La jornada de un escrutador

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instituto electoral y de participación ciudadana del estado de jalisco

consejero presidente

José Tomás Figueroa Padilla consejeros electorales

Juan José Alcalá Dueñas Víctor Hugo Bernal Hernández Nauhcatzin Tonatiuh Bravo Aguilar Sergio Castañeda Carrillo Rubén Hernández Cabrera Everardo Vargas Jiménez secretario ejecutivo

Jesús Pablo Barajas Solórzano director general

Luis Rafael Montes de Oca Valadez director de la unidad editorial

Moisés Pérez Vega


México, 2012


“Este libro se produjo para la difusión de los valores democráticos, la cultura cívica y la participación ciudadana; su distribución es gratuita, queda prohibida su venta”.

Colección “Literatura y democracia” La jornada de un escrutador Título original: La giornata d’uno scrutatore

D. R. © The Estate of Italo Calvino, 2002 D. R. © Ediciones Siruela, S.A., 1999 D. R. © De la traducción, Ángel Sánchez-Guijón D. R. © De la cronología, César Palma D. R. © Del prólogo, Dulce María Zúñiga D. R. © 2012, Instituto Electoral y de Participación Ciudadana del Estado de Jalisco Florencia 2370, Col. Italia Providencia, 44648 Guadalajara, Jalisco, México. www.iepcjalisco.org.mx ISBN: 978-607-8054-24-4 Todos los derechos reservados conforme a la ley. Las opiniones, análisis y recomendaciones aquí expresados son responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente las opiniones del Instituto Electoral y de Participación Ciudadana del Estado de Jalisco, de su Consejo General o de sus áreas administrativas. Impreso y hecho en México Printed and bound in Mexico


índice

Prólogo

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Dulce María Zúñiga

Nota preliminar

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Italo Calvino

La jornada de un escrutador Cronología César Palma

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prólogo

La jornada de un escrutador, imprescindible en la biblioteca ideal

I

talo Calvino (1923-1985) es sin duda uno de los autores italianos contemporáneos más leídos, traducidos y respetados en el mundo. A lo largo de su carrera de escritor publicó novelas, colecciones de cuentos, ensayos sobre la literatura y su significación, crónicas de viaje, títulos de reflexión sobre fenómenos histórico-sociales y libros inclasificables, como Las ciudades invisibles (1972) y El Castillo de los destinos cruzados (1973), que oscilan entre narrativa y poesía, entre la novela corta y el cuento largo, con una composición estructural basada en esquemas geométricos y fórmulas matemáticas (que por cierto pasan inadvertidas para el lector no avezado en esa materia). Pocos escritores han practicado estilos tan diversos como Calvino, quien de un libro a otro, de una etapa a la siguiente, ensayaba voces poéticas distintas, modos de relatar diferentes y fabulaciones que iban desde el reporte realista, hasta la imaginación fantástica desbordada e inverosímil. En su última novela, de 1979 (también inclasificable por su compleja estructura narrativa), Si una noche de invierno un viajero, Calvino se vuelve personaje de su propia ficción y dice, de sí mismo como autor, dirigiéndose a un personaje Lector: Te dispones a reconocer el inconfundible acento del autor. No. No lo reconoces en absoluto. Pero, pensándolo bien, ¿quién ha dicho

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que este autor tenga un acento inconfundible? Al contrario, se sabe que es un autor que cambia mucho de un libro a otro. Precisamente en estos cambios se reconoce que es él.

Si una noche de invierno un viajero asume y sintetiza los valores literarios que Calvino consideró dignos de ser conservados para la posteridad, incluidos en su libro póstumo Lecciones americanas. Seis propuestas para el próximo milenio (1988).1 Su última novela reproduce –por decirlo de algún modo– los varios estilos narrativos que Calvino practicó en su ejercicio literario, con líneas ficcionales y temáticas de naturaleza distinta, como dijimos antes: en un extremo, historias de pura fantasía e imaginación y en el otro, las de realismo social. En su período realista, Calvino publicó libros que buscaron ser una representación de la realidad contemporánea, desde la perspectiva de un autor involucrado en política, (militó en el Partido Comunista Italiano hasta 1956) de un “combatiente” que había participado en la Segunda Guerra Mundial, (pero no en el ejército de Mussolini, del que desertó, sino en la Resistencia, en las brigadas “Garibaldi” de partisanos) y también desde su experiencia como ciudadano italiano que por azares del destino había nacido en Cuba, en el trópico, en la exuberancia del reino vegetal. Calvino sintió una necesidad ética, un ineludible “imperativo categórico”, como él mismo lo define, que lo impelía a verbalizar 1 Los seis “valores” que propuso Calvino en su libro, que inicialmente debía ser un ciclo de conferencias en la Charles Eliot Norton Poetry Lectures de Harvard en 1985 y que nunca llegó a pronunciar porque falleció poco antes de viajar a Cambridge, son: Levedad, Rapidez, Visibilidad, Exactitud, Multiplicidad y Consistencia. Solo escribió las cinco primeras, de la sexta no dejó sino el título.

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su historia particular y las vivencias colectivas de antes y después de la guerra. Como escritor que vivió la transformación de su país y la división de Europa, no pudo sustraerse de la tarea de dar voz y palabra a los protagonistas de la historia que suelen quedar al margen: niños, jóvenes, mujeres, partisanos, obreros… Calvino se inició como escritor en 1947 con la novela El sendero de los nidos de araña, donde relata las desventuras con tintes picarescos y en tono de fábula, del niño huérfano y partisano, Pin, de apenas diez años, quien a su cortísima edad ha vivido la violencia y sabe manejar armas mortales. Los siguientes títulos, Por último el cuervo (cuentos, 1949), Los jóvenes del Pò (novela inconclusa, 1951), y La entrada en guerra (novela, 1954) se inscriben en la misma línea estética neorrealista y responden a la necesidad de enfrentar la dureza de lo real cotidiano con la levedad de la literatura. Después de estos libros, Calvino sintió que el neorrealismo ya no le permitía expresar la complejidad del mundo. Europa había sido fraccionada, la Guerra Fría estaba en pleno y la amenaza de un nuevo conflicto aún más destructivo flotaba en la atmósfera. Apenas comenzó la década de los cincuenta, el autor se propuso un nuevo acercamiento a la realidad, más simbólico y fantástico, menos directo. Inició una práctica narrativa que podía ser leída en diferentes niveles interpretativos. Se trata de la trilogía llamada I nostri antenati (Nuestros Antepasados), una representación alegórica del hombre contemporáneo. Tres relatos tan inverosímiles como memorables que se desarrollan en países y épocas remotos: El Vizconde demediado (1952) El Barón rampante (1957) y El Caballero inexistente (1959). Nuestros Antepasados, significó para Calvino que sus libros fueran traducidos a otros idiomas y su nombre trascendiera las fronteras italianas y europeas.

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El Vizconde demediado es la historia de Medardo di Terralba, quien fue partido por la mitad por una bala de cañón durante un combate con guerreros turcos en Bohemia, a finales del siglo xvi. Cada mitad continúa viviendo aislada de la otra, en una bipartición maniquea: una buena y otra malvada. La imagen de este personaje dividido, mutilado, “alienado”, se vuelve símbolo de la condición del individuo contemporáneo que, inconscientemente, lucha contra sí mismo. Por su parte, El Barón rampante, narra la vida de Cosimo Piovasco di Rondò, quien en 1767, después de una pelea con su padre en su villa de Liguria, decide subirse a un árbol y nunca volver a tocar tierra. Cosimo es un personaje que representa la relación entre el individuo y el curso de la historia, es el emblema de la fuerza de voluntad que se requiere para rechazar la tiranía y la imposición. Cosimo adquiere tanta fama que muchos dignatarios e intelectuales europeos quieren conocerle. Su aventura le lleva a recorrer los bosques de Francia, hasta París, donde se encuentra con Diderot, Rousseau, Napoléon y hasta con el zar de Rusia. Escribe su propia Utopía: Proyecto de Constitución de un Estado ideal fundado sobre los árboles. En esta novela Calvino da espacio libre a su vena poética, con momentos de intenso lirismo a la vez que ensaya la ironía y la crítica severa a la irracionalidad de la violencia. En El Caballero inexistente, Calvino lleva al extremo la imaginación fantástica: es una novela que se sitúa en el ciclo carolingio, el personaje Agliulfo, es un noble paladín al servicio de Carlo Magno. Es una flor de caballería, un ejemplo de osadía, reúne en sí las mayores virtudes que un caballero pueda tener. Solo tiene una falla: no existe. Bajo su armadura no hay nada, es el vacío. El guerrero es como un autómata que obedece las reglas

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sin oponer resistencia ni plantear preguntas. Este personaje, según lo expresa Calvino, representa al individuo conformista, al hombre sometido por inercia a ideas y conceptos sin reflexionarlo. Es una tipología muy presente en los años cincuenta, fruto de la alienación del mundo moderno. En la trilogía Nuestros Antepasados El Caballero asume el valor de prólogo, aún cuando fue escrita y publicada al final. Es una parábola pesimista de la incapacidad del hombre para distinguir el Bien del Mal. Sin embargo, aparece una chispa de optimismo: de la Nada de la armadura vacía, se pasa al hombre dividido, para llegar al conocimiento del Barón rampante, que aún cuando no tiene un pie en la tierra, es capaz de rechazar el sometimiento y sostenerse en su doctrina de libertad y lealtad a sí mismo. A la vez que Calvino escribía y publicaba las tres novelas que lo llevaron a la celebridad mundial, vivió personalmente una época de militancia política en el Partido Comunista Italiano (al que renunció en 1956, a raíz de la invasión de la urss a Hungría), y a conocer desde adentro prácticas sociales, económicas y electorales que lo condujeron de nuevo a la literatura de corte realista. Una vez más, como hombre comprometido con su tiempo, Calvino no pudo frenar la pulsión que le exigía hacer un examen crítico de la situación histórica y social de Italia. La literatura, dice Calvino, tiene sus propias maneras de decir las cosas y por eso, en lugar de escribir panfletos o artículos de periódico para denunciar las irregularidades y fallas del sistema, escribió tres libros donde aborda y denuncia situaciones absurdas y de grave injusticia. El ciclo de tres relatos debía titularse A mediados de siglo (finalmente no aparecieron bajo este título, sino por separado) y se componía de: La nube de smog (1957), La especulación inmobiliaria

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(1958) y La jornada de un escrutador (1963). En los dos primeros, Calvino hace el balance de una generación ideológicamente en crisis y denuncia la degradación moral y ecológica conectada directamente con el desarrollo económico salvaje promovido por el neocapitalismo. El título de La nube de smog no deja lugar a dudas: es un relato que describe la ciudad industrializada, sumida en una neblina gris, plagada de desechos químicos. El protagonista representa al migrante del campo que se topa por primera vez con el ruido, la suciedad y la contaminación del paisaje citadino: “casas de fachadas ennegrecidas, cornisas en las que no te puedes apoyar, ventanas de vidrios opacos a través de las cuales se ven rostros humanos casi borrados”. El narrador expresa su malestar describiendo el asco que le provoca la suciedad de la polución. El asco se torna obsesivo. Los personajes son representados en clave simbólica, maniquea: el ingeniero Cordà, empresario voraz, culpable de la contaminación de la ciudad, se enfrenta a Omar Basaluzzi, un obrero especializado que lucha por sus derechos laborales y organiza la rebelión general, para contrarrestar el avance de la polución que amenaza con destruir todo. El protagonista se sabe perdido en esa batalla y finalmente decide abandonar la ciudad “podrida” y regresar al campo, libre de chimeneas, de máquinas, de smog, un locus amenus reencontrado. La especulación inmobiliaria tampoco presenta misterio en cuanto a su contenido temático, es una novela que examina la crisis de valores éticos que permea de las grandes a las pequeñas ciudades italianas en la inmediata Posguerra: todo es válido en la carrera por el dinero, el confort y la adquisición de bienes de lujo. En el desarrollo de la anécdota, el autor intercala grandes digresiones sociológicas sobre el comportamiento anormal del

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italiano de clase media lanzado en el consumismo irreflexivo, pretendiendo llenar el vacío de su existencia con objetos que representan el “triunfo” y la “realización” social. Calvino se revela profético al mostrar líneas de tendencia en la evolución socioeconómica de la Italia de la segunda mitad del siglo xx. El estilo literario de La especulación es directo, casi técnico, esencial; los protagonistas son esquemáticos, de nuevo encontramos al “malo” al “especulador” y por otro lado a sus “víctimas”, pero en este caso las mismas víctimas van en busca de su verdugo. La historia sucede en ***, pequeña ciudad de la Riviera Ligure. Los tres asteriscos quieren decir que la anécdota puede situarse en cualquier lugar, por la ausencia de nombre propio. En ***, como en toda ciudad pequeña, se vive el vertiginoso fenómeno de la industrialización, la llegada de multitudes con poder adquisitivo que buscan invertir su dinero en tierra, ya no para cultivo, sino para edificar, para desplazar a la Naturaleza a favor del asfalto y el cemento. Aunque publicada en 1963, La Jornada de un escrutador relata una experiencia del propio Calvino quien en las elecciones de 1953, fue candidato “de relleno” del pci y le correspondió visitar distintos colegios electorales, no como escrutador, sino como simple observador. Aunque solo estuvo diez minutos en el colegio ubicado en el Cottolengo de Turín, hospicio para huérfanos, enfermos mentales y personas disminuidas, esa visión le marcó con fuerza y le reveló la parte más ruin y miserable de la naturaleza humana. Frente a la maldad, la infelicidad, la fealdad y el dolor, Calvino reaccionó con negación, quiso ocultar y olvidar el episodio, como lo admite él mismo en el prólogo escrito varios años después de haber publicado la novela, pero la sensación de haber

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entrevisto el drama lo siguió hasta que finalmente decidió escribir el relato que le llevó diez años, más de lo que ningún otro de sus libros. Al inicio, no lograba hacer con ese tema más que una crónica o reportaje frío y sin valor literario, por lo que dejó de lado la escritura. Los diez minutos pasados en el Cottolengo en 1953 fueron insuficientes para construir su texto sobre la farsa electoral por lo que, refiere Calvino, se alistó como escrutador en las elecciones administrativas de 1961. La novela tiene una gran carga autobiográfica, para eso Calvino inventa a Amerigo Ormea, su alter ego, que como el autor, está afiliado al Partido Comunista y asiste como representante a vigilar la jornada electoral. En Italia el sufragio era universal, de manera que hospicios e institutos religiosos fueron considerados grandes “reservas de votos” para el Partido Demócrata Cristiano: sucedieron toda suerte de trucos, fraudes, coacciones, para que los “beneficiarios” de la caridad dieran el triunfo a los candidatos democristianos. El desfile de personajes deformes, locos, enfermos desahuciados, que son “arrastrados” a las urnas por monjas, sacerdotes y burócratas de la salud, hace que la mente de Amerigo estalle en preguntas.Ve aparecer a una Italia velada, a sus hijos secretos, rechazados, marginados de las familias, los cuerpos deformes que representan “el error, el riesgo que corre la materia con que está hecha la especie humana cada vez que se reproduce”. Frente a esos seres desvalidos Amerigo se descubre antidemocrático y llega a pensar que el voto de esos “despojos” no puede, no debe valer lo mismo que el suyo, un hombre entero y consciente. Amerigo deposita su desprecio en los agentes de la religión, que colocan sus privilegios por encima de la caridad y se prestan al drama del horror prometiendo la Gracia Divina a cambio del sufragio.

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La búsqueda de la belleza que había impulsado la escritura de Calvino, en este relato se topa con la evidencia de la fealdad y el sufrimiento. La jornada de un escrutador, como señalamos antes, es el libro más atormentado y empeñoso de Italo Calvino, pero es también en el que se muestra que aún en medio del infierno aparece la chispa, el instante de perfección al que debemos aspirar. Esta novela no puede faltar en la biblioteca ideal, en la colección de libros que debemos leer para formarnos como ciudadanos. Dulce María Zúñiga

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nota preliminar

Con motivo de la publicación por el editor Einaudi de La jornada de un escrutador (febrero de 1963), Calvino escribió el texto de una presentación del libro, publicada en su redacción íntegra en la edición de Siruela de 1999 y transcrita aquí de forma completa. La pregunta ini­ cial y los dos primeros párrafos aparecieron en Il Corriere della Sera el 10 de marzo de 1963 bajo el título “Una pregunta a Calvino”.

S

u nuevo libro La jornada de un escrutador trata de una cues­ tión contemporánea y es un relato entreverado de reflexiones que abarcan la política, la filosofía y la religión. ¿Considera es­te libro un viraje respecto a otros libros suyos tan distintos, na­cidos de una imaginación libremente fantasiosa, como El viz­conde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente? Y si es un viraje, ¿a qué se debe?

No es un viraje ya que mi trabajo de representación y co­ mentario de la realidad contemporánea no comenzó hoy. La especulación inmobiliaria es una novela breve que escribí en 1957 y que intenta ­­­–partiendo también de la experiencia autobio­gráfica apenas deformada– una definición de nuestro tiempo. La nube de smog, que escribí en 1958, también está en esa línea. Entonces en mi ánimo tenía la idea de hacer una especie de ciclo que habría podido titularse A mediados de siglo, o sea historias de los años cincuenta, para resaltar un cambio de época que todavía estamos

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viviendo. La jornada de un escrutador era precisamente uno de los relatos de esta serie. Dentro de es­ta dirección (en la que creo que seguiré trabajando aún bas­tante tiempo) es donde se puede hablar de un viraje o, mejor, de una profundización. Los temas que trato en La jornada de un escrutador, los de la infelicidad natural, el dolor, la respon­sabilidad de la procreación, nunca me había atrevido ni siquie­ra a rozarlos antes. No creo que ahora haya hecho más que ro­zarlos; pero el hecho de admitir su existencia, el saber que hay que tenerla en cuenta, cambia muchas cosas. En cuanto a las historias fantásticas de aventuras, no me planteo el problema de continuar o no el ciclo porque cada historia nace de una especie de maraña lírico-moral que se for­ma poco a poco, madura y se impone. Está claro que además hay una parte de diversión, de juego, de mecanismo. Pero es­ta maraña inicial es un elemento que necesita formarse a sí mismo; las intenciones y la voluntad cuentan poco. No es que esto valga solo para las historias fantásticas; vale para todos los núcleos poéticos de toda obra narrativa, incluso realista y au­tobiográfica, y esto es lo que decide, en el mar de las cosas que se pueden escribir, las que es imposible no escribir. Es un relato no muy largo en el que no ocurren muchas co­sas; se tiene en pie más que nada por las reflexiones del prota­ gonista: un ciudadano al que durante las elecciones (estamos en 1953) le corresponde la tarea de hacer de “escrutador” en un colegio electoral en el “Cottolengo” de Turín. El relato si­gue su jornada y se titula precisamente La jornada de un escru­tador. Es un relato, pero, al mismo tiempo, es una especie de reportaje sobre las elecciones en el Cottolengo y de panfleto contra uno de los aspectos más absurdos de nuestra democra­cia y también de reflexión filosófica sobre qué significa hacer votar a los retrasados

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mentales y a los paralíticos, y sobre cuán­to se refleja en ello el desafío a la historia de toda concepción del mundo que considera la historia como algo vano; y tam­bién es una imagen insólita de Italia y una pesadilla del futuro atómico del género humano. Pero, sobre todo, es una refle­xión acerca de sí mismo del protagonista (un intelectual co­munista), una especie de Viaje del pere­ grino de un historicista que de repente ve el mundo convertido en un inmenso Cotto­lengo y que quiere salvar las razones del obrar histórico junto a otras razones, apenas intuidas en aquella jornada suya, del fondo secreto de la persona humana... No, a poco que empiece a explicar y a comentar lo que es­cribí, diría solo banalidades... Es decir, todo lo que sentía que debía decir está en el relato; cada palabra de más empieza ya a traicionarlo. Solo diré que el escrutador llega al final de su jor­nada distinto de algún modo a como era por la mañana; y tam­bién yo, para escribir este relato, de alguna forma tuve que cambiar. Puedo decir que escribir algo tan breve me llevó diez años, más de lo que había empleado en cualquier otro trabajo mío. La primera idea de este relato la tuve precisamente el 7 de ju­lio de 1953. Estuve en el Cottolengo durante las elecciones unos diez minutos. No, no era escrutador; era candidato del Partido Comunista (candidato para completar la lista) y como candidato visitaba los colegios electorales donde los candida­tos de la lista pedían la ayuda del partido para los problemas que pudieran surgir. De ese modo, presencié una discusión en una mesa electoral del Cottolengo entre democristianos y co­munistas del tipo de la que constituye el centro de mi relato (mejor dicho, igual por lo menos en algunas frases). Y fue en­tonces cuando se me ocurrió la idea del relato; es más su dise­ño ideal ya estaba casi completo tal como lo he escrito ahora: la historia de un

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escrutador comunista que se encuentra allí, etcétera. Me puse a escribirlo pero no me salía. Había estado en el Cottolengo apenas unos minutos; las imágenes que se me que­daron grabadas eran demasiado poca cosa para las que se es­peran del tema (aunque no quería ni quise después hacer concesiones a escenas de “efecto”). Había una amplia docu­mentación periodística sobre los casos más clamorosos de las distintas elecciones en el Cottolengo; pero solo me habría ser­vido para una fría crónica indirecta. Pensé que habría podido escribir un relato solo si hubiera vivido verdaderamente la ex­periencia del escrutador que asiste a todo el desarrollo de las elecciones allí dentro. La ocasión de ser escrutador en el Cottolengo se me ofreció en las elecciones administrativas de 1961. Pasé en el Cottolengo casi dos días y también fui uno de los es­crutadores que iban a recoger el voto en las salas. El resultado fue que me sentí completamente incapaz de escribir durante muchos meses: las imágenes que tenían mis ojos de desdicha­dos sin capacidad de entender ni de hablar ni de moverse, para los cuales se montaba la comedia de un voto delegado a través del cura o de la monja, eran tan infernales que solo habrían podido inspirarme un panfleto violentísimo, un manifiesto antidemocristiano, una sucesión de anatemas contra un partido cuyo poder se sostiene en los votos (pocos o muchos, no es es­ta la cuestión) conseguidos de ese modo. Resumiendo: antes estaba escaso de imágenes, ahora tenía imágenes demasiado impresionantes. Tuve que esperar a que se alejaran, a que se diluyeran en la memoria, y tuve que hacer madurar cada vez más las reflexiones y los significados que de ellas irradian, co­mo una sucesión de ondas o círculos concéntricos. Italo Calvino

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I

A

merigo Ormea salió de casa a las cinco y media de la ma­ñana. El día se anunciaba lluvioso. Para llegar al colegio elec­toral del que era escrutador, Amerigo seguía un recorrido de calles estrechas y tortuosas, empedradas todavía con viejos ado­quines, a lo largo de muros de casas pobres atestadas, sin du­da, de gente, pero en las que, en aquella madrugada dominical, no se advertía el menor signo de vida. Amerigo, que no estaba familiarizado con el barrio, descifraba los nombres de las calles en los rótulos ennegrecidos –nombres, tal vez, de olvidados be­nefactores–, ladeando el paraguas y ofreciendo la cara a la llu­via. Era ya una costumbre entre los partidarios de la oposición –Amerigo Ormea estaba afiliado a un partido de izquierdas– considerar la lluvia en día de elecciones como una buena se­ñal. Era una opinión que venía de las primeras votaciones ce­lebradas en la posguerra, cuando todavía se creía que, a causa del mal tiempo, muchos electores de los democristianos –per­sonas poco interesadas en política, o viejos inútiles, o gente que vivía en el campo, con malas carreteras– no se atreverían a asomar la nariz. Pero Amerigo no se hacía ilusiones. Era el año 1953, y con tantas elecciones como había habido se había visto que con lluvia o con sol la organización para hacer que todos votasen funcionaba siempre.Y mucho mejor en esta oca­sión, en que los partidos gubernamentales intentaban que se aprobara una nueva

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ley electoral (la “ley estafa”, como la ha­bían bautizado los otros partidos) por la cual la coalición que obtuviese el cincuenta por ciento más uno de los votos ocupa­r ía dos tercios de los escaños... Amerigo había aprendido que los cambios en política se producen por caminos largos y com­plicados, y que no era cosa de esperárselos de un día para otro, por un giro de la fortuna. Para él, como para otros muchos, la experiencia había significado volverse un poco pesimista. Por otra parte, estaba la consigna de que es necesario seguir haciendo lo que se pueda, día a día. En política como en todas las cosas de la vida, y para quien no sea un necio, solo cuentan dos principios: no hacerse demasiadas ilusiones y no dejar de creer que cualquier cosa que hagas puede servir. Amerigo no era un tipo al que le gustase hacerse notar; en su profesión, prefería seguir siendo una persona como mandan los cánones antes que triunfar. En su vida pública y en sus relaciones labo­rales no era lo que se dice un “político”, y hay que añadir que no lo era ni en el buen sentido ni en el mal sentido de la pa­labra. (Porque la palabra también tenía un mal sentido, o tam­bién uno bueno, según se mire, y esto Amerigo lo sabía). Estaba afiliado al partido, es verdad, y aunque no pudiera decir que fuese un “activista”, porque su carácter le inclinaba hacia una vida más recoleta, no se rajaba cuando había que hacer algo que a él le pareciese útil o acorde con su modo de ser. En la Federación le consideraban un elemento preparado y con sen­tido común. Ahora le habían nombrado escrutador; una tarea modesta, pero necesaria e incluso importante, sobre todo en aquel colegio electoral situado en una gran institución religio­sa. Amerigo había aceptado de buen grado. Llovía. Estaría to­do el día con los pies mojados.

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II

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i empleamos términos tan vagos como “partido de iz­quierdas” o “institución religiosa”, no es porque no queramos llamar a las cosas por su nombre, sino porque, aunque dijéra­ mos de entrada que el partido de Amerigo Ormea era el par­ tido comunista y que el colegio electoral estaba situado en el famoso Cottolengo de Turín, el paso adelante que daríamos por la vía de la exactitud sería más aparente que real. Suele ocurrir que cada cual, según sus propios conocimientos y ex­periencias, se siente inclinado a atribuir valores diversos, o in­cluso contradictorios, a la palabra “comunismo” o a la palabra Cottolengo. Entonces habría que hilar más fino y definir el pa­pel de ese partido en esa precisa situación, en la Italia de esos años, y cómo era su militancia en él. En cuanto al Cottolengo, también conocido con el nombre de Piccola Casa della Divina Provvidenza −admitiendo que todos conozcan la función de aquel enorme hospicio de ofrecer asilo, entre tantos infelices, a inválidos, tarados y deformes, hasta llegar a las criaturas ocul­tas que a nadie se permite ver−, sería necesario aclarar el lugar que ocupaba en la piedad de los ciudadanos, el respeto que in­fundía aun en los más alejados de toda idea religiosa y, al mis­mo tiempo, el papel completamente diverso que se le atribuía en las polémicas surgidas en tiempos de elecciones, como si­nónimo de fraude, de embrollo y de prevaricación. En efecto, desde que en la posguerra el voto se había convertido en obligatorio, y hospitales, hospicios y conventos eran

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la gran reserva de votos del partido demócrata cristiano, era allí donde cada vez se presentaban casos de idiotas, o viejas moribundas o paralíticos por la arterioesclerosis, es decir, gen­te sin capacidad de entender, a la que se llevaba a votar. En tor­no a estos casos florecía un anecdotario entre grotesco y pe­noso: el elector que se había comido la papeleta del voto; aquel otro que, al verse entre las paredes de la cabina con un trozo de papel en las manos, creyó que aquello era un retrete y había hecho sus necesidades, o la fila de retrasados mentales capaces aún de entender algo, que entraban repitiendo a coro el número de la lista y el nombre del candidato: “¡Uno, dos, tres, Quadrello! ¡Uno, dos, tres, Quadrello!”. Amerigo sabía todo esto y no sentía ni curiosidad ni sorpre­ sa; sabía que le esperaba un día triste y nervioso. Al buscar ba­jo la lluvia la entrada señalada en la tarjeta del Ayuntamiento, tenía la sensación de adentrarse más allá de las fronteras de su mundo. La institución se extendía entre barriadas populosas y po­bres; ocupaba la superficie de un barrio entero, y era un con­junto de asilos, hospitales, hospicios, escuelas y conventos, co­mo una ciudad dentro de la ciudad, rodeada de muros y sujeta a otras reglas. Su contorno era irregular, como un cuerpo que hubiera ido engordando al compás de nuevas mandas testa­mentarias, nuevas construcciones e iniciativas. Por encima de los muros sobresalían tejados, torres de iglesias, árboles y chi­meneas, allí donde la vía pública separaba unas construcciones de otras, estas estaban unidas mediante galerías elevadas, co­mo en algunas viejas fábricas que habían crecido según crite­rios prácticos y no estéticos, y, como en ellas, muros desnudos y cancelas. El recuerdo de las fábricas evidenciaba algo que no era solo exterior: debían ser las mismas dotes prácticas, el mis­mo espíritu

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de iniciativa solitaria de los fundadores de las gran­des empresas, las que animaron –dedicándose al socorro de los desvalidos en vez de a la producción y al lucro– a aquel sen­cillo cura que, entre 1832 y 1842, había fundado, organizado y administrado, en medio de dificultades e incomprensiones, es­te monumento de la caridad, siguiendo las huellas de la na­ciente revolución industrial.También el apellido de este pobre cura1 –dulce apellido campesino– había perdido toda conno­tación individual para designar una institución famosa en todo el mundo. ...En la cruel jerga popular aquel nombre se había conver­ tido, metafóricamente, en un epíteto burlón, sinónimo de cre­tino e idiota, reducido, además, según el uso turinés, a sus dos primeras sílabas: cutu. Así pues, el nombre de Cottolengo era la suma de una imagen de desventura, de una imagen ridícula –como a menudo ocurre en la imaginación popular con los nombres de los manicomios y de las cárceles– y, al mismo tiem­ po, de benéfica providencia, de potencia organizadora, y aho­ra, con la explotación electoral, de oscurantismo, de espíritu medieval y de mala fe... Cada uno de estos significados se diluía en el otro, y en los muros la lluvia empapaba los carteles electorales, inesperada­ mente envejecidos como si su agresividad se hubiera apagado con la última noche de batalla electoral –dos días antes– y se 1 Giuseppe Benedetto Cottolengo (Bra 1786-Chieri 1842), primogénito de una numerosa familia, se ordenó sacerdote en 1811. En Turín se licenció en Teología (1816). Canónigo de la iglesia del Corpus Domini (1818), ejerció su ministerio durante nueve años. Comenzó a prestar asistencia a enfermos y desvalidos en 1828 en una pequeña casa llamada Volta Rossa. El elevado número de asistidos le obligó a trasladar su obra pía al barrio turinés de Valdocco, donde surgió la Piccola Casa della Divina Provvidenza (1832). En la época de esta narración, el Cottolengo contaba con unos 6,000 asilados. En todo el mundo hay, en la actualidad, unos 600 cottolengos (N. del T.).

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hubiesen reducido a una pátina de cola y de papel de mala ca­ lidad, que de un estrato a otro dejaba entrever los símbolos de partidos opuestos. A veces, a Amerigo la complejidad de las co­sas le parecía como una superposición de estratos netamente separables, como las hojas de una alcachofa; otras, en cambio, le parecía un aglutinamiento de significados, como pasta de engrudo. En su “comunismo” (y en el camino que, por designación de su partido, estaba recorriendo en esta madrugada húmeda como una esponja) no se distinguía hasta dónde llegaba un deber heredado de generación en generación (entre los mu­ros de aquellos edificios eclesiásticos, Amerigo se veía, un po­co en broma y un poco en serio, jugando el papel de un últi­mo y anónimo heredero del racionalismo del siglo xviii, aunque solo fuera por un mínimo vestigio de aquella herencia nunca aprovechada en la ciudad que puso a Giannone2 en la picota) y hasta dónde desembocaba en otra historia, de apenas un siglo, pero ya erizada de obstáculos y pasos obligados: el avance del proletariado socialista (entonces, la lucha de clases había conseguido sacudir al ex burgués Amerigo a través de “las contradicciones internas de la burguesía” o “de la autoconciencia de la clase en crisis”) o, mejor, la más reciente –de unos cuarenta 2

Pietro Giannone (Ischitella, Gargano 1676-Turín 1748), historiador y ju­ rista, estudió jurisprudencia en Nápoles, ciudad que se vio obligado a aban­ donar después de la publicación de su Storia Civile del Regno di Napoli, que le procuró la excomunión por parte del arzobispo de la ciudad. Vivió en Viena y Ginebra, donde terminó su obra Triregno, publicada en 1895. De Ginebra fue atraído con engaño al Piamonte, donde fue arrestado y encarcelado por los Saboya. En su Storia narra las vicisitudes del Estado napolitano como una lucha entre el Estado y la Iglesia. El primero es fuente de progreso, mientras que la Iglesia es considerada la base del oscurantismo. Su crítica fue consi­derada un ataque al poder temporal de la Santa Sede y de los Estados Pontificios. La obra de Giannone se engloba en el movimiento de revisión general de la Ilustración (N. del T.).

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Italo Calvino

años solamente– encarnación de aquella lucha de clases, desde el momento en que el comunismo se había con­vertido en potencia internacional y la revolución se había hecho disciplina, preparación para dirigir y trato de poder a poder, incluso donde aún no había conquistado el poder (también atraía a Amerigo este juego, muchas de cuyas reglas parecían fijas, inescrutables y oscuras, sin perjuicio de tener la sensación de participar en el establecimiento de otras muchas de estas reglas), o bien, en esta participación suya en el comunismo, había como una sombra de reserva sobre las cuestiones gene­rales que impulsaban a Amerigo a elegir las tareas de partido más limitadas y modestas, como si reconociera que estas eran las más útiles; incluso cuando desempeñaba estas tareas siem­pre estaba preparado para lo peor, tratando de mantenerse se­reno a pesar de su (otra expresión vaga) pesimismo (en parte hereditario también: el quejumbroso aire de familia que dis­ tingue a los italianos de la minoría laica, que cada vez que ven­ce se da cuenta de que ha perdido), pero siempre subordina­do a un optimismo igual o más fuerte; el optimismo sin el cual no sería comunista (entonces habría que decir: un optimismo hereditario de la minoría italiana que cree haber vencido cada vez que pierde), y, subordinado al mismo tiempo a su optimis­mo, el viejo escepticismo italiano, el sentido de lo relativo, la capacidad de adaptación y de espera (es decir, el enemigo se­cular de aquella minoría: y entonces todas las cartas volvían a estar revueltas, porque quien parte a la guerra contra el es­cepticismo no puede ser escéptico acerca de su victoria, no puede resignarse a perder, de otro modo se identifica con su enemigo), y sobre todo, el haber comprendido, finalmente, lo que no era tan difícil de comprender: que este es solo un rin­cón del inmenso mundo y que las cosas se deciden, no diga­mos en “otra parte”, porque “otra

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parte” está en “todas par­tes”, pero sí a una escala mucho mayor (también en esto había razones para el pesimismo y razones para el optimismo, pero las primeras acudían a la mente de modo más espontáneo).

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La jornada de un escrutador, se terminó de imprimir en noviembre de 2012 en los talleres de Enlace y Gestión Bibliotecaria S.A. de C.V., Libertad 1780-8, Col. Americana, C.P. 44160 Guadalajara, Jal., México.

Coordinación editorial: Carlos López de Alba. Cuidado de la edición: Mexitli Nayeli López Ríos. Diseño de cubiertas: Paulina Magos. Diagramación y diseño de colección: Arturo Cervantes Rodríguez. Tiraje de 2,000 ejemplares.



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