Para el plasta literal no existe la ironía, la mofa, la broma ni el sentido figurado. Ya no entendemos las comedias, pero cuanto más serios nos ponemos, más ridículos resultamos.
El otro día me dio por llamar “joven rebelde” a Alejo Vidal-Quadras y a la hora de publicarse el artículo, casi de madrugada aún, un tuitero con un lazo amarillo como foto de perfil ya andaba comentando que cómo estamos los españoles, que hasta llamamos “joven” y “rebelde” al camaleónico derechista, el David Bowie conservador.
No se le debió pasar por la cabeza a esta persona altamente politizada (hoy todos estamos altamente politizados, lo que suele significar que damos mucha importancia a la caca en internet) que tal vez estaba siendo irónico, aunque fuese por mera cuestión matemática. Pero quién en su sano juicio va a llamar joven a un señor de 77 años, querido lector. Este entrañable usuario era un buen ejemplar de una raza en expansión que bien podía denominarse el literal plasta: aquel para el que no existe la ironía, la mofa ni la broma, ni el sentido figurado ni el abstracto, para el que las palabras significan lo que significan tal cual, en su acepción más seriota, lo que dice la primera acepción del diccionario de la RAE.
Todo es lo que dice ser, y es serio y aburrido.
Yo no sé si existe lo woke, la cultura de la cancelación o los social justice warriors, y no me importa demasiado. Me da menos igual el ataque de literalidad que nos ha entrado, que hayamos matado la ironía. ¿Qué es la ironía? Vamos a hacer como los amigos literales y busquémoslo en su piedra Rosetta, es decir, el diccionario de la RAE: “Modo de expresión o figura retórica que consiste en decir lo contrario de lo que se quiere dar a entender, empleando un tono, una gesticulación o unas palabras que insinúan la interpretación que debe hacerse”.
Veo que tendré que incluir en mis artículos un vídeo en el que salga haciendo gestos para que se me entienda.
Lo que tiene esta literalidad es que da igual que seas de izquierdas o de derechas o de extremo centro, que todos nos ponemos así en un momento u otro porque nos viene de perlas para zurrar al adversario. Cogemos las palabras del famoso o político de turno, tomamos el arte, las narraciones o la poesía, las ponemos en una placa
de Petri, las amplificamos hasta que vemos cómo se descomponen en átomos y decimos: cómo puede haber dicho esto, qué vergüenza, qué simpleza. Y, ale, a pedir dimisiones, que es gratis.
La de mensajes en redes sociales que habré borrado porque la gente no pillaba la ironía y me acusaban exactamente de lo mismo que yo denunciaba. Así nos va, que la gente de izquierdas parece de derechas y la gente de derechas parece de izquierdas. Un pandemonio.
Lo sorprendente es que esto ocurra en el país del sainete, la sátira, la chanza, la retranca, la picaresca, el vacile castizo y el esperpento, tradiciones españolas muy españolas que nos diferencian ante el ceño fruncido de los vecinos. Supongo que la europeización y burocratización del lenguaje es eso, hablar como si estuviésemos redactando un decreto-ley, no vaya a ser que los jueces malinterpreten nuestras palabras.
Ya no identificamos las comedias, solo nos creemos las parodias, las de Pantomima Full y los Morancos, porque son evidentonas. Pero algunos de los autores hispanohablantes más interesantes hoy (digamos Alejandro Zambra, digamos Santiago Lorenzo) tienen un tono finito que ni siquiera se puede llamar ironía: lo que sabemos es que lo que escriben no quiere decir exactamente lo que sus palabras parecen contar, pero que viene a sugerir algo así como que cuanto más serios nos ponemos, más ridículos resultamos.
En Luces de bohemia, escribía Valle-Inclán que el esperpento es la realidad reflejada en un espejo cóncavo. Pero sigue siendo realidad (como ocurre con el también muy español surrealismo).
No hay nada como intentar decir algo de forma literal para que sea un poco mentira, como el que le repite más veces “te quiero” a su pareja cuanto menos la ama. Una muestra es que cada vez se utilice más la palabra “literalmente” con el significado de “figuradamente”. Todo uso del lenguaje es un poco figurado, porque nunca decimos exactamente lo que queremos decir (esto te lo firmaba un psicoanalista argentino), porque debajo de la literalidad siempre hay actos fallidos, implicaciones que se escapan a las palabras. Un “¿qué haces?” no es igual a las diez de la mañana de un martes que a las dos de la madrugada de un sábado.
Los plastas literales tienen mala fe, porque presuponen que realmente queremos decir lo que hemos dicho. Los plastas literales no pueden leer poesía, porque donde pone “rosa” ellos solo ven una rosa y donde leen “violetas”, solo ven violetas.
Prueba número 2: el autor es su personaje
Una de las polémicas más agotadoras de las últimas semanas tiene que ver con la serie Autodefensa. Los criticones se llevaban las manos a la cabeza con frases como “imagínate vivir en Murcia”, como si fuese una opinión surgida de forma literal de la cabeza de Berta Prieto y depositada en la boca del personaje interpretado por ella misma en plan “soy Berta, y opino que nadie puede vivir en Murcia porque es repugnante”.
Aparte de que ahora parece ser que nadie ha hecho nunca chistes de murcianos, la sentencia aparece en un divertidísimo capítulo en el que las creadoras se someten a una sesión de autocrítica irónica, por ejemplo, contándole a su amigo negro que se hicieron amigas de él por negro (a lo que él les responde que siempre viene bien una blanquita para que la poli no te pille: placa, placa).
Su influencia tanto por forma como por contenido quizá esté más cerca de lo que los estadounidenses llaman self-deprecating humor, ese autodesprecio (autodesprecio, autodefensa) que está más cerca de la autohumillación que de la autoparodia. Lo de Woody Allen o Larry David, otros dos pijos muy pijos que llevan vidas muy pijas, incluso más pijas que las de Berta y Memé, pero que por lo que sea (por lo que sea), no resultan tan molestos.
Los plastas literales son producto de una época en la que las opiniones importan mucho. La ironía es una mirada sobre el mundo; la literalidad, el aséptico prospecto de un antibiótico. En la era de las opiniones, pensamos que la función del arte es difundir las de sus autores, y que, por lo tanto, cuanto más virtuosas y acertadas y morales sean esas opiniones, mejor. La opinión se ha comido a la ficción.
En otras palabras, las ideas nacen de las mentes de sus autores y mueren en las bocas de sus personajes, como marionetas de Jim Henson. Es una visión de la cultura que le gustaría al franquismo cultural: tal vez recuerden aquella vez que Juan Antonio Bardem decidió asesinar a los protagonistas de Muerte de un ciclista porque no se po-
día concebir que una pareja de adultos homicidas pudiesen sobrevivir a una ficción. Aquí igual: la literalidad nos ha devuelto a la época de los finales ejemplarizantes, de las historias con moraleja.
Hoy todos somos un poco más moralistas que ayer, soltamos mítines como si fuésemos portavoces de un partido político formado únicamente por nosotros mismos. Reprochamos las contradicciones de los demás pensando que nosotros no las tenemos, pero olvidamos que sí, que las tenemos, que está bien tenerlas y que el lenguaje es contradictorio de por sí. La pipa nunca es una pipa.
Prueba número 3: aplaudir la parodia
En un hilo de Twitter, la periodista Clara Morales relataba cómo durante la representación teatral que adapta Lectura fácil, de Cristina Morales, el público se había lanzado a aplaudir a rabiar una intervención del personaje de la jueza sobre autosuperación y competencia neoliberal.
Lo que había ocurrido, señalaba Morales, es que el público había asumido que era pura vivencia de la actriz porque esta tiene “dificultades motoras del lenguaje” y, por lo tanto, como “los raritos no pueden fabular, son únicamente sus vivencias”. No era ficción, en definitiva. Otro mitin más, porque en la era de los plastas literales pensamos que todos los mensajes están ahí o para ser silbados o aplaudidos, que no hay zonas grises ni morales discutibles que nos hagan decirnos: mmm. Mmm. Mmm.
Resulta irónico que a la generación X, la que creció durante los años noventa, se le reprochase esa aplastante ironía que hacía que ni siquiera ellos mismos fuesen capaces de saber si lo que decían era en serio, o en broma, o ni una cosa ni la otra. La ironía noventera se identificaba con el cinismo de una generación apolítica, conformista y nihilista, criada en la bondad económica y la tranquilidad democrática que les dio todo para no tener que plantearse nada.
La reacción de la generación Z, la de las crisis, es la de rechazar todo ese nihilismo hasta abrazar una literalidad agotadora, la que finge que el lenguaje es siempre exacto y que todos quieren decir lo que dicen, la de politizar cualquier expresión hasta que se le despoja de su carácter evocador. Lo que conduce a un nuevo cinismo: el que supone dar por hecho que no existe la ironía ni la retranca ni lo figurado, el
que niega la posibilidad de la ficción. El que malinterpreta y retuerce las palabras de los demás para poder acusarle de algo que no ha hecho.
Lo que separa a Rajoy, un tipo tan irónico que terminaba dando miedo, de Feijóo, un tipo tan, tan grave que termina dando un poco de risa.
Aunque cabe otra posibilidad, claro, que es que estemos rodeados de los gilipollas de Schrödinger, esos que cuando les recriminas sus palabras te responden que estaban de broma, que no has pillado lo que querían decir. Pero ese es otro tema y, más importante aún, un tema que desmonta la tesis de esta columna, así que haremos como que no existen y ustedes no han leído este último párrafo.