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1. La tierra de los demonios de Tasmania

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La tierra de los demonios de Tasmania

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Durante los primeros minutos de nuestro reencuentro, creo que soy incapaz de construir dos frases coherentes en inglés. Tampoco lo habría hecho mejor en catalán o castellano. «Hola, Tim.» Habría resultado así de fácil. Todo este año planeando llegar hasta aquí. Todo nos ha llevado hasta este momento. Hasta esta terminal remota; es el final y el principio. La sensación de punto de inflexión flota en el aire y, aunque no quiera reconocerlo, voy vestida como si tuviera quince años.

Si no hubiera sido por él, nunca habría visitado Tasmania. Y mi experiencia en Australia se habría limitado a la que tienen la inmensa mayoría de viajeros. Compartir tu vida con alguien que se mueve por los confines de los mapas, que se siente cómodo donde otros no ven nada, navegando con gracia por los márgenes y los sitios fuera de las cartas, es algo excepcional y este libro no tendría sentido sin él: cheers, mate.

Pero volvamos al presente, al abrazo cálido en medio de una terminal remota y sencilla. Es tarde, así que Tim ha decidido que pasaremos la noche aquí mismo, en Launceston. Nos alojamos en el ArtHouse, una antigua casa colonial de inspiración británica, convertida ahora en hostal. Son las cinco de la mañana y no puedo dormir por el jet lag, así que aprovecho para hacer una videollamada a la familia, en esta primera mañana de tantas que vendrán.

Después de unos días en Launceston, donde Tim tiene varios exámenes de la carrera de Marine Engineer, hacemos lo que se nos da mejor: convertirnos en Willie Nelson y carretera

y manta. «On the road again», como dice la canción. Vivimos en su furgo, una Toyota Hiace que él ha camperizado: aislamiento, circuito eléctrico para tener luz, y un camping gas. En el techo hay un portabultos con todos los utensilios de cocina, las aletas de submarinismo y un fusil de pesca submarina. Al otro lado, sus tablas de surf y las mías. Y el swag. El swag es la quintaesencia del aventurero australiano (aunque Tim sea neozelandés). Se trata de una especie de saco de dormir completo, pero hecho de lona impermeable que se enrolla como un saco (aunque ocupa mucho más) y dentro puedes meter incluso un pequeño colchón. El nuestro es de una plaza y media y le ha costado unos ochocientos dólares. Cada noche decidimos dónde dormir, buscando algún camping, parque nacional o espacio apto para poder desenrollarlo.

Ahora mismo estamos en el noroeste de Tasmania, en una de las regiones más remotas de la isla, y aunque ya es primavera y pronto llegará el verano (estamos a principios de noviembre), hace un frío que pela. Hoy dormiremos entre Elizabeth Town y Mole Creek. Me gustan las personas con un carácter fuerte y Tim hace años que decidió que nada de medias tintas. Así que pronto dejamos atrás la ciudad para explorar la costa del Southern Ocean. De camino a Trial Harbour, le digo alteradísima que frene, que he visto algo que se movía en la cuneta. Bajo corriendo sin recordar hacia dónde tengo que mirar para cruzar y, allí, tranquilamente comiendo hierba, me encuentro una cría de wombat, un marsupial que es como un oso pequeño, musculoso y de piernas cortas. Hasta ahora solo los había visto muertos en las carreteras y sus cuerpos son tan robustos que incluso cuando los atropellan mantienen su complexión natural. Quiero gritar de emoción pero no quiero asustarle. Lo acaricio. Creo que estoy llorando. Intento hacerme doscientos selfies que no salen bien y Tim se ríe de mí. Cuelgo la foto en Instagram y anuncio

mi triunfal llegada a Tasmania como si fuera Steve Irwin, el famoso cazador de cocodrilos que salía en los documentales de la tele. Los likes llegan con diferencia horaria.

Llegamos a Trial Harbour. El amigo de Tim, Red, nos acompaña. Hemos parado justo antes para talar unos troncos para encender una hoguera. Red ha sacado su sierra mecánica y yo cargo los troncos menos pesados en la parte trasera de su pick-up. Aparece un escorpión entre los arbustos, pero ellos siguen a lo suyo, riéndose, cortando madera en chancletas. Mi amiga Vicky, una catalana que reside en Sydney, a eso lo llama «la inmunidad aussie»: parece que nada les dé miedo. Por eso una de las frases más repetidas en Australia es: «Nah, she’ll be alright mate» («No te preocupes, todo irá bien, colega».)

He cocinado huevos rotos sobre el fuego y en lugar de chistorra he puesto salchichas, que era lo único que teníamos a mano. Teniendo en cuenta que no existe cobertura o que el pueblo con tiendas más cercano está a cuarenta y cinco minutos, lo considero todo un éxito culinario. Los chicos han surfeado; yo estaba demasiado bloqueada por mi miedo a los tiburones o a cualquier cosa que pueda moverse en este océano de color gris intenso. Me he quedado sentada en una silla de camping, bebiendo sorbitos de un vino neozelandés y pensando —aunque suene a tópico— que este es el punto exacto de mi nueva geografía vital. Vuelvo hacia la furgoneta a buscar más vino y, detrás de la rueda, veo una sombra. Es un ualabí, una especie de canguro pequeño, y lleva una cría en su bolsa o, como se dice en inglés, pouch. Mi libreta mental de emociones y bichos se está quedando sin espacio a un ritmo trepidante. Tomo notas mentales, hago dibujitos en los márgenes de los libros, stories y vídeos con el iPhone.

Ligeramente embriagada y con el reflejo de las llamas danzando dentro de las pupilas de Tim, le digo que le quiero. La noche es tan clara que cuento estrellas distintas a las de casa

y el humo sale de mi boca cuando le digo que nos vayamos al swag. Todo es perfecto… Hasta que me entra un ataque de ansiedad en el momento de cerrar la cremallera y sentir que me acaban de enterrar viva. Ni llamas que bailan, ni amor infinito: Tim quiere matarme y lo noto. No paro de moverme (y dentro de un swag de plaza y media debes coordinarte como si estuvieras en una competición de natación sincronizada, luchando por una medalla olímpica). Le digo que no puedo respirar y que abra la cremallera, aunque eso implica dormir a la intemperie a cinco o seis grados. Oigo el tintineo de una lata que cae, el ruido de plástico que roza: «¿Lo acabas de oír?», le pregunto. «Habrán sido las zarigüeyas, venga, intenta tranquilizarte y duerme», me responde. Las zarigüeyas son también marsupiales (¡uno más!), tienen el cuerpo alargado y la mirada inquisitiva, siempre listos para robarte comida o colarse en tu campamento. El corazón se me instala unos centímetros más arriba de lo habitual, creo que está cerca de la garganta.

Entro en pánico máximo cuando me doy cuenta de que visto cómo está yendo esta primera noche en el swag, nunca podré dormir ahí dentro. Llegados a este punto, preferiría ser devorada por ualabíes con ganas de mambo o zarigüeyas adictas a la basura que dormir dentro del swag. Así que le suplico que saquemos todas las cosas de la furgo y durmamos ahí dentro. Ahora me divierte recordarlo. Esa noche, no.

Debo decir que con el tiempo, mi relación con el swag mejoraría notablemente. Paso a paso. Unas semanas después del incidente, ya dormía siete horas seguidas y Tim y yo habíamos subido al podio del sueño sincronizado.

A la mañana siguiente despertamos con la basura esparcida por todas partes. En la bolsa de plástico hay unas pequeñas marcas, dos agujeros simétricos que parecen marcas de colmillos. «¿Zarigüeyas?», pregunto a nadie en concreto. No lo sé, pero nos encontramos en una de las pocas zonas de la isla

donde todavía quedan demonios de Tasmania en libertad, así que en mi cabeza, y dada mi experiencia analizando mordeduras de animales, sin duda esto ha sido cosa de los demonios.

Decidimos desmontar el campamento y despedirnos de Red. Hoy iremos hasta Cradle Mountain, una montaña glaciar de la época jurásica, situada a 1.545 metros sobre el nivel del mar, y que es la sexta cima más alta de la isla. Existen varias rutas y excursiones: algunas van desde los veinte minutos, hasta los cinco o seis días cruzando los ochenta kilómetros de la legendaria ruta de Overland. Nosotros decidimos andar hasta el lago Dove; la estampa es tan bonita que podría ser el siguiente fondo de pantalla de los ordenadores de Apple. «¡Oh, Tassie, me estoy enamorando de ti!» Tassie es Tasmania, por aquello que tienen los australianos de acortar todas las palabras. Abro bien los ojos, ya que en este parque nacional es probable que veamos demonios de Tasmania, equidnas —similares en aspecto a los erizos—, los siempre esquivos ornitorrincos o los quolls, una especie de gato o hurón. Pero no, no vemos nada.

Quiero escribir un artículo para uno de los periódicos en los que colaboro sobre los demonios de Tasmania, ya que están al borde de la extinción, así que visitamos el santuario Devils at Cradle, no muy lejos de donde nos encontramos.

Vistos de cerca, estos curiosos animales poco se asemejan a Taz, el demonio de Tasmania marrón y monstruoso de Looney Tunes. Los de verdad son mucho más pequeños, de pelaje negro y colmillos afilados, y emiten un ruido amenazante mientras abren sus enormes bocas. Y además, huelen mal. Pero verlos jugar, correr y abalanzarse sobre el cadáver de un animalejo es brutal, en el mejor sentido de esta macabra escena.

Se cree que el origen de este marsupial se encuentra en Sudamérica y que sus antepasados llegaron a Australia cuando ambas tierras estaban unidas en un supercontinente llamado

Gondwana. Desgraciadamente, la presencia de dingos en la actual Australia (su mayor depredador) hizo que se extinguieran del continente hace tres mil años y que hoy en día solo podamos encontrarlos en Tasmania. Pensar que estás frente a una especie que podría desaparecer en los próximos años invita a la reflexión. En 1933 se capturó lo que se cree fue el último ejemplar de lobo de Tasmania o thylacine. Y los demonios podrían tener el mismo futuro, porque en menos de veinte años su población se ha visto reducida en un 85%, según nos cuenta Wade Anthony, director de Devils at Cradle. este es uno de los veinticinco centros y zoos australianos que forman parte de la iniciativa Save the Tasmanian Devil Program. Pero, ¿por qué se mueren los demonios? Por un cáncer que se contagia con las mordeduras. Actualmente se cree que quedan unos quince mil individuos, con una esperanza de vida de cinco años.

En otro espacio del santuario, un macho de cinco años persigue a una hembra y se pelean por el último trozo de carne. Ella sostiene la presa, él abre la boca, amenazante. La carcasa de la zarigüeya muerta es zarandeada como un títere manejado por hilos invisibles. Tim me mira sorprendido, arqueando una ceja. Por lo general, todos los demonios de Tasmania son animales solitarios, carroñeros y muy competitivos desde que nacen. De hecho, la madre pare entre veinte y treinta crías, pero al solo tener cuatro pezones para alimentarlas, únicamente las más fuertes sobreviven.

Somos pocos los que hoy visitamos el santuario en esta tarde de primavera: varios turistas asiáticos que no paran de hacerse fotos y dejan escapar pequeños chillidos de impresión, algunas familias, otra pareja y nosotros. A nuestro lado, un niño se sienta en la pared del cercado y deja que le cuelguen las piernas. No creo que este en peligro, pero inmediatamente Chris, uno de los encargados de cuidar a los demonios, pide a los padres que lo bajen. El sol comienza a ponerse y las

zarigüeyas y los quolls salen de su estado letárgico. Me encantan las zarigüeyas, creo que son muy graciosas y me recuerdan un poco al Rey Julien de la película Madagascar. Tim reniega con la cabeza. «Naaah», dice con su acento kiwi. Con el tiempo aprendí el porqué de la animadversión que sentía hacia estos peludos animalitos. Una noche, acampados en la frontera entre Nueva Gales del Sur (New South Wales) y Victoria, oímos un fuerte golpe. «¡Bum!». Yo, que entonces ya estaba algo más experimentada en el mundo de la acampada y ya había pasado días y noches sola, no las tenía todas conmigo. «Possums» [zarigüeyas en inglés], abrió un ojo Tim. «¡Malditas!», renegué yo. Pero la cosa no quedó ahí. El animal seguía intentando colarse en la tienda de campaña para apoderarse de nuestra comida. Por eso, siempre se dejan las bolsas de basura y cualquier rastro orgánico protegido, ya sea atando las bolsas y metiéndolas en la furgoneta o poniendo toda la comida dentro del contenedor azul, ¡cerrado bajo llave! Lección aprendida. Podía notar sus garras rascando la lona de la tienda. «¡Shuuu, shuuu!», le gritaba yo. Pero no se iba de ninguna manera. Quizás no me entendía.

Aún ajena a todo esto, durante mis primeros días como residente de Australia, las zarigüeyas me parecían amigables. Pero ellas no se mueren y los demonios sí. Aunque, según las cifras de Devils at Cradle, un 65% de los demonios que ellos ponen en libertad sobreviven. «Seguro que alguno de ellos fue el que esparció nuestra basura la noche anterior», le digo inquisitivamente a Tim. «Seguro que sí, monkey», me contesta mientras me despeina la cabeza con cariño. Pero sospecho que me da la razón como a los locos.

En general, notas las ganas que todo el mundo tiene de que a los demonios les vaya bien: que no se extingan y que vuelvan a campar despreocupados, aullando y corriendo torpemente por los bosques de Tasmania (y a robar basura de viajeros embriagados, ¿por qué no?). Estos días la prensa australiana

habla de vacunas que podrían revertir la situación, pero de momento no existen pruebas de que sea algo posible. Ya tengo suficiente información para el artículo, podemos irnos.

Desandamos el camino hacia el aparcamiento y el rocío de la noche cala nuestras chaquetas. Sentada en el coche, apoyo la cabeza en el cristal y pienso en si habrá sido verdad que los demonios de Tasmania nos han intentado robar los restos de huevos rotos y cerveza Coopers. La carretera que nos aleja de Mount Cradle es sinuosa y el sotobosque, espeso. Los ualabíes y otros animales danzan entre las hojas y remueven las ramas, como un teatro de sombras chinas que me obliga a mirar dos veces. Ilusionistas del mundo salvaje. No me sorprende que la gente afirme haber visto todavía thylacines o lobos de Tasmania campando libres por ahí. Quizás si miramos las fotografías de aquel último ejemplar, esquelético y apagado muriendo en el zoo en 1933, nos ayudará a entender la importancia que tiene proteger lo que todavía sí podemos ver. Quizás todavía no es tarde para los demonios de Tasmania.

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