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por Valeria Méndez
Cisnes reflejando elefantes
por Valeria Méndez
Estoy aquí de nuevo con los pies en esta tierra lúgubre. Cada vez que regreso siempre me pregunto por qué es tan oscura y tan negra que se confunde con mis mocasines de charol. Esa opacidad se asemeja a los problemas que me consumen y a las incertidumbres que anido en mi corazón y que me ahogan incesantemente. Las siento como si fueran piedras amarradas a mis tobillos, mientras me hundo en esta profunda masa de agua que tengo frente a mí.
Todos los pensamientos negativos terminan por disiparse cuando levanto la mirada. Miro al cielo y me extraño porque no lo veo sombrío como el terreno que me rodea. Las pocas nubes que diviso se desmoronan cuando mis ojos se encuentran con el fuego que corre al otro lado del río. Aunque las llamas no son capaces de tocarme, siento como si me quemaran. En pocos segundos siento el poder del fuego querer arrasar con mis entrañas y con ganas de arrasar todo este complejo paisaje. las heridas abiertas, las laceraciones que no cicatrizan debido a su ausencia. El llanto fluye cuando llego a pensar que no volveré a verla corretear por la casa, porque no seré capaz de verla brillar de nuevo en el teatro que absurdo que nos tocó vivir con sufrimiento.
Mis lágrimas se desploman y se fusionan con la cisterna. El impacto hace vibrar el suelo. Los cisnes no se inmutan. No me ven como una amenaza. Hacen de cuenta que no estoy aquí. Pareciera que me ignoran porque reconocen que soy un ser viviente primitivo en medio de esta extraña naturaleza. Me topo con los ojos de esas exóticas aves acuáticas y en ellos puedo ver reflejado el último día que pasé con mi niña y tuve que desprenderme de ella para siempre.
Vuelvo a sentir la sensación de ese dolor agonizante. Recuerdo mis gritos desaforados al distinguir su carita pálida, sus ojos perdidos en otra dimensión. Una dimensión que me era imposible penetrar.
Quiero regresar, pero una tristeza absoluta me envuelve cuando, sin pensar en las consecuencias, decido caminar alrededor del río y detecto las extrañas fisonomías que lo acompañan. Se me escapa una sonrisa inconsciente cuando veo la sombra de varios cisnes reflejadas en el agua.
No puedo evitar recordar a mi pequeña, a la diminuta criatura que lucía igual a los cisnes que nadan frente a mí. Me acurruco en la tierra fresca y opaca y hundo mis dedos en su húmedo manto, cuando siento una cadena de lágrimas que se derraman sobre mis pómulos. La distorsión de la realidad regresa y me apabulla. Percibo la risa inocente de mi pequeña para quemar con más intensidad De repente, uno de los cisnes baja su cabeza hasta casi sumergirla completamente. Ese simple movimiento hace que me fije en sus reflejos. Sacudo mi cabeza frente a esta visión surrealista que experimento y los centelleos transforman a los cisnes en un animal completamente diferente. Ahora son tres elefantes y están descansando. Observo dos planos con imágenes diferentes. Creo que estoy perdiendo la razón. Mis ojos se enfocan en los elefantes. El paquidermo que está en el medio parece ser el que guía al resto. Luce como si fuera el pilar del grupo. El mamífero que se encuentra a la izquierda luce gentil y cálido. Me doy cuenta que es una hembra. El último elefante, el de la derecha, es pequeño y está asustado. Los miro a los tres
al mismo tiempo y siento la unidad, el cariño y la felicidad que experimenta esta familia. Enseguida me distraigo porque el movimiento del fuego me llama la atención. Se expande y el calor me sofoca. Siento cada vez más calor. Las llamas crecen y la tonalidad del ambiente se transforma en un negro rojizo. El poder de los chispazos hace que cierre los ojos por completo.
Cuando los vuelvo a abrir, pierdo de vista a los tres hermosos cisnes y a la tranquila familia de elefantes. Quizás lo inventé todo yo. Tal vez mi congoja los inventó. No sé. Vuelvo a observar el cielo despejado y el agua cristalina. Trato de abrir más los ojos, pero la distorsión de la realidad nuevamente se apodera de mí. Grito porque no quiero dejar esa dimensión confusa, ya que turbia tengo el alma. Aunque duela, aunque me hunda bajo la tierra, no quiero dejar de experimentar esa realidad irreal, pero cuando vuelvo a abrir los ojos me topo con mi propio reflejo. Esta vez no veo ni el espejismo de los tres cisnes ni de los elefantes. Solamente veo mi rostro y siento la pesadez de mis arrugas, mis ojeras pronunciadas, mi cabello revuelto como un nido de pájaros y frescas lágrimas quejillosas rodeando el contorno de mi rostro.
Pestañeo dos veces, tal vez para regresar al mundo surrealista, a mi propio inconsciente, pero no lo logro. Miro el vaso con agua que descansa al lado de mesita de luz y el frasco medio vacío de las malditas pastillas que me recetan. Pienso que quizás tomé más de lo debido. Es posible. No lo sé. Si puedo volver al mundo que exploré creo que vale la pena. Giro sobre mis pies para alejarme de los medicamentos y vuelvo a verla en el cuadro de su primer recital, en esa foto que yace junto a muchas otras. Me acerco a paso lento. Arrastrando mis pies sin lograr sentir el esfuerzo de movilizarme. Levanto la fotografía entre mis manos y maldigo por lo bajo, porque mis alucinaciones no regresan. Las demando porque ya no puedo volver a sentir a mi hija con la misma intensidad. Lo único que recuerdo son las delineaciones de los animales y, al mismo tiempo, mi propio sufrimiento en colores tétricos. Me pongo a pensar cómo la perdí. Quería un futuro mejor para ella y por eso decidimos tomar el duro camino de cruzar la frontera hacia los Estados Unidos.
Me equivoqué. Fue un error. No debería haberme arriesgado. El sufrimiento para preparar el viaje y tratar de atravesar ese hostil lugar no valió la pena. Nos mintieron los coyotes y mienten los medios de comunicación. Ese país no es lo que se muestra por televisión. No existe el sueño americano. ¿Quién habrá inventado esa expresión? ¿Cuántos ingenuos todavía se lo creen? Me dijeron que la caminata era larga, pero no me alertaron del peligro. No se podía soportar el calor y estábamos extenuadas. Gente mayor se desplomaba en esa tierra seca y nadie movía un dedo. No podíamos. No teníamos la fuerza por ser seres humanos dignos. No somos seres humanos. Los humanos no le hacen esto a otros organismos vivientes. No hay seres humanos dignos de reconocimiento en Latinoamérica y tampoco en este norte maldito. A Daniela le empezó a doler la cabeza. Constantemente lloraba y la única forma de consolarla era sostenerla entre mis brazos, ya casi vencidos, pero saqué fuerzas y continuamos siguiendo al grupo. No sé cuando me dejó. Eso me fastidia. Falleció sin que me diera cuenta. Es mi culpa, pero estaba concentrado en el trayecto porque tenía que continuar caminando firme y erguido. Los árboles mueren de pie y yo iba a seguir ese ejemplo. Ya no puedo decir lo mismo.