APORTES DESDE LA ÉTICA CRISTIANA A LA GENERACIÓN DE TRABAJO DIGNO
Fernando Berríos Medel Doctor en Teología Pontificia Universidad Católica de Chile
A modo de introducción: el trabajo como cuestión ética Parte importante de nuestra existencia la dedicamos a desarrollar determinadas actividades a las que, en conjunto, denominamos trabajo. Se trata de un quehacer cargado de muy diversas significaciones. Por una parte, nos aporta grandes bienes: el sustento material propio y de las personas que dependen de nosotros y, sobre todo, la ocasión privilegiada para realizar y exteriorizar nuestros anhelos y sentimientos más profundos, el amor y el compromiso activos para con nuestros semejantes, especialmente para con nuestros seres queridos. El trabajo produce riqueza —o al menos mejoramiento— material, pero además crecimiento y perfeccionamiento del ser humano en su camino de apertura al otro. Es condición de posibilidad de la subsistencia biológica y del progreso material incesante de las civilizaciones y también, con tanta o mayor importancia, medio de expresión, de desarrollo y de perfeccionamiento de quien lo lleva a cabo. Pero inseparablemente de todo ello y aquí radica su principal ambivalencia, la experiencia concreta del trabajo es también, en no pocas ocasiones, escenario de penurias, fuente de angustias, de cansancio y de insatisfacción profunda. Es y ha sido no sólo oportunidad privilegiada de apertura al otro, sino también de alienación, de utilización abusiva del prójimo, de explotación, de conflicto de intereses y de ejercicio opresor del poder en función de intereses egoístas. La complejidad de la experiencia del trabajo radica en esta polivalencia y constituye así como un compendio de lo humano. En ese horizonte es que podemos situar una reflexión ética sobre el trabajo. Una cuestión que tiene, por de pronto, una dimensión cultural, pues remite a las diversas formas concretas como la realidad del trabajo humano ha sido vinculada (o no), en determinados contextos, al universo de los valores, los principios y las normas de la moralidad. En otras palabras, comporta una pregunta fundamental sobre cómo se ha relacionado al trabajo con la obra de la constitución de la identidad y la dignidad humanas. Por “trabajo” estoy entendiendo aquí toda actividad por la cual la persona procura la subsistencia propia y de su familia y contribuye al desarrollo y perfeccionamiento del mundo material y al desarrollo del conocimiento en beneficio del progreso constante de las condiciones generales de la vida humana integral.1 Se trata de un concepto de trabajo que, por una parte, no elude su dimensión económica en sentido amplio, y por otra no se presta a una reducción economicista del mismo; por último, es un concepto que busca explicitar el carácter parcial del trabajo como una di1
F. Berríos, Teología del trabajo hoy. El desafío de un diálogo con la modernidad, Anales de la Facultad de Teología (PUC), Vol XVL, Santiago 1994,18.
mensión importante, pero en ningún caso la única ni la definitoria de lo humano. Con todo, está claro que, como he dicho, la aproximación ética debe incluir la pregunta sobre la función del trabajo ‒así entendido‒ en la vida individual y social de las persona y, también, la pregunta sobre su aporte a la constitución de lo propiamente humano, esto es, en el ámbito del valor y del sentido.2 Por mi formación teológica, no puedo sino proponer una reflexión que destaque los principales desafíos que el tema del trabajo humano ha planteado históricamente al cristianismo y, consecuentemente, los principales aportes que éste ha hecho a la conformación de una auténtica ética del trabajo. 1. El aporte del cristianismo a una ética del trabajo Antes de preguntarnos cuál ha sido la mirada y qué ha dicho la Iglesia sobre la realidad del trabajo humano, lo que tendríamos que hacer es fijarnos en Jesús y su mensaje y preguntarnos cómo se valora allí la realidad del trabajo. Antes de dedicarse por completo a su “obra” mesiánica, Jesús compartió la vida común y corriente de los judíos de su época. Perteneció a una familia de artesanos y él mismo comió del fruto de su trabajo. Por eso se puede hablar con rigor de “Jesús obrero” y de un “evangelio del trabajo”, como lo hace la encíclica del Papa Juan Pablo II, Laborem exercens, n. 6. Eso tuvo que ver también con el hecho de que él mismo compartió la fe de su pueblo, el pueblo de Israel, que creía en un Dios creador, es decir, en un Dios “activo”. Por eso, no es extraño que en su predicación del Evangelio del Reino haya recurrido a imágenes y comparaciones (las parábolas) tomadas del mundo del trabajo: labrador, médico, sembrador, siervo, pescador, etc.3 En el cuarto evangelio Dios Padre es descrito como “viñador” (Jn 15) y Jesús como el buen pastor (Jn 10). Consecuentemente, sus discípulos más cercanos fueron también gente de trabajo y los miembros de la Iglesia primitiva en general también lo fueron. Y aunque éstos pensaban que el regreso definitivo de Cristo sería pronto, en cualquier momento, el apóstol Pablo muestra en el NT que no era bien vista la gente que, bajo ese pretexto, se dedicaba el ocio. Pablo les dice, sin rodeos, a los que actúan así: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Tes 3,10). Siguiendo esta línea, la valoración del trabajo fue un rasgo distintivo del cristianismo desde el inicio mismo de su expansión por el mundo de hace más de 2000 años; un mundo donde existía la esclavitud y un desprecio muy profundo del trabajo corporal. Esto venía de la cultura griega clásica, donde se consideraba que los esclavos eran los encargados de las actividades más “bajas” (las ordenadas a la conservación del cuerpo) para que los hombres libres pudieran dedicarse a las actividades más elevadas y verdaderamente “humanas”: la praxis política y, sobre todo, la contemplación filosófica. Como ha dicho un famoso teólogo católico, en ese contexto el cultivo de lo
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F. Berríos, “Etica del trabajo: lecciones de la historia e interrogantes del presente”, Persona y Sociedad (ILADES), Vol. X/2 (1996) 215-228, 216s. 3
Cf citas en Laborem exercens, 26.
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verdaderamente humano ‒la cultura‒ empezaba donde terminaba la fatiga del trabajo (K. Rahner). Como decía, ante esa visión predominante el cristianismo siempre se distinguió por valorar el trabajo como parte esencial de la vida humana. Y ya que era así, desde antiguo se empezó a destacar el significado del trabajo para el perfeccionamiento de la persona y para su santificación. Nunca el cristianismo ha despreciado el trabajo, sino que, por el contrario, ha considerado que una de las “virtudes” humanas y cristianas más altas es la laboriosidad. Ora et labora fue la máxima que caracterizó el ideal de vida del monacato medieval. Podemos ver en esto la manifestación clara de una “ética cristiana del trabajo”. Otra cosa distinta, y donde sí ha habido importantes cambios, ha sido la manera de entender el problema de la pobreza y de la desigualdad social que, por desgracia, ha acompañado históricamente a la experiencia del trabajo. El surgimiento de la así llamada “Doctrina Social de la Iglesia” (DSI), manifiesta, de manera crucial, este cambio de perspectiva. Como sabemos, la DSI, en sentido estricto, es un fenómeno que surge recién a fines del siglo XIX. Pero eso no quiere decir que antes de esa fecha la Iglesia haya sido indiferente al problema de la pobreza. Una encíclica social del papa Juan Pablo II, del año 1987, se llama Sollicitudo rei socialis, que significa: “la preocupación social de la Iglesia”. Esa es, como siempre en los documentos oficiales de la Iglesia, la frase inicial del documento. Completando esta frase, la encíclica recalca la idea de que esta inquietud “se ha expresado siempre de modo muy diverso” (SRS, 1). En otras palabras, que la preocupación social de la Iglesia es tan antigua como ella misma y, más aun, tan antigua como toda la tradición bíblica. En el AT los profetas defendieron “al huérfano y a la viuda”, símbolos de los más pobres entre los pobres, y hablaron muy duro, en nombre de Dios, contra aquellos que preferían hacer grandes rituales religiosos en vez de practicar la justicia (“Misericordia quiero, no sacrificios”: Os 6,6; cf. Mt 9,13). En el NT, en Mt 25, por poner un ejemplo importante, Jesús dice que el gran criterio por el cual serán juzgados los cristianos en el juicio final, no va a ser la perfección de las prácticas religiosas rituales, sino sacrificio de sí mismo, el de la propia vida, como Jesús mismo en la cruz, y sobre todo en favor de los más débiles, de los más pequeños, con los cuales Dios mismo se identifica: “porque tuve hambre y me diste de comer…” Pero hasta el surgimiento de la DSI (que fue antecedida por un movimiento muy amplio de “catolicismo social” en varios países de Europa), predominó entre los cristianos la visión de que hacia los pobres debía practicarse la caridad y la compasión, a través de obras de beneficencia. Ya se había instalado muy fuertemente la comprensión de la propiedad privada como un “derecho natural” inalienable e incuestionable, y de ahí se sacaba la conclusión de que era también natural que hubiera ricos y pobres. Entonces, en ese marco lo que tenía que hacer un buen cristiano era ser lo más bondadoso y generoso posible con los pobres. Siguiendo esa perspectiva, en Latinoamérica abundaron, a partir del tiempo de la colonia y más tarde especialmente en el siglo XIX, asociaciones de católicos con fines benéficos: primero las “cofradías”, luego las “Conferencias” (como la de San Vicente de Paul) y finalmente los “Patronatos”, que agregaron la idea de que, además 3
de la beneficencia, era necesario educar a los pobres para ayudarlos a superar en la medida de lo posible su nivel de vida. Entonces, en ese contexto general, el significado más importante que tiene la primera encíclica social, la Rerum novarum, del Papa León XIII (1891) es que con ella la jerarquía de la Iglesia manifiesta una nueva comprensión de la pobreza: ya no sólo como un desafío a la caridad —y a la caridad personal—, sino como una interpelación a la justicia. Y junto con ello, se plantea una nueva consideración del trabajo humano: ya no una consideración meramente individual como camino de santificación personal, sino política en sentido amplio: como núcleo de la cuestión proletaria en el capitalismo industrial o, como lo diría posteriormente otro Papa, “clave de toda la cuestión social”4. Con esto, esta “cuestión” o “problemática” social es reconocida, a partir de ahora formalmente, como tema propio de la enseñanza oficial de la Iglesia.5 La Iglesia reconoce que tiene que encarnar su misión evangelizadora desde la realidad social concreta en que vive la gente, y nunca al margen de ella. En esto está contenido, como podemos ver, un redescubrimiento de la dimensión social de lo ético en cuanto tal. El último libro del padre Alberto Hurtado, que dejó inédito y que sólo se publicó el año 2004, se titula, precisamente “Moral social”. Entonces, este es el punto crucial de toda la DSI: que el trabajo y todos los grandes temas que tienen que ver con la convivencia de los seres humanos en el espacio público (porque la DSI no sólo habla del trabajo!), tienen que ser considerados en su contexto específico. Es decir: en el marco de las condiciones sociales, económicas, culturales que se dan en cada momento. Porque al variar el contexto, van variando también los contornos de los problemas, o van surgiendo otros nuevos. En el trasfondo histórico-cultural, el socialismo marxista y la doctrina social de la Iglesia comparten una mirada crítica sobre lo que podemos llamar el “ethos moderno del trabajo”. Un ethos que se planteó desde el comienzo como ambiguo, para terminar generando un espacio social insostenible. Ese ethos postulaba, por una parte, con los padres de la economía moderna (Ricardo, Smith) que “el valor reside en el trabajo”, y por otra parte, convirtió al trabajo en una mercancía más, sin mencionar la ausencia total de protección social de los obreros en las grandes fábricas del capitalismo industrial europeo. El socialismo y la DSI difirieron en su modo de enfrentar este conflicto y, consecuentemente, en su definición de una ética del trabajo, pero coincidieron, en lo fundamental, en la identificación del problema de fondo: la injusticia subyacente a esa forma concreta de vinculación de capital y trabajo. Destaquemos ahora brevemente los principales aportes de la DSI a una ética del trabajo.
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Juan Pablo II, en su encíclica sobre el trabajo humano, Laborem exercens, n. 3. Cf. F. Berríos, “La problemática social del trabajo como desafío a la misión de la Iglesia”, en M. Eckholt – D. Michelini (Eds.), El trabajo y el futuro del hombre. Reflexiones sobre la crisis actual y perspectivas desde la encíclica Laborem Exercens, San Pablo, Buenos Aires 2006, 123-152. 5
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2. Principales afirmaciones de la DSI sobre el trabajo humano Partamos por el aporte de la encíclica Rerum novarum (1891). Lo primero es su reconocimiento de una “cuestión social”, es decir, de que hay un estado de cosas que no es “natural”, sino problemático. Como dije antes, la DSI ha reconocido siempre, desde el comienzo, el “derecho natural” a la propiedad privada, incluida la propiedad de los bienes de producción (“el poseer algo en privado como propio es un derecho dado al hombre por la naturaleza”: RN 4), pero no considera “natural” el estado de miseria de los proletarios, sino, por el contrario, como situación de injusticia que debe ser combatida. De esta cuestión social, al Papa León XIII le importan sus dos aspectos fundamentales: por una parte, el problema social en sí (la situación desesperada del proletariado); y por otra parte, la acción concientizadora de las corrientes socialistas, con el peligro inminente de que el proletariado abandonara en masa la fe y a la Iglesia. A decir verdad, lo que había ocurrido es que los socialistas se habían adelantado a los católicos en la asunción del problema. El surgimiento de la DSI es la principal respuesta católica a este problema. Pero como llega más tarde que el socialismo, una de sus principales preocupaciones es que el éste cautive al proletariado con ofertas ilusorias. Ante ello, la opción de León XIII es proponer una ética cristiana del trabajo. En su encíclica insiste en que el trabajo es “necesario” (RN 32), una obligación que está “en la naturaleza misma de las cosas” (ibid.). Pero también “personal”, ya que sus frutos son posibles gracias a la persona que las realiza. Por lo mismo, la encíclica insiste en la necesidad de “arrancar a los miserables obreros de las manos de la crueldad de hombres ambiciosos, que abusan sin medida de las personas, como si fueran cosas para medro personal” (RN 34). En este contexto, se plantea por primera vez, como doctrina social católica, que el salario no puede ser en ningún caso inferior al que se necesita para el sustento del obrero y de su familia y que no basta el simple acuerdo, porque el obrero puede estar presionado a aceptar condiciones más duras (RN 32). La segunda encíclica social vino 40 años después, en 1931, y precisamente con ocasión del 40º aniversario de la Rerum novarum. Esta encíclica, del Papa Pío XI, se llamó, por eso, “Quadragesimo anno”. Esta encíclica es destacable sobre todo por su contexto. En ese momento el socialismo ya no es sólo, para la Iglesia, una ideología amenazante ni una falsa propuesta de solución para la cuestión proletaria, sino ya un sistema socioeconómico y político en plena aplicación. En 1917 había triunfado la revolución bolchevique en Rusia. En la década de los 30 la Unión Soviética ya está desarrollando intensamente una economía centralizada, versus la economía occidental, azotada por la crisis bursátil de 1929, con sus consecuencias de desempleo y pobreza… Aprovechando la ocasión, grandes ideologías totalitarias ascienden ofreciéndose como la solución de los problemas: el nazismo en Alemania (que triunfará dos años después, en 1933) y Mussolini en Italia. En el mundo recrudece el conflicto capital-trabajo. ¿Qué sugiere la Iglesia ante este escenario? Esta encíclica contiene una propuesta social concreta: el así llamado corporativismo. Una forma de articulación social que precisamente intenta suavizar o derechamente evitar las tensiones entre capital y trabajo (que el socialismo azuzaba): agrupaciones constituidas por los 5
trabajadores asalariados y los empresarios al interior de cada rama de producción. El Papa buscaba una forma de organización social en que las personas ya no se encuadraran según la categoría que se les asigna en el mercado de trabajo, sino en conformidad con la función social que cada uno desempeña. El objetivo último de este planteamiento es la mutua referencia entre capital y trabajo, y no su lucha. ¿Qué le corresponde aportar a cada uno para la armonía social? De parte del trabajo, el reconocimiento del derecho de propiedad como “derecho natural”; y de parte del capital, ante todo el “salario justo”, un concepto fundamental a partir de ahora en la DSI. Hay otros matices, pero esto es lo fundamental. Pío XII no escribe una encíclica social, pero sí se refiere al tema en sus “radiomensajes”. Profundiza lo dicho por los Papas León XIII y Pío XI. Sus principales acentos: 1) la cuestión social tendrá su solución no en la mera caridad entendida como “beneficencia”, sino en la búsqueda de la justicia; 2) capital y trabajo no deben estar en lucha sino en colaboración; esto exige, un reconocimiento mutuo: del derecho natural a la propiedad, y de los derechos y de la dignidad de los que ejercen el trabajo asalariado. El aporte de los Papas Juan XXIII y Pablo VI, en la década de los ’60, es principalmente la ampliación del horizonte de la “cuestión proletaria” (= el conflicto de clases dentro de la sociedad capitalista) a la cuestión del trabajo a nivel planetario. La cuestión del trabajo se inscribe en el contexto más amplio de la preocupación por la paz, la justicia y el desarrollo en el mundo. La encíclica Laborem exercens, del Papa Juan Pablo II (1981), que es la única encíclica social dedicada de lleno al tema del trabajo, se ubica en esa perspectiva, y al mismo tiempo intenta abrirse a lo nuevo que se viene en el mundo del trabajo. Retoma y profundiza enseñanzas fundamentales de las anteriores encíclicas, sintetizándolas en tres convicciones fundamentales: a) En primer lugar, que hay que contrapesar la afirmación del derecho de propiedad con una más clara afirmación de la doctrina del destino universal de los bienes. O sea, que la propiedad privada no es para “lo que se le antoje al propietario”, sino para el bien común. Por eso, dice, hay una “hipoteca social” sobre la propiedad. Esto tiene una aplicación concreta en su interpretación de la doctrina del salario justo. El salario es “verificación de la justicia”… “vía concreta a través de la cual la gran mayoría de los hombres puede acceder a los bienes que están destinados al uso común: tanto los bienes de la naturaleza como los que son fruto de la producción” (LE 19). b) Segundo: desde el mismo principio se entiende el fundamento de la afirmación del deber y el derecho al trabajo. c) Por último, la gran afirmación de esta encíclica: la centralidad del sujeto del trabajo sobre todo otro factor y, sobre todo, la “prioridad del trabajo humano sobre lo que, en el transcurso del tiempo se ha solido llamar ‘capital’” (LE 12,4). “… el conjunto de los medios con los cuales el hombre se apropia de (los recursos naturales), transformándolos según sus necesidades… es fruto del patrimonio histórico del trabajo humano. Todos los medios de producción… han sido elaborados gradualmente por el hombre” (ibid.) Por lo tanto: el trabajo tiene un primado sobre el capital, porque, en definitiva, éste es fruto de aquél! 6
Las dos últimos encíclicas sociales del Papa Juan Pablo II (Sollicitudo rei socialis y Centecimus annus) lograron asomarse ya, sobre todo CA, a la nueva configuración política y económica del mundo tras la caída de los socialismos reales. Hoy el contexto es otro. No un mundo dividido en dos bloques, sino un mundo dominado por el capitalismo globalizado. Esto ha afectado, claro está, al trabajo. Perspectivas: desafíos éticos del mundo del trabajo hoy6 El mundo del trabajo ha experimentado un vuelco muy profundo en la últimas tres décadas, con la evolución hacia un nuevo orden económico y productivo internacional, esto es, con el paso desde una organización productiva mega-industrial de tipo fordiano ―a las que las diversas economías nacionales aportaban cada una a su modo― hacia un orden económico y financiero global basado en la centralidad de la información y en un sistema productivo altamente dúctil. Diversos factores históricos y económicos han intervenido en este vuelco7 y el rol de la tecnología de la información ha sido decisivo. Su influencia no se ha limitado a la automatización de la producción, sino que ha ido presionando hacia una nueva estructura global del empleo, sobre todo con el crecimiento del sector terciario, y a una nueva forma de organización de la sociedad en que la producción, el procesamiento y el intercambio de la información en el mercado se hace más relevante que la misma producción e intercambio de bienes.8 El conocimiento humano se ha transformado en la gran nueva fuente de valor y por lo mismo la educación adquiere creciente importancia en todas las economías como factor de desarrollo. Visto en su conjunto, este nuevo marco económico y cultural plantea al mundo del trabajo tres grandes desafíos: 1º la globalización creciente de la actividad económica, a lo cual ha contribuido el mencinado desarrollo de la tecnología informática en el ámbito de las comunicaciones. Esto implica para las unidades económicas el desafío de incorporarse a un orden económico mundial mucho más dinámico y competitivo.9 La incorporación al mercado internacional se torna necesario para un desarrollo verdaderamente exitoso de la actividad empresarial. En este marco, ser más competitivo exige superar las tradicionales ventajas comparativas nacionales e incorporar nuevas formas de valor agregado a los bienes y servicios transables. Pero dado que en la práctica rige la máxima: “el capital es global, pero el trabajo es local”10, la mano de obra barata y la desregulación de los mer-
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Este acápite está tomado de mi artículo “La problemática moderna del trabajo como signo de los tiempos”, Teología y Vida, Vol. L/3 (2009) 549-563. 7 Cf. F. Berríos, Teología del Trabajo hoy..., 59-83. 8 Cf. J. Rifkin, El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era, Barcelona-Buenos Aires-México 1996. 9 Sobre la complejidad del fenómeno de la globalización, cf. los artículos de G. Arroyo, “Globalización del capitalismo: ¿quedan caminos para un desarrollo integral?”, en: Persona y Sociedad X/2 (1996) 11-28; y “Globalización del capitalismo actual: nuevos dilemas éticos”, en: Mensaje 447 (1996) 50-55. 10 M. Castells, “Empleo, trabajo y sindicatos en la nueva economía global”, http://www.ugt.es/globalizacion/mcastells.htm (octubre 1996).
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cados laborales locales han seguido siendo, de otra manera, “ventajas comparativas” y han contribuido a una prolongación del fordismo en una versión fragmentada, dispersa e internacionalizada.11 2º Como consecuencia de la globalización, la también creciente exigencia de flexibilidad. Flexibilidad para adaptar la producción de bienes o servicios a los cambiantes requerimientos del mercado (desafío para el empresariado y para los trabajadores), pero también mayor flexibilidad del mercado interno de trabajo (desafío para las economías nacionales, pero especialmente para la fuerza de trabajo).12 3º Fragmentación del mundo del trabajo. El desafío de la flexibilidad ha ido obligando, como hemos dicho, al abandono de la gran industria y a la asunción de una modalidad de producción de bienes y de oferta de servicios en base a unidades económicas más pequeñas y adaptables. Esto ha dado como resultado tanto nuevas formas de organización del trabajo y de gestión, como nuevas formas de contratación que tienden a atomizar a la fuerza de trabajo y, con ello, a dificultar la organización sindical13. Globalización, flexibilidad y fragmentación crecientes: estos tres grandes desafíos marcan, como hemos dicho, no sólo el sistema económico en que se inscribe el trabajo, sino también al modo mismo como éste ha de ser ejercido. Y así afecta directamente a las personas.14 Es un hecho el que hoy, en general, lo que llamamos “mundo del trabajo” es muy distinto al que le correspondió experimentar a nuestros padres hace unas pocas décadas. No sólo por sus aspectos más visibles asociados al desarrollo de la base tecnológica, sino por ciertas transformaciones más de fondo, entre las que podemos destacar, a modo de ejemplo: a) cambios en la estabilidad laboral: el virtual fin de los empleos “para toda la vida”, del “hacer carrera” en la misma empresa a través de decenios. Esto afecta no sólo a la calidad del empleo y a la capacidad de las personas de proyectar su futuro y el de su familia mediante su trabajo, sino además a la posibilidad misma de identificación del trabajador con la obra de sus manos y con la comunidad humana en la que se lleva a cabo; b) cambios en la relación del individuo con “su” trabajo, pues como consecuencia de la flexibilidad funcional son cada vez más las personas que no pueden decir con precisión cuál es “su” trabajo, lo que inevitablemente afectará a la constitución de su identidad personal;
11 “... la empresa red, fábrica difusa, ‘lean production’... un modelo de producción fragmentado y descentralizado en el que distintas partes de un producto se fabrican en distintos países (que compiten entre sí en la reducción de costes) y se ensamblan y comercializan en cualquier otro. Resulta más barato producir componentes del producto a la manera ‘fordista’ en fábricas instaladas en países de mano de obra muy barata (donde los sindicatos no existen o apenas tienen fuerza) y ensamblar finalmente todos los componentes (...) que producir en la vieja Europa ‘donde la empresa está obligada a pagar altos salarios y se ve atenazada por múltiples regulaciones e imposiciones del Estado que le restan eficacia’ (...) Multitud de producciones se han trasladado (o han pasado a imitarse a un coste muy inferior) a países asiáticos (y más recientemente a los de Europa del Este) (...) Ello explica el despegue industrializador del Sudeste asiático” (G. González., “Transformaciones que la globalización ejerce sobre el trabajo”, revista electrónica Contribuciones a la Economía, http://www.eumed.net/ce/2004/ggf-trabajo.htm , 7 s). 12 Cf. R. A. Lagos, “¿Qué se entiende por flexibilidad del mercado de trabajo?”, Revista de la CEPAL, diciembre (1994) 81-95. 13 "La mayor rotación de los empleos, la expansión de actividades económicas de temporalidad -que se traducen en empleos ocasionales o de corta duración-..." (M. E. Feres, “Caminos por donde avanzar”, Mensaje 448 [1996], 50 s, 51). A esto hay que agregar que estas formas de ocupación se realizan cada vez más a través de pequeñas empresas subcontratistas que en general no garantizan estabilidad laboral. 14 Cf. P. Ferrari da Paisano, “Etica sociale e mercato del lavoro”, La Civiltà Católica I (2000) 133-143, esp. 138-143.
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c) cambios en la dimensión de integración social y acción colaborativa del trabajo, cada vez más dificultosa por efecto de la fragmentación del mismo15; d) cambios en la constitución social según tipos de trabajo. Ya no es diáfana, como lo era en la sociedad industrial, la clasificación de los trabajadores entre “empleados” (trabajadores “de cuello blanco”) y obreros (trabajadores “de cuello azul”). Ya no hay un mundo “proletario” puramente obrero-campesino. Esto tiene que ver con el crecimiento del sector servicios, pero también con la diversificación de las formas de vinculación contractual. El resultado es que hoy en día los empleos más baratos (y precarios) no son necesariamente “de cuello azul”. A esto se suma el lugar preponderante que han adquirido los trabajadores “por cuenta propia” y, sobre todo, las pequeñas y medianas empresas (PyMes), que al menos en Chile cubren el mayor porcentaje del empleo, aunque en condiciones bastante vulnerables tanto para las mismas empresas como para sus trabajadores16; e) cambios en la dimensión cultural del trabajo, como expresión y factor de identidad cultural, tan comprometida por el impulso globalizador. Una tendencia que está presente desde el origen mismo de la organización industrial del trabajo, cuando se dejó atrás el mundo de los artesanos y se avanzó hacia la producción en serie, pero que se ha radicalizado en el contexto reciente de la globalización de los procesos financieros y productivos. Se trata de muchas y muy variadas transformaciones, además recientes, en pleno curso, lo que hace aun más difícil su evaluación y comprensión cabal. No podemos decir irreflexivamente que todas ellas sean pura negatividad y pérdida. No hay que cerrarse, por ejemplo, a la posibilidad de que ellas, en ciertas condiciones, posibiliten una experiencia más dinámica y por tanto más creativa del trabajo. Lo que es claro es que estas tendencias se han ido instalando y que es poco probable que retrocedan. Ante ellas, propongo tres grandes temas para una renovada ética del trabajo en perspectiva cristiana, que aquí sólo menciono: • Pensar el trabajo humano en el marco de una “nueva cuestión social”. • Repensar la preocupación por el sentido del trabajo que animó a creyentes y no creyentes en el contexto del capitalismo industrial. • Contribuir desde el cristianismo, pero junto con otros, a una auténtica “cultura del trabajo”.
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Cf. R. Marx, “Kollektive Akteure und humane Arbeit – 20 Jahre nach Laborem exercens”, Theologie und Glaube 92 (2002) 110-115. 16 Esto nos remite, por ejemplo, al cambio de denominación de la “Vicaría de Pastoral Obrera” de Santiago de Chile, a “Vicaría para la Pastoral de los Trabajadores” en 1997.
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