| Extra Punta del Este / Nota de Tapa |
100 a単os
Una vista del puerto de Punta del Este, el último verano. Abajo, la ciudad alrededor de 1930
El 5 de este mes cumple un siglo de vida. El último verano recibió 620.000 turistas, pero su historia excede el paisaje de playas colmadas y el ruido estival sobre la avenida Gorlero. El balneario más internacional de América latina guarda secretos y anécdotas de un pasado rico e inolvidable que se cuenta en esta nota por silvia pisani
fotos corbis/gent. diego fischer/archivo la nacion
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ay un momento en que Punta del Este emociona todavía más. Ocurre cada atardecer, cuando llega la hora exacta en que el sol cae y se despide con un estruendo rojo sobre el mar. Cuando eso pasa, no hay palabras; sólo silencio y color. El rito acumula siglos, es cierto. Pero la noticia es que este jueves cumple sus primeros cien años como sello distintivo –único e irrepetible– de la ciudad que es sinónimo de paraíso. ¿Quién diría? Hace un siglo, lo que hoy es el balneario más internacional de América del Sur era sólo un caserío llamado Villa Ituzaingó, una referencia que apenas se distinguía entre la inmensidad de los médanos, el mar abierto, la impiedad del temporal, las gaviotas y los bosques de pinos, que por entonces echaban su primera sombra gracias al tesón de Antonio Lussich, el empedernido pionero que, siembra mediante, se propuso con ellos hacer frente al viento y domesticar el paisaje de modo de hacerlo más amigable a la vida cotidiana. Hoy, mil rostros tiene la ciudad cuyas chimeneas echan humo de leña cuando llega el invierno, sosegado y ocre, que disfrutan quienes son ya sus pobladores de todo el año. Y que luego, cuando llega el verano, se vuelve celeste, dorada y estridente para ratificar, temporada tras temporada, el mito de lo interminable de sus playas con un abrazo cada vez más amplio, que acoge todas las caras. Todas caben. Todas tienen sitio. Punta del Este es tumultuosa, pero también exclusiva. Y es internacional, pero el ritmo que la hace latir cada verano es el que inyectan los argentinos. Y es la más moderna, pero también la más clásica. Un clásico que cumple su primer siglo. Por aquí pasan, todos los años, las modelos más lindas del mundo. Pasan el ruido, la moda, la buena cocina, el buen gusto, el arte, el espectáculo y las conferencias. Y antes, no mucho antes, por el mismo sitio pasó, por ejemplo, Ernesto “Che” Guevara, vestido de miliciano y mate en mano, para hablar, en este enclave exclusivo, de “revolución”. Pasó también, y cayó enamorado, Vinicius de Moraes, quien puso música a la península con sus inolvidables noches de bossa nova en La Fusa. Y pasó la risa con Les Luthiers, y tanto pasaron que uno de ellos, Daniel Rabinovich, quedó atrapado por el encanto y echó raíces. Punta del Este atrajo muy pronto, mucho antes de ser lo que hoy es, a un puñado de argentinos que encontraron en sus playas un paraíso cercano y de privacidad garantizada, dada la epopeya
Personajes ENAMORADOS DEL ESTE. 1. Rafael Alberti, frente a las liricografías de La Gallarda 2. Ernesto “Che” Guevara y el ex presidente uruguayo Eduardo Víctor Haedo. 3. Amalia Lacroze de Fortabat. 4. Astor Piazzolla en el living de El Casco, su casa puntaesteña.
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Arriba, izq.: una clĂĄsica foto de balneario 5. 1919, playa Brava, que hoy se conoce como El Emir 6. Antonio Lussich con tres de sus hijas y una de sus nietas 7. Las lavanderas, un oficio muy comĂşn en la Punta del Este de comienzos del siglo XX 8. La familia Lacalle de Herrera paseando en bicicleta por el centro de la ciudad
Dos historias de amor Rescatar del olvido las historias de amor de un lugar como Punta del Este puede resultar una tarea casi imposible. Los amores de verano tienen bien ganada su fama de efímeros. Tal vez por ello sólo figuran en los folletines de la temporada en que transcurrieron. Con el paso de los años llegan a convertirse, incluso para sus protagonistas, en un recuerdo amable de aquellas vacaciones en la playa. Pero también están las verdaderas historias de amor. Las que perduran y que llegan a transformarse en leyenda. En ese sentido, es sorprendente descubrir cómo Punta del Este abrigó amores prohibidos de personalidades célebres. Así, uno de los más grandes escritores argentinos del siglo XX, Adolfo Bioy Casares, poco antes de morir reveló que en la década del cincuenta había vivido en Punta del Este una apasionada y bella historia de amor. Comenzó un invierno y se prolongó para siempre. Con 82 años y estando ya enfermo, el rostro ajado del escritor se iluminaba al evocar, desde su piso de la calle Posadas, en Buenos Aires, aquellos días de pasión en la península. “Dentro de poco me voy a Punta del Este, y eso ya me pone de mejor ánimo” , le decía Bioy a la Revista, en 1996, en una charla en la que dejaba entrever que el balneario uruguayo era para él algo más que un paraíso en el que pasaba largas temporadas. En junio de 1997, el mismo Bioy confesaría que su relación con Punta del Este había quedado marcada para siempre por una francesa casada de la que se enamoró perdidamente, y a la que seguía amando. “Siempre he tenido nostalgia de ella en Punta del Este”, reconoció Bioy. Y no quiso revelar la identidad de la mujer. Bioy y su amante se siguieron viendo en Punta del Este y luego, cuando ella regresó a Francia, se encontraban en París. Se sabe: él se casó con Silvina Ocampo. Ella, la hermosa francesa, siguió conviviendo con su marido. Bioy frecuentó Punta del Este hasta el verano de 1997. Se instalaba en un departamento que alquilaba en el edificio Vanguardia, desde donde contemplaba la puesta de sol sobre La Mansa. Era consciente de que su vida se iba apagando, con la misma serenidad y elegancia con que el sol se oculta entre el mar y las sierras de Punta Ballena. Seguramente, en esos má-
Por Diego Fisher
gicos instantes estaba ella presente en el recuerdo. Punta del Este también fue el escenario en el que uno de los hombres más importantes de la política del Uruguay en el pasado siglo, el nacionalista Wilson Ferreira Aldunate y su mujer, Susana Sienra, se conocieron y enamoraron. Una historia cargada de ternura que aconteció en 1934 y que transcurrió en la terraza del primer gran chalet que se construyó en el balneario. “A pesar de ser un adolescente, hablaba con mucha convicción de política con los tíos en la terraza principal de Villa del Mar”, evocó Susana Sienra. Y aunque cuando vio por primera vez a Wilson Ferreira no le pareció para nada el muchacho buen mozo del que tanto le habían hablado, sí le impresionaron sus ojos castaños verdosos y “unas enormes pestañas que irradiaban alegría”. Un día después, él cumplía 16 años y ella, que aún no había celebrado sus 15 –previa autorización de su madre–, le preparó una torta de chocolate. Hoy se puede afirmar que aquel bizcochuelo de chocolate y merengue fue una solapada declaración de amor. Y aunque el noviazgo demoró algunos años en concretarse, ese verano en Punta del Este marcaría definitivamente el rumbo de la pareja. Wilson y Susana se casaron en 1944. A partir de entonces sus veranos transcurrieron en El Bohío, en San Rafael: un chalet rodeado de un gran parque en el que Wilson plantó tres robles: uno por cada uno de sus hijos,
Arriba: Susana Sienra y Wilson Ferreira, en 1942. Izq.: el primer chalet que se construyó en Punta del Este, donde ellos se conocieron
a medida que fueron naciendo. Simultáneamente comenzó su carrera política, que lo llevó a ser, por el Partido Blanco, diputado, senador y ministro, hasta convertirse en el principal líder de la oposición y disputar la presidencia de la república en 1971. La democracia uruguaya cayó definitivamente con el golpe de Estado del 27 de junio de 1973. Wilson y Susana debieron ocultarse en Punta del Este para evitar una segura prisión. A través de los ventanales de Villa del Mar contemplaban la puesta de sol. Susana recuerda hoy aquel atardecer de invierno: “¿Una metáfora sobre el fin de la democracia uruguaya? ¿O un anuncio de la naturaleza sobre los tiempos que vendrían?”. Al día siguiente partieron para la Argentina, primera etapa de su exilio. Pudieron volver al Uruguay once años más tarde.
El libro que, hasta hace pocas décadas, significaba llegar aquí. Mucho antes, por cierto, de que los cortes de rutas de esta temporada se impusieran como obstáculo insalvable del viajero. Y cruel barómetro del incomprensible desencuentro entre dos gobiernos hermanos. Antes, mucho antes, Punta del Este fue el paraíso de mujeres como Amalita Lacroze de Fortabat; Leonor de Anchorena, María Luisa Bemberg. Y de Silvina Bullrich, que escribió entre los pinos y el mar. Fue la tierra que, como pionero, visitó el presidente Julio Argentino Roca, cuando la Argentina despertaba. Y la que fue testigo de la triste reflexión de don Arturo Frondizi, cuando – después– el sueño se volvió pesadilla. Pero llegan los sueños de descanso. Y en sus orillas descubrió Astor Piazzolla la pasión por la pesca, con la que reposaba en silencio, mirando el mar. Y bajo sus estrellas dejó, impaga, la deuda de un concierto, cerca del cedro azul del que fue su jardín, que a veces parece llorarlo con un aire de Adiós, Nonino arrancado por el viento cuando arrulla cerca de la parada 22 de La Brava. “Amaba muchísimo la vida y era un enamorado del mar de Punta del Este”, evocó en su momento Amelita Baltar, quien puso voz y alma a la célebre Balada para un loco. El contaba su pasión por esa ciudad todavía silenciosa con cierto tono de chico de arrabal. “Porque estoy enamorado de ella: cerca de Buenos Aires y lejos de lo que no quiero ver”, decía Piazzolla. Antes, llegaron y buscaron refugio –sin custodia ni garita– los españoles Margarita Xirgu y Rafael Alberti. La casa que fue de ella es fácil de ubicar: se llama como su apellido y está allí, cerca de La Mansa, con un blanco que por la tarde se vuelve rosado para despedir al sol. En la década del 40, huyendo del franquismo, llegó por primera vez Rafael Alberti. Su casa se llamó La Gallarda, y en su libro Poemas de Punta del Este él mismo describe el cuarto de trabajo que había montado cerca del mar, donde se sentía vital y lleno de entusiasmo. “Siempre me suelo levantar y, sobre todo aquí, en los pinos del Este, antes del alba. Así, a las 10, cuando ya he ganado, trabajando, cinco horas de vida, muchos siguen durmiendo y otros comienzan. Porque son los gallos y no la luna los que iluminan de alegría el papel de mi primera palabra. Y porque, de la neblina del amanecer, se va desprendiendo, poco a poco, la neblina del poema”, escribió. Y es difícil que esa conmovedora descripción del fantasma de la neblina abriendo paso hacia el sol y hacia el gallo no venga una y otra vez a la memoria en alguna caminata de playa interminable, al alba. Porque, después de eso… ¿quién tiene ganas de quedarse dormido y perder la vida cuando el sol llama desde el horizonte?
Ni mansa ni brava La orilla. La orilla propia, la uruguaya, llamó a los suyos a la Punta. Y fue cobijo de Carlos Páez Vilaró, que dio forma de castillo y de sueño al vaivén blanco de Casapueblo. Pero su primer
Emprendieron, hace más de una década, la tarea de investigar esa Punta del Este oculta, silenciosa, menos conocida. La ciudad de artistas y emprendedores que se refleja en las páginas de esta nota. Después de tantos años de trabajo, los periodistas Silvia Pisani y Diego Fischer presentaron el año último Al este de la historia. 100 años de Punta del Este, un volumen especial de su anterior libro Al este de la historia, con páginas por las que desfilan personajes tales como María Luisa Bemberg, Arturo Frondizi, Carlos Páez Vilaró, Vinicius de Moraes y muchos otros, que disfrutaron profundamente la vida junto al mar esteño. Silvia Pisani es argentina, corresponsal permanente de La Nacion en España y profesora de historia. Diego Fischer Requena es uruguayo, periodista, escritor y asesor de empresas en temas de comunicación. Ambos trabajaron por más de una década en Radio Sarandí. El libro, que ya se vende en Uruguay, llegará a las librerías argentinas en los próximos días. El 14 de este mes, en el Hotel Conrad, también se estrenará el documental Cien años, dirigido por Diego Fischer.
refugio y atelier no fue ése, sino un vetusto molino, desnudo de aspas. Hoy, como todos los puntaesteños “de pura cepa”, teme que la rueda sin fin que tanto empuja termine por arrasar la esencia. Y ruega al cielo –y a las autoridades– que pongan orden al crecimiento para que la belleza no se pierda. Nunca. Porque “no creo –dice Páez Vilaró– que la belleza de la naturaleza y la calidad de los habitantes tengan la fuerza suficiente para fijar límites a ese avance tentador de la inversión internacional que hoy la desborda”. Es que antes –pero no mucho antes– de esa comprensible inquietud de quien ama por lo amado, la punta había sido tierra del comodoro Juan Gorlero. Y del inolvidable líder del Partido Blanco Wilson Ferreira Aldunate. Y de los ex presidentes Luis Alberto Lacalle y Víctor Haedo, cuya casona, La Azotea, tuvo siempre puertas abiertas –y mesas interminables con el habitual menú de tallarines– para todo aquel que tuviera “conversación inteligente”. Hoy atesora un interesantísimo museo y, de la mano de Beatriz Haedo, la hija del segundo, es un acogedor centro cultural, de esos que no pueden ni deben perderse. La inagotable generosidad de su anfitriona abre propuestas y jardines, y “pone el hombro”, con el único requisito de que lo que allí se monte “sea inteligente y de buen gusto”.
En eso, sin duda, también aprendió de su padre. Hoy, a Beatriz le sonríe el rostro y se le iluminan los ojos cuando habla de la Punta del Este de su vida. Esa por la que tanto pasó y de la que tanto supo. Y dice, con la sabiduría de la síntesis, en una charla en su casa de Buenos Aires, desde un balcón con proa al río: “No es cuestión de bolsillo, sino, sobre todo, de buen gusto. De buen hacer. De buen vivir”. No hay modo de ocultarlo: a Beatriz Haedo de Llambí, Punta del Este le late en el alma. Y en la piel. Décadas de leyendas y de sueños tejidos en el sitio exacto donde el Río de la Plata y el Atlántico se funden en una punta con dos playas –una mansa y otra brava– según la firmeza que lleva la inquietud de las olas, entre la fuerza del mar y la serena terquedad de nuestro río. La geografía donde hoy, por ejemplo, se habla de otras cosas. Como de esa fenomenal fortuna que se llevó una mujer, el verano pasado, en una tarde de suerte en las maquinitas del Conrad. O del “mayor robo de la historia” del balneario, ocurrido hace poco, cuando desapareció medio millón de dólares en alhajas de un chalet en la ruta a José Ignacio, Según cuentan, antes –no mucho ante– Punta del Este no era ni brava ni mansa. Sí, un poco más serena. Amalia Lacroze de Fortabat, por ejemplo, se acuerda del tiempo en que las casas no sólo no tenían rejas, sino que ni siquiera se cerraban con llave al salir. “Es que al principio éramos siempre los mismos. Era una situación increíble, que no ocurre ahora ni creo que vuelva a ocurrir”, dice. Pero quien sí asegura que cambia en Punta del Este es ella misma, que se vuelve más informal y abierta. Y que, personaje al fin, invita: “Cuando estés por allí, no dejes de llamarme y seguimos hablando. Te venís a casa en jeans, así nomás. No creas que yo soy del tipo estirado”, insiste. Pero, por las dudas, advierte: “Eso sí, avisame antes, porque no se entra así nomás”. Y es que los tiempos –efectivamente– han cambiado, y la seguridad y los custodios que la ejercen se vuelven como sombras. Unas sombras de las que antes no había. Y que hoy están. Lo que sí cuenta Amalita es que ya por entonces estaba Silvina Bullrich, la infatigable escritora del vozarrón inconfundible. Una de las mejores cronistas sociales que tuvo el balneario y que en los setenta anticipaba en las páginas de La Nacion el cambio inexorable del balneario, en el combate –inútil, por otra parte– que el crecimiento libraba contra “las torres” de departamentos. “Silvina Bullrich siempre trabajaba mucho en Punta del Este. Siempre estaba haciendo algo”, evocó Amalita, tal vez con algo de identificación personal hacia una mujer que, como ella, no parecía detenerse nunca. Silvina dejó su huella en Punta del Este. Y su deuda de gratitud. A su primer chalet, en la parada 27 de Pinares, le puso por nombre La Creciente,
Casapueblo cuando empezaba a construirse, en los 60. “Pido perdón a la arquitectura por mi libertad de hornero”, dijo el artista
El artista de Casapueblo La ilustración de la tapa de este número y las viñetas que acompañan las notas le pertenecen. Carlos Páez Vilaró, pintor y escultor uruguayo, es sinónimo de Punta del Este. Nació en Montevideo, en 1923. Vivió en la Argentina y regresó al Uruguay en la década del 40. La inspiración de su obra han sido el candombe, las escenas cotidianas de la gente común y sus viajes a países con población negra. Conoció a Picasso, Dalí, De Chirico y Calder. Su “escultura habitable” es la cúpula de Casapueblo, el inconfundible lugar esteño en el que Páez Vilaró y Punta Ballena se vuelven un mismo nombre.
el mismo que eligió como título para una de sus novelas. Ella contó que la pudo comprar gracias al éxito editorial de ese libro “profético sobre el futuro de nuestro país”. Fruto de su relación con el balneario fueron otros tres libros, inspirados éstos en la costa oriental: Mañana digo basta, Mal don y Los despiadados. De todos ellos, el más controvertido fue Mal don –que tuvo por escenario a Maldonado–, en el que juega con lo que ocurre en las casas de veraneo cuando, en invierno, quedan desiertas. Y en uno de esos chalets dormidos de su ficción instaló Silvina el escondite de un líder del movimiento guerrillero Tupamaros durante el comienzo del gobierno militar uruguayo. Pero es muy posible que la ficción haya tenido mucho de realidad. Y de destino en otro chalet, bastante más modesto, cerca del que fue suyo. Con un nombre tan a flor de piel, Mañana digo basta transcurre, en realidad, en La Paloma, en un hábil desplazamiento de pocos kilómetros para, en todo caso, evitar escándalos en la punta que había elegido como segundo hogar. Cuenta allí la historia de una mujer madura, porteña, tan harta y cansada que quiere plantarlo todo para vivir el sueño de residir en una casa perdida, junto al mar. Y olvidarse.
Fue y será ¿Qué fue del Che Guevara en Punta del Este? Ocu-
rrió hace cuarenta años, en agosto de 1961, cuando el balneario no era ni la sombra de lo que es hoy, y fue escenario, sin embargo, de una importante reunión internacional de líderes de América latina. El Che, por entonces ministro de Economía del régimen cubano, asistió y se convirtió en el centro de la reunión. Pasó varias horas en La Azotea, la finca del presidente Haedo. Tomó mate, habló con periodistas de todo el mundo, contestó preguntas, polemizó. Y dejó escrito por allí su agradecimiento para quien “comprende el porqué de nuestra revolución y la necesidad de endurecerse, sin perder jamás la ternura”. Bellas palabras que hoy difícilmente conmuevan a los encerrados en la cárcel del régimen. Pero todos pasaron por allí, por esta Punta del Este que hoy busca espacio desde Laguna del Sauce hasta José Ignacio. La que se extiende en verano y se vuelve somnolienta en otoño. La que fue y la que será. Y la que, pese a todos esos cambios, siempre invita a lo mismo: tirar una piedra al mar y formular un sueño. Suele ocurrir, sobre todo a esa hora santa en la que el sol estalla en rojo. Y se hunde, como la piedra del sueño, en el mar. ◗
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