NAOMĂ? SANZ
Un faro en la tormenta
Sanz Vaqués, Cristina Naomí Un faro en la tormenta. - 1a ed. - Dorrego, Guaymallén : el autor, 2013. 145 p. + Internet ; 19x13 cm. ISBN 978-987-33-3197-8 1. Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. 2. Novela . I. Título CDD A863.928 2
© 2013, Naomí Sanz Se autoriza la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio, sea mecánico o electrónico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos. Queda prohibida su comercialización, almacenamiento, alquiler o transformación.
Primera Edición, febrero 2013 200 ejemplares Ediciones Ánfora Mendoza, Argentina edicionesanfora@gmail.com IMPRESO EN ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley. ISBN: 978-987-33-3197-8 Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Contenidos
El adiós ……………………………………………………
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La bienvenida …………………………..………………... 12 Índigo ……………………………………………………… 16 Amanecer ….……………….………............................... 26 Invierno en Índigo....………….……………...…............. 32 La vida oculta de Miguel ………………………………... 38 Retorno ………..………………………………………….. 44 Decisiones impensadas ……..………………………….. 48 Éxodo ……………………………………………………... 54 El camino elegido ………………………………………... 63 Reflexiones en la oscuridad ..…………………….......... 70 Carmín, sangre y fuego …………………………………. 76 Salir del pozo ...…………………………………………... 82 Teñidos de Índigo ………………………………............. 89 Territorio de buitres ………………………………........... 95 Noticias perturbadoras ……………………………......... 101 Arrepentimiento ………………………………................ 107 Angustioso retorno ………………………………............ 113 Arribos esperados e inesperados ………………........... 118 Un amanecer diferente …………………………............ 126 Ataque sorpresivo y solución imprevista ………........... 131 La posibilidad del cambio ………………………............ 137 Epílogo ……………………………….............................. 143
CAPÍTULO UNO El adiós
—¡Mamá dijo que no debíamos salir! —le gritó Gloria a su hermano, que ya doblaba la esquina de la desierta vereda. Tres meses habían pasado desde la debacle originada por la crisis económica, seguida del colapso y caída de todos los sistemas. La anarquía reinaba en las calles, la desconfianza y el temor se habían adueñado de los corazones de los habitantes de las grandes ciudades que prosperaran antaño donde hoy todo era caos. Vientos de conflicto soplaban desde el Norte y los rumores de una guerra inminente se susurraban cada vez con mayor convencimiento a los oídos curiosos. Como en todas partes, la tensión se percibía en el ambiente de la antigua casa de la calle Anónima. La familia hacía apresurados preparativos para el viaje que los llevaría a un lugar seguro. El padre de Graciela había instado a la familia a ir a su casa en el campo al enterarse de que el servicio militar obligatorio, impuesto nueva-mente hacía poco, iba a arrastrar a su yerno y a su nieto mayor a un posible conflicto bélico.
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“Aquí estarán a salvo” aseguraba Sergio con mano temblorosa en la carta dirigida a su hija. “Los caminos de tierra quedan prácticamente inutilizables durante las épocas de lluvia que ya están por llegar. Ahora que ya no quedan satélites surcando los cielos no hay manera en que puedan encontrarlos”. En aquella melancólica actividad estaba ocupada la familia cuando Nicolás decidió escapar, sin que nadie lo viese, a casa de su mejor amigo para despedirse por tercera y última vez de él. Se detuvo en la esquina al oír una voz a sus espaldas que llamaba, pero no comprendió lo que decía y desechó al instante la idea de que él fuera el causante de esa repentina ruptura al silencio de la desolada calle. Él había sido muy discreto al salir de su casa. Había dejado a sus hermanos, Miguel y Gloria, preparando las maletas y a sus padres guardando la comida necesaria para el viaje; de modo que, sin perder un segundo más, retomó su camino. No había aún caminado cinco pasos cuando sintió que algo se posaba sobre su hombro. Asustado se dio vuelta velozmente, evitando por poco caer al piso al tropezar con una baldosa floja. Impresionada por la reacción de su hermano menor, Gloria retiró inmediatamente la mano que había posado sobre él para detenerlo. —Ah, eres tú —dijo molesto Nicolás, avergonzado por el sobresalto que acababa de sufrir. 6
—¿Creíste que era un fantasma? —preguntó su hermana, con una voz que evidenciaba que estaba conteniendo la risa. —No, peor, creí que eras mamá —contestó él en un susurro mientras Gloria, incapaz ya de refrenar semejante vendaval, soltó una estruendosa carcajada. —¿Y adónde ibas, por cierto? —inquirió ella al calmarse su ataque de risa. —Yo…—titubeó Nicolás. —¿Sí? —Pues… quería despedirme de Tomás antes de irnos. —¿De nuevo? —exclamó Gloria, dirigiendo a su hermano una mirada de incredulidad. —¡Sí! —respondió él, desafiante—. Y si no quieres acompañarme, déjame seguir solo. —¡Mamá y papá se van a preocupar! —protestó ella. Pero viendo que su hermano volvía a enfilar sus pasos por el camino interrumpido, y después de un breve momento de duda en que miró hacia atrás sobre su hombro mordiendo su labio inferior con angustia, corrió tras él. —No me van a castigar por tu culpa —le aseguró Gloria—. Si mamá y papá nos retan les diré que me obligaste a ir. —No nos van a retar —replicó Nicolás, tratando también de convencerse a sí mismo—. Tomás vive a sólo dos cuadras de casa. Vamos a volver antes que se den cuenta de que nos fuimos siquiera. 7
Cinco minutos más tarde estaban en el living de Tomás, abrazándolo y asegurándole que no pasaría demasiado tiempo para que volvieran a encontrarse. —Mis papás dicen que será sólo por un corto tiempo —afirmó Nicolás—, hasta que las cosas se calmen. Pero no logró convencer a su amigo, que lo miró con una tristeza infinita y lo abrazó como si nunca más pudiera volver a hacerlo. Tal vez la intuición, tal vez una visión otorgada por algún hado clarividente, le impidió responder a las esperanzadoras ilusiones de Nicolás con otra cosa que “hasta siempre”. “Hasta siempre”, un susurro inaudible que no alcanzó a llegar a los oídos a los que iba dirigido. —Nicolás, debemos irnos —lo apuró Gloria, enternecida por la cariñosa despedida. —Hasta pronto —prometió Nicolás en su inocencia infantil de tan sólo nueve inviernos. “Hasta siempre” pensó Tomás, intentando hacer salir las terribles palabras que finalmente prefirieron quedarse encerradas tras sus labios. Gloria y Nicolás decidieron guardar silencio mientras regresaban a su casa, aprovechando el tiempo para echar un último vistazo a aquella ciudad que había cobijado sus tiernos años. Malva estaba notablemente deslucida, comparada al esplendor que la había caracterizado hacía años. Varios negocios habían cerrado sus puertas, imposibilitados de seguir funcionando en la actual crisis. 8
Los carteles que anunciaban su situación, sucios y borroneados por las lluvias, causaban hondo pesar en aquellos niños que los habían visitado tantas veces junto a sus padres. Más adelante se divisaban unas hermosas casas de estilo barroco español que ni el descuido al cual habían sido sometidas había podido borrar la gloria de sus esplendidas fachadas; intrincados motivos se entrecruzaban causando vistosos efectos visuales que maravillaban a todo aquel que se detuviera un momento para contemplarlos. Las estrechas calles y veredas que los enmarcaban acentuaban el parecido de Malva con las antiguas ciudades europeas en las cuales estaba inspirado su diseño, siendo éste tan llamativo como disfuncional para la sociedad moderna. Un murmurado “adiós” fue la única despedida que pudo recibir aquel entrañable lugar antes de que los jóvenes se colaran sigilosamente en su casa. —¿Dónde estuvieron, niños? —Los increpó con severidad Miguel al ver a sus hermanos menores ingresar por la puerta que daba a la cocina—. Agradezcan que papá y mamá, ocupados como estaban, no notaran su ausencia, que de lo contrario… Al igual que sus hermanos, Miguel había heredado de sus padres una contextura atlética y un cabello rubio que en ese momento se veía encendido hasta las raíces, al igual que su cara redondeada, por el terrible furor que lo había 9
poseído hace instantes. Sus enormes ojos castaños aún lanzaban chispas cuando mandó a sus hermanos a su habitación, a terminar de preparar el equipaje. Una vez solos, Gloria y Nicolás soltaron sendos suspiros de alivio y sonrieron pensando en el castigo que se habían evitado gracias a la benevolencia de su hermano mayor. A la mañana siguiente, con el auto pertrechado de todo lo necesario, la familia inició el viaje por tierra al mismo tiempo que el sol lo iniciaba por el cielo. Era asombroso contemplar al gran astro que seguía imperturbable su ruta sin sufrir perjuicio alguno de los tumultuosos eventos acaecidos en la Tierra, a la cual él mismo alimentaba con su poderosa energía. Era un consuelo saber que, ocurriese lo que ocurriese en el mundo, el sol seguiría sosteniendo la vida de todos los seres que lo habitan y confortándolos con su presencia. Trescientos kilómetros los separaban de su destino. La ansiedad por partir pronto se trocó en alegría al dejar atrás su antigua vida destrozada y dirigir la vista hacia el nuevo horizonte promisorio, cuya dirección marcaba el naciente amanecer. Un viaje que en otras circunstancias habría resultado agotador, por las ilusiones puestas en su destino fue sumamente placentero. Las calles y edificios abandonados y la desolación de la silenciosa ciudad pronto cedieron paso a las 10
verdes praderas, surcadas por largas filas de álamos y tilos que exponían sus desnudas ramas al frío viento que las mecía. Una densa vegetación ornamentaba el camino y con sus vivos colores contagiaba de dicha las almas de los viajeros.
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CAPÍTULO DOS La bienvenida
Ocupado en preparar los dormitorios para la llegada de sus invitados, Sergio no se percató de la aparición de un extraño montículo marrón en el horizonte que, en medio de las volutas provocadas por la espesa polvareda, avanzaba a gran velocidad por el camino que llevaba a su casa. Sólo cuando un estridente bocinazo resonó en su hogar, el viejo de níveos cabellos corrió al porche a recibir a sus huéspedes. La vieja Rural, cubierta por entero de una delgada capa de tierra que ocultaba a sus pasajeros, se detuvo frente al anciano abriendo sus puertas para revelarle finalmente a la amada familia. Los empañados ojos de Sergio apenas le dejaban ver a los adorados nietos, a quienes les prodigaba fuertes abrazos y ruidosos besos en sus cálidas mejillas. Luego de la cordial bienvenida, acompañada de un suculento almuerzo campestre, todos estaban listos para gozar de una larga conversación que hiciera olvidar las desdichas pasadas. Alberto, esposo de Graciela y padre de los niños, fue el primero en hablar, alejando de sus labios la taza de café que sostenía placentera12
mente entre ambas manos, aprovechando su calor para calentarse los entumecidos dedos. —Según nos has dicho hace tiempo en una de tus cartas, en este pueblo las cosas funcionan de manera muy diferente a lo que nosotros estamos habituados. Si vamos a quedarnos, creo que sería oportuno que nos pongas al tanto de sus costumbres. —Así es —afirmó el anciano, sonriendo bajo su largo bigote blanqueado por los años—. Hace tiempo que el aislamiento ha obligado, o, más bien, posibilitado a los habitantes de Índigo crear su… ¿cómo decirlo? “Su propio mundo”. Hemos sido olvidados hasta por los gobernantes de nuestro país, nadie se interesa por un pequeño pueblo con tan pocos habitantes y hábitos que ellos consideran tan aberrantes. Sólo se acordaban de nosotros en las épocas de campaña prometiendo traer el progreso a este lugar; pero se deben haber llevado unos cuantos chascos con nosotros, y ahora prácticamente nos han borrado del mapa. —¡Padre! —exclamó alarmada Graciela—. ¿Qué es eso de “hábitos aberrantes”? ¿Es que acaso este pueblo está habitado por salvajes? —¡Sí, somos unos salvajes! —rió Sergio—. No nos importan las riquezas, ni la acumulación de bienes, ni los bancos, ni la política, ni el dinero. Hemos sido dichosos a pesar de no tener autos último modelo, ni plasmas, ni comidas light que ayuden a adelgazar o a defecar más fácilmente. 13
Valoramos la solidaridad, la igualdad, la alegría y el juego. Compartimos nuestros recursos con nuestros vecinos. Cuidamos la Tierra y la naturaleza que nos da el sustento. »Tal vez algunos nos puedan creer salvajes porque no hemos hincado la rodilla ante ellos. No nos hemos dejado esclavizar por aquellos infames sistemas de cuyos efectos ustedes vienen huyendo. ¿Pero saben algo? Aquí soy más feliz de lo que nunca he sido. Al apagarse el sonido de aquellas vehementes palabras, el silencio reinó en la sala. Ningún sonido salía de las cinco bocas abiertas enmarcadas por idénticos rostros pasmados de sorpresa. Luego de recorrer con la vista esta divertida escena, el viejo soltó una alegre carcajada que hizo volver en sí a sus asombrados oyentes. —No se preocupen —agregó—. De a poco se irán acostumbrando a este nuevo estilo de vida. Sólo destierren de sus corazones los egoísmos y mezquindades con que el sistema los ha educado, y reciban en cambio el amor y solidaridad que este pueblo tiene para ofrecer. No los molesto más. Si quieren pueden ir a acomodar sus cosas, o, mejor aún, a dormir una buena siesta reparadora. Si quieren los despertaré a la hora de la cena. Mañana podemos ir a recorrer el pueblo, ya que, como bien dice el dicho, una imagen vale más que mil palabras, y ustedes van a tener algo mucho
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mejor incluso que un sinfín de imágenes: van a tener una vivencia inolvidable. Al oír esto, todos se apresuraron a seguir el consejo de Sergio; y cuando éste los llamó más tarde para cenar, se alegraron de haberlo hecho al notar la energía renovada que recorría sus cuerpos. La comida fue tranquila y silenciosa. La semipenumbra del comedor apenas dejaba vislumbrar veladamente las delicadas formas de los muebles que lo adornaban. Al posarse el último tenedor sobre el plato vacío, los exhaustos viajeros se dirigieron inmediatamente a sus cuartos, mientras Sergio se encargaba de levantar la mesa y poner orden en la casa. —¿Qué opinan de todo lo que dijo el abuelo? —les preguntó Gloria a sus hermanos, una vez que ya todos estuvieron en sus dormitorios listos para dormir con la panza llena y el corazón contento. —Yo creo que son absurdos, imaginaciones de un anciano senil —aseveró Miguel con el entrecejo fruncido—. No es posible que todo este pueblo, siendo tan solidario como él afirma, pueda vivir tan felizmente indiferente a todo lo que ocurre en el resto del mundo. Nicolás, en cambio, se contentó con encogerse de hombros dirigiendo una tímida sonrisa a su hermana antes de acomodarse entre las tibias mantas de su cama, dejando paso a un maravilloso sueño que en ese inusitado lugar parecía haberse convertido en realidad. 15
CAPÍTULO TRES Índigo
El sol entraba a raudales por la ventana abierta cuando los tres hermanos ingresaron en la sala bostezando y estirando los brazos. Sin duda era una mañana diferente a todas las que habían vivido. Se escuchaban los gorjeos de los pajarillos sin perturbación alguna de coches, bocinas y alarmas inoportunas. A la luz del sol pudieron advertir las verdaderas dimensiones del lugar en que se encontraban y los objetos que, por el cansancio y la oscuridad de la noche, hasta ahora habían permanecido semiocultos a sus ojos. Era una sala más bien larga, con un enorme ventanal de vidrio doble desde donde todas las mañanas se podía ver al sol naciente comenzar su marcha por el cielo, al superar en altura a las próximas colinas que los cercaban; una puerta de bisagras chirriantes se encontraba a su lado. Además, contaba esta habitación con una enorme cantidad de muebles en su interior: una sólida mesa rodeada de seis sillas sencillas de madera en el centro; una cómoda antigua llena de cajones, sobre la cual se veían algunos portarretratos con fotos de la familia y dibujos hechos evidentemente por niños, igualmente enmarcados; un enorme estante atiborrado de 16
libros con encuadernación de cuero; y algunos cuadros pintados con cierta maestría en los que se podían descubrir paisajes locales. Desde esta sala se tenía acceso a un pasillo que llevaba a los dormitorios, al baño y a la cocina que, aunque pequeña, expedía en ese momento un delicioso aroma a café y tostadas. Voces alegres se oían llegar desde su interior precediendo a sus dueños, que pronto salieron al encuentro de los niños con el desayuno servido. —Cuando terminen de desayunar saldremos a dar una vuelta por el pueblo —dijo sonriendo Graciela, mientras le acercaba una taza de café a Sergio. —Pasaremos primero por el mercado —informó Alberto—. Olvidé la afeitadora en casa y necesito una nueva. Ansiosos por descubrir si las historias de su abuelo eran ciertas, los jóvenes engulleron velozmente su desayuno y corrieron a buscar sus abrigos. Tan rápidamente estuvieron listos para salir que al regresar descubrieron que los mayores aún estaban terminando de comer, de modo que tuvieron que esperarlos pacientemente al lado de la puerta. Antes de partir, Sergio entró presuroso en la cocina, para salir al momento siguiente cargando un paquete de forma irregular que guardó con mucho cuidado en un bolso de mano. Convenientemente abrigados salieron de la cálida casa, enfrentándose al frío de la pálida 17
mañana invernal. El sol, que con tanta vivacidad irradiara momentos antes, había sido velado por osadas nubes perfumadas de humedad. —Es por aquí —indicó Sergio señalando hacia el sur—. Debemos darnos prisa antes de que comience a llover. —¿No sería conveniente ir en auto? —inquirió preocupada Graciela, echando un vistazo a las amenazadoras nubes que se hacían lugar sobre sus cabezas. —No —replicó el viejo—. Si comienza a llover las ruedas del auto podrían quedar atascadas en el lodo de la calle, y entonces se las verían en figurillas para sacarlo de allí. Graciela suspiró resignada y encabezó la marcha por el camino indicado. Durante el tiempo que duró el recorrido pudieron observar la curiosa disposición de las sencillas viviendas y los curvos caminos, los cuales conformaban extraños diseños circulares. Graciela llamó la atención de su familia hacia este incomprensible hecho. —El diseño de todo el pueblo responde a la obra de un magistral arquitecto que supo distribuir cada elemento que lo conforma de modo tal que, como piezas de un rompecabezas, se unan en la creación de una obra mayor —explicó Sergio, abriendo sus brazos en el intento de abarcar el extenso y misterioso paisaje que se exponía ante ellos—. Ésta es solamente apreciable desde el cielo. Yo no he tenido la oportunidad de verla pero se dice que es 18
magnífica. Cada casa, camino, campo, tienda, árbol o roca que aquí se encuentra tiene su lugar adecuado en esta magnífica creación. Lamentablemente no tuvieron demasiado tiempo para prestarle la atención merecida a aquella admirable obra. El pueblo quedaba a tan sólo un kilómetro de la casa, de modo que no tardaron en llegar. De inmediato se dirigieron al mercado, precedidos por el anciano. A medio camino, Miguel se separó del grupo alegando que debía enviar una carta. —Los encontraré a la salida del pueblo —dijo dándose media vuelta y despidiéndose con la mano. —Acabamos de llegar… ¿a quién deberá escribir tan pronto? —preguntó extrañado Nicolás. —Tal vez a su novia —le susurró Gloria riendo por lo bajo. —¡Hemos llegado! —anunció sonriente el viejo. —¿Adónde? —inquirió Gloria mirando confundida alrededor. —Éste es el mercado del pueblo —informó Sergio, señalando por sobre su hombro un grupo de carpas alineadas a un lado del sinuoso camino. —¿Es broma? —preguntó extrañado Alberto al dirigir una desconfiada mirada al grupo de gente que se reunía en torno a cada uno de los improvisados puestos de venta.
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—No. Allí trocaremos lo que necesitemos por los dulces y panes caseros que traigo aquí —replicó Sergio enseñando el bolso de mano. De modo que la familia se dirigió a la carpa más cercana para informarse acerca de los productos que ofrecía. —¡Sergio, que gusto verte! Y al parecer en buena compañía —saludó cortésmente una mujer de unos sesenta años, piel morena, ojos achinados y un hermoso cabello plateado enredado en una larga trenza. Los rasgos indígenas que la caracterizaban llamaron la atención de los niños, pero pronto se percataron de que no era la única persona que poseía una apariencia diferente a la suya propia, ya que en la carpa siguiente se podía vislumbrar tras el mostrador a un hombre de evidente fisonomía nórdica: alto, fornido, tez muy blanca, cabellos de un rubio claro y ojos azules; y más allá se encontraba un joven alto y delgado, de piel oscura y con largas rastas que le caían hasta la cintura. Luego de que Sergio intercambiara con Amancay, la mujer morena, media docena de panes caseros por un grueso par de medias de lana tejidas a mano, se desplazaron a la carpa del rubio Sigfrido, donde consiguieron una buena navaja para afeitar que canjearon por un gran frasco de mermelada de frutilla. Siguiendo su paseo, muy pronto la familia llegó a un puesto que ofrecía una gran variedad de bebidas. 20
—Senhor Sergio, bom-dia! Tudo bem? —exclamó alegremente el joven de rastas, acercándose al mostrador repleto de coloridas botellas. —Tudo legal, obrigado, Paulinho —contestó Sergio—. Apresento-lhe a minha família. —Nossa! Que linda menina! —comentó Paulinho dedicándole una radiante sonrisa a Gloria—. É sua neta? —É, sim, seu nome é Gloria —respondió impaciente el anciano—. Mas agora não temos tempo de falar. Até mais! —Parabéns! Seu progresso no português é ótimo —apuntó sonriendo Paulinho, mientras la familia ya se alejaba saludando con la mano—. Até logo! —Si nos quedábamos otro minuto no salíamos más de ahí —comentó Sergio—. Paulinho es un buen muchacho, pero gusta de mantener largas conversaciones con la gente que pasa por su tienda, sobre todo conmigo, ya que ha tenido la enorme amabilidad de acceder a enseñarme un poco de portugués. Además nosotros debemos seguir viaje ya que antes de regresar quiero enseñarles el colegio “Amanecer”, para que Nicolás y Gloria puedan comenzar mañana a estudiar allí. —¿Es necesario? —preguntó acongojado Nicolás. —Te gustará, ya verás —le aseguró su abuelo—. No se parece a ningún colegio que hayas conocido. 21
No muy convencido, Nicolás le lanzó una mirada de complicidad a su hermana, pero corroboró con fastidio que ella caminaba demasiado absorta en sus pensamientos como para expresarle su apoyo. Pronto divisaron a su derecha un imponente edificio de planta hexagonal con enormes ventanales que apuntaban a los extensos sembradíos circundantes. Mucho se sorprendieron al percatarse de que Sergio los guiaba en esa dirección en lugar de seguir de largo por el camino. —¿Cómo? —preguntó sorprendido Nicolás—. ¿No era que íbamos a un colegio? —Éste es el colegio —replicó Sergio—. Y allá veo a Mariela, la directora, que al parecer se acerca a saludarnos. —Buenos días, Sergio —saludó una joven mujer de espesa cabellera cobriza que le cubría parcialmente unos enormes ojos verdes de mirada penetrante. —Buenos días. Venía a gestionar el ingreso de mis dos nietos a la institución. Sé que no estamos en época de inscripciones, pero me preguntaba si podría hacer una excepción por esta vez. —Desde luego. No tenemos inconveniente, dadas las circunstancias, de que ellos comiencen inmediatamente con las clases. Sólo necesitaría que la madre o el padre me acompañen a la oficina para hacer efectiva la inscripción.
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De modo que Graciela y Alberto siguieron a la directora al interior del extraño edificio. Mientras tanto, Sergio aprovechaba para enseñarles a los niños los extensos campos sembrados que se encontraban enfrente. —Ésta —les dijo señalándolos—, ésta es otra de sus aulas de clase. En este colegio se hacen muchos trabajos prácticos en contacto con la tierra, de ella se extraen muchísimos más conocimientos que estudiando de memoria un libro de texto, sin mencionar que es muchísimo más productivo. —¡Nos van a hacer trabajar bajo lluvia y sol hasta que nos salgan ampollas en las manos! —exclamó aterrada Gloria. —¿Qué? ¡Desde luego que no! No son esclavistas. Y no va a ser un trabajo pesado, ni van a hacerlo cuando comience la temporada de lluvias, ni les van a salir ampollas en las manos. Es el método de enseñanza que se utiliza aquí. A partir del trabajo práctico se extraen los conocimientos teóricos y no al revés, como ustedes están acostumbrados. De este modo el aprendizaje es mucho más efectivo y útil, y no se olvida con el correr del tiempo, como sí suele ocurrir cuando estudian las lecciones de memoria para luego aplicarlas en problemas hipotéticos, pero rara vez en la práctica. No comiencen ahora a protestar —agregó viendo que sus nietos se habían cruzado de brazos, enfurruñados— esperen a comenzar las clases para pronunciar su opinión del asunto. 23
Cuando la familia se reencontró finalmente con Miguel a la salida del pueblo ya había comenzado a caer una fina lluvia sobre sus cabezas, de modo que se apresuraron a regresar, dejando en el barro las huellas de sus apremiantes pasos. De vuelta en la casa, los adultos comenzaron a acomodar en sus lugares los productos obtenidos y aquellos que no habían conseguido trocar. Los niños, un poco decepcionados por los resultados de su primera visita al pueblo, se dirigieron ceñudos a su habitación con el objetivo de preparar todo lo que necesitaban para las actividades del día siguiente. —¿Cómo puede ser que todos conozcan tanto al abuelo en este lugar? —preguntó extrañado Nicolás mirando expectante a su hermana, mientras ésta se sacaba capa tras capa de abrigos y los arrojaba descuidadamente sobre su cama. —Éste es un pueblo muy pequeño y con pocos habitantes. Supongo que todos se conocen entre sí —contestó distraídamente Gloria. —¿En qué estás pensando? —inquirió Nicolás al reparar en la actitud ensimismada de su interlocutora. —¡Nada! —se apresuró a contestar Gloria, desviando la mirada. —¡Hum! ¿No estarás pensando en el joven de las rastas que se dirigió a ti en el mercado? —¿Y qué si lo hago? —replicó airadamente Gloria. 24
—¿Cómo puedes pensar en él? ¡Te trató de gato! Y además él debe tener dieciocho años, como Miguel, y tú solamente tienes trece. —Ya casi cumplo catorce, ¿y de dónde sacaste que me trató de gato? —Te dijo “minina” ¿Qué otro sentido puede tener eso si no es “gato”? —No me dijo “minina”. Dijo “menina”. El abuelo me explicó que eso en nuestro idioma quiere decir “chica”. —¡Ah! Te dijo que eras una linda chica —dijo con picardía Nicolás, complacido al ver cómo su hermana se ponía roja hasta las raíces de sus dorados cabellos. —¿Quién te dijo “linda chica”? —preguntó Miguel entrando al cuarto. —¿Y a quién le enviaste esa carta, señor Misterio? —le preguntó Gloria a su vez. —No importa —ahora fue su turno de ruborizarse—. Voy a la cocina a comer algo —dijo secamente, apurando su huída de la zona de peligro. —¿Qué le pasará? —al negarse Gloria a responder, la pregunta de Nicolás cayó en el vacío, más no en el olvido.
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CAPÍTULO CUATRO Amanecer
Bajo el amparo de un amplio paraguas y con una minúscula rendija para los ojos entre medio de los superpuestos abrigos, Gloria y Nicolás se encaminaron a la mañana siguiente al colegio, guiados por su padre. Éste rezongaba a cada paso que daba, protestando por el barro que ensuciaba sus botas y por la imposibilidad de poder usar su auto que, dicho sea de paso, habían encontrado hundido en el lodo hasta la mitad de los neumáticos. Pronto se rebeló a su vista, entre medio de la bruma, el extraño edificio que, si bien no por sus funciones, los seducía a ingresar por el cálido ambiente que contenía en su interior. Alberto los despidió en la entrada prometiendo volver por ellos a las tres de la tarde, hora en que terminarían las clases. Tímidamente, dieron los primeros pasos hacia el interior del edificio. Allí todo les parecía extraño, desde su original forma que modelaba las paredes y los inmensos ventanales de vidrios dobles, que los aislaban del frío exterior a la vez que les permitían contemplar el viento destemplado que agitaba las ramas de los árboles, hasta las paredes de algunos cursos, empapeladas completamente de afiches blancos 26
que solamente esperaban a los pequeños artistas para contagiarse de color y vida. Tan concentrados estaban examinando este curioso lugar que se sobresaltaron al sentir abrirse una puerta a su lado, por la que salió sonriéndoles amablemente Mariela, la directora del colegio. —¡Bienvenidos! —los saludó—. Acompáñenme por aquí, por favor. Dicho esto los guió hasta una de las aulas que habían visto empapeladas completamente. —Ésta es tu clase, Nicolás —le indicó— y ella será tu maestra —agregó señalándole a una mujer de mediana edad, baja estatura y expresión afable—. Su nombre es María. Los dejo, ahora voy a llevar a Gloria a su curso —concluyó llevándose a la niña y cerrando la puerta de la sala tras de sí. —Bienvenido, Nicolás —le dijo amablemente María—. Ellos son tus compañeros —dijo señalando a seis niños que se encontraban de pie en el centro del aula— Belén, Bruno, Cristian, Camila, Sebastián y Aldana. A medida que los fue llamando, los niños se inclinaron levemente indicando cada uno el nombre que le pertenecía. —Hola —los saludó en un susurro Nicolás. —¡Bueno! —exclamó alegremente María—. Vamos a comenzar la clase con un poco de ejercicio físico para despertarnos y quitarnos la modorra de encima. ¡A bailar! —concluyó
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encendiendo un equipo reproductor de música que se encontraba en una esquina. Al momento comenzó a sonar una alegre melodía. El ritmo la identificaba como un rock, y los conocimientos musicales de Nicolás la identificaron como perteneciente al repertorio de Elvis Presley. “Burning Love” fue la canción elegida para la actividad durante la cual corrieron, saltaron y bailaron en el espacio vacío (los pupitres estaban echados contra una de las paredes) hasta desentumecerse y despertarse completamente. —¡Muy bien! —aprobó la maestra—. Es momento de iniciar la actividad de hoy. Vamos a crear una historia conjunta. Cada uno de ustedes va a colaborar en una parte de ella, del modo que desee. Tenemos las paredes completamente empapeladas para que ustedes puedan dibujar en ellas una parte de este relato, o también, si lo desean, pueden narrarla, representarla teatralmente o tomar un instrumento de los que se encuentran en el armario y cantarla o interpretarla de cualquier modo que se les ocurra. Si el eventual autor de la historia lo permite, los demás pueden colaborar con ideas para que la narración siga su curso. ¿Quién quiere comenzar? —¡Yo! —se ofreció Camila levantando la mano. —Adelante, entonces. La niña se adelantó hacia la pared empapelada y con sus lápices de colores dibujó 28
a un niño caminando por una playa mientras una sirena tomaba sol a orillas del mar, cerca de él. —¡Excelente! —la felicitó María—. ¿Quién sigue? Bruno se ofreció y se dirigió al armario, de donde extrajo una vieja guitarra con la que improvisó una suave melodía. Era ésta una dulce canción que hablaba del amor nacido entre el niño y la sirena al conocerse. Entusiasmado por esta actividad, Nicolás pasó al frente en tercer lugar y contó, con voz fuerte y clara, cómo la sirena había sido arrastrada al interior del mar por un maligno pulpo que la había atrapado de la cola de pez. —¡Maravilloso, Nicolás! —exclamó María—. Has planteado el conflicto de la historia. Ahora vamos a parar veinte minutos para descansar y tomar algo, y luego vamos a presenciar el desenlace de este apasionante cuento. Lamentablemente, por la lluvia y el frío que azotaba el pueblo, no pudieron salir al patio de juegos, de modo que se quedaron en el aula tomando un refrigerio; oportunidad que Nicolás aprovechó para comenzar a conocer mejor a sus nuevos compañeros. Terminado el receso, Aldana siguió narrando, con una dulce voz, cómo el niño consiguió un equipo de buceo y se internó en el mar a buscar a su amada sirena. Finalmente Belén, Cristian y Sebastián se ubicaron en el centro del curso para comenzar 29
una excitante interpretación teatral que representaba la lucha entre el “niño Cristian” y el “pulpo Sebastián” para liberar a la prisionera, la “sirena Belén”. Todos aplaudieron con entusiasmo cuando, hacia el final, el pulpo fue derrotado y firmó con su tinta, utilizando un tentáculo como pluma, un “Acuerdo de Paz” entre él, la sirena y el niño que dio fin a las travesuras del cefalópodo del mar y a la historia propuesta. —¡Estupendo! —dijo encantada la profesora—. Una maravillosa historia que ha recorrido una inmensa cantidad de disciplinas artísticas, uniéndolas en la conformación de una obra común. Bueno, chicos, se ha acabado la clase. Nos vemos mañana. A la salida, Nicolás se encontró con su hermana y su padre que lo estaban esperando. —¿Qué hicieron en clase? —le preguntó Gloria a su hermano, mientras caminaban a paso rápido hacia su hogar. —Primero bailamos, corrimos y saltamos escuchando una canción de Elvis Presley, y después contamos una historia dibujando, hablando, cantando y actuando. ¿Y tú, qué hiciste en tu clase? —También corrimos y bailamos al inicio, pero con una canción de The Beatles, y luego hicimos una ronda y comenzamos a arrojarnos una pelota los unos a los otros. Mientras lo hacíamos la profesora nos hablaba de la gravedad, la fuerza y la aceleración de la bola 30
cuando la arrojábamos o se caía al suelo. También nos habló de la parábola que formaba cuando viajaba de mano a mano y de qué manera se podía representar gráficamente y por último nos enseñó los músculos que utilizábamos para arrojarla y atraparla, y cómo funcionaban éstos. Aún no estoy segura de si eso se pareció más a una clase de educación física, de matemática, de física o de biología. —Sí, fue todo muy raro —admitió pensativo Nicolás—. ¡Pero ojalá todas las clases sean igualmente raras! —concluyó alegremente, mientras su hermana asentía fervientemente con la cabeza.
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CAPÍTULO CINCO Invierno en Índigo
Los fríos días se sucedieron uno tras otro. La familia poco a poco se fue acostumbrando a su nueva vida. Graciela y Alberto comenzaron a ayudar a Sergio en la producción de dulces y panes caseros para su propio consumo y el de los demás habitantes del pueblo. Miguel, al cual se lo veía muchas veces despistado y con expresión ausente, adquirió una carpa para permanecer constantemente en el mercado, trocando los productos elaborados por aquellos que necesitaban. Los niños seguían estudiando en el colegio Amanecer, en el cual los pocos días medianamente cálidos y despejados ofrecidos por el álgido invierno fueron aprovechados para hacer actividades al aire libre. Tales actividades incluyeron caminatas por los cerros, campos y sembradíos circundantes, estudiando la flora, fauna y actividades agrícolas de sus vecinos; visitas a los talleres, carpinterías, granjas y diversos lugares de trabajo para estudiar lo que allí se producía, incluso un día la clase de Gloria se dirigió a la casa de Sergio para aprender a hacer panes caseros y mermeladas, y aprendiendo allí el uso de la levadura, su ciclo vital relacionado con el de otros microorganismos, la acción que ejercía sobre 32
ellos y los productos elaborados el calor a diferentes temperaturas, cómo envasar y conservar las mermeladas de un modo adecuado y demás lecciones relacionadas con estas actividades; más adelante inclusive comenzaron a construir un subibaja de madera para los niños más pequeños, en el patio de la escuela. Si bien el cambio de vida había sido en general favorable para toda la familia, había alguien que no se sentía enteramente satisfecho con su nueva situación. Miguel se mostraba cada vez más taciturno y reflexivo. Se perdía largas horas en laberínticos pensamientos que lo llevaban a kilómetros de allí. El único confidente de sus preocupaciones era Paulinho, con quien había forjado un poderoso lazo de amistad. La notable palidez en el rostro de Miguel un día alarmó de tal manera a su amigo que éste lo increpó duramente. —¿De qué sirve que te dejes vencer por la angustia? Debes estar sano, Ezequiel no querría verte así. Es improbable que recibas su respuesta a tu carta mientras dure el invierno. Debes tener paciencia y confianza. Tristemente, Miguel negó con la cabeza y hundió la cara entre las manos. —Disculpa Paulinho, me gustaría adquirir un poco de Cachaça —los interrumpió una mujer mayor, amonestando con la mirada al joven que había abandonado su puesto para hablar con su amigo. 33
Paulinho le lanzó una rápida mirada de inquietud a su acongojado compañero antes de regresar a su carpa, seguido por la inoportuna anciana. Miguel respiró hondo para serenarse y pensó en las palabras de Paulinho. Él tenía razón, aunque lo deseara profundamente no podría recibir una contestación hasta que los caminos estuvieran nuevamente habilitados para la circulación de vehículos, y el correo pudiera retomar sus actividades. Tampoco él podría partir hasta ese momento. Sin embargo, siempre había sido un hombre audaz y resuelto, de modo que no demoró mucho tiempo en idear sus pasos a seguir, los cuales comunicó a Paulinho cuando regresó a su lado. —He decidido esperar la respuesta hasta la segunda semana de octubre — informó con voz suave pero firme—. Si para entonces no sé nada de él… —No te apresures a tomar decisiones tan importantes en este momento en que tienes todos estos sentimientos a flor de piel —le aconsejó Paulinho. —No hay nada más que decir, estoy resuelto y no voy a dar marcha atrás. Las mañanas arrastraban a las tardes tras de sí, y las noches las seguían furtivamente tiñendo todo de oscuridad a su paso. El frío reinaba en el pueblo y la ansiedad en el corazón de Miguel. El tiempo demoraba cruelmente su marcha haciendo que los días parecieran semanas y las 34
semanas meses para el desdichado joven. Pero todo llega finalmente. Las nubes cedieron de a poco su lugar al cálido sol que las echaba de allí con sus luminosos rayos. Los nuevos brotes y hojas comenzaron a asomarse tímidamente desde las desnudas ramas de los árboles. La primavera llegó trayendo consigo los colores ausentes en el gélido invierno y perfumando todo con su aroma a flores de campo. La tierra de los caminos se asentó, regresando a su naturaleza primigenia luego de su etapa de barro causada por las continuas lluvias. El tránsito volvió a fluir con normalidad, aunque por lo general siempre fue escaso, llevando consigo las anheladas palabras de respuesta, impresas en una carta y encerradas en el interior de una furgoneta. Ahora que las lluvias se habían alejado, la familia se dio a la tarea de limpiar tanto el exterior de la casa como la gastada Rural disfrazada de montículo. A esta última tarea Miguel le puso especial empeño, y, aún insatisfecho cuando el coche volvió a lucir su primitivo color azul, se ocupó de cargar completamente el tanque de combustible. Una tarde el ansiado sobre llegó a poder de Miguel, transportado por un cartero que silbaba una alegre melodía festejando la llegada de la primavera. Miguel le agradeció efusivamente al tiempo que abría el sobre con manos temblorosas. A medida que sus ojos recorrían velozmente la esquela de lado a lado, su 35
expresión se iba haciendo cada vez más sombría. La letra no pertenecía al remitente que esperaba sino que era infantil e insegura, y las noticias que comunicaba no podían ser peores. He aquí lo que decía: Querido Miguel: Las cosas no andan bien por aquí. Los rumores de guerra que circulaban resultaron ser ciertos. Mi hermano Ezequiel fue reclutado hace una semana y ayer partió a encontrarse con su regimiento. Antes de irse me contó la relación que tenía contigo, me preguntó si lo aceptaría y si lo seguiría queriendo de igual manera. Yo, por supuesto, contesté que sí, y él pareció alegrarse enormemente porque me abrazó durante cinco minutos seguidos, cosa que jamás había hecho. Pero creo que no se lo dijo a mamá, que desde que él se fue llora más que cuando papá nos abandonó. Yo también estoy muy triste y tengo mucho miedo por lo que pueda pasarle. Me dijo antes de irse que tú probablemente intentarías comunicarte con él, y que si lo hacías por favor yo respondiera en su nombre y que te dijera de su parte que te ama y que se alegra de que tú estés a salvo junto con tu familia, lejos de toda esta locura. Que quiere que seas feliz y que no te preocupes por él, que si la buena fortuna estaba de su lado pronto regresaría y se reencontraría contigo para gritar su amor al mundo. Espero que tú y tu familia estén muy bien, y por favor envíales un saludo muy grande a Nicolás y a Gloria de mi parte. Con mucho cariño Tomás 36
Es difícil encontrar palabras para describir la desesperación y consternación que esas palabras le produjeron a Miguel. Fue como si el mundo bajo sus pies desapareciera repentinamente, quedando preso del pánico, la sorpresa, el vértigo de la falta de sostén y la horrorosa certeza de una inmediata caída al vacío. La carta estaba fechada a mediados de julio. Cualquier cosa podía haber pasado desde ese momento y el instante presente. Pero el instinto de supervivencia del joven le indicó no pensar en eso ya que estaba a punto de derrumbarse completamente, y ahora, más que nunca, necesitaba de toda su vitalidad, fuerza e ingenio. A la mañana siguiente todos se despertaron asustados por el agudo grito que oyeron proveniente del porche de la casa. En pijama, corrieron hacia Graciela para averiguar que había motivado tan inesperada reacción de su parte. Siguiendo su horrorizada mirada descubrieron que el auto había desaparecido. Pero la angustia provocada por este hecho se vio multiplicada al descubrir que no era lo único que faltaba. Miguel se había marchado dejando una nota de despedida sobre la mesa.
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CAPÍTULO SEIS La vida oculta de Miguel
Ante la sorpresa que generó la imprevista partida de Miguel, la familia se quedó helada, sin saber que hacer. No encontraban explicación a las circunstancias acaecidas, y las escuetas palabras escritas en la nota no aclaraban el misterio sino que, más bien, les hicieron pensar que había muchas cosas que no sabían del joven, aun siendo su familia. Me voy. Regreso al lugar del que huí dejando mi corazón. No se preocupen por mí. Los quiero Miguel Eso era todo. Sucinto, conciso y devastador. El primero en recuperarse del golpe fue Sergio que, con la mente ya totalmente aclarada, sugirió llamar inmediatamente a Paulinho, sabedor de que en ese tiempo él y su nieto se habían hecho grandes amigos. Todos aprobaron la idea, de modo que Alberto partió inmediatamente en su busca mientras el resto de la familia intentaba serenarse para pensar y analizar los caminos a seguir. Media hora más tarde Paulinho se sentaba, con expresión de culpa en la cara, en la silla que 38
habían preparado especialmente para él en medio de la sala, mientras la familia se sentaba enfrente de él y de espaldas al ventanal, de modo que sus rostros angustiados e interrogantes quedaban a la sombra. —¿Por qué regresó? —¿Qué te dijo? —¿Qué sabías tú sobre todo esto? —¿Tiene algo que ver la carta que envió cuando llegó aquí? —¿Él te comunicó sus planes? Las preguntas llovían sobre el joven como un interminable aguacero. Pacientemente resistió los embates de la poderosa tormenta de desesperación esperando llevar algo de luz a los familiares de su amigo, aclarando en parte el misterio que los atormentaba. Cuando las preguntas finalmente cesaron y el silencio lo invitó a hablar, comenzó a explicar lentamente lo que sabía, midiendo con cuidado cada una de sus palabras ya que era conciente de la cantidad de emociones y reacciones que de seguro provocarían en los oyentes. —Hay mucho que explicar, de modo que les ruego que intenten mantener la calma y escuchen con el corazón y la mente abiertos lo que tengo para decirles. Sé que son su familia y que aman a Miguel con todo el corazón, pero probablemente él haya dudado del alcance de ese amor ya que no se atrevió a confesarles todo lo que me confió a mí. Les suplico que perdonen este atrevimiento —se disculpó viendo que los 39
demás se mostraban ofendidos por estas palabras y comenzaban a protestar—, pero es lo que me sugirió su actitud. Sé que él también los ama, pero por algún motivo nunca se animó a decirles esto que me encargó a mí contarles en caso de que llegara este cruel desenlace. Miguel estaba… mejor dicho, está enamorado —concluyó nerviosamente, mas echando un vistazo a las caras incrédulas que le rodeaban, sorprendidas por la trivialidad de una noticia de cuya gravedad estaban seguros hasta ese momento, agregó—. Está enamorado de un hombre. Miguel es homosexual. La sorpresa se reflejó en cada una de las caras circundantes, evidentemente no esperaban semejante noticia, y menos de los labios de una persona a la que apenas conocían. ¿Cómo podía ser que ellos lo hubieran ignorado todo ese tiempo? Las explicaciones no demoraron en retomarse. —Creo que ustedes conocen al muchacho que ha conquistado el corazón de su hijo, él me comunicó que se llama Ezequiel —el estupor se hizo infinitamente más evidente en todos los que reconocieron ese nombre y recordaron al joven alto, morocho y de actitud bonachona al que pertenecía—. Me figuro que su familia también lo ignora. Todo habrá comenzado hace cosa de un año. Miguel aprovechaba las visitas que Nicolás hacía al hermano menor de este mozo, para estar con él. Sufrió enormemente al abandonarlo cuando ustedes decidieron venir 40
aquí, y aún más sabiendo que, de ser cierto que estaba a punto de desatarse una guerra, su amado sería probablemente reclutado. Pero éste le dio la seguridad de que estaría bien y que deseaba fervientemente que Miguel hiciera el viaje que lo alejaría de aquel infierno. No encontrando excusas para quedarse, mi amigo se tragó su dolor y los acompañó en este viaje intentando mostrarse alegre, como de seguro lo estaban todos ustedes. Sin embargo, apenas llegado a su destino decidió ponerse en contacto con Ezequiel a través de una carta expresándole lo mucho que lamentaba estar alejado de él y que deseaba que éste le comunicara cualquier cosa que aconteciese, o lo que quisiera. Que incluso la más absurda bobada sería una buena excusa para permanecer en contacto con él. Llegado el invierno y el período de lluvias el correo se interrumpió por el mal estado del camino, de modo que ninguna contestación tenía posibilidad alguna de llegar. La espera y los temores lo consumieron de tal modo que estoy seguro de que habrán notado las huellas que dejaron en su semblante. Hace un tiempo me anunció su decisión de regresar si no tenía una respuesta para mediados de octubre, pero lo que él con tanta desesperación esperaba no demoró en llegar. La contestación arribó ayer, y con ella la confirmación de sus peores temores. La guerra llegó y Ezequiel fue formalmente llamado a participar en ella. 41
Esto era todo lo que necesitaba para hacer desaparecer todo atisbo de duda que le quedara. Me explicó velozmente la situación y su decisión de partir de inmediato, y me suplicó que les explicara todo lo que él cobardemente, y esto último lo dijo él mismo, no había sido capaz de decir. Les pido perdón por el silencio que guardé hasta ahora conociendo la situación, pero Miguel es mi amigo, él me hizo jurar que no diría nada hasta que llegara el momento oportuno y yo siempre he sido leal a mis amigos. —Actuaste con integridad y lealtad según lo que te dictaba tu conciencia, y no podemos culparte por ello —observó Sergio con seriedad—. Estoy seguro de que tú lo exhortaste a pensar las cosas con calma, pero en última instancia a seguir a su corazón, ya que éste es el motor del cuerpo y uno no puede andar sin él. De modo que no tengo dudas de que Miguel escogió un buen amigo al cual confiar sus secretos. —Obrigado —respondió Paulinho lanzando un suspiro de alivio— Boa sorte! —se despidió marchándose y dejando a la familia sumida en profundas reflexiones. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Gloria con lágrimas en los ojos. —Debemos seguirlo —respondió Alberto con firmeza—. Ir tras él y encontrarlo antes de que cometa una locura.
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—¿Y cómo lo vamos a seguir? Ya no tenemos auto —hizo notar Nicolás. —Eso lo pueden dejar por mi cuenta —dijo resueltamente Sergio—. Y me equivoco mucho o puedo afirmar que no estarán solos en esta Odisea.
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CAPÍTULO SIETE Retorno
Ya había pasado la parte más difícil: salir de la casa sin que nadie lo notara. No quería que lo detuvieran. No quería perder tiempo en explicaciones. Aunque no estaba del todo satisfecho con la manera en que había procedido, Miguel sabía que no hubiera podido hacer nada diferente. Quizás en otra ocasión debería rendir cuentas de sus actos, pero ahora sólo tenía un interés que dominaba su mente por completo. Raudamente salió del pueblo, dándole la espalda a la paz y tranquilidad que albergaba para internarse muy pronto en las entrañas de la guerra y la desolación. Las calles y edificios abandonados que antes habían despedido fríamente a la familia que los dejaba atrás, hoy le daban a Miguel una cínica bienvenida, con sus fisonomías derruidas de abandono y la mirada de las vacías ventanas fija en él. Inmediatamente se dirigió a casa de Ezequiel. Esperaba con ansias que su familia pudiera darle alguna información. Al llegar y posar su mirada en la fachada de la casa tantas veces visitada con cariño, un escalofrío recorrió su espalda. 44
La ausencia de Ezequiel y la desolación provocada en su familia por este hecho habían sin duda dejado sus fatales huellas en el jardín frontal de la casa: las hermosas plantas lozanas del pasado yacían sin vida sobre la reseca tierra, las más pequeñas y débiles habían perecido bajo la escarcha de los helados días precedentes, y las escasas sobrevivientes habían encontrado su final en el desconsuelo del abandono. Encerrada en su dolor, Verónica, la afligida madre de Ezequiel y Tomás, había olvidado sostener la vida de aquellos que la rodeaban con su presencia consoladora. Sólo existía una vida que le importaba en aquel momento y ésta se hallaba en peligro. Había enviado a su hijo pequeño a casa de su abuelo en las montañas, adonde fue acompañando a otra familia que se dirigía a un pueblo vecino, la cual se había ofrecido a llevarlo. De este modo elegía a la soledad como única compañera para su vida. Tan fuertes eran estas emociones que muy pronto se apoderaron también del corazón de Miguel, terreno fértil abonado con sus propias penas pasadas. Lanzando un largo suspiro, el joven llamó a la puerta. Con una triste sonrisa en su cara demacrada, Verónica le abrió y lo invitó a entrar. Miguel ingresó en la casa observando que el interior también mostraba la misma apariencia de descuido general que había notado en el jardín: los muebles estaban cubiertos por una leve pero evidente capa de polvo, las telarañas adornaban 45
algunas esquinas de la pequeña sala de visitas y el encierro se sentía en el ambiente. La pena se dibujó en su rostro cuando se sentó en un sofá dirigiendo finalmente su atención a la marchita dueña de casa. —¿Ha tenido noticias de su hijo? —la interrogó mirándola a los ojos. —La semana pasada recibí una carta suya diciendo que su regimiento ya había comenzado a trasladarse a Óxido, un pequeño pueblo a unos cuatrocientos kilómetros al norte. La carta provenía de Ocre, que tú debes conocer. —Sí, conozco la ciudad. La visité con mi familia hace dos años. —Por supuesto. —¿Y dónde está Tomás? —A salvo, con su abuelo. Partió hace tres días. Yo debo quedarme aquí a la espera de cualquier novedad. —¿Aún siguen alistando jóvenes para el ejército aquí? —No, se han trasladado todos a Ocre, allí ha quedado una delegación que sigue cumpliendo esa tarea en la ciudad y los pueblos circundantes. —No se preocupe, señora, encontraré a su hijo y lo traeré de vuelta o, de fracasar en esta misión, moriré a su lado —le aseguró con firmeza Miguel levantándose de un salto y dirigiendo sus pasos hacia la puerta. Verónica lo detuvo por un brazo a medio camino. 46
—¿Qué piensas hacer? —inquirió mirándolo asustada—. Sé que lo quieres mucho, que eres su mejor amigo, pero es una locura que lo sigas a ese horror por muy leal y honorable que seas. En estos últimos años yo también te he llegado a conocer y a querer como si fueras mi propio hijo. Quédate, por favor. Estas ardientes súplicas y el cariño que encerraban llegaron a conmover el corazón del joven, pero ni ruegos, ni órdenes, ni sensatas razones iban a ser obstáculo para sus propósitos. De modo que se despidió de su anfitriona y se marchó dejando atrás, quizás para siempre, ese amado hogar. Su senda era clara; su meta, noble y heroica; su destino final, oscuro e incierto. Ocupó solamente unos pocos minutos para comer algo, principalmente pan casero que se había traído consigo para mitigar el hambre del viaje; cargó combustible al auto; hizo una rápida visita a su antigua casa, la cual de tan mustia, silenciosa y descuidada casi no reconoció; y finalmente, exhausto pero decidido, retomó su camino, desterrando incertidumbres y temores de su corazón y con todas las esperanzas puestas en el anhelado encuentro.
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CAPÍTULO OCHO Decisiones impensadas
Se programó una reunión al día siguiente de la partida de Miguel, a la cual asistieron representantes de todas las familias del pueblo. El lugar elegido fue el salón de actos del colegio, generosamente cedido para la ocasión debido a su amplio espacio y conveniente ubicación. Sergio, acompañado por su familia, carraspeó suavemente para llamar la atención de los dispersos y cuchicheantes concurrentes. —Muchas gracias por venir. Los he citado a todos ustedes para informarlos sobre la difícil situación que estamos pasando y pedirles ayuda. Cualquier colaboración o consejo que puedan brindarnos va a ser bienvenido y eternamente agradecido. »Mi nieto mayor se marchó ayer a la madrugada en el auto familiar. Los motivos que lo llevaron a tomar esta decisión son personales y pertenecen a su intimidad, de modo que no podemos compartirlos. Únicamente podemos asegurarles que, por los datos que hemos recabado acerca de este hecho, Miguel podría encontrarse en extremo peligro. Ciertas decisiones que ha tomado, o creemos que puede tomar, podrían llevarlo a verse involucrado en un conflicto bélico que se ha 48
venido gestando desde hace algún tiempo y que, evidentemente, está a punto de estallar. De modo —prosiguió, mientras la gente se removía incómoda en sus asientos a la vez que se retomaban los susurrantes cuchicheos en algunas zonas— que la familia ha decidido marcharse para buscarlo e intentar, de ser posible, persuadirlo de seguir adelante con los planes que lo pongan en riesgo o, de no ser posible, acompañarlo y brindarle nuestro apoyo en todo lo que podamos. »Para esto lo primero que necesitamos es un medio de transporte con el que poder regresar, y provisiones para el viaje que alcancen para toda la familia… incluyéndome —agregó volviéndose para mirar a sus sorprendidos parientes—. He decidido acompañarlos y compartir la suerte de mis seres queridos. Mucho tiempo he pasado en este maravilloso lugar. He aprendido infinidad de cosas, he sido feliz y he gozado de la paz y el amor que todos ustedes me brindaban. Espero haber podido retribuirlos apropiadamente. Pero ahora siento que me necesitan en otro lado, y no estaría bien desoír esta corazonada que me impulsa a seguir este camino. Gracias por su atención. Esta vez no hubo cuchicheos que rompieran el silencio que se extendió por el salón. Todos se quedaron pensativos, reflexionando acerca de lo que acababan de escuchar. Finalmente Sigfrido se puso de pie y tomó la palabra.
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—Herr Sergio, lamento mucho todo esto. Yo quiero ofrecerles mi camioneta para realizar el viaje y, si me aceptan, también mi compañía y ayuda en la búsqueda. Sergio le agradeció con una leve inclinación de cabeza y luego dirigió su atención a Paulinho, que acababa de levantarse. —En este tiempo Miguel y yo nos hemos convertido en excelentes amigos, y si existe la posibilidad de encontrarlo y ayudarlo no quiero quedarme atrás, de modo que iré con ustedes en mi propio vehículo particular. —Obrigado, Paulinho —respondió Sergio sonriéndole. —Un’avventura! Anch’io voglio andare con voi —exclamó con entusiasmo Marcello, el mejor cocinero del pueblo. Un hombre de mediana edad, corpulento, de rostro amplio, alegre y jovial, y una espesa barba que le cubría la mitad de la cara. —Gracias, Marcello. Pero esto es mucho más que una aventura —lo reprendió Sergio con seriedad, frunciendo el entrecejo. —Certo, capisco —concedió asintiendo vehementemente con la cabeza y sonrojándose levemente al percatarse de que había actuado con insensibilidad ante el dolor de la familia. —Sin embargo —continuó dulcemente Sergio, suavizando el gesto adusto y volviendo a dibujar la sonrisa en su anciano rostro—, si quieres acompañarnos tú también eres bienvenido. Grazie. 50
En último lugar se puso de pie Amancay, se encaminó con parsimonia al frente ubicándose a la izquierda de Sergio y se dirigió al auditorio con estas palabras: —Desencantados con la gente de este mundo, con sus pensamientos, pasiones y acciones, nos hemos apartado y creado nuestra propia realidad, nuestra propia vida alejada de ellos; de sus guerras; de sus sistemas de creencias, con los cuales manipulan y son manipulados; de los grilletes creados por el poder económico que esclavizan a los pueblos, encadenándolos con deudas ilusorias, con ideas de progreso ligadas a la acumulación de bienes innecesarios. Pero no podemos estar ajenos a todo esto porque todos habitamos la misma Tierra, y Gaia nos necesita. El despertar de la conciencia es lento, pero incesante, y nosotros tenemos una función sumamente importante en ese proceso. Debemos ser faros, firmes e íntegros, iluminando todo a nuestro alrededor y sin dejarnos abatir por las tempestuosas olas de este mar revuelto por la tormenta, siempre manteniendo la serenidad y el equilibrio. Pero aquí no podemos cumplir adecuadamente este cometido. Somos faros en medio de un desierto, no iluminamos el camino de nadie que lo necesite. Ha sido importante todo lo que hemos vivido y construido en esta comunidad. Hemos aprendido a centrarnos en nuestro eje e iluminar nuestro ser. 51
Pero la oscuridad se encuentra afuera y tarde o temprano llegaremos a juntarnos: nosotros iremos a su encuentro o ella vendrá al nuestro. Pero no debemos temer, porque en nuestro camino encontraremos otros faros que aumenten nuestra luz, y rescataremos a otros que quizás hayan sido abatidos y enterrados por las adversidades. »Voy a acompañar a la familia hacia el corazón de la tormenta esperando contribuir en su misión y hacer crecer esta luz, aun en el terreno hostil que nos deja el paso de una guerra. No se necesitaron más que estas palabras para que el número de vecinos que emprenderían el viaje junto a Sergio y su familia llegara a varias decenas. Unos pocos se mostraron reticentes a la idea de abandonar sus cómodas y tranquilas vidas para emprender una desquiciada aventura que los llevaría a zonas desconocidas y peligrosas. Ellos se contentaron con ofrecer provisiones y objetos útiles para la travesía y desearles buena suerte. Pero muchos, al igual que Marcello, veían en este viaje una oportunidad inigualable de vivir una apasionante aventura, de las que sólo se dan en los libros. Pocos de estos entusiastas llegaron a captar el profundo sentido de las palabras de Amancay, pero a todos les llegó al corazón la vehemencia de la mujer que exaltaba la necesidad de lo que iban a realizar. 52
Los motivos de la excursión habían logrado superar a aquellos primigenios planteados por Sergio. Ya no se trataba únicamente de rescatar a Miguel de la locura de una guerra, sino de salvar a toda la gente que encontraran en su camino; ya no se trataba de brindar ayuda y apoyo a una sola familia cuyo hijo había partido en busca del peligro, sino también a todas las familias que lo necesitaran. Ahora comprendían que toda la humanidad, no solamente Miguel, eran sus hermanos. No los seguirían ignorando por más tiempo, ya no se defenderían de ellos y de sus actos dañinos sino que harían lo que fuera necesario para que esa defensa perdiera toda razón de existir. Encenderían de nuevo los faros extintos que aún luchaban por mantenerse en pie. Soportando la furiosa tempestad partirían al encuentro de la oscuridad para al fin poder conocerla, comprenderla, abrazarla y transmutarla acabando con la dualidad que las había mantenido separadas y enfrentadas durante tantos siglos.
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CAPÍTULO NUEVE Éxodo
En una semana tuvieron todo listo para iniciar la marcha. Casi la mitad del pueblo partiría junto con la familia. Todos aquellos que no tenían medio de transporte propio viajarían con Aníbal, el cual poseía un micro de dos pisos, bastante viejo, pero en buenas condiciones. Lo había adquirido hacía años en un pueblo vecino y utilizado para transportar a sus vecinos en viajes de pequeña y media distancia, actividad que todos los años se veía interrumpida en las épocas de lluvias. Pero ahora el desgastado vehículo intentaría una hazaña inimaginable para sus años de uso: transportar a treinta pasajeros trescientos kilómetros sin desfallecer. Su dueño junto con Bob, el mecánico de Índigo, lo habían revisado, arreglado y puesto a punto para el viaje, con el tanque completamente cargado de combustible. Los que permanecerían en el pueblo quedaban a cargo de las posesiones, fincas y sembradíos de los que se iban. Pero más importante aún, tenían la tarea de mantener encendida la llama del pueblo, su vida y actividades. Nada les faltaría ya que tenían todos los productos de primera necesidad.
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Los puestos del mercado seguirían funcionando, llevados adelante por las personas a las cuales sus dueños eligieron confiárselos. Dispuesto todo para el viaje, la caravana se puso en marcha una clara mañana de primavera con el flamante sol iluminando su camino. Constaba ésta de tres vehículos particulares que avanzaban en fila: guiando la comitiva, la camioneta de Sigfrido, manejada por su propietario, que transportaba a Sergio y a su familia, junto con provisiones y maletas de los seis pasajeros; la seguía el pequeño Escarabajo de Paulinho, en el cual también viajaba Amancay; por detrás avanzaba una imponente camioneta que albergaba a Marcello y su familia, compuesta por su amable esposa y un inquieto par de hijos, además de gran cantidad de alimentos no perecederos junto con innumerables utensilios de cocina; finalmente, y cerrando el grupo, el micro que transportaba al resto de los viajeros. Mientras manejaba, Sigfrido intentaba distraer a la familia de sus angustias. —Vine a Índigo con mis padres cuando apenas tenía ocho años. En ese entonces el pueblo sólo contaba con un puñado de casas y sembradíos. De a poco fueron llegando más personas que contribuyeron al engrandecimiento y desarrollo del lugar, sobre las increíbles bases de aquel extraño dibujo. Fue un alivio encontrar algo de tranquilidad aquí, después de sufrir tantas penosas situaciones en 55
mi país. Allí los ánimos estaban muy caldeados y las persecuciones y maltratos nunca se hacían extrañar —miró por el espejo retrovisor los atribulados rostros de sus pasajeros, dándose cuenta de que sus intentos no estaban dando resultado; sin embargo, siguió firme en su empeño—. En fin, es una pena que no hayan podido estar más tiempo aquí. En Índigo uno se transforma, cambia su manera de percibir el mundo y sus prioridades adquieren otros valores. Más que en ningún otro lado, uno adquiere conciencia de comunidad. Pueden verlo con sus propios ojos con sólo voltearse, miren toda la gente que los sigue. Hasta Marcello ha decidido acompañarnos para no privarse de seguir engordándonos con su comida —concluyó, satisfecho al ver que este último comentario había conseguido dibujar cinco débiles pero definitivas sonrisas en las caras de sus acompañantes. De a poco la familia se fue animando cada vez más a participar de la conversación logrando hacer más ameno el tiempo, contado en largos kilómetros, que aún los separaba de su destino. Llegaron a la caída de la tarde, exhaustos y anhelando comer y descansar. La marcha había sido lenta ya que querían mantenerse unidos, y lleva tiempo satisfacer las numerosas necesidades de más de cuarenta viajeros que irremediablemente siempre surgen en el trayecto. 56
Una vez reunidos en la casa de la calle Anónima comenzaron a discutir como se iban a organizar, ya que allí no podían dar alojamiento a más de seis personas fuera, claro, de la familia. Después de mucho discutir sobre este punto, acordaron que intentarían alquilar algunas de las casas desocupadas de los alrededores. Alberto y Graciela tenían una gran cantidad de ahorros que habían acumulado para invertirlos en su nuevo hogar, pero al comprobar que no se utilizaba dinero en Índigo habían podido conservarlos intactos, de modo que ellos correrían con los gastos de alquiler por el momento. Fueron tres espaciosas casas las elegidas para acoger al resto de las personas que los habían acompañado. Por fortuna, éstas no se distanciaban más de tres cuadras entre sí. Los trámites para adquirirlas fueron increíblemente veloces. Todos los negocios habían sufrido una importante merma en esos tiempos convulsionados, y todos estaban al acecho de oportunidades que les permitieran salir del pozo de pobreza en que habían quedados sumidos. De modo que encontraron a los propietarios de las viviendas y concluyeron todos los acuerdos antes de que cayera la noche. Al día siguiente, mientras los vecinos de Índigo se acomodaban en sus nuevos hogares, Graciela y Alberto fueron a ver a Verónica, con la esperanza de que ella tuviera noticias de su hijo. 57
Parecía que hubieran pasado años desde la última vez que estuvieron allí. Jamás podrían haberse imaginado que la maltratada casa, precedida de un agonizante jardín, era la misma que ellos habían conocido hace tanto tiempo como una morada cálida y acogedora. Y su sorpresa se vio incrementada cuando reconocieron en el envejecido rostro de la mujer que les abrió la puerta los rasgos de la amable madre de Ezequiel y Tomás. Una vez adentro de la triste sala y con sendas tazas de té en las manos, Alberto y Graciela escucharon desanimados las noticias que Verónica tenía para comunicarles acerca de Miguel. —Le dije que sería una locura seguir los pasos de Ezequiel —concluyó descorazonada su relato de los recientes hechos—, pero estaba decidido, y creo que él no habría cambiado de parecer ni aunque toda la ciudad le hubiera suplicado de rodillas que se quedara. Lamento no poder darles noticias más felices, pero esta guerra ha traído la desgracia para todos. —Te agradecemos mucho, y no te deprimas porque sabemos que has hecho lo mejor que has podido —la consoló Graciela—. Te suplicamos que nos mantengas informados de cualquier novedad. —Desde luego. —Hasta pronto entonces. Ten esperanzas. No te dejes morir.
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Verónica sonrió levemente y los acompañó hasta la puerta. —Todas las guerras son terribles, sólo traen dolor y destrucción —afirmó Sergio una vez que su hija y su yerno le contaron lo ocurrido, mientras colgaban sus abrigos en el perchero que se encontraba a un lado de la puerta de ingreso al hogar y se frotaban las manos para recuperar el calor perdido—. No importa que los motivos por los cuales se desencadene sean justos o injustos, egoístas o humanitarios, en una guerra todos pierden. »El tiempo de revoluciones y de batallas de independencia ha pasado hace mucho tiempo. Desde hace años los únicos motivos que han existido para iniciar las guerras son las riquezas que generan a unos pocos grupos de personas que son las que, de manera oculta y velada, han llevado la batuta de la orquesta, el volante de este vehículo llamado Tierra. Para ellos no es más que un negocio, fabrican las armas a usar y se las venden a todas las partes involucradas en el conflicto, una vez destruido el escenario de lucha, ellos se apresuran a ofrecer sus empresas para reconstruir el estropicio que ellos mismos han generado, endeudando a su vez a los pobres habitantes que, además de perder sus casas y posesiones, pierden su libertad y recursos para poder pagar esas deudas que han creado para ellos los mismos que les han quitado todo lo que poseían. 59
Pero estos motivos no se los pueden confiar abiertamente al pueblo, que aún conserva la vana esperanza de que sus líderes empiecen alguna vez a velar por sus intereses. ¿Entonces cómo convencerlos de iniciar una guerra? Fácil. Creando una amenaza para la nación, provocando una catástrofe de cuya autoría se hará responsable al enemigo que quieren combatir. Exaltando a su vez el patriotismo acérrimo del pueblo y resaltando el heroísmo de todos aquellos que se avengan a participar de esa contienda. Ustedes preguntarán ¿pero cómo puede ser que no se den cuenta del engaño? Pues porque los han aleccionado desde la cuna para formar parte de este sistema perverso. Han encendido en sus corazones el amor a una bandera por encima del amor a la humanidad. Han enaltecido el valor del consumismo como modo de vida, como camino seguro al progreso y a la felicidad. Lo que importa es el individuo, los logros personales que éste obtenga por sobre los demás, y no la comunidad. Tener acumulados una cantidad de bienes caros e inútiles que no necesitan es señal de status y es, en su ignorancia, a lo que todos aspiran. Viven con los ojos puestos en una meta lejana sin mirar siquiera el camino que pisan y el maravilloso paisaje que se les ofrece a cada lado. Pretenden estudiar para “ser alguien en la vida”, deslomarse trabajando para obtener muchos bienes que no necesitan y que no pueden disfrutar porque deben deslomarse trabajando 60
para mantenerlos y reemplazarlos cuando se gasten. Nunca obtienen suficiente, nada los satisface, siempre falta algo para conseguir la felicidad prometida. Pero la felicidad no es una meta, no es un objetivo, la felicidad puede ser el material que pavimente el camino que recorremos, pero nosotros debemos decidirlo, ya que se encuentra en nosotros, y no en el exterior. »El motivo por el cual ahora hay tanto desorden y tanta gente perdida y desesperada es que el sistema para el que han sido formados, y en el que deberían encajar como una pieza de reloj, se ha desmoronado bajo su propio peso. Ha crecido de manera tan descomunal que se ha escapado de su control, ha colapsado y se ha derrumbado. Muchos intentaron rescatarlo inútilmente, pero este final era inevitable. No se podía arreglar con pequeños parches la debilitada y tambaleante estructura, corroída y profundamente erosionada desde su base. Esta guerra que ha estallado ahora representa los últimos y agonizantes coletazos de este sistema, que pretende al menos apropiarse de las últimas migajas de pastel que han quedado. Ahora nosotros tenemos la responsabilidad de crear algo nuevo y más sano para todos. De ayudar a un cambio de conciencia que beneficie a toda la humanidad en su conjunto. »Debemos dejar ir a Miguel. Ha tomado su decisión y es tarde para dar con él. Nosotros debemos ayudarlo desde aquí extendiendo la nueva conciencia. 61
Mi nieto ha partido a esta guerra por un motivo completamente generoso. El amor que rebosa su corazĂłn es como un cĂĄntaro repleto hasta el borde de agua, y es inevitable que salpique un poco de su contenido por cada paso que dĂŠ. Puede que sea lo que se necesita para que en el yermo territorio de la batalla surjan algunas hermosas flores de esperanza que transformen el paisaje para todos.
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CAPÍTULO DIEZ El camino elegido
Gran sorpresa causó Miguel a los soldados encargados de reclutar a todos los jóvenes de Ocre y alrededores cuando se presentó ante ellos pidiendo alistarse en el ejército. —Bien hecho, muchacho —aprobó uno de ellos que, a juzgar por las insignias que lucía en su uniforme, gozaba de un alto rango entre sus compañeros—. Es el primero que se ha presentado voluntariamente aquí. Evidentemente es usted un verdadero patriota dispuesto a dar su vida por su nación. —Gracias, señor —respondió Miguel con frialdad. —Llegas a tiempo para completar el regimiento que parte mañana hacia el norte. Estarás a las órdenes del teniente coronel Richards. Ahora sigue a este joven que te entregará tu uniforme. Bienvenido al ejército, hijo. Miguel inclinó levemente la cabeza ante él y siguió al muchacho que lo guiaba hacia un amplio edificio, que evidentemente habían conseguido de manera provisoria y acondicionado para su uso. Un escalofrío recorrió su espalda al ver la cantidad de armas
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expuestas en el salón de entrada, amontonadas contra una pared y ordenadas según el calibre. Tanta tecnología aplicada para facilitar la destrucción y no la creación, para la muerte en lugar de la vida. Cuántas cosas serían distintas si todos los recursos y el genio que hicieron falta para crear esas armas se hubiera empleado en causas nobles para cuidar a la Tierra y a la humanidad, en lugar de buscar su aniquilación. Sobre esto estaba reflexionando Miguel cuando el joven lo hizo volver al presente estampándole contra el pecho un uniforme junto con un par de botas de su talle y lo mandó a su habitación para prepararse. El lugar donde pasaría esa noche era pequeño y frío, contaba con seis camas apretujadas que apenas dejaban espacio para transitar y estaba amoblada con extrema sencillez. Encontrándola desierta aprovechó para cambiarse de ropa tranquilamente y pensar cuáles serían sus pasos a seguir a partir de ese momento. “La última noticia que tengo de Ezequiel es que se dirigía a Óxido con su regimiento”, reflexionó sentándose sobre la cama que encontró más cerca, cuyo colchón crujió levemente al ceder bajo su peso. “Pero no sé cuál es ese regimiento. Esto es lo primero que debo averiguar. Pero también el destino de mi propio regimiento. ¿Qué haré si nosotros nos dirigimos a otro lado? No puedo desertar, eso podría costarme la vida y entonces todo el esfuerzo 64
habría sido inútil. ¿De quién voy a obtener la información que necesito?” Sumido en estos pensamientos no se percató de la entrada de un joven alto y robusto, de unos veinticinco años, con facciones duras pero expresión tierna y paternal. —¿Te puedo ayudar en algo? —inquirió mirando a Miguel con preocupación. —No, gracias —respondió Miguel, sobresaltado por la repentina intromisión. —Soy Pedro —saludó el joven estrechándole la mano a su interlocutor. —Miguel. —¿Eres nuevo aquí, verdad? —Acabo de llegar. —¿Estás nervioso? Apuesto que nunca has pisado un campo de batalla. —Cierto, no lo he hecho. Y sí, estoy nervioso. Pero es otra cosa lo que me preocupa. —Sé que acabamos de conocernos. Pero puedes confiar en mí. Si te puedo servir en algo… —En realidad sí. Hace más o menos unos diez días partió de aquí un grupo de soldados con destino a Óxido. ¿Puedes decirme qué regimiento era ése? ¿A mando de quién está? ¿Y si nosotros vamos a reunirnos con él? —Era el tercer regimiento de infantería al mando del general Brown. Pero ignoro si nosotros tenemos el mismo destino que ellos. ¿Por qué la pregunta? ¿Viaja allí alguien que conozcas? 65
—Sí, un amigo. Para buscarlo me enrolé en el ejército. Le prometí a su madre que lo encontraría. Pedro lanzó un largo silbido de asombro y meneo la cabeza sonriendo. —¡Esos son amigos! De haber escapado al reclutamiento, yo lo habría pensado dos veces antes de venir a ofrecerme voluntariamente como carne de cañón para buscar a alguien en medio del tiroteo. Espero sinceramente que tengas mucha suerte y te ayudaré en lo que pueda. La nobleza y dificultad de tu misión realmente me conmueve. —Gracias. —De nada. Ahora, si no te importa, quisiera tirarme a descansar. Mañana saldremos temprano y presiento que va a ser un día agotador. —Desde luego, descansa. Pedro se acostó en la cama que se encontraba enfrentada a la de su nuevo compañero, y luego de acomodarse en el desvencijado colchón cerró los ojos y se durmió, lanzando a los pocos minutos el primero de un largo recital de ronquidos. Miguel, luego de cenar rápidamente en uno de los salones más amplios del edificio, regresó a su cuarto y siguió el ejemplo de Pedro. La rítmica sinfonía nocturna ejecutada por su compañero se convirtió muy pronto en el sonido más entrañable que escucharía los próximos meses. 66
A la mañana siguiente se despertó confundido al sentir que alguien lo zarandeaba del brazo. —Miguel, levántate que ya casi es hora de irnos —le advirtió Pedro—. Prepara tus cosas y vamos a tomar el desayuno antes de que nos ordenen iniciar la marcha. El joven se sentó en la cama haciendo esfuerzos por reconocer los objetos a su alrededor y comprender por qué estaba en esa habitación fría y deprimente. Finalmente arrancó su mente del mundo onírico que quería seguir acogiéndola y sus recuerdos lograron darle sentido a todo aquello que veía. —¡Vamos, date prisa! Miguel saltó de su cama, se acomodó como pudo el arrugado uniforme con el cual había dormido, se peinó y siguió atolondradamente a Pedro hasta el comedor. —¡Vaya que duermes profundamente! — comentó su amigo entre risitas—. Me llevó más de diez minutos lograr que te despertaras. Al fin ha llegado el momento. —Así es. —Ánimo, que ahora nos informarán acerca de nuestra ruta. Luego de comer les ordenaron a todos ir en busca de sus posesiones y reunirse en el salón de entrada para recibir órdenes. —¡Soldados! —bramó el teniente coronel Richards, un hombre de unos cincuenta años, de aspecto fuerte y distinguido, cabellos entreca67
nos, mirada sagaz y mandíbula prominente—. Formen ordenadamente cinco filas delante de mí. ¡Rápido! Los soldados cumplieron inmediatamente esta orden y al momento cuatro muchachos comenzaron a caminar entre ellos repartiéndoles armas. —Partimos inmediatamente hacia Cobalto. Allí está por comenzar una batalla decisiva cuyo resultado debe quedar a nuestro favor. El general ha pedido refuerzos de manera urgente, de modo que nuestra marcha debe ser veloz. Nuestra oportuna llegada puede marcar la diferencia entre un triunfo y una derrota. De modo que ¡en marcha! Salieron ordenadamente del edificio y subieron en grupos de siete a los vehículos que los esperaban delante del enorme edificio. A una orden del teniente coronel todos los vehículos comenzaron a avanzar traqueteando por la irregular carretera. Miguel, ajeno a todo, estaba preso de sentimientos contradictorios que pugnaban por prevalecer en su ánimo. Cobalto no estaba lejos de Óxido y podía ser que fueran a auxiliar al regimiento del general Brown, donde se encontraba Ezequiel. La perspectiva de tan ansiado encuentro lo alegraba, pero si la batalla estaba a punto de estallar estaban corriendo contra reloj, y cuando llegaran podía ya ser demasiado tarde para salvar a la tropa, lo cual lo aterrorizaba de sólo pensarlo. 68
Pero aun asĂ la esperanza seguĂa siendo su consoladora amiga y leal compaĂąera; con ella aceptaba con entereza recorrer el camino elegido, sin tropiezos y con coraje.
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CAPÍTULO ONCE Reflexiones en la oscuridad
La marcha por los yermos caminos siguió su curso de manera fatigosa. La tropa paraba poco para descansar, ya sea en pequeños pueblos donde los recibían a regañadientes, o a la vera del camino en precarias carpas que no los protegían demasiado de las inclemencias del tiempo. Estas eran las mejores ocasiones que Miguel encontraba para hablar con Pedro y unos cuantos de sus compañeros acerca de sus impresiones de la difícil situación que estaban pasando. —Yo intenté huir —afirmó David, un muchacho menudo, de mirada brillante, que provenía de Sepia, un pequeño pueblito a pocos kilómetros al oeste de Ocre—, pero me interceptaron a la salida del pueblo. Dudo que alguien haya tenido mejor suerte que la mía, si estos soldados parecen perros de caza lanzados tras las desgraciadas presas que sólo quieren vivir tranquilas. ¿Y quién los envía? ¿Por qué debemos nosotros asesinar o ser asesinados por personas que no conocemos, que jamás nos han hecho ningún daño ni tampoco han recibido afrenta alguna de nuestra parte?
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—¡No hables tan alto! —le advirtió Pedro, sacando la cabeza de la carpa que compartían, que por precaución permanecía completamente a oscuras, y echando un vistazo al exterior para cerciorarse de que no hubiera nadie cerca—. En menudo problema nos meteremos todos nosotros si alguien nos oye decir estas cosas. —Son los titiriteros que manejan los hilos de este mundo quienes los envían —aseguró en un susurro Miguel—. Aquellos a los que no les importa nadie más que ellos mismos. Estamos luchando por una causa completamente egoísta que solamente les pertenece a ellos. No es por la libertad, ni por la paz, ni por nuestra nación, ni por nuestros compatriotas por los que luchamos. Luchamos para que ellos sigan gozando de una vida privilegiada por sobre la de todos los demás. Luchamos para mantener el status quo de la sociedad, el mismo que nos mantiene a nosotros abajo y a ellos arriba. No hay otro motivo. —¿Pero nosotros qué podemos hacer? —preguntó Pedro con fastidio—. Ya estamos en el baile, ya sea en contra de nuestros deseos o voluntariamente —y al decir esto le echó una rápida mirada a Miguel—, y ahora lo único que podemos hacer es bailar. Y las reglas de una guerra dictaminan que matas tú o te matan. Es así de sencillo. —Por ese pensamiento han muerto durante siglos miles de personas inocentes, Pedro —arguyó severamente Miguel—. 71
Si ésta es la única salida que ves, estás siguiendo su juego. Y si todos les seguimos el juego, entonces ellos persistirán y continuarán proponiéndolo cada vez que quieran. —¿Y qué otra salida le ves a todo esto? —le preguntó desafiante Daniel, un joven de unos veinte años, alto, delgado y de expresión petulante. —Aún no la encuentro, pero al menos miro a mi alrededor en el afán de descubrirla; y cuando la halle la usaré, aunque nadie más siga mis pasos. Jamás estaré tranquilo si actúo en contra de lo que me dicta la conciencia. Y el hecho de que sean las reglas del juego y el pensar que no tenía otra alternativa no me va a convencer. Siempre hay otra salida, aunque nos cueste encontrarla. Me resisto a formar parte de esta maquinaria destructiva sin oponerme. —Si la encuentras te prometo que estaré a tu lado para acompañarte —le aseguró Pedro mirándolo decididamente a los ojos—. Pero no me sentiré culpable si tengo que matar a cientos de personas para salvar mi vida y la de mis amigos. —Es tu decisión, pero yo no la comparto. No pretendo imponerle mis ideas a nadie. Es mi camino personal y mi conciencia es mi guía. No le pido a nadie que me siga, ni impido que lo hagan si lo desean. Todos guardaron silencio al oír el ruido de unas pesadas botas que se acercaban a la carpa y que se detenían frente a ella por un instante. 72
Permanecieron quietos con todos los músculos en tensión y los ojos clavados en la negra silueta que se dibujaba en la lona. Cuatro similares suspiros de alivio se percibieron en el oscuro refugio que los acogía cuando se oyeron alejarse las firmes pisadas y la inconfundible figura del teniente coronel se desvaneció. —¿Creen que haya oído algo de lo que estábamos hablando? —preguntó nervioso David. —Lo dudo —le respondió Pedro en un susurro casi inaudible—. Pero por las dudas ya deberíamos dormirnos. No es el lugar ni el momento para hablar de estas cosas que… —Cosas que por cierto no podrían venir más a propósito teniendo en cuenta el lugar y el momento en que nos encontramos —lo atajó Miguel—. Y sobre todo las circunstancias que siendo tan adversas nos dan la mejor oportunidad que pudiéramos desear para poner a prueba nuestras convicciones. —Puede ser. Pero hablar esto a pocos metros de un perro de caza que vive para servir a tan injustos amos y que ejecuta sin pensar ni chistar todo lo que ellos le manden es un riesgo absurdo. Para situaciones peligrosas ya vamos a tener muy pronto el campo de batalla, así que ahora tratemos de descansar tranquilos mientras todavía podamos hacerlo. Buenas noches. —Buenas noches —repitieron todos los demás, acomodándose en sus bolsas de dormir.
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Miguel, a quien el sueño evitaba visitar, se puso a pensar en todo lo que había sucedido y cómo había desembocado en ese momento y lugar. Pensó en Ezequiel y se le hizo un nudo en la garganta. ¿Qué sería de él? ¿Estaría herido? Suspiró y cerró los ojos. Trató de dejar la mente en blanco y concentrarse en el sonido estridente y monótono de los ronquidos de Pedro que ya comenzaban a hacerse oír, pero no le fue posible deshacerse de sus preocupaciones. Continuamente invadían su mente espantosas imágenes de campos de batalla color carmesí, regados de cuerpos sin vida, el agrio hedor de la muerte y las aves carroñeras dibujando espirales en el cielo. Empezó a oír suplicantes pedidos de auxilio que, para su horror, provenían de los fríos labios entreabiertos de los pálidos muertos. Un escalofrío recorrió su espalda al escuchar una voz conocida que gemía inconsolablemente. Corrió hacia el lugar de origen de ese aterrador sonido y cayó de rodillas al lado del inerte cuerpo de su amado Ezequiel. Pero él no imploraba por su suerte. Él ya se había ido dejando atrás su cuerpo. Clamaba el nombre de su hermano: “¡Tomás, Tomás!” repetía con voz entrecortada. Su voz arrastró a Miguel a un escenario diferente, una pequeña villa completamente destruida. Sólo se podían vislumbrar solitarias casas consumidas por las llamas, algunas completamente carbonizadas, tres edificios (los únicos que se veían por los alrededores) destrozados y largas columnas de 74
oscuro humo que se elevaban en enormes volutas por encima del desastre. A lo lejos se veían alejarse tres helicópteros del ejército adversario. Miguel vislumbró a lo lejos una luz que provenía de uno de los edificios derrumbados. A duras penas avanzó por entre los escombros, tosiendo a causa de la humareda que se le colaba en los pulmones y le hacía arder la garganta. Al llegar al lugar señalado descubrió un brazo infantil que sobresalía por debajo de un trozo irregular de viga. Se apresuró a acercarse al lugar y, haciendo acopio de fuerzas, la levantó y corrió hacia un lado. Un frío estremecedor se apoderó de su cuerpo al ver en el lugar recientemente liberado a Tomás, cuyo último aliento se le había escapado dejándolo inmóvil sobre el frío suelo con la mirada opaca perdida en el cielo infinito. Lanzando un destemplado grito, el joven se despertó sobresaltado y miró aterrado alrededor esperando ver otros cadáveres acompañando al del inocente niño, pero su mirada se topó con la imagen de las durmientes figuras de sus compañeros iluminadas débilmente por la primera claridad del amanecer.
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CAPÍTULO DOCE Carmín, sangre y fuego
Tomás pasaba los días contemplando tristemente las montañas que formaban el telón de fondo de Carmín, el pequeño pueblo que su abuelo Alfredo había elegido hacía años para residir en paz. Éste estaba conformado por unas pocas casas de color terroso que fácilmente se confundían con sus silenciosos guardianes de roca; éstas se encontraban apiñadas en torno a una amplia plaza central, con enormes árboles, bancos descascarados y juegos silenciosos que sufrían la ausencia de las risas infantiles. Se había convertido en un pueblo fantasma, semidesierto; sólo se oían los aullidos de veloces ventarrones que agitaban las hojas y hacían crujir las antiguas casas de madera. Únicamente unas pocas edificaciones de hormigón se levantaban por sobre el resto, indicando con su altura la importancia de las funciones para las cuales habían sido construidas; pertenecían a una escuela, un banco abandonado (que había quebrado hacía meses), y un edificio municipal. Muchos alegres veranos había pasado Tomás junto a su familia en aquel lugar, ya sea escalando las escarpadas montañas o jugando con Ezequiel. Pero las circunstancias habían cambiado trágicamente, y al niño sólo le 76
quedaba la añoranza de aquellos momentos felices que se habían marchado. Su abuelo intentaba animarlo invitándolo a jugar con él o contándole mitos y leyendas surgidas entre las gigantescas montañas que los cercaban, pero nada daba resultado. Extrañaba enormemente a su madre, a su hermano y a sus amigos, temía por ellos. Nadie podía sacarlo de esa profunda melancolía en la que estaba sumido. El paisaje exterior manifestaba los signos de ese tiempo insólito que afectaba a todo el mundo. La crisis había llegado a Carmín en forma de pobreza, carencias, confusión y un aumento de la inseguridad, consecuencia del desabastecimiento de productos básicos y el ansia de obtener lo necesario para subsistir. Luego de acumular las reservas necesarias para sobrevivir un largo tiempo en este pueblo aislado y olvidado, las familias decidieron recluirse en sus casas para protegerse. Los modos alegres y generosos que habían caracterizado a estos pacíficos habitantes, y la amabilidad de las relaciones sociales que habían construido, se perdieron en el miedo y la desconfianza. Todos creían que ya habían tenido su cuota de desgracia y que habían tocado fondo. Lejos estaban de imaginar los eventos que se desencadenarían una cálida tarde de primavera. El día en cuestión había sido por demás agradable, con un cielo apenas manchado por unas esponjosas nubes blancas arrastradas 77
lentamente por una débil brisa. Pero repentinamente todo se trastornó. Un sonido estridente y entrecortado sacudió al pueblo, alarmando a sus habitantes. El aire comenzó a agitarse bajo la acción de unas potentes hélices mensajeras de muerte. Gritos autoritarios se abrían paso entre el barullo provocado por los poderosos motores de los helicópteros. Abriéndose paso como pudieron entre las casas, edificios y árboles que dificultaban su movilidad, aterrizaron en la plaza, destrozando a su paso árboles, bancos y columpios por igual. Varios vecinos habían salido de sus casas para enterarse del origen del alboroto. Al ver salir decenas de soldados armados como fieras salvajes dispuestas a atacarlos, el pánico se apoderó de ellos. Los que intentaban volver a toda prisa a sus hogares para guarecerse en su interior se chocaban con aquellos que, desconcertados, seguían avanzando hacia la plaza para tratar de entender lo que ocurría. La confusión, el desorden, el horror y el odio reinaban por doquier, preparando el mejor escenario posible para una dramática tragedia que tendría a la muerte y al dolor como únicos protagonistas. El ejército adversario llevaba semanas esperando una buena oportunidad para atacar a sus desprevenidos rivales. Mientras el grueso de la tropa se enfrentaba en campos de batalla abiertos contra sus oponentes, una pequeña parte de la milicia se había adentrado, con tres 78
de sus mejores y más silenciosos helicópteros, en territorio enemigo. Pretendían causar el mayor daño posible con el menor riesgo y la máxima efectividad. Vengarían la muerte de cada uno de sus compatriotas caídos en batalla. Las gigantescas montañas multicolores esconderían con su colosal altura el avance de los soldados. Una vez que hubieron llegado lo suficientemente lejos sin ser descubiertos, se establecieron en un estrecho valle a orillas de un río. Desde allí enviaron espías a reconocer el terreno y buscar información útil para los sorpresivos ataques que tenían planeados. No les fue difícil conseguirlo. Capturaron a algunos campesinos que vagaban solitarios por esas tierras; unas monedas para uno, un revólver en la sien para otro, consiguiendo así los datos que necesitaban. Un pequeño pueblo llamado Carmín estaba establecido en la falda de la montaña a unos cuarenta kilómetros de donde ellos se encontraban. Eran pueblerinos pobres y desamparados. La victoria estaba garantizada. Un triunfo seguro que sin duda sería celebrado más adelante. —Que los soldados estén listos —ordenó el sargento que se encontraba a cargo de la tropa— Partiremos en una hora. Los aplastaremos como a hormigas. —Señor, ellos no son un ejército, no están armados, no podrán hacernos frente —objetó osadamente un joven oficial—. ¿Vamos a masacrar a niños, ancianos, familias 79
completamente indefensas? Eso es una cobardía abominable que sólo nos traerá desgracia y deshonor. La compasión y sensatez de ese soldado quedó acallada al ser envuelto por los esqueléticos brazos de la muerte. —¡Ese hombre es un traidor que intentó asesinar a su superior! —aseguró el sargento al resto de la tropa. Una venda en los ojos, cinco rifles apuntando a su pecho, la simultánea descarga, y listo. Se eliminó el obstáculo, se silenciaron las réplicas, se acabaron las protestas. Luego de este aislado incidente, el plan prosiguió a pedir de boca. Las bestias de metal partieron, llevando la muerte en su interior para vomitarla sobre Carmín. A poco andar divisaron el pueblo bajo ellos. Un puñado de casas, unos pocos edificios y una espléndida pista de aterrizaje en el centro. Un dificultoso aterrizaje por entre medio de las viviendas, los bancos de plaza, los árboles y los juegos, y entonces todo comenzó: los gritos, las súplicas, los insultos, las persecuciones, el vuelo de las balas, el sonido estridente de la metralla, las explosiones causadas por los derrumbes de los edificios al ser impactados por mortíferos proyectiles de mortero. La agonía no duró mucho, el ruido de los disparos se fue haciendo cada vez más distante y espaciado, unas pocas explosiones más y el silencio se apoderó del lugar. 80
Escombros, humo oscuro que se elevaba de las incendiadas casas y decenas de cadáveres era todo lo que quedaba. Resultado de la tentativa: exitosa, sin bajas para el ejército, enemigos completamente exterminados. Su tarea estaba realizada. Antes de marcharse recorrieron el lugar y rescataron todos los alimentos y objetos útiles que pudieron encontrar en buen estado. El espeso humo que se elevaba señalando el lugar de la tragedia les hacía arder los ojos y picar la garganta. Rápidamente regresaron a los helicópteros, con los brazos cargados de los preciados tesoros que los ayudarían a sobrevivir en aquel aislado valle rodeado de montañas que habían elegido como centro de operaciones. Habían cumplido. Habían entregado su nefasto mensaje y ahora se marchaban, henchidos de orgullo, ahogados de sangre, cargados de muerte.
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CAPÍTULO TRECE Salir del pozo
Sergio, Alberto, Graciela y Amancay encontraron a Verónica llorando desconsoladamente con un papel arrugado en la mano. Habían salido apresuradamente de su hogar al oír el urgente pedido de auxilio de una vecina que la había encontrado desmayada en la vereda y, luego de asistirla lo mejor que pudo, había corrido a informarles la situación. —¿Qué ha sucedido? —le preguntó Alberto, mientras le alcanzaba un vaso con agua que Sergio acababa de traer de la cocina. Verónica estaba demasiado consternada para responder, de modo que le pasó a Graciela la carta que había ocasionado todo. La mujer la leyó en silencio tapándose la boca con una mano temblorosa. Al concluir, se la extendió a su marido y se apresuró a abrazar a su acongojada amiga en un vano intento de brindarle algún consuelo. Alberto optó por leer la carta en voz alta para que los demás también pudieran enterarse de su contenido. Ésta constaba de unas pocas pero fatales líneas mensajeras de dolor:
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Querida Verónica: Con mucho pesar somos los encargados de comunicarte el terrible suceso que ha tenido lugar en Carmín y que ha ocasionado la muerte tanto de Tomás como de Alfredo. Hace dos días llegó a Sombra un campesino que aseguraba haber visto una inmensa columna de humo a unos cuantos kilómetros al sur que, según sospechaba, provenía de Carmín, el único pueblo que se encuentra en dicha dirección. Todos nos apresuramos a dirigirnos allí como pudimos, encontrando la ciudad completamente destruida y sembrada de cadáveres. Al parecer fueron sorpresivamente atacados y no les dejaron la más mínima posibilidad de defenderse. Actualmente se está investigando para dilucidar cómo fueron exactamente los hechos. Nos hemos encargado de darle adecuada sepultura a tu hijo. En cuanto a tu padre, fue completamente carbonizado junto con su casa. Lamentamos comunicarte esto de una manera tan brusca, pero no encontramos palabras para manifestarlo mitigando a la vez el sufrimiento que sin duda provocan estas noticias. Te damos nuestro más sentido pésame y estamos a disposición para lo que necesites. Atentamente Familia Mazzi —Ellos fueron quienes tuvieron la amabilidad de llevar a mi desdichado hijo con su abuelo hace unas semanas —explicó con voz entrecortada Verónica, haciendo un descomunal esfuerzo para controlar el llanto—. Creí que allí estaría a salvo, pero en cambio…—su voz se 83
quebró en un renovado llanto que le impidió seguir hablando. —Esta guerra te ha golpeado más fuerte que a la mayoría de nosotros —comentó Sergio colocándole una mano sobre el hombro—. Pero no puedes dejarte vencer por el dolor y nosotros no podemos otorgarte nuestra lástima. Ésta parece un sentimiento loable, pero no es constructivo. Aquel que recibe la lástima de los demás se coloca un peldaño más abajo del que le corresponde, disminuye la confianza en sí mismo, su independencia y su capacidad para hacerse valer y superar las adversidades por sus propios medios. A la persona que designemos como “digna de lástima” le estaremos causando un gran perjuicio, ya que eso significará una dependencia de esa persona para con los demás. Todos necesitamos una ayuda de vez en cuando, pero el que la recibe siempre por lástima muchas veces se vuelve adicto a esa situación, acudiendo al victimismo ante cada problema que lo aqueja para generar el sentimiento deseado en los demás, su atención y su cariño, invalidándolo para encontrar una salida de ese oscuro laberinto. —Sergio habla con verdad —aseguró Amancay con seriedad—. Y nosotros no tenemos intención de perjudicarte. La muerte no es una enemiga, es el fin de nuestra experiencia actual en la Tierra. Es la caída de telón después de haber desempeñado un maravilloso papel en el teatro que nos ofrece la vida. 84
Algunos participan de un largometraje, otros de un cortometraje, pero la experiencia es válida en cualquiera de estos casos y todos, tarde o temprano, llegaremos a la escena final. —Pero él era un niño bueno e inocente —gimió sollozante Verónica—. No le hacía daño a nadie. ¿Por qué tuvo que sucederle esto a él? —Las cualidades de las personas no influyen en estos casos. La muerte no es un castigo, y nos llega a todos por igual. De nada sirve desear que mueran solamente las personas que consideramos malas, y que las personas generosas tengan una larga vida. Cada quien vive lo que corresponde para experimentar lo que deba en este mundo. Todos tenemos nuestras razones para estar aquí y para trabajar desde la luz, la oscuridad o la neutralidad, según lo que hayamos decidido. Nadie está de más en esta Tierra, ni siquiera las personas cuyos actos consideramos atroces e incomprensibles. Tomás vivió lo que debía, del mismo modo que debemos hacer nosotros. —¿Pretendes que lo deje ir sin más? ¿Pretendes que deje impune crimen tan aberrante? ¿Pretendes que no odie a quienes lo asesinaron? —Yo no pretendo nada. Lo que hagas o dejes de hacer es tu decisión. Pero, según mi experiencia, lo que te puedo decir es que me parece mejor que sí. Que dejes ir a Tomás sin atarte tú misma a esa muerte sepultándote en vida, encadenada al dolor y al resentimiento. 85
Que no busques justicia por mano propia. Ningún crimen queda impune jamás. En este mundo cada cual cosecha lo que siembra, y amargo fruto es el que se obtiene de las semillas del odio y la violencia. El odio que generes dentro de ti solamente te hará daño a ti misma. Piensa si vale la pena. —No la vale, tienes razón. Pero no puedo dejar de sufrir por la muerte de mi hijo y de mi padre. —Y lo comprendo. Han sido demasiadas desgracias juntas para alguien que no estaba preparada para semejante golpe. El modo en que se conciben ciertos conceptos, entre ellos la muerte, es cultural. Tiene que ver con la educación que hemos recibido de chicos, y las normas que rigen el funcionamiento de una sociedad. En la sociedad en la cual te has criado siempre se ha visto la muerte como algo malo. Se le teme, es lo desconocido, lo misterioso. Pero no siempre ha sido así. Muchas culturas, la mayoría antiguas, han visto en la muerte el sendero para reencontrarse con sus dioses, con sus creadores; hasta el punto en que se han llevado a cabo sacrificios humanos, idea que a la mayoría le parece abominable, para acelerar la llegada de ese dichoso momento. Y para ellos era positivo. También la dualidad, la idea de antítesis, de enfrentamiento entre ideas a primera vista opuestas, ha estado presente por toda una era en la historia de la humanidad.
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Separar vida y muerte, cuando la muerte también es parte de la vida; amor y odio tampoco son opuestos, pertenecen al mismo equipo, aunque no parezca; ciencia y religión, se complementan; luz y oscuridad, conviven y se equilibran; día y noche, se suceden naturalmente, ambas son necesarias; cuerpo y espíritu, ambos tiene valor, son uno, están unidos de tal modo que lo que le ocurre a uno indefectiblemente repercute en el otro. Es hora de conciliar todas estas ideas, de buscar la unidad. —A mi alrededor sólo veo oscuridad. ¿Dónde está la luz? —En ti. Crece en sabiduría y en amor. Actúa con integridad y conciencia. Puedes iluminarte. Si tú te encuentras equilibrada, la oscuridad no puede dañarte. En lugar de combatirla reconócela, abrázala y transmútala. Verónica suspiró y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. —Supongo que para salir del pozo debo empezar por erguirme y levantar la mirada —reflexionó poniendo en acción sus palabras: levantándose de la silla donde había permanecido postrada y mirando de frente a sus huéspedes—. No soy la única persona que está pasando por esta situación. No voy a caer en la autocompasión. Voy a encender mi propia luz. Sus amigos no pudieron menos que recibir con un jubiloso aplauso la nueva y positiva
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actitud que parecía haberla hecho crecer ante sus atónitas miradas. Una luz había logrado encenderse a pesar de la tormenta que la amenazaba. Irradiando con poderoso fulgor había descubierto la salida al laberinto que la mantenía presa.
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CAPÍTULO CATORCE Teñidos de Índigo
La vida y el color habían renacido en la ciudad a partir de la llegada de los antiguos habitantes de Índigo. Ellos no solamente habían trasladado su presencia física a ese lugar, sino también sus ideas, su filosofía y alegría. La ciudad sumida en el desorden había comenzado a organizarse bajo su dirección, volviendo a generar fuentes de trabajo y desarrollándose como nunca antes se había visto. La industria, paralizada por la caída del antiguo sistema económico, volvía a funcionar gracias a la inquebrantable voluntad de sus antiguos trabajadores, en su mayoría despedidos cuando las diferentes empresas fueron quebrando. Todas las fábricas que aún estaban en condiciones de funcionar fueron reabiertas y sus trabajadores reincorporados. Habían dejado de existir los puestos jerárquicos dentro de ellas. Todos los trabajadores estaban asociados y trabajaban para trocar sus productos por aquellos otros que necesitaban. Marcello se había hecho cargo de un restaurante que había sido abandonado por su dueño hacía tiempo. Lo acondicionó con la ayuda de sus conciudadanos y lo puso a 89
funcionar nuevamente. Todo lo que no encontraba allí lo mandaba a buscar de Índigo. Muy pronto las carreteras se vieron inundadas de camiones que iban y venían transportando frutas, verduras, granos y demás materia prima necesaria, para ser procesada y usada en la ciudad, y regresaban al pequeño pueblo rural cargados de productos elaborados. El entusiasmo y energía de los recién llegados habían contagiado a los habitantes de aquella marchita ciudad, renovando su voluntad de vivir y prosperar. Todos habían encontrado algo en lo que ocuparse. De a poco el color fue volviendo a la ciudad, como lo haría al semblante de un enfermo que después de una larga agonía se recupera y prepara para volver a gozar de una saludable y nueva existencia. Dos días después del encuentro con Verónica, Alberto partió junto con Sigfrido hacia Ocre en busca de noticias de Miguel; mientras tanto Sergio, Graciela y los niños hacían lo posible por rehacer sus vidas, trabajando y colaborando con el resto de sus vecinos. —¿Crees que estará bien? —le preguntó Gloria a su abuelo una mañana, mientras ambos amasaban pan en las cocinas del restaurante de Marcello. —Seguro que sí. Tu hermano es un joven audaz e inteligente y sabrá cuidarse —contestó Sergio, esforzándose por sonreír y ocultar la ansiedad que sentía por la llegada de novedades que confirmasen sus deseos. 90
Como esperaba, las nuevas no tardaron en llegar. Al día siguiente la familia recibió a los agotados viajeros que, además de noticias, traían la vieja Rural que había sido una de las grandes protagonistas de la aventura. —Estaba estacionada delante del edificio que ha servido este último tiempo como centro de operaciones del ejército —explicó Alberto a su familia, mientras recibía de manos de su esposa una taza de café caliente y se sentaba en un sillón de la sala—. La llave la tenía uno de los oficiales a quienes les fuimos a pedir información de Miguel. No fue fácil que me las entregara. Me pidió una gran cantidad de documentación que acreditara que yo era dueño del vehículo en cuestión. Y aun después de eso se mostró bastante reticente a dejar que me lo llevara. Al parecer tenían la intención de desarmarlo y aprovechar sus piezas como repuesto para los vehículos del ejército que se averiaran, si es que nadie pasaba a buscarlo durante esta semana. Este oficial nos informó que, efectivamente, Miguel se había alistado y partido con su regimiento hace una semana. Fue demasiado tarde para alcanzarlo, pero me aseguraron que su columna permanecerá a la retaguardia y que es posible que no tenga una participación directa en el conflicto. Aunque yo creo que esto último lo dijo para consolarme al ver el dolor que me habían causado sus palabras.
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—Ese lugar es una sombra de lo que alguna vez fue —afirmó tristemente Sigfrido—. Lo poco que les quedaba a las desdichadas familias que allí viven se lo ha llevado el ejército aduciendo la necesidad que tienen de ello, y además afirman que serán sus propios hijos quienes lo aprovechen, de modo que tienen derecho a llevárselo. —Hay una atmósfera de gran resentimiento en Ocre —dijo Alberto meneando la cabeza—. Esta guerra les está trayendo enorme pesar a todos. A aquellos que preguntan en nombre de qué van a pelear sus hijos y vecinos, la razón por la cual tienen que abandonar sus hogares y a sus familias, les responden que están peleando por su patria y que se convertirán en héroes. Nadie cree en estos motivos; incluso algunos se han atrevido a enfrentarse con los oficiales de mayor rango negándoles los artículos pedidos y exigiéndoles que se marchen. Todos fueron acusados de desacato a la autoridad y de perturbar el orden público, siendo posteriormente encerrados en oscuras celdas y teniendo incluso prohibida las visitas de familiares. Cualquier intento por sacarlos de allí ha sido completamente inútil. La gente tiene miedo. Han optado por encerrarse en sus casas y evitar enfrentarse con los militares mientras permanezcan allí. —Como lo temía, es tarde para ayudar a Miguel —dijo Sergio, dándole unas palmadas en la espalda a su yerno. 92
—Él no quiere que lo ayudemos —confirmó Alberto—. Nos dejó una nota en el auto. Miren —dijo tendiéndole una hoja en la que había sido garrapateado un breve mensaje de puño y letra de Miguel. Estoy bien. No se preocupen por mí. Yo tomé esta decisión con plena conciencia de lo que estaba haciendo y de las consecuencias que podía desencadenar, y me haré cargo de ella tanto si es acertada como errada. No me arrepiento de nada. Cuídense mucho. Los amo Miguel —Respetar su decisión es lo mejor que podemos hacer —opinó Sergio al concluir la lectura en voz alta de la nota. Todos inclinaron la cabeza como muestra de silenciosa aceptación. Los más afectados por estas palabras fueron Gloria y Nicolás, que comenzaron a sollozar y corrieron a abrazar a sus padres. —Parece como si se estuviera despidiendo de nosotros para no volver jamás —comentó Gloria entre hipidos. —Él va a volver —aseguró Graciela con voz temblorosa mientras abrazaba con fuerza a su hija. Pero la niña no era la única que opinaba eso. La breve esquela encerraba las más solemnes palabras que pudieran esperarse de un
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maravilloso epitafio digno de un gran héroe, valeroso y leal. Las palabras escritas desde el corazón de ese noble joven que arriesgaba la vida en nombre del amor eran no sólo la divisa de sus sublimes ideas, sino también la bandera de todos sus actos. Pensamiento, sentimiento y acción conformaban un todo coherente en la vida de Miguel, quien había comprendido mejor que nadie el verdadero significado de “integridad”. Con él una nueva luz, potente y cegadora, se encendía adentro mismo del ojo del huracán y brillaba, firme e inquebrantable, como primer rayo de sol en un flamante amanecer. Un nuevo faro quebraba la densa oscuridad con su ardiente claridad.
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CAPÍTULO QUINCE Territorio de buitres
Largas planicies desérticas se extendían ante la extenuada mirada de los soldados. La caravana de vehículos que transportaba ejércitos y armas avanzaba traqueteando por el irregular camino, donde de vez en cuando una inoportuna piedra los hacía saltar por el aire. Todos estaban exhaustos y con los miembros entumecidos por el largo viaje. Miguel y sus compañeros no habían tenido oportunidad de seguir intercambiando impresiones ya que cada vez viajaban más y descansaban menos. Se estaban forzando al máximo los coches, de modo tal que se estaban deteriorando tan velozmente como ellos por cada agotadora jornada que se veían obligados a realizar. Tras gran esfuerzo y cuando todos creían que ya no soportarían más esa vida inactiva e invariable, aunque lo que les esperaba fuera muchísimo peor de lo que se atrevían a imaginar, reconocieron a lo lejos la inconfundible forma de unas austeras edificaciones que se elevaban rompiendo la plana monotonía del espacio circundante. Finalmente habían arribado a su destino. Cobalto era un pequeño pueblo perdido en 95
medio de una inmensa llanura de tierra resquebrajada por la falta de lluvia. Un poco más allá se extendía la inmensa planicie elegida para el enfrentamiento. En ese terreno vasto no había lugar posible para ocultamiento ni estrategia alguna. La vista abarcaba, sin interrupciones ni obstáculos, kilómetros de tierra seca y arbustos achaparrados regados por la sangre de cientos de hombres tendidos en el suelo. Avanzaron con los vehículos dejando atrás el pueblo y descendieron inmediatamente con la intención de hacerse una idea precisa del desalentador panorama. La consternación se apoderó de sus corazones al contemplar aquella trágica escena. “Llegamos tarde”, pensaron horrorizados. Pero... los uniformes que vestían la mayoría de los soldados ultimados no eran los de su propio ejército. Aún intentaban explicarse lo ocurrido allí cuando se percataron de que un grupo numeroso de personas provenientes del pueblo se acercaba a ellos. —¿Quién va? —tronó el teniente coronel al tiempo que cargaba su arma, siendo imitado al momento por todos los demás soldados. —“La guerra es el medio” —gritó el hombre que se encontraba al frente de la comitiva. —“Y la paz, la finalidad” —respondió el teniente coronel mientras bajaba su arma y se dirigía a grandes zancadas al general Fields, que lo esperaba al frente de un puñado de sus hombres—. Cuando llegué y vi ese reguero de 96
cadáveres —dijo una vez que lo tuvo a pocos pasos—, temí que habíamos llegado demasiado tarde para asistirlo. —Así fue, en efecto —el general le dirigió una mirada severa a su colega—. Pero quiso la suerte que el teniente Hartwell se encontrara a pocos kilómetros de aquí, lo que le posibilitó enterarse inmediatamente de la noticia de mi difícil situación y acudir acto seguido en mi ayuda, lo cual inclinó la balanza a nuestro favor otorgándonos la victoria en la batalla. Un hombre de unos treinta años, rubicundo, de rostro afilado y mirada aguda, se adelantó y le tendió la mano al teniente coronel. —Richards, que gusto que decidieras venir a visitarnos —lo saludó con una sonrisita sardónica bailando en sus labios y coloreando sus palabras. —Parece que estos últimos acontecimientos, en los cuales ha tenido la inmerecida oportunidad de lucirse, le han hecho subir los humos a la cabeza —insinuó ofendido y con el rostro colorado el teniente coronel—. No le conviene olvidar que se está dirigiendo a un superior. Si usted hubiera estado tan lejos como yo del campo de batalla y en situación tan desfavorable… —Nosotros no contaríamos el cuento —lo atajó el general—. Él hizo lo que usted no pudo. Debería agradecerle en lugar de reprenderlo —el teniente coronel bajó la cabeza, avergonzado—. Pero bueno, ahora que se 97
encuentra aquí podremos discutir nuestros planes a seguir. Los tres comandantes volvieron a entrar en el pueblo precediendo al resto de los soldados. Se había elegido el edificio de la delegación de policía de Cobalto como centro de mando. Aquí se reunirían a deliberar los tres hombres mientras el resto del ejército se acomodaba en las casas, libres u ocupadas, que encontraban. —Hijo, por favor —el teniente coronel le llamó la atención a Miguel, que pasaba en ese momento por su lado—, tráeme los mapas que se encuentran en la parte delantera del vehículo principal —dicho esto y sin esperar respuesta, siguió a sus camaradas al interior del edificio. —Tenemos en nuestras manos una situación de extrema gravedad —comenzó a explicar el general acomodándose en una amplia silla a la cabecera de una estrecha mesa—. Conseguimos apresar a un capitán enemigo que, después de varias horas de… persuasión, nos informó que la columna principal del ejército enemigo se estaba dirigiendo al sur por un camino alternativo, mientras ellos nos distraían aquí. Esta batalla sólo fue una vil artimaña para garantizar el libre paso de sus tropas sin que nosotros lo notásemos. ¿Se dan cuenta, caballeros, del alcance que tiene esta medida? Hemos dejado nuestros hogares y a nuestras familias a su merced mientras nosotros, estúpidamente, corríamos tras un fuego fatuo. Ahora nos llevan varios días de ventaja. 98
Y no solamente eso. Parece ser que una parte de la tropa ha iniciado el avance al sur en helicópteros, por entre medio de las montañas, y que además ya han atacado y destruido un pequeño pueblo aislado y desprotegido que se hallaba al alcance de su voracidad destructiva. —Pero en esta batalla hemos cobrado venganza por las vidas perdidas en tan cobarde accionar —afirmó con crueldad el teniente Hartwell. Una mirada maliciosa se asomaba en sus fríos ojos grises—. Y por cada compatriota muerto caerán diez soldados enemigos. —Deja esa efusividad para el campo de batalla —lo amonestó el teniente coronel—. Ahora lo que necesitamos son ideas, estrategias para solucionar este espantoso desastre. ¿Ningún regimiento de nuestro ejército ha permanecido en la retaguardia? ¿Hay alguien que pueda cortarles el paso y hacer tiempo hasta que nosotros lleguemos? — Sí, existe un grupo que lleva algún tiempo en Óxido —explicó el general—. Tenían la orden de establecerse allí y actuar como barrera de contención ante una improbable derrota de nuestras fuerzas. Esto, teniendo en cuenta nuestra superioridad numérica, es algo que jamás consideramos seriamente como una verdadera posibilidad, de modo que no enviamos una gran cantidad de soldados a este lugar; eran mucho más necesarios en el frente que en la retaguardia. Ahora, y en vista de la circunstancias, creo que son nuestra única 99
esperanza de salvación. Pero no resistirán demasiado tiempo. Si no nos damos prisa, si el socorro no llega a tiempo, podemos estar completamente seguros de nuestra derrota. En cuanto a la pequeña tropa que se ha aventurado por las montañas, lamentablemente nada podemos hacer para frenarlos por ahora. —Eso es, como usted dice, lamentable —comentó el teniente Hartwell—. Pero ahora debemos ocuparnos de la columna principal del ejército enemigo que se dirige al sur. ¿Qué tropa es esa que ha permanecido en Óxido mientras nosotros derramábamos valientemente nuestra sangre en el campo de batalla? —Es el tercer regimiento de infantería, dirigido por el general Brown. Y es muy probable que los que ahora tengan que derramar hasta su última gota de sangre sean ellos. Todos se volvieron sobresaltados hacia la puerta al oír un golpeteo sordo, seguido de otro más fuerte, proveniente de esa dirección. Miguel se había desplomado sin sentido en el umbral luego de dejar escapar por entre sus brazos una enorme cantidad de planos y mapas.
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CAPÍTULO DIECISEIS Noticias perturbadoras
Gracias a las ideas de sus nuevos visitantes y al empeño del pueblo por salir adelante, Malva estaba recobrando rápidamente su vida activa. Sin embargo, eran concientes de los oscuros nubarrones que se cernían sobre ellos y que, aunque pudieran mitigar un poco sus efectos a partir de todo lo que habían logrado, no estarían completamente ajenos a ellos. La confirmación no demoró en llegar, y lo hizo a través de la entrecortada voz de un agotado mensajero que había tenido el valor de recorrer cientos de kilómetros para ponerlos sobre aviso del peligro que se cernía sobre ellos. Se llamó inmediatamente a una junta en la que participaron representantes de cada una de las familias de la ciudad; práctica adoptada de la nueva organización que habían implantado los “Índigo”, como ahora se los llamaba. Se reunieron en el restaurante de Marcello, que debido a su amplitud y cantidad de sillas era el mejor lugar disponible. Allí fueron llegando y ubicándose los diferentes miembros de esta improvisada asamblea, delante de la asombrada mirada del mensajero que nunca en su vida había visto tamaña celeridad para reunir a tanta gente en un lugar. 101
Este hombre, ya descansado y recuperado gracias a las solícitas atenciones del propietario del restaurante, al ver que cerraban las puertas tras los últimos rezagados, se puso de pie y se dirigió al expectante público. —He venido para advertirlos de la grave amenaza que está golpeando a nuestra puerta. He sido enviado desde Óxido para comunicarles una terrible nueva que nos ha llegado. El ejército enemigo ha conseguido evadir a nuestras tropas y se está acercando a paso veloz desde el norte. En pocos días llegará a nuestros hogares —estallaron cuchicheos y algunos gritos acongojados entre los concurrentes—. Únicamente ha quedado un regimiento de pocos hombres capaz de enfrentarlos, pero cuyo número le imposibilita completamente una defensa victoriosa. Todos moriremos allí a no ser que recibamos socorro. Nosotros somos la primera muralla con la cual se toparán, pero si somos vencidos los invasores seguirán su inexorable avance hacia el sur, hacia aquí. —Le agradecemos enormemente la disposición que tuvo para venir hasta aquí —le dijo Sergio con una leve inclinación de cabeza, luego de lo cual se volvió a sus vecinos—. Creo que lo mejor que podemos hacer ahora todos nosotros sería regresar a nuestros hogares, informar a nuestras familias acerca de estos hechos, reflexionar y volver a reunirnos aquí mañana, a la misma hora, para discutir acerca de
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nuestras opciones y determinar cuál será la mejor manera de enfrentar esta difícil situación. Un murmullo de aprobación se dejó oír en el salón, luego de lo cual todos emprendieron el camino de vuelta a sus hogares. El mensajero se quedaría en casa de Alberto y Graciela hasta el día siguiente, cuando emprendería el camino de regreso, a pesar de las reiteradas invitaciones que se le hicieron para que al menos asistiese al próximo concilio. Esa noche hubo una segunda reunión en el restaurante, pero esta vez solamente contaba con la familia de Sergio, los “Índigo” y Verónica. Una vez que los participantes de la asamblea hubieran puesto al tanto del terrible mensaje recibido allí a quienes habían estado ausentes de la misma, comenzó la discusión al respecto. En ésta se dejaron oír diversas opiniones, pero fue una, por sobre todas, la que prevaleció. —Cuando salimos de Índigo acordamos ir adonde nos necesitaran —expresó con convicción Amancay—. Éste fue el primer lugar elegido para hacer un alto en nuestro peregrinaje pero, a mi entender, no el último. Estoy segura de que hemos cumplido con nuestra misión aquí. Ahora es en el norte donde nos necesitan. Siempre creí que nosotros terminaríamos de una manera o de otra en el frente de lucha de esta guerra absurda. Y lejos de huir de ella, tengo el presentimiento que es allí el lugar correcto para nosotros. 103
Estoy segura de que nuestra presencia en aquel lugar es imprescindible. —Estoy de acuerdo con Amancay —dijo Sergio—. Tenemos que hacer lo posible por frenar esta ola de destrucción antes de que acabe con todos. Ya conocen los hechos y riesgos a los que nos exponemos. Por favor, los que estén de acuerdo y deseen partir inmediatamente hacia Óxido con nosotros, levanten la mano. Todos, a excepción de la esposa de Marcello, lo hicieron. —Supongo que no pretenderán que los niños los acompañen —dijo—. Yo me quedaré y me ocuparé de todos ellos mientras dure su ausencia. —Me parece muy acertado —aprobó Sergio—. Bueno, mañana podemos comunicar nuestra decisión y prepararnos para este nuevo viaje. Creo que sería conveniente partir lo antes posible. Ahora nos vendría bien descansar mientras aún podamos hacerlo tranquilamente. Todos se despidieron afectuosamente y prometieron ponerse sin tardanza a preparar todo para esta nueva travesía. A la hora pautada, la reunión se llevó a cabo sin inconvenientes. En ella se comunicó la noticia de la partida de los “Índigo”, a la cual se sumaron Verónica y algunos de sus vecinos. Al día subsiguiente, los viajeros estaban listos para la partida. Toda la ciudad se reunió en masa a cada costado del camino, deseándoles a esos valientes peregrinos buena fortuna y un 104
rápido y victorioso regreso a aquel que, por todo el amor e ideas que habían invertido para sacarlo adelante, ya era su hogar. La caravana de vehículos, con algunas pequeñas adiciones que la diferenciaban de la que los había llevado hasta allí, partió escoltada por el reconfortante sonido de los aplausos y vítores de aquellos que se quedaban. Casi todos los que habían llegado ahora volvían a irse. Sergio, Alberto y Amancay viajaban en la recientemente recuperada Rural (Graciela había decidido quedarse con sus hijos). La seguían los vehículos de Paulinho, Marcello y Sigfrido, en el cual iba además Verónica con dos de sus vecinos que no tenían autos propios; detrás iba una camioneta que transportaba a quienes habían decidido emprender esta aventura junto con los audaces “Índigo”; por último, cerraba la marcha el ya conocido micro de Aníbal que llevaba a todos los demás. La disminución de vegetación fue la primera señal que los hizo darse cuenta de la distancia que paulatinamente iban poniendo entre ellos y sus hogares. Raudamente recorrían los desiertos caminos sin más compañía que la de unos enflaquecidos buitres que surcaban los cielos por encima de sus cabezas. Tal vez intuían que se dirigían rumbo a un festín de cadáveres que llenarían sobradamente sus estómagos, tal vez habían percibido a la distancia el intenso aroma a muerte que se expandía por la región, cubriendo todo a su paso con su oscura mortaja. 105
Aquellos alados heraldos siempre habían sabido encontrar el rumbo correcto para cumplir sus voraces designios, y ahora creían haber encontrado a los guías adecuados que avanzaban en solemne cortejo hacia la guerra devastadora e implacable. La sombría presencia de ese inesperado séquito nubló los ánimos de los valientes viajeros y los invadió de tristes presagios. Marchaban para internarse en el centro mismo de la tormenta, en el corazón de la tempestuosa borrasca que agitaba las aguas con su furia destructora, azotándolos salvajemente en su desesperado intento de derribarlos. Pero ellos permanecían firmes, sosteniendo en lo alto la invencible llama que era su mayor esperanza.
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CAPÍTULO DIECISIETE Arrepentimiento
Las cómplices montañas multicolores seguían brindando abrigo a la furtiva tropa mensajera de destrucción, pero las provisiones se agotaban rápidamente y la situación se hacía cada día más difícil. El peso que perdían los enflaquecidos miembros de los soldados lo iban adquiriendo gradualmente sus corazones corroídos de culpa. Cargados de ira y adrenalina habían sido causantes de una horrenda masacre de la cual ahora se arrepentían. Pero ¿de qué podían culparse? Órdenes eran órdenes, y ellos solamente habían hecho lo que correspondía acatándolas sin cuestionamientos. Era inútil, esa débil excusa no servía para tranquilizarlos. No había sido una lucha justa, no habían estado ambos bandos en iguales condiciones, no se cumplía el precepto “matar o morir”; había sido una cruel e injustificada matanza. Sus conciencias les reclamaban reparación por sus actos. Pero ¿qué podían hacer? ¿Rebelarse contra las órdenes de su comandante? Sabían el destino que les aguardaba por cuestionar una orden. Estaban al tanto de que aquel joven oficial no había muerto por atacar al sargento, sino por 107
oponerse a los descabellados actos que sugería su sanguinaria locura. ¿Qué misericordia podían esperar ellos si sólo eran simples soldados? Si todos se unieran desobedeciendo los mandatos de su cruel superior, todo terminaría con bien. Pero ¿cómo saber si los demás pensaban como uno mismo? ¿Cómo asegurar la unión? ¿En quién confiar? ¿Y si confesaban sus culpas y sus planes a la persona equivocada? Y en el caso de que lograra organizarse una resistencia ¿cómo asegurar que todos seguirían firmes en sus convicciones hasta el final sin acobardarse, sin retroceder, sin traicionar a sus compañeros en busca de un beneficio personal? Pero el germen de la revolución nace a partir de las injusticias y anida en los corazones de los oprimidos, de los dominados, de los sojuzgados; se extiende imparable como una epidemia y desencadena actos idealistas, temerarios y transformadores. No hace falta mucho: una mirada cómplice, un comentario acertado, un gesto sutil y expresivo para descubrir a los aliados. Una fría noche sin luna, las curiosas estrellas fueron testigos de una secreta reunión en medio de un oscuro valle rodeado de cerros que ocultaban, con su imponente altura, a los furtivos rebeldes que la conformaban. Más de la mitad de la tropa había asistido, arriesgando sus vidas para salvar otras más inocentes. En disimulados susurros comenzó a adquirir forma definida un osado plan de resistencia. 108
—Si nos hemos encontrado todos aquí esta noche —comenzó diciendo el primer orador, un hombre alto, mofletudo, de mirada brillante y poblado bigote castaño—, es sin duda porque compartimos una misma inquietud. Lo que sucedió en aquel pequeño pueblo en la falda de las montañas fue una brutal carnicería de la que me avergüenzo enormemente de haber participado. Desde ese día el remordimiento no me ha dejado dormir tranquilo; terribles pesadillas me visitan cada noche para recordarme el horror de mis actos. Cientos de caras apenadas me miran desde la muerte, miles de dedos descarnados me señalan de manera acusadora. No lo soporto. No puedo volver a cometer los mismos errores, antes prefiero que me fusilen. Pero, como todos saben, las provisiones se están acabando. Estoy seguro de que no pasará mucho tiempo para que el sargento ordene un nuevo avance sobre otro inocente poblado, aunque sólo sea para abastecernos. Esto no puedo tolerarlo. —Si aún nos queda algo de honor, ninguno de nosotros podemos hacerlo —afirmó un joven de contextura menuda y ojos claros y saltones—. Vamos a demostrarles que somos más que inertes figuras que únicamente bailan al son del rítmico resonar de la metralla en manos de estos macabros titiriteros. Es hora de que cortemos nuestros hilos y empecemos a actuar por nuestra propia cuenta.
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De esta manera siguió durante horas la murmurada discusión. Cuando todos se pusieron en marcha nuevamente hacia el campamento, ateridos de frío pero con una firme resolución que guiaba sus pasos, ya casi despuntaba el amanecer. Habían corrido un enorme riesgo al permanecer tanto tiempo en el valle, tramando sus secretos planes futuros; pero la causa bien lo valía. Mas los valientes rebeldes no eran los únicos que habían tenido su pequeña reunión nocturna. El sargento y los altos oficiales del regimiento habían estado ultimando los detalles de su próximo avance, tan concentrados en sus propios planes que no detectaron el perfume de lo que se estaba cocinando en su contra. A primeras horas de la mañana reunieron a la tropa para comunicarles sus órdenes. —Continuaremos avanzando hacia el sur —dijo el sargento con voz estruendosa, fijando su fogosa mirada en sus soldados—. A ciento cincuenta kilómetros de aquí se encuentra una población aislada de campesinos, trabajadores de la tierra y hippies. Nuestro objetivo es caerles encima de sorpresa, para que no tengan tiempo de preparar sus defensas, y aniquilarlos. De esta manera conseguiremos las provisiones que necesitamos y otro merecido triunfo para nuestro ejército —esta última afirmación causó los vítores de toda la tropa, cargados de entusiasmo los pertenecientes a los seguidores más férreos del sargento, henchidos 110
de falsedad los de los rebeldes—. Partimos mañana a primera hora. Espero que todo esté debidamente preparado para entonces. Pueden retirarse. Para encubrir sus objetivos los conspiradores fueron los más solícitos al momento de cumplir las órdenes, pero disimuladamente se echaban los unos a los otros significativas miradas, como confirmando el juramento que todos habían realizado la noche anterior: cumplir con la misión aunque costase la vida. Al día siguiente abandonaban esas tierras. Los metálicos mensajeros de muerte habían vuelto a levantar vuelo. Atrás quedaban las tierras que los habían resguardado, el susurrante río que las atravesaba, las gigantescas montañas de coloridos sedimentos que los habían ocultado, el valle que había visto nacer la resistencia; y también la solitaria tumba del anónimo mártir, el joven oficial que se había atrevido a expresar en voz alta aquello que ahora los rebeldes atesoraban en sus mentes. Un tímido saludo y una velada reverencia fue la única despedida que le pudieron otorgar sus seguidores. Solamente un montículo de tierra marcado por una improvisada cruz, fabricada con dos leños podridos cruzados uno sobre otro, era lo único que señalaba el lugar en que descansaba su cuerpo; sin nombre ni información adicional alguna. El anónimo héroe caería muy pronto en el olvido de la historia; 111
pero su memoria sería honrada por los valientes que se enfrentarían a esos hombres sedientos de sangre que habían decretado su muerte. Una noche, dos reuniones simultáneas: una oficial, que discutía planes de destrucción; otra clandestina, que discutía planes de salvación. La semilla del cambio había sido sembrada en ese momento. El primer día de un futuro diferente había empezado a contar sus horas. Todos viajaban juntos hacia el lugar donde los diversos objetivos serían cumplidos. Índigo sería el escenario de una lucha jamás vista. Esperanza o tragedia, luz u oscuridad, sólo una prevalecería.
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CAPÍTULO DIECIOCHO Angustioso retorno
—Hice el ridículo ¿no? —le preguntó angustiado Miguel a Pedro, al tiempo que rebotaban de arriba abajo en sus asientos mientras la camioneta avanzaba a los tumbos por el irregular camino rumbo a Óxido. —Sólo un poco. Pero el teniente coronel aseguró que te había bajado la presión por falta de buena alimentación. —¡Gracias al cielo! —Miguel lanzó un suspiro, aliviado. Temía haber causado a los comandantes una impresión desfavorable al desmayarse justo delante de sus ojos. —Pero ahora, entre nosotros ¿la razón por la cual te desmayaste fue la incertidumbre por el bienestar de tu amigo? ¿El que pertenece al regimiento que ahora se encuentra en Óxido? —Miguel asintió con la cabeza—. No temas, estoy seguro de que llegaremos a tiempo para socorrerlos. —Gracias por darme ánimos, aunque sé que no estás tan seguro de tus palabras como lo afirmas. Dicho esto, Miguel guardó silencio y, atravesando la suciedad de la ventanilla, dirigió su mirada al exterior. Hileras de arbustos espinosos y cactus se sucedían alternativamente 113
a su paso. El cielo comenzaba a oscurecer, alargando las sombras de la escasa vegetación que poblaba la dilatada llanura. El ejército había tenido el tiempo justo para organizarse al mando del general Fields, quien había ordenado la inmediata partida. Los recuerdos de esos últimos momentos en Cobalto desfilaban velozmente por la mente del joven. Los apresurados preparativos; los soldados corriendo de un lado a otro, cargando pesados bultos; los gritos destemplados del general y el teniente coronel, que les ordenaban imprimirle aún mayor velocidad a la urgente actividad que los ocupaba; y finalmente, el inicio de la apresurada marcha por el desierto estéril. Un zorro gris que se acercó imprudentemente al camino atrajo su atención. Se detuvo momentáneamente a la vera del camino olisqueando el ambiente y contemplando el veloz avance de la caravana de vehículos que, al pasar por su lado, lo hicieron volver a ocultarse entre los arbustos. “Astutos como zorros debieron ser para urdir semejante plan y encontrar un atajo por el cual escabullirse sin que lo notáramos”. La mente de Miguel divagaba ocasionalmente por terrenos de ensueño que lo alejaban de sus compañeros. Volviendo la cabeza hacia el camino que acababan de transitar, su mirada se dirigió hacia la herrumbre acumulada en la parte inferior del viejo vehículo que los seguía. 114
“Hacia allá vamos, hacia Óxido, en una misión prácticamente suicida”. Unos inmensos buitres negros ensombrecieron momentáneamente el cielo al dirigirse hacia el enorme territorio regado de cadáveres que habían dejado atrás. “Muy pronto nos seguirán para darse un festín con nuestra carne mutilada”. La noche comenzaba a invadir el hemisferio dejando ver las primeras estrellas que brillaban con sobrecogedora fuerza en medio de la penumbra. Los ojos agotados se elevaron bajo los pesados párpados para contemplarlas. Solitarias y titilantes refulgían en el cielo. Pequeñas e indefensas parecían, y sin embargo no cedían terreno a las invasoras tinieblas que amenazaban con extinguirlas. Firmemente alumbraban, invencibles y serenas. “Ojalá nos contagien con su luz, para hacer frente con ella a tanta oscuridad”. En medio de las estrellas surgió una enorme forma alada que se acercaba raudamente hacia él. Apenas tuvo tiempo de protegerse la cara con los brazos antes de que el siniestro ser se le viniera encima, le clavara el afilado pico entre las costillas y comenzara a hurgar con su pelada cabeza en su interior. Estaba acostado sobre el duro suelo, frío e inerte, rodeado por miles de cadáveres que lo miraban con sus ojos vacíos e inexpresivos. Densas columnas de humo se extendían hacia el cielo formando inmensas volutas. Un estrepitoso barullo conformado por explosiones 115
y gritos aterrados resonaba en sus oídos. De repente una voz diferente a todas las demás, fuerte y clara, lo llamó. “¡Miguel, Miguel!”. La voz proveía de los exánimes labios del ser amado cuya búsqueda había motivado su huida. Ezequiel se encontraba tendido en el suelo a su lado. Lo miraba con ojos dulces pero sombríos. Su brillante luz se había apagado al momento de lanzar el último suspiro. “¡Miguel, despierta, Miguel!”. El joven abrió los ojos y se incorporó, sobresaltado. Al hacerlo se golpeó fuertemente la cabeza con el techo del vehículo. —¿Qué sucede? —preguntó confundido y con los ojos llorosos al tiempo que se frotaba la cabeza en un vano intento de apaciguar el agudo dolor. —¿Te encuentras bien? Estás muy pálido. Te agitabas en sueños —Pedro lo miraba con preocupación. —Sí, sí, estoy bien —contestó el joven, algo más bruscamente de lo que hubiera deseado— ¿Qué sucede? ¿Por qué nos detuvimos? —preguntó desconcertado al percatarse de que todos los vehículos habían estacionado a la orilla del camino. —Estamos a pocos kilómetros de Óxido. El teniente Hartwell descubrió varias columnas de humo que se elevan desde el pueblo. Al parecer la batalla ya ha comenzado. En este momento está reunido con el general Fields y el teniente
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coronel Richards, discutiendo con ellos el plan de ataque. Un escalofrío recorrió a Miguel al recordar su sueño. Las columnas de humo, los gritos, los cadáveres, Ezequiel... todo estaba a punto de recomenzar, pero esta vez sería real.
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CAPÍTULO DIECINUEVE Arribos esperados e inesperados
Advertido del peligro que los amenazaba, el general Brown había comenzado inmediatamente con los preparativos de defensa de la ciudad. Su tropa se había dedicado esforzadamente durante los últimos dos días a la construcción de trincheras en cada una de las calles que daban ingreso a la ciudad desde el oeste y el este, además de cortar también otras cuantas del centro de la ciudad, construyendo de este modo una sólida trampa para sus enemigos. El sur quedaba mayormente liberado como vía de escape si la situación se volvía insostenible. Esta salida había sido ya utilizada por todas las familias que, deseando resguardarse de la terrible amenaza que se cernía sobre ellos, habían huido abandonando sus casas, que ahora se veían amenazadas por la cruenta guerra que nada perdona. Ezequiel se empeñaba especialmente en la perfecta realización de las tareas de preparación de las defensas. Le repugnaba intensamente realizarlas, pero sabía que dependía de él y de sus compañeros detener el inexorable avance de la velada muerte hacia sus hogares y familias. Continuamente tenía en mente a la suya propia; pensaba en su madre y en su pequeño hermano, 118
a los que adoraba con toda su alma. Lejos estaba de imaginarse que la vida se había extinguido cruelmente en el pequeño cuerpo de Tomás. Aunque habían llegado confusas noticias acerca de un sorpresivo ataque a un pequeño pueblo en las montañas, no se conocía ningún detalle específico al respecto. Ni siquiera el nombre del pequeño poblado, que tan familiar le hubiera sonado y que podía haber hecho despertar en su corazón terribles angustias, había llegado a sus oídos. Mientras transportaba dificultosamente una pesada cómoda (extraída de una de las casas abandonadas) para formar parte junto con muchos otros voluminosos objetos de la barricada de una de las calles principales de la ciudad, la imagen de Miguel se le presentaba continuamente, como una alentadora alucinación, delante de sus ojos. Que alivio saber que él se encontraba tan lejos de esa espantosa locura. ¡Que inocencia, que ingenuidad! No llegaba a comprender el alcance del profundo sentimiento que los unía, que había hecho recorrer a su amado kilómetros y kilómetros de desiertos caminos en su búsqueda. —¡Soldado, preste atención a lo que hace! —lo increpó el general al ver que el joven, distraído, derribaba a su paso unas cuantas sillas amontonadas a un lado de la calle. —Lo lamento, señor —se disculpó Ezequiel, vividamente sonrojado.
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El general Brown, con un resoplido de disgusto, retomó su recorrido. A un lado y otro, varios hombres se afanaban en sus tareas, corrían cargando mesas, armarios, camas y demás muebles, amontonando todo de la mejor manera posible a lo ancho de las calles. Se había avanzado rápidamente en la fabricación de las improvisadas barricadas. Teniendo en cuenta el elevado número de sus adversarios, habían decidido enfrentarlos en la ciudad, atrincherándose y disparando contra ellos desde las ventanas de los edificios más altos y desde atrás de los inestables muros de reciente fabricación. Además se habían preparado varios leños para encender altas fogatas, cuando el inicio de la batalla fuese verdaderamente inminente. El objetivo que perseguían con esta acción, además de que el fuego les cortara los caminos a los atacantes, era que la espesa cortina de humo provocada ocultara a los defensores de la ciudad. Era ésta en su conjunto una estrategia muy antigua y básica de combate, pero si los enfrentaban en campo abierto sabían que no tenían esperanza alguna de sobrevivir. De repente, varias sirenas comenzaron a chillar apagando todos los demás sonidos con su estridente clamor. Todos, con la tensión dibujada en sus rostros, dirigieron la mirada al sur, lugar en que se originaba el ensordecedor ruido. Ésa era la alarma, proveniente de cinco patrulleros en desuso, que les avisaba de un peligro inesperado. ¡No podía ser que llegaran 120
tan pronto a atacarlos! ¡Y por el sur! ¡Eso arruinaba todos sus planes de defensa! —¡Tomen sus armas y marchen! —fue la desesperada orden del general, cuyo eco se repitió en toda la ciudad— Si morimos, nos llevaremos a unos cuantos de nuestros enemigos con nosotros. Todos se apresuraron a cumplir con la orden, abriéndose paso como podían por las calles que habían quedado liberadas, hasta el lugar donde la alarma había lanzado su estrepitosa advertencia. A la distancia se veía avanzar por el terroso camino un extraño e irregular convoy. El alivio se hizo sentir en el ambiente al comprobarse que no era el ejército adversario quien de este modo los tomaba por sorpresa. Esta caravana estaba conformada por varios vehículos comunes, seguidos de un enorme micro de dos pisos que cerraba la marcha. La tropa comenzó a soltar gritos entusiastas al descubrir en estos extraños visitantes una impensada ayuda, la cual llegaba en el momento justo. Sin embargo, el general permaneció mirando incisivamente a los recién llegados. Temía que fueran víctimas de alguna astuta trampa urdida por sus enemigos. —¿Quién va? —gritó al ver que los vehículos se detenían a unos cincuenta metros del ingreso a la ciudad, y que un hombre salía de uno de ellos.
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—Amigos —fue la respuesta que les llevó el viento—. Mi nombre es Sergio y he venido con mi familia y amigos hasta aquí. Acudimos a prestarles ayuda en este difícil momento. El general, desconfiado, se quedó observándolos mientras todos aquellos extraños visitantes iban descendiendo de sus vehículos. —¡Madre! El sorpresivo grito lo hizo salir de su ensimismamiento y contemplar absorto la tierna escena que tuvo lugar a escasos metros. Ezequiel, completamente fuera de sí, corría a abrazar a Verónica que, con lágrimas en los ojos, lo esperaba con los brazos abiertos. De esta manera, ya completamente convencido de la veracidad de las palabras de Sergio, el general les pidió que se acercaran. —Disculpen tanto recelo —se disculpó estrechándole la mano al viejo, a quien había tomado por líder de la expedición—, pero este clima de guerra me hace desconfiar hasta de mi propia sombra. Deben estar fatigados por el viaje, pero lamentablemente no habrá tiempo de descanso para nadie. Los lobos ya casi nos muerden lo talones y debemos prepararnos para recibirlos. Únicamente podemos ofrecerles algo de alimento y armas, si no han venido ya con ellas. —Las hemos traído, no debe preocuparse. Sin embargo, aceptaremos lo que puedan ofrecernos para comer.
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El cálculo de provisiones para el viaje que habíamos hecho resultó no ser tan acertado como creíamos. —No hay problema. Joven —llamó con un gesto amistoso a Ezequiel—, dado que al parecer tú conoces bien a estas valientes personas, llévalos al comedor, que les den doble ración a cada uno. Señor Sergio —dijo dirigiéndole al interpelado una afectuosa mirada—. Me gustaría que luego podamos mantener una pequeña conversación. Hágase dirigir en una hora a la comisaría del pueblo. Lo estaré esperando. —Como guste. Ezequiel los condujo, atravesando un sinfín de obstáculos, hasta un enorme edificio que contenía cuatro largos mesones distribuidos uniformemente en un amplio salón que, aunque austero, parecía limpio. Mientras el joven se dirigía a la cocina para transmitir la orden del general, los cansados viajeros se acomodaban en las destartaladas sillas que poblaban el lugar. Ezequiel ansiaba enterarse de la identidad de todas aquellas personas que no conocía, saber que hacían todos allí y, sobre todo, obtener noticias de su hermano. Mientras todos disfrutaban de la suculenta comida, Verónica intentó responder con calma a sus preguntas, pero cuando el muchacho mencionó a Tomás, no pudo evitar quebrarse y comenzar a llorar al tiempo que abrazaba a su hijo.
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Ante la confusión y susto de Ezequiel y el desconsuelo de su madre, fue Alberto quien le explicó lo mejor que pudo lo que había ocurrido. Las lágrimas del joven se mezclaron con las de su madre y los abrazos se hicieron más estrechos que antes. A la hora señalada Sergio partió hacia la comisaría, guiado por un severo oficial que había pasado a buscarlo. El general lo esperaba a la entrada del edificio, en una pequeña y oscura oficina. Un escritorio que separaba un par de mullidas sillas, enfrentadas la una a la otra, era todo el mobiliario de la habitación. —Siéntese por favor, y cierre la puerta tras usted —le indicó señalándole el asiento libre. —Ahora —prosiguió cuando su invitado se hubo acomodado delante de él— dígame ¿Qué hacen todos ustedes aquí? No son un ejército, ni traen armas como usted afirmaba, de eso me doy cuenta. Son un grupo de pueblerinos que han venido voluntariamente a meterse dentro de la boca del león. Quiero saber por qué. —Es usted muy agudo en sus observaciones —lo alabó Sergio, sonriendo ligeramente—. En efecto, somos un grupo de pueblerinos, pero se equivoca al pensar que no somos un ejército y que no venimos armados. Es sólo que nuestras armas son muy evolucionadas como para que sea sencillo entenderlas. Y son tan enormes que no entran más que en un grupo de bien templados corazones. 124
—¡No necesito que un hato de poetas me estorben y me hagan perder esta batalla! —exclamó furioso el general—. Yo necesito personas que estén dispuestas a ponerle el pecho a las balas defendiendo valientemente nuestra precaria posición. —Sin duda alguna estamos dispuestos a ponerle el pecho a las balas de ser necesario. Y creería yo que aún más que usted mismo. —Mire… —las palabras del militar fueron interrumpidas por el resonar de varias sirenas que generaron un extraordinario griterío en el exterior. El espantoso tumulto que llegaba a sus oídos no le permitió dudar del origen. La destrucción, la furia, la muerte. El ejército invasor finalmente había llegado, y con perentorios puños ya estaba golpeando a sus puertas.
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CAPÍTULO VEINTE Un amanecer diferente
El general se dirigió presuroso hacia la principal salida de la ciudad, que se encontraba al norte, donde ya lo estaba esperando gran parte de su tropa. —¿Cuál es la situación? —preguntó al tiempo que tomaba sus prismáticos y oteaba el horizonte. —Acabamos de avistarlos —respondió uno de los oficiales de mayor rango—. Al parecer van a establecer su campamento por el noreste, a unos dos kilómetros de aquí. —Necesitan tiempo para organizar el ataque. Tenemos tiempo hasta el amanecer para terminar de prepararnos. Dudo mucho que inicien la ofensiva esta noche. Estarán penetrando en un territorio complejo que desconocen, necesitan la mayor visibilidad posible, no se arriesgarán a caer en una trampa. Continúen con los preparativos y aumenten la vigilancia en todos los puntos de ingreso a la ciudad. Maten a cualquier espía que se atreva a venir a husmear. Es esencial contar con el total desconocimiento de nuestros enemigos del lugar que piensan atacar. De eso depende nuestro éxito. —Sí, señor. 126
Mientras los soldados se apresuraban a cumplir con las órdenes recibidas, los recién llegados desarrollaban una reunión en el comedor. Sergio acababa de unírseles y ponerlos al tanto de lo ocurrido en la breve entrevista con el general. —Justamente, somos poetas, por lo tanto no lucharemos con sus mismas armas —confirmó Amancay—. Somos artistas, soñadores, creadores y, sobre todo, librepensadores. Las razones que tenemos para estar aquí no son las que han dado origen a este conflicto. No apoyamos ni a un bando ni al otro, porque nosotros sabemos que aunque ahora se enfrenten, pertenecen a un mismo ejército al mando de un poder que ni ellos mismos conocen. Quienes los envían a pelear no tienen bandera, no tienen nobles ideales, no les importa quién gane y quién pierda mientras que ellos salgan beneficiados de la contienda. Y como ellos, también nosotros conformamos un gran poder. Tampoco tenemos bandera que nos identifique como pertenecientes a una nación; el acérrimo patriotismo divide en lugar de unir. Nosotros formamos parte de la humanidad y no tenemos razón alguna para enfrentarnos con nuestros hermanos. Como a ellos no nos interesa quién “gane” y quién “pierda” la batalla, ya que si ésta llega a llevarse a cabo, perderemos todos; pero si logramos evitarla, ganaremos todos.
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—Todo eso está muy bien, Amancay —dijo impaciente Paulinho—. Pero ¿qué vamos a hacer? —Lo que el general dijo y Sergio confirmó. Vamos a ponerle el pecho a las balas. No teman. Lo haremos por nosotros, por ellos, por todos, por nuestra generación y las generaciones futuras. —Por lo que oí que se comentaba en la calle, esperan el ataque para el amanecer —indicó Sigfrido con sequedad—. Piensan combatirlos aquí mismo, aprovechando el laberíntico parapeto que les ofrece esta intrincada ciudad. —Pues nosotros deberemos intervenir antes. Un par de horas antes del amanecer, todas las trincheras habían alcanzado una altura considerable y las enormes fogatas habían sido encendidas, de modo que el exhausto ejército obtuvo el deseado permiso de comer y descansar antes de que comenzara la batalla. La ansiedad y el nerviosismo reinaban en el cargado ambiente. A pocos kilómetros de allí, dos ejércitos planificaban sus estrategias de ataque. Ambos avanzarían sobre el pueblo al amanecer. Su encuentro sería definitivo y devastador. El día despuntaba en un rojo amanecer, densas columnas de humo gris se elevaban hacia el cielo despidiendo un olor agrio y dificultando la visión. El sonido de pesadas botas golpeando el suelo se hacía a cada segundo más nítido.
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El general Brown permanecía emboscado con sus tropas, armas en mano, municiones al alcance, adrenalina aguzando sus sentidos. De repente, los pasos se detuvieron y se oyeron a lo lejos exclamaciones de sorpresa. El naciente sol había revelado la llegada de otra tropa desde el noroeste que pretendía cortarles el paso hacia la ciudad. Al frente iban el general Fields, el teniente coronel Richards y el teniente Hartwell, y un numeroso grupo de hombres los seguía. Esta llegada inesperada de refuerzos deshacía en cenizas los planes de defensa del general Brown que, sin perder un momento, ordenó el inmediato avance de sus tropas contra los adversarios. Ya no habría estrategias ni ocultamientos, aliados y enemigos estaban a la vista formando un apretado triángulo en medio del cual se desarrollaría el enfrentamiento final. Las cosas estaban claras, cada ejército dispararía contra sus enemigos, algunos morirían, otros sobrevivirían y ganaría quien se hiciera con el control del lugar; no habría prisioneros, a nadie se le perdonaría la vida. Todos sabían lo que pasaría a continuación, todas las batallas se parecían. Pero ésta rompió la tradición. Avanzando tranquilamente desde la ciudad un grupo de personas apiñadas, vestidas con sencillez y desarmadas, se acercaban. Caminaban con firmeza y sin temor, mirando a cado soldado a los ojos. Al llegar al centro del campo de batalla se detuvieron y se dispusieron formando un círculo, todos tomados de las 129
manos y dando la cara a los perplejos soldados de ambos ejércitos que, desconcertados por la inesperada actitud de esos valientes hombres y mujeres, bajaron sus armas y los contemplaron absortos sin saber qué hacer. Los “Índigo” sabían que había llegado el momento supremo, el instante decisivo en que luz y oscuridad se encontrarían. En cada uno de los presentes se desarrollaría interiormente la auténtica lucha que decidiría para siempre su destino. La manera en que cada uno de los soldados decidiera reaccionar ante aquella pacífica resistencia marcaría para siempre el rumbo de sus vidas y de la humanidad en su conjunto.
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CAPÍTULO VEINTIUNO Ataque sorpresivo y solución imprevista
La vida de los vecinos de Índigo había seguido pacífica y monótona luego de la partida de sus amigos hacia Óxido. Seguía existiendo el fluido tránsito de trueque que se había establecido con Malva, pero éste se había reducido notablemente desde que el número de la población descendiera abruptamente por los recientes hechos que llevaran a sus antiguos convecinos hacia el ojo del huracán. Las granjas abandonadas seguían siendo cultivadas, y las casas desiertas, cuidadas. Los habitantes de ese pequeño pueblo se esforzaban al máximo para que las actividades siguieran su curso normal, de modo que no afectaran demasiado su calidad de vida ni la de sus nuevos asociados de la ciudad. Ahora, nuevas caras seguían ofreciendo productos en el mercado, nuevos brazos araban la fértil tierra para que ésta siguiera produciendo sus necesarios frutos, y enormes corazones seguían sosteniendo la alegría y la vida del pueblo. Sin embargo, ellos no estaban aislados de un mundo trastornado que muy pronto les haría sentir sus efectos. Comenzó una calurosa tarde, con tres figuras extrañas que se acercaban a través de las 131
nubes y un extraño sonido entrecortado que hendía el aire, agitándolo convulsivamente en incoherentes ráfagas. Extrañados por la inesperada aparición, muchas familias salieron apresuradamente de sus casas y se reunieron para contemplar a esas enormes criaturas metálicas que se les acercaban. Eran éstos extraños seres repletos de contradicciones, de sentimientos encontrados y designios diversos. A pesar del odio, la angustia y el temor que sentían los pasajeros de esos fornidos vehículos de acero, no pudieron dejar de admirar la extraña disposición de las edificaciones y los campos labrados que sobrevolaban en ese preciso momento. Éstos formaban un intrincado diseño circular, de exquisita geometría y perfecta simetría, cuya forma sólo era apreciable desde el cielo. Se asemejaba enormemente a algunos “Crop circles”, de misteriosos orígenes, distribuidos alrededor del mundo. Todos se estremecieron al contemplar aquel hipnótico dibujo. ¿Qué extraña y maravillosa civilización estaban a punto de invadir y destruir? ¿Qué secretos atesoraban aquellos ignorantes labradores y artistas? ¿O acaso eran geniales arquitectos ocultos en un aislado rincón de este mundo, quién sabe por qué motivos? —¡Prepárense a aterrizar!¡Tomen sus armas! —las órdenes del sargento resonaron en el interior del monstruo de metal que lo transportaba, el cual inició el descenso guiando a los demás. 132
Los rebeldes se echaron disimuladas miradas. El plan urdido en secreto no podía fallar, muchas vidas estaban en juego. Había llegado el momento de poner a prueba su efectividad. Con gran estrépito, los enormes helicópteros aterrizaron sobre un campo sembrado de maíz, aplastando impunemente las tiernas espigas con sus pesados cuerpos. Los sorprendidos habitantes de ese pacífico pueblo se reunieron alrededor del sembradío, a una distancia prudencial, esperando alguna señal que les indicara lo que estaba sucediendo. Los soldados comenzaron a salir tranquilamente, apuntando con sus mortíferas armas a los plácidos espectadores que los contemplaban haciendo gala de una admirable calma. Los rebeldes se pusieron al frente de la comitiva y avanzaron a grandes trancos por los extensos sembradíos que los separaban de aquel inocente público. Necesitaban poner la mayor distancia posible entre ellos y el resto de la tropa, de modo que de un momento a otro comenzaron a trotar hasta acercarse convenientemente al borde del campo. —¡Aléjense de aquí! —la advertencia surgió con multiplicidad de voces de todas las gargantas que habían planificado en susurros la salvación de ese pueblo, una noche iluminada por titilantes estrellas y al abrigo de los silenciosos cerros. Se dieron media vuelta a un tiempo, dándoles la espalda a sus protegidos y 133
formando un muro defensor para ellos con sus extenuados cuerpos. —¡No vamos a masacrar a toda esta gente inocente porque nos lo ordenen un hato de violentos, sanguinarios e impiadosos! ¡Ya cometimos ese error antes, y ahora esa decisión nos pesa como plomo y nos corroe el alma! ¡Ríndanse o todos moriremos aquí y ahora! —¡Villanos traidores! —vociferó, rojo de furia, el sargento. —Ni esta gente, ni ninguna otra sobre la que hemos disparado nuestras armas, nos han hecho nunca ningún daño. Ustedes nos han asegurado que ellos han insultado a nuestra bandera y conspirado contra nuestra nación y nuestras vidas. Nada de esto nos consta. Jamás hemos recibido de ellos agresión alguna, y en cambio nosotros les hemos procurado muerte y sufrimiento. ¡Ya no más! ¡Ríndanse! El sargento observó, temblando de rabia y de impotencia, cómo la mayoría de los soldados, que hasta ese entonces habían permanecido con fidelidad a su lado, soltaban sus armas y se echaban al suelo de rodillas, con los brazos en alto. —¡Cobardes, traidores! —susurró con voz temblorosa. —No derramaremos ni una sola gota más de sangre por una causa que no conocemos, comprendemos o compartimos. ¡Bajen sus armas y entréguense, les garantizamos la vida!
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Al darse cuenta de que las circunstancias habían vuelto la partida en su contra y que le sería imposible retomar el dominio de la situación, el sargento arrojó indolentemente la ametralladora que cargaba en sus manos. A pesar de haber sido derrotado, no accedió a arrodillarse delante de aquellos que consideraba sus enemigos; por el contrario, se irguió cuan alto era y permaneció firme y rígido, con el rostro colorado de ira, los labios apretados y las pobladas cejas unidas formando una severa línea bajo la cual sus ojos furiosos lanzaban chispas. Mientras el orgulloso hombre era apresado por los rebeldes, un estruendoso aplauso surgió rompiendo el tenso silencio que se había adueñado del lugar. Sólo entonces el ejército se percató de que los vecinos seguían en las mismas posiciones que habían adoptado al llegar ellos hasta allí. Ninguno se había marchado al oír el pedido de sus salvadores. —Son bienvenidos a quedarse el tiempo que deseen en Índigo —los invitó un corpulento labrador, al tiempo que se les acercaba con los brazos extendidos—. Su valentía nos ha asombrado y les estamos enormemente agradecidos por habernos defendido. Abandonen todas sus armas y sígannos para compartir una comida de reconciliación que nos libere a todos de los temores y angustias vividos.
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Todos aceptaron gustosos la invitación. Se despojó de sus armas a todos los hombres que se habían rendido y se los escoltó hasta el centro del pueblo, dejándolos marchar libremente con el juramento de que no intentarían atacar a ninguno de sus anfitriones ni compañeros rebeldes. El sargento y otros altos oficiales fieles a él, que no habían accedido a deponer su belicosa actitud, permanecieron junto a los helicópteros bajo la estrecha vigilancia de un pequeño contingente que accedió a permanecer allí, bajo las condiciones de que no se demoraran y que les trajeran pronto algo de comida. Pero, por desgracia, a algunos no les resulta tan fácil deshacerse de su resentimiento y aceptar las nuevas reglas de juego. Fue veloz, un rápido tiroteo, unos pocos gritos agónicos y el atronador sonido de los motores al comenzar a funcionar advirtieron a los rebeldes de que algo terrible había pasado. Alarmados, corrieron de regreso hacia el campo, pero ya era demasiado tarde. Unos cuantos cadáveres tendidos en el suelo teñían de carmín las esbeltas espigas, y la difusa figura de un enorme helicóptero se alejaba por entre las rojizas nubes de un agonizante atardecer.
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CAPÍTULO VEINTIDÓS La posibilidad del cambio
Tomados de las manos, erguidos en toda su estatura, firmes en sus convicciones, los audaces peregrinos mensajeros de paz permanecían en medio de los soldados, deteniendo con sus cuerpos el inicio de la sangrienta contienda. Ambos ejércitos olvidaron momentáneamente el motivo que allí los había reunido y se dedicaron a contemplar, llenos de estupefacción, a aquellas inconscientes personas que, completamente desarmadas, ofrecían sus cuerpos al fuego cruzado que estaba a punto de desatarse. Un silencio incómodo se extendió en el lugar, y hasta las aves de rapiña que ya volaban por encima de sus cabezas se quedaron mudas, comprendiendo que algo completamente inusual estaba sucediendo. —¿Qué hacen aquí? ¿Por qué vienen a acabar con la vida de miles de hombres a quienes ni siquiera conocen? —la voz de Amancay sonó clara y fuerte en medio del mutismo general—. No es necesario que me contesten a mí. Piénsenlo. Respóndanse estas preguntas a ustedes mismos. ¿Se sienten tranquilos con sus conciencias matando a sus hermanos por causas que no conocen?
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La patria, el territorio, los países y sus límites han sido establecidos hace siglos como la forma más efectiva de organización que se ha encontrado. Para conocer y administrar los recursos de la Tierra, para crear una sociedad ordenada en la que cada quien tenga todo lo que necesita para vivir dignamente, ése era el objetivo primigenio. Es difícil organizar un territorio tan extenso y complejo, con tantos millones de habitantes; de modo que, para simplificar la tarea, se decidió fraccionar ese territorio. Pero la codicia de la humanidad por poseer más de lo que necesita, sin importar que para lograrlo tenga que condenar a sus hermanos a vivir en la miseria, ha trastornado los objetivos primigenios. Ha optado por apropiarse de los territorios que habitaba y expandirlos, lo que ha motivado las conquistas sangrientas y la formación de vastos imperios que han teñido de sangre nuestra historia. Se le ha dado un distintivo a ese territorio apropiado, una bandera, un himno, y se ha fomentado el patriotismo fanático afirmando que esos límites territoriales, que esos recursos acumulados en demasía, son más valiosos que los cientos de vidas que están destinados a sustentar. De esta manera se ha defendido el concepto de Nación, de una mera distribución de las tierras para su mejor organización y economía de recursos, por encima de la vida de las personas que son, en definitiva, “La Verdadera Nación”.
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¿Para qué tener más terrenos y recursos de los que necesitamos para vivir dignamente? Las enormes riquezas acumuladas por algunas personas en este mundo no las van a poder disfrutar en toda su extensión ni ellos, ni sus hijos, nietos, bisnietos y varias generaciones más. Tan vastos son esos terrenos acumulados, tan exorbitantes sus riquezas, que no les alcanzan todos los años de vida que poseen para gozar de ellos; pero en cambio le impiden a muchísimas personas a las que les correspondería por derecho beneficiarse con ellos, que puedan hacerlo, condenándolas a llevar una vida miserable. He mencionado la palabra “gozar”, pero de hecho dudo mucho que realmente lo hagan, porque la codicia, el ansia de poder y de dominio nunca llegan a satisfacerse; siempre existe algo más que no se tiene y que se debe llegar a conquistar para ser feliz. Es una droga, una adicción, un círculo vicioso del cual es muy difícil salir, que genera sufrimiento para las personas que están inmersas en él y, en grado sumo, para quienes no lo están pero que igualmente sufren sus efectos. »Ahora todos nosotros nos encontramos en esta coyuntura, consecuencia de la insaciable codicia de algunas pocas personas. Por favor, piensen. ¿Cuándo una guerra a traído algún beneficio para las personas que ponían el cuerpo en ellas? ¿Cuándo ha dejado de causar muerte, dolor y destrucción a su paso? 139
¿Tienen la auténtica certeza de que participando en esta contienda están haciendo justicia, defendiendo a sus familias y amigos, castigando a los responsables de una supuesta agresión o amenaza que los ha llevado a todos a encontrarse aquí hoy? Porque si no es así, piensen si vale la pena derramar tanta sangre por una causa que no les pertenece ni los contempla más que como carne de cañón. »Si desean continuar tendrán que abatir primero este muro que formamos con nuestros cuerpos, que les obstaculiza el cumplimiento de su “deber como patriotas”. Nosotros estamos en el lugar que consideramos correcto y no nos moveremos de aquí. Queda en cada uno de ustedes la decisión de lo que harán a continuación. Si utilizan sus armas contra nosotros, las cosas seguirán como hasta ahora, si deciden no hacerlo, podemos encontrar entre todos una mejor salida. Estamos ante una posibilidad única de cambiar nuestro destino y el curso de la historia. De abrazarnos como hermanos y colaborar en la construcción de un mejor futuro para todos. La voz se apagó pero su impronta quedó, transformada en un insistente eco que se repetía en cada uno de los corazones de todos los presentes. Un fuerte golpeteo rompió el silencio cuando algunas indecisas y temblorosas manos dejaron caer las armas que cargaban. Cuatro jóvenes rompieron filas de una de las columnas 140
del noroeste, y corrieron hacia el centro a fortalecer la barrera que allí se había creado. —Yo conozco a todas estas personas —gritó Miguel, luego de abrazar fervientemente a su padre y a su abuelo—. Viví con ellos pocos pero maravillosos días. Antes tal vez no lo hubiera creído posible, pero ahora puedo asegurar que una sociedad en la que todos podamos vivir bien, en paz, compartiendo nuestros recursos sin que nada nos falte, es posible. Ellos lo han logrado. Han venido hasta aquí desde un lugar en que cada uno tiene más de lo que necesita, lo que le permite compartirlo con sus vecinos y ser completamente feliz con ello. La generosidad es la única ley verdadera que los guía y que hace que las cosas funcionen para beneficio de todos. Vienen de un lugar donde la pobreza y el hambre no existen, donde no existen las jerarquías; la opinión de cada uno vale, no importa que provenga de un niño, un adolescente, un adulto o un anciano. Que todos ellos hayan venido aquí hoy, poniendo en riesgo sus vidas para transmitir su mensaje e invitarnos a formar parte de este maravilloso mundo, es prueba suficiente de los profundos lazos de hermandad que los unen y que los han llevado a compartir este viaje hasta sus últimas consecuencias. Ellos son la prueba de que una vida mejor puede ser posible. —¡Miguel! —la sorprendida exclamación, seguida del ruido de veloces pasos que hacían
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crujir las pequeñas piedras de aquel extraño escenario, llamaron su atención. —El amor de estos jóvenes finalmente los ha reunido en el lugar más increíble —susurró sonriendo Sergio al ver la efusividad con la que su nieto abrazaba a su amado Ezequiel. Luego, dirigiéndose a todos los demás con voz atronadora (mas no carente de ternura), dijo—. Este desventurado conflicto ha contribuido extrañamente para juntarnos. Depende de ustedes si ahora se desharán o no estos nuevos lazos que nos unen. En sus manos tienen la respuesta. De a una, de a varias, las armas de todos los soldados se fueron soltando de las manos que ya no deseaban su contacto. Los carroñeros, decepcionados, enfilaron su rumbo hacia territorios menos soleados. La tempestad se calmó, las nubes se disiparon, las furiosas olas se cansaron de azotar al invencible faro que ahora unía su luz a la de un nuevo y radiante amanecer.
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EPÍLOGO
La construcción de un mundo diferente es lenta, pero la fuerte motivación que implica tener una vida mejor puede hacer amena la tarea si todos colaboran en ella. Después de la tormenta, de a poco todo se fue acomodando. La familia de Sergio se agrandó con la unión de Miguel y Ezequiel, dando también de este modo la bienvenida a su sorprendida madre, Verónica. Los “Índigo” se distribuyeron por las distintas ciudades que habían sufrido el paso de la guerra, para ayudar en la recuperación de esos lugares y, sobre todo, de las personas que los habitaban y que habían sido rudamente azotadas por sus efectos. Varios ex soldados de los diferentes ejércitos decidieron visitar aquel pequeño pueblo rural donde se había sembrado la semilla del cambio, cuyo fruto maduro ahora los alimentaba a todos. Allí se enteraron de que la plaga de la guerra también había llegado hasta Índigo, pero afortunadamente con resultados alentadores. Tanto los vecinos del pueblo como los rebeldes que los habían defendido, los recibieron con los brazos abiertos. El comercio por trueque entre Índigo y Malva se acrecentó enormemente luego de la incorporación al mismo de nuevas ciudades que, 143
de a poco, iban abrazando esta nueva forma de vida. Incluso varios científicos, desalentados por los resultados destructivos que habían tenido varias de sus creaciones, rescataron viejas tecnologías y crearon otras nuevas que facilitaran las tareas de obtención, tratamiento y distribución de recursos. Se dice que el sargento que había huido con sus oficiales, luego de asesinar a los guardias que los custodiaban en Índigo, siguió vagando por las montañas, temeroso de ser juzgado por sus actos luego del impensable final que había tenido esa guerra, hasta ser sepultado finalmente junto a sus hombres sobre la ladera de una inmensa montaña multicolor, entre las ruinas del metálico mensajero de muerte que, tan hambriento como su amo, se había desplomado exánime junto con sus pasajeros. A pocos metros de allí una anónima tumba acompañaba la trágica escena que acababa con la vida de los hombres que, en su momento, no habían sabido escuchar las objeciones del joven oficial que ahora yacía mudo, arropado de oscura tierra, en aquel valle solitario a orillas de un caudaloso río. Los anónimos titiriteros veían desaparecer de a poco la oscura sombra que había velado sus rostros y ocultado sus actos durante tantos siglos. Un mundo diferente estaba surgiendo, un mundo en el cual sus mezquinos intereses ya no tenían lugar. Ellos deberían cambiar para seguir habitando en él, o marcharse junto con la 144
oscuridad que habĂan contribuido a sostener y que ahora era desplazada por la radiante luz del fortalecido faro que la habĂa combatido durante tanto tiempo.
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