LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA EN LA CRISIS NACIONAL Jorge Fernández Souza* I.- Uno de los síntomas de las crisis sociales consiste en la falta de cumplimiento de las reglas de convivencia pactadas. Esto es, cuando las normas jurídicas formalmente elaboradas por los organismos estatales son incumplidas por la mayoría de ellos, de estos mismos organismos, los asideros que otorga la legalidad a la población para defenderse del poder, o de la injustica, o para reclamar algún derecho, por mínimo que pueda parecer, se desvanecen. Las formas en las que la legalidad es borrada son varias. Entre ellas están la impunidad, la corrupción, el uso de la expedición de normas para aparentar el fortalecimiento de derechos mientras en la práctica social y política se destruyen, o la retórica legaloide ( que a veces puede ser refinada, incluso académicamente) para encubrir la realidad de incumplimiento de las normas formales, etc. En México, prácticamente en todos los niveles del Estado, se presenta alguna, o varias, de estas formas. Como sabemos, el orden normativo mexicano actual tuvo su origen en el cambio revolucionario iniciado en 1910. La Constitución de 1917, al reformar a la de 1857, precisó derechos individuales que estaban en el texto reformado, estableció derechos sociales para trabajadores y campesinos (en cuanto a estos últimos creando derechos para ejidos y comunidades), y fortaleció derechos de la Nación sobre sus bienes, especialmente los del agua y los del subsuelo como los hidrocarburos y los minerales. Si hubiéramos imaginado que en la realidad social podría ocurrir lo que el texto constitucional ofrecía, la visión hubiera sido alentadora. En lo social, derecho de organización, de contratación colectiva, de salario remunerador, entre otros, al igual que el derecho a la tierra para los campesinos, como hemos dicho a través de la restitución para sus comunidades o de creación de ejidos. En lo individual, garantías de legalidad y de debido proceso, lo que implicaba desde luego la existencia de órganos de aplicación de la ley y de la justicia, que tanto en los ámbitos de las entidades federativas como en el ámbito federal ejercieran sus funciones con autonomía, sometidos únicamente a lo que dijera la norma y a su interpretación en justicia, y no a otros poderes formales (ejecutivo y legislativo) y menos, quien lo pensaría entonces, a lo que después se ha conocido como poderes fácticos. Penal, civil, laboral o mercantilmente, el acceso a la justicia estaba formalmente constituido. *Garante en el Capítulo México del Tribunal Permanente de los Pueblos.
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Los órganos de aplicación de justicia para los trabajadores fueron diseñados como juntas de conciliación y arbitraje (en los ámbitos locales y en el federal) integrados por representantes del gobierno, de las organizaciones de trabajadores y de las de los patrones, en un pretendido equilibrio. En lo agrario, donde ahora, desde 1992, existen tribunales agrarios federales, los juzgados de la federación se encargaban de la justicia agraria. Se crearon también tribunales administrativos y fiscales, primero federal y después locales, para que los ciudadanos pudieran demandar la anulación de actos de gobierno de varios tipos, incluidos impuestos, que consideraran injustos. Y como instancia que garantizaría la corrección de posibles fallas de cualquiera de los tribunales, la justicia federal, a través particularmente del juicio de amparo, debía de ser la garantía de que aquellas fallas fueran corregidas. Todo ese andamiaje constitucional y legal, que se ha ido ampliando con los años, se consolidó y tuvo cierto nivel de eficacia y hasta de credibilidad durante algunos lustros. Si localmente los jueces obedecían al gobernador de un estado de la República, podía esperarse que los jueces federales actuaran con mayor libertad. Ciertos márgenes estrechos en las entidades federativas con la justicia local, se ampliaban si se acudía a la justicia federal. Los jueces federales dudaban cuando el poder político o económico de una de las partes era muy fuerte, pero tenían posibilidades reales de resolver legalmente y en conciencia. No sin rasgos de corrupción o de negativa de derechos por mandatos políticos, podríamos decir que el sistema de justicia (y por tanto la aplicación de la normatividad formal), tuvo esa vida que garantizaba ciertos parámetros de legalidad, hasta principios de los años cuarenta del siglo XX. En adelante, fue quedando condicionado a los otros poderes formales, principalmente a los ejecutivos (locales y federal) y a intereses económicos. La transformación fáctica de los instrumento formales de justicia se dio al mismo tiempo en que el Estado en su integralidad se fue transformando en un estado corporativizador de las organizaciones sociales (o represor de las que pretendían no ser corporativizadas), defensor de los intereses económicos (mientras más grande el poder económico mayor la disponibilidad del Estado para defenderlo), hasta llegar a ser el Estado garante, ya no de los derechos sociales y de las garantías individuales, sino de la profundización del neoliberalismo devastador. La articulación de los órganos del Estado con organizaciones criminales, en un giro específico de la lógica capitalista, ha conducido al horror que vivimos, en medio del cual los órganos formales de impartición de justicia son, no solamente inoperantes para mitigarlo, sino en muchos casos parte de esta lógica. 2
Todo lo anterior se fue agudizando aceleradamente desde los años noventa del siglo pasado (aunque, como se ha señalado, se había incubado desde varios lustros antes). Y si hasta principios de esa década de los noventa la destrucción del marco jurídico sustentado sobre la base de la Constitución de 1917 se había dado por el incumplimiento de la legalidad desde el Estado mismo, se puede decir que en 1992 empezaron las transformaciones llamadas “estructurales” mediante la reforma al artículo 27 constitucional que abrió el camino para la privatización legal de ejidos y comunidades. Claro, el incumplimiento de las normas, sobre todo de las que tenían que ver con la protección de los derechos sociales, continuó, pero la reforma en materia de la propiedad agraria inició la otra vía de la destrucción del orden jurídico mexicano: la de sus reformas radicales, las “estructurales”. Más recientemente otras reformas legales y constitucionales han seguido abriendo el camino para la destrucción de ese orden jurídico, reformas que entre otras cosas reducen derechos sociales y de la Nación, ya desde antes vulnerados en la práctica. La reforma a la Ley Federal de Trabajo en 2012, que legitima la contratación out sourcing es una de ellas. Y constitucionalmente, la reforma de diciembre de 2013 en materia energética abrió la puerta para que particulares nacionales y extranjeros puedan, mediante contratos y asignaciones, apropiarse de la riqueza del subsuelo en materia de petróleo y otros hidrocarburos y en general intervenir con fines de lucro y no sociales en todo lo que tiene que ver con la cuestión energética (salvo la nuclear). La reforma constitucional en materia energética, no sólo entrega bienes y funciones de la Nación a particulares, sino que abre la puerta también a afectaciones graves a comunidades campesinas e indígenas como las que se prevén en la Ley de Hidrocarburos, una de las leyes derivadas de esta reforma. El caso de la reforma en materia energética ilustra no solamente la destrucción del orden jurídico, sino la escasa, por no decir nula, posibilidad de defensa en las instancias de justicia contra esta destrucción. Cuando se llevó a cabo la reforma, en la Cámara de Diputados Federal no se cumplió con la reglamentación parlamentaria para este tipo de reformas. Con base en esto, varios sectores de ciudadanos interpusieron demandas de amparo, tratando de invalidar, así fuera temporalmente, la reforma; pero las demandas fueron desechadas en unos casos por “ falta de legitimidad” y en otros bajo el argumento de que la Ley de Amparo no permite que éste prospere contra reformas a la Constitución. Argumentos legaloides de los jueces federales, en el mejor de los casos por aplicar una interpretación cerradamente letrista o literal de la Ley, o tal vez por haber sido receptores de consignas, no permitieron que los amparos avanzaran.
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Y este tipo de argumentos fueron esgrimidos nuevamente, ni más ni menos que por 9 de 10 ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, cuando el 30 de octubre de este año desecharon por inconstitucionales la dos solicitudes de consulta popular presentadas por dos grupos de ciudadanos, cada uno de ellos integrado por más de 2 millones de personas. Las dos solicitudes de consulta lo que pedían era que se consultara a la ciudadanía si estaba o no de acuerdo con que particulares explotaran o produjeran recursos energéticos. Un argumento para el desechamiento de estas solicitudes fue que la consulta en materia de energía no procedía porque era un tema que tenía que ver con los ingresos y gastos del Estado, tema excluido en la Constitución para ser sujeto a consulta popular, cuando claramente el tema planteado era sobre quién podría explotar los recursos y no sobre cuestiones fiscales. El otro argumento consistió en que la consulta podría llevar a un cambio a la Constitución, situación que no está excluida como tema de consulta en el propio texto jurídico fundamental. En resumen, frente a un tema de trascendencia nacional como la reforma energética, los ciudadanos mexicanos que pretendieron su impugnación, o en todo caso que se sometiera a consulta nacional, quedaron en estado de indefensión al serles desconocidos dos derechos básicos como el Juicio de Amparo y la consulta popular. Y esto fue hecho no por un tribunal menor, sino por jueces federales, en el primer caso, y por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en el segundo. Este es un ejemplo reciente de la actuación de los tribunales mexicanos frente a la destrucción del orden jurídico y a la afectación de los derechos populares y nacionales. II.- Cabe mencionar que en México lo que se conoce como órganos de administración de justicia, los tribunales de todos los niveles y materias, no dependen formalmente de los poderes ejecutivos (salvo tal vez en unos pocos casos de tribunales administrativos) ni del federal ni de los locales. Pero la investigación de los delitos, la persecución de los presuntos delincuentes y su puesta a disposición de los jueces para ser juzgados, es competencia de las procuradurías, fiscalías o ministerios públicos, entidades estas que sí dependen del ejecutivo. Entonces, cuando vemos una situación como la de los estudiantes desaparecidos de la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa (sin olvidar a los asesinados y a otros miles de desaparecidos), la ineficacia de los órganos encargados de la procuración de justicia es evidente. A propósito, es importante apuntar que, en un país con tantas desapariciones, hasta ahora, que yo tenga conocimiento, no ha habido un solo juicio, o habrá 4
habido muy pocos en el mejor de los casos, en los que se juzgue a alguien por el delito de desaparición forzada. Esto tiene una explicación: de acuerdo con la ley, este delito existe cuando quien priva de su libertad a la persona agraviada es un agente del Estado, de cualquier nivel. Entonces, si nunca a ningún servidor público se le ha juzgado por tal delito, la conclusión falaz sería clara: jamás el Estado, a través de ningún servidor público, ha incurrido en desaparición forzada. El panorama mexicano de los derechos humanos no permite hacer creíble tal supuesto. Evidentemente no es creíble cuando en el informe preliminar de la relatoría de la Audiencia de Guerra Sucia de este Tribunal Permanente de los Pueblos, se señalan 84 persona víctimas de desaparición forzada entre enero del 2012 y septiembre del 2014; o cuando un informe de Human Rigth Watch da cuenta de que entre 2006 y 2012 hubo 149 casos de desaparición en los que intervinieron agentes del Estado; o casos tan puntuales y tan documentados como el de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Arturo Cruz Sánchez. Estos, entre las numerosísimas desapariciones que configuran una crisis humanitaria en México. Es decir, que si miramos de manera global el problema de la justicia en México, la ineficacia está tanto en la administración, en los tribunales de todos los niveles, como en la procuración de justicia, esto es en las procuradurías o fiscalías. Prácticamente en todos los casos relacionados con la justicia vistos en las audiencias y pre-audiencias durante el desarrollo del Capítulo México del Tribunal Permanente de los Pueblos se acredita lo anterior. La relatoría de la Audiencia de Guerra Sucia como violencia, impunidad, y falta de acceso a la justicia, se refiere, además de los casos de desaparición forzada ya comentados, a no pocos defensores de derechos humanos ejecutados extra judicialmente, en el mismo lapso de enero del 2012 a septiembre del 2014, y a otro número importante de personas detenidas de manera arbitraria. En otro orden, en el caso de violación a los derechos laborales, el sólo asunto de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro nos da una idea de la inseguridad jurídica en la que viven los trabajadores, individual o colectivamente, y de la ineficacia para impartir justicia desde las juntas de conciliación y arbitraje hasta la Suprema Corte de Justicia. Las juntas de conciliación y arbitraje, por cierto, de ser tribunales con representación tripartita (con representaciones de trabajadores, de patrones y del estado) se convirtieron en la mayoría de los casos en instancias a la orden de los gobiernos federal y locales, de dirigentes sindicales corrompidos y de los patrones, para actuar en contra de los intereses de los trabajadores, particularmente en los asuntos colectivos. En los reportes de las audiencias de devastación ambiental, o de migrantes o de feminicidios, no aparece la justicia por ninguna parte. Y es que incluso en casos en los que después de arduos litigios algún colectivo obtiene un reconocimiento de sus derechos en instancias judiciales, muchas veces esos 5
triunfos son desatendidos o violados por instancias ejecutivas como ha pasado en el caso de los productores de miel en Campeche: ganaron un amparo contra la siembra de soya transgénica, pero esa resolución no ha sido acatada por el representante de la Secretaría de Agricultura en ese estado. Pero los datos de la ilegalidad y de la ineficacia institucional no solamente vienen de las audiencias de este Tribunal: de vuelta a las cuestiones penales, el Instituto Nacional de Estadística Geografía e Informática, reporta, por ejemplo, que en 2013 de 33.1 millones de delitos sólo el 6.2% terminó en averiguación, por lo que al menos 31 millones quedaron en la impunidad. Incluso organismos y centros de estudios patronales hacen referencia a la precariedad de la legalidad en el País. Aunque claro, una gran diferencia con otros sectores es que las grandes empresas cuentan con recursos para sortear la ilegalidad, y aún para alimentarla. III.- Hasta aquí nos hemos referido a la destrucción de un orden jurídico que en su origen era medianamente justo en lo social, y que formalmente garantizaba el acceso a la justicia y a la seguridad jurídica, aunque en la práctica esto, si en un tiempo ocurrió, actualmente estructuralmente en muchos aspectos no ocurre. Además del incumplimiento sistemático de lo normativamente establecido, nos hemos referido también a algunas reformas constitucionales y legales que han cambiado el marco jurídico en detrimento de los derechos sociales y de los de la Nación. Pero hay un factor más: la socavación del mismo orden jurídico por la vía de la formulación o expedición de normas que incluyen derechos individuales y colectivos, pero que en la práctica nunca serán eficientes, porque nunca serán cumplidas. Mencionamos algunos casos. A raíz del levantamiento del EZLN en 1994 y de los acuerdos de San Andrés que se suscribieron en febrero de 1996, como resultado de los diálogos entre el Gobierno Federal y el propio EZLN, se reformó la Constitución en el 2002. De la lectura del apartado A del artículo 2 de la Constitución, se podría pensar que los derechos colectivos e individuales de los pueblos indígenas están claramente incorporados a la Constitución. Sin embargo, al leerse el apartado B del mismo artículo la percepción cambia, ya que este último apartado imposibilita la aplicación de lo establecido en el A porque deja prácticamente toda la aplicación de los derechos indígenas a instancias estatales no surgidas de los propios pueblos originarios. La legislación secundaria en general, es decir las leyes promulgadas en los estados de la República, no fueron más allá. De esta manera, salvo algunas experiencias locales, y sobre todo de hecho (a partir de la voluntad organizativa de los pueblos), los derechos constitucionales indígenas no han podido ser ejercidos. En este caso, como en otros, mediante la construcción de
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una paradoja ciertamente hábil, la técnica legislativa fue puesta al servicio de la no aplicación de los derechos legislados. Otro caso es el de la terminología de los derechos humanos incorporada a la Constitución. En el mes de agosto del 2011, se reformó el artículo primero constitucional para nombrar en la Constitución como derechos humanos a lo que antes eran garantías individuales. El texto quedó redactado de manera suficientemente amplia como para que se entienda que la defensa de los derechos humanos reconocidos en la constitución y las garantías de su aplicación, así como de los establecidos en los tratados internacionales, es prioritaria para todas las autoridades del Estado. Sin embargo, la letra de este primer artículo de la Constitución poco tiene que ver con la realidad cotidiana de violación a los derechos humanos, expuesta ampliamente en varias de las audiencias y preaudiencias del Tribunal Permanente de los Pueblos – Capítulo México. La exposición no podría ser exhaustiva porque muchos casos (que se pueden conocer mediáticamente) no llegaron al Tribunal y porque la cotidianidad obligaría a una actualización permanente, a una especie de puesta al día continua de las violaciones a los derechos humanos. IV.- ¿Qué es lo que hace que los tribunales mexicanos en general sean ineficientes para llevar a cabo el cumplimiento de la legalidad y en particular de los derechos humanos individuales y colectivos? Desde luego que, en primer lugar estaría la respuesta más o menos evidente: Ante el deterioro del conjunto de las instituciones estatales, por corrupción, por sujeción a los llamados poderes fácticos (los grandes intereses económicos incluyendo a los formalmente ilegales, por ejemplo), no habría porqué esperar que los órganos de administración de justicia quedaran al margen de la crisis estatal. Esto es, precisamente porque la crisis es del conjunto del Estado y no solamente de algunos de sus órganos. Hay otras razones particulares. Una de ellas es la dependencia, que llega hasta la obediencia, de los encargados de la administración de justicia, es decir jueces de todas instancias y niveles, respecto a los poderes ejecutivos. Esta dependencia tiene un origen formal, que tiene que ver con que el nombramiento de los jueces en muchos casos depende del ejecutivo. Así, los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación son nombrados por el Senado de la República, pero a partir de una terna integrada y propuesta por el Presidente de la República. Es decir, que si bien la decisión final del nombramiento recae en los senadores, el nombramiento pasa necesariamente por el Presidente.
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Siempre en el ámbito del Poder Judicial Federal, aunque el nombramiento de los jueces y magistrados federales no depende directamente del ejecutivo, sino de un Consejo (el Consejo de la Judicatura Federal) de todas formas ahí está la presencia del ejecutivo, a través de un consejero, y de la cúpula del Poder Judicial a través de su presidente y de otros consejeros. Esquemas similares existen para el nombramiento de magistrados y de jueces en el Distrito Federal y en los estados de la República. Si bien en lo formal la manera en que se llevan a cabo estos nombramientos podría dar la apariencia de cierta lógica, porque la intervención de los poderes u órganos ejecutivos y legislativos podría sugerir equilibrio, la práctica presenta apunta otros problemas. Uno de ellos consiste en que en los nombramientos intervienen siempre, o casi siempre, estén o no legalmente considerados, los mandos de los órganos judiciales o jurisdiccionales, por lo que quienes quieran pertenecer a estos órganos o permanecer en ellos, tienen que tener la anuencia de esos mandos. Y si estos últimos son proclives a recibir indicaciones o consignas del ejecutivo, e inclusive de miembros del legislativo, quienes no estén en esta disposición pocas posibilidades tienen para ser juzgadores o para permanecer como tales. Es decir, que entre las disposiciones legales y lo que ocurre en la práctica, no son muy amplios los márgenes de autonomía que tienen las persona que son miembros de los órganos judiciales o jurisdiccionales para resolver los juicios que estén a su cargo, sin que reciban la intervención de los mandos de los tribunales donde se encuentren, y directa o indirectamente de los poderes u órganos ejecutivos y de miembros del legislativo. Y si los niveles ejecutivos y legislativos están puestos al servicio de los grandes poderes económicos nacionales e internacionales, si son funcionales para un modelo depredador y destructor de derechos individuales y colectivos, al depender en gran medida los órganos jurisdiccionales de aquellos niveles, pasan también a formar parte de esta funcionalidad depredadora y destructora del orden jurídico. Habría otros factores a señalar. Uno consiste en que cuando una instancia jurisdiccional resuelve algo claramente de forma ilegal, afectando derechos humanos de una colectividad o individuales, la confrontación social o ciudadana a la que es sometida esa instancia es casi siempre aislada. No hay vigilancia ni ciudadana ni de las organizaciones sociales sobre la conducta de los juzgadores. Y es que si frente a las acciones de dependencias de los poderes ejecutivos, como pueden ser las policías o las procuradurías, muchas veces la unidad
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popular, ciudadana o de las organizaciones es difícil, frente a las resoluciones judiciales o jurisdiccionales se da mucho menos. Todo lo anterior, todas las limitaciones, falta de autonomía, carencia de eficacia, falta de seguimiento popular o ciudadano a las conductas de los jueces, etcétera, reviste una gravedad que hay que subrayar, porque con su actuación los juzgadores de todos los niveles legitiman los actos de las autoridades ejecutivas o del legislativo (o las distorsionan en este último caso cuando es necesario), por la vía de la supuesta ( y con frecuencia falsa) aplicación e interpretación rigurosa de las leyes. Esta legitimación, en muchos casos dada en contra de la legalidad misma y de los intereses populares, ciudadanos o de la Nación, ocasiona un daño muy grande a los derechos humanos de las mayorías y de sectores específicos como los pueblos indígenas. Es cierto que existe un volumen de juicios, un espectro amplio de asuntos sometidos a la interpretación de los jueces, que está libre de presiones y en el cual los jueces pueden moverse relativamente a conciencia o como consideren que les indica la ley. Son los casos en los que no hay ningún interés poderoso, económico o político, en juego. Esto no significa que aunque no haya un interés poderoso, algún juez no pueda ceder a una oferta económica o a alguna sugerencia de corrupción. El sistema contaminado no garantiza lo contrario. Pero ese sector de asuntos sobre el cual no hay presiones políticas o económicas ciertamente existe. Sus límites están precisamente donde algún personaje del Estado o alguno de los poderes fácticos decide intervenir. Ahí termina la autonomía de los juzgadores, aunque hay casos excepcionales en los que los jueces, afrontando todas las presiones, deciden conforme a la legalidad. Pero también hay que apuntar que aún en este sector de juicios, la lentitud de los procedimiento, la tardanza, la ineficiencia, son parte del sistema general de impartición de justicia. En correspondencia con esto último también es cierto que una parte de la observancia a la normatividad subsiste. No podría ser de otra manera, pues entonces estaríamos frente al caos absoluto. Pero esto no niega la existencia del fenómeno de la destrucción del orden jurídico nacional, del que la ineficacia de los tribunales es parte, como resultado y causa a la vez. Esta ineficacia contribuye notablemente al deterioro generalizado de la vida pública y de las relaciones sociales en México. V.- Es inevitable y obligado hacernos la pregunta (o las preguntas) que se hacen miles o millones de mexicanos: ante este panorama desolador en general, y particularmente, en el aspecto que hemos comentado, en lo que respecta a la justicia….¿Qué hacer? ¿Se puede hacer algo? Por difícil que se vea, hay que contestar que sí. El Tribunal Permanente de los Pueblos-Capítulo México se 9
instaló y se ha desarrollado en las pre-audiencias y audiencias que conocemos, entre otras razones (dentro del panorama general de destrucción estatal y social) por la falta de justicia, por la carencia de tribunales que realmente impartan justicia. La sola existencia de este Tribunal aquí, acredita que algo se puede hacer. No únicamente se han visibilizado todos estos casos de agresión a la población, a la cultura, a los derechos sociales y nacionales, sino que sectores aislados dentro de esta tragedia han podido establecer comunicación e ir creando redes de solidaridad y de acciones conjuntas. Porque esta es, si no la única medida para ir saliendo de este horror nacional, sí una medida indispensable: la organización. Organización en la escuela, en el barrio, en la colonia, en la empresa, en el ejido, en la comunidad. Organización para hacer valer los derechos colectivos e individuales, para crear solidaridad, para por ejemplo, si un tribunal actúa contra un sector de la población, poderle reclamar organizadamente. Para que si alguna autoridad no responde ante algún juicio ganado en un tribunal, poderle imponer la obligación de que cumpla. Organización en nuestros ámbitos inmediatos que pueda redundar en formas organizativas más amplias, que permitan cambios de fondo en el Estado, incluyendo a las instancias de administración de justicia. No son tareas fáciles. Pero constituyen el único camino posible, en todo caso un camino imprescindible, para avanzar en la defensa y recuperación del País.
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