Levinas o la filosofía de la consolación rozitchner

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Levinas o la filosof铆a de la consolaci贸n


León Rozitchner Levinas : o la filosofía de la consolación - 1a ed. - Buenos Aires : Biblioteca Nacional, 2013. 208 p. ; 23x15 cm. ISBN 978-987-1741-76-2 1. Filosofía. 2. Ensayo Filosófico. I. Título. CDD 190

León Rozitchner. Obras Biblioteca Nacional Dirección: Horacio González Subdirección: Elsa Barber Dirección de Administración: Roberto Arno Dirección de Cultura: Ezequiel Grimson Dirección Técnico Bibliotecológica: Elsa Rapetti Dirección Museo del libro y de la lengua: María Pia López Coordinación Área de Publicaciones: Sebastián Scolnik Área de Publicaciones: Yasmín Fardjoume, María Rita Fernández, Ignacio Gago, Griselda Ibarra, Gabriela Mocca, Horacio Nieva, Juana Orquin, Alejandro Truant Diseño de tapas: Alejandro Truant Corrección: Graciela Daleo Selección, compilación y textos preliminares: Cristian Sucksdorf, Diego Sztulwark La edición de estas Obras fue posible gracias al apoyo de Claudia De Gyldenfeldt, y a su interés por la publicación y la difusión del pensamiento de León Rozitchner. © 2013, Biblioteca Nacional Agüero 2502 (C1425EID) Ciudad Autónoma de Buenos Aires www.bn.gov.ar ISBN: 978-987-1741-76-2 IMPRESO EN ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINA Hecho el depósito que marca la ley 11.723


Índice

Presentación

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Palabras previas

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Prefacio El límite infranqueado ¿De dónde parto y en qué me afirmo para encarar la filosofía de Levinas?

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Introducción

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I. Notas sobre el hitlerismo y el terror cristiano Primera parte: El nazismo propiamente dicho Segunda parte: Nazismo y cristianismo

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II. Del rostro materno a la palabra de Dios Evocación y olvido La santidad del otro: mi mirada El peso del ser La abstracción del “darse originario” La justicia La particularidad Derecho a ser

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III. ¿Totalidad e infinito? El tiempo congelado: libertad absoluta y crimen absoluto La fenomenología y el idealista de la mater-ialidad Levinas judío contra la filosofía post-cartesiana A la orden El “no matarás” patriarcal como ocultamiento del “vivirás” materno Retorno al hogar: verdad, inmanencia y terror Ética y política

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IV. Sobre el lenguaje Cuerpo y significación Infinito y mater-ialidad La mirada como último refugio del cuerpo aterrado

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V. La voluntad de someterse Conciencia de sí: inmunidad y fragilidad Ilusión arcaica y retorno a la madre La función arcaica de la madre ante el desastre

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VI. El tiempo y el otro (sobre lo femenino) Muerte e infancia Metafísica de lo femenino: negación y misterio Lo femenino, la otredad y el patetismo Otredad y pudor: el misterio ontológico femenino

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VII. Cristianismo y capitalismo: del terror cósmico a la pacificación capitalista El des-madre del “hay” y la experiencia del vacío Capital, terror y muerte, o de la muerte primera (imaginaria) a la segunda (real) Adenda a Levinas y el cristianismo: los caminos de la inmanencia VIII. Lo que compartimos con Levinas y lo que nos separa El terror pensado como refugio ante el terror sentido El “il y a” y el límite de la experiencia: el problema del tiempo presente Instante y stancia; el refugio materno del sin tiempo Del rostro abstracto al descarado “no matarás”

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Palabras finales Expiación: humillación y sustitución El mismo Dios transfigurado

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Apéndice Primero hay que saber vivir. Del vivirás materno al no matarás patriarcal

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Esta edición de las Obras de León Rozitchner es la debida ceremonia póstuma por parte de una institución pública hacia un filósofo que constituyó su lenguaje con tramos elocuentes de la filosofía contemporánea y de la crítica apasionada al modo en que se desenvolvían los asuntos públicos de su país. Sus temas fueron tanto la materia traspasada por los secretos pulsionales del ser, de la lengua femenina y de la existencia humillada, como las configuraciones políticas de un largo ciclo histórico a las que dedicó trabajos fundamentales. Realizó así toda su obra bajo el imperativo de un riguroso compromiso público. Durante largos años, León Rozitchner escribió con elegantes trazos una teoría crítica de la realidad histórica, recogiendo los aires de una fenomenología existencial a la que supo ofrecerle la masa fecunda de un castellano insinuante y ramificado por novedosos cobijos del idioma. Recreó una veta del psicoanálisis existencial y examinó como pocos las fuentes teológico-políticas de los grandes textos de las religiones mundiales. Buscó en estos análisis el modo en que los lenguajes públicos que proclamaban el amor, solían alejarlo con implícitas construcciones que asfixiaban un vivir emancipatorio y carnal. Su filosofar último se internaba cada vez más en las expresiones primordiales de la maternalidad, a la que, dándole otro nombre, percibió como un materialismo ensoñado. Leído ahora, en la complejidad entera de su obra, nos permite atestiguar de qué modo elevado se hizo filosofía en la Argentina durante extensas décadas de convulsiones pero también de opciones personales sensitivas, amorosas. Biblioteca Nacional



Presentación La obra de León Rozitchner tiende al infinito. Por un lado, hay que contar más de una docena de libros editados en Argentina durante las últimas cinco décadas, la existencia de cientos de artículos publicados en diarios y revistas, varias traducciones, muchísimas clases, algunas poesías y un sinnúmero de entrevistas y ponencias que abarcan casi seis décadas de una vida filosófica y política activa. Por otro, una cantidad igualmente prolífica de producciones inéditas, que con la presente colección saldrán por primera vez a la luz pública. Pero esta tendencia al infinito no consiste simplemente en una despeinada sucesión de textos, tan inacabada como inacabable; es decir, en un falso infinito cuantitativo de la acumulación. Lo que aquí late como una tendencia a lo infinito cualitativo surge de la abolición de los límites que definen dos ámbitos fundamentales: el del lector y el de su propia obra. El del lector, porque para abrirnos su sentido esta obra nos exige la gimnasia de una reciprocidad que ponga en juego nuestros límites: sólo si somos nosotros mismos el “índice de verdad” de esos pensamientos accederemos a comprenderlos. Pues esta “verdad” que se nos propone, para que sea cierta, no podrá surgir de la contemplación inocua de un pensar ajeno, sino de la verificación que en nosotros –ese cuerpo entretejido con los otros– encuentre. Para Rozitchner el pensamiento consiste esencialmente en desafiar los propios límites, y en ir más allá de la angustia de muerte que nos acecha en los bordes de lo que nos fue mandado como experiencia posible. Pensar será siempre hacerlo contra el terror. Como lectores debemos entonces verificar en nosotros mismos la verdad de ese pensamiento: enfrentar en nosotros mismos los límites que el terror nos impone. Pero habíamos dicho también que ese infinito cualitativo no sólo se expandía en nuestra dirección –la de los lectores– sino también en 9


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la de su propia obra. Y es que la producción filosófica de Rozitchner, que se nos presenta como el desenvolvimiento de un lenguaje propio en torno de una pregunta fundamental sobre las claves del poder y de la subjetividad, despliega su camino en el trazo arremolinado de una hondonada. Paisaje de múltiples estratos cuyos límites se modifican al andar: cada libro, además de desplegar su temática particular, incluye de algún modo en sus páginas una nueva imagen de los anteriores, que sólo entonces, en esa aparición tardía, parecen desnudar su verdadera fisonomía. Así, podríamos arriesgar –apenas con fines ilustrativos– un ordenamiento de este desenvolvimiento del pensamiento de Rozitchner en cuatro momentos fundamentales; estratos geológicos organizados en torno al modo en que se constituye el sentido. Estas etapas funcionan a partir de algunas claves de comprensión que ordenan la obra y posibilitan ese ahondarse de la reflexión. En la primera, el sentido aparecería sostenido por la vivencia intransferible de un mundo compartido. La filosofía será entonces la puesta en juego de ese sustrato único –fundante es el término cabal– de la propia vivencia del mundo, a partir de la cual se anuda en uno lo absoluto de ese irreductible “ser yo mismo” con el plano más amplio del mundo en el que la existencia se sostiene y en el que uno es, por lo tanto, relativo. La posibilidad del sentido, de la comunicación, no podrá ser entonces la mera suscripción al sistema de símbolos abstractos de un lenguaje, sino la pertenencia común al mundo, vivida en ese entrevero de los muchos cuerpos. Entonces, constituido a partir de lo más intransferible de la propia vivencia, el sentido crecerá en el otro como verdad sólo si éste es capaz de verificarlo en lo más propio e intransferible de su vivencia. El mundo compartido es así la garantía de que haya sentido y comunicación. En lo que, a grandes rasgos, podríamos llamar la segunda etapa, este esquema persiste; pero al fundamento que el sentido encontraba en la vivencia común de mundo, deberá sumarse ahora la presencia del otro en lo más íntimo del propio cuerpo. Es este un amplio período 10


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del pensamiento de Rozitchner, cuyo inicio podemos marcar a partir de la síntesis más compleja de la influencia de Freud en la década del 70. Encontramos, entonces, una de sus formas más acabadas en el análisis de la figura de Perón, el emergente adulto y real del drama del origen y su victoria pírrica; la derrota de ese enfrentamiento imaginario e infantil en el que nos constituimos será el correlato de la sumisión adulta, real y colectiva, cuyos límites son el terror: “lo que comenzó con el padre, culmina con las masas”, cita más de una vez Rozitchner. Pero en el extremo opuesto del espectro, el trabajo inédito sobre Simón Rodríguez establece nuevas bases: el otro aparecerá ahora como el sostén interno de la posibilidad de sentido. No ya como el ordenamiento exterior de una limitación, sino como la posibilidad de proyectarme en él hacia un mundo común. Sólo entonces, sintiendo en mí lo que el otro siente –la compasión– podrá darse un final diferente al drama del enfrentamiento adulto, real y colectivo, camino que es inaugurado por ese “segundo nacimiento” desde uno mismo que señala León Rozitchner en Simón Rodríguez como única posibilidad de abrirse al otro. El tercer momento estaría marcado por un descubrimiento fundamental que surge a partir del libro La Cosa y la Cruz: la experiencia arcaica materna, es decir, la simbiosis entre el bebé y la madre como el lugar a partir del cual se fundamentaría el yo, el mundo y los otros. En esta nueva clave de la experiencia arcaica con la madre se aúnan las etapas anteriores del pensamiento de Rozitchner en un nivel más profundo. Pues el fundamento del sentido ya no será sólo esa co-pertenencia a un mundo común, sino la experiencia necesariamente compartida desde la cual ese mundo –como también el yo y los otros– surge y a partir de la cual se sostendrá para siempre. Pero esto no es todo, porque también las formas mismas de esa incorporación del otro en uno mismo –que según vimos podían estructurarse en función de dos modalidades opuestas, cuyos paradigmas los encontramos en Perón como limitación (identificación) y en Simón Rodríguez como prolongación (com-pasión)– serán 11


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ahora redefinidas en función de esta experiencia arcaica. El modelo de la limitación que el otro instituía en uno mediante la identificación –como en el análisis de Perón– será ahora encontrado en un fundamento anterior, condición de posibilidad de esta forma de dominación: la expropiación de esa experiencia arcaica por parte del cristianismo, que transforma las marcas maternas sensibles que nos constituyen en una razón que se instaura como negación de toda materialidad. Pero también será lo materno mismo la posibilidad de sentir el sentido del otro en el propio cuerpo, entendiendo, entonces, ese “segundo nacimiento” como una prolongación de la experiencia arcaica en el mundo adulto, real y colectivo. Esta nueva clave redefine el modo de comprender la limitación que el terror nos impone, que es comprendido ahora como la operación fundamental con la que el cristianismo niega el fundamento materno-material de la vida y expropia las fuerzas colectivas para la acumulación infinita de capital. El cuarto momento es en verdad la profundización de las consecuencias de esta clave encontrada en la experiencia arcaico-materna y que en cierto modo se resume en la postulación programática de pensar un mater-ialismo ensoñado, es decir, de pensar esa experiencia arcaica y sensible desde su propia lógica inmanente, pensarla desde sí misma y pensarla, además, contra el terror que intenta aniquilarla en nosotros. Y esta última etapa del pensamiento de Rozitchner, que se desarrolla especialmente a partir del artículo “La mater del materialismo histórico” de 2008 y llega hasta el final de su vida, será también la de una reconversión de su lenguaje, que para operar en la inmanencia de esa experiencia sólo podrá hacerlo desde una profundización poética del decir. No obstante este desarrollo que hemos intentado aquí, estas claves y sus etapas no pueden, de ningún modo, ser consideradas recintos estancos, estaciones eleáticas en el caminar de un pensamiento, pues su lógica no es la de un corpus teórico que debe sistemáticamente ordenarse, sino la síntesis viva de un cuerpo que exige, como decíamos más arriba, que lo prolonguemos en nosotros para sostener su verdad. Sólo queda entonces el trato directo con la obra. 12


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La actual edición de la obra de León Rozitchner, a cargo de la Biblioteca Nacional, hace justicia tanto con el valor y la actualidad de su obra, como con la necesidad de un punto de vista de conjunto. La presente edición intenta aportar a esta perspectiva reuniendo material disperso, y sobre todo, dando a luz los cuantiosos inéditos en los que Rozitchner seguía trabajando. Hay, sin embargo, una razón más significativa. La convicción de que nuestro presente histórico requiere de una filosofía sensual, capaz de pensar a partir de los filamentos vivos del cuerpo afectivo, y de dotar al lenguaje de una materialidad sensible para una nueva prosa del mundo.

Cristian Sucksdorf Diego Sztulwark

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Palabras previas Los textos que aquí presentamos guardan una formidable coherencia entre sí. El primero de ellos, Levinas o la filosofía de la consolación, es un libro completamente inédito. Se trata de un extenso –aunque inacabado– ensayo crítico de Rozitchner sobre el filósofo lituanofrancés Emmanuel Levinas (1906-1995). El segundo, que se incluye a modo de apéndice, es un texto de polémica de Rozitchner con el filósofo argentino Oscar Del Barco, a propósito de su uso del “no matarás” levinasiano para pensar la experiencia de la guerrilla en los años sesenta.

I “Ese es para nosotros el olvido originario en Levinas: convertir la lengua primera de la madre en el Infinito idealizado de la Palabra del padre, intercambiar su rostro por el de él”. “El espíritu en Levinas es calificado como ‘viril’ –sin mater–”. La obra de Levinas tiene interés para Rozitchner al menos en tres niveles. Simpatiza con el gesto de Levinas de ir a buscar el fundamento de las filosofías occidentales, esto es el modo en que estas se interrogan por el ser (sea de la razón, sea del lenguaje). Tal fundamento, sin embargo, es captado por Levinas como vacío o “nada”, insertando “lo Infinito del pensamiento antes de toda significación carnal humana, organizadora entonces de la percepción misma”. La búsqueda filosófica impide al pensamiento, una vez más, acceder a lo material/sensible como clave de comprensión de aquello que somos, de aquello a partir de lo cual podríamos concebirnos de otro modo. El interés por Levinas muta. Ya no es sólo simpatía por la radicalidad del proyecto inicial, sino curiosidad por el punto de claudicación, 15


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en el cual el cuerpo “natural” es dispuesto como a la espera de un “toque mágico” a partir del cual “el Infinito lo penetra para transformarlo en humano”. Se evita, así, en Levinas “la experiencia histórica con el cuerpo materno cuya depreciación, tan honda, oculta la producción de una ‘significancia’ primordial que el patriarcalismo desdeña”. Esta “fuga” del pensamiento histórico político a la metafísica sobre la cual se quería una emancipación se hace “teología”. Y el sistema patriarcal que habría que desmontar para que el pensamiento roce lo material/sensible (el arribo a una lengua femenina, materna) es nuevamente salvado: divinizado, puesto como orden puramente simbólico, como si “en lo finito sin sentido de la corporeidad humana surgiera de golpe lo Infinito sagrado donde la trascendencia –eso lo hará luego– nunca se convierte en inmanente”. Y todo ocurre, entonces “como si en la naturaleza, en el elemento de lo vivo, no surgiera lo animado para que la vida persista como vida por lo menos”. El combate con Levinas se despliega bajo la fórmula “refutar para comprender”, que Rozitchner ha puesto en marcha tempranamente en su obra y que vemos reaparecer una y otra vez respecto de figuras como Perón o Agustín. Refutar es comprender en la medida en que no se enfrenta la palabra, la idealidad del pensar del otro, sino buscando penetrar en su coherencia, para habilitar lo más “profundo e impensable de su propia experiencia del acceso a la vida de la historia”, para –al mismo tiempo– radicalizar la comprensión de nuestra propia coherencia, dando un paso más en el pensamiento. Este es el desafío que el pensamiento de Rozitchner lanza a la filosofía: poner en movimiento un cuestionamiento del pensar del otro pero vinculando siempre este movimiento a una puesta en juego del pensar de uno mismo, esto es: enfrentando el obstáculo que en cada quien demanda la constitución de una coherencia capaz de atravesarlo, de pensar de otro modo. Este ejercicio polémico, dice Rozitchner, demanda una apertura de los conceptos filosóficos al fondo inconsciente (imaginario, sensual, afectivo) del que proceden. Esta apertura no sucede en el lenguaje 16


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dirimiendo algo que concierne al pensamiento y a la vida. Ya que pone en juego el proceso mismo de constitución de la conciencia adulta desde la cual después la filosofía luego habla (una notable nota al pie en este primer ensayo refiere a la experiencia analítica con las drogas como camino para acceder a este fondo). Cuando el pensar atraviesa nuevamente el camino desde del origen descubre la precedencia –esencial, práctica– de lo poético sobre el concepto.

II “La justicia en Levinas viene del miedo a la muerte y no del gozo común de la vida: viene otra vez de Dios, como siempre, ni siquiera de las diosas”. Rozitchner atribuye el fracaso de Levinas al compromiso adoptado con aquella metafísica que se trataba de superar, y a su incapacidad para extraer las consecuencias intelectuales y políticas de las guerras y del nazismo, que habían marcado trágicamente su existencia. Esta incapacidad aparece en su formulación de lo judeo-cristiano (sobre todo en Filosofía del hitlerismo). Al asimilar los términos –para Rozitchner en disputa– neutraliza el planteamiento del problema que se debía afrontar: el necesario combate contra aquello que en lo “cristiano” (y en lo liberal) suponía y preparaba el gran proyecto de subordinación de la carne al espíritu que el capitalismo actualiza y el nazismo radicaliza. Si toda filosofía se mide con su tiempo por su capacidad de enfrentar en su singularidad el obstáculo que se le plantea a la vida, liberando nuevos modos de pensar, conocer y de vivir, Rozitchner caracterizará la reflexión levinaseana como elusiva, una forma de la renuncia y del repliegue, que busca refugio en un misticismo de lo inefable y de la consolación (intento fallido de superar el terror de la guerra y el nazismo que amenaza). Las premisas para relanzar el pensamiento deben hallarse en otro sitio, en otro enfoque. Hace falta un punto de partida capaz de dar 17


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cuenta e intensificar los procesos de constitución histórico-subjetiva de las potencias individuales y colectivas de los cuerpos mancillados por el terror. El pensamiento debe retomar el mandato vital, el primero en toda vida, recobrar la sensualidad que en todo cuerpo vivido se conoce o recuerda (puesto que en su origen arcaico hubo una experiencia de simbiosis con la madre), y volver a ese saber sensible como a un principio material-fundamental del ser y el pensar, en relación al cual todo nuevo comienzo (adulto) será –necesariamente– segundo. Esa vía, que es para Rozitchner la de lo material-ensoñado, está ya presente (pero como encriptada y negada por la tradición rabínica) en la mitología judía pre-cristiana (que Levinas sólo retiene en su forma patriarcal dominante, desoyendo –bajo los efectos del terror– las marcas maternas que sin embargo permanecen). El problema con lo judío-cristiano es que subordina y hasta sacrifica este núcleo de la ensoñación, reorganizando la subjetividad a partir de un infinito abstracto, sea de orden teológico, sea del orden de los racionalismos.

III “La preeminencia del ‘no matarás’ de la Palabra del padre sobre el ‘vivirás’ sin palabras hecho lengua de la madre. Aquí, en Levinas, la temporalidad de la genealogía queda invertida”. Se inquieta Rozitchner por el hecho de que sea precisamente este pensamiento de la consolación el elegido por muchos latinoamericanos después del terror (no sólo) militar de las últimas dictaduras (de la teología de la liberación a los viejos militantes de las guerrillas) a la hora de elaborar nuestro pasado, nuestro presente. El resurgimiento de la obra de Levinas, que Rozitchner había leído en la década del cuarenta en París, se da también entre los llamados “Nuevos Filósofos”, en Francia. Se trata siempre de una tentativa por “convertir en metafísica el secreto del descubrimiento del otro con las palabras que suplen 18


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la magia de la mirada inquisidora por una revelación sagrada que deposita en una relación sensible, reducida a sensación minúscula, el infinito de la revelación divina: zonas erógenas convertidas en teológicas”. Y en el terreno político, de proponer una ética separada y por encima de lo histórico, así como de suprimir toda discusión sobre la violencia eliminando una elaboración sobre lo que Rozitchner llamará la “contra-violencia”. Una reflexión como esta comienza por el olvido del ‘vivirás’ primigenio, “del cual el ‘no matarás’ es sólo un imperativo defensivo, a la retirada, murmurado sólo con palabras ante el enemigo implacable e inconmovible que amenaza con aniquilarnos”. La ocasión para plantear estas cuestiones la brinda, como se dijo, la publicación de la ya célebre carta que envía Oscar Del Barco a la revista cordobesa Intemperie en 2004, en la que se acude al “no matarás” levinaseano como clave desde la cual revisar la experiencia guerrillera de los años 60. Señala allí Rozitchner que la filosofía que se practica, en la evocación de Levinas, es una que se limita a asumir la derrota sin suscitar nuevos conocimientos relativos al obstáculo subjetivo que condujo a ella y que presumiblemente permanece intacto por no haber sido nunca elaborado. Una reflexión como esta supone una cristalización, y no arroja nuevas posibilidades de vida, sino un amasijo verboso, una retórica que se mueve en el espacio alucinado del puro consuelo. El ensayo sobre Levinas se completa así con el segundo de los textos que componen esta edición. Se trata de un texto preparatorio de lo que será luego la intervención de Rozitchner publicada bajo el título “Primero hay que saber vivir” (en la revista El Ojo Mocho, 2006), en respuesta a Del Barco, pero también como su continuación en una reflexión más reposada que continuará hasta el año 2009 retomando los problemas fundamentales que esa polémica había hecho emerger. Se muestra, en la secuencia de los dos textos que aquí se publican, un modo de trabajo en el cual la intervención polémica resulta inseparable de una la elaboración meditada y crítica de las filosofías de nuestro tiempo. 19


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Todas las referencias bibliográficas de las citas han sido agregadas por los editores; en los casos en que no figuran referencias de la traducción castellana es porque la traducción pertenece al propio Rozitchner. Sólo resta una aclaración sobre la estructura del presente ensayo, pues, como se ha dicho más arriba, es este un texto inconcluso, de modo que su estructura tuvo que ser reconstruida por los editores; aunque ciertamente, no sin sólidas pautas largamente trabajadas junto a León Rozitchner durante 2008 y 2009. Es a partir de esas pautas, entonces, que se ha intentado ordenar el material disponible a fin de que se acerque lo más posible a la estructura expositiva que Rozitchner había delineado, sin llegar a plasmarla de un modo definitivo. A esta reconstrucción expositiva, por último, remitimos ciertas desprolijidades del texto en lo que a repeticiones o saltos temáticos se refiere, con la convicción de que sus lectores se verán compensados sobradamente por la profunda originalidad y potencia de las reflexiones de este ensayo inédito de León Rozitchner.

Buenos Aires, noviembre de 2013

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“…no se puede saltar sobre este Edipo, ya que todos empezamos siendo niños. Cosa que, por otra parte, no toman en cuenta los revolucionarios. Tomen por ejemplo a Marx, a Babeuf o a quien prefieran: siempre se trata de hombres adultos que actúan; lo que no dicen es cómo se llega a ese estadio. Ya que todos están en él, hechos y derechos. Se presentan visto y no visto y ya están haciendo la revolución…” Jacob Taubes



Prefacio El límite infranqueado Luego de escribir la mayor parte de estas notas de lectura, y acceder a su última obra, Autremment qu’être (lo anterior y diferente al ser que estaría por debajo, antes y detrás y/o conformando el ser que somos y desde el cual debemos pensar un fundamento anterior al fundamento último de la esencia pensada), recién ahora podemos decir y comprender el interés que su obra ha despertado, y presenta para mí ahora. Para decirlo brevemente: Levinas es quien pretende, osado, ir más allá de todo lo que la filosofía ha pensado para encontrar un fundamento último, escondido detrás del Ser sobre fondo del cual toda la filosofía hasta ahora se ha movido. Está en cuestión ya no el modo de aproximarnos al Ser, sino la noción de Ser mismo de la filosofía occidental. Más allá de la fenomenología de Husserl, más allá de Heidegger, del racionalismo humanista, más allá del marxismo, más allá del empirismo o el sensualismo, más allá de la teología cristiana a la cual no contradice –y más bien acepta como compatible con la religión judía–, Levinas enfrenta desde la herencia judía y religiosa un nuevo abordaje de la filosofía occidental. Encuentra que hay un más acá de la noción de ser que la filosofía del Ser –no hay otra– hasta ahora no ha alcanzado a pensar. Se trataría, nada menos, de comprender que todo lo que la cultura del occidente cristiano ha producido –principios políticos, concepción económica, abordajes lingüísticos de la expresión humana, cristianismo, educación, valores, guerras, relaciones entre los hombres en todos los niveles, concepción de la salud y de la vida, amores y odios, fundamento de la racionalidad desde la cual todo se ordena, ciencia incluida– debe ser pensado desde otro fundamento. Todo lo que la palabra cultura en su sentido más amplio expresa, por lo tanto, debe ser re-fundado. Porque Levinas –como se debe– se hace la pregunta que va al fundamento de nuestras sociedades occidentales y cristianas 25


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viniendo desde la experiencia de las guerras más terribles del siglo XX, que marcan el punto extremo donde esta cultura encuentra su contradicción no sólo pensada sino su conclusión más visible: el exterminio no sólo de grandes masas humanas de hombres sino el aniquilamiento de la vida planetaria misma. Esa búsqueda, pensamos, debe partir entonces no sólo de los supuestos filosóficos, como lo hace y a los cuales queda Levinas limitado, sino que debe alcanzar el fundamento mítico de la cultura de occidente. Decimos: debe partir de la mitología cristiana que hace dos mil años la ha orientado hasta este final monstruoso que estamos viviendo todos en su pretensión de universalizarse, es decir su culminación “católica”. Hay pues algo anterior a todo lo que se presenta como punto de partida: hay un Decir antes que los juegos del lenguaje de Wittgenstein, “anterior a los signos verbales… a los sistemas lingüísticos y a las cosquillas semánticas”,1 que sería el “prólogo de las lenguas”, “el decir original o pre-original, el logos del pró-logo” que abriría a “un orden más grave que el del ser y anterior al ser”. “El vacío que se abre [con la Nada del Ser que pretende negarlo] se rellena con el sordo y anónimo ruido del ‘il y a’ [originario]”.2 Levinas se interroga sobre esa Nada pasiva que enfrenta el Ser activo de la filosofía. Él ha partido del “il y a” desde mucho antes de escribir este libro del 78: lo hizo en el 47, al término de la guerra, cuando todavía no la tenía del todo clara. Buscaba la inserción del espíritu en la carne insignificante. Lo que nos interesa es qué pone allí, en esa Nada, para llenarla con un “autrement qu’être”, algo negado del cual sin embargo el Ser de la filosofía emerge. Este es precisamente el problema que a nosotros nos interesa desde hace mucho tiempo: ¿qué oculta esa Nada que desde el comienzo de la filosofía se enuncia como un vacío que sin embargo señala el comienzo de la plenitud del Ser desde el cual comenzamos a pensar todo lo pensable, al mismo tiempo que dejamos el fundamento del Ser 1. Emmanuel Levinas, De otro modo que ser o más allá de la esencia, Salamanca, Sígueme, 2003, p. 48. 2. Óp. cit., p. 45. 26


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como impensable en la despreciada Nada? Es decir, esa “nada” a la cual Levinas quiere darle un lleno que antecede al Ser mismo del cual habitualmente se parte. La puesta en duda de ese Ser plantea la necesidad de hacer emerger ese otro fundamento negado en la noción de Nada. Creemos que Levinas sigue sin embargo aferrado a un “autrement qu’être” dependiente de esa misma filosofía cuya refutación absoluta con toda razón emprende. Es lo que pretendemos exponer en las notas de este trabajo para explicar de una manera diferente la experiencia de pensar el origen del Ser que en Levinas, pese a todo, creemos, sigue dependiendo de una cierta lectura de la tradición religiosa judía, sobre todo del texto de la Biblia, en cuya divinidad y preceptos proféticos encontraría el fundamento que busca. Este reencuentro con la filosofía de Levinas –tengo ese texto del 47 comprado por mí en el 48, recién llegado a París, subrayado y luego olvidado– se produjo al azar de una polémica sobre el “no matarás”3 que Levinas evoca como mandamiento fundante de toda ética, al que recurren algunos intelectuales argentinos luego del fracaso de las ilusiones perdidas y del terror del 76, instaurado en Latinoamérica por el triunfo del neoliberalismo cristiano mundializado. Más allá de los clásicos que abrieron el espacio de una revolución posible, fracaso cruel que nos dejó a todos en banda, Marx incluido, uno se pregunta por qué este súbito reverdecer de la filosofía del judío Levinas sobre fondo de las guerras de exterminio inmisericorde avaladas por el mundo occidental y cristiano con el apoyo de las iglesias locales. ¿Por qué la filosofía de otro judío, luego de la Shoá, sirve para “bajar línea” a los derrotados y hasta a la “teología de la liberación” católica, que desechan sus propios pensadores para adoptar el pensamiento de Levinas como reemplazo adecuado, mientras se espera que quizás amanezca otra alborada histórica que este pensamiento prepararía? Porque nos preguntamos: Levinas, más allá del hondo reconocimiento a su profundización y a sus valores morales y personales, ¿realmente es la filosofía de reemplazo 3. Ver Apéndice en esta misma edición “Primero hay que saber vivir”. [Nota de los eds.] 27


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que el futuro espera para pensar desde ella cómo enfrentar la monstruosa hecatombe con que nos amenaza el capitalismo cristiano? Quizá, más allá de la dificultosa lectura que mi texto inacabado pide, haya la posibilidad de comprender cómo se dibuja en una difícil filigrana, que los textos de Levinas nos imponen, la posibilidad de un reencuentro con aquello que, pese a todo, no alcanza para llenar esa Nada que sigue siendo aún Nada, aunque de otro modo. Pensamos, entonces, en un mater-ialismo histórico que Levinas sigue eludiendo aunque, en negativo dentro de su positividad, haya creído haberlo alcanzado con su noción de Infinito. Hablamos de un mater-ialismo que recupere aquel que el Infinito nos sigue obturando, aunque dibuje su contorno cerca de la meta, del límite hasta ahora infranqueado, pero sin traspasarlo.

¿De dónde parto y en qué me afirmo para encarar la filosofía de Levinas? En primer lugar: todas las lucubraciones filosóficas no tienen en cuenta la constitución histórico-biológica del sujeto: el fundamento materno de su acceso a la conciencia desde la pre-maturación del recién nacido, es decir aquello que distingue al hombre de todos los otros seres vivos. Cuando Freud describe el proceso primario y el proceso secundario,4 dos períodos en el acceso a la vida adulta y al mundo, un dominio extranjero interior y un dominio extranjero exterior que fundamenta la escisión del sujeto, nos descubre un proceso de tránsito de lo biológico a la cultura que la metafísica ha dejado de lado.5 4. Ver por ejemplo: Sigmund Freud, “Proyecto de una psicología para neurólogos”, en Obras I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1973, pp. 235 y ss. O también: “La interpretación de los sueños”, cit., pp. 702-713. 5. Un análisis detallado de estos conceptos puede verse en la obra de León Rozitchner Freud y los límites del individualismo burgués (1972), reeditada en esta misma colección. [N. de los eds.] 28


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Y entonces podemos llamar metafísica a toda reflexión que ignora el origen de sí misma, es decir la originaria constitución del “sentido” en el surgimiento a la vida de la primera infancia. Esta experiencia fundante, que queda sin registro consciente pero cuyas marcas en la estructura subjetiva son imborrables, esas vividas por el niño con la madre, son depreciadas desde el pensamiento y la razón patriarcalista como el lugar de la Nada, de lo oscuro y de la muerte donde el espíritu se inserta para darle una nueva vida. Y es verdad que así obran si el sistema consciente que la razón abre con la lengua adulta desconoce la necesidad de un tránsito que la madre misma comienza a producir en el niño, pero que es rechazado al implantarse un corte que el terror escinde en el niño. Ese corte que nos distancia de nosotros mismos sigue sin embargo vivo, porque de la aceptación o el rechazo de esta experiencia se construirán luego las modalidades de prolongarla o negarla. Mas la negación definitiva nunca es posible, porque es el fundamento de nuestro surgimiento a la vida que permanecerá para siempre determinando, con su rechazo o su prolongación, el sentido de la cultura y por lo tanto de nuestra propia vida. El carácter alucinatorio primero y luego ensoñado, inconsciente, constituirá la cantera, la mina, el obrador, la estiba, la fuente, el vivero, el tramado, el acopio, el filón, el fondo, con cuyo material imaginario y sentido –producto indeleble de la experiencia arcaica en simbiosis con la madre, Edén sin retorno vivido antes de que existan las categorías del tiempo y del espacio–, se construyen luego los conceptos de la metafísica y de la razón en el mundo. La madre ensoñada sigue siendo lo absoluto en acto, vivido en lo pleno sensible y afectivo de la infancia. Y sin embargo todas las filosofías lo presuponen en lo que describen, no solamente cuando habla del Bien supremo sino cuando en el amor vamos al encuentro de la unidad perdida. Todas las filosofías parten de un corte entre el cuerpo y el espíritu y tratan de salvar esa distancia que ellos mismos establecen como premisa para pensar la “verdad” de lo que piensan. Se separan del cuerpo como lugar donde el espíritu aún no había penetrado para colocarnos en el buen camino, o lo constituyen 29


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en el lugar donde la vida humana sólo comienza, en verdad, cuando lo ordenamos con la fina punta del espíritu patriarcal que le proporciona un nuevo punto abstracto de partida. De este modo, pensamos, la razón no accede a su propio fundamento materno que queda girando sobre sí mismo, mientras los buitres de la razón (patriarcal) volando en círculo esperan convertirla en carroña para devorarla. Los conceptos y los dioses quieren anularla, pero la madre, con cuyas marcas nos confundimos, no muere nunca, y la metafísica no tiene en verdad de qué alimentarse cuando ella falta. Por eso la razón se desarrolla para tratar de sustituirla y cada vez más se acerca, la roza, pero como tiene su origen en un corte tajante no la alcanza nunca. Levinas, que es judío, viene de otro sitio cuando entra en la metafísica cristiana, reanuda luego de la guerra los lazos con su propio pasado bíblico que, si bien también se distanció de la madre, la tiene aún cerca contenida en sus tradiciones y en sus narraciones religiosas que nunca alcanzaron su propio iluminismo en la tradición judía. Pero trata de encontrar su fundamento trágicamente perdido –madre y padre aniquilados en los campos nazis– con las categorías de la razón metafísica del occidente cristiano. Y aunque vaya más lejos y lo critique, nunca lo abandona, y por eso vuelve al fundamento materno pero sólo para rozarlo y levantar vuelo nuevamente: elude la tierra fértil y acogedora que el misticismo judío rememora a su manera. Busca la paz nuevamente en el ecumenismo religioso, donde la razón cristiana y la razón judía se confundieron en el iluminismo moderno. En estas notas, que más que críticas quieren mostrar ese roce y esa aproximación hacia lo más hondo de sí mismo, pretendemos mostrar con sus propias palabras ese acercamiento y distanciamiento al mismo tiempo.

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Introducción I Luego de la Segunda Guerra Mundial, de la eclosión de un pensamiento y de una actividad política que se expandía y arrastraba a la acción, a la creación y al pensamiento a quienes esa experiencia había marcado, y sobre todo con el triunfo de la URSS, surgen las condiciones para pensar que otro mundo era posible. Reverdecieron las artes, las ideas filosóficas, las propuestas políticas, y culminó, como eclosión transformadora en mayo de ese 1968, lo que había comenzado en 1945 con la conmoción que abarcó el primer y el tercer mundo como una llama arrasadora de optimismo político que sólo el terror pudo detener en ambos lados. Ahora hay masas institucionalizadas atomizadas; dominados y enfervorizados en el uno a Uno desde la adolescencia misma, mucho antes de como se entraba tiempo atrás a la política, se masifican sin panificarse nunca, flautitas y pebetes multiplicados sin levadura. A partir del fracaso de la URSS y del triunfo del capitalismo mundializándose y expandiéndose sin resistencia en Europa. Es entonces cuando otras filosofías, la de aquellos que descendían de los grandes maestros de la posguerra, que habían participado o contribuido al desarrollo crítico de su pasado, acentúan sin pudicia el retorno a una metafísica post-metafísca, directamente teológica; enfatizan sus semejanzas y diluyen lo que antes aparecía como tajantes diferencias. Los nuevos filósofos franceses, ojos avizores del desastre, se expandieron en el campo que el terror estaba abriendo luego de la liberación conquistada en la posguerra. ¡Quién puede negarle las mejores intenciones a la inocencia aterrada por las masacres más infames que haya conocido la historia, ahora en pleno amor y misericordia cristianas! Para ellos no era ya la metafísica que antes criticaban sino un filosofar cuyos presupuestos –decían– habían superado para plantear un espacio especulativo acorde a los nuevos tiempos. 31


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Y entonces reverdecen aquellos antiguos pensamientos secundarios, filósofos “de segunda” que el ímpetu triunfante de la posguerra había dejado al margen, sin eco y casi sin sonido, ocupando ahora el nuevo espacio vaciado. Predomina la lucha contra el totalitarismo –Alemania e Italia vencidas, pero igualadas con la URSS todavía presente– desde la democracia. Y con esa excusa apoyaron al Cuarto Reich norteamericano que avanzaba a paso de rock entre la matanza. Este pensamiento es entonces congruente con el encubrimiento de lo que las mismas democracias triunfadoras tenían de un totalitarismo que no necesitaba decir su nombre, cuya forma insidiosa de dominio no necesita ser puesta al descubierto: está ahora desnuda. Aparece un sujeto libre, que es previo a toda determinación histórica. Y la madre, como forma histórica denegada en el fundamento de la especulación patriarcal que Levinas continúa, que es el fundamento cristiano del capitalismo racionalista, queda nuevamente oculta. Los simpatizantes del marxismo despojaron a Marx de sus aportes más movilizadores para limitarse a aceptar de él lo que coincidía con sus posturas claudicantes. Y con la excusa de corregir sus defectos, vuelven a introducir los presupuestos metafísicos que tanto Marx como Freud habían criticado en el fundamento revolucionario de sus trabajos teóricos. Metieron a Lacan, pero Levinas estaba todavía antes. Levinas y su propia tragedia es adoptado entonces por los nuevos pensadores de la derrota, cuyos pensamientos teológicos sonaban a falsete y nadie escuchaba; son los que retornan a ocupar el espacio ahora desolado que el triunfo del neoliberalismo ha abierto. Bernard Henry-Lévi diserta en el mausoleo de los Études lévinassiennes. Son almas buenas, tienen buenas intenciones, saben de qué hablan, pero no nos convencen ni podemos seguirlos como muchos lo hacen. Ahora su pensamiento prende en el entretenimiento especulativo, verboso y exhausto: su intento de convertir en metafísica el secreto del descubrimiento del otro con las palabras que suplen la magia de la mirada inquisidora por una revelación sagrada que deposita en una relación sensible, reducida a sensación minúscula, el infinito de la revelación divina: zonas erógenas convertidas en teológicas. 32


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Nuevos carmelitos descalzos, caminan sobre brasas ardientes poniéndose unto sin sal sobre las llagas. Los problemas o las experiencias filosóficas ya no se entienden, porque para hacerlo hay que prepararse, leerlo todo. Pero esa lectura es, como repiten con Platón, una “preparación para la muerte”, en la que mueren porque no mueren, esa muerte que llega justo enseguida después de jubilarse. Dejan de prolongar la marginal experiencia vivida en una academia globalizada con referato, donde quienes los dirigen también tocan pito, sacan la tarjeta roja o amarilla, y nos introducen en los laberintos del enlace de conceptos que terminan cavando en el sinsentido que las palabras cruzadas abren hacia lo infinito: ellos se entre-tienen. Quiero decir: se mantienen como mantenidos. Ilustrados sin lustre, hacen lo mismo que el capital con su plusvalía de palabras: acumulan puntos para un premio, incentivo celeste, que nunca habrá de llegarles. Han creado un globo paralelo al financiero, sólo que este está lleno de palabras que se transmuta en oro y sueldo en la Academia. Este también se está desinflando y serán muchos los desocupados. Allí las palabras, creyendo decirlo todo, lo inaudito, por una operación de desplazamiento lingüístico giran en el vacío de una red de sutilísimos enlaces que perdieron su origen en el camino, que no resuenan en nada, salvo en el laberinto de un vacío sin sentido cuya coherencia racional no necesita ya más de la resonancia afectiva del cuerpo viviente para verificarse. Y cuando suenan lo hacen en falsete. Habría que tener dos vidas por lo menos: una para conocerlos, otra para refutarlos. Por suerte nos dimos cuenta antes de que la primera y única termine. Nos interesa comprender la filosofía de Levinas que tantos intelectuales toman como referente en tiempos de derrota para plantear la situación de crisis y darse tiempo para sobrevivirse a sí mismos. Y desde ella encontrar, como una totalidad orgánica organizada como sistema filosófico, aquello que hace que Levinas sea –en algunas partes del mundo en general y para un grupo de intelectuales argentinos en particular– una estructura de pensamiento que al querer asumir lo fundamental que la catástrofe del mundo presenta hoy en día, termina 33


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encubriendo lo que caracteriza el núcleo oscuro del pensamiento cristiano-capitalista. Y no es extraño que esta filosofía también haya reverdecido entre los intelectuales israelíes: sigue presentándose como la verdad críticamente aguda del pensamiento metafísico tradicional y del marxismo economicista y politicista. Nada mejor para llenar el espacio de quienes usaron las armas de la filosofía para no llevar adelante una experiencia mucho más tardía, y plena de otras evidencias, que Levinas no pudo alcanzar. Porque hay que tener presente que Levinas coincide en sus críticas con aquellas que ahora todos los intelectuales de izquierda estarían de acuerdo en compartir. Una filosofía del Desastre de la Segunda Guerra Mundial puede servir a la filosofía de la Derrota en nuestra dependiente cultura.

II Cada vez me convenzo más –me decía antes, porque vamos cambiando– de que la exposición de las ideas filosóficas debería estar acompañada por el recuerdo, las experiencias narradas de la vida de quien escribe, sobre todo las de su infancia: de su acceso originario a la palabra. Y que esa exposición de ideas, dirigidas a los lectores, se convertiría entonces –pensaba– en un diálogo donde el lector al leerlo le iría agregando, para ser mejor comprendido, aquello que quien escribe no sabe de sí mismo, y que el otro que lo lee le devuelve para poder entenderse mejor de lo que uno creía al escribirse. Por eso leemos, como clandestinos, las biografías de los filósofos ilustres. La refutación cambiaría de sentido: sería un desafío a la coherencia no sólo de las ideas, sino a la coherencia consigo mismo del sujeto que piensa, y hacer que al pensar el sujeto se piense a sí mismo habilitando lo más profundo e impensable de su propia experiencia del acceso a la vida de la historia.1 1. La droga, antes de que aparecieran los drogadictos en masa, la droga como una experiencia de apertura, como muchas culturas la usaban y no como decisión consciente del poder político, ¿no fue quizá, como el recordado Emilio Rodrigué o Fontana lo mostraban describiendo 34


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Antes de ser un desafío a la coherencia del otro sería un desafío a la coherencia de uno mismo consigo mismo, luego de habilitar el lugar originario, lo que un texto de filosofía plantea. Toda exposición teórica contendría, necesariamente, una limitación al propio dogmatismo porque nunca uno puede estar seguro de haberse comprendido sobre fondo de poner en juego lo más entrañable de su acceso a la vida y a la historia que determina los límites y la apertura de su propio pensamiento. ¿La filosofía no fue hasta ahora el lugar contradictorio donde queriendo ir al origen de nuestro propio fundamento, al mismo tiempo que lo hacía lo iba encubriendo? La razón, con sus conceptos, pondría en juego necesariamente la vida sensible, imaginaria y afectiva que desde lo más arcaico hasta lo más adulto da qué pensar al pensamiento: y no sólo lo simbólico, que por seguir obturando el secreto de la madre negada termina como en Lacan en la disimulada psicosis heráldica de los nudos borromeos. La infancia volvería a ser recuperada, a ser comprendida como el lugar originario de los contenidos vividos que animan sin saberlo todos los conceptos fundamentales de la metafísica y de la religión, de la poesía y del arte. La poesía, como Jean Wahl enseñaba, sería el fundamento no reconocido de la filosofía dentro de sus propios conceptos. La experiencia mística en la que se refugia la filosofía post-metafísica iría al encuentro de su fuente originaria en la experiencia arcaica: sería un estadio de la filosofía, el estadio ab-origen de todo pensamiento situado en su propio interior, no al margen de ella. Sería absoluta en su ser relativa a la propia historia del acceso a la palabra, porque ese primer acceso ha sido siempre, para el niño que todo hombre ha sido, la unidad absoluta con lo otro en lo Mismo, para utilizar un término grato a Levinas. Todo esto presuponía lo que Sloterdijk da por terminado en el posmodernismo: el ocaso de una comunidad de escritores y lectores, de letrados, viviendo al margen y en los intersticios, como Marx decía de los judíos polacos, la experiencia de Freud, el momento necesario para “regresar” y actualizar esa experiencia originaria que encubría el origen de la conciencia humana? [N. de L. R.] 35


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en los poros de la sociedad occidental, capitalista y cristiana. Todo eso ha terminado. Esa misma comunidad ha desaparecido como la Academia antigua, cuyo modelo pidieron prestado a las universidades medievales que están en el fundamento de las nuestras. Los jurados de la antigua Iglesia y el Santo Oficio de la Santa Inquisición se han convertido en los jurados académicos universitarios. Esa lucha estaba aún presente en la posguerra parisina que uno mismo había conocido. Pero, ¿realmente creo eso que pensaba antes, puedo seguir pensando ahora cuando los libros y el diálogo implícito con sus lectores han desaparecido hundidos bajo la avalancha de una superproducción redundante con la que nos mean, nos anegan y ahogan, que deben vender cada día infinitas “novedades” para hacer que el “negocio” de los grupos de editoriales sea rentable para sus accionistas, y cuando para la CNN –un estilo sólo más cínico– mide sin desenfado la cualidad de toda producción humana por su rendimiento en dólares sin que nadie, pero nadie, se asombre? Ahora un Modigliani o un Van Gogh, muertos locos y de hambre, adornan en Belgrano la mansión de un chanta porteño enriquecido.

III Partir de describir el hecho de que en épocas de catástrofe el retorno a lo materno es el modo de eludirla y a veces de enfrentarla, pero con una respuesta que no siempre crea una nueva modalidad de pensamiento para vencer el obstáculo, sino simplemente para disolverlo imaginariamente. Levinas en vez de permitir una aproximación más profunda al conocimiento de la realidad que lo aterra (lo cual sería un retorno a las fuentes de la vida judía para convertirlas en un nuevo punto de partida de la inteligibilidad humana luego de la Shoá y encontrar en esas fuentes de vida la comprensión más profunda en sí mismo y que produce esa realidad que lo persiguió para aniquilarlo) entra en cambio en un éxtasis místico donde la protección imaginaria le brinda 36


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un consuelo sentido, alucinado, que lo protege y lo salva. Vuelve a producir, acorde con la racionalidad que lo amenaza, un esquematismo que niega de su propia experiencia absolutizada aquello que podría ser su punto de partida para una nueva eficacia. De eso se trata: plantear nuevos presupuestos para pensar algo, crear una racionalidad nueva que recupere como punto de partida para el pensamiento a la dadora de vida, a la del primer imperativo que Levinas excluye: el “vivirás” primigenio, del cual el “no matarás” es sólo un imperativo defensivo, a la retirada, murmurado sólo con palabras ante el enemigo implacable e inconmovible que amenaza con aniquilarnos. Y que Levinas pretende enfrentar con un solipsismo místico. Este engendramiento que la ontología quiere conceptualizar para aproximarse y asumir la experiencia del ser del hombre en la plenitud de su horizonte de sentido, tendría previamente que recuperar una plenitud perdida infantil que abrió ese horizonte primero como un a priori de toda conceptualización. Y cuyo sentido sería entonces diferente si lo despojáramos de una plenitud sentida, pero también fantaseada, que reverbera y plantea esperanzas y decepciones referidas a lo absoluto de esas vivencias arcaicas. Pero deja de prolongarlas y adecuarlas a las condiciones de la realidad adulta y colectiva de la materialidad histórica, que sin embargo sigue determinando tanto el pensar como el obrar. Sin comprender lo que la infancia vive y se corta en ella sin solución de continuidad en la cultura adulta, es difícil comprender lo que el adulto espera de la vida y por lo tanto del tiempo, del otro y del más allá. Y precisamente esa plenitud que la ontología abre, referida a lo absoluto, quizá se verificaría como susceptible de prolongarlo y enderezarlo en función del tiempo y del espacio histórico, pensando que ese absoluto es relativo a las condiciones de la infancia desde la cual se abrió. Entonces lo absolutamente otro, la alteridad, el amor, la vida y la muerte encontrarían un sentido no menos profundo y complejo, pero que abriría el espacio de una relación más fecunda en tanto incluiría a los otros en una relación de reciprocidad posible, no fantaseada como absoluta y por lo tanto estéril y destinada a la consolación individual y a la soledad. 37


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El hecho de que lo materno sea el punto ciego y excluido del fundamento plantea, me parece, ciertos presupuestos que dejan de lado, empobrecidos, aquello sin lo cual todo el gran sistema de dominación actual –económica, política y sobre todo mítico-religiosa– se silencia en lo que tiene de modificable y enfrentable. Porque precisamente su fundamento mítico es el que organiza el horizonte de sentido de la realidad histórica del occidente cristiano-capitalista, porque tiene como prerrequisito la reelaboración mítica de las categorías arcaicas de la subjetividad. Y es el defecto fundamental que se refugia, como un lugar reservado y excluido de la comprensión, en el campo de lo absoluto y de la religión. Sin comprender las torsiones y las metamorfosis que el poder opera en el campo de lo arcaico, de la infancia del niño –y no solamente de la infancia del hombre en la historia, a la manera de Marx– los presupuestos de la dominación subjetiva y material de algunos hombres sobre la mayoría de ellos quedarán sin poderse explicar. La razón de que el enorme esfuerzo crítico de la ontología de Levinas no alcance su cometido se encuentra en el hecho, creemos, de que se despliega dentro de los límites que el patriarcalismo planteó como único espacio para la racionalidad histórica. Y eso determina un límite infranqueable para su planteo ético porque señala, al mismo tiempo, las áreas vedadas al pensar que la alienación occidental decantó como absolutas aun para quien cree penetrar hasta el extremo límite de toda determinación. Permanece en el campo de la metafísica de la cual el mismo Levinas señala el lugar de lo erótico como su punto ciego. Pero llega sólo hasta allí: no recupera a la madre-mujer, una exclusión fundamental que sigue él mismo sosteniendo.

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I Notas sobre el hitlerismo y el terror cristiano Primera parte: El nazismo propiamente dicho Las potencias primitivas, la fuerza y los sentimientos elementales Lo “terriblemente peligroso” del hitlerismo “se vuelve interesante en términos filosóficos”,1 comienza diciendo Levinas. Lo cual significa que el hitlerismo racista alemán excede para él los límites de la cultura de Alemania y se amplifica hasta adquirir una dimensión que pone en juego toda la cultura llamada occidental y cristiana. Abre entonces el espacio de una reflexión sobre un peligro mucho mayor del cual Alemania sería sólo la hedionda y purulenta pústula por donde una enfermedad mucho más diseminada, que abarca todo el cuerpo de la cultura occidental, de pronto supura y estalla. Y no se trata sólo de un arranque pasajero de “contagio” o de “locura”. En términos de Marx diríamos entonces: el nazismo sólo mostró de una manera amplificada la repugnante hendidura por donde se revela la putrefacción del Espíritu Absoluto de la razón occidental. Levinas anticipa y comprende la magnitud del horror que desde Alemania se anuncia en términos apocalípticos y que, como hemos visto los que sobrevivimos a esa monstruosa hecatombe que hoy se globaliza con el neoliberalismo, permanecía sin embargo limitada, como si el nazismo alemán fuera –tal como ha sido presentado durante la Segunda Guerra Mundial y hasta nuestros días– sólo un enfrentamiento del terror de las hordas germanas contra las libres democracias liberales, pero sobre todo contra el socialismo naciente. “El conflicto no se dirime sólo entre el liberalismo y el nazismo”, dice Levinas, y lo 1. Emmanuel Levinas, Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo, Buenos Aires, FCE, 2001, p. 7. 39


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extiende hasta englobarlos en un fundamento único: “Predeterminan o configuran el sentido de la aventura que el alma correrá en el mundo”. Es esa aventura del alma la que está culminando ahora. Debe buscar entonces el fundamento más allá de donde la razón lo comprende. Levinas ve emerger desnudamente en el hitlerismo el asiento pulsional originario desde el cual toda cultura se elabora: “las potencias primitivas, la fuerza y los sentimientos elementales”. Es “un despertar” de lo que permanecía latente, en somnolencia. Podríamos decir que la cultura occidental y cristiana al profundizarse retoma y abraza abiertamente las fuerzas arcaicas con las que, confundidas o adormecidas, vuelven a enlazarse abiertamente. La razón occidental revela su asiento en las pulsiones sensibles, cuya encarnadura en los cuerpos de los hombres descubre el fundamento terrorífico oculto de la cultura europea. Por eso el nazismo es sólo un índice que “rebasa la filosofía hitlerista”, que es lo que nosotros, posmodernos, no sin escalofríos ahora vemos más nítidamente ante la magnitud de lo que allí se había anunciado. Su afirmación es tajante: “pone en cuestión los principios mismos de toda una civilización”. Podemos decir entonces que Levinas hace ya muchos años abrió el espacio de un interrogante que aún hoy en día, agravado y expandido, luego de haber visto lo que él en este escrito sólo preveía. Su reflexión filosófica pretende llevar el análisis hasta ese extremo del “principio mismo de toda una civilización”, la occidental y cristiana, que ha obturado la capacidad de analizar sus propios presupuestos. Nos preguntamos entonces: ¿Levinas con su filosofía pudo llegar a comprender los principios de toda esa alta civilización cuyo cuestionamiento la política del nazismo abría? La amenaza nazi abarca no sólo al liberalismo sino también al cristianismo, cuya complicidad interesada señala: “El propio cristianismo está amenazado pese a los privilegios o concordatos de los que sacan provecho las iglesias cristianas con el advenimiento del régimen”. Parecería que el hitlerismo nazi y su antisemitismo era entonces utilizado por la Iglesia como algo exterior a ella, sólo como un medio para 40


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obtener prebendas, como si para Levinas la persecución a los judíos fuese pensable sin los previos casi quince siglos de persecución cristiana: como si el cristianismo no fuera, como pensamos, un presupuesto del nazismo. Lo que aún no queda resuelto entonces es la siguiente pregunta: ¿el liberalismo y el cristianismo son sólo dos meras formas de aprovechamiento del nazismo, y por lo tanto exteriores a sus propios fundamentos? ¿O el nazismo tiene su fundamento en el cristianismo tanto como lo tiene en el liberalismo, y por lo tanto todos ellos resultan de los mismos principios y de una misma racionalidad y civilización histórica que los engloba y los utiliza para expandirse? ¿Qué relación tienen los “sentimientos elementales”, considerados como “potencias primitivas”, con la razón que resulta de ellos o se engarza en ellos? ¿Los “sentimientos elementales” y las “potencias primitivas”, en la medida en que son múltiples, pueden ser reordenados, jerarquizados o transformados por cada cultura, y por lo tanto no son en sí mismos negativos por ser elementales y primitivos? De la respuesta que dé Levinas a estas preguntas, que se desprenden de su propio planteo en los primeros tiempos de su reflexión filosófica, dependerá entonces que se abran dos caminos por lo menos: uno, que los califica por ser elementales y primitivos, preexistentes, como irreductibles a toda razón y los enfrente como opuestos a toda prolongación en la cultura, y otro donde la cultura y la razón se apoyen y se prolonguen desde ellos tomándolos, por ser elementales y primitivos, en soportes encarnados de una ética humana que los reorganiza como su necesario punto de partida.

La intuición y la decisión originaria Para Levinas “los sentimientos elementales, y las fuerzas primitivas, entrañan una filosofía. Expresan la actitud de un alma frente al conjunto de lo real y a su propio destino”.2 Entrañan una filosofía 2. Ibíd. 41


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quiere decir que de estos sentimientos resulta un modo de ser y de reflexionar del hombre dentro de la realidad y determinan inexorablemente, por lo tanto, el destino individual y colectivo donde estos sentimientos y fuerzas elementales se expresan. Por eso la diferencia que “los periodistas” franceses de la época hacen resaltar para diferenciar “el universalismo cristiano del particularismo racista” es superficial, nos dice: “una contradicción lógica [entre lo universal y lo particular] no puede dar cuenta de un acontecimiento concreto”. Para dar cuenta de la contradicción lógica hay que remontarse a su fuente: “a la intuición y a la decisión originaria”. Es a esa intuición y a esa decisión originaria a la cual se va a dirigir la reflexión de Levinas. Pocas veces, en tan pocas palabras, se ha planteado –creemos– un intento por comprender la contradicción radical que culmina en nuestros días desde aquellos del 1934 en que fue escrito y publicado en la revista Esprit, revista “del catolicismo progresista [francés] de vanguardia que comenzó a editarse casi al día siguiente de la llegada de Hitler al poder”. Sin embargo retengamos una observación que Levinas escribe en 1990 en su “post scriptum”, donde nos recuerda: “El artículo (de 1934) nace de una convicción: que la fuente de la sangrienta barbarie del nacionalsocialismo no está en ninguna anomalía contingente de la razón humana, ni en ningún malentendido ideológico accidental”. Hay en este artículo la convicción de que esta fuente se vincula con la posibilidad esencial del Mal elemental al que la buena lógica –la racionalidad– podría conducir y del cual la filosofía occidental no estaba suficientemente al resguardo. Posibilidad esta, la del Mal elemental, que se inscribe en la ontología del Ser que Levinas criticará luego en Heidegger. La razón occidental esconde el secreto que la fundamenta. Hay que llegar entonces hasta el origen de la razón desde los sentimientos elementales y las fuerzas primitivas. Son ellos los que pueden producir, en tanto se manifiestan en la corporeidad sensible, el Mal elemental del que la filosofía occidental no estaba al resguardo. 42


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Desde el comienzo Levinas siempre reconoció en el cristianismo una de las formas de manifestarse lo Infinito, de un modo diferente quizás al judío. Sin embargo hay que tener presente que la exposición de la situación europea bajo el cristianismo y el liberalismo capitalista es diferenciada de las condiciones extremas que alcanza el racismo nazi. Si bien Levinas al exponer los caracteres del cristianismo y su prédica, su concepción del espíritu y de la verdad, así como también lo hace con el liberalismo, destaca su concepción del cuerpo y de la naturaleza, y nos muestra que esa distancia entre el yo y el cuerpo tiene en ellos una determinada forma de solución que no resuelve los problemas ni nos proporciona una forma adecuada de lo que debería ser la relación con el cuerpo y el espíritu, no por eso desarrolla todavía su propia concepción. No los critica, pero va mostrando sus límites sin exponerlos como tales: nos lleva a pensar que el nazismo es una posibilidad abierta por las insuficiencias de las elaboraciones cristianas y liberales. Pero no declina su propia concepción, que sólo entre líneas es posible ir detectando. La filosofía de Hitler es primaria. Pero las potencias primitivas que se consuman en ella… se manifiestan bajo el empuje de una fuerza elemental. Despiertan la nostalgia secreta del alma alemana. Más que un contagio o una locura el hitlerismo es un despertar de sentimientos elementales.3 El punto de partida implica una estratificación de los poderes del hombre histórico. “Primarias”, “potencias primitivas”, “fuerzas elementales” que surgen en su modalidad afectiva: son sentimientos aborígenes. Latentes. Levinas explica al nazismo como su retorno: expresión del cuerpo viniendo desde su estrato más primario y menos transformado por la cultura histórica dentro de la cultura misma que los mantenía entonces contenidos, pese al desarrollo de otros poderes, 3. Ibíd. 43


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estos espirituales, desde los cuales nos permiten juzgar y comprender su eclosión inesperada para la razón que creía haberlos superado. Pero esta razón reposa en una concepción que la razón occidental se había dado de sí misma y que, por lo tanto, los hace posibles. Los sentimientos elementales, primarios, sin transformación aún, latentes, surgen con fuerza expresando el sentido, la significación, de las potencias primitivas que determinarán nuestro modo de asumir la aventura de la vida. Actitud originaria, desde la cual parten las conductas del hombre histórico, abren la pregunta sobre la actitud segunda, o tercera, desde la cual se la establece a esta como primera: la de Levinas, quien determina la jerarquía y la define por su ubicación elemental en el sujeto. Si es sentimiento que produce una actitud, cabe entonces preguntarse por su conformación y por su origen en la estructuración de la subjetividad que determinó los caracteres que la definen como elemental y primaria. Podemos pensar que son la racionalidad occidental y el cristianismo junto con el liberalismo, los que hacen posible esta permanencia de lo originario así comprendido y organizado. Pero hasta ahora no hay en Levinas historia de su acceso a la constitución y reorganización de lo primario: lo primario es así desde su surgimiento mismo en el sujeto. Forma de organización primaria de un cuerpo cultural, adulto por lo tanto, pues le proporciona el sentido de su ser en el mundo. Pero lo más importante consiste en que este retorno a las fuerzas primitivas, primarias, originarias, elementales, son poderes destructivos de lo humano. Así entonces el hitlerismo estaría en contradicción, y sería lo opuesto, tanto al liberalismo y sobre todo al cristianismo, pese a los beneficios que este último obtiene de los nazis. Los casi quince siglos (casi dos milenios) de la experiencia histórica de las persecuciones cristianas contra los judíos no le permiten siquiera exponer el pensamiento de que existe una aproximación entre ambos: que ambos lo hicieron posible. Preguntarse, por ejemplo, cómo el cristianismo ha transformado, si lo ha hecho, las pulsiones originarias. Cómo la oposición entre nazismo y cristianismo desaparece para la cultura europea, 44


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como si ellos no hubieran producido los pogromos (los primeros, en Francia, en el 900), y no hubieran sido los autores de la feroz colonización y el genocidio que los liberales europeos prolongaron en los países conquistados y colonizados, sometidos a la esclavitud durante siglos, y que se mantenía totalmente vigente a comienzos de la toma del poder político por Hitler. Y como si la Primera Guerra Mundial no hubiera sido ya una verificación acabada, tanto del cristianismo como del liberalismo, en las masacres que produjeron en Europa misma. ¿Qué le impide a Levinas pensar esta aproximación que sin embargo se insinúa entre nazismo y cristianismo, y que él reduce a un aprovechamiento de la Iglesia de algo que ella no habría engendrado en Europa, y que sólo habría utilizado en su provecho? Para Levinas las diferencias entre el cristianismo y el nazismo no pueden reducirse a oposiciones formales: responden a campos de ideas contrapuestas que sólo el retorno a “lo concreto” puede revelarnos. Pero hay tantos concretos como filosofías existen. El fundamento que las organiza debe remontarse a las fuentes, a un origen desde el cual surgieron como una elección consciente, es decir la respuesta a un enfrentamiento, y ese hecho reside en un acto de pensamiento que compromete al cuerpo, su fuente: la “decisión originaria”. ¿Tendrá algo que ver esta decisión originaria con las condiciones históricas concretas que le sirvieron de fundamento originario? ¿Dónde situar el origen de la “decisión originaria”?4

4. Creo que Levinas roza –roza solamente– aquí algo importante: que las premisas tanto del nazismo como del cristianismo y el liberalismo, pese a sus diferencias y a sus antagonismos, reposan en un presupuesto común, en una misma concepción de las potencias primitivas, la fuerza y los sentimientos elementales, originarios, de lo primario, de los primeros sentimientos que desde allí Levinas se revela como un crítico profundo de la racionalidad cristiana y liberal que llevó a la implantación del nazismo. Pero su crítica, aunque parcial y deformante, no encontró cabida en Francia de la posguerra, donde un pensamiento revolucionario en el campo de la filosofía y de la política abrió caminos radicalmente opuestos al suyo. Por eso la poca influencia de Levinas, que sólo aparece predominando ahora entre nosotros: como un consuelo y una justificación de los fracasados y de los arrepentidos. [N. de L. R.] 45


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Segunda parte: Nazismo y cristianismo La raza Lo que no se entiende es que el recurso a la raza en Hitler pueda referirse a las “potencias primitivas” y a los “sentimientos elementales”: la raza significaba y expresaba la profundidad hasta la cual había calado la diferencia con los otros, el valor espiritual más alto de lo alemán y lo ario que alcanzaba así, en su confusión con ese cuerpo también determinado como diferente, una encarnación histórica de esa diferencia radical que los enaltecía ante los demás hombres. La raza no era sólo biológica: era el máximo de interiorización, de encarnación espiritual, patriarcal, en el cuerpo. La noción de raza no es entonces una referencia a las pulsiones naturales primitivas que la decisión originaria no hubiera aún encauzado: raza es la materialización de una espiritualización que organiza el cuerpo histórico, que de tan profunda y omniabarcativa puede ser predicada como si también fuera la de un cuerpo cultural originario cuyo origen histórico así se encubriría.5 Y en la Europa cristiana y occidental, ¿acaso la “raza blanca” de los europeos no era la colonizadora de los pueblos aborígenes inferiores y bárbaros? Hitler sólo había extremado las cosas, aquello que el cristianismo había ejercido desde el comienzo en Occidente: el dominio de los cuerpos allí donde la conciencia de los valores populares por sí solos no alcanzaban para ser cristianos. El cristianismo era –es– un racismo que distinguía entre cuerpos cristianos y cuerpos primitivos –no cristianos– en lo humano. Como los cristianos, Scheler, judío converso, lo había expresado claramente: el asesinato existe sólo si el otro es percibido y reconocido como un ser humano por quien lo aniquila: sólo así es un semejante. Pero esta percepción, ¿no es histórica acaso? 5. ¿Acaso la concepción del indoeuropeo para los lingüistas no era una expresión de la raza aria, opuesta a la lengua hebrea, es decir semita? No hubo que esperarlo a Hitler para convertir al cristianismo en la expresión de la raza arya que hablaba otra lengua. Ver: Maurice Olender, Las lenguas del paraíso, Buenos Aires, FCE, 2009. [N. de L. R.] 46


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Sangre de su sangre En la identidad y en la supremacía de la raza aria ahora era Hitler la “sangre de su sangre” que entre los judíos ocupaba desde el Génesis sólo a la madre. Adán, recordemos, proclama extasiado y confundido al despertar y ver en Eva a la mujer de su sueño: “Esta vez sí es sangre de mi sangre, hueso de mis huesos”. Pero era una nueva raza la que se encarnaba en el Blut und Boden que Levinas menciona: la del superhombre, esa que ya Cristo había proclamado en la Eucaristía con la hostia y el vino (“esta es mi carne, esta es mi sangre”) para oponerse a la determinación fundante de la madre judía. Ese cuerpo de la madre judía es el que se transfiguraba en la última cena de Cristo: el cuerpo de la madre de Adán manducada se metamorfoseaba en cuerpo del Hijo del Padre. Suplanta una carne y una sangre por otras: las transforma de femeninas en masculinas. Hitler enfrenta con su cuerpo de raza cristiana, despojado de madre, a la raza judía y a la sangre materna que circula por el cuerpo de todos los judíos. Por eso podemos decir que con el racismo de Hitler culmina la persecución cristiana contra los judíos que prolongan las madres judías: cuerpo de madre judía contra cuerpo de Padre cristiano. Lo que comenzó con el ágape transformista amoroso de Cristo culmina con la Shoá de Hitler. Y lo hacía, podríamos decir, transformándolo en su contrario, aquello que en la cultura judía aparece prolongándose como identidad desde el cuerpo de la madre, que es la que determina la pertenencia o no a la comunidad del pueblo elegido. La madre es el irrenunciable fundamento encarnado del “encadenamiento” judío, que en Levinas oculta el origen también materno de la espiritualidad judía, porque lee la Biblia desde el dominio patriarcal dogmático de la Sinagoga. Por eso en sus trabajos sobre los textos judíos no tienen cabida los textos místicos que Gershom Scholem recupera y valoriza. Y es su contrario el que aparece en el hitlerismo: las madres son las encargadas sólo de conservar la raza biológica, el lugar natural de una operación espiritual: dar vida a los hijos para que luego en ellos se les inseminara la 47


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espiritualidad del Führer. Hitler era “sangre de su sangre” para los alemanes, nos dice Levinas, pero no la de la madre sino la del Padre. Era el cristianismo político acabado –ontologizado–, que repetía y extremaba la experiencia de los emperadores romanos, que ponía a los cuerpos transgresores como pasto de fieras, pero ahora en clave justiniana y paulina. Y la intelectualidad alemana era, en su tiempo, la que más estaba preocupada por el lugar que los judíos ocupaban en la cultura que el iluminismo cristiano les había abierto para que doblegaran por fin su cerviz altiva. En ese sentido las ceremonias de masas del hitlerismo gamado repetían, amplificadas en clave política, la cena de los doce apóstoles con Cristo y nos revelaba sin hipocresía su odio bi-milenario: donde la carne y la sangre materna se transmutan y se corporizan en el Cuerpo del hijo divino, Hitler como Cristo Rey de Roma. La solución final al fin alcanzada del cristianismo contra el cuerpo amoroso de las madres. Ese es el lugar donde Levinas encuentra, como punto de partida, “las potencias primitivas, la fuerza y los sentimientos elementales”. Levinas separa al hitlerismo del cristianismo y lo convierte en un resultado del enfrentamiento del espíritu greco-romano contra el paganismo. Al parecer ve en esta determinación corporal la emergencia del primer nivel de la materialidad, el “hay” universal, sin determinación histórica todavía, que no tiende hacia el espíritu y hacia la libertad que se abre desde el cuerpo al superarlo. El “encadenamiento” se manifiesta como un sentimiento, Stimmung. Pero si hay sentimiento, hay sentido: significación. La sangre no habla, no siente: es una metáfora de la relación que mantienen cuerpos históricos ligados entre sí, como lo son por otra parte todas las otras relaciones, aun las más finas y sutiles. El hitlerismo encadena al cuerpo a los otros cuerpos desde el “hay” indiferenciado de la pura materialidad, no superada aún por la fina punta del Infinito que la toca y la transforma, nos dice. “El pueblo, casi en su totalidad, clavado al suelo, atado, estaba retenido por lazos de sangre (Blut und Boden)”. Levinas trata a las metáforas como relaciones reales de la materia que utilizan 48


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para significar una cosa diferente: el predominio del patriarcado despojado de madre. No parte del planteo contradictorio del génesis bíblico, sino de la interpretación patriarcalista rabínica.

Del Génesis a la sensación Con el nazismo culminaba entonces aquello que desde su origen Europa preparaba con su cultura cristiano-capitalista y la persecución casi bi-milenaria a los judíos. Era el único mundo posible en el que llegaba a su término el monoteísmo patriarcal y excluyente de las antiguas diosas madres. Pero ni siquiera había un dios único: había dos dioses entre los judíos y uno para los cristianos. Uno primero, casi inocente, Elohim, dios plural, que había creado tanto a la mujer como al hombre a su misma imagen; otro, antropomorfo todavía ( Javhé), donde la diferencia y la oposición tajante entre ambos sexos se instaura. Luego un tercero, mucho más distante, que es el dios cristiano, pura ficción del pensamiento abstracto, y Cristo, el hijo del Dios inmaterial cristiano. Dioses, los primeros, diferentes y heterogéneos con el dios del cristianismo, aunque ambas religiones fueran monoteístas. Pero Levinas parte de un enfrentamiento que correspondía al comienzo del cristianismo en su vertiente romana: la oposición entre cristianismo y paganismo, no entre cristianismo y judaísmo. Va a buscar el origen del hitlerismo y lo sitúa antes del cristianismo. Porque tanto el cristianismo como el judaísmo se han distanciado de los dioses paganos. El nazismo en cambio sería un retorno a un origen que se creía superado. Todos los monoteísmos serían salvíficos. El paganismo no es nunca la negación del espíritu, ni la ignorancia de un Dios único (…) El paganismo es una incapacidad radical de salir del mundo. No consiste en negar espíritus o dioses sino en situarlos en el mundo (…) En este mundo que se basta a sí mismo, cerrado sobre sí mismo, el pagano está 49


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encerrado. Decide según él sus acciones y su destino. El sentimiento de Israel ante el mundo es completamente diferente. Es todo sospecha. El judío no tiene en el mundo las bases definitivas del pagano.6 ¿Las compartirá entonces con el cristianismo? Lo importante era eso: el dios único del monoteísmo judío debía ser abstracto y ocultar a la figura materna, y por eso la necesidad de Levinas en distanciarse del imaginario pagano. La idea de infinitud requiere, como quien huye de lo más terrible y tenebroso que lo encierra en el mundo, desalojar toda representación figurativa como fundamento del pensamiento. Pero más aun, así como los religiosos judíos huyen de la representación sensible de las cosas para no caer en la tentación de ídolos y fetiches que el monoteísmo patriarcal abstracto prohíbe, Levinas debe desalojar también como punto de partida toda percepción que se representa y ordena lo que mira, los objetos y los seres del mundo, hasta volver a la mera y más simple sensación corpórea como punto de partida, como Levinas lo hace en su crítica a la fenomenología de la percepción desarrollada por Merleau-Ponty, para insertar allí, en carne viva, al Infinito en el origen. Es claro: Merleau-Ponty, viniendo de su concepción cristiana, al menos encontraba en la percepción la unidad primera del sentido –en la carne, decía–, un aparecer de los objetos del mundo que coincidía con lo que Freud había descubierto: un nudo de afectos significativos de una relación al mundo. La sensación –guía de vida para Pieron– era de angustia, de pánico, de alegría: nunca un sensible sin sentido. Levinas en cambio va a insertar lo Infinito del pensamiento antes de toda significación carnal humana, organizadora entonces de la percepción misma.

6. Emmanuel Levinas, “L’actualité de Maïmonide” con C. Chalier y M. Abensour, Cahier de l’Herne, Éditions de l’Herne, 1991, pp. 142-144. 50


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La vivencia arcaica y el espíritu Si la distancia y la escisión están sólo en el cuerpo como un distanciamiento en el cuerpo natural mismo que se separa de sí mismo en una escisión liberadora que el espíritu le impone, entonces se oculta la historicidad que opera esta separación de lo materno en el sujeto, producto de un enfrentamiento histórico-colectivo que se dramatiza en los ritos de tránsito, de iniciación, como ese que Freud descubre como una compleja tragedia en el interior del yo naciente. El cuerpo del niño que nace prematuro es el lugar donde dos poderes se enfrentan: el poder de la madre contra el poder dominante del patriarcado. Levinas sigue inscribiéndose en el ocultamiento de la determinación histórica primera, donde la impronta materna acogedora y moral, desconocida y desdeñada, se ve excluida y negada, más bien relegada, por el espiritualismo monoteísta, formando parte todavía el sistema de la dominación del cuerpo rebelde y reflexivo. Levinas se adscribe al iluminismo espiritual cristiano en su ser judío. Por eso el espíritu en Levinas es calificado como “viril” –sin mater–. La mater no piensa pensamientos divinos. No comprende que la religiosidad de lo absoluto y del tiempo infinito se asienta en el imaginario arcaico vivido del niño con la madre. Quizá la condición que hace posible que el hombre sea, entre los animales, el único que por el azar de su prematuración y de la biología tiene la capacidad de recordar, de tener memoria de su pasado, es el único también que recuerda, inscripta para siempre de manera imborrable, lo que Agustín llamaba “la vida feliz” con la que atribuía a un Dios abstracto el acogimiento materno en su nacimiento. Y ese será el engrama fundamental desde el cual se inicia la memoria. Y no es extraño que ese inolvidable engrama, que no engrana en la razón pensante de la racionalidad adulta, es lo que el hombre debe olvidar para ser dominado.

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La memoria humana Será por eso que, al caer en mis manos de pronto un libro que había leído en mi adolescencia: La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, reencuentro de pronto una frase que, cambiando de bicho –mosca por tigre– utilicé durante mucho tiempo: “Las pobres bestias se encuentran cada mañana con que han olvidado casi todo lo que han vivido el día anterior, y su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de experiencias”. Y aquí viene lo que recuerdo: “Parejamente el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido antes ninguno”.7 El hombre, en cambio, tiene memoria pero no puede recordarlo todo: su experiencia arcaica con la madre sigue olvidada para siempre, aunque también sin saberlo para siempre lo marca. Se olvida que por el carácter prematuro de su nacimiento las primeras marcas permanecen grabadas, aunque nunca alcancen la conciencia, porque de ese olvido surge la conciencia con la cual la razón occidental se piensa. El problema es, entonces, la memoria. Sobre ese olvido originario se construyen las teorías teológicas. Ese olvido –sin inscripción consciente, en tanto arcaico– es el que explica que no haya ni tragedia ni drama en la organización del cuerpo cultural para Levinas. O encontrar el fundamento subjetivo en un cuerpo no tocado por el Infinito (“con los lazos de sangre”, dice), y entonces predominaría el Blut und Boden y todas “las potencias primitivas, la fuerza y los sentimientos elementales”. O partir de “la intuición y la decisión originaria”, de un cuerpo que recibe el espaldarazo de una tradición y una cultura, como si esta identificación, tardía para Levinas, no fuera el ámbito determinante del recién nacido que, en su imaginario ensoñado o alucinatorio, metamorfosea las “potencias primitivas” y los “sentimientos elementales”, que entonces dejan de serlo. Como si no entrara a formar parte de una experiencia cultural donde con la madre se construye en él un primer “mundo interno” donde las 7. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Buenos Aires, Orbis, 1983, p. 32. 52


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primeras relaciones cualitativas se organizan con un valor propio que responde a las primeras experiencias de satisfacción o rechazo. Es ya un “pensar” incipiente, que lo lleva a Freud a reconocerlas como un “juicio de atribución”: atribuirle a una cualidad un valor que el principio del placer regula recurriendo a la alucinación para actualizarlo cuando el objeto se pierde: una forma particular de pensamiento.8 En el origen del cuerpo “natural” para Levinas –como veremos en su pensamiento culminante– antes de toda experiencia el Infinito debe previamente haber penetrado. No existe tampoco ninguna situación conflictiva cultural que se debata en el niño: la importancia de la madre en lo arcaico de su experiencia infantil, el proceso primario con el cual comienza su relación y su apertura al mundo, y luego la relación paternal adulta en la determinación de la conciencia racional pensante, no aparece en el origen de la experiencia. El Infinito instila su espíritu en el cuerpo para que las “potencias primitivas” se transformen en “intuición y decisión originarias”. Todo lo negativo está depositado en ese punto de partida, el del cuerpo natural pulsional, donde se revela en la mera sensación el “il y a” del Espíritu que lo penetra para transformarlo. Entre el cuerpo “natural” y el toque mágico donde el Infinito lo penetra para transformarlo en humano, se esconde para Levinas la experiencia histórica con el cuerpo materno cuya depreciación, tan honda, oculta la producción de una “significancia” primordial que el patriarcalismo desdeña. Levinas debe colocar, al final de su sistema de pensamiento, como situado por debajo de la conciencia, el lugar donde lo Infinito se inserta para vencer a “las potencias primitivas, la fuerza y los sentimientos elementales”. Como si esta apreciación misma, que así las deprecia y descalifica, no fuera ya una determinación cultural que la razón, para saberse razón pura, le asigna a la naturaleza. Por eso Levinas al erotismo lo encuentra demasiado tarde, en la etapa adulta del hombre enamorado, pero sin que 8. Ver Sigmund Freud, “La negación” [1925], en Obras Completas, Biblioteca Nueva, 1973, t. III, pp. 2884-6. 53


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en la mujer amada se prolonguen o se activen las huellas arcaicas del cuerpo y la lengua primera de la madre. No hay espíritu Infinito en el cuerpo acogedor de la madre. Vencido el racionalismo iluminista debe buscar debajo de la conciencia la espiritualidad perdida y escondida en el yo más íntimo. Antes de toda cultura y por debajo de toda conducta habría entonces “sentimientos elementales”, productos de las “potencias primitivas”, opuestos a la “intuición” y a la “decisión originaria”, como si este enfrentamiento que repite la oposición clásica de la animalidad primitiva enfrentara a una espiritualidad también originaria, y no fuesen ambas, como lo son, ya improntas culturales que nos organizan como sus sujetos.

Inmanencia trascendente Retrocede entonces en busca de lo más concreto a la abstracción metafísica donde todo sentido se disuelve, como si la vida antes de que se organizara el hombre careciera de todo sentido humano, al menos para el cuerpo “animal” del niño lactante que quiere persistir como cuerpo vivo. Como si en lo finito sin sentido de la corporeidad humana surgiera de golpe lo Infinito sagrado donde la trascendencia –eso lo hará luego– nunca se convierte en inmanente. Levinas no puede dar cuenta de esa “inmanencia” –que aún desdeña en esta etapa como si fuera propia de la naturaleza–, porque no puede aceptar que detrás de su concepto de inmanencia hay un inmanente-trascendente en el hombre que es producto de una “socialización” primera con la madre que queda luego, para lo arcaico de la infancia, como pura inmanencia. Esa inmanencia es también trascendente, trascendencia de la madre que la incorpora en el niño, aunque el niño prematuro lo ignore, porque para el niño toda trascendencia histórica –los modos de ser históricos de la madre­– es, en el origen, inmanente o interna: forma cuerpo con la madre, la tiene dentro de sí mismo, porque no hay mundo exterior todavía. Y como si en la naturaleza, en el 54


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elemento de lo vivo, no surgiera lo animado para que la vida persista como vida por lo menos. ¿Tendremos que postular, para justificar los crímenes de ciertas culturas, un instinto de muerte para naturalizar el Mal elemental e inmanente que Levinas nos propone en el comienzo, antes de que el espíritu Infinito nos toque con su varita y nos despierte a la vida verdadera? ¿Tendremos que aceptar ese Mal elemental, en el cual cae Levinas posteriormente, como si en su propio surgimiento como ser humano nadie lo hubiera engendrado y acogido, por no tener presente lo Infinito? Más bien es pensable que si hay un Mal elemental este no surgiría a la vida de la infancia, a no ser que postulemos un Bien elemental previo que otro Mal elemental destruye. Levinas lo pone aquí a cuenta de las “potencias primitivas” y los “sentimientos elementales”. El Bien entonces tiene que ser primero, el Infinito patriarcal, antes de que el Mal elemental domine. Como si el cuerpo que engendra otro cuerpo no creara simultáneamente las condiciones donde esa vida naciente se cobija. Como si la vida materna no creara nada bueno y el Mal elemental se presentara en los “sentimientos elementales” y en las “potencias primitivas” de donde brota, superadas por la “intuición” y la “decisión originaria” de lo Infinito. Este grave presupuesto, al que nada nos autoriza salvo que partamos de una premisa previa a todo pensamiento que la postula desde la propia experiencia como cierta. Al ponerla en duda, ¿lo hacemos con la misma arbitrariedad con que él la afirma, o tenemos razones más profundas para contraponer a las suyas? No pretendemos retornar a ningún vitalismo histórico, sino plantearnos solamente si en la mera vida, eso que algunos ahora llaman “nuda vida”, no se encontrarán también allí los atisbos de las ganas y de la percepción del otro cuerpo como semejante cuando surge de las entrañas de la madre que con su cuerpo lo engendra. ¿De dónde creen que sacó Rousseau sus intuiciones sobre la naturaleza buena, del buen salvaje, de la ética social por lo tanto? ¿En qué culmina este planteo temprano para comprender la tragedia histórica del nazismo que bajo otras formas se prolonga en el 55


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IV Reich cristiano y capitalista en nuestros días? ¿Dónde irá a buscar Levinas el fundamento metafísico para enfrentarlo? Hay un espíritu bueno Infinito y dentro de ese Infinito un infinito malo, desvirtuado, la Totalidad racional abstracta, donde el hombre se pierde. Hay que conminarlo a pensar y sentir todo de nuevo para retroceder hasta un fundamento olvidado. Y la pregunta insiste: ¿de dónde surge? Ya lo sabemos: el problema consiste en saber qué nos lleva a buscarla y traerla. Hay que pasar de la Totalidad al Infinito. Pero con ello, como veremos, no habremos de alcanzar todavía su lugar verdadero.

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II Del rostro materno a la palabra de Dios Notas sobre “Violencia del rostro” 1 Evocación y olvido La idea más importante cuando evoco el rostro del otro, la huella del Infinito o la Palabra de Dios es la de una significancia de sentido que originalmente (…) no es objeto de un saber, no es ser de un ente, no es representación. Un Dios que me concierne mediante una Palabra expresada como rostro del otro hombre, es una trascendencia que nunca se vuelve inmanencia.2 Primero, el rostro es evocado, no visto: rostro imaginado y disuelto en su presencia arcaica al mismo tiempo –pienso para comprenderlo–. ¿Desliz del lenguaje? Un rostro evocado no es aquel al que miro a los ojos para verlo. ¿No habrá un rostro primero evocado en cada rostro visto? ¿No hay una negación de lo mismo cuando evoco al otro y quiero borrarlo para verlo más allá de ese rostro? ¿El rostro evocado no será quizás el de ese primer rostro que se hace presente pero defraudado en cada otro rostro nuevo, como una temida amenaza que se verifica como cierta, la pérdida definitiva y eterna del rostro que ahora alucino y al que no renuncio, y en el cual contrasto el rostro que ahora miro con el rostro primero que evoco al mirarlo? Quiero decir: hay un rostro primordial, el de la primera mirada materna que me invistió como otro dentro de lo Mismo (y entonces lo Mismo es la unidad simbiótica cuya huella inconsciente evoca) desde la cual, sin poder dejar de evocarla, 1. “Violence du visage”, entrevista a Emmanuel Levinas, en: Alterité et transcendance, Montpellier, Fata Morgana, 1995. Versión castellana: Emmanuel Levinas, “El rostro de la violencia”, Revista Nombres, Córdoba, año VI, Nº 8-9, noviembre de 1996, pp. 271-280. Las citas del texto pertenecen a la versión castellana [N. de los eds.] 2. Óp. cit., p. 271. 57


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descubro ahora al otro rostro nuevo, aunque extraño o enemigo, como rostro absoluto que oculta lo que tiene de relativo a mi propia historia, que viví, arcaica, sin conciencia. Si no pienso esto, no entiendo nada. Pero entonces me dice que aquí la Palabra es la palabra primordial: la palabra se expresa “como rostro del otro hombre”, más bien es la palabra originaria que evoca siempre ese rostro primero como fondo de todo rostro percibido. Levinas cree haber encontrado el lugar donde la palabra como Infinito se encarna en la mirada. Pero entonces, si pienso en el rostro de mi madre como fundamento, lo que he logrado es sustituir el rostro y la lengua materna metamorfoseada en un atributo del Infinito masculino. Y si es “una trascendencia que nunca se vuelve inmanencia” es porque el rostro primordial del cual nos separamos, y que aparece fuera aunque estuvo antes dentro de nosotros, lo reencontramos contrastado, y nos dice que a ninguno de ellos, aun al rostro más amado, lo volveremos a sentir como inmanente: nunca más como ese que vivimos, el de ella, en lo más profundo de nosotros mismos. Nos distanciamos de palabra y de cuerpo de nuestra madre. De esa coincidencia fugaz y destellante se produce y nos sobrecoge ahora la certidumbre de una presencia ahora ausente. La Palabra que habla ahora es la de un lenguaje segundo, no viene entonces de la lengua materna que hizo posible que luego lenguaje (el que enseña la lingüística) haya: sería a lo sumo la lengua del padre amenazante que ordena separarnos de ella para siempre, y verlo al otro sólo como otro rostro abstracto, distanciado de la fuente libidinal y presente con un amor sin concupiscencia, es decir sin presencia, sólo rastro o archihuella, huella arcaica que se metamorfosea en Palabra divina. La idea importante cuando evoco el rostro del otro, la huella del Infinito, o la Palabra de Dios… es la de una significancia de sentido que originalmente no es tema, no es objeto de un saber, no es ser de un ente, no es representación. Un Dios que me concierne mediante una Palabra expresada como rostro del otro hombre, es una trascendencia que nunca se vuelve inmanencia. (…) Siempre 58


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lo he descripto como portador de una orden… donde otro era absolutamente otro, incomparable y, de esta manera, único.3 Cuando uno, para entenderlo a Levinas, recurre a la experiencia inmanente que todos los hombres han vivido, y piensa en el rostro de la madre, incluye la experiencia inconsciente de todos en su propio pensamiento. Cuando Levinas nos propone la suya no es para compartirla: es para exponernos un constructo teórico que despierta el sentimiento de tener que aceptarla por la amenaza de su poder trascendente: portador de una orden. Es cierto, luego, en su última obra, lo transforma. Pero ahora es un encubrimiento y un regreso a aquello que fue impuesto por la experiencia histórica, y convertir su modelo materno que nos hizo malos en un modelo que ahora nos haga buenos. Pero siempre –por ahora al menos– como una obligación externa, lo cual excluye definitivamente como no espiritual la experiencia ética del acogimiento materno por ser sólo inmanente –cree–. Es su palabra contra la de cualquiera que niegue la suya, fruto de una experiencia intransferible, la que evoca, tan reelaborada y reconstruida como cualquier otra. ¿Cómo refutar un acto de fe, una fantasía absolutizada y desencarnada, hecha pensamiento con el lenguaje de la filosofía? ¿Y si sólo se tratara de una alucinación racionalizada? Frente a ella sólo cabe mostrar qué se gana al proponerla, quiénes son los que la adoptan, qué problemas personales resuelve, en qué consiste su eficacia.

La santidad del otro: mi mirada Que el otro sea incomparable, único, irreductible a todo otro, eso es lo que nosotros también sostenemos pero sin que ningún espíritu Infinito nos obligue, porque venimos del sin tiempo de la memoria sensible con la madre. Lo sentimos porque nos viene también desde 3. Óp. cit., pp. 271-272. 59


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muy adentro. Porque lo difícil, para Levinas obvio, es ese excedente que le agrega a su experiencia, que al parecer es también única, irreductible: que en todo rostro vea la huella del Infinito o la Palabra de Dios. Y no nos parecería mal si no fuera por las consecuencias que su afirmación tiene para las condiciones histórico-materiales de existencia de cada cuerpo que se expresa por medio de su rostro. Según nos dice lo hace porque ese olvido “corre el riesgo de transformar en cálculo puramente político –hasta llegar a los abusos totalitarios– la obra difícil y sublime de la justicia”.4 No es mucho para luchar contra las nuevas formas de totalitarismo del que acepta sus disfraces. La dificultad surge cuando dice que “la vocación de la santidad es reconocida por todo ser humano como valor y que este reconocimiento define lo humano: lo humano ha perforado el ser imperturbable”. “Incluso si ninguna organización social, si ninguna institución puede, en nombre de las necesidades puramente ontológicas, asegurar ni producir santidad. Pero hay santos”. La ontología cristiana producía santos coherentes con su teología. Levinas, para que haya santos, pero santos santos, nos propone entonces santos pre-ontológicos. Aquí la santidad aparece opuesta o más allá por lo menos de toda sociabilidad, como un hecho anterior o al margen de lo social e independiente de él. Hay un surgimiento del yo anterior al ser social, anterior a la ontología como metafísica, anterior e independiente de toda determinación histórica, como si la santidad irreductible del otro no presupusiera el hecho histórico, humano: el del ser absolutorelativo del yo que lo mira. Hay un reconocimiento del rostro del otro como absoluto, anterior a mi propia experiencia de ser yo mismo un ser relativo. Pero esto no quiere decir que para encontrarlo más abajo de la conciencia deba recurrir a una experiencia mística inefable. O más bien: es desde el otro donde yo me percibo como absoluto, porque veo aparecer en él la figura “rostrificada” de lo Infinito, y en ella la Palabra de Dios. ¿Dios no oculta al primer Elohim plural judío, que 4. Ibíd. 60


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era Dios/Diosa?5 El otro a quien miro, aunque no me hable, despierta en mí una respuesta. Porque su rostro es portador de una orden que yo al mirarlo escucho: oigo voces sin estar loco. Su rostro despierta en mí no un mirar sino un sonido dirigido al otro: la Palabra de Dios refulge y se dice, pero sólo cuando yo lo miro, y veo y escucho en su rostro lo que los otros no ven ni escuchan. Es la epifanía del rostro humano la que en él esplende. Y con ello la santidad, que no es la de su rostro entonces, sino sólo la de mi mirada que descubre en él lo que yo veo y oigo porque Dios me lo impone. Lo veo y lo oigo en ocasión de la suya. Aunque el otro no se entere de su posibilidad perdida: la de su santidad que yo le asigno desde la mía. “Responsabilidad por otro, el por-otro desinteresado de la santidad”. Yo soy el bueno, él un inocente aunque sea un asesino. No importa de quién sea el rostro del otro: es el lugar de una epifanía que va más allá del ser y de la historia. Aunque primeros sean lo huérfanos, los pobres y las viudas.

El peso del ser El peso social ignora el peso del ser (ignora el autrement qu’être dirá a lo último) que funda la justicia. Hay pues un poder espiritual, el de la justicia, que en la turbia sociabilidad debe imponerse de alguna manera para que “el peso del ser”, fundamento de la racionalidad, organice la vida de los hombres: …la justicia y el saber; el ejercicio de la justicia exige tribunales e instituciones políticas y –aunque sea paradojal– una cierta violencia implicada por toda justicia. La violencia está originalmente justificada como la defensa del otro, del prójimo (ya sea mi pariente o mi pueblo) pero es violencia para alguien (...) Pocas 5. Esta afirmación se refiere a que en el Génesis Elohim crea al varón y a la “varona” a su imagen y semejanza. Todas las referencias al Génesis que aparecen en este texto remiten a un trabajo aún inédito de Rozitchner de pronta aparición en esta colección. [N. de los eds.] 61


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cosas interesan tanto al hombre como el otro hombre. En el peso del ser comienza la racionalidad. Noción primera de la significación a la que se remonta la razón, y que no puede reducirse a otra cosa. Es fenomenológicamente irreductible: el sentido significa.6 La razón se olvida de su fundamento. Es una paradoja, es cierto, donde lo contradictorio converge y debo aceptarlo. Paradoja insoluble en la que se disuelve, si quiero comprenderla, la contundencia de su presupuesto, su punto arbitrario de partida aceptado como la Verdad misma de la cual parto y de la que no debo apartarme sin alejarme de ella. La paradoja es lo contrario de la dialéctica, donde los opuestos primero se enfrentan y luego se integran. ¿Dialéctica del ser o mera experiencia que apunta al lugar trabajoso para el patriarcalismo, que tiene que fundar a la Verdad fuera de nuestra vida infantil que determina la vida originaria, el peso del ser que recibimos de la madre arcaica con el nacimiento histórico desde su cuerpo impuro, que nos concibe con sus “sentimientos elementales”, movida por “potencias primitivas”, preñada de impurezas animales? La Verdad primera es irrefutable, porque el pensamiento que la niega es indigno y no santo: es aborigen. Primera partición de aguas, más bien del Espíritu, en esta revelación donde la gracia impera. Y sólo allí emerge la racionalidad como si fuera algo posterior a este “peso del ser”, y este fuera el presupuesto de todo pensar verdadero. ¿Quién sopesa ese peso? Ese “peso” sólo aparece cuando la fina punta del Espíritu se inserta en la carne sensible reducida a un punto oscuro que oficia de blanco para lo divino y construya desde allí, recién entonces, el “il y a” originario. ¿Y a los que parten de la marca materna, qué les espera? En la experiencia primera del rostro del otro se vive “el peso del ser donde comienza la racionalidad”. Y no puede reducirse a otra cosa la significación con la cual comienza la razón; “el sentido significa”, y no hay nada que prepare su advenimiento: lo hace sobre fondo del “peso del ser”. La razón comienza con la significación que en el rostro del otro 6. Óp. cit., p. 273. 62


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revela el primer sentido y el más profundo de lo que pesa en el hombre. El peso del ser se sopesa en una balanza extraña, donde cada platillo tiene una cabeza: la mía y la del otro, pero la del otro tiene, puesto que lo veo como Otro, su propio peso en oro. Aquí residiría el misterio del origen del valor de la razón: un sentido Infinito en la epifanía del rostro del otro, donde aparece la Palabra de Dios. No hay causa ni condiciones trascendentales de esta revelación del sentido: en la pura presencia del rostro del otro se revela el Otro. Sólo podemos decir, para marcar el corte entre la natural y el Espíritu, que allí todo lo inmanente de la presencia y el rostro primero de la madre desaparece porque no vale nada: el rostro materno tiene cara lisa. El rostro del Otro Infinito es el lugar de la pura trascendencia que viene desde fuera de la simbiosis materna. Porque Levinas hace teología y no antropología filosófica.

La abstracción del “darse originario” Y es en la respuesta que sigue donde se debe analizar su punto de partida fenomenológico: la aparición primera del sentido, de la significación entre los dos polos de la conciencia fenomenológica, noético-noemática. Al referirse al darse originario (Originaïre Gegebenheit) que es lo que Levinas busca, trata de encontrar “las circunstancias concretas en que un sentido viene a la idea”.7 Las circunstancias concretas no incluyen el tiempo del darse originario de la madre, la pre-maduración del niño que nace a la cultura. Porque este darse originario no es, nos dice, una prioridad cronológica. Y lo más fecundo de la fenomenología es su insistencia sobre el hecho de que la mirada absorbida por lo dado, nos cuenta, ya ha olvidado vincularlo al “conjunto del proceso espiritual que condiciona el surgimiento de lo dado y así a su significación concreta”. Es un “concreto” pensado entre ideas lo que busca, 7. Óp. cit., p. 274. 63


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pero sin preguntarse por la genealogía de la experiencia humana que lo engendra. No hay historia del acceso al sentido desde el cuerpo y desde la experiencia de las primeras marcas de la infancia. Lo arcaico de la primera experiencia de la infancia no condiciona la presencia primera del rostro de la madre que servirá luego, pensamos nosotros, a la alucinación del Otro en el rostro de cada ser humano que vemos. Hay historia de las ideas y de las relaciones de sentido temporal entre ellas cuando somos adultos. Y el olvido aquí no es el de aquellas marcas y experiencias que dan sentido a la conciencia que las piensa. Cuando habla del “proceso espiritual que condiciona el proceso de lo dado” no se pregunta por la formación de la conciencia desde las experiencias del cuerpo que las vive y que las piensa. “Lo dado –separado de todo lo que ha sido olvidado– sólo es una abstracción…” etc. ¿Qué fue lo olvidado del “proceso espiritual que condiciona el proceso de lo dado”? ¿Cuál es el olvido magno del concreto pensado en Levinas? Ver filosóficamente, es decir sin enceguecimiento ingenuo, es reconstituir a la mirada ingenua (que es incluso la de la ciencia positiva) la situación concreta del aparecer, es hacer fenomenología, remontarse a lo concreto descuidado por la puesta en escena que brinda el sentido de lo dado y, detrás de su quiddité, su modo de ser.8 Y lo mismo sucede con la palabra Dios. “Es necesario buscar la experiencia original”, dice. Y veremos que en la experiencia original de Dios, puesto que presupone al espíritu con el cual la pensamos, y como ese espíritu excluye por ser tal la experiencia originaria vivida con la madre, la experiencia de la “vida feliz” materna aparece invertida y convertida entonces la experiencia del goce compartido en una experiencia original de sufrimiento. “En nuestro sufrimiento Dios sufre con nosotros”.9 ¿Cómo pudo venirle ese pensamiento sin una experiencia 8. Óp. cit., p. 275. 9. Óp. cit., p. 280. 64


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previa de alguien que ocupaba su sitio –gozar con nosotros– antes de que el pensamiento de Dios apareciera alucinando una presencia ida para siempre, con las categorías de la racionalidad patriarcal que niega y olvida esa experiencia arcaica? Y su universalización indebida de una experiencia feliz soslayada: “Dios es quien más sufre en el sufrimiento humano”. ¿Dios primero no goza con nuestras alegrías? “Lo dado –separado de todo lo que ha sido olvidado– sólo es una abstracción… etc.”. Es claro: la madre olvidada no participa de la categoría de lo infinito. Por eso Levinas olvida las fantasías y los agigantamientos del sin tiempo originario de la infancia, donde las figuras “divinas” se engendraron sobre fondo de las vivencias infantiles de los rostros en los que la vimos aparecer como una epifanía, no aún de la Palabra que Ordena y Manda –que responde ya a la constitución de la conciencia reprimida donde el patriarcalismo impone su poder, complejo parental mediante o, si se quiere, complejo de Edipo griego para el Freud judío– sino en la lengua materna que fue olvidada en el fundamento mismo de la razón patriarcal. Ese es para nosotros el olvido originario en Levinas: convertir la lengua primera de la madre en el Infinito idealizado de la Palabra del padre, intercambiar su rostro por el de él. “He pensado que es en el rostro de otro que él me habla por primera vez”.10 Pero esa no era la primera vez, sino la segunda por lo menos: olvidó la lengua sensible y corporal que organiza las primeras significaciones afectivas en una coalescencia donde todos los sentidos se dan cita en la melodía de su voz, que surgen desde el cuerpo de la madre con el que, para llegar a ser, necesariamente también Levinas estuvo con-fundido. Eso que fue “olvidado” significa la rememoración de una experiencia pasada que trata de actualizar. Pero para sacarla del olvido no hay inocencia que valga. Quizá corresponda al “hay”, y entonces lo que se rememora del pasado es aquello que la conciencia determinó como el primer recuerdo desde el cual el primer sentido, la primera 10. Óp. cit., p. 275. 65


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significancia, se abrió, pero que permanece inconsciente. Pero si pensamos que la conciencia es conciencia de un cuerpo, y que las ideas son relaciones entre perceptos y afectos antes de llegar a ser conceptos de un espíritu puro, hecho sólo de palabras, debemos pensar que lo olvidado no es lo que Levinas recupera en la mirada cuando mira el rostro del otro, sino una experiencia que oculta un cuerpo pleno primero que la mirada integró y reflejó en los ojos de la madre en los que se miraba. La primera experiencia de la stance sin mensura del tiempo es el reposo del niño luego de mamar los pechos de su madre licuada mientras la miraba a los ojos y producía la primera epifanía. Y esto está claro en la preeminencia del “no matarás” de la Palabra del padre sobre el “Vivirás” sin palabras hecho lengua de la madre. Aquí, en Levinas, la temporalidad de la genealogía queda invertida. Es claro, su fenomenología, nos dijo, no es cronología. Vive en la stance sin tiempo del absoluto arcaico de la madre, pero sin saberlo. Porque esa es la única experiencia que está en el comienzo del “espíritu” humano.

La justicia Levinas comprende que la violencia es inseparable entonces de la justicia. Pero nos dice que la justicia puede ser alcanzada a partir de la caridad. La caridad “surge como una obligación ilimitada frente al otro, y en ese sentido acceso a su unicidad como persona, y en este sentido amor: amor desinteresado, sin concupiscencia”.11 Es claro: concupiscente era la mirada del niño hacia la madre, limitada y sin significancia ni apertura todavía hacia los otros. No hay tránsito de la sensibilidad sensual acogedora de la madre a la pura espiritualidad del padre racional y filósofo.

11. Ibíd. 66


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La particularidad Levinas acentúa el carácter de la particularidad: “La racionalidad pura de la justicia en Eric Weil, así como en Hegel, llega a hacer pensar la particularidad del hombre como algo desdeñable, como si no fuera la particularidad de una unicidad sino la de una individualidad anónima”. “El determinismo de la totalidad racional corre el riesgo del totalitarismo. (…) El fascismo nunca confesó glorificar el crimen”.12 Es lo que no hace, es cierto, la hipocresía del liberalismo en el otro extremo. El racionalismo puro, nos dice, “trata de subjetivismo la vinculación con la unicidad de otro y el para-el-otro radical del yo”.13 Sin embargo este subjetivismo así pensado, y que Levinas trata de incluir desde su perspectiva –pero sin negar nunca al racionalismo patriarcalista– es dependiente todavía de un racionalismo puro, porque no va más allá de reafirmar de otra manera la base, el presupuesto sobre el cual el racionalismo se apoya, puesto que también el suyo está depurado de la madre y racionaliza al mismo tiempo que la actualiza y congela, como todo el misticismo cristiano. Queda detenido en la experiencia primera de la confusión simbiótica con ella, pero sin prolongarla por medio de una razón nueva y distinta, de origen impuro, que parta de presuponerla. Porque retiene el momento del don como sacrificio, sin retener la existencia necesaria de la primera donna-dora, como persistiendo en su ser. Donación primera sin sacrificio, donación primera impensada sin la cual no seríamos, y que, otra vez, queda ignorada. Persiste en el esquematismo de la relación unitaria, “la vinculación con la unicidad del otro y el para-el-otro radical del yo”, como el otro polo, noemático, de mi relación inmanente de conciencia. Queda detenido en el origen de la racionalidad patriarcal, sin desarrollar, lo que así fue tomado como experiencia fundamental pero travestida. Por eso el olvido de sí es concomitante con el olvido del otro originario, de sexo femenino, que se recupera sólo en un acting-out regresivo: cuando 12. Ibíd. 13. Óp. cit., p. 276. 67


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el olvido de sí deja paso al Otro y el yo se anonada. “El hombre es el ser que reconoce la santidad y el olvido de sí”.14 ¿Qué olvida de sí el hombre cuando debe abrirse a la experiencia que Levinas propone como primera? Y entonces cabe preguntarse: si tengo que poner en juego, puesto que ese es su derecho, al “para-el-otro radical del yo”, ¿por qué tengo que olvidarme de mí mismo? ¿Olvidarme de aquella con la cual nací, confundido (en simbiosis) y desde la cual veo luego todo rostro? ¿Qué valor tendría entonces renunciar al mío?

Derecho a ser Levinas se pregunta: “¿tengo el derecho de ser?”, por su “lugar en el ser”. “¿No es ya usurpación y violencia en relación con otro? (…) La prensa nos habla del Tercer Mundo, y nosotros estamos muy bien aquí, nuestra comida cotidiana está asegurada. ¿A costa de quién? se puede preguntar”. (…) “Los jóvenes que durante horas se entregaban a todas las diversiones y a todos los desórdenes, al finalizar el día visitaban a los obreros en huelga en la Renault como si fueran a una oración. El hombre es el ser que reconoce la santidad y el olvido de sí”.15 ¡Qué buenos muchachos los que luego se hicieron, como el dirigente alemán, socialdemócratas, nunca totalitarios es cierto: sólo globalizadores! Y más adelante: “Pienso particularmente que la Pasión de Israel en Auschwitz marcó a la cristiandad y que una amistad judeocristiana es un elemento de paz, y que en este sentido la persona de Juan Pablo II es una esperanza”. Lo peor que podríamos atribuirle a un pensador como Levinas es la inocencia, después que todo fue consumado: que tenga fe en el Papa. Y lo hace, es seguro, porque Juan Pablo II contribuyó como nadie en la caída del totalitarismo comunista y en el triunfo del neoliberalismo. ¿Táctica o estrategia en la filosofía? ¿Inocencia política o complicidad 14. Óp. cit., p. 278. 15. Ibíd. 68


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con el cristianismo para que nos perdonen la vida luego de habernos perseguido durante dos milenios? Extraño olvido agregado a ese otro fundamental, el materno, que ya señalamos. El exterminio judío, impensable en Europa sin el cristianismo, recurre sin pudor a la Pasión de Cristo para pensar la Shoá. Antes de la madre está ya Dios, antes de la primera experiencia está su existencia determinando al yo originario: “Incluso cuando se dice que en el origen hay instintos altruistas, se reconoce que Dios ya ha hablado. Ha comenzado a hablar muy pronto. ¡Significación antropológica del instinto! (…) En el canto del gallo está la primera Revelación: el despertar a la luz”.16 Como se ve, prefiere poner a los “instintos altruistas” en la naturaleza o en Dios, antes que reconocer el tránsito de la naturaleza a la cultura en las madres cobijantes, base –fugaz muchas veces, es cierto– de todo “altruismo” moralista y edificante. En el rostro del otro ve la huella del Infinito, escucha la Palabra de Dios. La Palabra de Dios “aparece” como rostro del otro.

16. Óp. cit., p. 279. 69



III ¿Totalidad e infinito? El tiempo congelado: libertad absoluta y crimen absoluto El espíritu de libertad, para la civilización europea, implica una concepción del espíritu humano: la libertad absoluta del hombre respecto del mundo y de las posibilidades que requiere su acción. (…) El hombre se renueva eternamente ante el universo. Hablando en términos absolutos no tiene historia.1 Levinas parte de un concepto puro, meta-físico a la letra, de libertad que al parecer es propio de la civilización europea. Es un judío el que así analiza una diferencia substancial entre el judaísmo y el cristianoliberalismo. Y entonces, criticando ahora al cristiano-liberalismo, la libertad absoluta es lo opuesto a la idea de la libertad humana concreta que, para nosotros, supone siempre una forma activa: “liberarse de”. La libertad es –y sólo desde allí puede ser pensada luego– la respuesta a un acto: a la atadura o a la determinación insufrible de la cual parte. La libertad absoluta, entonces, supone como punto de partida lo In-finito como puro pensamiento sin materia, sin tiempo, sin historia; la libertad humana concreta supone un punto irrefutable de partida: la finitud de la vida humana situada en el tiempo y en el espacio del enfrentamiento. El carácter relativo de la libertad, relativo a la vida y a la historia, queda así anulado y llevado por el cristiano-liberalismo a un extremo delirante, a una inversión total y absoluta –en verdad esta vez– donde predomina como punto de partida la negación de las condiciones originarias materiales y humanas de todo lo pensable. Y nos revela su 1. Emmanuel Levinas, Quelques réflexions sur la philosophie de l’hitlérisme, Montpellier, Éditions Fata Morgana, 1997. Traducción al español: Algunas reflexiones sobre el hitlerismo, cit. 71


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pre-supuesto. Nos expone Levinas una contradicción inherente a este tipo de pensamiento (pero del cual él no participa, aunque no lo diga): La historia es la limitación más profunda, la limitación fundamental. El tiempo, condición de la existencia humana, es sobre todo condición de lo irreparable. El hecho consumado, arrebatado por un presente que huye, escapa definitivamente al dominio del hombre, pero pesa sobre su destino. (…) Está la tragedia de la inamovilidad de un pasado imborrable que condena la iniciativa a no ser más que una continuación. La verdadera libertad, el verdadero comienzo exigiría un verdadero presente que… recomience eternamente esa libertad.2 Todo queda invertido: la historia de la vida humana es la limitación más profunda de la vida humana. De las condiciones de nuestra existencia, que hacen de cada uno de nosotros un existente absolutorelativo, se queda sólo con uno de sus extremos, como si de esa dupla así guillotinada, la cabeza pensante, descarnada, pudiera separarse del cuerpo del cual sobresale para organizarlo. Niega las condiciones del tiempo que consuma y consume la vida: como si el hecho consumado, al que está unido necesariamente como formando parte de ese continuodiscontinuo que los hechos producen en el mundo material, fuera un peso muerto del cual podríamos desembarazarnos para recomenzar sin consecuencias otro hecho absolutamente nuevo. La continuidad se opone a lo discontinuo. Y se lo determina como imborrable, y por eso mismo nos condena a la esterilidad absoluta, que requeriría una creación ex nihilo continua para ser verdaderamente libre y creadora. Iniciativa contra continuidad. En el reino del espíritu libre y absoluto lo que se inicia y se independiza del pasado que continúa. Y entonces, si buscamos un “verdadero” presente, que sería verdadero porque piensa desde el puro pensamiento que ningún cuerpo sostendría, aunque sea el cuerpo de 2. Ibíd. 72


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Levinas que lo piensa como si pudiera zafar de su “stance” de la ruptura y la discontinuidad todavía, sólo ese sería una “condición relativa a la vida y a la historia, ese tiempo que no conoce el verdadero” comienzo. No sería entonces el tiempo que con nuestro nacimiento comenzamos, sino un presente que lo anule y re-comience eternamente esa libertad, ya independizado de su falso origen materno, carnal, temporal e histórico. Lo impensado es la pura “stance” del sin tiempo materno al que retorna. Buen punto de partida para distanciarnos de la catástrofe con la que nos amenazan los liberales y los cristianos: depurarnos de nuestro comprometido e irreparable pasado. Amenaza tanto más temible ante el cristianismo que nos acusa de un hecho tenebroso e imborrable: haberle dado muerte al dios que ellos adoran. Ese crimen es un pasado continuamente presente, irreversible, consumado para siempre como un eterno presente que nos condena de manera absoluta a una sola libertad: la del espíritu que se desembaraza de su propia historia. Ya Freud decía que al anunciar que Moisés no era judío iba a despojar a su pueblo de su figura gloriosa más excelsa en su momento histórico más aciago, y lo hacía quizá como un intento análogo al que emprende Levinas. Al negarle a Moisés su “nacionalidad” hebrea convertía al creador y fundador de la religión mosaica en responsable de aquello que se le achacaba a los judíos, y destruirlo en el imaginario de los judíos era el acto de una crueldad para ellos también inaudita: Freud asesinaba a Moisés como los judíos habían asesinado a Moisés, como estos habían asesinado luego a Cristo y como ahora los asesinaban a ellos los cristianos. Ninguno formaba parte de la verdad “material” sino de la verdad “histórica”, es decir fabulada. Ambas religiones habían sufrido la pérdida más absoluta: la del fundador de la fe que cimentaba su creencia en la eternidad de un tiempo congelado como un presente absoluto. Estaban a mano. La “intervención” de Freud era un hecho quirúrgico en lo psíquico alucinado de ambas religiones, y permitiría quizá que el cristianismo perseguidor milenario perdonara a los judíos de aquello de lo que se los acusaba; ambas religiones movilizarían los fundamentos psicóticos, alienados, en la subjetividad de sus creyentes. Como enfrentados a un 73


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espejo donde se reflejaban y se anulaban simultáneamente los desvaríos locos y alucinados de mentes enfermas de religión en un tiempo congelado de sus respectivos pasados. Era la última intervención para la locura que invadía a Europa en la misión asumida por la herencia cristiana, ahora por los alemanes, cuando liberalismo y cristianismo aún se enfrentaban y Hitler aparecía para que los contradictorios se unan y por fin se reconozcan formando parte de un mismo punto de partida. Por eso Freud esperaba que los judíos y los cristianos pasaran al principio de realidad viniendo desde sus fantasías arcaicas, congeladas como un eterno presente para ambos. Por eso distinguía una verdad material de una verdad histórica. Estas concepciones sublimes sobre la libertad absoluta del hombre y del espíritu, separadas de su origen, son las que el directo planteo del hitlerismo, de la muerte y de la destrucción del otro, se revelarían como la verdad escondida detrás de lo más libre y puro, uno en la religión, el otro en la política: el sinceramiento cruel y desolado que el cristianismo y el liberalismo escondían. Y entonces reaparece para Levinas el judaísmo, una cierta interpretación religiosa y metafísica del judaísmo, “trayendo este magnífico mensaje”. ¿Cuál mensaje? El mensaje judío termina en el judeocristianismo. Primero los judíos traen el remordimiento por el crimen, luego el arrepentimiento y el perdón, al cual le agregan luego la noción de pecado que trae el cristianismo y su Eucaristía mística que Levinas reconoce como la culminación de esta profundización en el espíritu de Occidente. ¿Levinas considera estos aportes espirituales, que vienen de la religión, como delicadas y fragantes flores pero ya mustias dentro de un planteo cuyos fundamentos quedaron invalidados, pese a su belleza y su grandeza, por la crisis culminante que el nazismo reveló a los europeos? ¿O considera que aún siguen siendo válidas, pero requieren una modificación en los fundamentos de las ideas que las sostenían, y a eso apuntan sus reflexiones futuras, que encuentran en esta crisis su punto de inflexión y su nuevo punto de partida? ¿Podrá el perdón redimir el crimen histórico para comenzar desde cero, como pretende el cristianismo, sin trazar el derrotero de su huella permanente donde los 74


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crímenes del pasado no se refieren sólo a las personas, ya muertas, que los habían cometido, sino a las consecuencias que dejaron grabadas en las situaciones históricas al modificar las relaciones de poder sobre los hombres y las cosas que los habían movido?

La fenomenología y el idealista de la mater-ialidad La conciencia fenomenológica, que reconocía que la Naturaleza había sido metamorfoseada por la conciencia cuando criticaba al naturalismo y su pretendida objetividad, no reconocía sin embargo que ella misma, para llegar a ser conciencia, había tenido que constituirse a través de un proceso subjetivo que ella también excluía de su ser consciente: la historia de su propio acceso personal desde la infancia hasta alcanzar la conciencia adulta, de la cual se partía sin incluir ese saber de su propia formación en la conciencia. Contra Husserl3 Levinas critica que el conocimiento y la representación “no sea un modo de vida del mismo grado que los otros, ni de un modo secundario”. Husserl “le concede a la representación y a la teoría un papel preponderante en la vida, porque sirve de base a toda la vida consciente; es la forma de intencionalidad que asegura el fundamento de todas las demás”.4 Luego se modifica cuando Husserl introduce el concepto de proto-impresión (Urimpression: impresión originaria, fundamental, primera). Aquí hay una clave: el punto de partida, la marca corporal originaria anterior a la conciencia y que la constituiría. Dice sobre esto el comentarista D. Guillot: La proto-impresión es creación primera absolutamente inesperada, cuyas determinaciones previas y horizontes ya prepa3. Citado en el estudio introductorio de Totalidad e infinito: Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, Salamanca, Sígueme, 2002, pp. 13-45. 4. Emmanuel Levinas, Théorie de l’intuition dans la phenomenologie de Husserl, París, 1970, p. 86, citado en: Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, cit., p. 18. 75


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rados para acogerla se diluyen en su originalidad primera. Esta absoluta novedad sacaba a la conciencia de su mismidad situándola ante lo otro que se presenta como ex-periencia en sentido fuerte. El tiempo de la Urimpression es el presente creativo del ahora, que no debe ser entendido como el presente de una situación temporal en la que se diluye entre la carga del pasado y la urgencia de un futuro. Ahora, en el que aparece por primera vez el ser como salido de la nada y origen del tiempo y la conciencia. La aparición de un objeto supone una intención animando una sensación en un proceso de retardo o retroceso, recul, en el que la conciencia vuelve (no en sentido realista) sobre la sensación. Este hecho, de volver atrás es el que define a la conciencia [re-flexiva] en un acto intencional como tiempo; sin embargo, en el caso de la impresión originaria se registró una “simultaneidad”, afirmándose así como pura de toda idealidad.5 Esta especulación metafísica que inventa una suposición producto de la limitación de la propia teoría, que trata de cubrir un vacío inventando un fundamento que le sirva de punto de partida que no le deba nada a la naturaleza, debe enfrentarse con la concepción freudiana, que se planteaba en la psicología trascendental los mismos problemas fundantes que Husserl y Levinas. El “il y a” como inscripción primera de “algo” en un cuerpo sin sujeto es una abstracción para poder explicar, en el patriarcalismo, el tránsito de la naturaleza a la cultura sin mediación materna. Allí se encuentran, dramatizados y convertido lo simbólico en una realidad sensible, los dos extremos que definen la aparición milagrosa del espíritu infinito en la materialidad “objetiva”. Porque el “il y a” es una materialidad vista desde la concepción patriarcalista y científica de la racionalidad europea: simboliza en un concepto, que se presenta como si fuera una experiencia, una 5. D. Guillot, Emmanuel Levinas, evolución de su pensamiento, Enfoques Latinoamericanos 3, 1975, pp. 113-114. Citado en: Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, ibíd. 76


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irrealidad sensible sólo pensada como límite entre cuerpo y conciencia. Niega el hecho de que la materialidad primera ya es materialidad determinada en su sentido vivo y significativo por el cuerpo materno que lo engendra y lo acoge. “El ser como anónimo”, “il y a”, “existencia sin existente”.6 Pero el ser como anónimo no anula la vivencia de existir perseverando en su existencia para el naciente ser del cuerpo humano. Si anónimo quiere decir sin nombre, innombrado, porque no existía en ese cuerpo la posibilidad de poner nombres porque aún no hablaba, es porque el ser (las significaciones ante-predicativas) que le da la madre no es reconocido porque no modula aún la Palabra del padre. El sentimiento de ser es siempre primero. Además, y sobre todo, que alguien que accede a la vida no tenga nombre no quiere decir que no sienta la unidad de su ser-cuerpo como un algo-alguien que lee su propia existencia como existiendo en los ojos de la madre que lo engendra, lo acoge y lo mira. Aquí ya hay existencia, diferente a la que describe el anonimato de Levinas, que no por ser anónima deja de ser sentida como unidad viviente, un “algo” cuya unidad de vida me abarca y siento. Parecería que sólo la palabra hace al sentimiento de la unidad de algo vivo. ¿Esto realmente impugna a la filosofía occidental, como pretende –según palabras del comentarista Guillot– cuando enfrenta con la suya “la supremacía del todo o de lo uno sobre la diversidad”, que no acepta “amortiguar en la generalidad la singularidad de lo individual”, la “unicidad intransferible del sujeto que trastorna toda ‘visión’ del ser”,7 esas cualidades del individuo y del sujeto de las cuales nosotros también partimos? El ser como anónimo, “il y a”, no existe. Toda vida, en su surgimiento originario, su Urimpression, tiene como horizonte de sentido a la madre sin la cual no puede ser pensada, por más que la fenomenología pura lo exija. La sensación pura sensación no existe, la impresión originaria, lo que puede ser pensado como tal, tendrá siempre como horizonte trascendente-inmanente, como intencionalidad (atribución) 6. Cfr., óp. cit., p. 19. 7. Óp. cit., p. 20. 77


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sin pensamiento “lingüistico”, a la impronta materna. Es la que produce el tránsito del algo natural al alguien humano, si así preferimos decirlo. Es porque despertamos a la vida por su cuerpo que nos mira que nos sentimos “alguien”, nunca algo. El “hay” anónimo es un escudo de protección contra la impronta de la Urimpression originaria de la madre. Este es el problema de Levinas, y su permanencia en la metafísica racionalista de la conciencia patriarcal. Por eso la conciencia no tiene conciencia del proceso histórico que la produjo como conciencia, y eso es lo que Freud, aún patriarcalista, debe por lo menos reconocer como punto de partida para negarlo, castración mediante, luego. Urimpression, si, pero materna. Y por eso la ética que surge de las relaciones primarias debe serle asignada a una abstracción, donde el “Ur-cuerpo” del otro, el cuerpo originario de la madre y de su mirada, que nos hablaba y nos acogía con su lengua de madre, debe ser en Levinas suplantada por el mandamiento bíblico del padre. Podrá salir del rostro, pero no de un cuerpo, ni siquiera de una cabeza: sale de la mirada, la encarnación más sutil y etérea de la palabra hablada. La madre nos hace sentir que somos un absoluto: alguien tan irreductiblemente otro y al mismo tiempo tan irreductiblemente uno con su propia existencia irrefutable como cuerpo sensible. Los ojos del recién nacido siguen desde su precaria existencia, absortos, la mirada del rostro de la madre. La hipóstasis de Totalidad e infinito, su secreto, está en la madre originaria; desde ella surgen las categorías lógicas patriarcales: cuando se convierten en fundamento de la metafísica y de la ontología. La verdadera Urimpressión debe ser anonadada como madre negada. El fundamento de la filosofía de Levinas esconde allí su secreto. Y se pierde la posibilidad de emprender la crítica contra el cristianismo y el neoliberalismo y el nazismo y el capitalismo. De Marx sólo entendió las mercancías y la alienación, pero fuera de su contexto de sentido mater-ialista. ¿Por qué los animales huyen de la amenaza de ser destruidos? ¿No hay sentimiento de la unidad de su ser corpóreo que tiene toda la materia animal viviente organizada como individuo? Sólo desde este punto de partida, comprendo la sorpresa de que haya algo, pero no algo anónimo 78


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sino algo-alguien, una unidad viva que sea yo, y que se viva entonces como existencia absoluta, pero no absoluta por el tiempo y el espacio que aún pueden no existir, sino como diferenciada e irreductible a toda otra porción de materia animada que no sea la mía. Sólo por eso soy un absoluto: irreductible a toda otra porción de vida separada como la mía, pero que luego, más allá de la simbiosis con la madre, descubro como absoluto-relativo a la historia y al mundo para comprenderme. El mal del ser es la muerte, según Levinas. Una cosa es el mal del ser, que surge desde este anonimato que lo conduce a la muerte, y otra es la maldad humana que viene dada por la mano del hombre. ¿Por qué el cristianismo ha ayudado siempre a que nos acorten la vida acelerando nuestra partida de ese cuerpo despreciado? Y volvemos con la misma distinción de las dos muertes: la paulista-heideggeriana (la cristiana) y la judía.

Levinas judío contra la filosofía post-cartesiana Primero, contra la filosofía de Platón, según el comentador David Banon: Or, pour Platon, le désir humain repose sur un manque. L’humain est par nature un être de besoin. Un être déficient, carencé. Ce qui manque proprement à l’humain, c’est qu’il a perdu originairement son autre moitié, son second et meilleur moi (cf. le mythe de l’androgyne dans le Banquet). De là vient que l’humain aspire à être complété. C’est pour cela aussi que surmonter la nature déficiente de l’humain n’est pas seulement une compensation, mais une tentative consciente ou inconsciente de retrouver son autre moi. Comme la connaissance, le désir n’est orienté, en fait, qu’à se trouver, ne vise, en fin de compte, que soi. En d’autres termes, ce que Levinas découvre dans ce Platon –dans sa doctrine de la connaissance et de l’amour, 79


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essence de la philosophie occidentale–, c’est le solipsisme : l’être de l’étant, c’est l’être-soi. Narcissisme ou égologie.8 Esta concepción es la que sirve de fundamento a la filosofía católica, a la que se le agregan las premisas que define Agustín. Y es la que se encuentra en el fundamento también del psicoanálisis de Lacan. Como parten de la Palabra y ya no de la experiencia corporal con la madre para fundar una concepción del Significante espiritual, su supuesto y su punto de partida, posterior a la experiencia materna primera del sentido, reposa en el vacío, sin origen, como la definición de estructura les pide: la falta, el vacío, la nada originaria, ese cero a la izquierda que en los Evangelios es llenado como origen de todo lo existente con la Palabra de Dios. En la tradición que va de Platón al cristianismo el Otro aparece demasiado tarde, siempre con mayúscula, producto de una compleja construcción que sólo la cadena de significantes abrirá. Este vacío del “no hay”, de la nada previa cristiana, es el que pretende ser colmado por Levinas con el “hay” sensible donde se inserta lo Infinito. El vacío insensible, el “no hay” de la nada del espíritu cristiano, lo pretende llenar con el “hay” sensible de la pura sensación. Y de allí la crítica contra la percepción plena de Merleau-Ponty para reivindicar una sensación inorgánica, despojada de toda significación sensible en su abstracta pseudo-materialidad corpórea. La pregunta consiste en saber si en ese “hay” judío de Levinas encontramos algo muy diferente, o no, por sus consecuencias, al “no hay” de la metafísica cristiana; si ambos dos no vuelven a fundar con su filosofía un in-mater-ialismo espiritualista de lo Infinito como previo a toda historicidad material humana. Pero, en Levinas, no hay génesis histórica del espíritu, creatividad significativa humana desde las experiencias originarias que persisten, siendo infantiles, en el adulto dándoles su contenido pensado porque primero fue vivido como sensible. El tiempo se 8. David Banon, “Levinas, penseur juif ou juif qui pense”, Noesis [en línea], http://noesis. revues.org/7 [consulta: 15 de marzo de 2004]. 80


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inaugura con el pensar en el transcurrir mundano de la vida, pero ese sin tiempo originario sobre el cual la densidad del Espíritu se funda es la actualización de ese otro sin tiempo originario, el de la infancia prematura, sin las categorías del tiempo y del espacio adulto, del cual se parte y se ignora al mismo tiempo: toda la historia es el proceso patriarcal de la dominación sobre las madres y mujeres que escotomizan y excluyen de sus propias vidas. Y que hizo posible –paradojalmente– el dominio sobre todos los hombres. Por algo para Freud aún las diferenciaciones primeras cualitativas del cuerpo suponen una razón incipiente, y llama “juicio de atribución” a esas relaciones que ya, desde el comienzo mismo de la vida, son históricas: la “racionalidad” es constitutiva en el niño de las primeras asignaciones de sentido, significaciones que las siente como “buenas” o como “malas” en relación con el cuerpo histórico de la madre. Si, como decía Marx, las palabras son relaciones entre cosas, las “cosas” mismas suponen un sentido para ser percibidas como “cosas”. La infinitud que deja fuera de la materia el cartesianismo (y el cristianismo) le sirve a Levinas para reivindicar la idea de infinitud en el mismo campo que Descartes deja de lado cuando a la res pensante le concede el privilegio de conocer lo meramente objetivo y susceptible de ciencia. La naturaleza material (materna) sólo puede ser abordada como res extensa por la res pensante de Descartes, que pone como coincidiendo con el origen de su propia vida la muerte de su madre, cosa que él mismo sabía inexacta. (Pero esto, ¿qué le importa a la metafísica y a la ontología?). Lo que en Descartes aparece separado como dos substancias Levinas pretende unificar; pero su retorno pone como primera a la res pensante del Espíritu Infinito del patriarcalismo, donde nuevamente la naturaleza-madre es relegada como cosa secundaria. Con ello pretende superar a Descartes, porque en la medida en que el conocimiento objetivo debe solamente suponer por medio de la fe la existencia de Dios, la idea de infinitud desaparece de la capacidad de conocimiento objetivo y racional del hombre como para decir nada de la ética; es decir, no puede decir nada de la verdad del hombre en sociedad, que Levinas reivindica para el Espíritu puro Infinito. Este 81


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supuesto es la premisa de la separación entre ciencia y religión, fenómeno occidental y cristiano desde Galileo hasta nuestros días. Pero si ese Infinito fuera puesto a cuenta de una creación común, donde las madres por la generación de hijos-niños abren el espacio de un imaginario que entre ambos debe ser prolongado y transformado para hacer del niño un adulto que luego prolonga el acuerdo entre ambos, otras serían las consecuencias de su elaboración ético-filosófica, y otra hubiera sido la lectura y la interpretación a desarrollar por un Renacimiento y un Iluminismo desde las escrituras bíblicas donde este debate –diosas del cielo contra el dios único– se había planteado. “Escuchar la palabra divina no significa conocer un objeto, sino estar en relación con una substancia que desbordaba su idea en mí, desbordando lo que Descartes denomina su ‘existencia objetiva’”,9 dice Levinas. Pero ese desborde previo a la idea que alcanza una substancia nueva, esa que desborda al mundo “objetivo” que la racionalidad cartesiana y galileana prefiguraron para la prolongación del cristianismo como ciencia occidental basada en el concepto de verdad como cálculo exacto, y el capitalismo calculante luego de toda materialidad humana, es una patriarcalización adulta de la significancia de la madre que originaría una racionalidad sin corte, una misma substancia plena de la cual derivaría otra construcción y concepción del mundo y de las relaciones humanas. Aquí también Levinas aprendió del cristianismo a convertir en paterna, espiritual y racional, a la substancia materna cuyas cualidades fundantes negadas, su ordo amoris, fueron sustituidas por el pensamiento espiritual puro, sin presupuestos, del Espíritu Infinito, para retener su sentido “espiritual” y “ético” al mismo tiempo que lo separaba de su cuerpo pleno. Or, cette parole divine nous décentre de nous-mêmes, fissure notre moi pour nous tourner vers autrui et en cela constitue notre subjectivité. Cette relation avec la transcendance 9. Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, cit. p. 100. 82


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divine s’exprimant dans une parole –un commandement– ne s’accomplit pas dans l’ignorance des humains. Elle est sociale.10 “Autrui” nos descentra, es cierto, porque rompe con la Otra primera con la cual el niño estaba confundido. Autrui no es el neutro “el otro” sino la singular femenina “ella”. Aquí todo se confunde: la fisure que nos descentra para constituir nuestra subjetividad, como si Freud hubiera descripto y escrito en vano sobre la amenaza de castración y la aparición de la conciencia (moral) luego del terror interiorizado. Por eso la trascendencia aparece en tanto palabra –la lengua de la madre no existía antes– como una orden que coincide con el orden social, no con el Ordo amoris de cumplimiento imposible entre los hombres en tanto sujetos del estado y de la religión impuesta.

A la orden Levinas parte de la lengua materna (transfigurada en paterna), pero su primer imperativo proviene de la palabra del padre: el “no matarás”. Al hacerlo, recuperando ese mandamiento judío como fundamento que nos revela en el rostro del otro el infinito de donde surgiría la eticidad humana, deja de lado la genealogía histórica de la tragedia que la Biblia describe, la que comienza en el sueño del Génesis, pasa por el Éxodo antes de culminar en los profetas. Pues lo que hace no proviene de la metafísica que critica, sino del descubrimiento glorioso del mandamiento judío que está como punto de partida y de llegada. Ahonda e interioriza más profundamente la racionalidad trascendente del mandamiento divino, no es ya más un imperativo que se le impone a la conciencia pero que me deja en libertad para obedecerle o rebelarme, sino que le confiere una imperiosidad donde lo subjetivo coincide más íntimamente con lo objetivo, donde lo trascendente se confunde casi 10. David Banon, ibíd. 83


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con lo inmanente absoluto, donde el imperativo de la ley divina diviniza al rostro del sujeto que miro, y la ley aparece ahora desde el “objeto mismo” como si Dios nos acechara en su mirada: la prohibición emana de un dios que nos mira desde el otro a quien miramos. Levinas parte del fetichismo persecutorio de la mirada que nos vuelve paranoicos. Donde se resolvería la distancia entre inmanencia y trascendencia y el acto ético se impondría, coincidiendo lo debido con lo percibido: la orden ineludible que el mirar el rostro del otro me impone. Donde la racionalidad de la ley ha encontrado al fin su fundamento encarnado del cual surge, pero que seguirá siendo siempre la corporeidad evanescente que le concedemos al cuerpo espectral del padre para que sostenga su Palabra. Será Ley encarnada, pero ley que nos organiza desde su Palabra. El imperativo ético que la racionalidad sostiene en sus conceptos parecería surgir desde la materialidad misma del cuerpo del otro, pero es una apariencia de cuerpo, cuerpo alucinado, la que lo sustenta. Ya no hay casi distancia para que la decisión y la elección frente a la ley pueda ser asumida: la ética simula un imperativo moral desde adentro de la espontaneidad sintiente, como si el hombre fuera bueno desde su inclinación misma, cuando en realidad sucede que la formalidad de la ley racional externa aparece ahora encarnada sensiblemente en la luz de la mirada: deja de ser mandamiento para la conciencia, siendo la forma más absolutamente racional en la materialización cuasi etérea de su soporte pensado. La significación –la significancia– emana aquí y coincide con el significado que le sirve de soporte en la Eucaristía, a la que tanto recurre Levinas como modelo tomado del cristianismo: en la transformación de lo sensible en símbolo de lo divino. ¿Qué es la Eucaristía? “Sacramento instituido por Jesucristo en la última cena, que consiste en que, por las palabras pronunciadas por el sacerdote en la consagración, el pan y el vino de esta se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo” (Moliner, p. 1241, I). El “carne de mi carne y huesos de mis huesos” que Adán descubre deslumbrado al verla en la Varona rediviva al despertarse, se transmuta de sangre y carne de madre en sangre y carne del Padre en la Eucaristía. Levinas lee la Biblia judía 84


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con los ojos de los rabinos fundamentalistas. No se da cuenta de que en la Eucaristía cristiana la carne de mi carne y huesos de mis huesos que Adán descubre al verla a la Varona se metamorfosea en mera simbología patriarcal: el vino es la sangre de Cristo, el pan (la hostia) es su carne: carne del padre y sangre del padre. La Palabra consagra la mirada, le da su espesor místico a la materialidad viva del cuerpo y convierte al hombre malo mágicamente en hombre bueno. La escena del mirar al rostro del otro (que a veces va con minúscula y otras en mayúsculas, donde se confunde lo absoluto y lo relativo, lo divino y lo humano), al mismo tiempo rompe con la diferencia fundamental entre el judío mortal y el cristiano inmortal, y quiere a su manera vencer una distancia que es la relación entre la ley externa y la decisión interna, espontánea y subjetiva. Absolutiza a la ley y la convierte en indiscutible, en inefable, en absoluta más allá de toda circunstancia: espiritualiza a la carne y la excluye en ese mismo instante de la historicidad humana, de la violencia y de la contra-violencia. Hace imposible que la Ley pueda aparecer como producto de un enfrentamiento histórico que excluyó a la madre como mediadora histórica y productora de sentidos y significaciones nacientes para la racionalidad patriarcal que la excluye, o la encuentra secundarizada demasiado tarde.

El “no matarás” patriarcal como ocultamiento del “vivirás” materno Por eso ese mandamiento hasta tiene que excluir la historia de la narración que lo produce como mandamiento. Debe ser terrible, para un sujeto ético tan devoto como Levinas, tener que amar al prójimo porque alguien se lo ordena: que el amor no le salga de adentro sino que lo obliguen a sentirlo desde afuera. El “no matarás” es la conclusión tardía del enfrentamiento de la primera pareja humana que relata las vicisitudes de la historia del patriarcalismo monoteísta, cuya premisa reside en la promesa del “vivirás” que la madre le dice en su lengua plena al hijo. Ese hijo que, porque participa primero de ese lenguaje materno para ser 85


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hombre luego, será en tanto primogénito muerto por los celos del padre –que vive con su mujer amada la pasión que el recién nacido siente por su madre–. Todo niño encierra el secreto, cuando llegue a ser hombre, del apasionado amor que la mujer le despierta, pero en cada nuevo amor el fundamento de su primer amor, el materno, aparece aureolando la figura femenina. El padre que fue antes niño no tolera que el hijo lo desplace de la alucinación materna con la que aureola a la mujer que hizo madre. El amor a la mujer es un re-encuentro donde se encarna lo imposible e imborrable del primer amor en su figura nueva donde esplende el pasado realizando la fantasía imposible que todo amor promete: ser nuevamente carne de su carne con (y para) la mujer que ama. El hijo, el primogénito, es para ese hombre amante, el mensajero de una verdad insoportable pero irrefutable: le descubre al padre que sólo el hijo es para la mujer amada la verdadera realización de la carne enamorada que la pasión había alucinado: ser carne de su carne y huesos de sus huesos. Y entonces surge desde adentro, para Moisés mismo, el mandamiento de “matarás” a tu hijo que Jehová le sugiriera con la amenaza de muerte al primogénito del Faraón (Éxodo). La primera orden que Moisés cree que lo autoriza al “matarás” del hijo primogénito que tuvo con su mujer amada la recibe de Jehová mismo, cuando le ordena que le diga al Faraón que si no deja libre a su primogénito (el pueblo elegido) Jehová matará a su primogénito, a su propio hijo, como se deduce del texto bíblico, y que Séfora, su mujer, detiene tomando un pedernal del camino con el cual circuncida a su hijo amenazado y arrojándolo a los pies de Moisés le grita por dos veces: “soy tu mujer en la sangre, soy tu mujer en la sangre”. Sólo así, confirmando su mujer la fantasía de que el hombre y la mujer formaran al unirse una sola carne, y que lo sigue siendo, Moisés detiene su mano mortífera, y el hijo se salva de ser asesinado. El “no matarás” es pues la conclusión de ese silogismo dramático. No matarás porque me amas. Cuando Moisés baja del Sinaí con las Tablas de la Ley que Jehová mismo entre truenos y centellas y sonoras trompetas le ha confiado, recién aparecerá, sexto mandamiento, el “no matarás”; del cual parte, como si fuera un comienzo absoluto, el mandamiento que 86


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Levinas lee en el rostro de todo otro como irreductiblemente otro. Pero los judíos no le ven el rostro a Dios, que sólo Moisés osa mirar de frente. Ellos leerán las tablas en las que Dios dejó su rastro escrito de palabras. Y el “no matarás” es el que allí está escrito desde el sin rostro divino, el rostro de Dios que los judíos temen ver cara a cara. Por eso será que algunos judíos creyentes se devoran los libros donde la Palabra de Dios aparece escrita: es lo que suplanta a la sangre de su sangre y huesos de sus huesos donde Adán experimenta la presencia de la Madre-mujer de sus sueños, no de su palabra escrita. Y si queremos entender mejor qué adoraban los judíos en la becerra de oro, basta con leer el castigo que Moisés les infiere a los adoradores: muele el oro con el que habían moldeado a la becerra, reduce a polvo al ídolo, lo junta con el polvo de la tierra y así les prepara un brebaje que han de beber hasta que el deseo de la leche materna se convierta en veneno. Para que aprendan que el “no matarás” tiene un límite, y ese límite no alcanza a los que adoran a la madre. Prueba de realidad para la persistencia del principio de placer ensoñado que quiere retornar del cuerpo de palabras del padre al cuerpo nutricio de la madre. La secuencia bíblica nos revela por primera vez, en un texto que quizá por eso se convirtió en el Génesis de la verdad con-sagrada, el silogismo completo de esa deriva alucinada que el hombre experimenta con la madre: 1º) el “vivirás” realizado de su promesa de vida, confundido con su vida en el ensueño sin palabras; 2º) el “matarás” que empuja al padre a matar al hijo como si estuviera autorizado por una orden divina (“Y le dirás al Faraón: yo mataré a tu primogénito si…”);11 3º) el “no matarás” que es el imperativo patriarcal que consolida en un nuevo movimiento, ahora racional, la preservación de la vida del niño por el padre, para que la sociedad política se imponga sobre el pueblo iletrado. Entonces Levinas, judío, vuelve a partir de la palabra del Diospadre de la Biblia, del Moisés histórico, no del Padre bíblico, pero 11. Éxodo, 4:22-23. “Y dirás a Faraón: Jehovah ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogénito/ Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva, mas no has querido dejarlo ir; he aquí yo voy a matar a tu hijo, tu primogénito”. 87


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luego de transfigurar la experiencia infantil y originaria con la madre en el fundamento metamorfoseado, cuasi-encarnado en el límite de su existencia sensible, de la infinitud y de la espiritualidad de la razón patriarcal, oculta su fundamento verdadero. Su concepción particularizada del hombre se opone a la disolución del sujeto en una Totalidad vacía; y para lograrlo retrocede hacia las fuentes del ser innominado, pero sin franquear nunca la distancia que lo separa de la lengua y de la experiencia con la madre. Plantea en su escrito sobre la filosofía del hitlerismo la crisis de la racionalidad occidental, pero los supuestos sobre los cuales funda su crítica no logran nunca aclarar la unidad originaria de la cual resulta la Totalidad hitlerista. Levinas busca, en su intento por resolver la crisis de la razón occidental cristiano-liberal, un fundamento para dar cuenta de la creación de las significaciones.

Retorno al hogar: verdad, inmanencia y terror Es precisamente aquí donde aparece en Levinas la relación con el “retorno al hogar” como imagen de retorno a la verdad en la filosofía griega, recurriendo a Odiseo: la verdad “está en casa”. La vida es un viaje en busca de la Verdad, se nos dice. Levinas condena la reflexión, el ahondar en el interior, el retorno a los orígenes, la búsqueda del suelo natal, porque no hay en ello nada de revelación, que por definición es una voz heterónoma. El otro que Levinas busca afuera ya estaba adentro, sólo que el afuera y el adentro, la trascendencia y la inmanencia de las cuales parte Levinas son las de la metafísica. No puede aceptar que ha habido una construcción, una historia humana en la creación de esas categorías. Esta marca inaugural del otro como primera experiencia internainterna, tal como la vivió el niño, como absoluta, sin lo relativo al mundo al cual luego habría de abrirse, sólo luego puede ser comprendida si ahondamos la comprensión de la historia del acceso del sujeto a la historia y a la palabra. 88


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La razón patriarcal oculta la experiencia de la cual resultan los presupuestos que la fundan. Y por eso pone a la guerra como la experiencia más pura del Ser puro: la realidad de la guerra y la política. Aquí sí parte, como se debe, de la propia experiencia, la más terrible y profunda que Levinas y su generación hayan vivido. Pero ignora la experiencia materna como lugar donde el amor al hijo, al prójimo, predominó para que vida hubiera. El horror de su experiencia real histórica no tuvo límites. Este borramiento de la madre judía en su caso personal muestra hasta qué punto las profundidades del hombre son aniquiladas: esas que en la genealogía de los cuerpos culturales lo denuncian también como judío, porque entre los judíos no impera la genealogía espiritual del padre sino el engendramiento corporal de la madre que le confiere su pertenencia al pueblo elegido. Podemos pensar que esta dificultad de las premisas del Ser en la filosofía del judío Levinas es producto del terror cristiano que la cultura occidental y capitalista engendraron. Hay una comprensión de la guerra que contiene, interpretación mediante, esta presencia del campo alucinado de la madre como fundamento negado de la infancia en las teorías racionales que la explican, y podemos descifrarlo en la que expuso Von Clausewitz en el primer capítulo de su libro.12 Formulemos una hipótesis interpretativa, tal vez demasiado a la ligera. Quizá fue tal el pavor de la soledad monstruosa que Levinas, debemos pensarlo, vivió durante el nazismo y luego en la prisión alemana que hasta el reflejo imaginario de volver a la madre continente había sido clausurado en el espanto que inhibía, para permanecer vivo, la emergencia afectiva de sus marcas arcaicas. No pudo entonces actualizar su propia historia del acceso a la historia donde la guerra predomina. Pero lo que este retorno al hogar idílico del hijo pródigo nos muestra en la verdad a la que apunta, tiene una interpretación diferente cuando de retorno al hogar se habla: allí nos espera no 12. Para un análisis detallado ver: León Rozitchner, Perón: entre la sangre y el tiempo, Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2012. [N. de los eds.] 89


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sólo la verdad, sino lo siniestro que lo familiar oculta, y que Freud nos muestra.13 El fondo de lo siniestro oculta el rostro de la verdad política, con las fantasías de despedazamiento, de mutilaciones: tiene que ver con la amenaza de la castración paterna del patriarcado realizado que impide que la madre vuelva a ser el suelo, el sitio, la base donde el acogimiento –que la verdad racional desplaza por el terror– vuelva a despertarse. Eso que Lacan le asigna por esencia a la experiencia del niño en el Estadio del Espejo, como si no fuera una proyección de su propia experiencia cristiana. Este retorno al hogar como siniestro tiene que ver también con la guerra interiorizada en la familia; en el enfrentamiento irreductible entre lo materno y lo paterno que la pareja encierra. La ética que Levinas busca está mucho más presente como identidad de lo absoluto del cuerpo acogedor de la madre vivido por el niño que como un ser frío y vacío, que pese a todo, en su desnudez inhabitable, sólo se entiende como el máximo intento de hacer del agua vino: del espíritu abstracto del padre producir la leche cálida y nutriente de la madre. Hasta Isaías preanuncia al hijo bueno de una buena madre, donde su leche y su miel se prolongarán luego en la leche de las cabras y la miel de las abejas: sólo luego, cuando sean grandes. Entonces podemos decir que la ética que Levinas busca abstractamente en una experiencia humana en la que habría de revelarse, la encuentra demasiado tarde. La guerra había matado hasta las huellas vivientes de lo materno en el hombre, último refugio donde ahora, cristianismo mediante, sólo nos espera el Espíritu del padre. No había descifrado los tres volets,14 los tres momentos diferentes, del génesis bíblico como Jerónimo Bosch sí supo hacerlo en su pintura. 13. Ver Sigmund Freud, “Lo siniestro” [1919], en: óp. cit., pp. 2483-2505. Freud muestra en este artículo que la palabra alemana para siniestro, unheimlich, significa literalmente negación (prefijo “un”) de lo hogareño o familiar (heimlich). [N. de los eds.] 14. Remitimos para el análisis de esos tres momentos del Génesis al libro inédito de Rozitchner, Génesis, la plenitud de la materialidad histórica, cuya próxima aparición en esta colección ya hemos mencionado. [N. de los eds.] 90


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Levinas en la presentación de su libro Totalidad e infinito dice: “Este libro se presenta entonces como una defensa de la subjetividad, pero no la tomará al nivel de su protesta puramente egoísta contra la totalidad, ni en su angustia ante la muerte, sino como fundada en la idea de lo infinito”.15 Podemos preguntarnos entonces si la idea de infinito no tiene su origen en la vivencia de infinito, del sin tiempo arcaico que le sirve de base: el sentimiento de absoluto y de estar fuera del tiempo que tuvimos de niños con la madre. Y esto le devolvería a la historia del hombre la experiencia fundante de toda relación humana, sin tener que recurrir a aquella idea de infinito donde el juicio moral estaría más allá del mundo que nos rodea y “fuera de toda comprensión” por lo tanto. Y la criminalidad y la culpa que descubren por su libertad a los ojos de un “otro” también aparecería explicada por el tránsito que el terror le impuso y con el cual tuvo que enfrentarse para eludir primero la amenaza de castración del padre para separarlo de la madre e incluirlo en la cultura patriarcal como culpable y asesino por haberle dado muerte imaginariamente, cuando niño. Es mucho más comprensible, más económico y sobre todo más humano.

Ética y política Para Levinas existe una prioridad radical de la ética sobre la política, como si toda ética no fuera desde el vamos ética política, social por lo tanto. El problema consiste en situar su origen en las relaciones espontáneas antes que en las leyes que obligan a cumplirla. Si sólo encontramos la resistencia del otro en decir éticamente “no” a la violencia, sólo permanecemos en el reino del espíritu y en el infinito pensado, pero la contra-violencia a la que permanece unida la fuerza de vida de la madre estaría ausente de esa resistencia. La separación entre ética 15. Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, cit., p. 52. 91


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y política prolonga la separación entre la ética materna y la política paterna: la violencia de los hombres-padres sobre las mujeres-madres. La prioridad de la ética sobre la política, si no vemos el fundamento carnal y material del otro desde la corporeidad materna y de su mirada fundadora que lo unificaba todo, desarma a la ética, porque esta universalidad del “il y a” infinito está vacía de mater: está vacía de materia. La ética sin madre queda, desmadrada, sin fuerza ni carne. Seguirá siendo una verdad espiritual, desarmada, como decía Maquiavelo de los profetas:16 todos los profetas desarmados perecen, son vencidos por más verdaderas y morales que sean sus profecías. Será una verdad que le deja a la política la materia sin ética, y reserva a la ética la verdad sin materia. La madre, reservada al hogar, sigue sin prolongarse hasta inmiscuirse en la polis. Por eso la justicia en Levinas viene del miedo a la muerte y no del gozo común de la vida: viene otra vez de Dios, como siempre, ni siquiera de las diosas: “La voluntad está bajo el juicio de Dios cuando su miedo a la muerte, se invierte en miedo a cometer un asesinato”:17 la ética viene desde el miedo de cometer un crimen, de la amenaza del juicio divino que nos castigue. Viene desde la muerte y no de la vida. Este descubrimiento del otro originario viene desde fuera de la ontología y de la metafísica, tiene una experiencia que sólo recuperan la desdeñada antropología y el psicoanálisis de Freud, entendido como un descubrimiento filosófico de un judío perseguido en la conciencia clásica. Por eso el retorno de la tradición cristiana es al hogar paterno y no al hogar materno: va a buscar la verdad pero la casa es también la residencia de la palabra y la verdad del padre. Hasta aquí penetra el desplazamiento de las madres como dominadoras del ámbito familiar que clásicamente en Grecia y en Roma ocupaban. Es porque desdeña el suelo primero, no especulativo, punto de partida insoslayable para afirmar algo originario, y cae en la 16. Ver: Nicolás Maquiavelo, El príncipe, Madrid, Gredos, 2011, p. 21. 17. Totalidad e infinito, cit., p. 258. 92


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descripción y separación metafísica de los ámbitos del conocimiento, es por eso que Levinas excluye el fundamento de la experiencia materna que crípticamente ya está presente en el Génesis bíblico. Es como si el cristianismo, patriarcalismo redoblado, hubiera tachado definitivamente el lugar de las madres de la iluminación mística que buscan sólo en la ontología.

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IV Sobre el lenguaje Cuerpo y significación Levinas parte de la Palabra divina: hay una sola lengua. En su última obra reconocerá que hay al menos dos formas de decir: el Decir y el decir en minúscula. En esto retoma la escritura de Stefan George, el poeta citado por Heidegger. El problema de la existencia de dos lenguas, la lengua materna y la paterna, cuya distinción está ausente en Levinas, explicaría la relación directa que tiene el Infinito con la lengua del padre sin pasar por la lengua de la madre. Y por lo tanto toda la idealización que se apoya en recuperar las experiencias fundantes que abren al mundo desde la madre sin mencionar el cuerpo de su proveniencia, a pesar de que en algún momento debe referirlas a lo femenino, pero no materno. Dice Levinas en Totalidad e infinito: “La tesis aquí presentada consiste en separar radicalmente lenguaje y actividad, expresión y práctica del trabajo, a pesar de toda la parte práctica del lenguaje, cuya importancia no podría subestimar”.1 Este es el punto de partida reconocido, que se inscribe en contra de la tradición judía, donde la verdad que el lenguaje expresa está referida a la praxis, a diferencia de la verdad greco-cristiana, donde la verdad aparece como un acto de de-velamiento, aletheia para Heidegger. Según expone el mismo Levinas fue Merleau-Ponty quien mostró que el pensar descarnado, que piensa la palabra antes de hablarla, el pensamiento que constituye el mundo de la palabra, que la adhiere al mundo –previamente constituido de significaciones, en una operación siempre trascendental–, era un mito. Ya el pensamiento consiste en elaborar en el sistema de signos en 1. Óp. cit., p. 218. 95


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la lengua del pueblo o de una civilización, para recibir la significación de esta operación misma. Va a la aventura, en tanto no parte de una representación previa, ni de estas significaciones, ni de frases a articular. El pensamiento casi [¿casi?] opera, pues, en el “yo puedo” del cuerpo. Opera en él antes de representar o de constituir este cuerpo. La significación sorprende al pensamiento mismo que lo ha pensado.2 El cuerpo piensa como cuerpo pensante que fue constituido con un sistema de signos, y así produce las significaciones nuevas. La pregunta que se hace Levinas para criticar esta capacidad creativa del cuerpo como cuerpo que piensa es: “¿Por qué el lenguaje, recurso al sistema de signos, es necesario al pensamiento? (…) La significación recibida de este lenguaje encarnado ¿no sigue siendo… ‘objeto intencional’?”.3 Habría que pasar simplemente, pensamos, para responderle, de la intencionalidad de la conciencia al cuerpo como lugar donde la intencionalidad vivida comienza y se termina; la “intencionalidad corporal” que Merleau-Ponty distingue en lo ante-predicativo: antes de que tenga (advengan) palabras. Pero Levinas si bien parte del cuerpo, pone el acento en la conciencia y en la necesidad del nombre para que algo, hasta un objeto empírico, llegue a ser significación. Y así trata de separar a la significación del cuerpo que piensa, porque “la significación recibida de este lenguaje encarnado (…) sigue siendo, en toda esta concepción, ‘objeto intencional’”, es decir objeto de conciencia. “La estructura de la conciencia constituyente recobra todos sus derechos después de la mediación del cuerpo que habla o escribe”;4 volvemos al fundamento de los dos polos de la conciencia: noema y noesis, un polo somático y un polo ideacional, supuestos de una abstracción teórica, que es el modo como la conciencia recupera sus derechos como fundamento 2. Óp. cit., p. 219. 3. Ibíd. 4. Ibíd. 96


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del sentido sobre el cuerpo que piensa. Y que parte, necesariamente, de excluir las elaboraciones con las cuales Freud amplió el campo del pensamiento como una separación y un corte producido en el aprendizaje cultural. Y que se produce como una experiencia histórica donde el pensamiento de ella resulta, al inaugurar una nueva modalidad de conciencia; sin embargo la conciencia no retiene necesariamente este proceso que llevó a separar el cuerpo de la conciencia. Esto es lo fundamental en la crítica a la fenomenología: la conciencia no tiene conciencia de su acceso a ser conciencia. Y por más puesta entre paréntesis del mundo, y por más de reducción en reducción que vaya, nunca alcanzará el fundamento inconsciente de su propio origen; y entonces no podrá comprender sus propios presupuestos, los que organizan la conciencia. Para que esto se produzca fue preciso que la amenaza de muerte apareciera dividiendo y limitando el cuerpo, si este osara infringir el límite que la lengua paterna impuso sobre la lengua materna, que es la que mejor muestra la inserción del sentido en el cuerpo. En un mismo cuerpo hay por lo menos dos cuerpos (pero para Levinas un cuerpo, el biológico, es como si subsistiera tal cual, natural, en el cuerpo que transita, desde antes mismo de su nacimiento, de un extremo natural al otro histórico). Levinas pone la experiencia de la amenaza como asesinato en un momento puramente abstracto de un génesis que traza la historia metafísica del advenimiento de la conciencia del yo con las categorías que resultaron sólo del “sistema de signos” y de la lógica autorizados por el poder instaurador de la amenaza. El problema es entonces la “excedencia de la significación” sobre la representación: sobre lo ya significado en la cultura. Esta recuperación del cuerpo como cuerpo que piensa sería sólo una “una nueva manera de presentarse”, “manera cuyo secreto no agota el análisis de la intencionalidad del cuerpo”. Y se pregunta: “La mediación del signo ¿constituye la significación porque [este, el signo,] introduciría en una representación objetiva y estática ‘el movimiento de la relación simbólica’? Pero entonces –agrega Levinas– el lenguaje sería de 97


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nuevo sospechoso de alejarnos de ‘las cosas mismas’”. “Es necesario afirmar lo contrario”, 5 dice. ¿Cuál es la solución que encuentra para contraponer a la teoría del cuerpo que piensa la propia teoría? “No es la mediación del signo la que hace la significación, sino que es la significación (cuyo acontecimiento es el cara-a-cara) la que hace posible la función del signo”. Adecuadamente entonces la significación surge originariamente en una relación entre dos cuerpos que se miran. Pero no son dos cuerpos, para Levinas son sólo dos rostros. Pero no se sabe a quién corresponde lo que en el rostro se significa. ¿Qué se significa en el cara a cara del otro? No son entonces dos cuerpos: “La esencia original del lenguaje no debe buscarse en la operación corporal que la devela a mí y a los otros y que, en el recurso del lenguaje, edifica un pensamiento, sino en la representación del sentido”. 6 Pero la representación del sentido supone que haya sentido antes de ser representado. La “esencia original del lenguaje” no parte aquí, como debería hacerlo, del lenguaje de la madre que nos lo enseña a partir del sentido que en el cuerpo a cuerpo vivimos. Aquí no hay sólo cara-acara o rostro-a-rostro: nunca más evidente que el rostro de la madre es la prolongación y la expresión viva de su cuerpo succionado, licuado. El niño la mira mientras va recibiendo por su boca la leche cálida que lo inunda y lo llena de madre: madre licuada la de las primeras marcas, con la feliz significación sentida de su ser colmado. Estar ahíto es sentirse lleno, colmado, del cuerpo de la madre: la felicidad en acto, sin tiempo en el tiempo. La elaboración del lenguaje une el sonido de la boca materna que articula la relación de los cuerpos que se conjugan y se dicen con todos los sentidos que simultáneamente se entrelazan. El sonido no está hecho de palabras todavía, sino de suspiros, gorgoteos, exclamaciones, caricias sonoras que acompañan los actos, los movimientos, los escanden y los ritman. Las palabras aparecen poco a poco 5. Óp. cit., p. 220. 6. Ibíd. 98


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entremezcladas por boca de la madre, confundidas con los afectos y los gestos a los que van unidas. Con la lengua paterna la madre construye melodías que disuelven el sentido “lingüístico”, que resumen todas las cualidades del cuerpo que lo ha gestado y acogido. La lengua materna es esta primera melodía que no coincide con la lengua ya establecida, la paterna, que es aquella a la que Levinas se remite. Levinas ignora la lengua materna como ignora a la madre en el origen de todas las significaciones pensadas con las cuales construye el refugio de su filosofía. Ello se logra cuando, como lo expresa, se deja de lado la “operación corporal” y se pasa directamente a la “representación del sentido”. Pero la operación corporal que se deja de lado es la que encierra el secreto de la representación del sentido originario que sólo las primeras etapas del surgimiento a la vida desde el cuerpo de la madre podrían devolvernos. Pero esto es antropología, no metafísica, ni ontología, ni religión, diría. Sin embargo es aquello a lo que nos retrotrae, y actualiza sin saberlo, la experiencia mística en la memoria del cuerpo. Y “el ser de la significación consiste en cuestionar en una relación ética la misma libertad constituyente”. Pero eso que se llama “relación ética”, que pide prestados sus conceptos a la metafísica, oculta esa “relación” fundante que quedó como modelo de toda reciprocidad y acogimiento anhelada en la vida adulta: la experiencia rememorada en sordina, aquello que da qué pensar porque dio primero qué sentir, el acogimiento materno, al cual se remite toda concepción racional de la ética: la primera reciprocidad humana del puro amor gestador de la madre. Y eso aunque se descienda no hasta el cuerpo sino sólo al rostro de la madre que modeló el nuestro, puesto que el recién nacido apenas abre los ojos distingue ya las miradas en las caras. El rostro oculta el cuerpo que está en acto, pero incluido en la mirada: su primer acto es buscar en el cuerpo de la madre el pecho que lo atrae, y mirarla a los ojos mientras la traga. “El sentido es el rostro del otro y todo recurso a la palabra se coloca ya en el interior del cara-a-cara original del lenguaje.”7 Aquí estaría el primer 7. Ibíd. 99


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rostro carnal y corpóreo cuyas vivencias infantiles arcaicas, grabadas en lo inconsciente, son aquellas con cuyo contenido vivido, actualizado luego, la metafísica construirá los conceptos fundantes de un infinito previo, fundador de toda experiencia humana. La experiencia arcaica era lo absoluto en acto, sin ninguna coordenada pensada aunque creara las primeras coalescencias significativas. Para ello deben actualizar ese contenido arcaico como si no correspondiera a una experiencia infantil e histórica, sin palabras todavía, de donde han surgido las vivencias idílicas del encuentro absoluto con el rostro primero del otro. Pero estas vivencias son despojadas de su origen aun cuando vivan y permanezcan como fondo inconsciente de nuestra primera apertura al mundo en el cual estábamos subsumidos, en simbiosis se dice, con la madre. Con estas vivencias, y en un estado de regresión histórica traumática frente a una agresión avasallante, buscando un refugio originario allí donde en la realidad no existe, se construyen las categorías y los conceptos con los cuales se edificará luego un artificioso entramado de ideas que reproducirá, como si fuera un hecho del espíritu In-finito, la creación de ese hombre hecho a la medida de la salvación individual y subjetiva frente a la intemperie histórica que lo aterroriza. Como Levinas dejó de ver al cuerpo materno en el rostro de la madre que quedó convertido en significante puro, in-finito, por eso puede decir que “la esencia del lenguaje no debe buscarse en la expresión corporal”, porque el cuerpo materno se ha convertido en in-significante: sólo su rostro destella, sobresale y brilla. La lengua, como el filo espiritual de una guillotina etérea, cortó en dos la experiencia con la madre: separó al rostro del cuerpo que le daba vida. Pero este proceso unifica en una sola unidad los dos extremos de la experiencia del tránsito de una lengua a otra, de la materna a la paterna, que Freud describe como la aparición de una nueva conciencia (moral recién ahora), regulada por la ley del padre, viniendo desde la conciencia regulada por el orden ético sin ley de la madre, aunque esta utilizara las palabras –insignificantes para el niño, pura melodía sonora con la que la madre lo envolvía– de la lengua paterna. La conciencia racional (moral), producto del enfrentamiento con el padre en el desenlace edípico 100


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freudiano, corresponde a la instauración de la razón con su correspondiente mandamiento, el “no matarás” que aparece sobre la culpa de haberle imaginariamente dado muerte. Pero es este mandamiento, nunca originario desde la lengua de la madre, el que viene desde el padre interiorizado como ley originaria. El rostro del “radicalmente Otro” es el rostro del padre, de esa Otra que nunca será “radicalmente” Otra, en el cual volvemos a leer la amenaza redoblada: en todo otro rostro los ojos que nos miran siempre actualizan la mirada persecutoria del padre amenazante. No puede ser nunca el rostro de la madre, que siempre está unida indisolublemente en nosotros con el mandamiento sin palabras del “vivirás” en mí eternamente. La “ética” que obliga y ordena con su “no matarás” viene del padre; el amor de la donación y de la entrega, el “vivirás” primero, originario y sin palabras viene de la madre. Lo que Freud entonces le agrega a la relación noético-noemática de la conciencia fenomenológica es la dimensión histórica escondida que la escindió en dos, sin continuidad de la una a la otra: el polo noemático, que corresponde a lo somático, sería el polo materno que emerge en la conciencia, y el polo noético sería el de las significaciones reguladas, en tanto espíritu infinito, por la ley y la lengua del padre. A la fenomenología de la conciencia de Husserl la teoría de Freud le agrega la base histórica de su formación como conciencia, sin la cual su emergencia misma sería incomprensible. Y es desde aquí donde Levinas se torna comprensible.

Infinito y mater-ialidad

Colonia, martes 26 de febrero de 2008

Este es el momento en que Levinas condensa toda su teoría sobre el rostro del Otro. Frente a la metafísica puramente conceptual heideggeriana, cristiana, sin cuerpo, sin sexo, sin morada sensible, a ese Ser frío Levinas le agrega la sensibilidad, si no la del cuerpo que el cristianismo aborrece, por lo menos la carnosidad vítrea de la mirada 101


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sensible de un rostro donde la racionalidad emerge por los ojos, que siempre fueron la expresión del alma. Aquí podremos verificar esa operación del transformismo idealista que excluye la corporeidad materna como fundamento del sentido. “Todo recurso a la palabra supone la inteligencia de la primera significación pero inteligencia que, antes de dejarse interpretar como ‘conciencia de’, es sociedad y obligación”.8 “La primera significación de la palabra” es atribuida aquí a la lengua paterna, como si no existiera otra antes, porque la primera significación aparece unida aquí a “sociedad y obligación”, posterior por lo tanto a la lengua de la palabra encarnada de la madre donde la sociedad y la obligación no existía entre ellos: era el reino del cuerpo a cuerpo de la donación inmediata, sin que la sociedad la obligara. “La significación es lo Infinito, pero lo infinito no se presenta a un pensamiento trascendental, ni aún a la actividad razonable, sino en el Otro”. El Infinito judío aparece unido a lo sensible: no es un concepto donde la corporeidad fue radicalmente excluida del sentido espiritual, trascendental y puro. En el infinito racional cristiano la forma y el contenido del concepto terminan siendo ambos racionales. Pero por ser sin embargo diferente a aquel que plantea la metafísica conceptual tradicional, la que parte de los conceptos puros, aquí aparece ligada en Levinas a una parte del cuerpo separada del cuerpo y como si no lo sostuviera: es el cuerpo reducido a la mirada. El Infinito racional emerge de la mirada sensible: la forma es racional pero su contenido es sensible. En esta distinción radica la diferencia entre la verdad cristiana y la verdad judía. Aunque sólo sea aquí por los ojos, el cuerpo del otro la soporta. Pero sin embargo lo infinito, que es el sentimiento del sin tiempo de la simbiosis con la madre, se transforma al aparecer en un cuerpo minimizado, diluido, espiritualizado, que conserva el relente de un cuerpo para sostenerse. Conserva su polo noemático, ahora historizado, pero lo lee sólo en el rostro del 8. Ibíd. 102


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Otro siguiendo y recuperando sin saberlo su génesis en la experiencia infantil originaria. Pero la madre metamorfoseada aquí ocupa el lugar de lo Infinito, de Dios todavía. Y en vez de ser sólo el Otro abstracto que el estructuralismo del significante supone como código, punto de partida para todo significante que se enlaza en la cadena, aquí recupera una base corporal que trae el recuerdo de una experiencia real del acceso a la conciencia: la mirada racional ordenadora del patriarcado que nos introduce en la sociedad y en las obligaciones: la Ley que nos ordena lo que debemos ser para no ser nada. Pero una vez más, es este un retorno en búsqueda de lo Infinito a un originario segundo, el del padre, que se supone necesariamente (si ese pensamiento no lo requiriera necesariamente para imponerse como único), no primero, como lo es la madre. La madre es el único Infinito vivenciado, el de la existencia sin tiempo y sin distancia, la del goce absoluto sin categorías ni de lo justo o de lo injusto, sino de lo que nos hace felices o infelices. Este Infinito vivido es el que da qué pensar al pensamiento conceptual de lo infinito, que es planteado como si fuera anterior a toda vivencia y experiencia humana. Mediante esta operación que va en busca de un nuevo fundamento para la racionalidad metafísica que Levinas critica, sin embargo no puede transgredir el código que férreamente determina desde la razón patriarcal la inversión que el terror impuso al pensamiento. Por eso, cuando se lee en los ojos del otro, aparece extrañamente con un “no matarás” que no busca su fundamento en la vida y en el amor compartido y en la donación completa del ser uno con el uno, sino en la mirada persecutoria donde nuevamente la obligación de la razón patriarcal se le impone. Ese “no matarás” persecutorio no puede nunca surgir desde el amor ni del reconocimiento pleno de la existencia absoluta del otro. Surge de un “matarás” anterior ejercido, del cual el “no matarás” es la respuesta obligada desde el Otro que le impone al vencido que no ejercerá su contra-violencia. Pero lo que es peor todavía para el pensamiento ético: no son mis propias pulsiones sensibles las que me llevan a reencontrar al otro como un ser cuya existencia es tan milagrosa como la mía misma, y que surge desde 103


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mi propia mismidad, ligada su vida a la mía: si lo matara daría muerte a lo que tengo yo mismo –como todos– de misterioso y único.

La mirada como último refugio del cuerpo aterrado “[El Otro] me hace frente, me cuestiona, y me obliga por su esencia infinita. Este ‘algo’ que se llama significación surge en el ser con el lenguaje, porque la esencia del lenguaje es la relación con el Otro (el subrayado es de Levinas mismo)”.9 Entendamos: la esencia del lenguaje paterno, con la lógica y la ética que lo organiza desde su lengua, aparece en la relación con el Otro si ponemos al padre en el lugar divino de su existencia absoluta y aterrante; y si excluimos la lengua cobijante y amorosa, primera y previa, de la madre.10 Ese “algo” que surge con el lenguaje es diferente a aquel que surge con la lengua de la madre que ya lo habla y lo transgrede en una experiencia que se opone a la ética histórica que como mujer la domina. ¿Es pensable que la madre le ordene al hijo que no le dé muerte, o que le ordene vivir? La muerte aquí, en el absoluto de la participación unitaria de sus cuerpos, no existe todavía, como no existe el tiempo ni el futuro: es un eterno presente ritmado por el amor recíproco entre el Amante y la Amada. Hay comunicación significativa, hay “lengua-je” aunque no sea el que la lingüística nos enseña: el que la lengua sintetiza en el sonido. Aquí el Otro que nos mira nos cuestiona desde el fondo de sus ojos 9. Ibíd. 10. ¿Puede haber una existencia “absoluta” del padre, incluso si es puesta; o es ese absoluto prestado de la relación vivida como absoluta con la madre de la que luego se recubrirá la imagen del Dios padre? A lo que me refiero es a que lo absoluto del padre que deviene Dios es sobre lo absoluto de la madre, es con lo absoluto de la madre. Y lo mismo pasa con la lengua materna, que es donde se asentará el lenguaje paterno, por lo que quizá no se corresponda con una exclusión sino con algo así como una transmutación o usurpación, pues lo materno sigue actuando sobre la vida toda, solo que ahora como idealización paterna. Quizás el problema sea que no hay contigüidad de los absolutos sino sustitución porque “absoluto hay uno sólo…” como la madre. [N. de L. R.] 104


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tal como lo hace el padre en la prueba de la iniciación a la cultura que el complejo parental freudiano distingue y describe luego de observarlo emerger en las experiencias clínicas, no imaginarias y subjetivas. Surge aquí de nuevo desde la mirada del otro inquisidor, ordenador y poderoso, y descubre al menos, si lo desciframos, ese aspecto distanciador y extremo al que el cristianismo había llegado. Levinas en cambio le devuelve al dios-padre abstracto del cristianismo un relente del Dios judío antropomorfo, pero patriarcalista. El hijo puede salvarse sin despreciar la carne: si rememora y actualiza en cada otro la mirada absoluta del padre. Pero que sigue apegado a la ley persecutoria y obligatoria: a la intimación mortífera originaria del poder político. La crítica a la ley judía de san Pablo todavía lo alcanza. Levinas, distante de la mística judía que Gershom Scholem nos ha descubierto, con su misticismo abstracto del cuerpo viril enaltecido, no actualiza una mirada que supere el modernismo cristiano, porque acude a una concepción reivindicatoria de un judaísmo religioso, al pie de la letra, religión traducida a la filosofía, que no accedió a su propio iluminismo, ese que le fue negado a los descendientes de la religión judía porque lo realizaron en medio de una cultura cristiana que sólo le permite la reivindicación congelada de su pasado acorde con la suya. En la mirada de todo otro emerge la mirada del Otro persecutorio no amigable –me hace frente– que me cuestiona, me interroga, y encima me obliga: ¿alguien puede confiarse en el otro cuando lo mira y encuentra que es todo eso al mismo tiempo: cuestionador, perseguidor, interrogador y quizás asesino? ¿Es ético no matar al otro sólo porque Dios me obliga a no hacerlo? ¿No hay otro lugar posible desde el cual la muerte del otro me repugne desde lo más sensible y más propio de mi subjetividad? El lugar del Otro en su esencia infinita abstracta, sin cuerpo de mater, es el lugar de donde surgen mis terrores paranoicos. Y entendemos que la lengua materna nunca podría, siendo absoluta, estando más allá del tiempo, puro acogimiento, producir semejante mirada desconfiada. ¿Este es el mundo de la ética que pretende sugerir Levinas? El amor, que no es el amor cristiano que surge desde una 105


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madre virgen, sin cualidades femeninas ni improntas masculinas en su cuerpo de hembra despreciado, hubiera sido un mejor punto de partida para la Ética que Levinas busca, más acorde con la de san Pablo. Sólo que el cristianismo vuelve a una Madre a la cual le concede, para santificarla y ahondar la ley inservible y limitada del padre, hacer aparecer en su hijo el desprecio por ese cuerpo –alguna de cuyas aberturas, los ojos, Levinas retiene por lo menos–, y mandarlo al muere con su amor de virgen que no conoció marido en la fornicatio mística con Dios-Padre mismo. Y desechando la “intencionalidad corporal” de Merleau-Ponty vuelve Levinas a un rostro sutilizado, convertido sólo en mirada, más allá de toda galería lombrosiana: “el recibimiento del ser que aparece en el rostro” es el ser del Otro en el otro preciso, cuyo cuerpo –y sus rasgos y sus actos– debería agregarse a la mirada. Es el rostro anónimo en su ser el rostro preciso del Padre oculto que se esconde como Ser en todo ser que vemos, a pesar de que Levinas pretenda alcanzar lo más profundo del prójimo, porque todo prójimo será el que aparece iluminado en su ser por el más distante Otro. Y porque ese Otro, nos dice, es el “acontecimiento ético de la sociabilidad” que interiorizó la represión de su impronta bien adentro, porque “ordena ya el discurso interior”. Lo interno se hizo externo y ordena lo subjetivo con lo objetivo, al individuo con la sociedad, puesto que el discurso del padre, que inaugura la conciencia pensante y su primer significado, está instaurado en nuestro punto de partida por la amenaza de su terror amenazante, aunque deba situarlo antes de la aparición de la conciencia. Hay coherencia entre el adentro y el afuera: los ordena una misma mirada persecutoria, que primero debió anular por el terror la prolongación de la lengua y el cuerpo de la madre en el rostro y en la mirada y el discurso persecutorio de la lengua del padre. Pero en ese adentro al que retorna nada de lo materno fue actualizado. Y la epifanía que se produce como rostro no se constituye como todos los demás seres, precisamente porque “revela” lo infinito. La significación es lo infinito, es decir, el Otro. Lo inteligible no es un 106


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concepto sino una inteligencia. La significación precede la Sinngebung e indica el límite entre el idealismo en lugar de justificarlo.11 Este pensamiento, aun en su distanciamiento de la racionalidad metafísica cristiana, conserva algo de sensible en lo inteligible: se revela en la mirada. Pero sigue siendo revelación, aletheia, aunque ahora judía. Si la significación infinita es primera y fundante, y precede a toda otra significación porque es la dadora de sentido a todo sentido, las marcas y las improntas maternas se han convertido verdaderamente en in-significantes en su doble sentido: carentes de valor y carentes de pensamiento. Y aunque el concepto quede desplazado por la inteligencia, porque aquí piensa que el concepto, que tiene forma y contenido racional, idealidad pura, es pensado desde su revelación no en la mera palabra sino en la Palabra que se actualiza en la mirada de un rostro que evoca al Otro en lo sensible de una cara, no por eso supera al idealismo. Su círculo también lo apresa. Porque hay un idealismo que no es el de la pureza del concepto, aunque Levinas le devuelva esa brizna de sensible que lo determina como propio de la inteligencia, y sin embargo sigue siendo idealismo: no alcanza la mater fundadora del mater-ialismo. Porque esa punta de materia etérea que es la mirada que brilla en los ojos como una epifanía, es sólo una metáfora de la verdadera experiencia mater-ial que, aunque relegada, la sustenta. El único idealismo que conozco es siempre el que niega el materialismo: el cuerpo de la madre como lugar de la primera significancia. No hay forma de negarla sin caer en la negación del primer sentido originario, y desde allí imponer la tiranía y el totalitarismo que el mismo Levinas denuncia al intentar transformar la Ley dándole el soporte material de la luz de una mirada. La condición de la profundización del Infinito no puede escapar a la interiorización cada vez más profunda y espontánea del sometimiento al Otro: “La conciencia de la obligación no es una conciencia, ya que 11. Óp. cit., p. 220. 107


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arranca la conciencia a su centro al someterla al Otro”.12 Este es el extremo que todo idealismo encuentra, aún cuando esté a la búsqueda de cómo evadirse de lo que cosquillea y en susurros le recuerda: me has dejado sola. De lo que aquí se trata es de fundar el orden de la razón metafísica cristiana recuperando un orden diferente, uniendo lo judío con lo griego: “Yo soy un griego”, dijo Levinas de sí mismo. Un judío griego que, como Freud, tomó prestado a otra cultura su mitología, sin importarle que en la tragedia griega, no en el complejo, sea la madre Yocasta la que manda al hijo al muere para conservar el poder político del tirano de Tebas. Hay un “nacimiento” filosófico del propio ser, que pasa de natural a cultural sin seguir las líneas del nacimiento de los cuerpos en la cultura. “Para que la distancia objetiva se profundice, es necesario que al mismo tiempo que [el sujeto] es en el ser, el sujeto no sea aún en él; que en cierto sentido no haya nacido aún, que aún no esté en la naturaleza”.13 El rostro del Otro, en su mirada, no es imagen o signo, aunque no esté de cuerpo presente: es testimonio, “da testimonio de la presencia de un tercero, de toda la humanidad, en los ojos que me miran”.14 “Toda relación social, como derivada, se remonta a la presentación del Otro al Mismo, sin ningún intermediario, imagen o signo, por la sola expresión de su rostro”. Atribución delirante que ya ni distingue en sí mismo la distancia entre realidad y fantasía: el dominio del Otro alcanzó la profundidad que sólo el terror impone cuando llega a destruir tan profundamente las marcas maternas y ocupar así el espacio originario de una universalidad vacía. Esta presencia del Todo significado por el tercero que se revela en los ojos del rostro que miro, no solamente sirve para condensar significativamente al Todo inabarcable necesariamente en la presencia de un elemento, el sujeto material e histórico que forma parte de él, sino que nos revela la igualdad esencial, metafísica, que constituye así la esencia del lazo social. ¿Quién establece este lazo social que se esconde en el Otro irreductible que nos mira en todo otro cuyo rostro miramos y que nos 12. Óp. cit., p. 221. 13. Óp. cit., p. 223. 14. Óp. cit., p. 226. 108


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descubre que “todos somos hermanos”? El patriarcado vencedor del amor originario y sensible o sensual, libidinal, de las madres. “La comunidad humana, que se instaura en el lenguaje –en la que los interlocutores permanecen absolutamente separados– no constituye la unidad del género. Se predica como parentesco entre los hombres”. “Implica… la comunidad de padre, como si la comunidad de género no aproximara bastante. (…) El monoteísmo significa ese parentesco humano, esta idea de raza humana…”.15 Con esta solución metafísica los judíos no venceremos nunca al nazismo ni al exterminio cristiano. No veremos la fuente de la cual se nutre el cristiano capitalismo occidental que llevó a la Shoá. La unidad de género, referencia al todo biológico donde los cuerpos constituyen la unidad del género humano, desaparece hasta tal punto que no queda siquiera como mero soporte de la comunidad humana, que ahora aparece en cambio descarnada, hecha de palabras, instaurada por la lengua paterna y el parentesco espiritual que aparece dado sólo por el padre. Del simbolismo paternalista desapareció la referencia viril al acoplamiento sexual y hasta amoroso con el cuerpo femenino del que huye. La madre, que en el judaísmo marca la pertenencia a la comunidad judía dada por el vientre engendrador que los trajo a la vida, desaparece suplantada sólo por el Discurso racional y la Infinitud del padre. Su cuerpo queda escamoteado y sólo es la epifanía mística alucinada que resplandece en los ojos del rostro que miro, donde se esconde el irreductible Otro, constituyendo el fundamento de la comunidad humana. Cada madre, cada otra corpórea precisa y femenina, fue desplazada por el Otro abstracto y universal persecutorio del padre que la excluye y la suplanta por medio de esta generación mística. Queriendo ser superlativamente espiritual e infinita la comunidad sin madre generadora que extrañamente Levinas propone, retorna –¿sin saberlo?– a la alianza fraterna freudiana donde el despotismo del padre asesinado se instaura como el polo perseguidor de la conciencia moral humana. 15. Óp. cit., p. 228. 109


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“Es mi responsabilidad frente a un rostro que me mira absolutamente extraño –y la epifanía del rostro coincide con estos dos momentos– lo que constituye el hecho original de la fraternidad. La paternidad no es una causalidad”.16 Tampoco es una casualidad que la paternidad revele el lugar de toda tragedia humana, lo absoluto que nimba toda pasión del hombre por la mujer sobre fondo de la unidad amorosa con la madre arcaica, esa que la Biblia describe en el Génesis que los judíos ponen por primera vez en la historia al descubierto, aunque contradictoriamente al mismo tiempo que lo revelan lo ocultan. Perdida la relación material que liga los cuerpos a la naturaleza como engendradores de otros cuerpos de hombres, donde quedaría reconocida la diferencia que los une dentro de una semejanza originaria –hecho original sobre cuya base podría necesariamente plantearse toda fraternidad humana–, la paternidad queda sólo convertida en una asignación persecutoria que se hace presente en todo rostro, y que nos incluiría idealmente en una comunidad de hermanos sometidos al poder espiritual del padre. Fraternos: hermanos igualmente sometidos a la mirada persecutoria del padre de palabras. Pero esto es lo más importante de este desplazamiento pueril aunque tenaz y persistente. Pese a que fuera un padre quien, para desarmarnos y despojarnos de toda capacidad de resistencia efectiva y material frente a su dominio incluyente y universal, tuvo primeramente que despojarnos de la relación fundante y generadora con la madre que nos trajo a la vida y que nos proporcionó a ambos, al padre y al hijo, las primeras significaciones amorosas. Ese cuerpo engendró en nosotros las primeras pulsiones de vida, aquellas que reverdecen e impulsan toda resistencia política, contra la opresión material y ética por lo tanto, de los cuerpos humanos como sujetos históricos. El combate contra la muerte lo sostiene el cuerpo amoroso de la madre, no la madre apalabrada oculta en un cuerpo Infinito de Palabras. 16. Óp. cit., p. 227. 110


V La voluntad de someterse Colonia, jueves 21 de febrero de 2008 (de noche)

Conciencia de sí: inmunidad y fragilidad ¿De dónde extrae su fuerza la voluntad para realizar la Infinitud que define el ser del hombre? Primero describe su fundamento como seguridad absoluta contra toda agresión: La voluntad [que define lo más propio del yo] une una contradicción [entre dos extremos que la constituyen por lo tanto]: la inmunidad contra todo ataque exterior al punto de plantearse como increada e inmortal, dotada de una fuerza por encima de toda fuerza cuantificable (también atestiguada por la conciencia de sí en la que el ser se refugia inviolable; “no vacilaré en toda la eternidad”).1 Esta “voluntad” que “une una contradicción”, encuentra como uno de los extremos, el que la sostiene, que define lo puramente cualitativo de sus fuerzas por encima de toda otra fuerza: el ámbito, no reconocido por Levinas, de energía, materialidad sentida y sensible, viva y que, en nuestra apreciación, no puede sino ser y provenir de las primeras marcas maternas y del proceso primario, ese cobijo infantil enquistado, congelado, sin desarrollar, que él llama aquí “refugio inviolable”, “inmunidad contra todo ataque exterior”, “eternidad”, “increada e inmortal, dotada de una fuerza por encima de toda fuerza cuantificable”, es decir omnipotencia que ninguna Palabra racional, por Infinita que sea, puede darle. Es evidente que sus características y sus cualidades 1. Óp. cit., p. 250. 111


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“sentidas” e imaginarias sólo pueden provenir de una relación arcaica y primera en la simbiosis con la madre, fuerza corpórea que luego “la conciencia de sí” piensa, piensa como fundamento Infinito de la razón omnipotente, con una conciencia que entonces excluye de sí ese origen, ese fondo de la experiencia materna primera imborrable pero reprimida por la conciencia patriarcal de la “razón” pensada, que le toma su infinito al sin tiempo de la madre, que es eternidad en acto para el niño. La razón le da forma espiritual a esta significación, cuyo contenido sólo puede provenir de una memoria sensible, imaginaria y afectiva, que la actualiza como si viniera de Otro de sí mismo, pero que está en uno como lo más próximo y al mismo tiempo más distante. Este refugio, por carecer de origen y sentido histórico para la memoria pensante, excluido como premisa infantil de toda historia del sujeto, porque no reconoce la experiencia primaria y corpórea de su inscripción, sólo puede surgir de la Palabra, del pensar, como una ilusión. Y su contradicción, que se revela en el extremo opuesto de su verificación histórica real, se presenta como su opuesto: la “fragilidad permanente”. Por eso aparece como contradictoria, porque su contradicción no es reconocida como una contradicción histórica, producto de la prematuración que define el surgimiento de la vida humana que escande en dos tiempos la experiencia arcaica y la experiencia consciente. Y sólo desde allí aparece el otro extremo racional de la contradicción: “y la permanente fragilidad de esta inviolable soberanía al punto de que el ser voluntario se presta a las técnicas de la seducción, de la propaganda y de la tortura”. Este cimiento absoluto vivido como “refugio inviolable”, esta “inmunidad contra todo ataque exterior”, su “eternidad increada e inmortal”, se presenta sin embargo, para el sujeto, como su contrario más relativo: como su “fragilidad permanente”. ¿Cómo no pensar desde aquí que el segundo polo, el de la “fragilidad permanente” de la realidad histórica en la que vivimos todos, debería comprender al “refugio inviolable”, ese absoluto, como una fantasía, una ilusión cuyo origen debería ser investigado por el pensamiento metafísico? A no ser –y de eso se trata en nuestro análisis– que sea congruente con una concepción teórica 112


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que se distancia de la historicidad del sujeto, quiero decir del proceso histórico de su propia formación viniendo desde la infancia. Porque sólo retrocediendo hacia la primera infancia podemos comprender la formación de esta ilusión y de esta fantasía que el individualismo, aterrado de una racionalidad distanciada del cuerpo, pudo mantener como complemento salvador del terror –la “castración”, esta amenaza infantil que el corte adulto de la guillotina verifica–. Esta extraña “inviolable soberanía”, tan violada sin embargo, sólo puede ser tal cuando ese primer polo de la contradicción, que no corresponde a ninguna realidad adulta, quedó como un sentimiento antiguo ahora alucinado, puramente subjetivo, refugio individual, “inviolable soberanía”, sin desarrollarse como cuerpo común compartible, no necesariamente violada sino objetivada y ampliada en el campo social de las relaciones racionales patriarcales, donde impera la soberanía del contrato social que excluye el cuerpo inorgánico común de la naturaleza. La madre arcaica en el cristianismo no se prolongó siquiera como en la Pachamama o en Gea: se convierte en madre virgen, es decir fantasía de una fantasía coherente con la razón pura. Y justamente este reconocimiento de lo que Levinas denomina su “inviolable soberanía” sería aquello que debiera ampliarse y desarrollarse desde ella como una soberanía que abriera el refugio histórico de los hombres, ese chez soi que Levinas sitúa como propio de lo hogareño, del refugio, del ámbito habitable que acompaña la definición de cada yo. Pero no lo hace. “La voluntad puede sucumbir a la presión tiránica y a la corrupción como si solamente la cantidad de energía que despliega para resistir o la cantidad de energía que se ejerce sobre ella, distinguiese cobardía y valor”.2 Pero la energía del cuerpo que resiste no puede ser una cantidad, que destruye e ignora el carácter cualitativo e infinito de la energía de la voluntad racional e infinita. Como veremos: el cuerpo “natural”, cuantitativo, relegado, puede volver a emerger en el seno de la corporeidad cultural para Levinas cuando la voluntad es vencida. 2. Ibíd. 113


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No son las categorías de la cobardía o el valor las que pueden dar cuenta, como dice, del enfrentamiento con la tortura y la amenaza del asesinato. Aquí se leen en Levinas los más bellos desarrollos que, pensamos, fueron producto de su propia experiencia en el enfrentamiento contra la tortura y la muerte en los campos nazis. Pero también precisamente aquí esta atribución a la razón patriarcal de la voluntad de resistencia del sujeto surge de los poderes de una voluntad espiritual que vienen de la Palabra del padre, y no de las significaciones del cuerpo primero de la madre. El cuerpo resiste o se doblega frente al torturador, aparece como una contradicción entre los dos extremos de la corporeidad presente en la voluntad. “Cuando la voluntad triunfa frente a sus pasiones, no se manifiesta sólo como la pasión más fuerte, sino por encima de toda pasión, se determina por ella misma [por la voluntad], inviolable”. (Es decir, la voluntad se pone por encima de las pasiones sensibles del cuerpo, como si fueran estas sólo nudo cuerpo y la voluntad una determinación de la pura razón sin pasión). “Pero cuando [la voluntad] ha sucumbido se revela como expuesta a la influencia, como fuerza de la naturaleza, absolutamente manejable, que se resuelve pura y simplemente en sus componentes. En su conciencia de sí es violada. Su ‘libertad de pensamiento’ se extingue”. Así entonces la voluntad, acto de la razón y de lo Infinito, le achaca a la pasión, al cuerpo sensible pleno de energía vital, la entrega de la vida: la voluntad “en su conciencia de sí” es violada. Es cuando aparece entonces el fundamento material de toda voluntad que enfrenta el límite de la muerte llevada por su acción consciente y racional. Y es entonces donde aparece ante el miedo, por regresión, ocupando su sitio, ese refugio material del que se había desligado la voluntad para ser libre, que se presenta ahora como lo que es: como una ilusión adulta de una infancia que la razón congeló como fantasía, potencia de una impotencia. La defección del pensar de la conciencia de sí racional, violada por la pasión sensible, le es adjudicada a la pasión vencida como mera pasión que cortó sus amarras con la conciencia, en la cual residía 114


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su pundonor. Se reencuentra al cuerpo humano e histórico reducido ahora a una mera fuerza de la naturaleza: retorna a su fundamento, que es una fuerza ilusoria e histórica, y esa fuerza convertida en natural se entrega entonces como una cosa “absolutamente manejable”. No solamente se extingue “la libertad de pensamiento”, que así fue planteada desde el origen como Infinita, campo de la Palabra racional, sino que “la pendiente de sus inclinaciones”, de su pasión de vida, también las pierde. La Palabra deja de estar entonces sostenida por el “refugio inviolable”, pierde la “inmunidad contra todo ataque exterior”, la “eternidad” reencuentra la temporalidad de la muerte, pierde la fuerza “increada e inmortal, dotada de una fuerza por encima de toda fuerza cuantificable”. La razón patriarcal había transformado las cualidades maternales y femeninas negadas, afirmadas luego como significaciones puramente espirituales y racionales, que recibían su fuerza subterráneamente de esa misma negación elevada a conceptos metafísicos, apoyados en principio en la omnipotencia del monoteísmo masculino en el que la madre de la infancia se metamorfoseó con una nueva narración patriarcal. Se deshacen y se verifican como inconsistentes las cualidades corporales que la fantasía infantil experimentó y de las que se apoderó, manteniéndolas como una fantasía que se constituyó en soporte y presupuesto de la razón, cuya materialidad se ocultó en el sonido de las Palabras, que permanecieron luego como refugio inconsciente ante toda experiencia de terror y destrucción. Porque habían permanecido sin modificarlas ni adecuarlas al principio de realidad adulta, se convirtió en principio de realidad patriarcal que las negó en su materialidad para convertirlas en soporte puramente ilusorio de su racionalidad. Es a estas fuerzas, despojadas de su idealidad, convertidas ahora en meramente naturales, a las que se les atribuye la defección, que terminan con la libertad de pensamiento y la desaparición de la conciencia que la Palabra abrió como voluntad. Muestran el poder ilusorio sobre el cual reposaba la razón patriarcal. Nos preguntamos: si la conciencia de sí se separó y se atribuyó como propia de la fuerza de la razón ese suelo de acogimiento, de 115


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refugio inviolable, de eternidad y de fuerza materna contra toda fuerza contable, es decir, física y calculadora, ¿no debemos considerar aquí más bien el cimiento corporal donde se asiente el poder materno que, por negación, se le atribuyó a la razón patriarcal como un poder que sólo fuera propio del padre? Desaparece entonces este poder idealizado y travestido de femenino en masculino, este transformismo en el que reside el fundamento que la razón patriarcal le expropió en su idealidad a la materialidad gestadora femenina, esa “razón” incipiente ligada al acogimiento sensible que la lengua materna forjó. Y se extingue a falta de haber sido prolongada en la realidad, tanto del cuerpo del niño en crecimiento hacia la adultez como hacia la discriminación de la realidad histórico-social, puesto que no fue integrada a la conciencia y al pensamiento y a la palabra paterna. “Esta inversión [el predominio del cuerpo pulsional y natural sobre la voluntad racional e Infinita] es más radical que el pecado, porque amenaza la voluntad en su estructura misma de voluntad, en su dignidad de origen y de identidad”.3 Aquí aparece la inversión, el predominio de lo pulsional sobre la razón, cuando en realidad la inversión sólo es tal para quien ignora la propia inversión – ­ el predominio de la Palabra del padre que excluyo de sí y dejo sin prolongar la lengua de la madre– de la cual partió para eludirla.

Ilusión arcaica y retorno a la madre “La conciencia es resistencia a la violencia, porque deja el tiempo necesario para prevenirla”.4 Todas las condiciones de la resistencia5 exigen una previsión de la conciencia que sin embargo niega el fundamento fantaseado sobre el que reposa la razón. Para decirlo de otro 3. Óp. cit., p. 251. 4. Ibíd. 5. “Tener tiempo” es “tener cuerpo de madre” en reserva. Siempre es lo materno quien resiste, lo que tiene tiempo de residencia, stance, no tiempo cuantificado como instante. [N. de L. R.] 116


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modo: a medida que la conciencia avanza requiere una negación de las fantasías alucinadas que están en su fundamento para poder reconocer la violencia de la cruel realidad y no deformarla ilusoriamente desde su fondo de omnipotencia. ¿Cómo la conciencia, que es “previsión de la violencia”, podría lograrlo si reposa en su fuerza alucinada? La totalidad corresponde a la serialidad objetal, no a la subjetividad, la cual sería sólo una porción del todo, una mera parte. De allí que únicamente lo irreductiblemente propio del sujeto puede ser el lugar de la diferencia, de la singularidad donde lo absoluto del propio ser puede realizarse y cumplirse. La humanidad, por eso, a diferencia de la totalidad, se nos aparece en el Uno del otro a quien miramos el rostro, así como el cristiano ve en el rostro de Cristo crucificado al Padre. Levinas estuvo del lado del sufrimiento del judío, por eso comprendió lo que Heidegger nazi no podía. En Heidegger es angustia pascaliana, donde los espacios infinitos aterran, pero para Levinas es la muerte que viene anunciada por la mano del hombre. La paciencia es el darse tiempo hasta que la muerte llegue, pero para distanciarla: “En la paciencia, sin embargo, en la que la voluntad se transporta hasta una vida contra alguien y para alguien, la muerte no toca ya la voluntad. Pero esta inmunidad ¿es verdadera o simplemente subjetiva?”.6 El retorno arcaico al cobijo materno, la vida interior, que nos daría la inmunidad frente a la agresión asesina, es presentado no como una hipóstasis de la razón realizada sobre la madre negada y recuperada como atributo de la verdad del concepto. Lo materno travestido, metamorfoseado en paterno es negado como epifenómeno o apariencia para ser afirmado como “acontecimiento del ser” “indispensable para la producción de lo infinito”.7 Y es verdad, no es una apariencia, porque para el sujeto es la experiencia arcaica constituyente de su subjetividad, aunque ya adultos no corresponda a nada actual aunque haya quedado fijado como un presupuesto de la estructura 6. Óp. cit., p. 253. 7. Óp. cit., p. 254. 117


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psíquica. Sin embargo para el racionalismo patriarcalista –que instituyó su poder sobre la negación de las significaciones maternas como experiencia infantil no prolongada hasta encontrar la realidad adulta que las transformara conservando los valores humanos y afectivos que realmente las componían– esos valores de la humanidad materna se convirtieron en valores éticos de una razón sustentada por un cuerpo no ya de madre sino de palabras. Perdía así su arraigo en la materialidad de los seres y las cosas del mundo. Freud ya lo había planteado al dar cuenta de la génesis histórica de la subjetividad y de la formación del aparato psíquico. Primero el yo lo contiene todo (forma una unidad con lo materno confundido sin distancia), luego pone fuera de sí un mundo exterior. Sucede que la subjetividad descripta desde la metafísica no tiene en cuenta las vicisitudes del tránsito de la infancia hacia la edad adulta, del principio arcaico del placer sin realidad de ese todo del mundo de la madre primera hacia la constitución del principio de realidad sin placer del padre en el mundo social del hombre adulto que mantuvo inconsciente su experiencia originaria. “El poder de la ilusión no es un simple extravío del pensamiento sino un juego en el ser mismo. Tiene un alcance ontológico”. El problema está en que el judaísmo quiere volver a la madre, y debe encontrarla más allá de la ley, como lo expresa Levinas, pero también de la crítica paulina a la ley que abre el infinito vacío del otro mundo, universal cuantificable. Este, el cristiano, sería el otro mundo igualmente conmensurable al cálculo exacto que corresponde a las ciencias naturales. Pero el racionalismo de Levinas es más complicado y más moral: el hijo no es culpable de querer asesinar al padre por haber asesinado a la madre. El problema del hijo no es haber matado al padre por separarlo de la madre: es por haberla matado y no haberla enterrado. La culpa cómplice y la cobardía por haber hecho las paces con el padre asesino nos ha convertido en piltrafas humanas: el espectro que revolotea clamando justicia no es el del padre sino el de la madre. En realidad aquí estaría la clave de Antígona: sólo Edipo podía haber impedido el exterminio entre hermanos. 118


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Levinas no logra enderezar la ilusión arcaica y convierte a esta ilusión, ya inconsciente, en fundamento del pensamiento.

La función arcaica de la madre ante el desastre En épocas de catástrofe el retorno a lo materno es el modo de eludirla y a veces de enfrentarla, pero con una respuesta que no siempre crea una nueva modalidad de pensamiento para vencer el obstáculo, sino simplemente para disolverlo imaginariamente. En vez de permitir una aproximación más profunda al conocimiento de la realidad que lo aterra, lo cual sería un retorno a las fuentes de la vida para convertir el obstáculo en un nuevo punto de partida de la inteligibilidad humana, y encontrar en esa fuente de vida, en sí mismo, la comprensión más profunda de lo que produce esa realidad que lo persigue para aniquilarlo, Levinas entra en cambio en un éxtasis místico donde la protección imaginaria le brinda un consuelo sentido, alucinado, que lo protege y lo salva. Vuelve a producir, acorde con la racionalidad que lo amenaza, un esquematismo que niega en sí mismo lo que podría ser su nuevo punto de partida para una nueva eficacia. De eso se trata: plantear nuevos presupuestos para el pensamiento, crear una racionalidad nueva que recupere como punto de partida para el pensamiento a la dadora de vida, a la del primer imperativo que Levinas excluye: el “vivirás” primigenio, del cual el “no matarás” es sólo un imperativo defensivo, a la retirada, murmurado sólo con palabras ante el enemigo implacable e inconmovible que amenaza con matarnos.

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VI El tiempo y el otro (sobre lo femenino) Muerte e infancia Al no encontrar en el comienzo de la vida misma a la corporeidad materna que abre el primer acogimiento del recién nacido –como fundamento de toda carnalidad y de toda apertura al otro y al mundo, que sigue en la simbiosis prolongando la gestación interna en la prematuración externa– debe Levinas construirlo desde la nada y la soledad. La soledad misma es segunda, no primera, y quizá la angustia de nacimiento, la primera soledad sentida despegando del cuerpo en el que se había formado, con el cual ha ido creciendo, madurando protegido, hace imposible que el “il y a” ontológico de Levinas sea una experiencia vacía de la nada del mundo luego de aniquilarlo todo. Es difícil pensar que la experiencia de la cual parte o reconstruye Levinas no esté marcada por la catástrofe del terror vivido durante el nazismo. Y esto puede comprenderse porque su primera experiencia del otro está ligada a la muerte, ofensiva o defensiva, no a la vida. Como hemos visto el “no matarás” siempre es consecuencia del “matarás” ejercido o deseado, pero ambos provienen del “vivirás” sin el cual ninguno de esos imperativos ligados a la muerte, que siempre es segunda, hubieran aparecido. Cuando afirma que “el asesinato es más trágico que la muerte” vuelve a la muerte que viene por la mano del hombre desde la muerte que nos espera al término de la vida. Es a la interiorización de la muerte como amenaza y destrucción interior de la afirmación de la vida recibida de lo que se trata en verdad. Pero pese al esfuerzo de Levinas por diferenciarse del cristianismo, y mostrar su alianza con la muerte en el campo político, no le queda otra acusación que la del hecho de que el cristianismo refiere el valor de la vida al otro mundo, y hace posible el dominio y la esclavitud en esta. 121


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Levinas equipara la muerte a la infancia, o recurre a ella para explicar su pasividad ante su llegada. “Allí donde el sufrimiento alcanza su pureza, donde ya no hay nada entre él y nosotros, la responsabilidad suprema se torna suprema irresponsabilidad, infancia. En eso consiste el sollozo, y por eso anuncia la muerte. Morir es retornar a ese estado de irresponsabilidad, morir es convertirse en la conmoción infantil del sollozo”.1 Huye de la pasiva infancia, huye de la muerte. Si no, no podría decir que “la muerte es lo absolutamente otro”. ¿Y la conmoción infantil de la risa y el gozo? Pero reencuentra a la muerte como infancia, aunque nunca la reconoció como comienzo histórico-material del existente. La muerte no puede ser algo en lo cual se transmita, como dice, nuestra existencia. La muerte es el no ser, y el no ser no puede ser otro, no puede ser un ser, sólo puede ser el absoluto aniquilamiento que la muerte es para mi existencia. Este rasgo del “absolutamente otro” que le asigna a la muerte está concedido desde el punto de partida por ese “il y a” del cual surgimos, ese anónimo sin infancia que juega al comienzo con las palabras para decir algo desde los otros sobre un algo, un alguien, mi ser, irreductible a todo otro, esa porción de materia animada que constituye mi único misterio. Ese misterio del comienzo, del origen, que es el del surgimiento a la vida, Levinas lo pone al término, cuando se suprime precisamente ese comienzo verdaderamente misterioso: que haya “algo” material en el mundo que sea yo: un algo que sea alguien, yo mismo para el caso. Lo reconoce y se esfuma: “la relación con el otro, considerada a nivel de nuestra civilización (¡), es una complicación de nuestra relación original”.2 Lo anónimo es la denominación que se me asigna desde afuera y que yo puedo asumir, porque lo anónimo es la de-nominación, que es siempre segunda respecto del algo que existe. Y ese algo que soy, aunque anónimo, no por eso deja de sentir que es un algo que circunscribe los límites de su propia sensibilidad y de su cuerpo. La hormiga anónima 1. Emmanuel Levinas, El tiempo y el otro, Barcelona, Paidós, 1993, p. 113. 2. Óp. cit., p. 126. 122


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huye cuando siente el peligro: es algo material innominado que siente la unidad de su ser-cuerpo en peligro. Si no fuera algo ya previo al nombre que alguien me concede, el-nombre-del-padre lacaniano, yo sería lo mismo aunque no se me reconozca: sería-otra cosa, pero sería la unidad vivida de mi propio cuerpo que no pudo ser alguien porque no tuvo madre que lo unificara con su propia figura. Quizá por eso la filosofía de Levinas vuelva a resurgir en momentos en que la catástrofe aparece como insuperable, como absoluta: la muerte es lo otro, pero no alguien que esté detrás de la muerte: lo otro es la muerte actualizada, presente, la muerte-absoluta nos penetra por todos los poros. Por eso en el rostro del otro que olvidó su origen, y por el cual no se pregunta, encuentra al término el consuelo que ya estaba desde antes: cuando no quería evocar el momento de la vida del primer rostro amado que no nos sugería el “no matarás” sino el “vivirás”. Me matarás, sí, pero no matarás la muerte, parecería decirle, que es lo más misterioso, lo absolutamente otro: el anverso del rostro asesino que nos aniquila y con el cual nos identificamos en el momento último en que al mirar nos mata. El absolutamente Otro de Levinas linda con lo otro, que es la muerte. La muerte como lo absolutamente otro tiene el rostro de quien nos persigue a muerte, y quedará vivo cuando me asesine. La madre tiene el rostro de la vida, el asesino tiene el rostro de la muerte. Levinas lo mira al otro y dice: “no matarás”. Ese mandamiento sólo existe en un mundo paranoico: lo miro, él también me mira, y entonces digo, para que el otro me oiga y no lo haga, pero yo tampoco, aunque tenga ganas de hacerlo: “no matarás”, hacia fuera, pero también “no matarás” hacia adentro. Es una situación que se representa, con sus dos personajes cara a cara, el kapo y el prisionero, en un campo de exterminio. Por eso se nos dice que es al mismo tiempo trascendente e inmanente. Atribución posterior del concepto al rostro.

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Metafísica de lo femenino: negación y misterio Su planteo del “il y a” sale de la metafísica; el “il y a” es lo que responde a la dialéctica del ser y la nada: la nada es el anverso del ser. El nacimiento del existente es metafísico, no maternal. Extrañamente Levinas habla de la mujer como objeto del amor erótico, lo absolutamente otro de vida opuesto a la muerte, pero cuando habla del hijo habla sólo desde la paternidad: del ser padre. De allí toda la penosa descripción del “hay”. En este comienzo metafísico, puramente racional, opera una negación mucho mayor que la metafísica, a la que con razón acusa de no haberse ocupado nunca de la feminidad a no ser de manera ideal como en Platón. Pero a la mujer la encuentra demasiado tarde, habiendo desalojado a la madre del origen del ser: es la mujer-mujer, antes de ser madre. Y de ninguna manera, pese a su crítica a la razón convencional, ataca a la racionalidad por el desprecio de la mater-ialidad. Y por eso no hay relación entre la racionalidad calculadora y la negación de la mater. El erotismo sucede entre dos seres que son lo más absolutamente otro el uno para el otro, pero de esa relación no se infiere la negación originaria de la madre que determina todo el desarrollo de la razón occidental. Allí donde el Ser pone la Nada, allí en esa nada de la razón donde precisamente se oculta en la metafísica (pero no en los mitos) la generación infantil del ser del hombre, precisamente allí pone un contenido claramente obtenido –aunque lo niegue– de la impronta materna originaria. Ser y Nada: oculta en la Nada a la madre-mujer, y entonces todo comienza por el Ser de la razón viril: le da a la madre-Nada su primera determinación humana. Es desde allí, donde aún retozan las marcas imaginarias que la razón permite que aparezcan sólo por la negación, allí en ese “hay” primigenio de la madre gestadora, Todo absoluto para el niño, Levinas deja aparecer al menos algo, eso que queda, una vez despojado que fue de todo contenido y referencia a las marcas sensibles e ilusorias, que como nostalgia de un absoluto perdido, aún viven en él. Por eso la madre que está oculta al principio aparece en Levinas –contra el cristianismo es cierto– en la presencia adulta de lo femenino, pero sólo 124


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antes de gestar: en la voluptuosidad de la mujer que se une al hombre, y olvida como judío lo que la Biblia dice de Eva, la voluptuosa, la encantadora, la pudorosa, la misteriosa para Adán, que ella fue “la Madre de todo lo viviente”. Ni las categorías de la metafísica ni las suyas propias pueden dar cuenta de la dimensión de lo fantasmal y de lo ilusorio que surge desde ella y que determinará los conceptos de absoluto, del otro, del rostro, y de la muerte y por lo tanto también de la restricción del ámbito político y de la ética que desde el “il y a” hace surgir. En esa dialéctica donde se da el nacimiento del otro irreductiblemente otro, lo femenino se confunde con la muerte: ambas son lo misterioso. “Lo femenino no se realiza como ente en una trascendencia hacia la luz, sino en el pudor. La trascendencia de lo femenino consiste en retirarse a otro lugar, en un movimiento opuesto a la conciencia”.3 Pero no da cuenta del porqué de este “retirarse”: no se retira porque preexiste a la conciencia, y es su opuesto; lo hace porque la conciencia se produce desde la negación de la madre-mujer, que es una determinación anterior a la razón que la niega. Se retira a mi inconsciente, que no quiero abordar ni revivir: es desde allí donde la conciencia viril apareció después de negarla. Madre-mujer: inconsciencia, obscuridad, misterio. Concienciarazón: virilidad, luz. “Pero no por ello es inconsciente o subconsciente –dice recordando-negando a Freud– y no veo otra posibilidad que llamarlo misterio”.4 La madre-mujer es aquello cuyo secreto ni siquiera permanece en lo inconsciente: y le pone el nombre de “misterio”. El “misterio” aparece cuando el origen de lo femenino en el hombre se encubre. Es extraño este corte tajante entre lo masculino y lo femenino, entre la preponderancia de lo viril sobre lo femenil. El hombre no tiene nada de femenino, ninguna huella hay en él, ninguna marca que anime desde su subjetividad el rastro y las marcas materno-femeninas que determinan una alteridad cuyo origen en la unidad del yo se esconde. ¿Cómo no habría de encontrar el hombre a su alter ego esencial, que es 3. Óp. cit., p. 131. 4. Ibíd. 125


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lo femenino erotizado, si no estuviera presente desde antiguo en su virilidad? Pero seamos más claros: si bien la metafísica se pregunta por el Ser que hizo que desde él todo sea, y por lo tanto uno mismo, y se convierte la pregunta en teología o en ontología, no por eso subsiste una pregunta que la metafísica no resuelve: el hecho de que las categorías con las cuales pensamos al Ser y a sus atributos sean aquellas que se nutren todavía de la experiencia arcaica de la pre-maturación humana: del ensueño de lo absoluto vivido en la “vida feliz”, la eternidad en acto del niño con la madre, el primer absoluto que dará desde allí sentido a todo otro. El “misterio” de Levinas permanece, pese a todo; pero entonces, como decía Wittgenstein, de lo que no podemos decir nada lo mejor es callarnos.

Lo femenino, la otredad y el patetismo A nivel convencional “se conoce al otro por empatía, como a otroyo-mismo, como alter ego”.5 Aquí lo que pertenece al nivel fundante es comprendido por Levinas sólo como nivel convencional.6 ¿O quiere 5. Óp. cit., p. 126. 6. Rozitchner se refiere aquí al esquema desarrollado por él –en un seminario sobre Freud y Marx dictado en la Universidad de Buenos Aires en 1964–, en el que se articulan diversos niveles de la experiencia de mundo. Estos niveles son tres: el fundante, el convencional y el científico. El primero de estos niveles, el fundante, refiere a la experiencia inmediata de mundo, que excede en su intensidad toda posible articulación cultural o producción de sentido; el segundo, el convencional, al cúmulo de respuestas culturales mediante el cual hacemos habitable el mundo en su nivel fundante, es decir, los sentidos que constituimos sobre las exigencias de lo fundante que nos desbordan, y que vivimos, entonces, como si fuese una segunda naturaleza, como si fuese el verdadero nivel fundante; finalmente el nivel científico no es entendido simplemente como aquel nivel en que se desarrolla la ciencia moderna, sino, de un modo más abarcador, como el de la pregunta por la “verdad” del nivel convencional, es decir, el análisis de las relaciones de este nivel (relaciones de adaptación, de prolongación, de negación, de oposición, etc.) con el nivel fundante, y a la consiguiente justificación o desnaturalización de las respuestas culturales en que lo convencional se constituye, y por supuesto, por ende, la pregunta sobre su propia adecuación o inadecuación respecto de los otros dos niveles. Un fragmento de este seminario puede encontrarse en: León Rozitchner, “Contribución a una teoría del hombre” (ed. C. Sucksdorf ), Revista Topía, año XXI, Nº 63, noviembre 2011, pp. 17-21. [N. de los eds.] 126


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decir que no hay nada antes, vivido como relación fundante, sobre la cual se apoya luego este nivel convencional del alter-ego reducido a su mera simplicidad? ¿La empatía es, como critica Scheler, una relación meramente biológica, corporal presente en la cultura? ¿O, por el contrario, algo falta en el comienzo del “hay” que encuentra al otro demasiado tarde, y por eso lo tiene que “deconstruir” –operación segunda– para encontrar luego, mucho más tarde, la dimensión profunda del otro como siendo tan misterioso como yo mismo? Tampoco lo encuentra en la negación del otro como alter ego, en tanto alter ego sufriente: “El otro en cuanto otro no es solamente un alter ego: es aquello que yo no soy... en razón de su alteridad misma. Es, por ejemplo, el débil, el pobre, ‘la viuda y el huérfano’”7 de los profetas de la Biblia, “mientras que yo soy el rico y el poderoso”. Sin embargo sólo retiene de esta relación de una infancia negada lo femenino, en la mujer, como lo misterioso erótico: en la vida civilizada “hemos de buscar pues las huellas de la forma original de esta relación”.8 “¿Existe alguna situación en la que aparezca en toda su pureza la alteridad del otro (…) en la que un ser poseyese la alteridad a título positivo, como esencia?” “Pienso que lo contrario absolutamente contrario (…) la contrariedad que permite que un término retenga absolutamente su otredad, es lo femenino”.9 Esta otredad, lo más heterogéneo dentro de lo más homogéneo de lo humano, ya está planteada por Marx en los Manuscritos de 1844.10 Pero en “las huellas de la forma original”, presentes en lo femenino, no se interroga por la historia personal, por las huellas no históricas de las civilizaciones, es decir no se interroga por las huellas de otra historia, la del acceso infantil desde lo materno-femenino a la feminidad que descubre su virilidad adulta como la otredad absoluta, como esencia. La esencia de la feminidad adulta no es relativa a la maternidad infantil que la 7. Óp. cit., p. 127. 8. Ibíd. 9. Óp. cit., p. 128. 10. Ver: Karl Marx, Manuscritos: Economía y filosofía, Madrid, Alianza, 1968, pp. 140-156. 127


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originó como origen individual de todo sujeto humano. Porque toda esta descripción filosófica se plantea desde la virilidad adulta. “Es una relación con aquello que se nos oculta para siempre. (…) Lo patético de la voluptuosidad reside en el hecho de ser dos”.11 Si es “patético” por ser dos, es que se lo sufre entonces por no ser ya uno. Este patetismo del hecho de ser dos, ¿no estará referido con “aquello que se nos oculta para siempre”, y que también “se nos oculta para siempre en la metafísica”, que se interroga desde el “hay”: que la otredad del dos patético –y que es patético por ser dos– está referido a una historia infantil del acceso al otro desde una unidad previa con lo femenino en tanto materno, es decir de una unidad arcaica original y esencial? Entonces falta otro: no hay Dios sin tres, podríamos decir para completarlo.

Otredad y pudor: el misterio ontológico femenino En lo femenino hay un modo de ser que no está dado por lo que tiene de incognoscible sino que “consiste en hurtarse a la luz”. Es lo oscuro y tiniebloso: tenebroso. En esa dialéctica donde el nacimiento del otro irreductiblemente otro, lo femenino, se confunde con la muerte, ambas se igualan en la alteridad absoluta: mujer-muerte. La alteridad infinita de la mujer sólo sería tal para la paternidad, para el hombre que engendra al hijo, para el hijo del Padre, pero no para aquel hijo de madre cuya relación extrañamente no aparece mencionada por Levinas. “Lo femenino no se realiza como ente en una trascendencia hacia la luz, sino en el pudor. La trascendencia de lo femenino consiste en retirarse a otro lugar, en un movimiento opuesto a la conciencia”.12 Extrañamente el pudor sólo oculta lo que la mujer tiene de deseable para las ganas del hombre: el aura de su carne significante 11. Óp. cit., p. 129. 12. Óp. cit., p. 131. 128


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de antiguos placeres recónditos perdidos para siempre. Se trata sobre todo de ocultar ese cuerpo que “entre heces y orinas” produce nuestro propio advenimiento, saliendo de ella, a la mujer prohibida antes que prometida. ¿El deseo erótico de la mujer no compromete acaso al padre y a la madre que la concibieron, y a las relaciones sociales que dan marco a su misterio? ¿No hay erotismo y misterio, amor tierno y entrañable, en las mujeres que desnudan y muestran todo lo que tienen en culturas donde ese pudor no existe? ¿La mujer allí no es un misterio aunque no tenga mucho que ocultar? Extraño este misterio ontológico que deriva sólo de una representación cultural determinada. Si la mujer erótica se retira a lo inconsciente de mí, es porque hay (ahora, en nuestra cultura), un pasado del cual quiero distanciarme, que no quiero abordar ni revivir: desde allí donde la conciencia viril apareció negándola después. La madre desapareció y sólo la mujer esplende (como “esplende” la áurea naranja entre el follaje umbroso del poema de Goethe en la traducción de Battistesa). La mujer está separada de la conciencia, pero esa separación no es producto de la razón que la distancia: es el misterio de su absoluta alteridad, sin origen ni experiencia arcaica anterior. Su concepción de lo inconsciente como a-histórico, separado de la relación con la conciencia y la realidad humana, es el fundamento donde se esconde una intencionalidad ontológica absoluta y misteriosa. Lo que yo he buscado es la trascendencia temporal de un presente hacia el misterio del porvenir. No se trata de una participación en un tercer término, ya sea una persona, una verdad, una obra o una profesión. Se trata de una colectividad que no es una comunión. Es el cara a cara sin intermediarios, y lo encontramos en el Eros en el que, en la proximidad del otro, se mantiene íntegramente la distancia, y cuyo carácter patético depende tanto de esta proximidad como de esta dualidad. Lo que se presenta como el fracaso de la comunicación en el 129


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amor constituye precisamente la positividad de la relación: esta ausencia del otro es precisamente su presencia en tanto otro.13 El fracaso de la comunicación en el amor: la comunicación recurre a los juicios, a los conceptos y a la categorización racional de la lógica patriarcal. Si hay fracaso es porque no sirve la comunicación para enfrentar dos modos de pensar y razonar (si la mujer alcanzó el nivel ontológico de su feminidad). Y si la positividad surge de este fracaso donde se ausenta el otro en tanto se comunica con el amado/a, es porque se comunican sólo por la relación erótica y las fantasías incomunicables que cada uno actualiza en la relación, sin que el otro pueda saber de qué se trata: cada uno queda encerrado en su propia mismidad. Y si esta ausencia del otro (convencional pero reflexivo) queda, si actualiza en la relación, es porque se la ha mandado a guardar. Y si luego hay comunicación (porque alguna relación debe enlazarlos patéticamente a los enamorados) es una comunicación donde lo inconsciente de cada uno no está afectado por la conciencia. En efecto, en Levinas lo inconsciente es anterior y autónomo respecto de la conciencia. Aquí la relación con la realidad histórica que constituye, por represión, lo inconsciente, desapareció: cada uno actualiza en el otro su propia alucinación. Patético.

13. Óp. cit., p. 138. 130


VII Cristianismo y capitalismo: del terror cósmico a la pacificación capitalista El des-madre del “hay” y la experiencia del vacío Tengo que sincerarme; no soy ajeno a la experiencia que describe Levinas, sentida quizás en la adolescencia y a mi llegada a París. El “hay” era la experiencia del vacío donde ya nada podía sostenerme. Era el fracaso del cobijo materno, aunque recurriera a él para paliar la angustia desolada de un mundo extraño y de la soledad; entonces me palmeaba el hombro a mí mismo para consolarme. Y las paredes de mi cuarto que se me venían encima, se acercaban agigantadas y amenazaban con aplastarme, moles enormes que se me derrumbaban encima. Yo era consciente de que me distanciaba de mi madre, y que para eso había viajado “a estudiar” a París. (Era la búsqueda oscura del misterio de la soledad y la ruptura de la familia y de la “patria”). ¿Quién puede evitar el sentimiento del horror de los espacios infinitos cuando han desaparecido todas las envolturas y los soportes humanos que sostienen esa mirada? Pero la ciudad plena de París no era para mí el cielo estrellado que Pascal miraba, y sin embargo me producía esa angustia diferente: estar solo en un mundo humano donde se había originado para mí la verdadera historia. Ir en busca del origen era devenir de otro modo “ab-origen”. Mirar la ciudad desde mi mansarda y angustiarse no producía la misma angustia que el mirar al cielo en la noche estrellada. Esta angustia que produce la infinitud cósmica anula toda la humanidad, desde que el hombre es hombre; es una mirada anterior como si viéramos al mundo antes de que existiera el hombre, y después de que se extinguiera. Es la negación de la humanidad entera, desde su comienzo y después de su término lo que experimentamos en esta angustia sin hombres, donde todo lo humano desaparece: es el vacío que existía antes de que existiera el hombre que ahora se angustia 131


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al anular con su vida, desde esa perspectiva, la vida de la humanidad entera. No era lo que yo sentía cuando desarraigado, sin sostén familiar que me contuviera, abría una angustia mortal pero diferente: era la angustia de muerte vivida en el Unheimlich, en medio de los hombres la que me amenazaba como muerte presente en ese instante. Esta segunda, que prolonga la estela dejada por una experiencia de desarraigo más profunda, es la angustia inenarrable que se incrementa, como apertura, en épocas históricas de catástrofes, cuando la que prevalece es la hendija de la historia que se abre y son los otros, también hombres, quienes amenazan con aniquilarnos, allí donde toda protección esta vez humana nos ha abandonado. Época de desmadre. No es un instante de inanidad que irrumpe y nos disolvemos en la plenitud infinita del cosmos nocturno. Es el momento en el que el horror de la amenaza humana se desencadena: lo siniestro hace su aparición con una crueldad que el vacío infinito cósmico no tiene. Quizás este momento de catástrofe esté en el origen de nuevas religiones y nuevos mitos, respuestas globales y profundas a nuevos desafíos que los hombres viven. ¿Quién asume, solo, la nada de ese todo sin sentido, ilimitado, infinito, donde nuestra existencia se desplegó y luego se retrajo, asombrada de su inconsistencia, quiero decir una relación fundante con el mundo desde donde se abren las situaciones-límites?1 Esta distinción entre ambas angustias que Levinas nos propone al término de la guerra, y que lo diferencia de Heidegger, donde todo el espesor de la vida cultural europea había mostrado que no tenía consistencia para soportarlo, es lo que día a día se ha ido abriendo pero cerrando 1. Las situaciones-límites son parámetros desarrollados por Rozitchner en el seminario de 1964 (ver supra, nota 6 de la pág. 126) a partir de los cuales circunscribir nuestra vivencia de mundo a cuatro ejes más allá de los cuales no puede sostenerse la idea de mundo. Y a los cuales, por lo tanto, nuestro ser absoluto, la vivencia de ser nosotros mismos esta vida, este cuerpo, es relativa, constituyendo entonces la estructura a partir de la cual somo “absolutos-relativos”. Esas situaciones-límites son cuatro: nuestra relación al cosmos, a la naturaleza, a los otros hombres y al futuro. A partir de estas situaciones-límites es entonces que se estructuran los niveles de la experiencia (nota 6), de modo que cada una de estas situaciones-límites será vivida en los niveles “fundante”, “convencional” y “científico” o de la verdad. [N. de los eds.] 132


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al mismo tiempo: frente al horror del “il y a” que nada humano puede sostener se nos ofrecen, para no verlo, los “entretenimientos” que hacen posible que nadie se interrogue sobre nada, que más huyamos y nos refugiemos en el horror diferente de ese humano en la “historia” del modo de producción para evitarlo o postergarlo. Levinas borra a la historia desde la historia y vive un mundo humano deshumanizado; vacío de hombres cuando más rostros pone. Heidegger borra nuestra inclusión en el cosmos y vive un mundo sin hombres, antes de que el hombre apareciera. Dos angustias distintas, dos relaciones fundantes diferentes: la relación con los hombres distinta a la relación con el cosmos. ¿Pero no responden, acaso, a dos experiencias distintas vividas desde que nacimos a la historia y al mundo?

Capital, terror y muerte, o de la muerte primera (imaginaria) a la segunda (real) Marx en El Capital, desde su propia experiencia de las situacioneslímites, sobre fondo de esa primera mirada que todos los hombres deben haber sentido para ocultarla luego, se interroga sobre las respuestas elaboradas para ocultarla. Y entonces describe el Capital, una enorme máquina de encubrimiento de la verdad del mundo en su transformación planetaria de todo lo existente, aprovechando la relación fundante con el mundo, insoportable, para ordenarlo de otra manera al mismo tiempo que le sobre-agrega un terror nuevo como respuesta al primero. Al terror cósmico de la infinitud que declina la fugacidad de cada vida, le agrega una segunda muerte, la de quienes nos la pueden quitar en el presente. No habría habido capitalismo si no formara esta respuesta a los afanes de los hombres con un intento de ocultamiento proyectado, desde una mitología determinada como presupuesto, ese “sistema de producción” de nuevos hombres a partir de una posibilidad abierta por el acentuamiento de una racionalidad nueva: el capital numerario, monetario, permitió por su acumulación 133


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cuantitativa de símbolos de valor, comprar todas las cosas de las cuales todos los hombres fueron previamente despojados. Y con el dinero compró todo y a todos, y los puso a funcionar en su provecho. El Capital no creó nada, pero si hablamos de los objetos del mundo convencional, donde el Dasein transcurre, es el que cubrió al mundo de una forma nueva de objetos para todos. Conformó a los objetos dándoles la misma forma que recibían los sujetos: valor de uso material por un lado, pero valor de cambio, precio amonedado, por el otro: objetos-fetiches por un lado, sujetos-fetichistas por el otro. A los objetos los produce el capital con su forma de fetiches, a los sujetos los produce como hombres fetichistas el mito cristiano en el orden del mundo dentro del cual, como orden más amplio, se inscribió luego el capitalismo. La máquina sustituye a la primera productora de hombres: a la madre. A partir de aquí a la filosofía sólo le cabría abrir esa experiencia fundante primera que nos abre al mundo, que está oculta y transformada debajo de nuestra vivencia convencional de este, ese del Ser al que se remite Heidegger, y que el cristiano-capitalismo oculta como una forma menos dolorosa, se cree, para no enfrentarla. Por eso aparecen aquí las dos muertes del cristianismo: la primera muerte, del cuerpo desvalorizado, individual, para el valor de uso, la segunda muerte, la del espíritu y la gracia, universal, para el valor de cambio. Los objetos del mundo, de ese mundo donde la muerte viene por la mano del hombre, aparecen aureolados: todos los objetos en tanto reciben la forma fetichista presuponen una relación fetichizada con el mundo de quienes los producen y los consumen. Esto no le quita nada a su descripción, porque descubre la costra más terrible que el dominio de lo cuantitativo, al ocultar el ser de la vida humana, ha podido crear en su pretensión de aprovecharla al mismo tiempo que la oculta. Mejor dicho: toda la riqueza monetaria, la cual culmina como acumulación infinita del capital financiero que deglute todo, es el intento más feroz de un nuevo mito, una nueva respuesta que ninguna cultura haya producido nunca para ocultar el sentido del mundo que el hombre, 134


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desde el primitivo, el ab-origen, ha ido creando para habitarlo. Y su momento previo, preparatorio de lo más siniestro y destructivo que cultura alguna haya creado, es el cristianismo, que necesitó casi dos milenios para engendrar el esperpento que se maceraba en sus entrañas, que más nos distanció del cuerpo gozoso de la madre que nos gestó en el primer cobijo, que todas las culturas han conservado en el fundamento de sí mismas. El cristianismo es el más feroz destructor de la maternidad humana en el mundo. Nos ha consolado con una madre amonedada. ¿Hemos pensado en todos los sentidos, las significaciones, que desde el cuerpo de la madre irradian y se inscriben en nuestra relación con los otros y el mundo? Es Dios-Padre, quien al saberlo todo sabía por anticipado qué quería, el que engendra en María a su modelo de hombre, del que el capitalismo se vale para triunfar en el mundo: el hombre dividido en el interior de sí mismo como ninguna otra cultura antes había propuesto como modelo. Es el cristianismo el que inventa otra muerte y la valora como más temida que la otra: la segunda muerte, la del espíritu, que invalida la vida que lleva a la muerte necesariamente cuando la vida termina, y más exige el sacrificio de la primera en aras de la última: muerte más mortífera que la muerte misma. (En un proceso de inversión de todos los valores maternos Lacan pudo presentar a la madre y a lo femenino como pulsión de muerte).

Adenda a Levinas y el cristianismo: los caminos de la inmanencia “El problema del Hombre-Dios comporta, por una parte, la idea de una humillación que se inflige el Ser supremo, un descenso del Creador a nivel de la Criatura, es decir una absorción en la Pasividad más pasiva de la actividad más activa”.2 2. Cfr.: Emmanuel Levinas, Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro, Valencia, Pretextos, 2001. 135


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¿Cómo se concibe el tránsito de la Encarnación de Dios en el hombre-Dios? Pensemos que se trata de la transubstancialización de la Diosa-Madre en Dios-Padre: la metamorfosis cristiana de la Última Cena. En este tránsito de la humillación pasiva (la Pasividad de la Diosa madre) a la Actividad más activa, del Creador a la Criatura (la actividad de Dios-Padre) se revela la transformación de lo materno arcaico en patriarcal. En ese sentido la vertiente más lograda, como tecnología de dominio, es, como decíamos, la cristiana. “Le problème [de l’Homme-Dieu] comporte, d’autre part, et comme se produisant de par cette passivité poussée dans la Passion à sa dernière limite, l’idée d’expiation pour les autres, c’est-à-dire d’une substitution...” [“El problema (del Hombre-Dios) comporta, por una parte, y como si se produjera por esta pasividad empujada en la Pasión a su último límite, la idea de expiación por los otros, es decir una sustitución…”].3 Está claro en Levinas: la pasividad (femenina y materna) se expresa en la Pasión llevada a su extremo límite, y allí encuentra la amenaza de muerte que Dios le exige: que renuncie a la vida del cuerpo materno para alcanzarla. Es en el exacto momento en que se está por producir la verificación, en la realidad humana, del tránsito cultural: del ensoñamiento pasivo arcaico materno a lo activo de la realidad del proceso secundario adulto y social. Entonces se le pide que expíe, que haya una sustitución (à la lettre): que transmute lo que tiene de cuerpo materno en cuerpo puramente masculino (escena de la Última Cena). Lo despojan de la pasión humana vivida con la madre y que esta Pasión, por la amenaza, se convierta en Pasión con el padre. Que sacrifique su cuerpo a la muerte para alcanzar la eternidad espiritual del alma. Y aquí Levinas accede a reconocerla como fundamental para su propia concepción a la Pasión cristiana: “C’est par elles que l’on peut donner son vrai sens à la notion de transcendance et comprendre ce qu’est le fond ultime de la subjectivité”. [“Es por ellas que se puede dar su verdadero sentido a la 3. Emmanuel Levinas, Entre Nous. Essais sur le penser-á-l’autre, París, Grasset, 1991, p. 69. 136


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noción de trascendencia y comprender cuál es el fondo último de la subjetividad”].4 Humillación y sustitución serán entonces “el fondo último” de la subjetividad. El fondo último sin embargo oculta todavía el desván de los viejos restos. Sustitución corresponde a expiación. Expiación no es más que sacrificio debido, pago de la culpa por la pasión sentida que debe, para ser aceptada, transmutarse de sensual en racional. Transmutada de Pasión por la Madre en Pasión por el Padre. La inmanencia materna se convierte así en trascendencia en su desarrollo frustrado hacia el mundo adulto, en el cual ahora debe prolongarse, y sólo así se le abre el mundo de los otros, como infinitud puramente abstracta una vez despojados como fuimos de la pujanza de vida vivida con la madre. Si Freud decía que el agresor nos agrede con nuestra propia agresión y la dirigimos así contra nosotros mismos, vemos aquí un nivel previo o simultáneo: la Pasión a la que nos obligan hacia el Dios cristiano es la que le sustrajimos a la pasión originaria de todas las pasiones: la que sentimos con nuestra propia madre. De Pasión de vida se transforma en Pasión de muerte.

4. Ibíd. 137



VIII Lo que compartimos con Levinas y lo que nos separa El terror pensado como refugio ante el terror sentido El “il y a” de Levinas trata de descender al abismo más profundo para enfrentar desde un nuevo punto de partida esa nueva catástrofe que las contradicciones del capitalismo produjeron, y que él retoma desde la época previa a la Segunda Guerra Mundial. A ese descubrimiento horroroso del “il y a” de Levinas habría que agregarle, como marca e impronta primera de toda apertura, el primer deslumbramiento que surge cuando, dados a luz, salimos desde las entrañas de su cuerpo que nos ha gestado. Todo lo que piensa Levinas adulto y nos deslumbra en su descripción fenomenológica supone esa previa presencia libidinal del otro que desde el cuerpo maternal se abre. Y cuando luego debe dar cuenta de la aparición de la conciencia desde lo inconsciente, allí no sitúa, para distanciarlos, ningún acontecimiento, ningún acto ni enfrentamiento que la cultura y la historia exijan para hacer aparecer al yo como sujeto. La existencia de dos mundos diferentes en el mismo mundo que desde el “il y a” Levinas nos abre es producto de una separación impuesta, esa que Freud describe en la tragedia de Edipo, como hecho aterrorizante que marca el tránsito de la una a la otra: la separación que la cultura patriarcal impone, padre mediante, para separar la racionalidad de la conciencia de lo inconsciente que el “il y a” había inaugurado como negación del ser y apertura a una nada que alternaba con el lleno vaciado de la madre. El horror pensado es un cobijo contra el horror sentido: nos distancia y a través de la confesión de su existencia busca el contacto con los otros, para sostenerse. Si sólo lo sintiera al “il y a” no lo pensaría: su presencia sería insoportable.1 1. Y ese momento maravilloso que experimenta mientras cae en el vacío y siente que la muerte a la que se precipita lo espera con los brazos abiertos, el único que de toda su narración envidiamos, precisamente esa coincidencia con lo que Del Barco procura con su propuesta mística, es dejada de lado. [N. de L. R.] 139


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Toda cultura es un intento de interponer entre las tinieblas del infinito en el que nos disolvemos, cuando lo pensamos (y entonces sentimos) un cobijo que prolongue la vida feliz que todos vivimos en el origen. Verle la cara a Dios es más terrible que enfrentar el desierto cubierto de estrellas en la noche cuando miramos el insoportable vacío del cosmos infinito. En el horror frío que Levinas describe hay algo más tolerable, porque infinito y distante, indiferente a nuestra existencia, que el anonadamiento que vivimos cuando la muerte de los asesinos nos amenaza bajo la mirada de un Dios patriarcal implacable. Este anonada la vida que desde la madre los hombres han creado. El otro sólo nos pone frente al abismo de la nada ineluctable. La muerte que viene por la mano del hombre, su terror inmisericorde, tiene una crueldad más terrible que la de los espacios infinitos, porque ataca lo que tenemos de más familiar y más propio: aquello que es producto del cobijo que los hombres han ido creando como comunidad humana. Ese siniestro de la crueldad humana es más siniestro aun que la nada del mundo, el sin sentido de una vida que se cobija ahora en el vacío del mundo es algo más tolerable que la crueldad humana. (Pero aun enfrentando esta segunda muerte, y recuperando las vicisitudes de la historia y la corporeidad humana, sin embargo Levinas no puede eludir la existencia de una trascendencia de cuya revelación esperamos la verdad que nos conmina a no matar al otro, y que aparece cuando lo miramos a los ojos. Parecería entonces que por fin hemos alcanzado el fundamento ético de la historia humana, cuya verdad cae también aquí fuera de ella). Esto es aquello que en momentos de crisis histórica se revela: hace crisis lo insoportable para quienes apostaron al dominio del mundo y sobre la muerte de los otros que muestran lo relativo que se esconde detrás de la pretensión de absoluto que las clases dominantes crean, alucinadas en su frialdad de espanto, de sí mismas. El dominio y el goce de sus privilegios crean ese espacio ingrávido donde ese sentido oscuro del mundo –el “il y a”– desaparece para ellos. En última instancia la dialéctica del amo y del esclavo, el uno absoluto, el otro relativo, abría el espacio de un nuevo sentido entre el goce y el trabajo. Pero esta solución 140


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de la oposición se guiaba por la racionalidad del dominio que nos haría luego a todos esclavos manumisos, aunque espirituales. “No es esta vida que retrocede horrorizada frente a la muerte, y se mantiene pura de la destrucción, sino la vida que lleva la muerte y se mantiene en la muerte misma la que puede ser llamada vida del espíritu. El espíritu conquista su verdad sólo a condición de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento”.2 En verdad, no sabemos de qué muerte Hegel nos habla. Para no sentir que son asesinos los amos tienen que ver a los otros como objetos “naturales”, como objetos del mundo que lo Absoluto convierte en meros relativos. Es más difícil soportar la muerte que viene por la mano de la crueldad del hombre que este no-ser oscuro del que participamos sin saberlo todos. Y que esa muerte que viene por mano del hombre es la de aquellos, y de una cultura, que la distanciaron del insoportable “il y a”, del vacío inconmensurable, el sinsentido que debe ser llenado con algún sentido, cuando ya ninguna religión puede llenarlo. Por eso dan la muerte, para suprimir al insoportable otro que nos mira, que es el sentido que viene de una cultura que lo tapó con el consumo y la acumulación infinita y abstracta del dinero donde se consumaría el sin sentido. Levinas no quiere ver el rostro de los asesinos en su crueldad revelada. Allí, en el momento del asesinato es donde vuelve a revelarse crudamente el ser nuestro perdido a través del otro, lo que en nosotros matamos al matar al otro, y tenemos que seguir matando para que no aparezca ya más nunca esa amenaza, más terrible que la muerte misma, que esa muerte trivial que nos espera cuando el tiempo haya consumido la vida. Cuando decimos que la madre enseña a morir al hijo es porque hemos abierto la nuestra desde el cuerpo de la suya. La gestación materna abre la posibilidad de un mundo diferente 2. Este fragmento de Hegel pertenece al prólogo de la Fenomenología del espíritu; la traducción de Wenceslao Roces dice: “Pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento”. G. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, traducción Wenceslao Roces, México, FCE, 1971, p. 24. [N. de los eds.] 141


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al mundo patriarcal en que vivimos. Si el cristianismo descubre que hay dos muertes, es porque sólo se interesa en que rindamos y sacrifiquemos la vida, la primera, la vida de la carne materna, para que el espíritu paterno viva. Hay que matar a la primera para no matar a la segunda. ¿A qué muerte se refiere Levinas cuando exclama el “no matarás”? ¿Se refiere a la segunda muerte, a la cristiana, de la que nos salvamos cuando despreciamos la primera muerte, la del cuerpo, y lo sacrificamos, separado del espíritu como si no fuera uno con él, al ocultar la contra-violencia necesaria para no sufrir esa muerte? La muerte a la que se refiere sigue siendo la de la metafísica, la del espíritu universal, que desechó aquella que circula en los enfrentamientos políticos. Porque el “no matarás” existe sólo como principio cuando la otra vida, de la que mueren ahora millones, la de la economía y de la política, es postergada como despreciada pese a que quiera salvarla, porque no puede acceder a la materialidad fundante que crea la vida en cada uno. Y cuando Levinas nos dice, citando Fedra de Racine: “¡Huyamos en la noche infernal! ¿Pero qué digo? Mi padre tiene allí la urna fatal”.3 La urna fatal que nos espera cuando huimos de la muerte la tiene en sus brazos el padre, no la madre. Eso nos pasa cuando queremos huir de la noche infernal donde los espacios infinitos nos aterran para incluirnos en un mundo donde un terror más siniestro e insoportable nos espera. ¿Podrá salvarnos el principio que se revela cuando miramos al otro a la cara?

El “il y a” y el límite de la experiencia: el problema del tiempo presente La culpa es la culpa que sigue perteneciendo al mundo de las cosas que llenan el vacío del mundo. El misticismo de Levinas, creemos, actualiza y le contrapone una sabiduría antigua que aún resuena en la disolución de su ser consciente: es el horror contra el cual sólo el cuerpo arcaico de 3. Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, México, Siglo XXI, 2009, p. 104. 142


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la madre nos sigue sosteniendo para protegernos. Como decía Spinoza, el que se arrepiente es doblemente miserable, no se hace cargo de nada de su propio pasado, no quiere pagar el precio que tiene lo que se hizo como un paso hacia el descubrimiento de lo que se destruye en nosotros mismos mientras vivimos y nos hacemos más claros. La culpa, como enseña el judío Freud, conoce sus conclusiones, la ley de respetar la ley del padre, pero no sus premisas: haberlo enfrentado para no despegar de esa vida diferente que nos abrió la madre al “alumbrarnos”. La madre alumbra allí donde el espíritu paterno nos enceguece: el abrirnos al “hay” es obra suya. Ese inconsciente que Freud nos descubre de primera mano plantea la disyuntiva más distante de la razón pensante, porque es su presupuesto. La madre también nos alumbra, de una luz distinta de aquella que la metafísica todavía en la estela del poder terrible del padre dice alumbrarnos: son dos luces distintas. Del Barco sólo conoce una sola. Pero no queremos plantearlo sobre fondo de algo tan negado como el silencio sonoro y cálido del cuerpo de la madre. Allí es donde se detiene la experiencia del “il y a” de Levinas. ¿El “il y a” no tiene nada que ver, acaso, con la vida sorda que bulle en el cuerpo, en su metabolismo, en el latido inquietante de nuestro corazón, en la sangre que circula en un círculo que quisiéramos eterno, en ese cuerpo sin órganos que sin embargo vive como un microcosmos donde las células se intercambian, se mueven, cambian, se nutren, secretan, forman los órganos, conforman el cuerpo, y todo silenciosamente? Ese sentimiento de nuestra vida sensible que somos al vivirla sordamente, ¿no es el fundamento del “il y a” que sostiene todas las descripciones que hace Levinas, la base de todas las bases que, nos dice, sólo en el sueño aparece? “Lo inconsciente en cuanto sueño no es una nueva vida que se representa bajo la vida: es una participación por la no-participación, por medio del hecho elemental de descansar”.4 “Dormir es suspender toda la actividad psíquica y física”:5 4. Emmanuel Levinas, De la existencia al existente, Madrid, Arena libros, 2000, p. 95. 5. Óp. cit., p. 96. 143


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decir esto es dejar de lado esa actividad silenciosa que trabaja y se activa mientras estamos en reposo. Es más bien un desafío que se agota en mostrar que ese lugar de partida, donde el advenimiento de nuestro ser como acontecimiento se produce, es inhabitable; esa es su (nuestra) tragedia, y consiste en mostrar que es el único destino que nos queda. Y cuando dice que podemos “preguntarnos si la evanescencia del presente [modo de dejar de estar sujeto a lo convencional del mundo que nos encuadra con su ambiente concreto del mundo geométrico] quizá sea la única posibilidad de que un sujeto surja en el ser anónimo [es decir, recomenzar desde un comienzo absoluto, desde el puro ser sin determinación humana alguna] y de ser susceptible de tiempo. Cabe preguntarse si la imposible posesión del presente [frustrada e imposible justamente porque el tiempo del lugar geométrico nunca puede dejar de abrirse al tiempo anónimo del mundo fundante] no depende del hecho de que es tan sólo por medio de la evanescencia del presente como la posesión misma resulta posible”.6 Siempre, como vemos, hay dos tiempos; y siempre es necesario que desaparezca uno para que el otro aparezca, siendo ambos dos, al mismo tiempo, tiempo. Tenemos que desvanecernos en el tiempo presente para anular el tiempo y hacer surgir desde lo anónimo otro tiempo. Es como si la condición de realización de su experiencia, para ser verdadera, exigiera que lo que es y somos no sea, porque recuperamos así una perspectiva fundante desde la cual se fundó y se produjo todo lo existente en el mundo presente, y con él nosotros mismos. “El presente –nos dice– es una ignorancia de la historia. En él, el infinito del tiempo o de la eternidad se interrumpe y recomienza. El presente es, pues, una situación en el ser donde no hay sólo ser en general, sino donde hay un ser, un sujeto”.7 Son modos de ir a los fundamentos de lo que ya es desde lo que equivocadamente vivimos con la lógica regu6. Óp. cit., p. 100. 7. Ibíd. 144


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lada por el principio de contradicción. “L’absolu du présent n’est pas la négation de la destruction qui opère le temps, n’est pas la afirmation d’un durable” [“Lo absoluto del presente no es la negación de la destrucción que opera el tiempo, no es la afirmación de algo perdurable”],8 quiere decir que la destrucción del instante no nos sumerge en lo infinito fuera del presente histórico. Quiere decir que el tiempo de la corporeidad de la vida transcurre, que el instante es un modo de asumir el tiempo al disolver las categorías del antes y del después que le darían su sentido inscripto en el orden de la racionalidad lineal cuantitativa, o en las categorías de los estadios de la vida que la sociedad calculadora le confiere como valor o acabamiento en función de una muerte social que no es la que el sujeto espontáneamente siente desde adentro. Aquí sólo se trata de reencontrar un tiempo más vivo, creador libre de enlaces, dentro de las relaciones entre los cuerpos humanos que en la sociedad se entrelazan y se anulan. Y por eso se manifiesta contra las fantasías ilusorias hechas “en términos de soberanía y de libertad feliz” de la tradición filosófica, que congela al ser en su refugio distanciado del mundo histórico tanto como del cosmos. “Nada podría anular la inscripción en la existencia que implica el presente”. “La copa de la existencia es ‘bue jusqu’a la lie, épuisé’: nada es dejado para mañana. Toda la acuidad del presente está referida a su compromiso sin reserva y de alguna manera sin consolación en el ser. Il n’y a rien a accomplir. Il n’y a plus de distancia a parcourir. L’instant s’évanouira”.9 “L’evanescence du présent rend posible cet absolu de l’engagement”.10 Aquí 8. Óp. cit., p. 106. 9. La traducción es de Rozitchner, en la versión de Arena Libros cuyas citas aquí reponemos, dice: “Nada podría anular la inscripción en la existencia que implica el presente. La copa de la existencia se bebe hasta las heces, se la agota; nada se deja para el día de mañana. Toda la agudeza del presente depende de su empeño sin reserva y de alguna manera sin consuelo en el ser. No hay ya nada que llevar a cabo. No hay ya distancia que recorrer. El instante se desvanecerá.”, óp. cit., p. 106. [N. de los eds.] 10. La versión de Arena Libros: “La evanescencia del presente hace posible ese absoluto del empeño”. La palabra francesa “engagement”, en esta versión traducida como “empeño”, significa también, y especialmente, “compromiso”; este último es el sentido que utiliza Rozitchner. [N. de los eds.] 145


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aparece claro qué es lo que diferencia a la experiencia del “il y a” con el “il n’y a pas”: el “hay” es un pleno del ser respecto del “no hay”, un compromiso más pleno que el “no hay” en su propio hay deja de lado: es un compromiso absoluto porque está dentro del ser como máxima asunción de la plenitud de lo real en lo real mismo. Y ese instante es un momento de detención que anuncia el acontecimiento: la asunción del nivel fundante que aparece y nos deslumbra en nuestra vida cotidiana situada en el nivel convencional del cristiano-capitalismo donde lo cuantitativo de los cortes y la separación –la escisión del yo– domina todos los momentos de la vida.

Instante y stancia; el refugio materno del sin tiempo “Lo esencial del instante es su stancia”,11 es su permanecer en él, su habitarlo. Es conectarlo con las profundidades que se abren en el sujeto escindido por el corte patriarcal que lo había separado de las experiencias más intensas y plenas de la residencia que se originaron en la “stancia” de la corporeidad materna. Allí no había tiempo separando un instante de otro. Ese otro tiempo que en nuestra cultura separa al principio del placer del principio de realidad es un tránsito –Freud en su filosofía lo muestra– que el terror opera en el enfrentamiento realimaginario del niño con el patriarcalismo del modelo del padre. Ahí está el corte, el terror de la amenaza de castración, que fuerza el abandono no sólo, como se dice, del cuerpo de la madre sino de un orden de relación absoluto donde el tiempo y el espacio tenían (y conservan) su carácter absolutamente cualitativo, que surgía de los valores de acuerdos sentidos, verificados en las satisfacciones y frustraciones sensibles pero con sentido que todo niño vive. Es aquí donde aparece la experiencia primera y fundante que luego la reflexión filosófica actualiza en su intento de recobrar un ser que fue desalojado del Ser y de 11. Óp. cit., p. 107. 146


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la organización mítico-económica con la que el cristiano-capitalismo distanció el origen del hombre-niño desvalorizando la carne como lugar de residencia y origen de todo sentido o significación humanos. Por eso Levinas incluye lo inconsciente, incluye El Capital de Marx, incluye lo absoluto (diferente de lo cósmico de Heidegger): ese absoluto hace referencia y trata de actualizar un ser que está presente como experiencia velada y destruida, en todos los hombres del mundo presente, para el caso el histórico que Heidegger encubre y desdeña. Pero también es cierto que la comprensión que Levinas expone del ser que aparece en la historia no parte de las contradicciones que se revelan en la oposición de sexos, ni tampoco da cuenta en el instante que se hace stancia, qué experiencia fundante, qué riesgo, qué obstáculos hay que enfrentar para lograr pasar del uno al otro. Implica el pasaje de un mundo a otro mundo, de un ser a otro ser, y sobre todo ese ser con el que la metafísica trataba de consolarnos. Y el obstáculo que allí, en Levinas, no aparece es también producto de una experiencia histórica que no incluye en su filosofía, la del terror infantil que los separa, y el terror que en tiempo de catástrofe inunda al mundo y hace que, en medio de la Segunda Guerra Mundial, y como prisionero de los alemanes, Levinas, judío, tuviera que hacer reverdecer en sí mismo un “mundo” distinto cuya promesa se veía destruida, hasta límites inenarrables, en el derrumbe monstruoso del mundo cultural europeo. El “instant” es el coitus interruptus con la plenitud del cuerpo del mundo, y la “stancia”, la residencia, es el momento del encuentro con nuestro propio origen, pero desmadrados. Pero este tránsito sólo es conquistado por una “larga lucha”, nos advierte. Y también en Levinas aparecen las dos muertes. Pero no son ya las cristianas, de un cuerpo despreciado ligado a la Naturaleza y a la Vida para privilegiar la otra muerte, la del Espíritu cristiano, patriarcal extremo, que pierde su vida espiritual por el pecado, y que para evitarlo exige siempre que elijamos entre dos muertes, y aceptemos la “muerte” del cuerpo para salvarnos, porque todos los valores que organizan este mundo exigen el sacrificio de la vida, que es la caución 147


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para que la plusvalía del capitalismo sea posible sin rebelarnos. El buen cristiano –y lo somos todos, hasta los judíos que vivimos en este mundo– lleva al capitalismo como el único orden de mundo compatible con sus premisas míticas. Porque las premisas maternas, cuyas huellas han quedado marcadas en todos nosotros, han sido llevadas a su anulación extrema por el terror a dos puntas: el de la infancia y el del adulto. Hay entonces en el presente dos presentes: el que espontáneamente vivimos en la vida cotidiana, y el presente nuevo (que es viejo) que atraviesa el presente; y no es que lo transforme: sólo transforma nuestra relación vivida con ese mundo en el mismo mundo. Este desdoblamiento continuo al cual apela Levinas es lo que da un tinte paradojal a su expresión filosófica, a sus conceptos, como si los incluyera en la pura especulación verbal y metafísica a la que la tradición nos tiene acostumbrados –y en la que algunos entran: el juego especulativo entre el ser y el no-ser, el vacío y lo lleno, el todo y el no-todo, la presencia y la ausencia–. Por el contrario: aquí el no-todo expresa un todo que corresponde al mismo Todo del mundo visto desde dos perspectivas distintas. El no-ser no es la carencia del ser, sino que nos mostraría la relación de un modo de ser del ser y otro modo del mismo ser que lo amplía, niega al anterior, pero sólo se lo puede comprender como dos perspectivas vividas y pensadas del ser y del mundo en el mismo mundo. La evanescencia [en la negación del instante para alcanzar la stancia] del presente no destruye lo definitivo y lo infinito actual del cumplimiento (realización, culminación, “accomplissement”) del ser que constituye la función misma del presente. [Quiere decir que hay otro modo de habitar el presente en la simultaneidad con los seres y las cosas del mundo]. La evanescencia lo condiciona [al ser, por lo tanto le impone otra condición de su ser ser]: por ella [por la evanescencia] el ser nunca es heredado, sino que es conquistado siempre por 148


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una “haute”, [elevada, honda, fuerte] lucha. La evanescencia no podría abolir lo absoluto del presente.12 Es entonces lo absoluto lo que siempre permanece, en ambos casos, como fundamento: el absoluto está en el instante del racionalismo cuantitativista y espiritual patriarcal, tanto como en la stancia, la residencia en ese mismo absoluto pero conquistada por una “haute lutte”. Pero “la reflexión”, “un juicio abstracto… sobre la duración recorrida… no descubre lo absoluto de lo que ha estado presente”. No basta con recordar el pasado y gritar entonces, porque ese pasado debe hacerse presente: “Lo absoluto del presente está en la presencia misma del presente, da una apariencia de ser al pasado y desafía al porvenir incapaz de reducirlo a la nada”.13 Desde el presente de la stance no anulamos el pasado desde el cual advino (y en el cual estábamos pasando de un instante al otro): “la muerte siempre amenazante no detiene la ‘farsa de la vida’ -forma parte de ella”. Así la muerte que formaba parte de la farsa de la vida es diferente, aunque sea también muerte, la que pasamos a vivir en la stance de la vida. “Si la muerte es nada, no es una pura y simple nada. Conserva la realidad de una partida perdida” cuando la asumimos como propia muerte. “El ‘nunca más’ –never more– revolotea como un cuervo en la noche lúgubre, como una realidad en la nada”. Claro, Levinas pone palabras a lo que todos sentimos, pero el problema es saber si lo Infinito no transfigura a la muerte que en nosotros espera. Porque es Infinito el sentido de lo que vivimos. Y si lo que vivimos no parte de reconocer a la madre como el lugar originario de la stance sentida fuera del tiempo, absoluta, la muerte espera en nosotros que lleguemos para llevarla a su destino, que será el nuestro. Así el “nunca más” de la muerte que la vida a su término nos depara, la eterna desaparición de lo infinitamente muerto. 12. Ibíd. 13. Ibíd. 149


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¿Qué otra eternidad sino la de saberte eternamente muerto? Ese fue mi punto de partida,14 siempre hay formas más o menos bellas de decirlo o de evocarlo, pero no hay en eso más verdad que aquella que uno ya sabía. Nunca más esta lluvia de verano, estos truenos, estas nubes, esta oscuridad repentina, este gris húmedo y profundo, esta espera, esa que producía la angustia en Heidegger, nunca puede desplazar a la vida histórica: aparece en el presente impregnando de su muerte, de su muerte histórica y aun la nueva residencia en la tierra a la que nos conduce Levinas, conserva aún esa experiencia nueva de un mundo distinto, de un ser diferente, lo que pertenece a la coexistencia que vivimos ahora en el mundo, donde este retroceder e ir al encuentro peligroso de un mundo distinto, fundante, encubierto en el mundo, “conserva la realidad de una partida perdida”. Esta evanescencia del instante en el presente es insuficiente para crear otro mundo, aunque vislumbremos una forma distinta de vivirlo. Y se manifiesta en un “lamento”, regret, el dolor de lo perdido, que la acompaña. Pero esto no sería posible si esto nuevo no reverberara, pensamos, en una experiencia primera de plenitud ya olvidada y que llena con su afecto que sigue redoblando en nosotros desde la infancia. “La melancolía del eterno transcurrir de las cosas que se attache (adosan) paradójicamente”.15

Del rostro abstracto al descarado “no matarás” La “epifanía excepcional del rostro… se apoya en el ‘no matarás’ que dice el propio silencio del rostro”.16 Esa relación libidinal con el otro, que ya Husserl había planteado en “Meditaciones cartesianas”, sobre la cual Levinas plantea su “no matarás”, en esa “desnudez casta y abstracta” 14. Aquí el autor se refiere a la dedicatoria hecha a su padre fallecido en el libro Ser judío (1968): “Que otra eternidad sino la de saberte eternamente muerto”. [N. de los eds.] 15. Ibíd. 16. Emmanuel Levinas, El tiempo y el otro, cit., p. 74. 150


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de un “cara lisa” en nuestra jerga, que sólo tiene la forma vacía de un rostro, y que concuerda con la carencia de cualidades del “il y a” absoluto, ¿no vemos desaparecer el primer “il y a” del rostro materno que no tiene lugar como origen cualitativo negado en la abstracta ontología de Levinas? Lo que vemos aparecer son los desechos de la guerra: la viuda, el huérfano, el insomne. Pero, ¿no vemos aparecer la diferencia libidinal del rostro de Videla o de Menem cuando tenemos que darle sentido a la “epifanía excepcional del rostro” de los asesinos que desaparecen de su ontología? Si hubo una primera epifanía del rostro es aquella desde la cual medimos la miserabilidad de los otros rostros que se diferencian por el otro imperativo que regula el de ellos: el “matarás” que leemos en los rostros suyos, en los cuales “la alteridad –considerada como cualidad, y no como simple distinción lógica– se apoya el ‘no matarás’”.17 ¿La pregunta entonces no se invierte? ¿No será que Levinas deduce del imperativo que recorre el mundo, la verdadera ley del sistema cristiano-capitalista, la obligación y el imperativo primero del “¡matarás!” o “¡irás al muere!” presente en la figura de Cristo y del Papa, y del aniquilamiento del otro en todo el capitalismo financiero en la figura de Bush? ¿Y recién luego, sobre fondo de ellas, proclama el “no matarás” que con su ontología le responde, como si su respuesta “ética”, siempre tardía, se diera una razón diferente, cree, con la cual enfrentar la tragedia crucial que lo mantiene unido al fundamento invisible del racionalismo que critica? Y para terminar con Levinas habría que concluir con su pensamiento sobre el cristianismo: todavía lo critica en su fundamento religioso como un retorno al paganismo. Y allí residiría el éxito de su empresa, y su fracaso. Pero como Levinas ha tachado el proceso subjetivo que instaura las soluciones religiosas transformando las experiencias maternas de la infancia, no puede pensar siquiera la metamorfosis que el cristianismo ha introducido en la estructura 17. Ibíd. 151


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subjetiva del hombre para desarmar toda resistencia e imprimir, más profundamente que ninguna otra, su impronta de muerte y sujeción al poder externo desde la interiorización del poder paterno más feroz nunca conquistado. Levinas no pudo ver, creemos, la relación entre religión y política, o la función política de la ética cristiana, o la relación de producción de un mundo de objetos y sujetos donde encontraría, como Capital, la consumación acabada de la muerte sobre la naturaleza y los hombres que el cristianismo había avanzado. Separa a la ética de la política como separa a la economía de la religión: la escisión siempre está presente en Levinas impidiendo que el pensamiento se unifique con la materia humana de la cual surge. Y esto aunque hable de la acción: “La vida espiritual es esencialmente vida moral y su terreno de acción preferido es económico”.18 No hay una materialidad de los cuerpos que colectivamente encuentren arraigo. Sigue creyendo que el triunfo del nazismo se produjo porque el cristianismo no criticó suficientemente al paganismo, como si el paganismo fuera el culpable del nazismo y del aniquilamiento de los judíos; para no hablar del colonialismo sobre negros e indios realizado con saña por la cruz y la espada. “Ver un rostro es ya oír ‘no matarás’. Y oír ‘no matarás’ es oír ‘justicia social’ y cualquier cosa que yo pueda oír de Dios y acerca de Dios, que es invisible, viene a mí desde la misma voz única”.19 ¿Y si yo miro el rostro de un asesino que amenaza a mi hijo, no es otro el mandamiento que guiará mi conducta? Resulta que para Levinas la relación con lo trascendente reside en los ojos de los personajes que la Biblia pone en boca de los profetas: los ojos del pobre, del hambriento, de la viuda y del extranjero.20 ¿Pero los asesinos no tienen rostro, acaso, y a veces suplicante? Lo importante es que la palabra “no matarás” viene siempre desde una voz externa. Y esto implica despojar de su asiento a la voz que habla, que será siempre la que habilita sólo una parte de mí mismo 18. Emmanuel Levinas, Difícil libertad, Buenos Aires, Lilmod, p. 46. 19. Ibíd. 20. Cfr.: ibíd. 152


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al oírla: una gran “porción” de mí mismo ha sido clausurada. Pero al menos impide que se la asignemos a la madre, que se confunda con ella y hagamos con la brasa ardiente de la madre una fría y punzante ley paterna, como hacen los cristianos. Para Levinas existe una prioridad radical de la ética sobre la política. Si sólo encontramos la resistencia del otro en decir éticamente “no”, sólo permanecemos en el reino del espíritu y en el infinito pensado, pero la contra-violencia a la que permanece unida la fuerza de vida de la madre estaría ausente de esa resistencia, aunque a veces la reclame como necesaria. La separación entre ética y política prolonga la separación entre la ética materna y la política paterna. La prioridad de la ética sobre la política, si no vemos el fundamento carnal y material del otro desde la corporeidad materna y de su mirada fundadora que lo unificaba todo, desarma a la ética, porque esta universalidad del “il y a” infinito está vacía de mater, está vaciada de materia. La ética sin madre queda, desmadrada, sin fuerza ni carne. Seguirá siendo una verdad espiritual, desarmada, como decía Maquiavelo de los profetas: todos los profetas desarmados perecen, son vencidos. Será una verdad que le deja a la política la materia sin ética, y reserva a la ética la verdad sin materia; quiero decir sin mater que la funde. La madre, reservada al hogar, sigue sin prolongarse hasta inmiscuirse en la polis. Ni como hijo pródigo, hemos visto, estará seguro de encontrarla.

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Palabras finales Expiación: humillación y sustitución Levinas parecería que está por llegar a la posición que sostenemos. Roza lo materno y se distancia. Se acerca aún más cuando nos dice que una trascendencia sólo es posible como “verdad humillada, perseguida e incierta”, es decir la verdad que se nos sustrajo de la madre misma. La madre es la verdad humillada, perseguida e incierta en cada uno de nosotros mismos. Esa verdad, que quedó contenida, determina nuestro modo de ser: nuestro afecto, nuestras pasiones, nuestras percepciones y nuestros pensamientos. Y precisamente veremos que Levinas sigue pensando desde dentro de la escisión metafísica misma, sin trascenderla con su trascendencia. El cristianismo, contra la experiencia judía, le ha enseñado a transformar la trascendencia divina en inmanencia. Ha unido lo que desde siempre estuvo absolutamente separado para el creyente adulto que ha reservado, aunque reprimido, el lugar irreductiblemente propio de la madre. Ni Dios lo había logrado entre los judíos. En el paganismo los hombres se hacían dioses: lo divino se esfumaba. Los dioses de la filosofía: Platón convertía al Bien en impersonal, y el Dios en Aristóteles era un dios de pensamiento: “el Dios de Aristóteles era un pensamiento que piensa”. Con el Hegel de la Enciclopedia (por algo criticamos a Hegel antes de Levinas)1 culmina ese pensamiento y se cierra, nos dice. ¿Cómo será la divinidad y Dios mismos en Levinas luego de llegar a un dios ambiguo, una verdad que de él emana como “humillada, perseguida e incierta”? ¿Una verdad que no es “ni gloriosa ni destellante”? La verdad perseguida es la única modalidad de la trascendencia. 1. Se trata del libro inédito Hegel psíquico, de próxima aparición en esta edición de las Obras de León Rozitchner en la Biblioteca Nacional. [N. de los eds.] 155


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Esta verdad perseguida, pensamos, por todo el movimiento de profundización que realiza Levinas dentro de su propia experiencia – si se trata de una verdad que se debate en lo divino– debería llevarnos a otra Verdad divina que se independice de los dioses vencedores. Pensar, por ejemplo, en las Diosas-madres vencidas, humilladas, perseguidas. Pero no, sólo se trata de comprender que ese Dios patriarcal, cuya encarnación le pide prestado al cristianismo, ha sido mal entendido, es decir se mantiene ignorando que hubo una lucha milenaria entre Diosas y Dioses para definir el poderío de los hombres sobre las mujeres, de los padres sobre las madres, de la razón sobre el afecto, del estado sobre los ciudadanos. Levinas debe pensar un Dios nuevo que se acerque y se distancie. Y entonces Levinas se identifica sin saberlo con las Diosas vencidas cuyas cualidades se convierten en mandamientos encarnados del Dios mismo, vencedor y masculino, al cual no refiere los males del mundo. El orden de la religión sigue siendo el del dios triunfante, sólo que en el ámbito de la vida civil de las naciones cuya verdad no es de este mundo (“il n’est pas du monde...”). Se preocupa entonces de aquellos a quienes el Dios vencedor, que instauró el orden del mundo humano, entregó a la rapiña, al despojo, a la humillación, a la esclavitud y a la muerte. Y cuando mira sus rostros sólo le queda sentir el “no matarás” como si él fuese el actor del hecho prohibido por Dios: se ocupa del remanente humano del orden divino que no fue instaurado en ese orden mismo, como si él fuera el culpable de los actos que otros han cometido. Es claro: la complicidad consiste en que él también tuvo que hacerlo. Vuelve a encontrar a las diosas vencidas en cada ser vencido y abandonado, y entonces ocupa el lugar de la madre inconsciente con la lógica del proceso primario que persiste en él todavía, al lado de la razón patriarcal a la que se opone sin salir del fundamento mítico que la hizo posible: vencer a las madres. Todo esto supone necesariamente una cierta alucinación, remanente de la experiencia ensoñada con la madre para pensar lo que piensa. Se pone en el lugar donde ella todavía subsiste, en los desechos de un mundo donde el Mal predomina, 156


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sólo para compensar las miserias asesinas del mundo. Y se lo explica pensando que no todos creen de la misma manera que él piensa ahora. “Se manifester comme humble, comme allié au vaincu, au pauvre, au pourchassé, c’est précisément ne pas rentrer dans l’ordre. N’est pas du monde…”. [“Manifestarse como humilde, como aliado al vencido, al pobre, al perseguido, es precisamente no entrar en el orden… No es del mundo”].2 Su resistencia es rebelde, no entra en el orden, no es la del mundo. Hay otro mundo dentro del mismo mundo: no tiene salida. Es la soledad de los moralistas desarmados; su postulación ética permanece como una pasión inútil, que se declara vencida. Ni las viudas, ni los huérfanos ni los apátridas pueden comprenderlo.

El mismo Dios transfigurado “L’idée de vérité persécutée nous permet ainsi de mettre fin au jeu du dévoilement où toujours l’immanence gagne sur la transcendance, car une fois l’être dévoilé, fût-ce partiellement, fût-ce dans le mystère, il devient immanent”. [La idea de verdad perseguida nos permite, de este modo, ponerle fin al juego de la develación en el que la inmanencia siempre triunfa sobre la trascendencia; ya que, una vez develada, aun de manera parcial, aun en el misterio, se vuelve inmanente].3 Y entonces va a buscar el lugar donde el Dios verdadero había quedado: en lo inmanente. Pero este inmanente no es lo inmanente de la madre originaria: es el inmanente como retorno, para ocupar ese lugar ya ocupado y reemplazarlo esta vez con la inmanencia cristiana, no la inmanencia originaria de la maternidad judía. Porque la primera inmanencia no era la del Dios judío, absolutamente trascendente. Cuando 2. Emmanuel Levinas, Entre Nous, cit., p. 69. 3. Traducción de los editores. Se ha tenido en cuenta la traducción al inglés de Michael B. Smith y Barbara Harshav, en: Emmanuel Levinas, Entre Nous, On Thinking-of-the-Other, Nueva York, Columbia University Press, 1998, p. 56. 157


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Levinas vuelve a la inmanencia que creía vacía, ya estaba ocupada por una inmanencia diferente a la que encuentra. Es a una inmanencia ya metamorfoseada por la operación cristiana la que encuentra, esa que él había aceptado por la Pasión de Cristo y de la Última Cena, allí donde la sangre y la carne de la madre bíblica se transforman en sangre y carne del Hijo cristiano de una madre negada en tanto Madre virgen. Es allí donde el Dios judío trascendente se hace inmanente, y la madre judía es ocupada por el Dios cristiano para succionarle su fuerza, su amor y su vida. De esa fuerza, ese amor y esa vida se apodera Dios-Padre como si fueran atributos suyos. Pero estos atributos, declamados como abstractos y racionales, no tienen cuerpo para sustentarlos salvo el que logran dominando la persistente marca del cuerpo de las madres en los hombres. Por eso Levinas nunca vuelve a encontrar a la madre que él tuvo, la judía: se detuvo luego de reconocer sus huellas, pero ese camino de retorno no era a la madre que él había tenido. Era a la madre metamorfoseada ya en Dios padre, y sólo pudo reconocerla en las huellas mustias que han dejado quienes la vencieron. (La virgen María la ha desplazado y ocupado su sitio: eso es lo que tendría que separarlo de los cristianos si quiere volver realmente a su propio origen). Y se reconoce en ellos, pero en la carne que para lograrlo actualiza, él pone desde lo más profundo en juego, entonces refulge, es cierto, el acogimiento materno (“La subjectivité de chair et de sang [...] se réfère à un passé irrécupérable, pré-ontologique de la maternité et une intrigue qui ne se subordonne pas aux péripéties de la représentation et du savoir”) [La subjetividad de carne y sangre (…) se refiere a un pasado irrecuperable, pre-ontológico de la maternidad, es una intriga que no se subordina a las peripecias de la representación y del saber…”],4 pero no lo reconoce en su metafísica, que se sigue moviendo con las categorías del Dios patriarcal: se ha quedado nuevamente solo, sin cobijo, y se incluye en el conjunto de los que, desmadrados, fueron vencidos. Su ética, pese a su esfuerzo, no ha vuelto a reencontrar el lugar materno de su origen, 4. Emmanuel Levinas, De otro modo que ser, cit., p. 138. 158


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porque queda ambiguamente sustituida por el Dios judío en el que sigue creyendo. ¿Podemos pedirle a un judío creyente que abandone a Dios para encontrar su fundamento en la madre negada? Una filosofía de la derrota y del derrotado. Piedad por la memoria de quien hizo a su manera todo lo que pudo. La verdad sea dicha, sin embargo, para prolongar de otro modo su intento trágico.

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Primero hay que saber vivir Del vivirรกs materno al no matarรกs patriarcal



“Queridos hijitos, su papá poco sabe de ustedes y sufre por esto. Quiero ofrecer un destino luminoso y alegre, pero no es todo y ustedes saben: las sombras, las sombras, las sombras, las sombras me molestan y no las puedo tolerar. Hijitos míos, no hay que ponerse tristes por cada triste despedida: todas lo son, es sabido, porque hay otra partida, otra cosa, digamos, donde nada, nada, queda resuelto”. “Hoy un juramento”, Paco Urondo Por fin una parte de la intelectualidad argentina pudo reunirse en la virtualidad de los textos que circulan por el aire, donde varias generaciones simultáneamente se dieron cita en sus respuestas, para plantear sobre todo el problema que atañe a los fundamentos donde converge ineludiblemente lo histórico, lo subjetivo y la reflexión crítica. Punto de partida este, hasta ahora siempre eludido: el problema de la muerte que viene dada por la mano del hombre. Este planteo incluye el compromiso y la responsabilidad que se había eludido en la teoría, como si la propia experiencia vivida no la determinara. Buen momento para demostrar que el sujeto es núcleo de verdad histórica: mostrar qué se necesita para contribuir a pensarla. 163


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La carta de Del Barco conglomera la totalidad de los sentidos en lo que él denomina su “grito” donde lo teórico y lo apasionado, antes separados, por fin intentan integrarse. Enhorabuena. Más bien sería la ocasión para discutir uno a uno por separado cada texto, sobre temas y problemas antes silenciados, para descubrir al fin –cuando se los reúne en una sola mirada que los integra a todos– que estamos encontrando un punto de partida para pensarnos de nuevo. Pero, como no podía ser menos, cada uno lleva agua para su molino, sangre para su propio cuerpo, más bien para abonar (o para hacer que germine) la generosidad o la avaricia de su carne y de sus huesos, porque en última instancia de eso se trata: de la propia “salvación”, quiero decir de la propia coherencia defendida a ultranza. ¿Cómo partir entonces del “no matarás” que nos propone la carta, considerado como principio metafísico, sin remitirnos también al texto que encabeza la entrevista a Jouvé donde se describen las circunstancias históricas que dieron qué pensar a Del Barco? Parecería que el texto de Jouvé, en la parábola que describe, luego de leer la carta es sólo un punto de partida pero no de llegada. Después de leerla, convendría volver a Jouvé para salvar distancias. Si se trata del “no matarás”, considerado como un principio inmanente, ¿no convendría comenzar retomando la cita que abre la entrevista a Jouvé, para comprender la realidad que lo transgrede? ¿No conviene partir entonces primero del texto que conmovió a Del Barco?

La guerrilla y la muerte Ciro Bustos le relata a Jon Lee Anderson el primer encuentro del grupo inicial del EGP con el Che Guevara: Lo primero que nos dijo fue: “Bueno, aquí están; ustedes aceptaron unirse a esto y ahora tenemos que preparar todo, pero a partir de ahora consideren que están muertos. Aquí la única 164


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certeza es la muerte; tal vez algunos sobrevivan, pero consideren que a partir de ahora viven de prestado.” El Che expresaría así el “trauma de nacimiento” de la guerrilla argentina, modelo del hombre nuevo, análogo al que O. Rank describe en el origen de la vida individual como “trauma del nacimiento” del niño: la única certeza de ambos nacimientos, siendo como son de vida, sería sin embargo de muerte. No sé si esas fueron en verdad las palabras del Che. Pero es forzoso partir de ellas porque son las que los editores de la revista han utilizado para ponerlas al comienzo de la narración que Jouvé nos hace. En todo caso serían las más opuestas al imperioso “no matarás” que Del Barco declara. ¿Quién puede desbaratar ese mandamiento si no es aquel que puede aceptar la muerte sobre sí mismo: aquel que está dispuesto a negarlo porque está también dispuesto a recibirla? ¿Estamos seguros de que el combatiente busca sólo la muerte, como si fuera Cristo, y no es el amor a la vida lo que lo mueve? ¿No será esa la mirada de los que miran siempre, sin riesgo, desde afuera? La cita tiene dos momentos. Primero el pacto entre compañeros que los llevó a estar juntos: “Bueno, aquí están: ustedes aceptaron unirse a esto y ahora tenemos que preparar todo”, y de pronto una advertencia que el jefe agrega como viniendo de su propia sabiduría: “pero a partir de ahora consideren que están muertos”. Más allá de que fueran ciertas esas palabras, y de que algunos concluyan entonces que un guerrillero en armas no tiene otra perspectiva que ser muerto, ¿puede pensarse ese principio donde se afirma el valor irreductible y absoluto de la vida que Levinas lee en el rostro del otro, sin incluirlo en el carácter relativo a la historia que lo narra, sin agregarle algo que al mandamiento le falta? Las palabras que se le atribuyen a Ernesto Guevara implicaban una toma de partido clara: o privilegiar el valor de la vida del sujeto, que es uno de los extremos de todo planteo político, o aceptar su sacrificio en aras de la sociedad nueva, incluyendo la entrega de su vida, que es su extremo opuesto (pero siempre dentro de un proyecto de transformación política). Esto 165


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me lleva a pensar en la experiencia de ese tránsito de lo individual a lo colectivo que vivió un amigo entrañable en quien pienso al escribir esto, muerto en un enfrentamiento desigual, cuando al salir de la cárcel de Devoto esa noche en la que todas las ventanas ardían (presidencia Cámpora) me confesó: “allí me di cuenta de que la muerte individual no existe, que la vida verdadera es la de la sociedad, no la de uno mismo”. La experiencia colectiva guerrillera había subsumido el valor de su vida personal y le daba un nuevo sentido que se seguía apoyando en el valor de la vida. Estamos distantes y podemos pensarlo. En la cita que dan como suya el Che les advierte y al mismo tiempo es como si los desafiara con la misma desmesura que lo convirtió en héroe: casi no habrá sobrevivientes, ya están (estamos) muertos. No se trataba sólo de un riesgo grande: era la certidumbre anticipada de no escapar con vida. Es el horizonte que se les abre en el momento en que van a iniciar la lucha, cuando dan el gran paso. Este compromiso de la vida con la muerte que el Che habría expuesto también aparecerá, extendido, como exigencia ante cualquier deserción: el jefe, Masetti, determinará el destino de muertos-vivos en suspenso. Los fusilamientos que ordenará están contenidos como una conclusión que él cree lógica de esa premisa mortífera y realista: como el jefe es el que más osó, y quedó con vida, puede desde allí demandarles que ofrezcan la propia como él lo sigue haciendo con la suya. La ley y su cumplimiento coinciden primero en el mismo sujeto que la impone: autoridad y sometimiento son uno en él mismo. La ley de quien les propone una lucha que culminaría en la muerte tendría en el jefe su fundamento ético irrefutable: enuncia la ley pero también se somete a ella. Este “pero” en las palabras atribuidas al Che Guevara marcaría en los jóvenes combatientes de Taco Ralo el pasaje de la fantasía a la realidad: de la fantasía idealizada de la guerrilla vencedora en Sierra Maestra o en Santa Clara del Mar como fondo, y la cruda realidad de la que él mismo les advierte en nuestros desolados países una vez que abandona Cuba para terminar su vida como guerrillero heroico. El 166


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asesinato subsecuente de ambos compañeros ordenado por Masetti lo muestra: ellos ponían al descubierto en sus conductas y ponían en acto con su desborde la insoportable negación de la vida que se les imponía cuando adquieren la certidumbre de su fracaso. (También como dos extremos: uno, Pupi –Adolfo Rotblat–, “quebrado” [quebrado quería decir que la identidad entre fantasía y cruda realidad se había roto] al dejar rastros para que los descubrieran y quizás así salvarse de la muerte al entregarse; el otro, empleado bancario –Bernardo Groswald–, claramente excedido, caso “psiquiátrico”, enloquecido y aterrado). Y fueron juzgados con la férrea contundencia de Masetti quien, guiado por esa lógica, debía demostrar en los hechos, al ordenar los asesinatos, que era la suya la única ley vigente. Jouvé, al comienzo situado en el otro extremo, es el corazón sensible que afirma la posición contraria. Pero no se inscribe en el “no matarás” abstracto: sigue siendo guerrillero, no abandona la lucha. Al oponerse a Masetti quiere llevarlo a aceptar, ante esta situación inesperada, que la guerrilla no está reñida con la vida de los compañeros, que la muerte prometida para cada uno de ellos vendría sólo desde afuera, de las fuerzas enemigas, pero no de adentro de ellos mismos. Asumir la propia muerte es un riesgo que se refiere a la contundencia asesina del enemigo, no a la propia ejercida sobre los propios compañeros. Entonces Masetti, jefe implacable, ve el peligro y borrado todo límite quiere obligarlo a que sea él mismo entonces, por oponerse, quien ejecute a Rodolfo Rotblat, que renuncie a su juicio sensiblero y se sitúe en uno solo de los dos extremos: “bueno, entonces vas a ser vos el que les dé un tiro en la frente”. Sólo con esa advertencia se completa y unifica lo externo con los interno, lo subjetivo con lo objetivo, en una sola ley común que abarca para Masetti los dos extremos de la vida guerrillera. El asesinato de los compañeros, que borra los límites entre amigos y enemigos, se ha convertido en símbolo de la obediencia debida y de la eficacia. Esas vidas suprimidas eran sin embargo el índice más cierto, en su defección, que anticipaba la verdad de la empresa alucinada en la que estaban sumergidos: anunciaba su fracaso. Y esto aun cuando hubieran 167


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triunfado. Allí, en esa tragedia desolada e inicua se encuentra al mismo tiempo expresada toda la tragedia del pensamiento y de la acción de esa izquierda sin sujeto. Sólo después de casi cuarenta años esa izquierda, que no pudo ni supo ni quiso escuchar a más nadie, con la carta de Del Barco, recién ahora asume la dimensión trágica de su propia existencia actual presente en su pasado. La narración del fusilamiento escenifica, en una síntesis desgarradora, la tragedia de la violencia en la política de ese grupo de izquierda. Al ampliarse y ser tomada como símbolo de toda violencia política, al abarcar todo el escenario histórico, Del Barco nos quiere dar una visión completa de la concepción de la violencia en los enfrentamientos sociales. La guerra, que no era más que el recurso a la violencia extrema como medio de la política, se transformó de medio en fin: en aniquilamiento sin tregua; pero también hacia sí mismos. Esta concepción de la política y de la guerra –que Clausewitz expuso, y que tanto Marx y Engels como Lenin conocían– que movilizó a la guerrilla argentina, es una concepción estrictamente de derecha, ofensiva, pero ejecutada sin misericordia ahora en el seno de la izquierda. Esta reducción que homogeiniza a la violencia olvida que la violencia de los que se rebelan contra quienes los someten es una acción violenta contra la violencia instalada como sistema en las relaciones sociales: que es una contra-violencia cuya lógica y cualidad es radicalmente diferente a la otra: la de quienes primero la habían impuesto. Donde en una, la de quienes se defienden, domina y prevalece siempre el valor de la vida y de la población mayoritaria, mientras que en la otra concepción, la de quienes la ejercen para dominar socialmente, la vida individual y colectiva es desdeñada y utilizada para el objetivo primero de su ambición devastadora. Si en la guerrilla se tienen en cuenta las condiciones físicas de cada guerrillero, y el más lento en su movimiento determina la velocidad del grupo, ¿cómo la apreciación constante de la percepción que cada uno de los guerrilleros tiene de la realidad que enfrentan juntos no estaría presente para determinar en cada caso el “valor moral” (Clausewitz) que unifica al 168


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grupo y le confiere esa fuerza de cualidad diferente: percibir en cada combatiente su existencia personal intransferible? Esa cualidad diferente de la contra-violencia construye la “moral” del grupo. El pensamiento político, que debía haber reflexionado sobre las condiciones de su eficacia en la lucha colectiva, había sido suplantado por las consignas guerreras del triunfalismo armado. Las categorías de la guerra de derecha, que en nuestro país habían sido expandidas por el militar Perón en su libro sobre la guerra y en sus disertaciones gremiales y políticas a sindicalistas y obreros, limitaron el pensamiento de los intelectuales que debían pensarlas desde el peronismo y luego desde el foquismo o con la esperanza del pueblo en armas. Por eso Jouvé nos dice que “para casi todos la política [no la guerra] era algo del otro lado, era de burgueses”. Por eso lo colectivo que debía ser movilizado desaparece como verificador y creador del sentido de la propuesta política: en nuestro país al menos el pueblo los dejó solos en el enfrentamiento que la fantasía de la izquierda, apoyada en la estela de la que también llamaron revolución popular peronista, vivía como soporte colectivo de su lucha. La descripción de Jouvé marca claramente esta limitación que se sintetizaba y se extremaba en el colectivo guerrillero, que nos servirá para ponerla en relación con el grito de Del Barco. Cuando Jouvé enfrenta la orden de su jefe, Masetti, y se opone a que maten a su compañero, y sólo se rinde ante la amenaza que lo obligaría a ser él mismo quien deba meterle un tiro en la frente, en esta descripción delata esa responsabilidad que, si bien los envolvió a todos ellos, fue diferente según la posición que asumieron frente al crimen. ¿Cuáles son las condiciones para que allí el “no matarás” pueda imponerse? Allí están expresadas las condiciones que en la realidad contundente pone de relieve su fracaso para salvarles la vida. Cuando el sadismo de Masetti quiere ordenarle a Jouvé que él mismo se convierta en asesino, sabe que ese es el desafío y el límite a la ley que Jouvé le plantea: el fusilamiento era un hecho miserable y convertiría en asesino aun al que se negaba a serlo. El asesino debe comenzar por crear un grupo de asesinos cómplices. La responsabilidad de Jouvé queda limitada por las condiciones 169


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reales e históricas de la situación que enfrenta: Jouvé no es culpable. Él formaba parte de los veinte muchachos que toleraron y ejecutaron el hecho, y cuyas caras, luego de obedecer la orden de Masetti, nos dice, “ya no fueron las mismas”. La responsabilidad de la muerte recae sobre el grupo que no enfrentó a su jefe. Jouvé quiso enfrentarlo y se quedó solo. Es la obediencia debida real de toda organización armada sometida al poder del Uno. Ese es el problema: no el acto de repetir ahora el sentimiento culpable en un actino-out que lo amplifica, sino de saber cómo el sentimiento del valor de la vida del otro, que estaba presente y era sentido en algunos de sus militantes, no tuvo eficacia en la política de los veinte guerrilleros. Algo debe pasar entonces en ese mismo sentimiento de respeto por la vida del otro que carece de eficacia para mantenerse como deseo a ultranza. Lo que expone ahora Del Barco fue asumido y dicho por Jouvé: no necesitaba que allí donde él nos lo cuenta la tragedia otro deba amplificar el grito para darle trascendencia. Y que al mismo tiempo lo despoje de toda la densidad y la riqueza que la narración aporta para comprender el desvío de la violencia en la guerrilla; y en la política sin más. De todo eso, en Del Barco no queda nada. Porque Jouvé, al oponerse al asesinato de sus compañeros no condena toda violencia sino esa violencia. Por eso no concluye en el “no matarás” como mandamiento. ¿Qué le agrega en cambio Del Barco? Lo que hace es universalizar la culpa apoyándose en la que ya Jouvé confiesa. Bis in idem, más de lo mismo. Jouvé no se golpea el pecho por la culpa que sí ha sentido y sobre todo sufrido en la máxima cercanía con el hecho: no nos pide que lo acompañemos en su sentimiento como las lloronas profesionales de las velorios antiguos. Querer reemplazarlo en su lugar del dolor –“sentí como si hubieran matado a mi hijo”, dice Del Barco, siempre el “como si”– sin haber sufrido sus vicisitudes –horribles torturas, hambre extrema, hablar con su amigo durante cuatro largas horas mientras agonizaba destrozado en sus brazos, haberse opuesto a los fusilamientos frente a un Masetti que, por el poder de jefe que detentaba, amenaza con obligarle a hacerle hacer a Jouvé lo 170


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que este denuncia como el hecho más horrible; haber estado presente cuando fusilaban al otro que había defendido; haber pasado largos años en la cárcel despreciado por los compañeros que lo marcaban como quebrado, haber sostenido dignamente como preso sus propios valores ante el general Alsogaray que lo tenía cautivo y a su merced, y quería comprender en su conducta de joven esclarecido y culto a la de su propio hijo luego asesinado por sus pares– ese lugar ajeno nadie puede pretender ocuparlo y menos suplirlo con una escena imaginaria. Desde allí Jouvé nos confiesa más adelante, íntegro y sin estridencia: “No sabemos para dónde vamos”. Aquí, en ese relato de Jouvé, ya está todo lo que debía ser pensado: el problema del sacrificio de la vida, del camino armado que los dejaba solos, y por lo tanto el de la nueva concepción de la política que se descubría desde esa experiencia. El foco armado, por la estructura militar del mando, la sumisión al jefe y la aceptación de la muerte como necesaria –lo cual significa que no va lo uno sin lo otro; el descubrimiento de la delación y la falta de apoyo de las masas peronistas, y el abandono de las masas obreras y por lo tanto la verificación de los límites de la política armada y de sus obstáculos. Cuando nos piden la vida y que nos demos por muertos, ya el otro desaparece como otro porque uno ha desaparecido para sí mismo: no hay planteos metafísicos que lo resucite. Quedamos sometidos al posible delirio de la exaltación del jefe y a su fantasía cuando depositamos en sus manos nuestras vidas. Y por último Jouvé descubre, pero mucho más tarde, al término de esa experiencia, que sólo el pueblo en la calle puede echar abajo a los gobiernos, y que la izquierda rechaza hasta la espontaneidad creadora de las asambleas que no se ajustan a los discursos; que la izquierda las espantan. El único que en definitiva tuvo el apoyo popular fue Perón, por derecha, y no los partidos obreristas, por izquierda. El libro de Santucho le hubiera permitido a Del Barco comprender qué significa la crítica sobre su propio pasado. Y la conclusión final que es la que habría que pensar juntos: “no sabemos para dónde vamos”. ¿Lo sabemos acaso, ahora, nosotros? ¿Su pregunta no sigue siendo la nuestra? 171


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Desandando el camino Pero si partiendo de este no saber hacia dónde vamos Del Barco quisiera darle una respuesta, toda una densidad de vida los separa: ese testimonio, en sordina, sobrio y pudoroso, inaugura una pregunta que su respuesta, quizá ya en estado de gracia, ignora y deja de lado. La reduce a una abstracción de la cual queda expulsado todo el contenido histórico, personal y social, que da sentido a la pregunta que Jouvé se hace. Ese es el desafío al que hay que ponerle palabras y conceptos. Por eso me sorprende este desplazamiento, tan significativo, desde Jouvé hasta Del Barco que algunos han hecho: nos quedamos sólo con Del Barco, que habló sin que nadie lo pidiera, como dejamos solo a Jouvé que nos narró su historia porque otros sí se lo pidieron. ¿Estaremos haciendo lo mismo que hicieron sus veinte compañeros en el monte? Jouvé no acude a un ejemplo imaginario para sentir el horror directo. Asumió la experiencia después de vivirla hasta el extremo límite de su entrega, su valentía, su amor por la vida, su credulidad, su buena fe: su inocencia. Con quien intercambió con Del Barco en el 73-74, sin que a este, al parecer, se le filtrara la responsabilidad y la duda luego de escucharlo. De esos encuentros que Jouvé cita, Del Barco no dice nada. Jouvé, dolorido y responsable, no se arrepiente de nada: sólo narra su experiencia y asume que le marcó la vida y al narrarla espera que su experiencia sirva de algo. Entonces aparece la carta de Del Barco y nos lleva nuevamente ante un abismo diferente: metafísico y abstracto. Del Barco transforma al afecto al que un “como si” le sirve de materia viva, convertido en abstracto, en el máximo de materialidad que un cuerpo siente, para anularlo como cuerpo histórico. Porque partiendo de lo absoluto el cuerpo sobra. Y quiere que nos conmovamos con su grito, como si en verdad hubiera llegado hasta el fondo del abismo y hubiera bebido hasta el fin su fina copa de heces. Cómo si se arrogara, una vez más, ser los que con sus ideas abren y cierran los caminos, primero los que llevan a un destino incierto al cuerpo depreciado en la guerrilla y luego 172


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a la salvación del alma en la post-metafísica, purificada de su pasado cuyo sentido total él mismo habría asumido. Lo que no se subraya es que Del Barco fue un contemporáneo de lo que allí se narra. Si su modo de pensar la realidad no le permitió advertirles que iban al muere antes de que emprendieran la aventura, y si luego del hecho tremebundo también se calla cuando podría haber planteado sus dudas durante el desarrollo, es inaudito que más de cuarenta años después lance el grito que condena a todos. Como si formáramos parte de una generación de izquierda que, en los términos en que está planteada la tragedia, aparecería toda ella como convocada por la muerte y el desprecio por el otro. Más allá del mea culpa, ¿se tradujo esta responsabilidad en la formulación acaso de una nueva concepción política donde esa relación con la muerte, que es su fundamento, haya sido incorporada y propuesta a la experiencia argentina para que ninguna política de izquierda la ignorara y ya no pueda formularse una transformación social sin tenerla en cuenta? ¿Será que, como dijo alguien, ese problema no estaba planteado en los libros que entonces se leían y que sólo aparecieron más tarde, para la generación siguiente? Por cierto que si me ocupo tanto de Del Barco es porque su grito, y quizá sus libros, se muestra como un signo importante en nuestra intelectualidad de izquierda. Para el pensamiento de la izquierda no hay salida porque no va a buscarla allí donde el fracaso los ha dejado en banda: a donde llega Jouvé luego de su derrotero. Porque la operación que Del Barco realiza sobre sí mismo, y ofrece como modelo, interesa únicamente, y por eso lo hacemos, en la medida en que es retomada como una forma de eludir la realidad de su pasado en la intelectualidad de izquierda. Vuelve a la abstracción metafísica metamorfoseada en post-metafísica sin dejar de ser metafísica, negando el espesor de realidad nueva que el fracaso le pone ahora a su alcance. Los precipita otra vez en el abismo de la culpa y de la salvación individual del alma. 173


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Esta concepción de la guerrilla no fue la que comenzó con el Granma, ni tampoco coincide con la concepción de Fidel Castro: era muy otro su contexto histórico. No sólo porque fue la que triunfara ni porque fuera la primera. El debate que Del Barco soslaya estuvo planteado en el campo de la filosofía y de la política de la izquierda desde ese entonces: desde los años sesenta. La única forma de resolver esta oposición era volver a despertar el valor irrenunciable del sujeto y convertirlo en un lugar activo: decir, por ejemplo, que el sujeto es núcleo de verdad histórica. Pero no sólo la subjetividad del jefe como único sujeto sino la subjetividad adormecida en la conciencia y el cuerpo de los militantes y de la gente del “pueblo”, fuera o no peronista. Que la lucha no era incompatible con la preservación de la vida. Que más aun: la requería para alcanzar algún grado de eficacia. ¿Pero quién podía escuchar estos planteos? Dijimos que la carta de Del Barco es un signo. Y este silencio personal fue en este caso casi un santo y seña, una consigna de grupo, el de la izquierda pasada al peronismo montonero, pero tuvo un resultado que nos involucró a todos: sirvió para que no se entendiera nada de aquello que nos esperaba en ese futuro así abierto. Y al no ponerse en duda lo que se encubría –exponer a la luz del día los límites que una parte de los intelectuales argentinos había ocultado en su experiencia histórica– ya no fue posible criticar las falsas opciones políticas que desde allí se cerraban o se abrían, las metamorfosis sin razón rendida cuando se pasaba de un partido a otro, los saltos incomprensibles para ocultar el vacío que al hacerlo abrían. En otras palabras: desalentó la toma de conciencia más profunda sobre la realidad política. Porque si el dolor es tan hondo, hondo debería ser también el pensamiento. Cuando deciden ahora abrir –porque eran los dueños de un secreto– ese espacio de crisis que al fin descubren, y al mismo tiempo delimitan al prolongar ese ocultamiento –trágico pero nunca tan culpable como el crimen mismo– muestran lo que han silenciado durante más de veinte años. Cuando la verdad cae revelada por un grito como si fuera un rayo ilumina con su brillo sólo el espacio que con tanta intensidad alumbra. 174


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Pero su efecto deslumbrante paraliza: deja en la penumbra, oscurecidas, las posiciones intelectuales, teóricas, políticas y sobre todo personales que en sus tomas de posición respecto del pasado han prolongado hacia el presente. Porque ese es el otro extremo que el grito deslinda. ¿O acaso hay pensamiento impune, inocente, que no actúe también como causa activa y determinante en la vida de quienes, ya de otras generaciones, los han seguido en sus reflexiones, al menos desde la fecha de ese crimen que quedó oculto? La lechuza de Minerva argentina levantó su vuelo un atardecer muy tardío, luego de sobrevolar en círculo el campo de los desaparecidos: cuando todo ya había sido consumado. Eso es lo que debe ser pensado: qué consecuencias tiene la coherencia personal en la experiencia colectiva cuando un intelectual, que toma la palabra después que miles de atardeceres y miles de insomnios hubieran transcurrido en la extensas noches durante las cuales nuestra Minerva se quedó dormida, sin decir una palabra que alertara a los que, absortos y empavorecidos, amanecían cada mañana después de haber visto lo que vieron. Y así durante tantos años. Porque la reflexión filosófica debía levantar vuelo ese mismo atardecer en que Adolfo Rotblat y Bernardo Groswald, ambos judíos, habían sido asesinados por sus propios compañeros para reparar en el despertar del nuevo día la conciencia de lo que en el día anterior había sucedido. Para enseñarnos a comprender al menos, con el pensamiento, cuáles son los obstáculos, los desvíos, las trampas y los señuelos que los militantes deben vencer para alcanzar ese lugar subjetivo donde se asienta la eficacia personal y política. Esos vividos por Jouvé, y por los cuales se pregunta todavía.

Las afinidades electivas Esa es la experiencia sobre la cual se sigue callando. El grito de Del Barco inaugura la originalidad de ese descubrimiento, el de su desventura, sólo cuando él puede pensarlo, sin darse cuenta de que ese problema le preexistía y estaba planteado respecto de esas mismas precisas circuns175


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tancias históricas, no metafísicas, desde mucho antes: que el hecho de que lo descubriera tan tardíamente sólo atañe a su sensibilidad, profunda y secreta, y a lo impensable en su propio pensamiento. Y entonces nos preguntamos: si tamaña exclusión de ese núcleo fundamental del pensamiento del cual algunos intelectuales recién ahora toman conciencia –el reconocimiento del rostro del otro como absolutamente otro, Levinas mediante– no estaba presente en lo que escribían, ¿no debería inquietarles qué valor de verdad tiene entonces lo que pensaron y escribieron luego, hasta el día del grito? Y nos damos cuenta de que el mea culpa no atañe al patetismo de su dolor sino a algo que se sigue escamoteando como objeto de análisis: comprender las razones que llevaron a que lo excluyeran de su pensamiento y explicarse –aunque sea para sí mismo– los motivos que se tuvieron para excluir durante tantos años esto que formaba parte de su compromiso teórico y político. Estas desventuras también forman parte de la experiencia filosófica. Mejor dicho: quizá la concepción filosófica del Dios sin Dios fue pensada para justificar esa dilatada pausa en que se pensó como si algo verdadero se pensara. Porque lo que debemos comprender es cómo se diluyen y se tornan semejantes y abstractas todas las cualidades y las personas en los hechos históricos: cómo en el rostro del otro se borraron las particularidades. Extraño y doloroso: es como si súbitamente con Del Barco y sus amigos, y casi diríamos ciertos sectores de la clase intelectual que les son próximos, cercanos y distantes al mismo tiempo de nosotros, despertaran del letargo temático a los espectros que los perseguían y de pronto tomaran conciencia de lo que Ricardo Forster, una generación más distante, reconoce con un dejo de inocencia cuando confiesa que esa inquietud y ese malestar sólo circulaba en las conversaciones íntimas de íntimos amigos: Confieso, Oscar –le escribe Forster a Del Barco–, que me impactó ese pasaje a lo visible, su tremenda exposición pública y hasta mediática, de aquello susurrado en un diálogo entre 176


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amigos que se quieren, (...) donde surgió, como una deuda no saldada entre nosotros, el espectro de los años sesenta y setenta, la sombra de la violencia, los claroscuros de la revolución y, junto a ello, la cuestión, que se ha vuelto crucial a partir de lo suscitado por tu carta-pública, del “no matarás” (id.). Porque nunca dejamos, (...) de ponernos en juego (...) cuando el punto de la conversación se centraba en ese pasado que regresaba con sus propios e intransferibles reclamos, reclamos que, en cada uno, abría hacia algo personal (...) no siempre comunicables ni compartibles. La verdad callada hacia el afuera circulaba sólo entre los amigos muy queridos. Que tanta distancia existía entre los amigos que se miraban a los ojos y el rostro del otro absoluto que los libros de filosofía describían. Lo cual muestra que esa exclusión en lo público sólo permitía – cuando aparecían en sus escritos para los otros– la complicidad acrítica, es decir la que ocultaba la “cuestión crucial” –“el espectro de los años sesenta y setenta”– que entre ellos se planteaba. Pero también la coherencia de sí mismos, al excluir de lo que debía ser pensado como núcleo fundamental que estaba en juego en nuestras historias: la permanencia en lo clandestino, restringido a lo privado, del pensamiento que se desplegaba hacia afuera excluyendo el asiento personal fundamental, originario, desde el cual se piensa el pensamiento. ¿Tenían pudor, quizá, de mostrarse al desnudo, como todos sentimos? Para nosotros ese silencio significó darnos cuenta de las dificultades que encontramos para participar en afanes que nos debían ser comunes. Viviendo en este mismo mundo en realidad habitábamos otro mundo, separados por esa incomprensión fundamental que había decidido excluirse, y excluirnos por lo tanto, del estado público y del diálogo. ¿Cómo iban a considerar amigos a quienes no participaban de ese pacto de silencio público? Ni siquiera se trataba de un diálogo de sordos: era el pensamiento mismo, que sin embargo seguía hablando en nombre de la verdad, el que se había oscurecido cuando 177


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escribían. Muchos deben preguntarse entonces, aunque sea exagerado: ¿qué verdad podía expresar lo que escribían si ese núcleo primero que el grito recién denuncia permanecía obturado? ¿Habría entonces que volver a leer sus escritos y descifrarlos a partir del grito como nueva clave, encubierto en sus discursos lo que en verdad debía ser pensado por ese flujo denso de palabras, ideas y conceptos a los que algo fundamental les faltaba para que adquirieran ese sentido pleno que nuestra situación histórica hubiera esperado de ellos? Y de pronto estalla el grito y todo en su entorno se conmueve, apesumbrados por la culpa fatal de lo irremediable: entonces se produce la aletheia, la diosa de la verdad al fin queda desnuda y su resplandor los enceguece. Pero lo irremediable –insistimos– no fue únicamente la participación, grande o pequeña, vivida en los hechos del pasado. Lo fundamental es lo que se pensaba, a partir de ese momento que ya había pasado, o estaba pasando, respecto de esos asesinatos tan monstruosos que delataban hasta qué punto el “reconocimiento del otro como absoluto” había sido excluido no sólo de la experiencia de los guerrilleros perdidos en el monte sino del pensamiento de los intelectuales que habían estimulado o simpatizado con esa lucha, aun cuando no se participara de la misma corriente política o no se adhiriera a ninguna. Casi cuarenta largos e irrecuperables años –casi toda una vida– son los que se han perdido para poder pensar esta otra cosa que ahora piensan desde esa experiencia que se grabó tan hondo sin alcanzar la luminosidad de la conciencia. Pero en lo que verdaderamente importa, más allá del acto de contricción personal que les permite reparar sus vidas, consiste para nosotros en que esos hechos no asumidos quedaron congelados como núcleos duros, agujeros negros, en la conciencia colectiva. Determinaron ese pasado que para nosotros es este futuro –pasado pluscuamperfecto– que vivimos ahora.

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Una culpa diferente Por eso, repetimos, no es la participación en esos hechos lo que clama al cielo: primero, porque en verdad ni Del Barco ni sus amigos asesinaron a nadie (y en estricto sentido, no son asesinos seriales). La responsabilidad entonces no está referida a ese hecho ya cumplido del pasado. La responsabilidad del intelectual, si bien puede ser mortal por sus efectos, no es mortífera porque piense: es diferente y no por eso menos responsable de esa otra cosa que es, precisamente, específicamente suya. “De otra manera, también nosotros somos responsables de lo que sucedió”, dice Del Barco, pero no especifica en qué consiste esa otra manera. Es eso lo que venimos planteando: fueron responsables de “otra manera”, de manera intelectual, que es la manera de ser que se ha escogido para actuar jugando la coherencia entre las ideas y la vida. [Aquí también se juega la vida del otro, pero también nuestra propia vida puede correr riesgos]. La responsabilidad intelectual se sitúa entonces en otro sitio y se distingue de quienes realmente asesinaron: es diferente y específica, y tiene otro campo de sentido para explicar el crimen cuya culpa se atribuyen. De eso se trata, y no la de atribuirse los asesinatos. Más aun: creo sinceramente que si Del Barco hubiera estado en ese grupo no hubiera aceptado que esas muertes se ejecutaran. Nuestra discusión es otra y la responsabilidad distinta. Hablamos de la responsabilidad por lo que hicieron con sus pensamientos y que no coincidía quizá con sus afectos. Esa distancia es la específica de “esa otra manera” que caracteriza la coherencia de la actividad intelectual desde que el hombre se expresa con el pensamiento. Esa es la diferencia con el intelectual de derecha: este sabe de antemano que hay –todo el pasado y el presente se los demuestra– coincidencia entre lo que sienten respecto del otro, y lo que piensan. No hay incoherencia. Eso –que cada minuto muera un niño de hambre, por ejemplo– a los hombres de derecha no les incomoda ni les hace perder el sueño: están subjetiva y objetivamente de acuerdo. Son coherentes: coincide lo que sienten con lo que piensan. Que en la izquierda 179


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haya asesinos les complace: justifican a los propios. Pero las culpas y las responsabilidades de los militantes que se jugaron la vida para cambiar las cosas, y donde muchos la perdieron, son diferentes cualitativamente, desde el punto de vista de su inscripción individual y colectiva, de los hechos monstruosos de algunos miembros, jefes sobre todo, del ERP o de los Montoneros. Porque también pienso en el valor que la vida tenía para Paco Urondo o para Diana Guerrero, y debo poner nombres para pensar en serio. No son conceptos: son figuras vivas. Cada uno de nosotros debe tener las suyas.

Violencia y contra-violencia Cristo –viene al caso– distinguía dos violencias. Cuando pide que pongamos la otra mejilla claramente se refiere a la contra-violencia: no responder a la violencia recibida, y hasta ofrecerse una vez más como víctima. Pero también puede ser entendida como una astucia, como una respuesta postergada: pongo la otra mejilla mientras me tomo tiempo y me preparo para que no vuelva a sucederme; pero entonces no sería Cristo sino un mero cristiano. Más bien se refiere, en su ejemplo, a una violencia que no es de muerte: a lo sumo afecta a la dignidad herida –ahí me las den todas. Pero el problema de la lucha política es agonista: acepto que me maten o me defiendo. Es aquí, en su acepción cristiana, donde la contra-violencia es suprimida: aceptemos el martirio, nos hacemos dignos de otro mundo. Lo absoluto desdeñó lo relativo. El problema es cómo volver del otro mundo a este mundo, de la Ciudad de Dios a la ciudad de Córdoba o de Buenos Aires. Lo que plantea Del Barco se refiere a la estrategia ontológica entre esencias abstractas sobre fondo de la teología mística judeo-cristiana, la de Levinas para el caso. Deja de lado el origen de la violencia, y por lo tanto la diferencia entre la violencia y la contra-violencia, pero sobre todo la disimetría de las fuerzas enfrentadas en una situación extrema: quién aplica la violencia con vistas a someter al otro a su voluntad 180


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para explotarlo y tenerlo a su servicio, y hasta decretar su muerte, y los equipara con aquellos que se defienden para que no los aniquilen. La violencia sería sólo una. Ese hecho, así aislado por la culpa antes soportada y hoy –ya viejos– insoportable, definiría entonces a todos los hechos políticos de la izquierda y expresaría la verdad de toda la historia de esos años. Esa crítica abstracta destruye el sentido de la contra-violencia, propia de todo enfrentamiento, para asimilarla a la violencia asesina. “Si uno mata el otro también mata. Esta es la lógica criminal de la violencia”, escribe Del Barco. Esa violencia asesina, fracasada en tanto se presentaba –y es igualada ahora– como contra-violencia revolucionaria, es mera violencia de derecha: privilegia la muerte sobre la vida. Pasar de la violencia de la derecha a la contra-violencia de izquierda en todos los campos sociales donde está en juego el dominio de la voluntad del hombre implica distinguir en los conceptos lo que en la realidad histórica está en juego. ¿Sólo es asesinato la violencia de muerte inmediata, a donde quedaría restringido el imperativo del “no matarás”, y no la violencia morosa que carcome día a día, hora a hora, la vida de los hombres y los aniquila? Nos da vergüenza tener que decir cosas tan obvias, pero la conciencia desgarrada de antes se ha convertido en conciencia indiferente ahora. Elevada la violencia a esencia metafísica, arrasa así con los límites de todo discernimiento vital: borró toda experiencia de la verdad que circula en los hechos históricos. No hay matices: desaparecen todas las particularidades. No hay sujetos contradictorios que tuvieran ellos mismos que callar: no hay recuperación para esta culpa que convierte a todos, próximos y distantes, en seres perdidos y asesinos. Así como todos nos igualamos con Hitler, Stalin, Videla, ¿nos tendremos que igualar con Del Barco para sentirnos tan buenos, tan responsables y justos? ¿No hay acaso también violencia, y no sólo amor, en ese grito en el que algo importante sigue silenciado? ¿No hay algo oscurecido, “sombras, sombras, sombras, sombras”, confesaba Paco, en ese grito que, por venir de tan adentro, parecería poner en juego, en una apuesta absoluta, los 181


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dilemas no resueltos de su propio pasado que así quedan escondidos para nuestro entendimiento? Pero sigámoslo a Del Barco en su propio campo. Su desafío se expresa en forma conceptual y condensada, pero para entendernos hay que abrir la trama: declinar la experiencia desde la cual hablamos. Porque para sentir el imperativo del abstracto “no matarás” quien así nos lo exige debe haber previamente vivido otra experiencia, situada en un estrato más profundo y propio, del máximo misterio en sí mismo de su surgimiento al mundo y a la vida. Sólo con lo más propio podemos animar el sentido y el concepto de la vida irreductible del absoluto otro, desde una mismidad primera sobre la cual se funda, aún para quienes no hemos podido habilitar el imperativo que la ética reclama. Si no ahondé hasta el extremo límite el sentido de lo excepcional y misterioso de mi propia vida, y no asumí desde allí la más profunda muerte que me espera, no podré nunca sentir qué es un semejante diferente, tan absoluto como –descubro– lo soy primero para mí mismo: creo que este es el lugar de la inmanencia más extrema y profunda que Levinas soslaya. Se trata de mi relatividad al mundo de la historia. Porque precisamente, puesto que mi existencia es un misterio que no tiene respuesta pero nos sigue interrogando, sólo desde allí se descubre lo relativo al mundo que me funda, y al que me remito para encontrarle un sentido a la pregunta. Y es desde allí donde recién entonces aparecerá el otro como otro tan absoluto pero –y esto es lo que le falta a Del Barco– tan relativo al mundo como yo mismo. No son conceptos separables: son dos caras de lo mismo. Si el otro es sólo un absoluto-absoluto como yo mismo, el mundo histórico desaparece: perdemos lo que necesariamente ambos, para serlo, tenemos de relativos a la historia. Absolutos cerrados sobre sí mismos, a los que no les falta nada, nada más salvo declarar también a los otros como absolutos para considerar que todo el resto es relativo y sin sentido histórico. Porque la apertura al mundo, que se abre precisamente en el “no matarás” que la funda, que aparece cuando trato de comprender mi sentimiento de ser absoluto y lo descubro primero en el rostro del otro, 182


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para encontrar allí la respuesta al misterio de mi existencia, excluye una experiencia previa: que el otro semejante que encuentro primero afuera estaba desde mucho antes desplegando la contundencia de su existencia desde dentro de mí mismo. Por decirlo de otro modo: tengo para mí que Levinas y Del Barco encuentran el rostro del otro demasiado tarde. Es el que me llevaría a descubrir entonces –en un mundo diferente al mundo de la racionalidad cristiana– al otro como un ser absoluto-relativo como lo soy desde allí para mí mismo. Lo que todos los hombres tienen de absolutos sólo aparece extrañamente cuando los descubro como relativos a una realidad mundana que debemos ahondar para que los otros rompan los límites en los que, por el terror, se han instalado. Absolutos-relativos todos, sin formar sin embargo la Totalidad que Levinas critica cuando la contrapone a lo Infinito.

El círculo de lo absoluto-relativo Si el otro fuera sólo un absoluto como lo sería yo para mí mismo, ambos no seríamos más que monadas cerradas que deben romper su carcasa, pura clara estéril, sin mundo todavía: no seríamos el uno relativo al otro en lo más profundo de nuestra mismidad corpórea, y ambos relativos al mundo y a la historia al mismo tiempo en lo que tenemos de más íntimo, primero y humanos. Pero se nos dice: sólo puedo descubrirme a mí mismo como semejante al otro cuando descubro lo absoluto de mí mismo sólo en el rostro del otro como irreductiblemente otro. Lo que está primero, antes de toda experiencia en el mundo, es la voz que me habla desde adentro, pero esa voz ahora interna no tiene cuerpo humano que grite esas palabras: es lo Infinito quien las dice. Lograré descubrir mi semejanza con el otro, por lo tanto descubrirme también como otro, sólo cuando escuche como un mandato la epifanía inefable del “no matarás”. Pero al hacerlo dejo de lado mi ser relativo no solamente a la historia sino también relativo a la nuda vida y también a la dura materia que nos forma. Porque aun 183


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cuando el “no matarás” aparezca como un susurro o un arrullo interior, por más bajito que hable, este mandamiento recurre a las palabras de la lengua paterna que viene desde el mundo histórico para superponerse y sobreagregarse a otra lengua silenciada, la materna, un sentimiento enmudecido por el grito de Dios-Padre. Antes del “no matarás” paterno que Del Barco escucha como si fuera la Palabra primera, existe otra palabra más densa y compleja, unida a lo sensible del cuerpo de la madre al que se encuentra unida, que se ha hecho carne porque primero hizo la nuestra, la que proclama sin furia y sin ruido el cálido “vivirás” de lo materno. Esta es la determinación primera que aparece en el descubrimiento misterioso de mi propia existencia. Esto es lo in-audito que, como susurro, Del Barco no oye, porque necesita del grito que primero la suplantó a ella –a la madre digo– desde afuera, y luego ocupa su lugar: después de desplazarla dentro de nosotros mismos. Entonces después oye y siente como si alguien le hablara desde adentro. Es el Dios indeciso del lugar que ahora ocupa: Dios sin Dios. Es el mismo Dios paternal que antes los judíos encontraban afuera y que ahora ocupa el lugar profano –profanado– de la madre. Su rostro invisible y amenazante, la voz del viejo y vociferante dios judío que ahora, como el dios cristiano, nos habla desde adentro, esa voz estalla y nos grita –otra vez el grito– en cada rostro que vemos animados por nuestro contenido amor, como si esa imagen vedada por el monoteísmo patriarcal reapareciera metamorfoseando, al salir de la oscuridad donde estaba reprimida, en cada nueva cara como investida cada una de ellas, de cara presente, por la divinidad paterna. El otro estaba dentro de él como un absoluto-relativo, carne con sentido desde el vamos, sin corte entre significante y significado, como está en todos, antes de que lo encontrara, como cree encontrarlo por primera vez, fuera de sí mismo. Esta es la diferencia que separa un modo de pensar de otro modo. La experiencia del primer “otro” con el cual nacimos confundidos –por eso es difícil verlo como separado luego– ha desaparecido, creen, sin dejar marcas. Este sentir que viene sólo desde adentro muestra, creemos, el lugar más logrado, eficaz y más 184


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secreto de la trampa elaborada por el cristianismo: convertir en inmanentes, universales y esenciales sus principios teológicos, relativos a su pretensión católica, universal, y a la historia. En otras palabras: ese absoluto del “no matarás” que impone el 6º mandamiento judío desde afuera, como Dios manda, de trascendente que era para los judíos-judíos pasa a convertirse en inmanente, viene ahora desde adentro tanto para los judíos como para los cristianos, ahora todos ecuménicamente unidos. Como supone una experiencia anterior que la ontología de Levinas al cristianizarse encubre, aunque la descubra cuando mira –demasiado tarde– el rostro del otro. Pero es la primera impronta del imperativo “vivirás” materno el que aparece encubierto y carezca de palabras para decirse. Y oculta que el mandamiento del “no matarás” sea una consecuencia ni siquiera segunda sino sólo tercera dentro de una serie que tiene su primer comienzo en la experiencia del vivir materno, que es lo único inmanente histórico desde el vamos. Es cierto: esto sucede si no partimos del “il y a” que la metafísica de Levinas nos propone como su presupuesto fundante, y al mismo tiempo nos permite convertirnos de judíos en cristianos sin dejar de aceptar la racionalidad externa de los profetas. ¿Dónde está ese punto de Arquímedes que Levinas pide para separarse de la insublimable corporeidad que la mitología judía sostiene desde el Génesis? En el hecho de que Levinas no parte del cuerpo, como Jehová lo hacía, sino del más minúsculo átomo de carne, el más insensible e insignificante: la mera “sensación”, esa que un Merleau-Ponty había desplazado desde el biologismo ramplón para hacer prevalecer la “percepción” que su fenomenología funda en el cuerpo pleno y sexuado de la experiencia humana. Por eso Levinas reivindica la minúscula “sensación” sensible como primera, contra la “percepción” que desde la densidad acogedora del cuerpo de la madre se inaugura para todos los hombres desde el nacimiento, y que se convierte entonces en segunda. Para que el Infinito aparezca como absoluto y separado de la madre como cuerpo sensible necesita un lugar sensible originario carente de sentido y de forma humana: sin el rostro primero de la madre. El 185


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Infinito no parte primero de ese primer rostro amado, los ojos y los pechos que por los ojos y la boca inauguran nuestra entrada al mundo humano: allí, en lo materno, no existe es cierto la Infinitud que la salvación en Dios-Padre pide y nos promete si renunciamos a su cuerpo. Pero en su cobijo y afecto estaba el germen de toda ética que tome a la mater-ialidad como punto de partida. La madre abre a la vida pero también a la muerte: hay que dejarla de lado si queremos que lo Infinito predomine y nos salve. Si la madre enseña a morir al hijo en este mundo de vida finita, Dios padre en cambio nos introduce de golpe en la dimensión Infinita, sin los terrores que el filósofo siente: no nos incluye en la Totalidad sensible del pensamiento mundano, sino en una dimensión que le es anterior y mas rica. Pobre madre cautiva, que nos cautiva y limita con su cuerpo: desde su lugar no hay posibilidad de descubrir al irreductible otro como lo hace el pensamiento paterno. El “no matarás” no es su mandamiento. Por eso en Levinas lo Infinito sólo necesita insertar su fría llama pensante en una sensación corporal insignificante y abstracta, sólo el soporte de una determinación divina, casi nada, sensación pura, algo mínimo, lo indispensable para afirmar su trascendencia absoluta en la materialidad humana. Parte del mandamiento racional y abstracto –abstraído que fue primero el cuerpo materno– del padre.

Primero hay que saber vivir Del Barco lanza su grito que su densa filosofía sostiene en el campo de la política histórica: parte del “no matarás” extraído de un patriarcalismo judaico transformista. Toma como comienzo lo que forma parte final de una serie que la Biblia describe. Primero está la vida, el “Vivirás” materno, que se apoya en que Eva “fue la madre de todo lo viviente” y con la que Adán soñó en el Edén bíblico. Luego aparece el imperioso “Matarás” que Abraham le atribuye al Dios judío y que se transformará sublimado en la circuncisión del hijo. Y recién después, pero 186


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mucho después, aparece en el Pentateuco la consigna nueva, el “no matarás” que Jehová grita desde lo alto de la montaña, entre truenos, centellas y trompetas, pero para que no se nos olvide lo escribe en la piedra. (Lo cual no impide que al descender del monte Moisés con los Levitas todos juntos maten, pese al “no matarás” del mandamiento, a los judíos que estaban adorando a la Becerra de sus sueños, fundida en puro y brillante oro, como leche dorada). “¡Vivirás!”, “¡matarás!”, “¡no matarás!”: tal es la serie histórica narrada por la Biblia judía de la cual Levinas sólo toma la última consigna transformada en absoluta: en el “no matarás” es Jehová que nos sigue gritando, sólo que ahora –y en esto consiste la transformación cristianizante de Levinas– no lo hace desde lejos y en lo alto, en el monte, sino desde adentro de cada uno de nosotros. Lo mismo que hace el Dios-Padre cristiano por medio de su Hijo. Al tomar como punto de partida el imperativo de la ley, se pasa en silencio un lugar silenciado, la lengua materna, la única donde inmanencia y trascendencia coinciden: la madre engendradora que el patriarcalismo racionalista combate, convertido en Infinito abstracto. El primer asesinato que comete el Infinito, ese que comienza condenando todo crimen, es silenciado: el fundamento criminal que el “no matarás” oculta, y sobre el cual se funda, es haberle dado muerte a la madre como significante fundador de todo sentido, inicio quizá de una racionalidad nueva. Este es el fundamento del silencio que nos sirve también para ocultar la tragedia de nuestro propio origen. Por eso pensamos que Del Barco, como Levinas, parte de una abstracción que deja de lado el fundamento sentido e imaginario de lo que vivió antes y sobre cuyo fondo inconsciente ahora piensa, pese a todo lo que Levinas diga, con el Iluminismo de la razón occidental y cristiana de la metafísica post-metafísica. Porque no hubo nunca un Iluminismo judío que prolongara una racionalidad nueva desde el fondo de la mitología judía laicizada. Tuvieron que pedírsela prestada a los europeos cristianos, cuyo nuevo pensamiento no estaba sin embargo exento del odio mitológico a los judíos de la religión que sin embargo 187


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criticaban. Salvo alguno que como Spinoza, contrariando la razón cartesiana, los desafió a todos igualando a Dios con la Naturaleza. ¿Y qué hay también ya no sólo de la razón filosófica europea en la que nos iniciamos, sobre todo alemana, sino de la mitología cristiana de la cultura en medio de la cual advinimos a la vida en estos pagos, como sujetos marcados por ella –la cruz, la espada y el oro– desde la experiencia de nuestro nacimiento? ¿No dejó sus marcas en nuestras cabezas y en nuestros cuerpos? ¿Puede pensar desde cero, desde un “hay” sin casi nada, limpiado a seco? En ese distanciamiento, ¿no encontramos nada más profundo y hondo, algo mucho mas sensible como para que al final, caídos en la desolación insomne, encontremos en el origen de la vida, necesario para que vida hubiera, esas marcas maternas imborrables que vuelan a cobijarnos? Y que desde este nuevo punto de partida al mismo tiempo nos permita pensarnos, y explicarnos de otro modo, la caída en la puta abyección de la culpa por lo que no hicimos?

Volver a ver los rostros El problema consiste en poder ver ese Infinito en el irreductible otro, de ese rostro irreductiblemente asesino, en la cara de Videla, de Bush, de Hitler o de Menem. El monoteísmo abstracto sin rostro se encarnó, no sólo como antes en Cristo, hijo directo de Dios-Padre, sino también en la multitud de caras –y qué caras– a las que nos resistimos en atribuirles aquella infinitud cuya encarnación antes se nos vedó poner en un Dios también abstracto. Toda la crítica de Levinas al cristianismo consiste en acusarlo de haber retornado a las imágenes del paganismo. ¡Pero si María no es Diana de Efeso ni Afrodita! La Virgen es otra Cosa. Esa sería la única diferencia insoportable para su judaísmo: hasta el cuerpo de una virgen nunca hollada sería demasiado impura para su Infinito. No es que los planteos de Levinas dejen de enfrentar a su manera el problema de la alienación, de la guerra, del amor filial y de la razón viril: en fin, de todo lo que a nosotros nos 188


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preocupa. Pero debemos tener en cuenta que Levinas también era invitado para exponer sus ideas en las universidades teológicas católicas, protestantes y judías. No a cualquiera. Y por qué este judío notable, que por algo se proclamaba griego, ha influido –y ahora entiendo por qué– en la Teología de la Liberación cristiana en América Latina.

Violencia y contra-violencia Volvamos entonces a la violencia. Lo primero que se ha tenido que hacer para aislarla y convertir lo más terrible en lo más abstracto, hasta universalizarlo, fue ignorar la distinción entre violencia y contraviolencia que infectaba la política de izquierda. El “no matarás” como mandamiento abstracto se asienta, pero lo esconde, en una experiencia sensible y mater-ial primera: el “vivirás” originario, el misterio original de mi propia existencia en el cuenco germinal de lo materno. Al tomar como punto de partida sólo el “hay” algo sensible Levinas cree que llena el vacío del “no hay nada” insensible del espiritualismo cristiano: la nada originaria. Si no se revela la violencia fundadora que separó al “hay” (il y a) y al “no hay” (il n’y a pas) del cuerpo de la madre aniquilado, ¿cómo dar cuenta de la violencia social si se nos oculta la violencia originaria sobre la que se asientan las palabras de ese mismo Dios que condena la violencia? Por eso toda violencia, aunque sea para salvar la propia vida –que es lo que tenemos de materno– para Del Barco es mortífera y condenable. Lo primero que se ha tenido que hacer para aislarla y convertir lo más terrible en lo más abstracto, hasta universalizarlo, fue disolver la distinción entre violencia y contra-violencia que infectaba la política de izquierda de la cual formaban parte. Esto depende de tres concepciones equívocas que –nos parece– están presentes en la ideología de izquierda: 1) la de que todo combatiente tiene que asumir primero que cuando entra en la guerrilla debe desvalorizar su propia vida; 2) no haber diferenciado que en la contra-violencia la violencia ha cambiado 189


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de cualidad; que tampoco debe ser la misma violencia, sólo que ahora apuntaría en dirección opuesta; y 3) no reconocer que la disimetría de las fuerzas exige contar con un actividad colectiva mayoritaria de los rebeldes antes sometidos para imponerse, y sobre todo que la vida es lo que debe preservarse para lograr incluirlos en un proyecto digno. Mantener el valor de la vida como un presupuesto es el punto de partida de la eficacia ética en toda acción política. Si la muerte aparece no será porque la busquemos, ni en nosotros ni en los otros. No haber comprendido que la contra-violencia no es sólo la que recurre a las armas que aniquilan, que esta tiene –cuando se la descubre desde la historia de las luchas y del pensamiento– una cualidad diferente y hasta contradictoria, por su esencia, de la otra. Para Del Barco toda violencia siempre es violencia de aniquilamiento y de muerte. Sólo si se hubiera comprendido desde el vamos, es decir desde mucho antes, esto que ahora quiere inaugurar un sendero luminoso –y descubre al irreductible y absolutamente “otro” necesariamente presente también en la política– esa experiencia fundamental que la derecha teme hubiera permitido comprender la contra-violencia como una experiencia de vida y no de muerte. Hubiera permitido pensar, por ejemplo, que la vida suprimida fríamente, aun la de Aramburu, no podía ser utilizada como un triunfo simbólico revolucionario, aunque Aramburu fuera un enemigo. Y no por las razones que Del Barco señala. Aramburu podría haber sido totalmente culpable: eso no autorizaba a asesinarlo. Primero –y eso es lo más importante– porque al hacerlo los defensores de la vida se convirtieron en asesinos. Y lo que es más monstruoso: convirtieron en el campo de la política popular a un hombre cobardemente aniquilado, a la muerte, en símbolo de un triunfo de la justicia y de la vida. Y convirtieron a todos sus simpatizantes en cómplices temerosos de este hecho cobarde y sanguinario. No porque no haya seres que no merecen la vida: veo rostros precisos, veo a Menem, desecho humano ya difunto sentando en el paraíso de los senadores. Pienso en Hitler. El valor de sus vidas es nulo: ellos mismos, en su mismidad más profunda, se han aniquilado. Pero 190


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lo que interesa no es la destrucción de sus vidas en tanto vidas propias. Lo importante es otra cosa: ¿qué vida de estos criminales tan diferentes podría pagar la destrucción y la muerte que produjeron? ¿La vida tiene equivalente? ¿Eichman saldó la vida aniquilada de millones muriendo en la horca? ¿Los israelíes fueron desde entonces más justos con la vida ajena? No se trata entonces de que toda vida se valide como vida absoluta: en este caso las que provocaron la muerte de miles o millones de otros muestra que, para ellos, al menos la de los otros sólo eran vidas relativas: únicamente las de ellos eran vidas absolutas. Si lo absoluto que consagra al sujeto como sujeto humano no es desde el comienzo relativo también a la historia, toda relación que los incluya en la historia luego los convertirá, desde la metafísica, despojados de Infinito, sometidos a lo puramente relativo: seres puro desperdicio. Solamente pienso que el hecho de que me vea empujado a darles muerte una vez vencidos me convierte a mí también en alguien que atravesó el espejo y me convierte, fuera de la lucha y del enfrentamiento en el que resisto, en destructor de una vida humana sin que sea necesario. Juzgarlos esclarece la conciencia de justicia entre los hombres; matarlos una vez vencidos oscurece el sentido de la nuestra. Es por aquel que se ve llevado a matar cuando la violencia que sufre lo empuja necesariamente a hacerlo, es entonces cuando pienso en esta conversión insoportable. Porque el problema no es solamente el “absolutamente otro” abstracto cuya vida suprimo: es primero la destrucción que produzco en mí mismo lo que me lleva a preservar la vida de todo hombre, aunque sea un miserable y un asesino sólo una vez que inmovilicé su capacidad de producir la muerte, es decir permitir que la nuestra continúe, porque ningún asesino puede pagar con su vida el daño producido, salvo que eso suceda para impedir que siga sucediendo. No porque merezca la existencia, sino porque si llegara a truncar su vida emputezco la mía, y prolongo una equivalencia cristiana, que no existe, entre la vida y la muerte. Cuando se trata de haber asesinado a alguien ya no hay perdón que valga para nadie: el único que podría perdonarme ya no existe, porque 191


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yo mismo lo he suprimido. Ningún acto de costricción puede resucitarlo. ¿Me quedo más tranquilo? Pero darle muerte porque la justicia lo declara culpable cuando ya no es necesario destruir su actividad asesina, ese es el crimen serial que el asesino sigue produciendo en los que quedaron vivos al transformarlos también a ellos, con las mejores intenciones de justicia, en los supresores innecesarios de la vida. La cadena de la muerte no se interrumpe, y está en nosotros –no en ellos que viven de ella– interrumpirla cuando es posible. El problema de esta identificación e igualación que Del Barco hace, cuando no distingue entre violencia ofensiva y violencia defensiva, nos llevaría a hacerle una pregunta que si roza el absurdo es porque la presunta inocencia de su planteo lo exige: ¿mataría al que trata de matarlo, o aceptaría perder su vida, que se regula por ese “principio” inmanente, para conservar la del otro que se complace y goza con darle muerte, y que, por no sentir ni oír el murmullo interior del imperativo que está en todos, no se guía por ese “no matarás” que Del Barco escucha? Si es “como si” en cada asesinado viviera esa muerte cual la de un hijo, ¿dejaría de matar al que está por asesinarlo a uno o a otro cuando el “como si” de la fantasía desaparece y la realidad lo pone frente a la necesidad de defenderlo? Del Barco nos diría que el principio, aun violado, sigue siendo el mismo: nos convertimos en culpables de un asesinato pese a nosotros mismos. La realidad nos obliga, implacable, pero la infracción al Infinito sigue existiendo. Esto quiere decir, contradictoriamente entonces, que es un mandamiento que contiene la contradicción dentro de sí mismo: un mandamiento que exige ser violado. Pensamos sin embargo que darle la muerte al otro que amenazaba con matarlo, lo que se llama legítima defensa, lo convertiría en un hombre que mató a otro, pero no lo convertiría en un asesino. ¿O caso alguien preferiría ser asesinado para salvar un “principio” absoluto y metafísico? Y no digo que esto mismo no deje su huella en quien se ve obligado a realizarlo. El principio universal, así considerado, sólo nos ata a nosotros las manos. Por eso el “no matarás” es lo que los dominados y amena192


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zados deben tener como principio, para evitar que la contra-violencia pueda amenazar la violencia de los que dan la muerte. Esto ya lo sabía Hobbes: el contrato que confiere el poder de imponer el “no matarás” –el Estado– debe firmarse porque los dominadores y asesinos en algún momento duermen, y los somnolientos esclavos pueden aprovecharse de ese reposo y darles muerte. Esta es una distinción clara de la violencia y de la contra-violencia: una es ofensiva, la otra defensiva. El “no matarás” como mandamiento abstracto y sólo subjetivo –que no es concreto sólo porque escuche voces– viene del poder de los que matan, no de los que son pasados a cuchillo.

A otra cosa Pero quizás esto también sea excesivo. Nuestra reflexión va dirigida a todas las consecuencias que quizá se hubieran evitado si la crítica y el análisis político no siguieran soslayando ahora lo que se había soslayado antes por negarse a dejarse penetrar por la experiencia traumática que vivieron: si hubieran permitido durante tantos y tan largos años que la reflexión filosófico-política abriera el espacio crítico de la violencia en la izquierda y, por qué no, en el más amplio espacio de la cultura ciudadana. Hubiera surgido quizás otra crítica. Hubiera dejado su paso a un único punto de convergencia en la izquierda: el lugar del otro, del sujeto humano, también en la política. Hubiéramos podido aceptar sin vergüenza la defensa del valor de la vida sin ser tildados de cobardes cuando el torrente político los llevaba, valientes es cierto, al borde del abismo. Hubiéramos podido, al comprender nuestras dificultades, nuestra sombras, comprender la de otros y ayudarles, pensando, a participar de ese campo político del que, ante actores, nos habíamos distanciado. Pero si la violencia es una sola, y es esa de los dos adolescentes asesinados la que se da como ejemplo, son átomos de violencia los que se analizan, monadas de violencia donde culminaría toda violencia 193


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humana. Es como si de ese único hecho, donde pasó todo, y donde se resumiría y se conglomeraría toda la violencia humana, donde reverdecieron las categorías inhumanas de la derecha en los sujetos de la izquierda revolucionaria, eso no hubiera tenido consecuencias: como si después y sobre todo antes no hubiera pasado nada que nos tenía también a nosotros como actores. Como si tampoco ese hecho hubiera sido una consecuencia de la superficialidad con la que algunos intelectuales consideraban los acontecimientos de la política, ese descubrimiento que al final los anonada: cuando aparece el rostro del irreductiblemente otro ignorado en el pensamiento filosófico y político de la izquierda. Descubriendo la existencia colectiva de los otros se habían, en el fondo, olvidado de sí mismos. No porque pensamos que se suscribieron a favor de la muerte porque la desearan. Pienso que sobre eso sentimos en el fondo lo mismo. El problema es por qué ese sentimiento de repudio, que en algún lugar sentían, tuvo que rendirse: ese es el problema que se abre en la reflexión política. Porque si pensamos que todos, al menos en la izquierda y en la población sometida, sienten el valor de la vida compartida, entonces la función de intelectual es ponerle palabras donde ese sentimiento mantenido y por fin reconocido pueda desplegar en la vida cotidiana la verdadera eficacia de la lucha política. Más aun cuando suponemos la existencia en todos, aunque en sordina, de ese llamado imperativo a la vida. El problema que Del Barco soslaya es la eficacia de la vida en la in-clemencia en la vida política que la derecha quiere imponernos. Allí reside la eficacia de ellos, pero no la nuestra. Es lamentable ver los efectos que ese tipo de ocultamiento ha tenido en la cualidad del pensamiento. Ese hecho está encuadrado en un antes y un después, y en ambos los intelectuales hubieran tenido algo que decir, quizá para que no sucediera. Este después quedó demasiado distanciado de ese antes. ¿Pero cómo hacerlo si el reconocimiento del otro como irreductiblemente otro, como rostro, no era aún una experiencia a la que el sujeto de izquierda hubiera accedido? ¿De qué clase de hombres estaba entonces construida la izquierda, aun la más culta y 194


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sensible? ¿Para descubrir el rostro del otro como otro era preciso acaso, como pensaba entristecido un poeta, haber leído todos los libros?

Ser sobrevivientes Y entonces me detengo porque Del Barco me lleva a pensar en otra cosa. Y pienso también que ahora lo comprendo, que sí, que es muy terrible decir lo que en verdad calla: que es muy difícil ser sobreviviente. Es difícil aceptar que eludimos la muerte cuando otros la sufrieron. O tuvimos la suerte de no estar presentes. Que nos fuimos, que nos exiliamos cuando otros se quedaron. Eso lo sentimos aún aquellos que no apoyamos la aventura guerrillera en nuestro país, porque nunca creímos en la visión alucinada de una fuerza posible que le diera el triunfo, ni fuimos peronistas de izquierda, pero vivimos con los fantasmas de nuestros compañeros a quienes amábamos y no pudimos disuadirlos para modificar su destino, porque todo estaba aún por jugarse. Y que ahora que están muertos nos dejaron una marca indeleble y una acusación callada que recorrió a toda una generación: la de no haber tenido quizá los huevos bien puestos, quiero decir el valor que ellos tuvieron. Que ningún “vacío” metafísico ni ninguna “falta” ni ningún “sin ser” ni ningún “sin fuerza” ni ningún “sin presencia” puede dejar de delatar el contorno preciso de sus miradas y de sus cuerpos plenos tan queridos vaciados de presencia, de ser y de fuerza por una muerte inmerecida. Reconozcamos entonces que no fuimos cobardes por estar ahora vivos. La cobardía a la que nos referimos sólo puede ser una, y se refiere a esa “otra responsabilidad” que era y es la nuestra, esa “otra manera” de ser culpables a la que se refirió Del Barco. Reconozcamos entonces el valor de estar vivos, porque ni su triunfo posible ni su fracaso –esa siniestra frustración de la Derrota que nos endilgan a todos– dependía sólo de nosotros. Pero también queda por resolver otro grave problema: si ese principio del “no matarás” está en todos, ¿cómo es posible que tantos 195


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sean asesinos y tantos otros acepten ser asesinados o destruidos? Para pensar esta dificultad de la post-metafísica metafísica debo pasar a una comprensión de las estructuras de dominio humanas que alienan a las muchedumbres, las inmovilizan por medio del terror o de la inocencia, pero también a la izquierda revolucionaria. Entonces al análisis estructural de la comunidad humana le falta también otra propuesta política que sobre fondo del fracaso que se ha vivido, de eso que los peronistas de izquierda llaman “derrota”, plantee una solución que una a lo absoluto, que había pospuesto al sujeto considerado como meramente relativo –“soporte de una determinación”, proclamaba Althusser en ese entonces tan leído– y sólo lo vuelve a encontrar luego de la derrota como sujeto plenamente absoluto-absoluto, como metafísico –lugar paradojal de lo imposible-posible para el sujeto absoluto fracasado y aislado– y vuelve así de un extremo al otro: del sujeto relativo negado en las estructuras objetivas en la lucha alucinada al sujeto absoluto afirmado en la metafísica sin historia luego de la derrota.

Volvamos a Jouvé Y la historia desaparece como análisis de los hechos que dan sentido a su grito. Si comenzamos considerando primero, como más importante, la entrevista a Jouvé y en ella vimos que hubo una determinación histórica de grupo donde el valor relativo de la vida desde una perspectiva revolucionaria objetivista prevaleció enfrentando dos mandamientos –el “matarás” contra el “no matarás”, Masetti contra Jouvé– ese hecho muestra –puesto que fue el detonante para el grito de Del Barco– que allí en el seno del grupo, para usar las palabras de su propio planteo, lo imposible y lo posible estaban enfrentados. Y que si uno triunfó sobre el otro es porque en la izquierda el debate, la crítica a la teoría estructural de Althusser, o a la teoría de la guerra aplicada por Perón a la política, o a la concepción de los varios Viet-Nam sudamericanos en el Che, no formó parte del pensamiento crítico de la izquierda 196


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revolucionaria. No se hicieron cargo del debate sobre el sujeto político en la crítica política. Ni lo afectó a Masetti, que se guiaba, implacable, por las leyes objetivas de la guerra de derecha, ni lo afectó al grupo de los veinte adolescentes cuyas caras cambiaron luego de no haberse atrevido a sentir lo que Jouvé sentía. Porque los intelectuales que no se interrogan sobre el proceso histórico de su tragedia interna han dejado de cumplir con su tarea: ser ellos mismos el lugar humano contradictorio y sufriente donde se interrogan por las dificultades que como sujetos han encontrado para convertirse en núcleos donde también se elabora la verdad histórica. Esto es lo que le decimos en definitiva a Del Barco: comprendemos su tragedia, de la que también participamos sin haberlo hecho como él lo hizo. Lo que no comprendemos es, luego de haber callado tantos años, que nos privara de lo más verdadero y valioso de su derrotero personal: poner de relieve para comprendernos las desventuras y las dificultades humanas, demasiado humanas, que hicieron necesario su silencio. Para que no se repitan en ese silencio que circula todavía –el silencio también circula, es portado por los que no hablan. Y no se trata estrictamente aquí de psicología.

¿Qué nos pasó desde entonces? ¿Qué pasó durante tantos años, luego de ese hecho trágico? Lo que así fue ocultado, las consecuencias de sus tomas de partido, de sus indecisiones, han determinado luego los temas que fueron abordados en aquellos campos de los cuales siguieron participando en primera fila, estableciendo la jerarquía de los problemas en debate: en la universidad, en los eventos culturales, las revistas, entrevistas, congresos, editoriales, diarios y disquetes, y hasta en la bibliografía de las cuales se nutrían sus alumnos –que alguna coherencia debían necesariamente tener con sus propios compromisos personales. El lugar del sujeto como fundamento del sentido de la verdad fue ignorado, pese a 197


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que esa fuera la fuerza que el intelectual tenía como indelegablemente propia. ¿Qué queda de la filosofía si no piensa que el sujeto es núcleo de verdad histórica, sobre todo en el campo de una política que quiere reivindicar el fundamento más cierto de la democracia? Así, al abandonarla, se fueron abriendo y cerrando espacios en las generaciones posteriores, en las cuales se siguió prolongando y cultivando un campo limpio de malezas –quiero decir limpio de referencias y hasta de rozamiento con esos encubrimientos. Sí, ya sé, es una desgracia envejecer fracasados y rumiando sin encontrar salida al espanto de lo que en algún momento del pasado se vivió para no dar luego la cara. El asesinato de los dos judíos argentinos fusilados por los “compañeros” es, en su horror, también un signo, un índice monstruoso que desde allí debe ser abierto para mostrar el desierto barrido por el silencio y la sequedad de las ideas que no querían que reverdecieran, como tampoco se abrieron y sólo se sacaron las mil flores prometidas en China. A los intelectuales pensantes y escritores, hayan apoyado o no los movimientos armados en Argentina en sus diferentes vertientes, nadie los acusa de haberlo hecho o de haberse opuesto a esa experiencia. La experiencia política es determinante, por lo que ella aporta al problema de lo colectivo y de lo subjetivo, y que el intelectual, por definición de clase, de clase de hombre digo, no puede dejar de lado. Allí lo absoluto de nuestra propia existencia y lo relativo que somos a la historia se verifica. Círculo extraño y desconcertante, no destruye nunca el misterio de que haya alguien, un existente, que sea yo mismo. La política hasta ahora siempre ha buscado mantener el lugar de su poder colectivo, y su eficacia, borrando en cada sujeto la experiencia más íntima de su propia existencia. No exageremos entonces nuestra propia importancia, porque los hechos políticos les pasaron a ustedes por encima como a cualquiera de nosotros. Lo que sí debe ser comprendido, luego del horror desencadenado por el fracaso es, me parece, otra cosa, esta sí ineludible y por la cual cabe entonces que lo sigamos preguntando ahora, porque sirvió para cerrar o abrir el espacio histórico con nuestro pensamiento. 198


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Lo que necesita explicación, para que se convierta esa experiencia pasada en una conquista histórico-filosófica, sería comprender quizás otra cosa: ¿por qué esa culpa tan sentida, asumida de profundis, que les hubiera llevado necesariamente a examinar las condiciones subjetivas y políticas, culturales en fin, de un hecho tan aberrante y siniestro, quedó silenciada, quizás estupefactos, pero sin pensar entonces en los otros: que esa angustia también debía estar presente en el cuerpo y registrada en la cabeza de militantes y lectores para los cuales escribían? Esta postergación del “otro” descolocado de nuestro propio horizonte es una determinación política en el pensamiento filosófico. Si se hubiera podido hablar de lo que nos pasaba a todos, porque nos estaba pasando y nos sigue pasando, la culpa por una complicidad recién ahora confesada no se hubiera congelado como culpa individual y subjetiva: no se habría convertido en ese nido de víboras que carcomió implacable desde adentro. Se hubiera abierto un campo común de pensamiento para discernir, entre todos, los límites que la responsabilidad política planteaba en los hechos que vivíamos, y no sólo en los textos de filosofía. La hondura de la culpa tiene que ver también con el tiempo durante el cual, silenciada, se la maceró en cada uno. De haber asumido como responsabilidad social en su momento lo que luego se metamorfoseó sólo en culpa individual, hubiera permitido crear eso que ahora el pensamiento a la moda llama un acontecimiento, creador por lo tanto de un sentido nuevo que venciera el determinismo que nos había marcado. De haberse producido, esa experiencia personal asumida y expresada en el campo de las ideas hubiera permitido abrir el espacio de una claridad pensada que, compartida, también hubiera liberado de fantasmas a tanta gente que formó parte de esa experiencia histórica. El silencio contribuyó, en cambio, a congelarlos en la culpa, tanto más aguda cuando más próximo el terror militar amenazaba, culpa oscura pero nunca insomne que sólo pudo estallar, como estalló, en el grito de Del Barco. Su intensidad desbordó el afecto contenido, es cierto, pero no transformó a la conciencia que siguió amurallada y extendió fuera de sí las coordenadas metafísicas y teológicas tras las 199


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cuales la culpa, ahora gritada, había permanecido. El sujeto absoluto no recuperó su ser relativo a la historia. Al comienzo y al término su densidad histórica sigue dejada de lado.

Un enfrentamiento sin sangre, pero tan doloroso Ese ocultamiento de estos últimos veinte años significó que el pensamiento que pensaron desde entonces, ese pensamiento pensara siempre sobre fondo de una oscuridad, de un vacío, de un dolor que de tan profundo y por eso mismo quizá no asumido, nuestra sociedad y las generaciones que nos sucedieron –incluyendo allí a nuestros propios hijos– no pudieran entender de qué se trataba, aunque sintieran que algo oscuro, indescifrable, les habían dejado atrás sus propios padres como herencia. Nuestros hijos salieron a caminar juntos aunque solitarios, aureolados también ellos del horror que heredaban, ese suelo estragado y cenagoso en el que debían chapalear como si nada de tenebroso los salpicara. Las ideas, cuando se hacen puras, es porque perdieron su alimento en la tierra, pero sabemos que era difícil hacerlo desde una tierra regada con sangre de amigos a quienes amábamos tanto. En ese camino que emprendían las generaciones nuevas se adensaban y fermentaban las miasmas de lo que encubríamos de nuestro propio pasado y que, conteniendo el propio pavor que debió rozarnos al menos al retorno, se les ofrecía a ellos en cambio como si fuera un camino al fin transitable y alisado por la democracia. Pero sobre todos ellos revoloteaban, y asedian aún, los fantasmas. No son los mismos fantasmas que nos acompañan a nosotros, que sabíamos de qué noche salían, porque los nuestros son espectros: llevan el rostro vívido de los muertos que conocimos vivos. Quizá por eso mismo los fantasmas sin origen, sin huellas de la herencia que los padres silenciaron, son más tenebrosos y pavorosos para ellos. Se les ocultó lo que ahora, luego de veinte y largos años de tenaz y empecinada tapadera, surge de pronto en un grito desgarrado el quejumbroso rastro de un camino ahora 200


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intransitable. Y adquiere por fin un rostro verdadero debajo del grito que lo ensombrece al delatarlo. Quizá si hubieran hecho posible que el corte entre democracia y dictadura no apareciera, como apareció, como un campo de paz nuevo que abría el espacio de la esquizofrenia en la sociedad argentina, luego de una violencia genocida cuya prolongación residía en el hecho de que el terror no había desaparecido en la paz política: sólo se había hecho invisible como nuestros propios espectros, como si una linterna sorda los proyectara sobre las nubes bajas en nuestro oscurecido cielo. Por no querer dar nombre y darles rostros y vida a los fantasmas que engendramos en los otros, dejábamos de mostrar los que el terror pasado prolongaba en la actualidad política, aunque siguieran trabajando silenciosos en nosotros. Pero para eso había que abrir el espacio de la memoria sensible en la escritura crítica, es cierto: había que volver a darles vida a los muertos inmovilizados, sacralizados por la lucha y el heroísmo en nosotros mismos, pero ahora para discutir con ellos. No se trata de agredir ni atacar la memoria de quienes jugaron su vida –y a veces la de todos nosotros– y donde muchos de nuestros amigos la perdieron. No podían y quizá no querían saberlo. Sólo se trata de poder luego comprender por lo menos las categorías patriarcalistas y cristianas –insisto: sí, cristianas, míticas, no sólo fetiches cuyos contenidos ya disueltos habrían dejado su forma abstracta encarnada en las mercancías del capitalismo, sino que subsisten con su contenido como presupuestos previos y fundamentales del imperialismo– de la derecha que estaban determinando y orientando el sentido de la vida de tanta gente. Que esa culpa cuyo grito tardío resuena, enardecida y encubierta en la indiscriminación del contenido histórico y subjetivo que los asedia, pudiera haber abierto hace ya más de cuarenta años ese encuentro que habría hecho posible que la izquierda no se convirtiera en ese apelmazamiento de ideas revolucionarias que sufrieron en su momento la crítica inmisericorde de las armas [y la indiferencia de los pueblos] y que no se atrevió siquiera a reflexionar sobre sí misma, sobre su propio pasado una vez derrotada: que no se sometiera 201


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ni siquiera a las armas de la crítica que al menos les habían quedado en las manos a los intelectuales que sí la habían apoyado. Convengamos que ese pasado no se merecía sólo un grito tardío. Seamos coherentes: nosotros también tenemos armas que no nos atrevemos ahora a reconocerlas como armas: las de nuestro pensamiento que resumen nuestras vidas. Esa es la “manera diferente” de una responsabilidad distinta. Estas armas pueden matar el alma y anular con el bisturí tajante de las ideas fijas el centro vital que anima con su afecto nuestro cuerpo. Pero las armas de la guerrilla fueron fundidas entre nosotros en el mismo horno sacrificial del peronismo cristiano que las había cincelado. El sacrificio de la vida formó parte de la retórica política calcada del imaginario mitológico que nos conformaba. ¿Evita montonera? ¡No me jodan! No formaba parte de una contra-violencia pensada y sentida de otro modo, sino que aparecía como la violencia misma: única y positiva. Había que beberla hasta las heces: sólo en el fondo, pero muy en el fondo, cuando ya no quedaba otro sorbo, aparecía todo lo hediondo. La violencia auspiciada por el Perón que los calificaba como su brazo armado no correspondía a la que podría ejercer un hombre de izquierda. Y allí reside, cuando no se la diferencia, el no reconocimiento del rostro del otro: no nos mirábamos en verdad ni siquiera el propio en el espejo. Pero ni siquiera eso: no quisieron leerse en “ese espejo tan temido” en el cual los invitábamos –ya hace más de veinte años– a que osáramos mirarnos: que no diéramos la cara vuelta. Esa cara del otro irreductiblemente Otro que ahora descubren con el judío Levinas es para nosotros, pese a lo que fue su dolorosa vida, sólo el rostro apalabrado de un texto de filosofía, el limbo que queda disponible una vez frustrados de la metafísica cristiana y sin rostro de Heidegger: el Ser de la verdad revelada, de cuya cruel expectativa ni el último Dios nos salvaría. Pero esos rostros por los cuales hace tiempo no nos preguntábamos, para todos nosotros tenían sin embargo nombres, cuerpos, ojos y apellidos. Ese rostro abstracto en el que nuevamente, en las palabras de la metafísica vuelve a disolverse la 202


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multitud de rostros vivos que nos fueron próximos, y algunos de los cuales lo siguen siendo, es un rostro mustio, es un rostro muerto: es un sucedáneo frío de los rostros vivos que nos estaban mirando, y quizás esperando, cuando volvimos de nuestros exilios; y que aún nos miran como si esperaran algo que sólo nosotros podríamos decirles. De esos rostros también se trata, no sólo del de los desaparecidos: se trataba de los que nos observaban e interrogaban en silencio a nuestro regreso, de los que nos escuchaban luego en las aulas y en las conferencias, esos rostros y esos ojos que leían vuestros libros y que creían en vuestra palabra sabia: ¿dónde estaba el reconocimiento del otro fuera ya de la batalla armada si callaban lo más importante que debía ser dicho? Esos rostros nos siguen mirando todavía. Volver a imaginar los rostros y la mirada última de los primeros e inocentes montoneros, angelitos mustios del retablo revolucionario, fusilados sin misericordia por sus propios compañeros, es ya una invitación a que esa imagen del horror más oculto y pavoroso deje de encubrir y disolver el rostro, menos trágico es cierto, de tantos y tantos semejantes nuestros fracasados y atemorizados, aquellos que en la estela de ese encubrimiento han quedado mudos en su lugar más sentido, ese donde se asienta el origen de nuestras palabras. Volver a darles el concepto de un Dios sin Dios como referencia a un Ser innombrable y vacío para explicar esa tragedia, creo que no alcanza. A no ser que se trate de un homenaje que la metafísica quiere rendirle a la virtud perdida.

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