LA PERSISTENTE PRESENCIA DE LA FÁBULA
Por Juan Ángel Juristo Desde que leí Las lagartijas huelen a hierba, su primera novela, publicada en 1999, he seguido la obra de Cristina Sánchez Andrade con cierta fascinación. La palabra es exacta, pues entendí desde aquella extraña novela, que trataba de la búsqueda de la identidad, que me las tenía que ver con una escritora de voz propia, es decir, una artista que persistía en un mundo construido al modo de un muro y de anchas paredes, además. Aquella novela poseía una estructura literaria muy original, sobre todo en lo que concernía a los ambientes creados por su autora, algo en que incidió en Bueyes y rosas dormían, en el que el lugar descrito, Pueblo, es un espacio opresivo, donde el tiempo en que se desarrolla la acción no está muy definido pero que en su abstracción consigue una intensidad narrativa poco común. Conviene incidir en esta cualidad de la autora, la de conseguir describir ambientes opresivos asfixiantes desde una atmósfera deliberadamente alejada de referencias muy concretas, porque es recurso pertinente en ella. En Ya no pisa la tierra tu rey, novela con la que obtuvo el Premio Sor Juana Inés en la Feria del Libro de Guadalajara, México, en 2004, por ejemplo, se vale esta vez de las monjas de un convento para dar cuenta de la opresión del entorno. Luego, en Coco, donde se enfrenta a la personalidad de la diseñadora Coco Chanel, no da cuenta de ese clima, por la sencilla razón de que no ha lugar, pero vuelve a ello en Los escarpines de Kristina de Noruega , hermosa novela de corte histórico que relata el viaje que en el siglo XII realiza esta princesa a España para casarse con Alfonso X El Sabio. Novelas, ya digo, con ciertas dosis de fascinación que se acrecentó cuando publicó Alas, un libro extraño donde la autora fabula con el Libro del Génesis y nos presenta a un Dios que tantea mientras va creando las cosas y se asombra de ellas, las alas de los ángeles, por ejemplo, o Adán y Eva mientras El Ángel de la Luz interviene también como narrador, creando un ámbito de contrastes enormes, luz y oscuridad, que recrea en cierta manera lo buscado en el poema de John Milton, El paraiso perdido. Ahora Cristina Sánchez-Andrade ha publicado Las Inviernas, donde existe esa vocación de atemporalidad que la caracteriza pero que por razones obvias, recoge noticia del rodaje de Pandora y el Holandés Errante, que protagonizaron Ava Gardner y James Mason, tiene que ambientar en los años cincuenta. Hay una razón para esa atemporalidad y es que la autora vivió su infancia rodeada de historias contadas en las aldeas gallegas, historias de claro trasfondo mítico y fantástico que la marcaron, y aunque Cristina Sánchez-Andrade lleva viviendo en Madrid muchos años, se resiste a escribir una obra de trasfondo urbano. Es probable que esa fascinación que me producen las obras de esta escritora estribe en que su literatura procede de dos mundos: el que Walter Benjamin llamó el del narrador, basado en la experiencia de un mundo que se muestra quieto, propio de una sabiduría que se quiere ancestral, y , luego, el mundo de la novela, el mundo de la Modernidad, donde el yo del autor impregna de continuo lo narrado, donde entromete su yo. El autor, aquí, ya no es oráculo sino que esconde, sin mostrarlo, una actitud crítica frente al mundo. Cristina Sánchez-Andrade siente una inclinación acentuada por recoger esa experiencia de la tradición oral, esas historias que recorren el mundo del campo gallego, no hay que olvidar que hasta bien entrados los años cincuenta en Galicia se vivía en el agro de modo parecido a lo que describen los poemas campestres de Virgilio. No cabe duda de que las historias circulaban a la luz de la lumbre y que se cambiaban al contarlas al modo del narrador que introducía su propio tempo retórico: el trasfondo seguía siendo el mismo, un mundo donde lo fantástico tomaba lugar propio, el terreno de la fábula, donde podía ocurrir cualquier cosa, sobre todo si rompía con el sentido común. Rastrear en Cristina Sánchez-Andrade influencias de Álvaro Cunqueiro, de Wenceslao Fernández Florez o de Torrente Ballester en las historias gallegas que cuenta, sobre todo en su buscada atemporalidad, rastrear caracteres de sus personajes en los de Alfonso Castelao, es tarea un tanto tópica, además de baladí. Sucede que el mundo que describen es el mismo y recogerlo lleva a un cúmulo de similitudes. Por ejemplo, las inviernas son dos hermanas, Dolores y Saladina, que regresan después de muchos años en Inglaterra a la Terra Chá, la tierra
llana de Lugo, a su aldea natal. Una es guapa, la otra fea: una se ha ganado la vida cosiendo y planchando; otra, limpiando en hoteles. Se necesitan la una a la otra, se quieren pero también se odian... Galicia está llena de historias protagonizadas por dos hermanas e incluso en la Alameda de Santiago de Compostela, muy cerca del monumento a Rosalía de Castro se encuentran dos estatuas coloridas de las Dos Marías, dos hermanas, costureras, que todos los días se ponían de punta en blanco para caminar por ese paseo. El que la autora tenga en cuenta este tipo de historias al conformar la novela es asunto casi natural: se da por hecho porque el lugar está impregnado por este carácter narrativo. Sucede lo mismo con el caso del abuelo de las inviernas, don Reinaldo, asesinado y de quien circulan leyendas que el tiempo agranda y distorsiona hasta límites legendarios, que es de lo que se trata. Se dice de él que trató de comprar los cerebros de los habitantes de la aldea; sucede también con el cura, que da la extremaunción de continuo, no hay día que no suba la cuesta que le lleva a casa de ella, a una anciana que, por supuesto, nunca se muere; sucede, la historia es digna de un cuento de terror, con el dentista Tiernoamor, que arranca los dientes a los muertos y los implanta como prótesis a sus pacientes; un maestro torturado por los nacionales por recitar poemas; un marino, Ramonciño, que mamó de la teta de su madre hasta los siete años... en fin, una galería de personajes tremendos, propios de un mundo de leyenda, de un mundo brutal, despiadado, un mundo mágico, también, en definitiva. Pero Ava Gardner llega a Tossa de Mar y entramos entonces en la Modernidad. Tiene gracia que esa entrada en la narración moderna se dé con la irrupción de la fábrica de sueños como se llamó al cine y que las hermanas se enteren gracias a la radio. El mundo mítico, legendario parece quebrarse por unos instantes, al fin al cabo, Dolores y Saladina siempre tuvieron como oscura vocación secreta ser actrices, pero al final persiste lo ancestral, se lo come todo. Creo que es justo en esa alternancia entre las historias de la aldea, donde nada es lo que parece, o lo que parece lo es sólo a medias, sin que la certeza aparezca nunca nítida, por haber hay hasta una vidente, Violeta da Cuqueira y una vaca, Greta, que las inviernas destetan a diario y que no se tiene certeza de donde procede, y la otra historia, paralela, la de la llegada de Ava Gardner a esa localidad de la Costa Brava, y la alternancia entre las dos que se sucede a lo largo de la novela, lo que hace de ésta algo sujeto a cierta rara excelencia. La calidad en una novela tiene que ver mucho con el equilibrio entre las partes. Creo que en esta narración esa alternancia está muy bien lograda, incluso en ciertas situaciones que parecerían morosas, ya que esa morosidad implicaría cierta inmersión en la verosimilitud de un mundo que parece no cambiar nunca. La Modernidad aparece en la historia de Ava Gardner, que irrumpe en un mundo cerrado, hostil, nebuloso, pero sobre todo en el sentido del humor desplegado en la novela. Este aspecto es casi obligado. Sin él no habría la distancia con que acometer esta truculenta historia que, por otro lado, está muy bien contada, con un estilo preciso, pero lleno de imágenes enormemente poéticas pero muy medidas. Destacan las descripciones de los lugares de la aldea, los establos en los pisos bajos de las casas, donde animales y hombres conviven en sus voces, las tabernas, las cocinas, de donde surgen los chismes de comadres, las historias legendarias también, junto al olor de la comida... Es de agradecer que la nostalgia esté desterrada de la narración. Hubiera restado intensidad narrativa y, al contrario, el humor desplegado otorga un tinte de verosimilitud dramática a lo que de otro modo hubiera quedado como escenas truculentas del mundo rural. La mirada, pues, es muy moderna, la única con que hoy día nos es posible mirar ese mundo