Surgimiento y expansión del islam

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INDICE

Introducción…………………………………………………… 2 Contexto histórico regional……………………………………. 5 Arabia pre-islámica…………………………………………….. 9 Mahoma y la revelación del Islam……………………………… 13 De la Hégira a la conquista de La Meca…………………………19 Expansión y división del Islam (632-661)……………………… 25 Bibliografía……………………………………………………… 33

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Surgimiento y expansión del Islam

Introducción El Islam es la tercera gran religión monoteísta “universal” cronológicamente hablando, porque apareció en el siglo VII d.c. cuando el judaísmo y el cristianismo hacía ya mucho que estaban firmemente establecidos. Desde entonces la historia de encuentros y desencuentros entre ellas ha sido especialmente rica y en no pocos casos proporcionó, al menos parcialmente, el sustrato ideológico de procesos trascendentales como las cruzadas, la dominación colonial, el nacionalismo y la crisis del Medio Oriente (diferendo árabeisraelí), entre otros. El desencuentro alcanzó su paroxismo después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en EEUU. La idea de un choque entre civilizaciones,1la cruzada global contra el terrorismo, y la manera mesiánica en que ésta guerra se planteó como una lucha entre “el bien y el mal”, contribuyó abierta o indirectamente a fomentar el temor y la desconfianza hacia el Islam, haciendo que la línea divisoria entre éste y el terrorismo se hiciera muy difusa y, con frecuencia, fuera ignorada por muchos medios de comunicación, así como por prominentes políticos del mundo occidental. Esa visión del Islam como una religión violenta, que promueve el fanatismo, el desprecio a la vida humana y a los avances de la sociedad moderna, y que, por tanto, se percibe como una fuerza ajena y peligrosa para la “civilización occidental”, demuestra, cuando menos, el grado de predisposición que puede generar la combinación entre el miedo que se deriva del pobre conocimiento del otro y los intereses políticos de poderosos grupos de poder que pretenden moldear la opinión pública internacional.

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Nos referimos a la controvertida obra del académico norteamericano Samuel P. Huntington, publicada por primera vez en 1996 con el nombre The clash of civilizations and the remaking of world order. La editorial Paidós publicó una traducción al español en 1997.

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Para el objetivo de este trabajo, sólo nos interesa destacar la primera parte de la afirmación anterior. En efecto, a pesar de cuanto se ha escrito, y más allá de los círculos académicos, la doctrina religiosa y la historia del Islam siguen siendo poco conocidas en Occidente. Afortunadamente, la actual coyuntura ha servido también para ampliar, como nunca antes, la cantidad de interesados en buscar información que les permita entender mejor el mundo actual. Para esos lectores, tal vez la primera aclaración que ameritaría hacer es que, de las religiones no occidentales, el Islam es la más cercana a la tradición judeocristiana, no sólo desde el punto de vista geográfico sino también ideológico (Smith, 1999:231). Las tres comparten una misma estructura como religiones reveladas, es decir, tienen un texto sagrado revelado por Dios a un hombre (profeta) por medios sobrenaturales; el libro revelado se completa posteriormente con la tradición, que recoge de forma escrita instrucciones emitidas verbalmente por Dios a sus enviados, así como pasajes de la vida de los profetas; y, posteriormente, la elaboración doctrinal y racional de la revelación y la tradición para fijar principios de carácter filosófico y jurídico-religiosos (Vernet, 2002: 9). Mientras que la tradición y la elaboración doctrinal son construcciones sucesivas que desarrollan ampliamente las diferencias, el origen y la esencia de la revelación establece una supuesta línea de continuidad entre ellas. El hecho de que el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, defiendan la supremacía de su revelación y, por tanto, de su profeta, se explica por el origen común de la revelación y la adoración a un mismo Dios, el único, en un sentido rigurosamente monoteísta. El primer pilar del Islam es la profesión de fe (shahada), oración sagrada que afirma «no hay más divinidad que Dios [Allah, en árabe] y Mahoma es su Profeta». La palabras islam y musulmán (muslim) vienen de la raíz árabe slm, que significa sumisión, de ahí que el islamismo sea el sometimiento a Dios y el creyente o musulmán es quien reconoce y se somete a su voluntad. En ese sentido, la primera parte de la profesión de fe islámica pudiera ser también aceptable para el judaísmo y el cristianismo.2 La diferencia irreconciliable está en la segunda parte. 2

Ese riguroso monoteísmo compartido permite entender la admiración inicial de Mahoma por los pueblos que tenían un “libro” y su lucha para que los árabes abandonaran su paganismo y se convirtieran también en un pueblo con “libro”, aunque ese propósito lo llevara luego a una inevitable confrontación con las comunidades judías y cristianas.

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El Islam, como la última de las religiones reveladas, reconoce la tradición profética judeocristiana --excepto la Trinidad, la Encarnación y la muerte de Jesús en la cruz (Grigorieff, 1995: 141) — pero atribuye a su profeta Mahoma la última y suprema revelación, recogida como palabra de Dios en el Corán, su libro sagrado. Esa visión de continuidad hace que la tradición bíblica y coránica confluya en el origen, en tanto que veneran al mismo Dios y descienden de la misma familia de Abraham. Según establece esa tradición, Dios creó el mundo y después el hombre (Santa Biblia, 1960: Génesis, 1-31). La primera criatura humana fue Adam, cuya descendencia llegó hasta Noé, quien a su vez tuvo un hijo de nombre Sem, patriarca de los pueblos de origen semita (descendientes de Sem), tronco al que pertenecen tanto hebreos como árabes. Luego la descendencia llegó hasta Abraham, quien tuvo dos hijos varones: primero Ismael, de la segunda esposa Agar, y después a Isaac, de su primera esposa Sara. A partir de aquí la tradición coránica se separa. De los descendientes de Isaac, salieron los hebreos que se convirtieron en judíos y vivían en Palestina; mientras que Ismael, expulsado de la tribu por su padre, se estableció en el lugar donde después se erigiría La Meca y sus sucesores poblarían la península y seguirían el camino del Islam trazado por el profeta Mahoma. Este es el punto donde la tradición religiosa y la historia confluyen, pero ambas pueden proporcionar una idea muy diferente sobre los orígenes del Islam. La mayoría de los historiadores concuerdan en delimitar los orígenes del Islam a un periodo de aproximadamente 50 años, que comprende la etapa de la vida de Mahoma en que revela e impone la nueva religión en Medina, la Meca y sus territorios aledaños (610 – 632 d.c.); y la de sus primeros cuatro sucesores (632 – 660 d.c.), conocidos por la tradición islámica como los cuatro califas ortodoxos o rectos, encargados de expandir la religión más allá de las fronteras de la península arábiga y también de generar la primera fitna o guerra dentro de la comunidad de creyentes. El presente trabajo parte de ese mismo enfoque y periodicidad, por lo que a continuación se analizarán las circunstancias históricas que concurrieron en el siglo VII para que el Islam surgiera en la península arábiga y se expandiera luego con singular fuerza. Sin embargo, no debemos olvidar que para los musulmanes, como para los judíos y cristianos, el origen de su religión comenzó muchísimo antes, con la propia existencia de Dios.

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Contexto histórico regional

Hasta principios del siglo VII d.c. la península Arábiga estuvo relativamente ajena a las ondas que marcaron las pautas del desarrollo de una buena parte del mundo entonces conocido. Su geografía, principalmente desértica, sirvió de barrera natural para sustraer la península del control de los dos grandes imperios que se disputaban el dominio a ambos lados del río Eufrates en el Asia sudoccidental. Al oeste se encontraba el imperio bizantino, un remanente de la antigua grandeza romana que desde el siglo IV se desplazó hacia el este para establecer su capital en la ciudad de Constantinopla,3 de cuyo gobierno dependían los territorios de Grecia, Anatolia, Siria, Egipto, parte del litoral mediterráneo africano, el sur de Italia y Sicilia. Durante el reinado de Justiniano (527-565) el imperio bizantino vivió su último momento de esplendor. Sus grandes campañas militares parecieron materializar el sueño de la restauración imperial romana a lo largo del Mediterráneo, pero la ilusión no logró trascender su muerte. La declinación sobrevino con sus sucesores Justino II, Tiberio y Mauricio; la base territorial del imperio se redujo y las contradicciones internas desembocaron en una lucha por el poder que concluyó con el ascenso de Heraclio al trono en el 610 y el inicio de una nueva dinastía, justamente en el mismo año que, según la tradición, Mahoma tuvo su primera revelación en La Meca. El nuevo emperador promovió una rápida helenización en el plano cultural que fue dejando atrás el pasado romano del imperio. El griego se convirtió en la nueva lengua administrativa

y ello propició que otras ciudades, como Antioquia y Alejandría, se

transformaran en centros difusores de la cultura griega en la región. Pero el distanciamiento venía fraguándose desde antes en el ámbito religioso, entre una Iglesia Católica Romana con aspiraciones de autoridad única y un patriarcado de Constantinopla que desde el año 587 adoptó el título de “ecuménico” y se consideraba un defensor de la ortodoxia cristiana, pero que dependía políticamente del emperador bizantino.4

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La ciudad de Constantinopla fue erigida sobre las antiguas ruinas griegas de la colonia megarense de Bizancio, lo que explica que se siguiera usando ese nombre para referirse al imperio. 4 La ruptura formal entre ambas no se consumó sino mucho tiempo después, en el año 1054. Sobre los orígenes de la separación entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa véase Vladimir Grigorief, Ob. Cit, pp. 91-93.

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La gran diversidad etnocultural del imperio bizantino contribuyó a que la ortodoxia cristiana actuara como el más importante, o quizá el único, elemento integrador frente a la disidencia de una serie de corrientes cristólógicas, como el arrianismo, el nestorianismo y el monofisismo, que no sólo ponían en duda o interpretaban de manera diferente la Trinidad, sino que también proporcionaban la posibilidad de canalizar aspiraciones políticas subversivas contrarias a la centralización imperial.5 La persecución de los partidarios de estas tendencias religiosas por las autoridades bizantinas obligó a muchos a mantenerse en los territorios periféricos o a establecerse más allá de las fronteras del imperio. Es muy probable que las comunidades cristianas que existían en la Península Arábiga a principios del siglo VII tuvieran su origen en ese movimiento migratorio o que su doctrina cristiana estuviera influida por esa visión no ortodoxa, hecho que explicaría, al menos en parte, que en los primeros años de la conformación del Islam su coexistencia con los grupos cristianos de Medina no fuera tan conflictivo. Al noreste estaba el imperio persa de la dinastía sasánida que gobernaba sobre los actuales territorios de Irak, Irán y parte del Asia central, llegando casi hasta el río Indo. También se trataba de un poder autocrático que, como Bizancio, buscó una base de unidad en la lengua, en este caso la persa, y sobre todo, en la religión, con la revitalización del mazdeísmo como ideología oficial del Estado. La existencia del mazdeísmo, también denominado zoroastrismo por el nombre de su profeta Zoroastro o Zarathustra, se remonta a la época de la dinastía aqueménida, en el siglo VI antes de nuestra era, época en que se supone que vivió Zoroastro y apareció el Avesta, su libro sagrado fundamental (Tokarev: 1975, 335).

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El arrianismo fue el movimiento más importante de oposición a la iglesia en el siglo IV de nuestra era. Su centro principal estuvo en Egipto y el nombre se deriva de su precursor Arrio, sacerdote de la ciudad de Alejandría. La herejía del arrianismo consistió en su pretensión de flexibilizar y racionalizar el dogma del dios-hombre, alegando que si Jesús no nació de Dios, sino que fue creado por él, entonces no podía estar consustanciado con el dios-padre, como sostiene el dogma de la Trinidad. El arrianismo fue duramente condenado en el concilio ecuménico de Nicea, en el año 325. En el siglo V un obispo de Constantinopla, Nestorio, promovió una doctrina muy parecida que también colocaba en un primer plano la naturaleza humana de Jesús. El nestorianismo fue juzgado y proscrito en el tercer concilio ecuménico de Éfeso, en el 431. El monofisismo, en cambio, se situó en el otro extremo de la polémica cristológica, destacando lo divino como la única naturaleza de Jesús. De esa corriente surgieron las llamadas iglesias antiguas orientales o iglesias no calcedónicas, porque sus representantes en el concilio de Calcedonia, en el año 451, rechazaron la formulación de las dos naturalezas en Jesús, siendo condenados por su monofisismo. Desde entonces, las cuatro iglesias principales que se derivaron de ese proceso (Apostólica Armenia, Siria Ortodoxa, Copta Ortodoxa y Etiópica Ortodoxa) han existido en forma muy aislada del resto de la comunidad cristiana. Véase (Tokarev, 1975: 499-500) y (Santidrián, 1992: 219-220).

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La iglesia tenía su clero, encargado del culto oficial, y ensalzaba la figura del soberano como preservador de la armonía social, pero sin darle un origen divino. A diferencia del cristianismo, el mazdeísmo no es una religión monoteísta sino dualista, para la que el mundo es una constante lucha entre la luz y las tinieblas. Todo lo puro, bueno y útil de la naturaleza y el ser humano son una creación del dios principal Ahura-Mazda, mientras que lo malo, impuro y dañino están encarnados en el dios Angra-Mainyu. El hombre, desde su origen, interviene en esa interminable confrontación y el Avesta lo adoctrina para tomar partido a favor del bien, de lo que resulta una religión con un contenido ético muy claro. En cambio, concuerda con las religiones monoteístas universales en prometer una recompensa en otro mundo a quienes llevaron una vida consecuente con los preceptos de la fe (Tokarev: 1992, 341).6 Como los dioses mazdeístas, los imperios bizantino y sasánida pelearon incansablemente entre el año 540 y el 629 por conseguir la hegemonía en la región, controlar las rutas terrestres y marítimas de comercio, y extender su influencia cultural. La guerra se desarrolló a intervalos y con resultados variables. Antes de la llegada al poder del emperador Heraclio, el avance persa hacia el Mediterráneo consiguió ocupar ciudades importantes como Jerusalén, Alejandría y Antioquia. Sin embargo, en 620 el ejército bizantino volvió a recuperar esas plazas y en 629, ya muy agotados por los largos años de guerra, ambas partes decidieron concluir un acuerdo de paz. Los territorios de Siria e Irak, limítrofes entre los dos imperios, no sólo fueron los principales escenarios de guerra, sino también de algunas simbiosis culturales y religiosas interesantes. La intolerancia de la ortodoxia cristiana bizantina contribuyó al éxodo de cristianos, judíos y filósofos paganos heréticos hacia el otro lado de la frontera e, incluso, hacia la ciudad de Ctesifonte, capital del imperio sasánida en el Irak central (Hourani: 2004, 32). De tal suerte, la región se trasformó en un refugio para los pensadores judíos y la disidente iglesia nestoriana, así como en un medio propicio para la difusión de un maniqueísmo sincrético.7

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El mazdeísmo dejó de ser la religión nacional de Irán justamente en el siglo VII a consecuencia de la expansión del Islam. Algunos grupos de creyentes huyeron a India y se instalaron en Bombay (Mombay) y Gujarat formando la comunidad de los parsis, la cual ha llegado a la actualidad como el único testimonio importante de la existencia del credo fundado por Zoroastro. 7 El maniqueísmo surgió en el siglo III y su nombre se deriva de su ideólogo Mani (Manes, Maniqueo), quien fue ejecutado en el año 276. Su doctrina se basó en una asociación original del cristianismo con el

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Desde siglos antes, en esta zona también se fueron asentando pastores árabes provenientes del interior de la península, que con el tiempo se convirtieron en la mayoría de la población rural e impusieron su forma de vida. Los jefes tribales más poderosos entraron al servicio de los imperios para pelear sus batallas en calidad de vasallos y mantener a otros nómadas alejados de las zonas urbanas, llegando a formar entidades políticas fronterizas con bastante autonomía, como los estados árabes de Gassān e Hira. El primero reconocía la autoridad del imperio bizantino y el segundo la del sasánida, aunque ambos tenían una marcada influencia

de la cultura helénica y profesaban corrientes del

cristianismo (monofisismo en Gassān y nestorianismo en Hira) consideradas heréticas por el Patriarcado de Constantinopla. En la práctica, ambos poderes tribales se convirtieron en especies de estados tapones entre las fronteras de los dos imperios y, entre éstos y la mayor parte de la península Arábiga. Su posición intermediaria ayudó a difundir hacia el sur cierto conocimiento del mundo exterior (Hourani: 2004, 34) y proporcionó una plataforma demográfica muy favorable para la futura expansión árabe-islámica hacia el norte. La rivalidad comercial entre los dos imperios también afectó el litoral sur de la península, especialmente el reino de Yemen. Hacia finales del siglo VI, el reino estaba ya muy debilitado a causa de la ruina de su agricultura y de las incursiones militares de los etíopes coptos, aliados de Bizancio en la empresa de consolidar una ruta cristiana desde el Mar Rojo, en la que el control de Yemen revestía gran importancia debido a que su posición geográfica le seguía reservando un gran valor estratégico como punto de tránsito del comercio a larga distancia. Esa presión impulsó al imperio sasánida a lanzar una expedición militar hacia el año 570, que puso el territorio temporalmente bajo dominio persa.

Arabia pre-islámica

A principios del siglo VII la mayor parte de la península Arábiga tenía una dinámica propia muy diferente a la de ese entorno helénico-persa. Si bien algunos estudiosos suponen zoroastrismo que planteaba una lucha irreconciliable entre el bien y el mal. Según Manes, el mundo exterior y los hombres estaban conformados por partículas de luz y de tinieblas. Tanto Jesús, que se había encarnado en un cuerpo milagroso, como él, enseñaban a los hombres a separar la luz de las tinieblas para que pudieran encontrar el camino del bien. No reconocían el Viejo Testamento y el Nuevo lo aceptaban parcialmente. Su influencia se limitó a Irán y algunos países vecinos (Tokarev: 1975, 498).

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que en la antigüedad las condiciones del suelo pudieron ser un poco menos áridas que las actuales (Cahen: 2003, 3), la vida en el interior de la península ya entonces estaba determinada por su vasta geografía desértica.8 Solo en unas pocas franjas periféricas -como las inmediaciones con Siria y Mesopotamia (Irak), al norte; Omán, al sureste; y sobre todo Yemen, al suroeste-- los altos relieves y la influencia del monzón permitían la humedad necesaria para que pudiera desarrollarse una agricultura más diversificada. El resto era un vasto territorio de dunas de arena y estepas, salpicado de oasis donde la existencia de agua permitía cierta vegetación y cultivos xerófilos. Los oasis fueron los centros de la cultura sedentaria y los desiertos el reino libre del nomadismo. Ambos componentes configuraron la peculiar estructura económica, social y política de la Arabia pre-islámica. En la base de esa estructura, como pilar esencial y preponderante, estaba la organización beduina nómada. Los beduinos se agrupaban en tribus (qabâ’il), tipo de unidad social basada en el parentesco, con un alto nivel de solidaridad grupal y poca diferenciación social interna. La membresía a la colectividad proporcionaba la única fuente de derechos y su reproducción era eminentemente endogámica, en parte debido a las regulares condiciones de aislamiento impuesta por el medio geográfico, aunque con frecuencia practicaban el secuestro de doncellas de otros clanes para introducir sangre nueva y resolver los desequilibrios derivados de una escasa densidad demográfica (Oufkir: 2006, 1). Las dos actividades fundamentales de la economía tribal eran la ganadería y la guerra. La primera consistía en el pastoreo de camellos, ovejas y cabras, utilizando los escasos recursos proporcionados por el desierto; mientras que la segunda era una fuente para dirimir rivalidades y obtener riquezas mediante el pillaje y el saqueo. La movilidad y el rigor del modo de vida nómada, unido a la práctica de la guerra como recurso para sobrevivir en el desierto, dieron a los beduinos una supremacía militar que a menudo usaron para dominar o ejercer presión sobre las poblaciones sedentarias de los oasis. El usufructo de todos los recursos importantes de la tribu --rebaños, pastos, pozos y hasta el botín de guerra-- tenía un carácter comunal y, salvo por algún tipo de propiedad personal 8

La vieja teoría Winclerk-Caetani, denominada así por sus dos autores, llegó incluso a sostener que en sus orígenes Arabia había sido una región muy fértil y hogar de todos los pueblos semitas, pero que su progresiva desecación fue la principal razón de las posteriores crisis y migraciones, así como también de la expansión árabe (Lewis: 1956, 29). Todavía hoy, el conocimiento científico no ha podido aportar los elementos necesarios para respaldar o desmentir definitivamente esa posición.

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sobre ciertos útiles, ninguna otra forma de propiedad privada parece haber existido entre ellos. La sociedad beduina estaba pobremente jerarquizada y las leyes de su funcionamiento se basaban en la costumbre consagrada por los antepasados. A la cabeza existía un jeque (shaij) elegido por los ancianos de la tribu, cuya función era más de arbitraje que de gobierno, pues no contaba con poderes coercitivos ni con más atributos de autoridad que no fueran su prestigio y carisma personal. Los jeques provenían generalmente de una misma familia y eran asistidos por un consejo de ancianos (maýlis) compuesto por jefes de familias y clanes dentro de la tribu. Fuera de esas dos situaciones de estatus, no parece haber existido otro tipo de diferenciación en el seno de la comunidad beduina, la cual se regía por una ética basada en el valor, la deuda de sangre, la hospitalidad, el respeto a los ancestros y, sobre todo, en la asabîya, “principio de solidaridad interna por el que la tribu actúa como un solo hombre en defensa de sus miembros, de sus aliados, sus protegidos y sus huéspedes; y ello con independencia de la justicia o injusticia de los actos que susciten esta reacción unánime.”(Karim Zaidan: 2005, 3) Sus creencias religiosas también eran muy rudimentarias y guardaban cierta relación con el viejo paganismo semítico. El temor a los demonios y las prácticas animistas constituían el aspecto central de un culto politeísta que podía variar mucho de una tribu a otra, aunque también reconocía algunas deidades con autoridad supra-tribal como Manãt, ‘Uzza y Allãt, a su vez subordinados a uno más importante denominado Allãh (Lewis: 1956, 37). Sin embargo, el culto a las piedras, consideradas sagradas y con cualidades espirituales, al parecer fue el ritual más extendido. Algunas alcanzaron gran notoriedad y se convirtieron en puntos para la realización de ferias y peregrinaciones. La más importante fue la gran piedra negra guardada en la Ka’ba de La Meca, que luego Mahoma reivindicaría como la “casa de dios” y el principal lugar religioso del Islam.9 Como las demás 9

Al parecer, la fuerza de esta creencia pre-islámica no pudo ser ignorada por la nueva religión y fue convertida en un aspecto fundamental de su tradición. De acuerdo con ella, la piedra negra es un aerolito que el ángel Gabriel entregó al patriarca hebreo Abraham quien, con su hijo Ismael, construyó la Ka’ba (edificio en forma de cubo) y colocó la piedra en su esquina oriental para que los hombres la visitasen y abrieran su corazón a Dios. Después de Abraham, los hombres olvidaron el propósito original y se dedicaron a la idolatría politeísta, hasta que el profeta Mahoma recuperó la Ka’ba, la limpió de ídolos y la restauró como “la casa de dios”. Desde el siglo VIII, la Ka’ba quedó enclavada en el centro del patio de la mezquita Al –Haram y hacia ella se orientan los musulmanes de todo el mundo para rezar.

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actividades, la religión tenía carácter comunal y contribuía a la unidad del grupo, siendo sus dioses y cultos un rasgo importante de la identidad tribal y, por tanto, de la diferenciación con las otras. No existía propiamente un sacerdocio encargado del ritual religioso, los ídolos por lo general se guardaban en la tienda del jeque, lo que le otorgaba cierta autoridad religiosa, y viajaban con la tribu a todas partes, incluso a las batallas. Las tribus beduinas hablaban diversos dialectos del árabe y eran amantes de la poesía y la oratoria. La poesía yâhili o preislámica, sin muchas exigencias formales, describía las facetas del modo de vida beduino, narraba sus hazañas y expresaba sus sentimientos. (Oufkir: 2006). Su popularidad y la forma del lenguaje utilizado, al parecer muy diferente del conversacional, de alguna manera ayudaron a fomentar ciertos rasgos de identidad cultural árabe y sirvieron para desarrollar el lenguaje empleado en el Corán posteriormente. En contraste con el modo de vida nómada, la vida sedentaria estaba asociada a la agricultura, la artesanía y, muy especialmente, al comercio. Muchos de estos asentamientos fueron fundados por nómadas establecidos en los oasis, los cuales a su vez constituían puntos neurálgicos en el curso de las principales rutas de caravanas que atravesaban la península. Desde la antigüedad, Arabia había desempeñado una función intermediaria en el tránsito entre el mundo mediterráneo y el Lejano Oriente. Las rutas terrestres para la comunicación y el comercio a través de la península, surgieron históricamente como parte de los procesos de expansión y de las frecuentes luchas por el

control de las rutas

marítimas en esa parte del mundo y siguieron varias direcciones geográficamente determinadas. Una conectaba los puertos del mar Rojo y los territorios de Palestina y Transjordania, al norte, con Yemen, al sur, atravesando la costa occidental de la península (Hiyaz); otra iba desde el extremo nordeste de Yemen hasta la Arabia central; y de ahí partían otras dos rutas rumbo a la Mesopotamia meridional y hacia el sudeste de Siria. (Lewis: 1956, 28-29) La organización social en los oasis tampoco estaba muy desarrollada. La autoridad política y religiosa a veces recaía en la familia o clan más prominente, en otras era ejercida por jefes que dirigían su tribus desde los oasis o por la alianza entre éstos y los mercaderes para dominar a la población de agricultores y artesanos. En ocasiones la jefatura de un oasis podía subordinar a las tribus circundantes o incluso a otros oasis cercanos, para de esa forma integrar unidades mayores. Sin embargo, esa tendencia a la expansión al parecer fue

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más la excepción que la regla y la historia anterior al siglo VII sólo registra un caso notable de ese tipo, el del reino de Kinda a finales del siglo V y principios del siglo VI en la Arabia septentrional. (Ibid, 38) Hacia principios del siglo VII las principales poblaciones se encontraban en la región del Hiyaz, en la franja costera occidental. El enfrentamiento entre los imperios bizantino y persa imprimió nueva vida a la ruta terrestre hacia Yemen, por donde salían mercancías provenientes de Siria y Mesopotamia, y entraban artículos de Persia y la India. Gracias a su función intermediaria en ese tráfico comercial de caravanas, algunas pequeñas ciudades del Hiyaz lograron cierto crecimiento. De ellas, La Meca fue la que alcanzó mayor importancia. Bien situada en el cruce de las rutas de comunicación, La Meca era una especie de diminuta república aristocrática de grandes mercaderes ambulantes (Cahen: 2003, 5). La ciudad estaba ocupada por la tribu de los Qurays, pero dentro de ella la diferenciación social estaba ya más acentuada. Los “Qurays del interior” ostentaban el poder político y económico, eran las familias de mayor abolengo y constituían el sector más fuerte de la clase mercantil, mientras

que los “Qurays del exterior” era la masa de pequeños y

humildes comerciantes con una raigambre menos antigua en La Meca. Por debajo estaba la población no Qurays compuesta por forasteros, beduinos, judíos y cristianos. Las tribus beduinas de las afueras de la ciudad, y que estaban subordinadas a ella, se les denominaba “árabes de Qurays. (Lewis: 1956, 43) La economía de la ciudad dependía totalmente del comercio. Al menos dos veces al año los mercaderes qurays enviaban grandes caravanas al norte y al sur; otras más pequeñas eran organizadas cuando las posibilidades del tráfico lo aconsejaban. El comercio de caravanas tenía carácter cooperativo y requería la asociación de los grandes mercaderes, razón que contribuyó a su integración y consolidación como grupo de poder. La comprensión del interés de clase era un rasgo poco frecuente entonces, por eso adquiere más relevancia el nivel de desarrollo alcanzado por esta “burguesía” comercial de La Meca. A pesar de ello, la mentalidad de los qurays en parte seguía condicionada por su origen nómada, especialmente en lo referente a la libertad de acción, y ello se reflejaba en la adopción de una organización política comunal muy emparentada todavía con la estructura tribal.

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En La Meca cada clan de los qurays conservaba su consejo (maylis) y su símbolo ritual, pero la diversidad estaba sujeta a dos expresiones de la nueva unidad urbana. La primera era el Mala, especie de consejo de gobierno de la ciudad integrado por jefes de familia y notables elegidos de acuerdo con sus riquezas y abolengo. La segunda era la ka’ba, edificio cúbico donde se guardaba la colección de ídolos y piedras sagradas de todos los clanes y que expresaba la unidad de la población de La Meca. La custodia de la ka’ba y de sus rituales idolatras también corría a cargo de la aristocracia qurays y significaba un complemento ideológico muy importante de su hegemonía como grupo. Por eso cuando la prédica monoteísta de Mahoma en La Meca empezó a ganar adeptos, los qurays sintieron que la nueva religión podía amenazar su posición y destruir su mundo.

Mahoma y la revelación del Islam

Resulta paradójico que la vida de un hombre tan notorio por su trascendental contribución histórica sea, en realidad, tan poco conocida, al menos por la parte de los datos que ha conseguido algún tipo de corroboración científica. Esto se debe a que las principales fuentes para el estudio de la vida de Mahoma se escribieron cuando menos un siglo después de su muerte y en ellas se entremezclan la realidad, la imaginación y los intereses de los seguidores y detractores posteriores. La primera fuente es el propio Corán, el libro sagrado de los musulmanes, que recoge la palabra de Dios revelada al profeta Mahoma y que alude, por supuesto, a muchos episodios de su vida personal. Pero las revelaciones registradas en el Corán fueron originalmente recitadas por Mahoma y conservadas por un grupo de seguidores llamados memoriones, que tenían la responsabilidad de escribirlas rudimentariamente en pedazos de cuero, cortezas de palma u omóplatos de camellos, y aprenderlas de memoria para difundirlas entre la masa de creyentes (Vernet: 2001, 112). El peligro que posteriormente entrañó la progresiva desaparición física de esos escribas y memoriones, hizo que el primer califa Abu Bark ordenara la compilación de todo el material en una versión oficial que no quedó definitivamente corregida hasta los tiempos del tercer califa Utmán. La tradición islámica describe los detalles de este proceso, pero resulta imposible comprobar su veracidad y que tanto corresponde el resultado final con la fuente original. Por otro lado, la

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organización aparentemente incoherente de los textos del Corán (azoras), ordenados únicamente en forma descendente por su extensión, tampoco arroja mucha claridad en cuanto a la sucesión cronológica de los acontecimientos referidos.10 La segunda fuente importante es el Hadyt o tradición. Luego de la muerte del Profeta y con un Islam en franca expansión, los musulmanes se percataron que el Corán, en tanto guía de conducta, resultaba insuficiente para enfrentar las necesidades de la construcción de un imperio, por eso recopilaron las expresiones verbales y las prácticas de la vida de Mahoma, las registraron en forma de tradiciones (hadyt) y las convirtieron en un fuente complementaria de autoridad. El origen del hadyt, sin embargo, se sustenta en el testimonio oral de los compañeros del Profeta y sus descendientes, por tanto, estuvieron sujetos también a todo tipo de adiciones e invenciones durante las luchas político-religiosas de los dos primeros siglos del Islam (Cahen: 2003, 7). A estos hadyt, precisamente, se debe la primera biografía de Mahoma escrita por Ibn Isaac. Sin embargo, hay datos de su vida que son mayoritariamente aceptados por los estudiosos, musulmanes o no, del Islam. Se supone que Mahoma nació en La Meca alrededor del año 570 d.c., en el seno de una familia de gran estirpe de la rama hashemí de la tribu de los Qurays. La historia familiar se registra a partir del patriarca Haxim, pionero de las rutas comerciales que propiciaron el crecimiento de la ciudad y guardián de la Ka’ba, cargo que entrañaba un altísimo honor y una poderosa fuente de influencia, aunque parece que también generó una fuerte rivalidad con la rama familiar de su hermano Abd Xams (Lahud: 2005, 9). A su muerte, su hijo Abd al-Muttalib heredó el custodio del gran templo ceremonial de los árabes y superó el prestigio de su padre al defender la ciudad de los ataques de los abisinios. El padre de Mahoma fue Abdallah, el menor de los hijos de alMuttalib, pero su muerte temprana, seguida por la de su esposa Amina cinco años después, dejaron huérfano al Profeta a la edad de seis años y bajo la responsabilidad de su ilustre abuelo. En realidad la tutoría quedó a cargo de su tío Abu Talib, el primogénito de al10

El Corán está constituido por 114 azoras o capítulos, cada una compuesta por un número diferente de versículos que, en total, rondan la cifra de los 6,200. Como en tiempos de Mahoma no se hizo un catálogo cronológico de la revelación, ni tampoco inmediatamente después de su muerte, los juristas musulmanes posteriores que pretendieron ordenarlo no pudieron establecer uno de manera indiscutible. Los esfuerzos en ese sentido de especialistas más contemporáneos igualmente discrepan entre sí. Ante la imposibilidad de un orden cronológico coherente, el Corán se organizó, en lo fundamental, de manera decreciente por la extensión de las azoras y no conforme a una rigurosa secuencia de las revelaciones, la cual parece poco probable que algún llegue a ser claramente establecida.

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Muttalib, quien muy pronto sustituyó a su padre como guardián del templo sagrado y debió ejercer una poderosa influencia en la formación de su joven discípulo. Desde temprana edad Mahoma se involucró en el tráfico de caravanas que comerciaban con Siria, desarrollando una habilidad que le permitió encargarse de los negocios de una rica viuda, llamada Jadiya, con quien terminó casándose a pesar de ser mucho mayor que él. Todo indica que Jadiya fue su otro gran pilar durante esta etapa de su vida, con ella tuvo siete hijos pero sólo uno, Fátima, logró sobrevivir y tener descendencia, la cual desempeñó un papel muy importante en la posterior sucesión califal. Llama la atención el hecho que, mientras Jadiya vivió, Mahoma no tomó otra esposa y sus prédicas, en ese entonces, parece que todavía no prescribían el derecho del hombre a la poligamia. Si bien la tradición menciona innumerables anécdotas y augurios sobre el destino elegido del Profeta, la mayoría fruto de la imaginación de escritores posteriores, fue aproximadamente entre el 610 y 612 que recibió su primera revelación, a la edad de 40 años.11 De modo que, la obra histórica de proporcionar a los árabes un “libro”, un nuevo tipo de comunidad confesional (umma), y un Estado, fue realizada por Mahoma en los últimos veinte años de su vida (610-632). Esa etapa a su vez suele dividirse en dos períodos fundamentales de acuerdo con el origen de la revelación: la mequí (612-622), denominada así porque fue recibida por Mahoma durante el tiempo que vivió en La Meca; y la medinense (622-632), que corresponde a su estancia en Medina. Entre ambos períodos de la revelación existen muchas ideas comunes que se repiten constantemente y se recrean en la fe en Dios y su grandeza, en los principios del hombre piadoso y en el castigo a los infieles e hipócritas. La fuente de la revelación de Mahoma, en general, venía de un libro guardado en el cielo, cuyo conocimiento sólo estaba reservado a los puros, y que el arcángel Gabriel le recitó íntegramente durante su primera revelación. Al no poder retenerlo en su memoria, Dios le fue recordando en lengua árabe, y por la misma vía, los fragmentos de su palabra que le eran necesario en cada momento (Verner: 2001, 60). Sin embargo, Mahoma no pretendió ser el único enviado de Dios y su revelación se planteó en términos de continuidad y confirmación de las anteriores. 11

De acuerdo con Verner , la fecha aproximada de la primera revelación se estima a partir del propio Corán, el cual menciona que cuando el Profeta inició su predicación había vivido ya una vida (umr) entre los qurays, expresión que significa cuarenta años (Verner: 2001, 58). Se refiere al versículo 17 de la azora 10 que dice: “Di: Si Dios hubiese querido, yo no os hubiese recitado ni os lo hubiese explicado. He pasado una vida entre vosotros antes de ello ¿No reflexionaréis? “ (El Corán: 2002,164)

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Entre los enviados no constituyo una innovación: no sé ni lo que hará de mí ni de vosotros. Sólo sigo lo que se me ha inspirado. Sólo soy un amonestador manifiesto (azora 46, versículo 8). (…). El libro de Moisés fue promulgado antes que éste como guía y misericordia. Éste es un libro que confirma, en lengua árabe, a los anteriores para advertir a quienes son injustos y albriciar a los benefactores (azora 46, versículo 11).

Muchos otros pasajes del Corán se podrían citar para sustentar la afirmación anterior, que a su vez explica la presencia, de manera sintetizada o remodelada de una buena parte de la tradición judeocristiana. Pero también queda claro en el Corán que sólo a los árabes se le ha dado la revelación completa: “¿No has visto a quienes se dio parte del Libro? Compran el extravío y desean que vosotros equivoquéis el camino. Pero Dios conoce a vuestros enemigos, y Dios es suficiente como amigo y basta como auxiliar” (El Corán: 2002, 91, azora 4, versículo 47). La ausencia de un ordenamiento cronológico en el texto del Corán dificulta un tanto comprender la evolución de sus ideas. Azoras como las anteriores se repiten indistintamente en diferentes partes y su significado, frecuentemente descontextualizado, a veces puede resultar confuso y hasta incoherente. Sin embargo, el contenido de la revelación de Mahoma evolucionó en correspondencia con las circunstancias históricas que la rodearon. La azora 46 citada se considera que pertenece al período mequí, cuando Mahoma iniciaba su predicación y la influencia judeocristiana parece haber sido mayor. En cambio la azora 4, aunque aparece al principio del Corán, por su contenido debe corresponder al período medinense, cuando ocurre la ruptura definitiva entre Mahoma y los judíos de Medina. Muchos otros temas recogidos en el Corán adquieren mayor sentido si se asocian con su contexto histórico y con las particularidades que marcaron el proceso de evolución de la nueva fe hasta su implantación en La Meca. Después de recibir la primera revelación, Mahoma comenzó su predicación en La Meca sin mucho éxito. Fuera de su esposa Jadiya, de Abu Bakr, futuro califa y sucesor, y de algunos jóvenes de familias qurays influyentes, la mayoría del círculo inicial de seguidores era gente pobre, artesanos y esclavos (Hourani: 2004, 40). En estos primeros años la predicación estuvo muy imbuida de preceptos judíos y cristianos. Mahoma fue un

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gran admirador de los pueblos “del Libro” y, aun después, valoraba de manera diferente a los pueblos que conocían la escritura sagrada de aquellos que todavía estaban sumidos en la idolatría. Precisamente por esa distinción, tanto el Corán como la tradición profética consideran que los árabes, hasta la adopción del Islam, vivieron en una era de ignorancia. El Profeta debió entrar en contacto con el monoteísmo a través de sus viajes a Siria y de la interacción con las comunidades judía y cristiana establecidas en La Meca, la cual al parecer cuajó dentro de su propio ámbito familiar. En el hadiz 301 del Libro de la Fe se hace referencia a Waraqa bin Naufal, primo hermano de Jadiya, que “[…] era un hombre que se había hecho cristiano en los días de la ignorancia, que solía escribir libros en árabe y había escrito el Inÿîl (el Evangelio de Jesús) en árabe como Allah lo había querido. […]” (Muslim: 1991, 106). Se supone que Waraqa fue sacerdote y guía espiritual de la comunidad cristiana de La Meca, y quien tradujo las escrituras, o parte de ellas, del hebreo y el arameo al árabe.12 Aunque era ya muy anciano en el momento de la

primera

revelación, la relación familiar que mantuvieron durante quince años le permitió fomentar una gran ascendencia sobre Mahoma e introducirlo en el conocimiento de la fe cristiana. Incluso no se descarta la posibilidad que Waraqa haya visto en Mahoma a su sucesor y que la primera revelación no tuviera el propósito de crear un nuevo credo, sino el de unir las creencias religiosas existentes.13De lo que parece haber menos dudas, es del papel que las enseñanzas de Waraqa debieron tener en la continuidad que el Islam establece entre las revelaciones anteriores (judía y cristiana) y la posterior de Mahoma. En el hadiz citado, Waraqa le confiesa a Mahoma el temor de que la vida no le alcance para ver su misión profética concluida, ni para estar junto él cuando su pueblo lo expulse, “(…) ya que nunca vino un hombre con lo que tu has traído sin encontrar enemistad (…)” (Ibidem). En efecto, el anciano sacerdote murió poco después de la

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Algunos también consideran que Waraqa fue un hanif, una especie de buscador independiente de Dios que no estaba satisfecho con el politeísmo y la idolatría que se practicaba en la Arabia de entonces. La búsqueda de un verdadero Dios lo acercó a judíos y cristianos, pero siguió siendo básicamente un monoteísta autónomo (Khoury: 1981, 27). 13 Como se mencionó al principio, el cristianismo que se conocía en Arabia no era la variante oficial predominante en el imperio Bizantino, sino el de las sectas disidentes que habían surgido en el transcurso de las polémicas cristológicas. Dentro de la comunidad cristiana de La Meca parece que también hubo otras corrientes sectarias como la del ebionismo, el cirentismo y el alexeismo. Con diferencias de matices, todas se diferenciaban del cristianismo oficial (o del actual) en que consideraban a Jesús sólo como hombre y profeta. Esa característica común puede darle algún sentido a la hipótesis acerca de la pretensión unitaria de Waraqa.

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primera revelación y en los años siguientes la predicación del Profeta despertó la creciente hostilidad de los qurays. Durante el período mequí, la actitud de los principales clanes qurays fue progresivamente pasando de un escepticismo despectivo hacia la nueva fe a una intolerancia represiva contra sus seguidores. El grupo de poder que controlaba La Meca consideraba la pretensión profética y monoteísta de Mahoma como una ofensa hacia su tradición religiosa. Pero en la medida que fue creciendo el número de sus partidarios, empezaron a verlo también como una amenaza a su modo de vida y a su posición hegemónica. El apoyo de su esposa Jadiya y, sobre todo, la protección de su influyente tío Abú Talib, guardián de la Ka’ba, ayudaron a contener la intensidad de la creciente desavenencia con los qurays, pero la muerte de ambos en el año 619 dejó a Mahoma en una situación muy vulnerable. Entre 619 y 622, la incipiente comunidad de creyentes estuvo sometida a una gran presión por el recrudecimiento de la persecución. Unos abjuraron de su fe, algunos emigraron a Abisinia y otros, entre ellos el propio Mahoma, permanecieron ocultos en La Meca y sus alrededores. Sin embargo, en estos años difíciles el Islam tuvo también algunas compensaciones de gran importancia para el futuro. Una de ellas fue la conversión de Umar, quien años más tarde llegaría a ser el segundo de los cuatro califas “ortodoxos” (634-644); poco después le siguió la de Utmãn ibn Affãn, miembro de una de las familias más prominente de la tribu qurays, la omeya, primera figura de relevancia en abrazar la nueva religión dentro de la clase política de La Meca, y futuro sucesor de Umar como tercer califa (644-656). Hacia el final de ese período también comenzó a fraguarse el acercamiento de Mahoma con las tribus árabes de Yatrib, ciudad que luego cambiaría su nombre por el de Medina (Medinat al- Nabí o la ciudad del Profeta), ubicada a unos 450 kilómetros de La Meca. La ciudad no contaba con un gobierno estable y las tribus árabes aws y jazrach luchaban entre si por la supremacía. Los judíos de Yatrib habían actuado como mediadores en ese conflicto, juego de equilibrios del que habían sacado ventajas para consolidar su posición económica en la urbe.14 Al parecer, hacia el año 620, emisarios de esas tribus

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Originalmente la ciudad fue fundada por tribus hebreas que emigraron desde el norte, las dos más importantes fueron la banu nadir y la banu qurayza. La prosperidad del asentamiento atrajo luego la atención de tribus beduinas que terminaron por colocar a los judíos bajo su tutela militar, aunque estos últimos siguieron siendo económica y culturalmente superiores a los árabes (Lewis: 1956, 50-51)

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empezaron a contactar a Mahoma con la intención de que actuara como árbitro entre los bandos rivales. Muchas fuentes refieren ese hecho, aunque no precisan de que manera las tribus de Yatrib supieron de Mahoma; probablemente a través del mismo comercio por caravanas debió correr la noticia de la existencia de un predicador árabe en La Meca, o quizá por las peregrinaciones que muchas tribus realizaban a la Ka’ba. Del modo que fuese, finalmente su situación insostenible en La Meca lo indujo a aceptar la invitación y a preparar su huída y la de sus partidarios a Yatrib, lugar al que llegó el 12 de Rabi I, que equivale al 24 de septiembre del año 622 (Vernet: 2001, 68), fecha de extraordinaria importancia para el Islam, porque ella marca el inicio de la Hégira (emigración), que a su vez constituye el origen del calendario musulmán.15

De la Hégira a la conquista de La Meca

El Profeta fue recibido en Yatrib como alguien capaz de resolver disputas tribales, no como un enviado de Dios, pero ello no impidió que continuara su prédica y su labor proselitista. Mahoma contaba con el apoyo incondicional del grupo de emigrados (muchachirún) que había compartido los avatares de la vida en La Meca y eran los conversos más antiguos, pero los medinenses estaban divididos en tres grupos: los defensores (ansar), nombre que recibieron los árabes que aceptaron la autoridad de Mahoma y se fueron convirtiendo al Islam; los hipócritas (munafiqun), calificativo que se ganaron los que estuvieron en contra de recurrir al arbitraje del predicador forastero y asumieron ante él una actitud pragmática;16 y por último los judíos, quienes temían que se viera afectada su influencia mediadora. Mahoma supo aprovechar muy pronto su nueva posición política para promover una nueva forma de organización que lo protegiese a él y a sus partidarios, y que además le 15

El calendario musulmán inicia con el primer año de la Hégira, es decir, el 622 del calendario occidental. De modo que para convertir una fecha de un calendario a otro debe hacerse sumando o restando la cifra 622 según sea el caso. Sin embargo, la equivalencia no siempre es exacta, ya que el musulmán es un calendario lunar de 354 días, mientras el cristiano es solar y cuenta de 365 días. 16 El sentido del calificativo hipócrita debe haber sido una construcción posterior que fue tomando forma a medida que crecieron las desavenencias entre Mahoma y ese grupo, su uso luego debe haberse generalizado para referirse a todos los que no abrieron de verdad su corazón a Dios y terminaron traicionando la fe. Muchas azoras y versículos del Corán están dirigidos contra los hipócritas, pero por la razón antes mencionada, no todas se refieren a este grupo en particular.

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permitiera transformar la influencia política también en una autoridad religiosa. Mediante la llamada constitución de Medina, Mahoma promulgó la creación de un tipo diferente de comunidad, la umma, y reguló sus relaciones internas y externas. En muchos sentidos la umma incorporó costumbres sociales preexistentes, pero a diferencia de la organización tribal, su base no descansaba en el parentesco y la consanguinidad, sino en la adscripción confesional. La umma nació como una comunidad de creyentes que compartía el Islam como su credo religioso y también el deber de ser solidarios entre si y de defender a sus miembros de cualquier amenaza exterior. La autoridad profética de Mahoma determinaba sus normas del funcionamiento, a la vez que actuaba como el único árbitro para dirimir sus disputas internas. Esa mezcla original entre lo religioso y lo político tuvo una connotación extraordinaria que diferencia al Islam de las otras religiones, ya que le permitió a la umma fungir, simultáneamente, como comunidad confesional y germen del Estado árabe.

La Umma tenía así un doble carácter. Por un lado era un organismo político, una especie de nueva tribu con Mahoma como su jeque, y con musulmanes y otros como miembros suyos. Sin embargo, al propio tiempo tenía una significación esencialmente religiosa. Era una comunidad religiosa, una teocracia. Los objetivos políticos y religiosos nunca fueron realmente precisados en la mente de Mahoma o en las mentes de sus contemporáneos. Este dualismo es inherente a la sociedad islámica, de la que la Umma de Mahoma es el germen. En aquella época y lugar era inevitable. En la primitiva comunidad arábiga la religión tenía que ser expresada y organizada políticamente, pues de otra forma no era posible. Inversamente, sólo la religión pudo proporcionar el aglutinante para un Estado entre los árabes, para quienes todo el concepto de autoridad política era extraño. (Lewis: 1956, 54-55)

Durante los diez años de la Hégira, la umma fue gradualmente configurando sus rasgos esenciales mediante las nuevas revelaciones de Mahoma. En el periodo medinense, a diferencia del mequí, las revelaciones tuvieron un carácter más normativo. Muchas proporcionaron respuestas a problemas prácticos relacionados con la instrumentación de un sistema de gobierno y fueron surgiendo a medida que las necesidades de la umma y la realidad política medinense lo iban requiriendo.

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Varios ejemplos ayudan a corroborar esa lógica. Poco tiempo después del arribo a Medina, una partida de musulmanes atacó y saqueó una caravana de comerciantes qurays en el desierto. El suceso causó bastante desagrado en la población de Medina, sobre todo porque la acción violó la costumbre, establecida por la tradición religiosa, de no realizar incursiones bélicas durante el mes sagrado de rachab. En los siguientes días Mahoma tuvo una serie de revelaciones que justificaban, de acuerdo con la palabra y la voluntad de Dios, la utilización de las algaras para combatir a los infieles en cualquier momento:

Te preguntarán por el mes sagrado, por la guerra en él. Responde: un combate en él es pecado grave, pero apartarse de la senda de Dios, ser infiel con Él y la Mezquita Sagrada, expulsar a sus devotos de ella, es más grave para Dios; la impiedad es más grave que la lucha: no cesarán de combatiros hasta que os hagan abjurar de vuestra religión, si pueden. Quien de vosotros abjure de su religión y muera, es infiel, y para ésos serán inútiles sus buenas acciones en esta vida y en la última; ésos serán pasto del fuego; ellos permanecerán en él eternamente (Azura 2, versículo 214). Quienes creen, quienes emigran y combaten en la senda de Dios, ésos pueden esperar la misericordia de Dios, pues Dios es indulgente, misericordioso (Versículo 215) (El Corán: 2002, 62)

A partir de ese momento la guerra de pillaje recibió la legitimación profética y se convirtió en una práctica frecuente y natural. Detrás, subyacía un doble propósito; por un lado, se procuró una fuente de ingresos muy importante, sobre todo para los emigrados, que hasta entonces habían dependido de la solidaridad de la parte medinense de la umma; del otro, se introdujo un arma efectiva de presión para hostigar a los qurays justo donde más efecto podía causarles, el comercio, y de ese modo mostrarles tanto el poder que iba adquiriendo como la persistencia de su interés por La Meca. Esas

revelaciones

contribuyeron también a ir perfilando el aspecto militar del principio de la yihad (guerra santa) como un deber de los musulmanes,17 y generaron además nuevas codificaciones acerca de la distribución de la riqueza (botín de guerra) entre los miembros de la umma. 17

Comúnmente el término yihad se asume en Occidente como guerra santa, aunque su significado real es mucho más amplio y contempla un rango de interpretaciones que van desde la lucha espiritual hasta la militar. La traducción literal del término es “esfuerzo” y en el Corán se refiere como esfuerzo en el camino de Dios o para defender el Islam. En el contexto actual de la guerra contra el terrorismo, tanto los islamistas radicales

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La constitución de Medina regulaba también las relaciones de la comunidad con otros grupos, en particular los judíos, a quienes se les respetaba el libre ejercicio de su religión y la posesión de sus bienes bajo ciertas condiciones. Al principio Mahoma trató de contemporizar con ellos introduciendo al culto algunas prácticas judaizantes, como el ayuno del Kippur y la orientación de la primera mezquita y del rezo en dirección a Jerusalén, pero el acercamiento duró poco y las relaciones se fueron deteriorando hasta desembocar en una ruptura definitiva. En el 625 y 627 los qurays de La Meca lanzaron sendas ofensivas militares contra Medina con el propósito de acabar con las operaciones de pillaje de los musulmanes. A pesar de su superioridad militar, tuvieron que abandonar la empresa sin conseguir sus objetivos. La actitud indiferente y hasta conspirativa adoptada por los judíos en esas crisis permitió a Mahoma emprender una fuerte represión contra ellos. La tribu banu nadir fue despojada de sus bienes y expulsada de Medina en 625 y la de banu quraysa fue en parte exterminada y en parte esclavizada dos años después. En el plano religioso la ruptura con la comunidad judía se reflejó de diversas maneras. Las prácticas judaizantes fueron eliminadas y la dirección del rezo se reorientó hacia la Ka’ba de La Meca, lo cual entrañaba un gran simbolismo desde el punto de vista religioso, ya que el cambio reafirmaba el carácter auténticamente árabe y diferente del origen del Islam: Abraham no fue ni judío ni cristiano; fue hanif y muslime, pues no estuvo entre los asociadores. Los hombres más cercanos, más dignos de Abraham son quienes le siguen, este Profeta, Mahoma y quienes creen. Dios es amigo de los creyentes (Azora 3, versículos 60 y 61). Desde ese momento las revelaciones de Mahoma se encaminaron a prescribir más abiertamente una nueva religión y a separarse de la influencia judeocristiana original. En muchos pasajes del Corán se recoge esa nueva visión que presenta a los judíos y cristianos como pueblos que recibieron parcialmente el Libro y que luego renegaron de Dios por no como Occidente, han puesto el énfasis en la forma violenta de yihad, de ahí el amplio uso del concepto guerra santa, pero justamente por eso muchos musulmanes, incluyendo sectores moderados del islamismo, insisten es destacar la parte espiritual y pacífica del término. A lo largo de la historia la yihad se ha usado en ambas direcciones. Los juristas clásicos posteriores reglamentaron su utilización en tanto guerra, aunque la práctica con frecuencia rebasó esos límites. Asimismo, la teoría clásica considera que la gran yihad es la que se desarrolla internamente a nivel individual y colectivo en el plano espiritual, para preservar la pureza de los valores del Islam dentro de la umma, en tanto la externa, sea violenta o pacífica, es llamada la pequeña yihad. Esa distinción, sin embargo, es posterior al período tratado en este capítulo y probablemente se remonte al siglo IX cuando culminó la ola expansiva árabe-musulmana. El sentido que parece primar en el Corán es el de yidah externa, el cual fue usado por Mahoma para combatir a los infieles de La Meca enemigos del Islam.

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reconocer la revelación de su último enviado. En la misma azora anterior, el versículo 17 dice: “La religión ante Dios, consiste en el Islam. Aquellos a quienes se les dio el Libro, no han discrepado sino después de que les vino la sabiduría, por iniquidad mutua. Quien no cree en las aleyas de Dios, será castigado, pues Dios es rápido en hacer la cuenta”. Más adelante, en los versículos 80 y 81, se vuelve a insistir en la apostasía de los judíos y cristianos: “¿Cómo guiará Dios a unas gentes que dejan de creer después de su profesión de fe, después de que atestiguaron que el Enviado, Mahoma, es verídico, después de que les vinieron las pruebas? Dios no dirige a las gentes injustas. Esos tendrán su recompensa: la maldición de Dios, de los ángeles y de los hombres, de todos, caerá sobre ellos” (El Corán: 2002, 72, 76 y 77) En este período quedaron claramente definidos los pilares principales del ritual religioso: la oración cinco veces al día y las reglas para las abluciones, el ayuno del ramadán, la limosna, la peregrinación, la plegaria pública de los viernes. Como resume muy bien Vernet: “la doctrina expuesta en La Meca –que fue, por las circunstancias, esencialmente religiosa—recibió su codificación durante el período de Medina con disposiciones sucesivas que forman ya un catecismo práctico de los deberes del buen musulmán; a su lado aparecerán y se desarrollarán las leyes civiles y penales por las que debe regirse el ciudadano del naciente estado” (2001, 98). El rechazo a los ataques qurays, la derrota de sus enemigos internos y la consolidación de la umma, permitieron a Mahoma expandir su influencia más allá de Medina. Su diplomacia hacia las tribus beduinas de los alrededores fue muy hábil, logrando establecer con ellas convenios que le garantizaron su lealtad y el pago del zakat, tributo religioso musulmán, sin interferir demasiado en sus costumbres ni exigir una conversión masiva. Asimismo, también consiguió ampliar por la vía militar la soberanía de Medina sobre otros oasis. En 628 Mahoma llevó aun más lejos su influencia con la conquista del oasis judío de Jaybar, la cual sirvió de experimento para instrumentar un nuevo tipo de relación tributaria que en lo sucesivo sería utilizado de modelo en otros pueblos conquistados. Como la distancia entre Medina y Jaybar hacía poco atractiva la expropiación de tierras, los judíos conservaron sus posesiones pero a cambio quedaron obligados a entregar el 50% de sus ingresos por concepto de tributo.

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Poco antes Mahoma había logrado también negociar un acuerdo con los qurays en Hudaybiyya, ubicado en la frontera del territorio sagrado contiguo a La Meca, donde los combates en ciertas temporadas del año estaban prohibidos por la tradición preislámica (Lewis: 1956, 56-57). El convenio fue un resultado del cambio que se venía operando en la correlación de fuerzas. Después de su última derrota en Medina y preocupados por las pérdidas que le ocasionaban las incursiones musulmanas contra sus caravanas, los comerciantes de La Meca creían que una negociación a tiempo podía resultar más conveniente a sus intereses. De igual modo, en 628, Mahoma debió calcular que su fuerza todavía no era lo suficientemente poderosa para doblegar a sus enemigos qurays. El acuerdo estableció una tregua por diez años y el derecho de los musulmanes a realizar una peregrinación anual de tres días a La Meca. En 629 el propio Mahoma encabezó la primera peregrinación, hecho que contribuyó a fortalecer su prestigio y a debilitar a los qurays por la conversión entre sus filas de figuras muy importantes, como Amr ibn al-As y Jalid ibn alWalid, dos grandes jefes militares que años después comandarían las tropas musulmanas en su expansión por Irak, Jerusalén, Palestina y Egipto. Sin embargo, el acuerdo de Hudaybiyya marcó tan sólo un compás de espera en un resultado inevitable. La trascendencia religiosa de la reorientación del Islam hacia La Meca, convirtió también el lugar sagrado en un blanco político que no podía escapar a la expansión islámica. En 630, esgrimiendo un incidente de sangre como pretexto para romper el acuerdo, Mahoma se lanzó a conquistar La Meca y la ciudad se rindió incondicionalmente sin ofrecer resistencia alguna. La inmensa mayoría de los qurays se sometieron inmediatamente y lo reconocieron como Profeta y Enviado de Dios, luego de lo cual pasaron a formar parte de la umma. Los ídolos de los cultos tribales politeístas fueron destruidos y la Ka’ba quedó restaurada como la casa de Dios y el principal lugar sagrado del Islam. La victoria de Mahoma trascendió pronto las fronteras de La Meca y muchas tribus enviaron embajadas ofreciendo su sumisión política al Profeta y aceptando acuerdos como los ya concertados

con los beduinos de los alrededores de Medina. El prestigio de

Mahoma, todavía más que el Islam mismo, empezó a convertirse en un factor aglutinador de las tribus árabes, aunque esa unidad, basada en juramentos de lealtad personal, aun no tuviera garantía alguna de perdurar más allá de su muerte.

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A pesar de su importancia, Mahoma no se quedó en La Meca y decidió mantener la sede de su gobierno en Medina. Poco antes de morir, en 632, volvió para terminar su misión profética, en lo que la tradición denomina la “peregrinación de despedida”: “Hoy os he completado vuestra religión y terminado de daros mi bien. Yo os he escogido el Islam por religión” (Azora V, versículo 5) (El Corán: 2002, 103). De regreso en Medina murió como un hombre común a consecuencia de la malaria, pero su legado histórico había quedado sólidamente afianzado y determinaría el destino futuro de los árabes. Junto con la religión y el Libro (Corán), Mahoma legó a los árabes un doble sentido de unidad que nunca antes habían conocido y que en la práctica estaban, y lo seguirían estando, indisolublemente ligados. El religioso, cristalizado en la umma y sustentado por una doctrina moral que promovía la cohesión y solidaridad confesional; y el político, reflejado en la organización de un rudimentario Estado, erigido sobre esa misma comunidad de religión, y que fue imponiéndose a la dispersión tribal. De esa combinación surgió gran parte de la vitalidad que permitió al Islam convertirse muy pronto en un poderosa fuerza expansiva.

Expansión y división del Islam (632-661)

Tras la muerte del Profeta, la umma tuvo que resolver por si misma el gran dilema de su sucesión. Mahoma no dejó indicación alguna al respecto y su gobierno unipersonal tampoco ofreció la posibilidad de contar con algún órgano colectivo de decisión que pudiera llenar ese vacío. Por otra parte, la fuente de autoridad del liderazgo de Mahoma había descansado en su naturaleza profética, en ser el elegido de Dios, mas esa condición dependía de la voluntad divina y, por tanto, no podía trasmitirse de acuerdo con las reglas humanas de sucesión, aunque éstas, dicho sea de paso, tampoco estaban muy difundidas entre los árabes y se limitaban exclusivamente a la tradicional elección de los jefes tribales. Aun así, la ausencia de una descendencia directa masculina hubiese impedido la reivindicación de una sucesión legítima de esa naturaleza. Al no existir una línea definida, la sucesión fue decidida entre el reducido círculo de los principales colaboradores de Mahoma. La forma resultó sencilla y, en principio, ayudó a garantizar la estabilidad, pero no resolvía el problema de fondo de fijar claramente un

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criterio para la sucesión, cuestión que a la postre exacerbaría la división interna de la comunidad. Dentro de la umma se distinguían tres grupos: los compañeros más antiguos del Profeta, con fuertes vínculos matrimoniales entre ellos y que estuvieron con él en la Hégira; los defensores medinenses que lo apoyaron en esa ciudad; y las familias de La Meca recientemente convertidas aunque de viejo abolengo y gran poder económico (Hourani: 2004, 47). Al inicio el primer grupo logró imponer sin muchas dificultades su influencia, haciendo recaer la designación como sucesor en la figura Abú Bark, padre de Aisha --la última y preferida esposa del Profeta-- y el miembro más antiguo de la umma, cuyo prestigio y méritos estaban fuera de toda discusión. Los límites del poder, en cambio, si quedaron claramente establecidos desde el principio. Abú Bark recibió el título de califa (jalifa) o vicario del Profeta, encargado de “guiar a la comunidad de acuerdo con la Ley dada y cuidar su aplicación, sin autoridad verdadera para interpretarla unilateralmente” (Cahen: 2003, 13). El califa no tenía atribuciones proféticas ni era considerado mensajero de Dios, por tanto estaba incapacitado para introducir nuevas revelaciones. Sin embargo, como jefe de un Estado y una comunidad confesional conservó ciertos rasgos de santidad y autoridad religiosa. Abú Bark apenas gobernó dos años (632-634), pero tuvo la gran responsabilidad de consolidar y ampliar los límites del poder político medinense. Muchas tribus beduinas que habían profesado su lealtad a Mahoma, consideraron su muerte como el fin de esa relación y se mostraron renuentes a renovar su vasallaje a Medina. Abú Bark enfrentó con decisión el peligro de disgregación, recurriendo a la opción militar para restablecer la autoridad. En pocos meses fue aplastada la revuelta (ridda), las alianzas con las tribus disidentes quedaron restablecidas y el impulso bélico prosiguió su propio curso hasta convertirse en una amenazadora política expansionista en las fronteras de los imperios bizantino y persa.

Hacia principios del siglo VII se dio una combinación entre el mundo dominado por los principales centros de poder político y cultural, pero que ya habían perdido su fuerza y seguridad, y el mundo limítrofe que estaba más en contacto con sus vecinos del norte y se habían abierto a su cultura. El resultado de esa combinación fue el surgimiento de un nuevo orden que incluyó la totalidad de la península arábiga, la totalidad de los territorios sasánidas, y las provincias de Siria y Egipto del imperio bizantino. (Hourani: 2004, 38)

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En efecto, al morir Abú Bark la influencia del gobierno de Medina ya se extendía por toda la península arábiga, incluyendo los territorios de Ghassãn e Hira, los norteños estados árabes que habían sido vasallos de Bizancio y Persia. Con su sucesor, Umar ibn al-Jattab (634-644), proclamado también sin mayores dificultades, la fuerza del Islam desbordó las fronteras de Arabia para desafiar a los debilitados imperios vecinos. Las tropas árabes no eran militarmente superiores, pero el interés por conquistar tierras y botín, unido al fervor religioso, resultó una combinación muy efectiva contra ejércitos indiferentes y agotados de luchar entre sí, con poco arraigo local y, como en el caso del bizantino, compuesto esencialmente por elementos mercenarios.

Fuente: (Duby: 1997, 196)

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La expansión árabe se desarrolló en varias direcciones simultáneamente. En 635 comenzó la conquista de Siria con la capitulación de la ciudad de Damasco, un año después los árabes obtuvieron una importante victoria sobre el ejército bizantino en Yarmuk, la cual allanó el camino para la subsiguiente ocupación de Palestina y Jerusalén en 638. Un poco más hacia el este, las tropas árabes incursionaron en territorio de Irak y en 637 infringieron una costosa derrota a los persas que les permitió capturar Ctesifón, la capital del imperio sasánida, situación que obligó al sha Yazdegerd a refugiarse en Irán. El avance prosiguió en esa dirección y en pocos años el dominio árabe se extendió sobre la mayor parte del territorio persa.18 Hacia finales de 639 iniciaron también las campañas en Egipto, la ciudad de Babilonia capituló en 641 luego de un prolongado sitio, la capital Alejandría corrió la misma suerte un año más tarde y desde allí la ofensiva continuó hacia el alto Egipto y la Cirenaica. La gran expansión territorial del Islam durante el segundo califato conllevó también a su consolidación como religión y estado, de ahí que con frecuencia el califa Umar sea calificado como el “san Pablo” del Islam, por haber sentado las bases de su desarrollo posterior (Vernet: 2001, 166). El éxito militar planteó a los árabes dos problemas cruciales que era necesario resolver: la administración de los nuevos territorios conquistados y la estructura relacional que debía existir entre la umma y las comunidades no musulmanas sometidas. Más allá de los matices locales, la manera de afrontar esos problemas configuró los rasgos de una política general que caracterizaría al imperio que recién comenzaba a formarse. Los árabes no tenían experiencia en la operación de formas administrativas complejas, por eso trataron de aprovechar el andamiaje existente e interfirieron poco en la organización de la administración a nivel local. Según la tradición islámica, el status de los territorios varió en dependencia de que su sometimiento hubiese sido por la fuerza (conquista militar) o por tratado (capitulación), sin embargo las diferencias en la practica no parecen haber sido grandes. En principio, el dominio árabe se limitó a una sustitución hegemónica que provocó el desplazamiento de los antiguos gobernantes bizantinos y persas como los beneficiarios de los impuestos de las poblaciones sojuzgadas, las cuales no vieron afectado su modo de vida habitual y, en consecuencia, tampoco mostraron mucha resistencia hacia los nuevos conquistadores.

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La conquista total de Irán se consumó hacia el año 651, durante el mandato del tercer califa, año en que fue asesinado el sha Yazdegerd y su bastión en la oriental provincia de Merw fue finalmente sometido.

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A ello también contribuyó la tolerancia de la política confesional, notablemente diferente a la aplicada en Arabia, donde la conversión generalizada y la expulsión de las comunidades judeocristianas terminaron por transformarla en un territorio exclusivamente musulmán desde la llamada guerra de la ridda. Los pueblos dominados fuera de la península no fueron forzados a convertirse y se les permitió, a cambio del tributo, conservar sus cultos, leyes y propiedades, quedando bajo la protección del poder árabe, al cual estaban obligados a guardar fidelidad en caso de guerra. En la cúspide, la estructura administrativa fue bastante elemental. Los territorios fueron divididos en provincias militarizadas (muchannada), cada una servía de base a un cuerpo de ejército y estaba dirigida por un gobernador, nombrado por el califa, que tenía autoridad sobre los asuntos militares y religiosos. Por razones de seguridad, las tropas árabes se establecieron en campamentos alejados de las poblaciones sometidas y, preferentemente, cerca de la protección del desierto. Sin embargo, las necesidades existenciales de esas concentraciones humanas pronto fueron atrayendo hacia sus inmediaciones a numerosos artesanos, comerciantes y trabajadores, lo que gradualmente fue convirtiendo a esos campamentos militares en el núcleo gestor de nuevas ciudades (Amsār) con poblaciones mayoritariamente árabes, como las de Kufa y Basra, en Irak, y la de Fustat en Egipto, las cuales contribuyeron decisivamente a la difusión del árabe y a la consolidación de su influencia en los territorios dominados (Lewis: 1956, 70). La naturaleza árabe del Islam también coadyuvó al proceso de arabización entre la población conquistada que abrazó la nueva religión, ya que para ella la conversión al Islam sólo era posible haciéndose cliente (mawālī) de alguna tribu árabe. Como miembros de la umma, a los mawālī se le reconocieron básicamente los mismos derechos que a los demás, aunque en la práctica los árabes actuaron con superioridad y monopolizaron, al menos durante esta etapa inicial, los principales beneficios materiales del Islam, especialmente el Dīwān. Las conquistas proporcionaron cuantiosos botines de guerra que contribuyeron a consolidar la base económica de la umma. El botín ocupado en el campo de batalla o proveniente del saqueo, conocido como ganīma, era repartido por los jefes entre sus hombres después de, según la tradición de Mahoma, reservarse un quinto para ellos; en cambio, las tierras propiedad del régimen derrotado y de los enemigos de los árabes eran, junto con sus rentas (fay), confiscadas por el Estado. El fay fue usado básicamente para costear el aparato administrativo, pagar a las tropas y sostener el Dīwān, un sistema introducido por el califa Umar que consistió en el establecimiento de una lista de personas, jerarquizadas de acuerdo con su categoría islámica (antigüedad y posición dentro de la umma), con derecho a recibir pagos y pensiones del Estado (Cahen: 2003, 20). También con Umar se inició la práctica de entregar a notables árabes parte de las tierras de propiedad estatal en

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concepto de arriendo (qatī’a), lo cual vino a reforzar la cohesión de la elite gobernante y su motivación para hacer carrera a través del servicio leal al Estado. Sin embargo, en cierta forma la expansión también alimentó las disensiones dentro de la umma. Las campañas de conquista permitieron a muchos quraish de La Meca escalar buenas posiciones, hecho que fue visto con recelo por los conversos más antiguos y cercanos al Profeta. De igual forma la gran autonomía de las nuevas provincias favoreció la formación de otros centros de poder en Siria, Irak y Egipto, que empezaron a ensombrecer la importancia de Medina. Ambas contradicciones se potenciaron con la elección del tercer califa Utmán ibn Affán (644-654).19 En principio, Utmán parecía una alternativa de equilibrio, porque si bien provenía de la familia omeya, una de las más ilustres dentro de los quraish de La Meca, también tenía el aval de ser un converso temprano. Pero la política de Utmán se enfrentó muy pronto a la creciente autonomía de las provincias, hecho que lo llevó a revocar de sus cargos a varios jefes militares, algunos muy prominentes como Amr, el gran conquistador de Egipto, y a sustituirlos por gobernadores más leales provenientes de su propio clan. Ello le granjeó la enemistad de influyentes grupos políticos y militares de Medina, Kufa y Fustat, a lo que se unió cierto descontento general provocado por el relativo estancamiento en el proceso de conquistas.20 La oposición culminó con el asesinato de Utmán en 656 y con una profunda ruptura (fitna) en el seno de la umma que la precipitaría por el camino de la guerra civil. Al día siguiente del asesinato, Alí b. Abi Talib fue proclamado por sus partidarios como nuevo califa. Alí reunía méritos suficientes para merecer el cargo, primo del Profeta y esposo de su hija Fátima, había sido de los primeros y más leales conversos con una trayectoria impecable al servicio del Islam y un prestigio reconocido como defensor de la sunna. Pero en circunstancias tan oscuras,21 la legitimidad de su designación fue cuestionada por muchos y la oposición se manifestó de manera inmediata. Como bien apuntó Lewis, “el asesinato de un califa por rebeldes musulmanes,

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En 644 Umar fue asesinado por un criado no musulmán mientras se paseaba por el mercado de Medina. Si el móvil fue un agravio o una conspiración, no existe prueba alguna de ello, pero la tradición afirma que Umar, herido de muerte, vivió algunas horas para nombrar los miembros de un consejo (sura) encargado de designar al próximo califa. La decisión recayó en cinco hombres: Alí b. Abi Talib, Talha b. Abd Allah, Zubayr b. al-Awwam, Utmán ibn Affán y Abd al-Rahman b. Awf. Según la tradición, sólo Alí, primo de Mahoma y esposo de su hija Fátima, se mostró renuente a reconocer la designación de Utmán (Vernet: 2001, 164). 20 La mayoría de los autores atribuyen la desaceleración del proceso de conquista a causas más profundas. La presión demográfica originada por la superpoblación de la península fue una causa primordial de la expansión árabe, pero en tiempos de Utmán esa presión ya había encontrado una salida en los territorios del entorno recién conquistados, lo que contribuyó temporalmente a disminuir la sed de conquista. Véase Lewis: 1956 y Vernet: 2001 21 Las fuentes coinciden en que Alí no tuvo vinculación directa con el asesinato, pero tampoco lo condenó suficientemente y mantuvo como colaboradores cercanos a figuras que presuntamente estuvieron asociadas a la conspiración regicida, lo que para muchos podía ser una señal de complicidad o de tolerancia a la impunidad.

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estableció un triste precedente y debilitó grandemente el prestigio religioso y moral del cargo como lazo de unión con el Islam” (1956, 77). La resistencia al califa se organizó en torno a dos centros diferentes e inconexos. El primero estuvo liderado por tres prominentes figuras de Medina y La Meca: Aisha, última esposa del Profeta, Talha y al-Zubayr, dos de los “albriciados” y pretendientes al cargo.22 Era la

oposición dentro de la propia generación histórica de los compañeros del Profeta, cada vez más resquebrajada por las intrigas y disputas de la sucesión. Antes habían conspirado abiertamente contra Utmán por su nepotismo e inclinación hacia los omeyas y probablemente no estuvieron ajenos a su muerte, pero tampoco apoyaron la proclamación de Alí porque chocaba con sus propias aspiraciones. Sus partidarios se concentraron en la ciudad de Basora y desde allí fraguaron la rebelión militar. El segundo foco de oposición provino del clan omeya, el cual enarboló como bandera su reclamación de venganza por el asesinato de Utmán. Sin embargo, la conducción de esta corriente ya no procedía de La Meca, sino de la nueva jefatura militar que había surgido con la conquista y cuya base de operaciones se había corrido hacia el norte, teniendo como su máximo exponente a Muawiyya, el gobernador de la rica provincia de Siria. El enfrentamiento militar con el primer grupo se produjo en el propio año 656. Alí abandonó la capital y se estableció con sus fuerzas en la ciudad campamento de Kufa, desde donde organizó la ofensiva contra sus opositores. Los rebeldes fueron fácilmente vencidos en la llamada batalla del Camello (656), Talha y al-Zubayr perdieron la vida en el combate y Aisha fue capturada y confinada en La Meca, con lo cual la sedición quedó totalmente aplastada. Sin embargo, Alí decidió mantener su capital en territorio iraquí para enfrentar la amenaza más grave que entrañaba la disidencia del poderoso gobernador de Siria, a quien decidió deponer por la fuerza ante la negativa del jefe omeya de acatar la orden de su destitución. Aunque Muawiyya no había realizado ninguna reivindicación personal, era claro que su clamor de justicia y sus acusaciones de impunidad ponían en tela de juicio la legitimidad del califa. En 657 ambas fuerzas se enfrentaron en la batalla de Siffin, sin que ninguna obtuviera una clara ventaja, razón por la que finalmente consintieron en resolver las 22

La tradición islámica afirma que Mahoma prometió el paraíso a diez de sus compañeros, a los que se conoce con el nombre de los albriciados. El grupo de los elegidos estaba formado por Abú Bark, Umar ibn alJattab, Utmán ibn Affán, Alí b. Abi Talib, Talha b. Abd Allah, Zubayr b. al-Awwam, Abd al-Rahman b. Awf, Sad b. abi Waqqás, Abu Ubayda b. al-Charrah y Said b. Zayd.

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diferencias por la vía del arbitraje a la vieja usanza beduina.23 El proceso llevó meses y el compás de espera contribuyó a debilitar la posición de Alí, ya que una parte de sus seguidores que protestaron la decisión de aceptar el arbitraje, terminaron abandonando sus filas por considerar que el juicio de Dios no podía estar en manos de los hombres. Con esa fisura se fueron delineando las tres vertientes que desde entonces dividirían al Islam: los chiítas, seguidores de Alí o de su familia; los sunnitas, partidarios de Muawiyya; y los jariyies, los que se salieron y rompieron con Alí.24 El resultado del arbitraje finalmente benefició a Muawiyya y sus partidarios se adelantaron a proclamarlo califa en 658. Alí rechazó el veredicto, ordenó masacrar a los jariyíes y se dispuso a proseguir la lucha, pero en 661 fue asesinado a la entrada de la mezquita de Kufa por un jariyí ávido de venganza. Hasan, su primogénito, no mostró mayor interés por defender el legado de su padre y terminó aceptando al nuevo califa. La coronación de Muawiyya marcó el ascenso al poder del clan omeya y el inicio de las sucesiones dinásticas. Con ellas el Islam todavía viviría una época de expansión y esplendor en los siglos siguientes, pero la umma nunca más volvería a ser la comunidad unida de los tiempos anteriores a la fitna. La península arábiga tampoco seguiría jugando en lo sucesivo el papel protagónico de los orígenes. El centro político y cultural del Islam se desplazaría definitivamente hacia la región del Creciente Fértil, a Siria primero, y a Irak después, en tanto La Meca y Medina conservarían sólo su importancia religiosa como centros sagrados y de peregrinación, y el resto de Arabia nuevamente volvería a su letargo histórico anterior.

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La tradición afirma que en medio de la batalla los soldados sirios colocaron hojas del Corán en la punta de sus lanzas, solicitando de manera simbólica el juicio de Dios para poner fin a la lucha fraticida entre musulmanes. 24 Esa división originada inicialmente por la lucha de sucesión, fue desarrollando su cuerpo teológico y doctrinal en los siglos siguientes. Actualmente alrededor del 90% de la población musulmana del mundo es sunnita, mientras que los chiítas, con todas las sectas que se derivaron posteriormente, constituyen el restante 10%. Los jariyiés, denominados abdalíes desde el siglo XIX, representan una cantidad irrisoria concentrada en Omán y en la isla de Yerba, en Túnez.

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