte de su madre, de modo que decidí callar. Esa tarde vino Ana y cogimos, aunque yo no pude concentrarme. Después de hacer el amor, le conté lo de Ricardo y ella dijo que lo más probable era que hubiera llegado borracho y lo que había olido era tufo de cerveza. Salimos de la habitación y vimos que seguía durmiendo en la cama de papá. Quiero emborracharme para ver lo que se siente, le dije a Ana. De modo que fuimos a la tienda y me hice de seis cervezas. Creo que a la tercera estaba completamente ebrio. Ana se había ido ya, Ricardo dormía y yo vomitaba a un lado de la cama. No tuve tiempo a limpiar nada. Todo me daba vueltas y no podía mantenerme en pie. Me dormí. Cuando desperté estaba oscuro. Encendí la luz, en la cabeza miles de alfileres. Ricardo roncaba y no había rastro del vómito. Regresé a la cama. Enseguida volví a dormirme. Al día siguiente, de camino al entrenamiento, Ricardo me contó que había limpiado todo y que papá no se había enterado de nada. Se lo agradecí. En la práctica volví a vomitar y me excusé diciendo que estaba enfermo. 28


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3 Mi padre murió de un infarto en una audiencia. Defendía, según entendí después, a un hombre acusado de estafa. Alegaba y de pronto se desplomó. Me enteré la noticia en el entrenamiento, el profesor lo interrumpió. Ordenó que todos estiraran y me hizo a un lado. Me puso una mano sobre el hombro y por su rostro supe que no me tenía buenas noticas. Tu padre murió, dijo. No lo creí. Me puse a reír histérico. Luego empecé a llorar y todos se acercaron a mí. El técnico les comunicó la noticia y mis compañeros empezaron a palmotearme en la espalda, a decirme que lo sentían, como si de verdad pudieran hacerlo. Ricardo se había quedado a un lado. Lo vi con mis ojos empañados, como un parabrisas en pleno aguacero, de pie, como un monumento, apartado del círculo de consuelo. Me acerqué a él. También lloraba. Nos abrazamos. Mi padre tenía 50 años y no podría ver mi debut. Ricardo y yo teníamos 18 años y habíamos ascendido al equipo de primera. La temporada pasada habíamos obtenido el segundo lugar del campeonato de la Sub18. Estábamos a un paso de lograrlo. El técnico era un argentino llamado Juan Manuel Lloris que parecía tenernos confianza. Era enero, estábamos en pretemporada. El campeonato empezaba a mediados de febrero. Dos tíos, a quienes solo había visto un par de veces, se 29


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encargaron de los engorros del sepelio. Todo fue rápido. En

realidad, no puedo recordar nada con claridad. Esa parte de mi vida está atravesada por la niebla del dolor. Luego del funeral mis tíos se marcharon y me quedé en la casa que ahora me pertenecía, junto a Ricardo. Estuvimos una semana sin entrenar. Quería mucho a papá y Ricardo también, aunque mi amigo nunca habló al respecto. Nos reintegramos a las prácticas. Cuando hacíamos fútbol y anotaba un gol lloraba mordiéndome la lengua, sintiendo un nudo sólido en la garganta. Papá ya no estaba detrás de la línea de cal. Ricardo entonces se acercaba a mí y me tocaba la cabeza. Empecé a beber en esa pretemporada. Con Ana habíamos terminado antes de la muerte de papá, pero, llamada quizás por la pena, me visitaba a diario para coger. Mi historial con mujeres que se habían escurrido bajo mi cuerpo había crecido a buen ritmo. Aparte de tener buen tino con ellas, el hecho de estar en un equipo de Primera me daba ciertas ventajas. Las mujeres siempre huelen la cercanía del éxito, la posibilidad de la fama, aunque conmigo terminaron equivocándose. De cualquier modo, el hecho de ser futbolista, o un futuro futbolista, era una ayuda. La verdad era que, desde muy adolescente, no había tenido problemas en llevármelas a la cama. Esa temporada Rodrigo y yo habíamos renovado nuestro 30


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contrato con el Sporting Manta y ganábamos 600 dólares al

mes. El dinero nos alcanzaba para movilizarnos, comprar cerveza y comer siempre en la calle, cosa que hacíamos aun con papá vivo, a excepción de que él nos hacía el desayuno. La pretemporada es la parte más difícil del año. Estuvimos concentrados por dos semanas trabajando a doble turno: en la mañana afinábamos la parte táctica con balón y por la tarde nos concentrábamos en la parte física. Siempre terminábamos exhaustos. Había días en que ni tocábamos balón. Nuestros músculos estaban tan sobrecargados que caminábamos como robots y nos costaba girar con rapidez. En esa semana, encerrados en la villa del club, en habitaciones dobles, sentí unas ganas inmensas de beber una cerveza. Se lo dije a Ricardo y respondió que él también tenía ganas, pero no se habló más del asunto. Nunca habíamos compartido un trago. Era como si nos avergonzáramos el uno del otro de nuestra condición incipiente de alcohólicos. En una semana debutábamos de local contra Deportivo Quito. El profesor Lloris tenía en mente un posible equipo titular que incluía a Ricardo. A mí me ubicaba en el equipo B. Era casi imposible que banqueara a César Macías, delantero símbolo del equipo, y por eso mi oportunidad como juvenil, al parecer, tenía que esperar. Sin embargo, Ricardo sufrió una catastrófica lesión en un entrenamiento: se rompió los ligamentos cruzados y los meniscos de su rodilla derecha. 31


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Había intentado girar con pelota dominada cuando su pie

de apoyo se quedó clavado en un hueco de la cancha. Tardaron más de un mes en operarlo. Tendría, con suerte, para seis o siete meses de recuperación. Ricardo no maldijo su mala estrella, su personalidad no se lo habría permitido. En realidad, no hablaba demasiado de la lesión. Luego de la operación se encerró en su cuarto (el de mi padre ahora era mío). Un día llegué a casa y me encontré con unas botellas de cerveza vacías sobre los muebles de la sala. Desde su habitación se escuchaban los gemidos de una mujer. Por supuesto que él no había metido a una novia, sino que veía pornografía. Un día antes del partido contra Deportivo Quito, Lloris dio la lista de los 18 convocados en la que constaba mi nombre. No me alegré. Había estado esperando ese momento por años, quizás desde el día en que papá me llevó a probarme a la playa, pero solo sentí una especie de indiferencia. Como era la novedad entre los convocados, un periodista que frecuentaba casi a diario los entrenamientos, quiso entrevistarme. Me excusé diciendo que era tímido. Supongo que el periodista, que debía tener unos 23 años, me insultó entre dientes. Llamé a Ricardo y le conté la noticia. Bien por ti hermano, me alegra mucho, dijo. En la cama, antes de dormir, caí en cuenta del porqué había tomado la convocatoria con frial32


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dad. La cuestión es que esperaba debutar el mismo día, en el

mismo equipo y contra el mismo rival, junto a Ricardo, con mi padre presente. Ahora nada tenía sentido. El día del partido mi amigo estaba en la tribuna. Mientras hacía mis trabajos de calentamiento con los suplentes, se acercó al enrejado apoyándose en sus muletas. Seguro entras al cambio, me dijo y vi en sus ojos cierta emoción. En el estadio había cerca de tres mil personas. El primer tiempo fue aburridísimo. Un cero a cero para el bostezo. El profe Lloris me anunció en el entretiempo que entraría. No sacó a Macías, el delantero estrella, sino que prescindió de un volante de corte para jugarse todas las fichas al ataque. Las piernas me temblaban cuando entré en la cancha. Los más experimentados me palmotearon la espalda. El técnico había ordenado que jugara alejado del área, recostado sobre la derecha y que de allí me recortara hacia la izquierda, a contra pierna. A los pocos minutos recibí una pelota y trastabillé. El público silbó. En ese momento, mientras el Quito armaba un contragolpe, pensé en Ricardo y en papá. La siguiente pelota la controlé mejor. Enganché hacia dentro dejando desparramado a mi marcador, gané la línea, centré atrás y Macías solo tuvo que empujarla. Nadie vino a felicitarme. Macías corrió junto al banderín y celebró. Yo caminé al centro del campo y cuando pasé junto a la banca, el profe Lloris me dijo bien pibe, bien. El partido terminó 33


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uno a cero y en el camerino algunos vinieron a felicitarme.

En casa Ricardo dijo que había estado fantástico. Le dije gracias y quise abrazarlo, pero en vez de eso me encerré en mi habitación y telefoneé a una chica. Ana me había llamado antes y le dije que estaría ocupado. Así que llamé a Kathy, una chica que había conocido en días pasados. Le dije que trajera cerveza, que no podía exponerme. Vino enseguida. Nos emborrachamos primero y luego cogimos con tanta violencia que terminé acalambrado. Después de acabar le dije que se marchara. 4 Ricardo seguía desapareciendo con asiduidad. Al amanecer venían a dejarlo en carros que daban un frenazo y que luego arrancaban a toda velocidad. Había dejado las muletas y estaba en la etapa de rehabilitación. Yo encontraba cada vez más infestaba la casa de botellas de cerveza vacías. A Rodrigo le había crecido una panza que se dibujaba templada en las camisas. En cuanto a mí, jugaba, bebía y cogía con una intensidad efervescente. Solía llegar con resaca a los entrenamientos, pero nadie parecía percatarse. Era un buen muchacho. Seguía siendo el cambio preferido de Lloris que se negaba a ponerme de titular. Un día, mientras estábamos concentrados, decidimos junto a Marcos, un negro esmeraldeño a 34


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quien le quedaba poco que hacer en el futbol, meter a unas

putas. Sobornamos al guardia y las metimos a la habitación a oscuras. Tocaron la puerta apenas empezaba la acción. ¡Mierda!, exclamé. Metimos a las putas en el baño y le dijimos que se estuvieran calladas. Marcos abrió. Lloris entró gritando que sabía todo. Me creen un pelotudo, repetía histérico. Caminó firme al baño y encontró a las dos mujeres. Las sacó casi que a patadas y ordenó que abandonáramos la concentración. Tomé mis cosas y me largué de allí sintiéndome libre. Marcos parecía arrepentido y asustado. Para acompañarlo en su dolor lo invité a casa. Llamo a unas amigas, compramos cerveza y pasamos el mejor fin de semana, le dije. El negro dudó un segundo y luego dijo que sí. Era viernes y Ricardo no estaba en casa. Llamé a dos amigas y vinieron enseguida llenando la casa con sus risas fáciles y sus gracias. Fue una concentración divertidísima. No salimos de allí hasta el lunes por la tarde para reintegrarnos a las prácticas. Cuando necesitábamos abastecernos de cerveza o de comida, lo pedíamos por el teléfono. Ricardo no dio señales de vida durante todo el fin de semana. Mis amigas estaban encantadas con pasarla con nosotros, los futbolistas. El lunes vino el castigo. Me bajaron a jugar en Reserva, un campeonato paralelo al profesional, pero sin sus ventajas y comodidades. A Marcos lo botaron del club. El rumor de su despido y de mi descenso se filtró, y 35


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al día siguiente, el diario local abrió la contratapa con sendas

fotos nuestras y con un titular contundente: indisciplina-dos. Estábamos a mitad de temporada y mi carrera contaba con un tachón. Tenía 18 años. En reservas no entrenaba bien y lo hacía de mala gana. Por eso el técnico no me tomaba en cuenta. Tampoco lo quería. Seguía bebiendo mucho. Apenas cobraba, mandaba a comprar cervezas con amigas siempre dispuestas a pasar un buen rato. A veces me preguntaban qué se sentía verme en las repeticiones de los partidos por la televisión, y yo les decía que como hace mucho no jugaba, ni me acordaba. Ana me llamaba a menudo y yo le decía que estaba ocupado. Ricardo apenas pasaba en casa y su recuperación avanzaba de forma lenta. Solía llegar ebrio a casa en las madrugadas. Todo estaba resquebrajado y yo apenas podía percibirlo. Volví al equipo de Primera y esa misma semana Lloris decidió al fin ponerme de titular. Jugábamos contra Barcelona de local en un estadio abarrotado de hinchas visitantes. Ganamos dos a uno y yo anoté los dos goles de mi equipo. Al final el estadio enmudeció. La fiesta de esos dos tantos fue colosal. Recibí cientos de felicitaciones y los comentaristas deportivos hablaron maravillas de mí. Cuando llegué a casa, dos amigas me esperaban. Corrieron a abrazarme y me dejé besuquear. Entramos. Ricardo estaba tirado en el sofá. Recién allí me di cuenta de su deterioro: tenía el pelo 36


La fiesta del fracaso

largo, una perilla desordenada, los músculos aguados y la

barriga crecida. Había pasado cuatro meses alejado de las canchas. No sé por qué pensé, justo en el momento en que mis amigas entraban en la habitación, felices y desparpajadas, que Ricardo nunca más regresaría al fútbol, que yo iba a estar irremediablemente solo en el campo de juego, en la vida. La celebración con mis amigas fue tal, que, al día siguiente, apenas podía pararme, así que decidí no ir a entrenar. Volví a dormirme. Cuando desperté tenía mucha sed. Mis amigas se habían ido. Caminé como entre tinieblas hasta la cocina y me encontré con Ricardo que también buscaba agua en el refrigerador. Hola compadre, le dije y le di una palmadita en el hombro. Cómo estás, casanova, respondió. Me sorprendió su sentido del humor. Nos sentamos a la mesa, con una jarra inmensa llena de agua helada en el centro y bebimos mientras conversábamos sobre fútbol. En determinado momento le dije, contrario a lo que había pensado el día anterior, que muy pronto él volvería a jugar y que todo sería como antes. Esbozó una media sonrisa que no supe interpretar, se sirvió otro vaso de agua y negó con la cabeza. Puedo recordar con exactitud son sus palabras: no lo creo, hermano, no lo creo, y no dijo más, se levantó y se encerró en su habitación. Todo estaba roto y yo de nuevo me negaba a creerlo, o más bien no lo comprendía 37


Ignacio Loor Vera

sumido como estaba en un estado de indiferencia y apatía.

Al día siguiente asistí a la práctica dispuesto a recibir cualquier castigo. Sin embargo, el profesor Lloris se mostró permisivo, me dijo que no debía faltar a los entrenamientos y que daría todo por olvidado. En el partido siguiente volví a aparecer de titular. Mi nivel fue tan bajo que Lloris me sacó en el entretiempo. No hubiera podido jugar un minuto más en la altura de Quito, frente a la Católica. Mi físico estaba mermado. Perdimos tres a cero. Era domingo. De regreso a Manta, telefoneé a una amiga y le ordené que trajera cerveza. Estaba dispuesto a olvidarlo todo: la muerte de papá, la derrota, las salidas nocturnas de Ricardo, su pasado trágico, todo. Estaba tan sediento que ni siquiera toqué a mi amiga y me dediqué a beber con fruición. Ella, harta de escucharme, se excusó diciendo que sus padres le pegarían si llegaba tarde. Cómo si no hubiera amanecido desnuda en mi cama. Le grité que podía largarse a la mierda si quisiera. Al día siguiente antes del entrenamiento el gerente del club me llamó aparte. -Sabemos que estuviste bebiendo anoche- dijo. Yo pensaba que no tenía nada que perder, así que decidí dejarme arrastrar hasta al fondo. -¿Cómo la sabe?- pregunté. -Me lo dijo tu amiga. 38


La fiesta del fracaso

Sonreí. Fue como si dentro de mí hubieran abierto una

válvula. -Es cierto. El gerente era un tipo duro, de rigor militar, que jamás hubiera perdonado a un borracho confeso. Todo fue muy rápido después. Me hicieron firmar un finiquito y me pagaron una liquidación que me permitiría sobrevivir el resto de año. No me despedí de nadie. Salí en la contratapa del diario local con una foto en la que aparecía festejando el primer gol que le había convertido a Barcelona hace dos semanas. Pusieron un titular contundente: Adiós a la promesa. Ricardo, a quien no había visto desde la mañana en que compartimos el agua, debió leer el periódico porque vino a casa temprano. Te jodiste, hermano, me dijo. Todo se fue a la mierda, atiné a responder. Luego anunció que se iría definitivamente de la casa, que había alquilado un departamento en su antiguo barrio. Estamos perdidos, pensé. Le ayudé a empacar sus trastos y a eso de las diez de la noche una camioneta frenó frente a la casa. Subimos sus trastos y se marchó. Llamé a Ana y trajo algunas cervezas. Bebimos e hicimos el amor y ella me preguntó qué pensaba hacer. Nada, le dije, y era cierto. Me encerré en esa casa por el resto del año. Cuando Ana venía a visitarme, cocinaba y cuando no, apenas probaba bocado. De Ricardo sabía poco. Una mañana, mientras yo vaciaba 39


Ignacio Loor Vera

la tercera cerveza del día, me llamó. Me va de maravillas,

hermano, he comprado una casa y un carro. Le dije que me alegraba por él, que viniera a visitarme. Lo cierto es que yo estaba reprimiendo el llanto. Después cortó. Pasé encerrado en Navidad y Fin de Año. No cené y Ana no pudo pasar conmigo ya que sus padres se la habían llevado a Salinas para las fiestas. Extrañaba mucho a papá y recordé las cenas que compartimos junto a Ricardo. Lloré borracho. Vomité mientras los juegos artificiales recibían el nuevo año. El 2 de enero decidí salir a la calle. Quería bañarme en el mar. Caminé desde mi casa, en la ciudadela Universitaria, en dirección hacia la playa El Murciélago. En la intersección de la avenida 24 y Flavio Reyes un canillita ofrecía periódicos. Mientras avanzaba por el paso cebra miré la portada del diario local: Colgó los pupos para siempre, titulaba en letras rojas y grandes, acompañado de una foto de un cuerpo tirado bocabajo con una laguna de sangre alrededor. En un recuadro, en una esquina del periódico, habían puesto la foto de la identificación de Ricardo Palacios, mi amigo. Quise desplomarme allí mismo en medio del paso cebra. Empecé a temblar. En vez de cruzar hasta la otra acera, di media vuelta y eché a correr hacia casa. Me encerré en mi habitación. No fui a los funerales. No compré el periódico, no vi noticias. Quería que todo acabara, que el tiempo regresara y se detuviera en el momento en que Rodrigo recuperaba una pelota 40


La fiesta del fracaso

en el mediocampo, eludía una marca, me metía un pase en

profundidad para que anotara el gol del campeonato, seis años atrás, en la categoría Sub-12, con mi padre celebrando al filo de la cancha, con la muerte vencida.

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