Jartum y Otros 65 Relatos y Microrrelatos de Viaje
XII Concurso de Relatos de Viaje Moleskin 2017
XII Concurso de Relatos de Viaje Moleskin 2017 © 2017 Relatos: Alexandro Arana Ontiveros, Alicia Ortego Martínez, Andoni Aldasoro, Arlés Henao Montoya, Beatriz Afonso Santos, Carlos Novo García, Carmen Nelly Rodríguez Franco - Uruguay, Félix Remírez Salinas, Fran Nore, Humberto Hincapié, J. Martín Alcaid, Jorge Varela Martínez Negrete, Esther Domínguez Soto, Mª Luisa Sánchez de la Torre, Mercedes Bagó Pérez, Mercedes García Vázquez, Miguel Ángel Florán, Ofelia Luengas Lasso, Pau Llambies Bal·le, Ramón Luis González Reverter, Raquel Rodríguez Pérez, Ruth Escamilla Monroy. © 2017 Microrrelatos: Alejandro Agustín Romero, Alexandro Arana Ontiveros, Antonia Russo, Antonio Ortuño Casas, Azul Silvestre, Beatriz Afonso Santos, Carmen Tibet, Elizabeth Saez Pradas, Fran Nore, Isabel Mª Rojas Herrera, Javier Torres Gómez, Jesús Francés, José Luis Díaz Marcos, Lea Delcase, Mei Morán, Miguel Feria, Néstor Quadri, Óscar Millán Vivancos, Patricia J. Dorantes, Richard Eduardo Hayek Pedraza, Sísifo. © De esta edición, diciembre 2017. Vagadamia. www.vagadamia.org Todos los relatos y microrrelatos participantes en el concurso en ediciones anteriores están disponibles para su lectura gratuita en www.moleskin.es. El Concurso de relatos de viaje Moleskin está patrocinado por la editorial Ediciones del Viento de A Coruña, España y la empresa de ereaders Grammata. Diseño de portada y contraportada: © Raquel Gorrochategui Santos Portada: Cuadro de Richard Caton Woodville. La Batalla de Omdurmán Printed in Spain/Impreso en España Edición digital
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro óptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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ÍNDICE Introducción Los ganadores. Biografías
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Relatos Jartum. Carlos Novo García RosenStrasse. Félix Remírez Salinas Vivir en las islas Galápagos nunca fue fácil. Alicia Ortego Martínez Viajando por el Pílbara. Humberto Hincapié De regreso a casa. Mercedes García Vázquez El acertijo del sultán. Cuento oriental. Esther Domínguez Soto Ushuaia. Jorge Varela Martínez Negrete Saigón. Ruth Escamilla Monroy Los tambores de Aruba. Andoni Aldasoro Paella para todos. Raquel Rodríguez Pérez Canto a París. Carmen Nelly Rodríguez Franco - Uruguay Las casas de Pablo. Jorge Varela Martínez Negrete. Cuentos desde el sur. Pau Llambies Bal·le Tras las huellas de Neruda. Arlés Henao Montoya La firma del pintor. Mª Luisa Sánchez de la Torre Ensenada, el verdadero jardín de las delicias. Andoni Aldasoro Jazz en Guadalajara: La suave melodía de los salmones. Andoni Aldasoro El viaje del durante. Raquel Rodríguez Pérez Paraty. Beatriz Afonso Santos Punto de no retorno. Alexandro Arana Ontiveros Entre dos continentes. Ruth Escamilla Monroy Un desvío sorprendente. J. Martín Alcaid Madeira: el último paraíso. Ramón González Reverter Luminiscencia. Miguel Ángel Florán Bautista Relato de ruta de una expedición asombrosa. Fran Nore Pasaje para Kingston. J. Martín Alcaid El secreto. Mercedes Bagó Pérez Alma llanera (para Rodrigo). Ofelia Luengas Lasso Oaxaca, tan lejos y tan cerca. Andoni Aldasoro
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Microrrelatos Del otro lado. Mei Morán Destinos variados. Alexandro Arana Ontiveros Viajé tanto en mis sueños. Azul Silvestre Gas noble. Mei Morán Viajar. Quiero volar. Javier Torres Gómez Desnorte. Mei Morán Reposa. Isabel Mª Rojas Herrera En las montañas de Ladakh. Carmen Tibet Amsterdam. Jesús Francés Tiempo imperdible. Jesús Francés Ella, él y -obviamente- yo. Richard Eduardo Hayek Místico final. Patricia J. Dorantes Cuesta arriba. Alejandro Agustín Romero Tan pequeña. Elizabeth Saez Pradas Añoro Tibet. Carmen Tibet La carretera parece no tener fin. Isabel MªRojas Herrera Corría el año de 1964. Fran Nore Apariencias. Richard Eduardo Hayek Pedraza ¿Te atreves?. Lea Delcase Le molestaba. Richard Eduardo Hayek Pedraza El mar. Patricia J. Dorantes Durante ese fin de semana. Beatriz Afonso Santos Figueras. Óscar Millán Vivancos Pensé que viajaba para conocer mundo. Azul Silvestre Viajé por los cinco continentes. Javier Torres Gómez Llendo. Carmen Tibet Saborea la libertad. Patricia J. Dorantes Estaciones. José Luis Díaz Marcos Aquella tarde de Agosto. Antonia Russo Desde la cima. Sísifo Viaje de vacaciones. Néstor Quadri Recuerdo esa alegría. Elizabeth Saez Pradas Habíamos llegado a Roma. Elizabeth Saez Pradas Cohetes espaciales. Antonio Ortuño Casas La pereza. Miguel Feria La noche de la sopa. Beatriz Afonso Santos Lo he puesto a secar al sol. Isabel Mª Rojas Herrera
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INTRODUCCIÓN La duodécima edición del Concurso de relatos de viaje Moleskin, patrocinado por Acer, Ediciones del Viento, La Editorial Viajera, La Línea del Horizonte y Lonely Planet España, ha supuesto un gran salto cualitativo con respecto a las once anteriores gracias a la gran calidad de los relatos y microrrelatos presentados. Un total de 207 obras, 105 relatos y 102 microrrelatos, de 98 autores provenientes de 11 países diferentes, casi todos españoles y latinoamericanos, pero con aportaciones desde lugares tan distantes como Australia, Chile y Japón. El objetivo principal de esta edición es poner en manos de los autores seleccionados para el libro los resultados del concurso en un formato, ya sea digital o en papel, que los lectores de Moleskin siguen prefiriendo: el libro. Es una edición que utiliza las últimas tecnologías, como la impresión personalizada y bajo demanda, que permiten a muchos autores noveles y no tan noveles saltar la barrera de las editoriales tradicionales, que, salvo excepción, apuestan sobre seguro. El orden del índice es el de los votos del jurado. En Vagadamia, asociación cultural sin ánimo de lucro, hemos asumido este proyecto con gran entusiasmo, pero los méritos del conjunto de relatos de viaje incluidos en el libro, algunos reales, otros imaginarios, y otros con ese estilo tan latinoamericano que es el realismo mágico, son de sus autores, a quienes agradecemos su aportación. Comienza pues una ruta fascinante que nos llevará a Sudán y su capital Jartum, a la Alemania nazi, por las Galápagos, a la remota región de Pilbara en Australia, a la Tierra de Fuego, resolveremos acertijos orientales y viajaremos en la nao de la literatura de viajes con el viento de las palabras soplando en las velas hacia puerto, no sabemos si seguro, pero el viaje habrá valido la pena.
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LOS GANADORES Biografías Primer Premio. Carlos Novo nació un 28 de mayo en una ciudad que nunca ha llevado en su corazón. En cuanto pudo se instaló en Madrid, donde su trabajo como periodista le ha llevado de aquí para allá, dedicado a intentar describir las emociones que le han emocionado. Las novelas le han acompañado desde muy joven y un día quiso que le llamaran Ismael y otro reencarnarse en el príncipe Andrei Nicolayevich Bolkonski. Es poco amigo de religiones y de aquellos que se pasan el día con el nombre de su dios en la boca, de los que no saben divertirse sin maltratar animales, de los empeñados en cerrar puertas, levantar vallas y construir identidades. Prefiere los atardeceres a los amaneceres. Cree que ninguna foto vale lo que un recuerdo y odia los selfies y su palo. Tampoco reniega de la fé de sus mayores: un rectángulo verde de 110/75, once contra once, un balón de cuero y la vida en 90 minutos Segundo Premio. Félix Remírez lleva más de dos décadas aunando literatura y programación de ordenadores, interés que compagina con la escritura convencional de relatos. Ha ganado varios concursos de relatos como el Certamen “Santoña…la mar” o dos ediciones del Certamen de relatos cortos RSME Anaya 2010, siendo finalista en muchos otros. También hay un recopilatorio de pequeños relatos en su blog Biblumliteraria. Este es también un importante repositorio de informaciones sobre literatura digital, gramática computacional y obras de su propia creación en literatura electrónica, siendo hoy en día el portal en activo de más antigüedad existente y con un volumen de entradas de los mayores del mundo en este campo.
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Sus trabajos constituyen un referente en la literatura digital en español y abarcan diversos aspectos como la novela hipertextual (“Crónica de lo sucedido en la mina de Corpus Christi”), la poesía electrónica, la interactividad (“El jardín de los relatos inacabados”, “El postrero deseo de Eugenia Vilasans”) o la generación automática de prosa y verso (“Aleatum”), por ejemplo. Sus obras han sido seleccionadas por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y por la recopilación ELC3 de la “Electronic Literature Organization”. Asimismo, sus trabajos se han publicado en revistas digitales como Fronterad o Cura. Tercer Premio. Alicia Ortego siempre ha leído desde que tiene uso de razón, y los libros de viajes ya sea en formato de relato o de novela, son su género favorito. En 2010 comenzó a escribir en Internet sobre sus propias andanzas por este mundo, quizá llevada por el impulso de fijar los recuerdos viajeros que acumula, o quizá por querer imitar lo que lee. Entre sus libros favoritos se encuentran los de Alexandra Dávid-Neel y Rosita Forbes, dos grandes viajeras de principios del siglo XX. Además de su propio blog Los viajes de Ali, también publica desde hace años reseñas de libros de viajes en la web Leer y viajar. Primer Premio Microrrelatos. Mei Morán nació en Barcelona. La vida la zarandeó con sus tumbos inopinados, la condujo a lugares recónditos, abarrotados de personajes reales y de ficción. Recorrió las primeras millas en el tacatá, atravesó todos los parques con crujido de hojarasca y deambuló por las plazas de su barrio, viajó por valles y colinas a lomos de un asno en el pueblo, corrió a toda prisa muchas mañanas para no perder el metro, subió a los aviones de papel, surcó los cielos de su habitación, encaramada a una alfombra, conoció reinos extinguidos en los precipicios aderezados de los libros. Se enredó con las lenguas de los idiomas y terminó sus estudios de traducción.
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Se acercó también a los pucheros para ver cómo son por dentro. A veces, se deleita en guisos de palabras en su modesto restaurante, otras se le ocurre la receta de una ambrosía de letras y ve nacer las palabras, las frases. Redacta así historias para dibujar al que quiera leerlas, los paisajes y los laberintos de un corazón inquieto. Segundo Premio Microrrelatos. Alexandro Arana Ontiveros ha conseguido 21 primeros lugares, 19 menciones honoríficas, 4 veces elegido para representar a México en EU dentro de la colección Biblioteca de Autores Latinoamericanos, más de 100 veces finalista y más de 100 veces seleccionado para publicación, en Concursos, Certámenes y Antologías Literarias en diversos países (Argentina, Colombia, Cuba, Chile, Ecuador, España, Estados Unidos, México y Uruguay) así como en diferentes géneros literarios: cuento, poesía, prosa poética, microcuento, haiku, ensayo, guión y aforismos. Además colabora en la Comunidad Literaria Internacional “Letras & Poesía”; ha publicado 2 cuentos infantiles con Editorial Kapelmex y 80 cuentos novelados juveniles para la Fundación Villa Aprendizaje. Actualmente sigue participando y publicando a través de concursos a nivel internacional. Tercer Premio Microrrelatos. Azul Silvestre escribe desde siempre y su afición por los haikus japoneses y los microrrelatos le llevan a buscar el minimalismo extremo con frases que va acortando cada vez más, soñando con que un día creará el relato perfecto con una sola palabra.
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RELATOS DE VIAJE Jartum Carlos Novo García 8 de enero 1899. 7 AM La chalupa desembarca a su pasajero en una fría mañana con viento de poniente y mar agitado. Las farolas de gas están encendidas. Arrebujado en su abrigo, un tanto desmañado, el joven camina despacio, morral militar al hombro y con una visible cojera que hace más dificultosa su marcha. Decidido, cruza Grand Casamates y, sin parar para recobrar el aliento, enfila por Main Street hacia arriba. A la altura de Saint Mary The Crowned sus ojos buscan el portal un poco más adelante, cerca de la oficina de correos. Allí se detiene. Ha llegado. Es su casa. Minutos después, el joven está sentado en el salón. Un fuego arde en la chimenea, tiene una copa de brandy en la mano y su mirada recorre la estancia, una biblioteca bien provista: cientos de tomos encuadernados en viejo cuero, el retrato de bodas de Lady Beatriz Alvear (su madre, fallecida de fiebres a los 25 años, cuando él tenía tres, casada con un oficial del regimiento de Artillería de Warwickshire, muerto poco después en el paso de Khyber en una emboscada pashtun) y un aparador de pino sobre el que destaca un cuadro que enmarca un único objeto: la Cruz Victoria. Con una inscripción. For bravery. El joven contempla la medalla con desgana. Fue ganada por su abuelo, Francis Brennan, en 1859, en Gwailor, durante el Motín de los cipayos. Entonces, abre el morral, saca un libro y lee Diario de Ismael Brennan 12 de septiembre 1893.
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Hoy he llegado a Sandhurst. Me han admitido en Caballería, junto a otros 150 cadetes. Me espera un año de prácticas militares tras unos estudios mediocres en Eton. La tradición familiar se impone, a mi pesar. Cambio el griego y el latín por los partidos de polo, las comodidades de mi casa por las duchas frías, el miserable rancho del ejército y una vida de penalidades a la mayor gloria de Inglaterra. Abandono mis ambiciones literarias. Creía que mi destino iba a estar en una guarnición de la India pero se escuchan vientos de guerra en África. Desde la muerte de Gordon en 1885 la prensa no hace más que alentar al Gobierno para que recupere el Sudán. Pero el III Marqués de Salisbury se niega y la reina, duda. 29 noviembre 1893 Poco más de dos meses y ya estoy harto. Ayer me pillaron en mis lecturas de Wordsworth, Byron y Keats y soy objeto de burlas y escarnios. Las peleas a puñetazos y las borracheras proliferan. También las salidas a los clubs de alterne. He conocido a Winnie, un tipo arrogante descendiente del duque de Marlborough que odia que le llamen así. Como yo, es un lector voraz y tampoco parece muy interesado en el ejército. Aquí es imposible hacer amigos. 15 mayo 1894 Me he graduado el número 47 entre los 150 cadetes. Quedo a la espera de destino 26 junio 1894 Salgo para Lahore como segundo teniente de caballería 15 agosto 1894 Esto es peor de lo que suponía. El calor es sofocante, supera los 40 grados al mediodía y apenas refresca por la noche. El río Ravi es un hervidero de mosquitos. La guarnición sale poco del fuerte. En un mes vendrán las lluvias del monzón, pero la espera se hace interminable. Hoy he empezado con
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las traducciones al inglés de poesía de mi lengua materna. The dark swallows will return to your balcony to hang their nests 19 enero 1898 Cambio de destino. Dejo la India. Por fin. Hay vía libre a la guerra en el Sudán. Embarcamos para Adén y luego hacia Port Said. Estoy asignado al 21 de Lanceros. Veré el Nilo y las pirámides. El ferrocarril del desierto está listo. Inglaterra se prepara para una nueva guerra. Será el fin del califa Abdullah, el sucesor del Mahdi, y su imperio derviche. 2 marzo 1898. Hoy hemos llegado a Wadi Halfa, en la frontera con el Sudán. Nos ha recibido una luna lechosa, un río color de tierra y con olor a estiércol. Más allá de la línea de agua, nada, una tierra rojiza y plana, arena y desolación hasta confundirse con el horizonte. Todo es miseria, casuchas de adobe y galpones militares. Somos el ejército del sirdar Kitchener, unas pocas decenas de oficiales británicos entre más de 20.000 egipcios y sudaneses. Hay poco que hacer mientras se concentran las tropas. Vuelvo a mis traducciones and, once again, with a wing to its glass playing, they’ll call 4 abril 1898 El 21 de lanceros se ha completado: 440 jinetes con los últimos escuadrones venidos directamente de Inglaterra. Con gran sorpresa he descubierto que Winnie está al mando de uno. Nos hemos abrazado como viejos amigos. Cuando yo le llamo Winnie él me llama “Medio inglés.” Sigue siendo un lector voraz y ya no odia a los clásicos. Presume de poder recitar los primeros cien versos de El paraíso perdido, de Milton. Tuvo que interceder ante el mayor Wood para que le dejaran alistarse. Está decidido a escribir crónicas de campaña para el “Morning Post”, a quince libres la columna. Otra amoralidad más de los nobles
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6 de junio 1898. Nos ponemos en marcha. Nos esperan 50.000 derviches armados con espadas, lanzas y unos pocos miles de anticuados rifles Remington. Será una carnicería ante nuestras ametralladoras Maxim y los modernos Lee Metford, capaces de disparar 60 balas por minuto. Hoy ha venido el sirdar a arengarnos. Ordenó que tocaran las gaitas del batallón del décimo de highlanders mientras un grito salía de nuestras filas: ¡Remember Gordon! 31 de agosto 1898 Con nuestros prismáticos podemos ver la cúpula parda de la tumba del Mahdi y las almenadas murallas defensivas de Omdurman. El coronel Rowland Martin, nuestro jefe del 21 de Lanceros, despacha con el sirdar Kitchener. Se oyen tiros dispersos. La orden es descansar hasta que caiga la noche. El campamento guarda silencio. Se reparte tabaco y whiski, el combustible que mueve al soldado inglés a dominar al mundo. Winnie y yo hablamos como siempre, de literatura. “Escucha”, le digo: “Si mañana morimos no habrá quien diga por nosotros como los romanos: “A los dioses de las sombras envío este alma”. “Ni se hablará de ti como de Keats, quien escribía su nombre sobre el agua, poeta”, me responde Winnie. Winnie tiene el hombro dislocado. Si mañana tenemos que cargar no podrá empuñar el sable y tendrá que abrirse paso a tiros de pistola de su vieja mauser. No parece preocupado. Los aristócratas nunca muestran sus sentimientos. Cae la noche, el frío es intenso. Escribo envuelto en mi capote a la luz de la luna. Los hombres dormitan y crepitan las hogueras. Empieza a llover abundantemente y del suelo sube el penetrante aroma a tierra mojada que nos envuelve como un recuerdo de otros paisajes. Los centinelas velan y el Nilo
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fluye más allá de Omdurman, como hace miles de años. Si mañana muero, que la tierra me sea leve. Extractos de crónicas del Morning Post Agosto y Septiembre 1898 “Antes del primero de septiembre, el 21 de Lanceros nunca había entrado en combate y estaba sediento de gloria. La diana sonó a las cuatro y media con el redoble de tambores y el sonido de pífanos y trompetas. Los hombres tiritan. Casi nadie ha dormido. Limpiamos nuestras carabinas, desayunamos gachas, galletas duras y carne en lata y salimos en tareas de reconocimiento hacia el lado occidental del campo de batalla, por la llanura de Kerrari”. “Enfrente de nosotros teníamos al último ejército medieval: 40.000, quizás 50.000 guerreros con espadas de doble hoja, dagas, jabalinas, lanzas y escudos de cuero. Muchos iban descalzos, cientos portaban estandartes de colores vivos. Oíamos su cántico una y otra vez, un inmenso rugido como el rumor del viento y el mar: La ilaha ilaa llah. No hay más Dios que Alá”. … “Enseguida nos topamos con una partida de fuzzy-wuzzy, unos 300 hombres a la altura de la colina de Sugham. Empezaron a dispararnos. El teniente De Montmorency, al mando del escuadrón B, se dirigió al coronel: ¿Por qué rayos no cargamos contra estos cabrones antes de que acaben con nosotros? Instantes después, el coronel ordenó al corneta, el sargento Knight, alinearse a la derecha. Nos ordenó cargar a la antigua usanza, sable en mano. 440 orgullosos jinetes primero al paso, luego al trote y finalmente, adelante, adelante, ¡a galope tendido!”. “De repente, en plena carga, a 50 metros de nuestro objetivo, apareció una depresión similar a un camino que se hubiera hundido. En su interior se amontonaban tres mil derviches que emergieron de su escondite por sorpresa. Todos los lanceros nos dimos cuenta en ese momento que
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habíamos caído en una trampa. Segundos más tarde, los 440 lanceros nos empotramos contra la línea derviche”. “No recuerdo sonido alguno. Toda la acción pareció transcurrir en el más absoluto de los silencios: los alaridos del enemigo, los gritos de los soldados, el choque de las espadas y las lanzas, los cuerpos traspasados por el acero, la sangre derramada cubriendo el suelo, pasaron desapercibidos para mis sentidos y no fueron registrados por mi cerebro. Sólo alcanzo a ver una fugaz sensación de confusión. El teniente Brennan fue de los primeros en caer, alcanzado por un lanzazo en un costado y un tiro en la rodilla mientras rodaba de su caballo”. “A los dos minutos del choque todos los que habíamos quedado con vida, salimos de la masa derviche por el impulso de nuestros caballos enloquecidos, presa del pánico. Pero en esos dos minutos cinco oficiales, 71 hombres y 119 caballos resultaron muertos. Esta es la verdadera y literal narración de la carga de nuestro paseo por el valle de la muerte”. …. “Horas después terminó la batalla de Omdurman, la tumba del Mahdi fue destruida, su cadáver profanado y tirado al río en la mayor victoria de toda la historia de la ciencia sobre los bárbaros. El objetivo se ha cumplido y las banderas de Inglaterra y Egipto ondean sin rival en la confluencia del Nilo”. Diario de Ismael Brennan Septiembre 1898 Hospital de Campaña de Suakin. Escribo en una barca hospital. Apenas recuerdo nada de la batalla. Ruidos inconexos retumban en mi cabeza y oigo un rumor de gaitas a lo lejos, tocando primero Scotland the Brave y más tarde Amazing Grace mientras el dolor me invade y siento hundirme en la negrura. Despierto aturdido y con el cuerpo exhausto. Los ojos me lloran y no consigo desprenderme del sabor a tierra en mi boca. Los médicos que me atienden me
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aseguran que he perdido mucha sangre, que tengo dos heridas graves, pero que viviré. Saldré río abajo hacia El Cairo en la siguiente expedición que transporte heridos. He salvado la pierna de la gangrena pero arrastraré una cojera el resto de mi vida. Tendré que licenciarme del ejército y reemprender una vida de civil. En Alejandría pasaré una larga convalecencia y luego cogeré el primer barco para Europa. 8 de enero de 1899 7 AM La chalupa desembarca a su pasajero en una fría mañana con viento de poniente y mar agitado. Las farolas de gas están encendidas. Arrebujado en su abrigo, un tanto desmañado, el joven camina despacio, morral militar al hombro y con una visible cojera que hace más dificultosa su marcha. Decidido, cruza Grand Casamates y, sin parar para recobrar el aliento, enfila por Main Street hacia arriba. A la altura de Saint Mary The Crowned sus ojos buscan el portal un poco más adelante, cerca de la oficina de Correos. Allí se detiene. Ha llegado. Es su casa. Ismael Brennan deja el libro que está leyendo y lo vuelve a meter en el morral. Saca otro mucho más viejo y desgastado, lo abre al azar y lee. “Volverán las oscuras golondrinas, en tu balcón los nidos a colgar”. Sonríe levemente, busca un lugar preciso en la biblioteca y coloca el libro en su estante, mientras deja que su mente regrese a la confluencia del Nilo blanco con el azul, desde entonces un único río que fluye y fluye hacia el mar. Epílogo: La carga del 21 de lanceros en Omdurman fue la última de la historia del ejército británico. La Reina Victoria concedió por actos de valor en la misma tres cruces Victoria. Los sucesos están narrados en el libro “La guerra del río”, de Winston Churchill, quien con 23 años y el rango de teniente mandó uno de los escuadrones que participó en la carga. Churchill recibió el premio Nobel de Literatura en 1955. Fue dos veces primer ministro del Reino Unido. Ismael Brennan murió de septicemia en 1901. Está enterrado en el cementerio civil de Gibraltar. Nunca volvió a ver el Nilo.
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RosenStrasse Félix Remírez Salinas El hombre, delgado, alto, rasgos caucásicos, de mentón pronunciado, tez bronceada y pelo canoso, se sienta en la terraza del café, justo enfrente de la catedral neobarroca de Berlín. En medio, el lento fluir del Spree y los barcos de quilla plana repletos de turistas en pantalones cortos y camisas floridas. Lleva una pequeña maleta, más bien una bolsa de viaje. Pide un café solo, que toma sin azúcar. Luego, otro y otro más. Sabe que está demorando a propósito el caminar los trescientos metros que le separan de la RosenStrasse. Se arrepiente de haber encontrado la carta en aquel olvidado portafolio escondido en la cómoda de la abuela. Quizá si su madre le hubiera dicho algo, ahora estaría preparado. Pero no, jamás se habló del pasado en casa de sus padres. Hace un gesto con la mano y cuando la camarera, una chica morena que habla mal el alemán, se le acerca, pide otro café doble. -oAnke se aseguró de que los cortinones que cubrían las ventanas no dejaran pasar ni un hilo de luz. Las órdenes eran estrictas y, aunque no creía que aquello sirviera para que los aviones ingleses pasaran de largo, se avenía a cumplir con el procedimiento. Aquella tarde de finales de febrero era especialmente fría. Había nevado durante la mañana, aunque sin cuajar, y ya apenas quedaban peatones caminando por la SchönHauser Allee. El toque de queda estaba al caer y Anke se preguntó si le habría pasado algo a Eberhard. No era la primera vez que el trabajo en la fábrica de camiones le demoraba, pero la mujer tenía un mal presentimiento. Hizo que Albert, su hijo, cenara y se acostara. Mejor que durmiera tranquilo porque aunque el enemigo no volaba aún hasta Berlín, ya había destruido partes de Colonia y otras ciudades. Nunca se sabía si aquella noche llegarían hasta allá. Anke comenzó a angustiarse hacia la una de la madrugada. Definitivamente, algo le había pasado a Eberhard. Apartando ligeramente el cortinón, no cesaba de mirar a la calle pero no
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había nadie aparte de las rondas nocturnas de soldados. Fue a las tres cuando recibió la llamada de su amiga Ulrike El rinrineo del teléfono la asustó. ¿Te has enterado? – Anke notó que la otra sollozaba mientras le hablaba. ¿De qué? Están todos detenidos por orden de Goebbels. -oEl hombre saca de su bolsillo la carta. Lucha contra sí mismo antes de desdoblarla y leerla una vez más. No hay duda. Su familia – jamás lo hubiera sospechado - estuvo involucrada en los hechos. Guarda el papel, solicita la cuenta – trece euros, joder con los precios - y paga. Se levanta y armándose de un valor que no tiene, comienza a caminar hacia la Spandauer Strasse, cruzando por la St.Wolfgang Strasse. Se pregunta cómo debieron ser aquellas calles hace ya más de 70 años. Sin duda, nada parecido a los edificios de fachada blanca actuales, con amplios locales en los bajos donde se han abierto boutiques de las mejores marcas. Un cielo que derrocha azul se refleja en las cristaleras llenas de bolsos, trajes de noche y joyas exquisitas. Se fuerza a imaginar aquella misma calle por aquel entonces. Seguramente, colgaría una gran bandera con esvástica desde el tejado y donde hoy hay letreros con formas juveniles y coloridas, habría eslóganes en fuente gótica y jóvenes caminando en el pantalón beige de los escuadrones. Al llegar a la Spandauer, amplia avenida con decenas de BMWs y Mercedes parados frente a un semáforo en rojo, encuentra otra excusa para dilatar el encuentro con su pasado. Dedicará unos minutos a visitar la Marienkirche, que está a apenas cincuenta metros. Lo decide. Entra, por un rato olvida el objeto de su viaje y queda admirado por la altura de las tres naves de arco ojival, por la luminosidad de las historias que cuentan sus vidrieras, los tréboles labrados en la piedra y el buen hacer de un coro evangélico que está ensayando en el triforio. Lee, más despacio que de costumbre, un cartel informativo que narra la construcción del edificio en 1250 y
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sus vicisitudes a lo largo de la historia. Permanece frente a los murales que muestran a la muerte bailando en torno a los hombres e intenta descifrar los textos escritos en alemán antiguo. Busca un banco apartado, junto a una capilla decagonal. No le interesan las pinturas y menos aún la escultura sobre el altar. Cierra los ojos y, él, que nunca ha sido religioso, reza. -oAnke y Urike se encontraron al amanecer, justo cuando el toque de queda finalizaba, frente a la casa de reunión judía de la RosenStrasse, que todavía los nazis toleraban como sede de los que trabajaban para la Reichsvereinigung der Juden in Deutschland. En la sede de la Gestapo me han dicho que no tienen más información, pero que se trata de un control rutinario, que los hombres han sido invitados a venir al refugio – dijo Ulrike en voz baja. Ya, y tú te lo crees. Invitados – repitió con ironía −. Ya sabes lo que les ha ocurrido a todos nuestros amigos judíos, a nuestros vecinos, incluso a los parientes de nuestros maridos. Mi pobre Hans, …sabes que padece asma – Ulrike sacó el pañuelo y se sonó la nariz. Nos habían asegurado que siendo maridos de mujeres alemanas estarían a salvo – Anke miró al edificio que permanecía con todas las ventanas cerradas. Así es, así es. Son tan alemanes como nosotras. Las dos mujeres permanecieron de pie, frente al refugio, esperando. No sabían qué hacer, qué decir, a quién acudir, ni había ningún oficial que las atendiera. De tanto en cuando, una pareja de policías que hacían la ronda les miraba desde la distancia. Anke, más previsora que su amiga, compartió con ella unas galletas que había metido en su bolso. ¿Recuerdas el día de mi boda? – dijo de pronto Anke. Eráis una buena pareja – repuso la otra. La mejor, aún lo somos. ¿Qué más da que él sea judío?
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Fíjate que yo no supe que Hans lo era hasta que llevábamos tres años de casados – intervino Ulrike −, no es religioso ni su familia lo era. Y, luego, hace diez años, cuando llevaba ya compartiendo quince años con él, me dicen que no, que mi matrimonio es impuro, ilegal, que es un riesgo para Alemania, que estoy fuera de la ley. Mientras hablaban, Anke y Ulrike no se percataron de que otras mujeres se iban congregando en la calle, todas con la misma angustia en el rostro, con la misma pose estática de quién no sabe qué hacer, el mismo miedo helando sus almas. -oEl hombre sabe que la iglesia no le importa lo más mínimo, que él está en Berlín por otro motivo, que no se ha trasladado desde Göppingen por turismo. Por un momento se pregunta qué pensarían sus hijos y su mujer si supieran que esté en la capital, que ha solicitado un permiso no retribuido por asuntos propios. Le creen trabajando en el despacho. Le sobreviene la angustia cuando piensa que, por cualquier motivo, pueden llamar a la oficina preguntando por él. Se descubriría el engaño. Pero no, nunca le llaman. También sería mala suerte que fuese hoy la primera vez. Sale. En la esquina ya no hay ningún edificio de judíos, ni banderas del Reich colgando. Las oficinas, amplias y funcionales, de un banco extranjero ocupan el comienzo de la calle. Ve el monolito rosa en donde, mal pegados, sin gusto, descoloridos, están los carteles informativos. Piensa que es un pobre recuerdo, poca honra para aquellas mujeres. Más no es eso lo que le molesta sino el pasado que se le viene encima. -oLlevaban ya tres días en la calle. No estaban solas. Las jornadas habían sido dramáticas. Cada hora llegaba un camión de la primera división Waffen SS con más prisioneros, todos en la misma situación, todos judíos casados con mujeres arias, Mischlinge, como se les llamaba. Ninguna
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noticia, ninguna información. Ellas permanecían en silencio. En varias ocasiones, los soldados les habían conminado a disolverse e, incluso, habían apuntado con sus fusiles a la muchedumbre esperando tan sólo la orden del oficial para disparar. Se mantenían en calma, sin casi hablar, porque sabían que los gatillos sólo necesitaban una pequeña excusa para ser apretados. Se turnaban para ir a sus casas y traer alimentos que repartían entre todas. Con las hogazas de pan, la carne cocida y el agua, traían también noticias y rumores. Que si Goebbels le había prometido a Hitler limpiar de judíos la capital para su cumpleaños; que la RSHA pedía disparar contra ellas para acabar con aquella rebeldía, la primera que el régimen soportaba dentro de Alemania; que los maridos serían transportados a Auschwitz el fin de semana; que el embajador suizo se había interesado por su caso y realizaba gestiones ante los nazis; que sus hombres estaban siendo torturados dentro de la casa de la RosenStrasse. El día 1 de marzo era ya de noche cuando sonaron las sirenas. Vieron a los guardas de las SS que corrían y bajaban a los refugios no sin antes cerrar las puertas del edificio con grandes candados. Pronto escucharon un zumbido grave que llegaba del cielo y poco después vieron cómo los reflectores de la defensa antiaérea dibujaban elipses de luz nácar en el cielo, entre las nubes, sobre los tejados. La mayoría de las mujeres se dispersaron. Ellas dos se quedaron, arrinconadas en un portal, rezando para que los bombarderos pasaran de largo y dándose ánimos pensando que peor lo estaban pasando sus prisioneros encerrados en aquella casa. Más de 600 personas murieron aquella noche y el centro de la ciudad quedó en ruinas. Sin embargo, ni una bomba se acercó a la RosenStrasse. ¿Ves? Dios nos protege, está con ellos y con nosotras. Si Dios existiese, no estaríamos aquí, ni esos de negro ahí – respondió Anke con amargura.
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Al atardecer del día siguiente, las miles de esposas que sufrían en silencio regresaron a la calle y abarrotaron RosenStrasse y las calles adyacentes. Durante aquellos días, las mujeres pidieron ayuda a amigos, a todos los alemanes purísimos que decían comprenderles, a los jefes de los gremios y a los patronos de las factorías donde trabajan sus maridos, pero ninguno hizo una llamada, una gestión, una petición. Las mujeres Mischlinge estaban solas. -oEl hombre lee despacio, sobre el poste, la narración de lo que aconteció entre el 27 de febrero y el 9 de marzo de 1943. Mira los edificios y a los transeúntes que pasean con tranquilidad. Piensa que la vida es injusta y ciega, que simplemente transcurre ajena al dolor, al sacrificio, al bien o al mal, que todo lo que ocurre no tiene trascendencia alguna porque su último destino es el olvido. Todo le es indiferente a la vida. Su único fin es pasar y continuar, sin importar lo que quede en el camino. El hombre mira dentro de la bolsa que lleva con él y se asegura de que está ahí. En su mente escucha las palabras de la carta de su abuela a su amiga, sus explicaciones poco convincentes, la defensa de lo indefendible. Se la sabe de memoria. “Teníamos miedo”. Así terminaba la carta que su abuela envió a una de sus amigas, muchos años después. Pero él sabe que no fue el temor, que eligieron colaborar con el diablo. Avanza unos pasos por la calle. A la izquierda ve el pequeño parque. A lo lejos se escucha el bullicio de la cercana Alexanderplatz. Le late el corazón con fuerza. Piensa - ¿y a mí qué me importa todo esto?, yo no había nacido siquiera, si uno debiera preocuparse por la historia de la familia, por sus muertos, no acabaríamos nunca… - Se pregunta todo eso, pero no puede evitar que le tiemblen las piernas. Continúa andando hasta el centro de la calle.
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-oDe un coche militar descendió un hombre uniformado impecablemente, las botas lustradas, la hebilla del cinturón reluciente, el dorado de sus galones inmaculado. Lanzó su brazo al aire saludando a los guardias mientras estos le respondían con la loa ritual a Hitler, ¡Heil!. Caminó unos pasos observando a la multitud de mujeres con desdén, con la distancia que da el saberse dueño de la vida y de la muerte. Si por él fuera, hubiera disparado ahora mismo contra la chusma, bastarían unas cuantas muertas para que el pánico hiciera el resto. Pero debía esperar las órdenes de Goebbels. ¡Mira! – Anke tiró del brazo de Ulrike – es Helmut, el coronel Siegen. Fue amigo de mi marido cuando eran jóvenes, estuvo en nuestra casa muchas veces. ¿En tu casa? Bueno, ya me entiendes, antes que se promulgaran las leyes sobre la raza. Yo no diría que nos mira como a amigas. ¿Crees que dispararán? Debo intentarlo – y Anke avanzó por delante de la protectora masa de cuerpos apelotonados en la calle. ¡Anke! ¿Estás locas? – le gritó Ulrike. Anke, sobreponiéndose al temor, caminó hacia el coronel. Un guardia la apuntó inmediatamente con su arma pero Siegen le hizo un gesto para que bajara el fusil. El Führer no quería mártires arios en Alemania, estos debían martirizarse en el frente ruso, no en Berlín. Además, aquel rostro le era familiar. No la reconoció hasta que estuvo muy cerca. El tiempo y las penurias habían grabado surcos en la frente de la mujer, sus ojos ya no eran los de vivaracha mirada que él recordaba y la silueta que siempre le pareció sensual se había marchitado.
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Frau Junner – tomó ambos guantes con una mano, mientras mantenía una posición altiva −, hace mucho tiempo que no la veía. Coronel Siegen – Anke no se atrevió a llamarle por su nombre de pila, Helmut, como siempre lo había hecho antaño. Él tampoco se había dirigido a ella como Anke tal como había sido costumbre hacía tantos años −, mi marido, Eberhard está ahí dentro. Fueron amigos, ¿lo recuerda? Le hizo numerosos favores. Nunca debiste casarte con un judío, Anke – ahora sí utilizó un tono familiar, como de pesar. Antaño, eso no era impedimento para vuestra amistad. Con usted y con su esposa. Eso fue hace mucho, cuando la nación estaba destruida, antes de que nuestro Führer nos rescatara de nuestros enemigos, antes de que… yo fuese coronel. Ahora, Anke, tengo otras lealtades. Por favor, sácalo de ahí – suplicó Anke, tuteándole, apelando con esas pocas palabras a ese pasado común y amistoso que habían compartido. Ni puedo ni quiero – Siegen se refugió en su altivez −; lo que tenéis que hacer es marchar a vuestras casas, dejar este reto infantil que sabéis que no podéis ganar. Te lo ruego, Helmut. ¡Coronel Siegen para ti! – gritó y, con un movimiento de cabeza, hizo que el centinela cargara el arma. Anke entendió el mensaje. Bajó la cabeza y se retiró. Muerta no serviría para ayudar a Eberhard. Su corazón le pedía abalanzarse sobre aquel indeseable que traicionaba su amistad pero la razón le pedía que siguiera viva para rencontrarse con su marido. Caminó ágil y se escurrió entre las primeras filas de mujeres. Me había equivocado. No era él. – le dijo a Ulrike mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. ¿Sabes? Corre el rumor de que los van a soltar. Que nuestra protesta ha sido útil. Dios lo quiera. -o-
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El hombre llega por fin al pequeño parque que se esconde en el centro de la RosenStrasse. Apenas un perdido cuadrado arbolado de 40 metros de largo por otros tantos de ancho. Coches aparcados junto a la acera, indiferentes a su historia. Allí está, frente a él. El Block der Frauen, la escultura de Hunzinger. A un lado, una mujer en piedra, sentada, esperando. Al otro, los cuatro monolitos con otras tantas figuras, mujeres en silencio, mujeres aguantando de pie los días y las noches, mujeres abrazándose, mujeres rezando, mujeres llorando, mujeres felices cuando, al fin, el día 9 sus hombres fueron liberados. El hombre apoya la bolsa en el suelo y la abre. Saca la rosa que lleva dentro. La ha comprado esta misma mañana. La más fresca y hermosa que ha encontrado en el mercado de las flores. La deposita junto a la escultura y baja la cabeza. Perdón − musita−, perdón por lo que mi abuelo Helmut te hizo. Perdón porque mi abuela se abstuvo de ayudaros. Perdón por el silencio. Perdona a los Siegen, Anke. --ooo0ooo-
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Vivir en las islas Galápagos nunca fue fácil Alicia Ortego Martínez Trece islas grandes conforman este archipiélago que durante varios siglos resultó ser una incógnita, y antes, invisibles. De las treces islas grandes, pues hay que descontar los peñascos aislados plantados en medio del mar, sólo cinco están habitadas. Santa Cruz es la isla donde se concentra la mitad de la población galapaguina. San Cristóbal es la segunda en cantidad de gente. Isabela la tercera, pese a ser la isla más grande, Floreana retiene a un puñado de gente y Baltra es el peñasco donde se ubica uno de los dos aeropuertos internacionales del archipiélago. Hoy en día, siendo Parque Nacional la mayor parte del territorio, vivir allí es una cuestión de equilibrio. Por eso la mayoría de las personas con las que hablamos nos cuentan que todo está muy regulado. La ganadería, la posibilidad de tener mascotas (perros, gatos), cualquier comercio. Hay un listado de productos que no pueden entrar, y otro de comportamiento en el medio. Cualquier tipo de empresa o actividad ha de pasar por la aprobación de la Dirección del Parque Nacional, y el resultado es que buena parte de las familias galapagueñas han cambiado sus actividades tradicionales, como la pesca, por el turismo. Sin embargo el turismo es sensible a cualquier acontecimiento, incluso aunque sea por ignorancia, como en otras partes del mundo. Si hay un terremoto o inundaciones en el continente (Ecuador), las reservas en los cruceros y alojamientos de las islas se reducen drásticamente. Toda esta rectitud, este celo conservador, proviene, cómo no, de la historia humana en Galápagos. Una invasión en toda regla, cargada de destrucción.
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Hace un tiempo los arqueólogos encontraron en varias islas restos de cerámica precolombina. Se daba así cuerpo a la leyenda que cuenta que aventureros de esa época llegaron a las costas de Galápagos en grandes balsas impulsadas por el viento, arrastrados por corrientes marinas. ¿Conseguirían volver aquellos navegantes involuntarios a su casa? ¿Sobrevivirían a las duras condiciones de unas islas llenas de volcanes en actividad, con escasas fuentes de agua potable y una vegetación más propia de la Luna? En el siglo XV Fray Tomás de Berlanga, natural de Soria, escribió a los reyes de España. Daba cuenta del hallazgo de unas islas llenas de lobos marinos, tortugas e iguanas. Llegó hasta aquí porque las corrientes arrastraron su buque hacia el Oeste, cuando se dirigía a Lima para mediar en las disputas entre Pizarro y Diego Almagro. Las islas Galápagos entraron así en la Historia que todos conocemos, formando parte del saco de descubrimientos de la época. Berlanga, ya que estaba allí, bautizó a las islas con su nombre actual: Galápagos. No se comió mucho la cabeza, pues fueron las tortugas quienes le inspiraron. Las había a miles. En el siglo XVII los piratas campaban por allí en lo que sería un refugio perfecto para descansar y repartirse las riquezas robadas. La verdad es que las playas de coral triturado, blanquísimo, rotas por las rocas volcánicas y el verde intenso de la vegetación, son el perfecto escenario para cualquier mente que recuerde las novelas y relatos de aquellos bucaneros. En el siglo XIX los balleneros tomaron el testigo a los piratas. Se inició la explotación de tortugas gigantes, de las que se apreciaba su carne y el aceite extraído de su grasa. También se cazaban ballenas, cómo no, y lobos (marinos) de dos pelos. Con ellos llegaron los colonos, incluyendo a un buen puñado de noruegos. Familias que intentaban buscar su propio Dorado siendo pioneros. Les acompañaban plantas y
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animales extraños. Especies ajenas que alterarían sin remedio el frágil ecosistema. Los locos emprendedores (había que serlo para irse hasta ese punto del Pacífico) iniciaron algunas industrias, pero acabaron fracasando sin remedio. La Naturaleza se imponía aun con la potencia destructora del ser humano. En la primera mitad de ese siglo fue cuando Charles Darwin, a bordo del Beagle, visitó las islas durante unas seis semanas. Él viajaba como geólogo, pero no dejó de observar el resto de elementos naturales. Tomó nota, diseccionó y disecó un montón de especies diferentes, y se las trajo a su Inglaterra natal como el muchacho entusiasta que era entonces. Fue después, en frío, cuando desarrolló su teoría… y mucho después cuando la publicó, urgido por una posible competencia que amenazaba con quitarle la originalidad de la misma. Todo mucho más mundano de lo que pensamos, pero importantísimo para la comprensión de la vida en nuestro planeta y la superación de un buen puñado de supercherías acerca del origen de la vida. El caso es que por esa época la vida natural de Galápagos corría serio peligro de extinción gracias al ser humano. Así que de aquellos lodos, estos barros, o como se diga. En pleno siglo XXI, si quieres abrir un negocio en las islas Galápagos, búscate un socio de allí. Lo dicen las leyes. Después de unas décadas en las que sus habitantes corrían peligro de verse apartados de una vida digna, decidieron protegerles. Como al territorio. El turismo ha capitalizado la mayor parte de las actividades con ánimo de lucro… ¿Es un intercambio “justo”? No lo sabemos aún, pero a medida que el Parque Nacional se hacía realidad, las cuotas y permisos de pesca se fueron reduciendo. Lo mismo ocurrió con las explotaciones ganaderas y agrícolas. Se necesitaba una salida, y esta era la más razonable.
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En el interior de la isla de Santa Cruz está el pueblo de Santa Rosa, que las granjas son monográficas, por decirlo de alguna manera. Las de vacas, sólo tienen vacas. Las de gallinas, sólo gallinas. No hay cerdos. Los árboles de guayaba colonizaron irremediablemente buena parte de Santa Cruz y de Isabela, cargándose otras especies endémicas. Fue necesario controlar la población de cabras y perros salvajes, que crecieron descontroladamente después de que los antiguos colonos abandonaran sus asentamientos. Los retos a los que enfrentarse siguen siendo muchos, pues, y volver a encontrar el equilibrio de antaño es una tarea de gigantes. En Galápagos la gente camina a paso tranquilo y es de pronta sonrisa. A lo mejor es el clima. O puede que tenga que ver con que en una isla tiene poco sentido correr, pues el horizonte es finito. Puede ser que les guste recibir a los “pasajeritos”, como llaman a los turistas, y así no sentirse tan aislados del resto del mundo. El caso es que si quieres conversación, la encontrarás. Te preguntarán por qué viajas sola, si estás casada y tienes hijos, en qué trabajas, cuál es tu itinerario en las islas, por qué decidiste ir allí. Y a nada que preguntes te contarán su historia. Suele merecer la pena, aunque sólo sea por lo bonito que hablan. Mientras escucho su hablar cadencioso, pienso en cómo debe de ser realmente vivir allí. En las islas Galápagos no hay cines, sí algún videoclub, y por supuesto televisión que emite noticias, el programa del presidente, y culebrones. Hay alguna cancha de deporte, y algún centro cultural donde hacen teatro amateur. Poco más. ¿Tendrán más o menos tiempo libre que en el continente? ¿echarán en falta muchas cosas? Parece que sólo queda llevar una vida centrada en los quehaceres del día a día, y curiosear en las historias de los pasajeritos además de las de los vecinos. Queda echarse la
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siesta si hay tiempo, y un día libre a la semana para ir a la playa, organizar una barbacoa con los amigos, o visitar a los familiares de las islas vecinas. También queda disfrutar de la naturaleza salvaje, con baños en la playa o paseos por las zonas que están fuera del Parque. Por supuesto, hay que trabajar. En la agencia de excursiones, o en el kiosko que todas las noches planta las mesas y sillas en la calzada junto a los demás, para atender a los clientes locales y foráneos. Llevando y trayendo pasajeritos de isla en isla, o de playa en playa. Pensándolo bien, con el turismo no debe de haber casi tiempo libre porque los que están de vacaciones y los viajeros no entienden de lunes y domingos, y su actividad se extiende de la mañana a la noche. Vivir en las Islas Galápagos de manera sencilla, humilde, con las dificultades logísticas que conlleva pero con la tranquilidad de un lugar que se despierta con el sonido de los leones marinos alternándose con los gallos, no es tan mal plan. Sólo diferente al de una gran ciudad, país y continente. Según íbamos descubriendo una y otra isla, un pensamiento me vino a la mente. Las tres islas con más población muestran diferentes tempos de desarrollo. Su propia Evolución. Santa Cruz es la isla más desarrollada, la que más gente recibe y donde más recursos hay. Un hospital, varios cajeros automáticos, mayor número de hoteles, restaurantes y tiendas de souvenirs. Más farmacias. Más tráfico e incluso transporte público. San Cristóbal va unos pasos por detrás. Hay un cajero automático, una comisaría de policía, algunos hoteles, restaurantes y tiendas de souvenirs. Tiene aeropuerto, igual que Santa Cruz, pero el trasiego de pasajeros es mucho menor. Podríamos decir la mitad, a ojo de buen cubero. En el puerto se acumula algo de basura y suciedad. Hay barcos abandonados que parece se van a quedar ahí hasta que se desintegren, tirando al mar poco a poco toda su carga de
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herrumbre, pintura, y lo que sea que aún contengan. La sensación general es que está bastante descuidado y no es muy coherente con la condición de espacio protegido del resto de la isla. Isabela es la más joven, apartada y con menos gente. Incluso cobran una entrada para acceder a la isla. Hay algunos restaurantes, no recuerdo haber visto cajeros automáticos ni bancos siquiera. Las tiendas están diseminadas en el pueblo y son pequeñas panaderías y supermercados. Ese pueblecito, Puerto Villamil es su nombre, aún luce calles de arena, pero ya se están pavimentando. Hasta hace una década se tenían que emplear unas ocho horas de viaje en barco desde la isla de Santa Cruz. Eso cambió con las “fibras”, lanchas motoras que recorren la misma distancia en dos horas y media. Cerca del actual muelle aún está el barco que hacía el recorrido antiguo. Inclinado sobre tierra seca. Varado. Comido por la herrumbre. En el año 2008 Isabela comenzó a recibir turismo. Y con él empezó la transformación. Muchas familias de Puerto Villamil empezaron a acondicionar y construir casas para albergar a los forasteros. Otros abrieron restaurantitos, y agencias de buceo, snorkel y excursiones a los volcanes de la isla. Con todos esos negocios llegaron las necesarias lavadoras, neveras, y otros equipamientos como televisores y aparatos de aire acondicionado. También módems para conectarse a internet. Un salto al vacío tecnológico, a los smartphones omnipresentes, en una década escasa. En una isla que no tenía luz eléctrica. En Isabela la cuestión de la luz eléctrica se resolvió con generadores de gasóleo, una tecnología altamente contaminante que hace fruncir el ceño cuando nos lo cuentan. Pero justo ahora se está poniendo en marcha un proyecto de energía solar que pretende autoabastecer a la isla de energía limpia. No puedes evitar pensar que ojalá se den la misma prisa que en potenciar el turismo.
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Igual que todo lo anterior, en estos nueve años Puerto Villamil ha visto cómo la “población” de vehículos crecía. Motocicletas, pick ups y chivas, un vehículo abierto por ambos lados que parece de chiste (como su nombre). Todos estos cambios tecnológicos son lo que ha hecho que las calles de Puerto Villamil se estén pavimentando. Los vehículos rodados levantan mucho polvo en las calles arenosas, y éste se mete en el sistema respiratorio de la gente, especialmente de los niños. También se mete en los aparatajes tecnológicos (esas lavadoras, neveras, aires acondicionados que tanto agradeces), y los estropea. La ecuación está clara. Se siente por los románticos, pero si te empeñas en el progreso, lo haces bien o no lo haces. Ellos dicen que están asfaltando las calles, pero en realidad han escogido un bonito diseño a base de piedra que me recuerda al de las islas griegas. Con todo, Puerto Villamil sigue siendo un lugar que se despereza con el olor a pan y bizcochos recién hechos en las dos o tres panaderías que guardan sus calles, y que cualquiera te indica amablemente. Un lugar humilde que en las horas centrales del día se vacía porque todos huyen del inclemente sol, pero que no impide que encuentres ayuda pues siempre habrá alguien sentado en un banco a la sombra, dispuesto a prestártela. Es el típico lugar en el que sientes que podrías aislarte del mundanal ruido durante un tiempo y pensar que la vida podría ser mucho más fácil de lo que nos empeñamos. Así que vivir en las Islas Galápagos nunca fue fácil, pero como en todas partes puedes elegir entre un mayor o menor grado de comodidad, romanticismo, tranquilidad, o todo lo contrario. Y como todo en la vida, puedes ver el lado más amable y quedarte en él, o no.
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Viajando por el Pílbara Humberto Hincapié O la increíble y triste historia de los aborígenes del Pílbara y sus colonizadores desalmados. (Parafraseando a Gabriel García Márquez y su cándida Eréndira). Esta es la historia de los viajes, no de un individuo, sino de miles de personas que cruzaron sus caminos por las áridas regiones del Pílbara australiano, para beneficio de muchos y detrimento de otros. Estimado lector, te invito a un viaje de cuarenta mil años por el tiempo-espacio de los pueblos aborígenes que llegaron a esta tierra, llamada Pilbara en el Estado de Australia Occidental (Western Australia) y vivieron felices y comieron canguros, goanas, raíces, frutas y pescados hasta que los ingleses aparecieron y se apoderaron de sus tierras y acabaron con sus pueblos y sus vidas. El Pílbara es una de las nueve regiones de Western Australia, conocida por sus extensos depósitos minerales: hierro, cobre, manganeso, oro, gas natural, sal, litio y otros metales raros. Tiene un área de 507.000 Km² y cerca de 40.000 habitantes. Su nombre se deriva de la palabra aborigen bilibara que significa tierra seca en el lenguaje Nyamal y Banyjima de los aborígenes. La región se compone de tres áreas geográficas distintas: el tercio occidental es la costa Roeburne, que tienen la mayor parte de la población, las ciudades y la industria y comercio, el tercio oriental es casi enteramente desértico, escasamente poblado por los pueblos aborígenes. Esta región está separada de las tierras altas del interior incluido la llamada meseta Hamersley que tiene un buen número de pueblos mineros, también tiene las mesetas de Chichester con una serie de quebradas y otros atractivos naturales. En general el Pílbara es una tierra plana, roja y pedregosa semidesértica, con una hierba espinosa llamada Spinefex, que a veces el viento arranca del suelo y la hace rodar por todas partes, y unos arbustos cortos que no dan sombra para
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protegerse de temperaturas que en el verano fluctúan entre 35 y 45 grados centígrados, y con una serie de accidentes topográficos muy particulares de inmensas rocas que forman especie de altos relieves hasta de diez y quince metros de altura, que dan la impresión que en una época muy lejana la tierra las parió con inmenso dolor y las amontonó unas sobre otras de cualquier manera y luego las abandonó a su suerte. El Pílbara posee algunas de las rocas más antiguas del mundo, incluyendo los fósiles estromatolitos y rocas de granito con más de tres mil millones de años. Por toda esta región, en esas rocas, se encuentran petroglíficos hechos por los aborígenes durante miles de años, que nos cuentan su historia desde que llegaron en el principio del tiempo, cuando la tierra era blanda y Minkala, el dios del cielo creó a los primeros espíritus que llamó Marrga para que formara esta tierra separándola del cielo y de los mares. De esta manera, los aborígenes en su jornada migratoria aprendieron a sobrevivir en esta hermosa, agreste y dura tierra de desiertos, desfiladeros, pozos secretos de agua que sólo ellos conocían. Esas rocas se han convertido en verdaderas galerías de arte que nos cuentan la epopeya de los pueblos que vivieron por cuarenta mil años y hoy en día sobreviven difícilmente, por las condiciones impuestas por los gobiernos, las corporaciones y los multimillonarios que se apoderaron de la región del Pílbara australiano. En enero de 1818, el navegante Phillips Parker King, sale de Sydney, recorre la costa oriental y norte de Australia, luego llega a al archipiélago de Dampier en la costa occidental del país. Este archipiélago es bautizado así por el navegante francés Louis de Frycinet en honor de William Dampier, navegante inglés que inicia su vida de marino como pirata asaltando galeones españoles en el mar Caribe y el Océano Pacífico, circunnavega la tierra tres veces y termina su carrera como naturalista y geógrafo. En uno de sus últimos viajes, recorre y hace el levantamiento cartográfico de la costa del Pílbara en 1699. King retorna a Sydney, informando de sus hallazgos en la costa occidental de Australia.
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En 1829, se funda la colonia del río Swan, que luego va recibir el nombre de Perth y se convierte en el centro administrativo de la costa occidental de Australia. A pesar de estar a más de tres mil kilómetros de Sydney la colonia prospera y en 1861 el gobierno comisiona a Francis Thomas Gregory, explorador y cartógrafo para que visite el Pílbara y rinda un informe sobre las posibilidades económicas de esta región. Él llega al archipiélago de Dampier que es llamado Muruguya por sus habitantes, el pueblo Yaburrara. También hace contacto con los pueblos vecinos Ngarluma, Martuthunira, Kariyarra y Yindjibarndi. Cuando Gregory regresa a Perth, rinde un informe muy optimista y dice que es una tierra abierta para la colonización, apta para la ganadería, la cría de ovejas, el cultivo de algodón y la explotación de la industria de las perlas. Los pueblos aborígenes no tenían la menor idea de que la llegada de Gregory a sus tierras significaba la ocupación permanente por los colonizadores. Tomó tiempo para que ellos se dieran cuenta de que, a partir de ese momento, la tierra ya no les pertenecía. Al momento de la llegada de los colonos, los aborígenes australianos vivían en la época del paleolítico superior. Utilizaban herramientas de piedra y conchas marinas, usaban el boomerang y la lanza como arma y como herramienta de pesca, eran recogedores y cazadores. Eran incultos, en el sentido que no habían desarrollado ninguna clase de vivienda que los protegiera de las inclemencias del tiempo, ni habían aprendido a cultivar las plantas y andaban completamente desnudos. En estos primeros encuentros entre los aborígenes y los ingleses, se crearon percepciones raciales que iban a marcar conductas por el resto de sus vidas. Para la gente blanca, los aborígenes eran terriblemente feos, negros, de narices chatas y pelo desgreñado, malolientes e incapaces de ideas abstractas y raciocinio, eran casi “seres humanos”. Para los aborígenes la gente blanca eran los fantasmas desteñidos de sus antepasados y se maravillaban porque creían que sus vestidos eran parte de la piel, también olían feo.
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A partir de 1863, empezaron a llegar miles de colonos que habían recibido concesiones del gobierno hasta de 4000 hectáreas, para que iniciaran el desarrollo de la región. La sociedad aborigen estaba intacta, los diferentes pueblos vivían en armonía en toda la región del Pílbara, en especial en el archipiélago de Dampier y zonas aledañas. En los primeros tres años de colonización, la región fue completamente transformada. En una entrada de mar fundaron un puerto que luego llamarían Cossack donde explotarían la industria de las perlas y luego fundaron un pueblo, Roebourne que se convertiría en el centro Administrativo del Pílbara. Los colonizadores trajeron miles de ovejas y ganado que rápidamente acaban con el poco suelo bueno que existía y empezaron a morirse por falta de agua y buenos pastos porque, para colmo de males las extensas praderas verdes que Gregory vio desde lejos, resultaron ser interminables llanos desérticos de espinifex la hierba espinosa que cubre toda la extensión del desierto de la región y que los animales no podían digerir. Pronto tuvieron que irse en búsqueda de mejores y lejanas tierras próximas a algún rio. Repentinamente, los aborígenes que no tenían dentro de su cultura el concepto de trabajo, se ven sometidos al estado de esclavitud, y son llevados a la fuerza a las fincas ganaderas, unos como mano de obra gratis, niños y mujeres como sirvientes y otros a trabajar como buceadores en la industria de las perlas en Cossack y las costas del norte de la región. A quienes se niegan a trabajar se los llevan encadenados para las cárceles de Roeburne y la remota isla Rottnest. Al mismo tiempo que los pueblos aborígenes y su cultura es destruida por la separación de sus integrantes que son llevados a diferentes sitios a trabajar forzosamente, una epidemia de viruela diezma al pueblo Yaburara. Para los aborígenes estos fueron eventos catastróficos que redujeron enormemente la población. Reducidos en número, despojados de sus tierras, diezmados por enfermedades desconocidas, los aborígenes no tienen más alternativa que mendigar o robar. Y así llegan de noche a las fincas de los blancos a robar harina o un pedazo de pan,
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los más atrevidos a coger un ternero o una oveja para alimentar a su familia. Para agravar más la situación, los colonos empiezan a tomar por la fuerza sus mujeres. Esto da principio al episodio de persecución y castigo que termina con la muerte de un buen número de aborígenes. En febrero de 1868 ocurre un hecho que casi termina por destruir por completo una cultura que había sobrevivido por miles de años y nos había dejado su historia en los petroglíficos de la península de Dampier. Este hecho se inicia con un incidente de poca monta. Un hombre de la tribu Yaburrara roba un poco de harina y otras cosas menores de un bote que está sacando perlas en la bahía de Nickol. El 30 de enero el policía William Griffits, que anda buscando a otro aborigen que también ha cometido un robo de harina, sale desde Roeburne en compañía de su guía aborigen “Peter” y el marinero George Breem en búsqueda de los culpables, todos ellos van armados. Después de seis días, Grffits encuentra al primer culpable del robo de harina, su nombre es “Coolyeberry”. Le pone una cadena alrededor del cuello y lo amarra a un árbol. En la noche del 6 de febrero, Griffits y sus acompañantes y el perlero Jermin acampan en las orillas de la bahía Nickol; muy próximos a ellos varios miembros del pueblo Yaburrara que están disgustados por la captura del aborigen, discuten acaloradamente que hacer con los blancos. Un menor del grupo de nombre Jack, que da declaración más tarde, escucha cuando los aborígenes acuerdan matar a Griffits y sus acompañantes. Dicho joven se retira con las mujeres del grupo y los niños y acampan en otro sitio alejados de los hombres. En la madrugada, los aborígenes sueltan a Coolyeberry y matan a lanzazos al policía y sus acompañantes. El perlero Jermin se escapa y esa fue la última vez que se supo de él. Temprano en la mañana otros dos jóvenes nativos le cuentan a otro perlero, Henry Davis lo que ha acontecido. Éste va inmediatamente al sitio y encuentra los cadáveres, los cubre y cuestiona a Jack quien le da la identidad de los asesinos. Davis va a Roeburne, le cuenta lo que ha ocurrido a Horace Sholl, cuyo padre había sido gobernador del pueblo.
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Rápidamente se arma una partida con personas del pueblo, se envían varios en plan de seguimiento y reconocimiento del terreno, al llegar al sitio de la tragedia, encuentran los cuerpos en estado de descomposición, los envuelven en las velas de algunos botes y se los llevan para Roeburne para darles cristiana sepultura. Siendo informados que los asesinos se han ido para las islas cerca de Muruyuga o sea el archipiélago de Dampier Sholl envía una partida a caballo al mando de Alexander McRae y otra al mando de John Withnell por barco hacia el archipiélago. Después de dos días de viaje, las partidas se encuentran en una pequeña bahía llamada Hearson’s Cove, al no encontrar a nadie, se vuelven a separar y viajan a las islas más al sur, donde al anochecer detectan hogueras prendidas por los aborígenes. Esa noche, planean el ataque y en la madrugada sin saber si allí están los asesinos, empiezan a dispararles, matando e hiriendo a varios, otros huyen despavoridos buscando refugio en los manglares y otras pequeñas islas. Withnell ordena a sus hombres a seguir la cacería y acabar con ellos para castigar sus fechorías y silenciarlos. La persecución continúa y en otra isla encuentran a un grupo de aborígenes que también son masacrados. Más tarde ven a otros aborígenes que tratan de escapar en canoas y los alcanzan en un pequeño puerto llamado “Flying Foam Harbour” y acaban con ellos. Luego el 20 de febrero encuentran otros nativos en una isla más al norte y también los asesinan. Durante los meses siguientes esa partida sigue la cacería de aborígenes, hasta que en junio Sholl informa al gobierno que los aborígenes han sido silenciados y no crearán más problemas. Cuantos aborígenes fueron masacrados nunca se sabrá. Para la historia, unos monumentos de piedras verticales recuerdan para la posteridad la llamada “Flying Foam Massacre”. Un año más tarde un colono, William Taylor, preocupado por el tratamiento que se les daba a los aborígenes, escribe al secretario de la Colonia informándole que los integrantes de la expedición de Sholl habían cometido los más cobardes y diabólicos actos en Marujuga, matando hombres, mujeres y
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niños aborígenes. Igualmente le informaba que la suerte de Griffits había ocurrido porque él secuestraba y violaba mujeres aborígenes y esa había sido la verdadera causa por la cual los aborígenes los habían matado a él y sus acompañantes. A partir de esa fecha, los pueblos aborígenes son subyugados, esclavizados, desposeídos de sus tierras, desplazados a cientos de kilómetros de sus sitios tribales habituales. Para hacer más triste su situación, al tratar de civilizarlos, convertirlos al cristianismo y protegerlos, les hacen perder su identidad y sus lenguajes reduciéndolos a las más completa miseria espiritual y corporal. Encima de ello, son diezmados con enfermedades que no conocían y enviciados al alcohol. Finalmente, los pueblos aborígenes son llevados a reservas en Roeburne y sus alrededores. Llevados a trabajar forzosamente en la industria de las perlas, las haciendas ganaderas y ovejeras, cuando tratan de rebelarse o reclamar sus tierras son asesinados sin ninguna contemplación. Al menor reclamo y provocación de un aborigen, es condenado a la horca. Sin embargo, a lo largo de todos estos años, hasta principio del siglo veinte, ningún colono fue castigado por matar aborígenes. Algunos colonos humanitarios y religiosos que se quejaron por esta situación eran obligados a marcharse de la región. Para los años 20s del siglo pasado, el gobierno con el deseo equivocado de culturizar a los aborígenes, ordena la separación de los niños para enviarlos a misiones religiosas a miles de kilómetros con el triste resultado de desmembrar sus pueblos y convertirlos en sirvientes y mano de obra barata. Esta es la que hoy en día llamamos “La generación robada”. Así trascurre las vidas de colonos y aborígenes en la región del Pílbara. Cientos de exploradores y geólogos se aventuraron a entrar al interior de la región, muchos de ellos perecieron en este empeño y otros al regresar a los pueblos hablaban de grandes yacimientos de mineral de hierro. Al principio, el gobierno de Western Australia no permitió la explotación de estas minas por estar demasiado alejadas y
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ser muy alto el costo de extraer el mineral, incluso cuando los mercados por el hierro y las nuevas tecnologías llegaron, y el gobierno del Estado pensó en explotar estas minas, el Gobierno Federal de Australia impuso un embargo en 1938 en la extracción y exportación de hierro temeroso del desarrollo de la industria bélica en Japón. En 1909, nace un niño en Perth, Langley Frederick George “Lang” Hancock, en el seno de una de las familias más ricas del estado. Su familia tiene grandes estaciones ganaderas en el Pílbara. Estudia en Perth y luego, muy joven, se va para la estación familiar en Ashburton Downs y luego a gerenciar Mulga Downs, cuando su padre George compra esa estación ganadera. Desde muy joven Lang tiene la afición de la búsqueda de minerales y descubre yacimientos de asbestos en 1934, en Wittenoom Gorge, que explota con la compañía Australian Blue Asbestos y luego vende a la corporación CSR Limited. En 1935 se casa con Susette Maley, una atractiva joven rubia a quien lleva a vivir a Mulga Down por muchos años. Cansada de vivir en esa tierra desértica y lejana, ella decide separarse amigablemente y se regresa para Perth. En 1947 Hancock se casa con su segunda mujer Hope Margaret Nicholas, la madre de su única hija Gina Rinehart. Permanecen casados por 35 años hasta que Hope muere de 66 años. El 16 de noviembre de 1952, Lang Hancock dice que ha descubierto el depósito de mineral de hierro más grande del mundo. Él cuenta que iba viajando en un avión con su mujer Hope desde Nunyerry para Perth, cuando fueron forzados a volar muy bajo por el mal tiempo y nubes bajas, a lo largo del cañón del rio Turner. Mirando a las paredes del cañón por el que volaban, observó que eran de hierro sólido, hecho que le fue confirmado por las inmensas manchas de óxido de hierro que tenían. Lang regresó al área muchas veces acompañados de geólogos, y un día siguieron el rastro de hierro por 112 kilómetros. Ese día Lang Hancock supo que había descubierto reservas de mineral de hierro tan grandes que podría suplir a todo el mundo.
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Hancock inicia una furiosa y larga campaña a través de la prensa y abogados, hace donaciones a los políticos de todos los partidos, hasta que, finalmente el Gobierno Federal y del Estado, levantan el embargo a la explotación del mineral de hierro y un día, en 1961, con bombos y platillos, pudo revelar su descubrimiento y establecer sus derechos para explotar las extensas minas de hierro que él bautiza con el nombre de “Hope Downs” en honor a su mujer. A mitad de los años 60s, Lang hace una sociedad con Peter Wright y hace un trato con la Corporación minera Rio Tinto para que explote las minas que descubrió. Lo que sigue es como un sueño, se convierte en uno de los hombres más ricos de Australia y el mundo. Para esta misma época, también ocurren otros hechos, los aborígenes con la ayuda de activistas humanitarios y políticos inician el reclamo de las tierras usurpadas por el gobierno y los colonos, y los derechos como personas que se les han negado. Hancock que no ve con simpatía los reclamos y menosprecia a los aborígenes hace una declaración pública en la televisión, “Aquellos que no son buenos ni con ellos mismos y no pueden aceptar los hechos, incluyendo todos los bastardos de media casta, que sólo esperan recoger sus cheques del Seguro Social; si yo pudiera, les pondría una droga en el suministro de agua para hacerlos infértiles y así, se acabarían los problemas con esa gente”. En 1983, el año en que murió Hope, su hija Gina le consiguió una empleada del servicio para que le acompañara y manejara la casa. Rose Lacson, recién llegada de las Filipinas. Como en un cuento de hadas, ella que era 30 años más joven que Lang, lo conquistó con sus encantos femeninos y, a pesar de la furia de Gina, se casaron el 6 de julio de 1985. Fue un matrimonio tumultuoso en el cual Rose le hace comprar grandes bienes inmuebles en todas las ciudades de Australia. En Perth construye una gigantesca casa que llaman “Prix d’amour” para vivir en medio de grandes lujos y finalmente Lang muere en 1992. En un poco menos de tres meses más tarde Rose, se casa con William Porteous un amigo de muchos años de Lang Hancock. Después de una batalla por
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los millones de Lang, Gina llega a un acuerdo con Rose, que le asegura su futuro y la pobre y sufrida Gina se convierte en la mujer más rica del mundo. Hoy en día tiene una batalla legal con sus hijos que le reclaman acceso al fondo monetario que el abuelo les dejó y Gina maneja con mano férrea. Cuando Hancock hace el trato con Rio Tinto, ocurre una verdadera revolución industrial en el Pílbara. Llegan a la región nuevas corporaciones mineras, se construye la gigantesca infraestructura necesaria, líneas férreas y ferrocarriles que transportan el mineral de hierro desde las minas hasta los puertos las 24 horas del día, facilidades portuarias para cargar los barcos que llevan los minerales a todas partes del mundo, especialmente Corea, Japón y China. En el espacio de cinco años se establecen nuevos pueblos para alojar los miles de trabajadores que se necesitan; Dampier y Tom Price en 1965, Karratha 1968, Newman 1969 y Wickham 1970. Port Hedland se establece como el más importante puerto para la exportación de los minerales del Pílbara. Tambien surgen los pueblos Marble Bar, Onslow, Paraburdoo y Nullagine. Todo este desarrollo favorece muy poco a los aborígenes. Sus pueblos diezmados, alcoholizados y sin recursos viven en reservas, en Roeburne, Whickham y regiones alejadas de los centros urbanos, persisten en su lucha por las tierras que les pertenecen, hasta que la Corte suprema de Australia falla en su favor, el llamado “Título Nativo” y les otorga el derecho a sus tierras en el famoso caso “Mabo” en 1992 y “Wik” 1996. Con el poder que reciben, las grandes corporaciones mineras se ven obligadas a negociar con los aborígenes y ellos reciben millonarias compensaciones, convirtiéndose en socios en la explotación de los recursos minerales. Sin embargo, muchas de las corporaciones aborígenes son manipuladas por las grandes corporaciones, forzándolas a llegar a acuerdos desventajosos para la causa de los aborígenes. Con la llegada de nuevas tecnologías y medios de comunicación masivas, las nuevas generaciones de aborígenes son absorbidas por la vida moderna olvidando su cultura y sus lenguajes. En el año
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2004, la Corte Federal determina que el titulo nativo sobre la península de Dampier ha sido extinguido. En el año 2008, la Corporación aborigen Juluwarlu trabaja con un grupo de antropólogos para que rescaten para la posteridad la mitología, cultura, lenguaje, ceremonias y leyes ancestrales del pueblo Yindjibarndi. Mientras tanto en la Península de Dampier antes conocida como “Muruguya” por sus originales habitantes los pueblos Yaburrara, Ngarluma y Martuthunira; las gigantescas plantas de gas natural de Karratha, operada por la Corporación Woodside y la planta de nitratos de amonia que produce potentes explosivos y fertilizantes, ambas entidades localizadas a menos de un kilómetro donde ocurrió la masacre de los aborígenes en 1868 y donde están los promontorios rocosos que contienen los petroglíficos más importantes que los aborígenes hicieron durante cuarenta mil años, producen emanaciones gaseosas que combinadas con las lluvias, están destruyendo estas magníficas obras de arte que van a desaparecer por el desarrollo industrial de la región. Como si esto fuera poco, vándalos ignorantes y racistas, entran a estos sitios sacros para los aborígenes y están destruyendo con cinceles y taladros muchas de estas hermosas obras de arte de miles de años. En la actualidad, las siguientes empresas explotan las riquezas minerales del Pílbara: B. H. Billiton, Grupo Metales Fortescue, Rio Tinto, Atlas Irons, Moly Mines, Pílbara Minerales. Se calcula que las reservas de mineral de hierro que fueron calculadas en 1960 en 24 billones de toneladas, se agotarán en 50 o 60 años y para ese entonces, también es muy posible que los pueblos aborígenes que vivieron en esta región por miles de años y nos dejaron su legado artístico, desaparezcan de la faz de la tierra en sólo doscientos años de contacto con la raza blanca, al cruzarse en sus caminos por las áridas y desoladas tierras del Pílbara australiano.
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De regreso a casa Mercedes García Vázquez Mañana del domingo 11 de febrero de 1951. Estación central de ferrocarril “Juan Domingo Perón”, ciudad de Buenos Aires, Argentina. En el andén está Dolores, una señora de más de cuarenta años, bajita, algo gruesa, con una expresión dulce y bondadosa en su hermoso rostro. A su lado la hija, una adolescente de 14 años, alta, esbelta, de cabellos claros y ondulados, ojos oscuros de mirada inteligente, labios gruesos que se abren fácilmente en una sonrisa que le ilumina el rostro; piel blanca, suave, tersa y una figura bien proporcionada que promete en un futuro cercano un hermoso cuerpo de mujer. Regresa a su patria después de haber vivido más de tres años en Buenos Aires. Están rodeadas por un grupo de familiares que les obsequian frutas y dulces para el viaje y les repiten un sinfín de recomendaciones. Su equipaje lo componen dos maletas no muy grandes que llevan consigo y un baúl que va en la sección de carga. Besos, abrazos, llanto, promesas de escribirse y la esperanza de volver a encontrarse algún día no lejano. Un silbato anuncia la salida y madre e hija se apresuran a despedirse de los demás. Al fin suben las dos al tren, que pitando y rugiendo se aleja por la vía. En el andén quedan los que eran entonces sus familiares más cercanos, sobre todo tres de sus primas que eran como hermanas. Siendo hija única, Margarita las quiere tanto que siente un dolor profundo cuando piensa que probablemente no las volverá a ver. Deben viajar dos días en tren, atravesando la cordillera de Los Andes para llegar a Valparaíso, donde abordarán un barco que las llevará a La Habana. Allí las esperará el papá de la joven, José María, quien las había dejado 2 años antes, al amparo de los hermanos de Dolores. Habían viajado a la
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Argentina con la expectativa de lograr una mejoría económica, pero su padre no se adaptó a la vida allí, además de que el clima no le era favorable. Extrañaba enormemente a Cuba, que había llegado a convertirse en una segunda patria y después de un año había regresado a La Habana. Madre e hija lloraron largamente después de que el tren abandonó la estación. Se sienten asustadas, pensando en ese viaje largo, desconocido, incierto. Viajan en tercera clase, en un espacio pequeño, aunque a los ojos infantiles de Margarita el vagón parece enorme. Los asientos son duros e incómodos y tienen delante una mesita alta. Durante horas viajan contemplando el paisaje: pueblos, sembrados de trigo, viñedos y después la infinita pampa argentina con sus inmensos rebaños de reses y ovejas que se mueven sobre pastos muy verdes. Margarita, conversadora incansable, le habla todo el tiempo a su madre, que escucha en silencio, todavía dejando escapar alguna que otra lágrima por el recuerdo reciente de la despedida. Más que comentar lo que ven en su recorrido, intenta calmar la visible angustia en los ojos de Dolores. Le muestra asombrada las pequeñas casas aisladas que encuentran a su paso y ambas se preguntan cómo pueden vivir aquellas familias tan solas, lejos de pueblos y ciudades. El paisaje es hermoso e impresionante. No muy lejos, se eleva la cordillera de Los Andes, majestuosa, con sus caminos serpenteando entre los cerros y sus picos cubiertos de nieve. Durante el transcurso de ese primer día comen las frutas, galletas y golosinas que les habían regalado los parientes y pasan la noche apretándose para tratar de aliviar el frío intenso, unas veces poniendo los brazos cruzados sobre la mesita para usarlos como almohadas y otras envolviéndose en los abrigos, tratando de acomodarse lo mejor posible para dormir porque sus pasajes baratos, por supuesto, no incluyen camas. El lunes por la mañana sienten hambre. La muchacha le dice a su madre:
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– Mamá, ve tú al comedor, yo voy después, ahora no tengo hambre y además, recuerda que no podemos dejar las maletas solas. Cuando Dolores regresó comentó que el desayuno le había costado muy caro. Margarita dijo rápidamente que no tenía hambre y no quería desayunar. La madre insistió, pero ella mantuvo firmemente su negativa. Al rato pasó un empleado solicitando ver los pasaportes y avisando que pronto llegarían a la frontera con Chile y tendrían que cambiar de tren para uno de vía estrecha en el que cruzarían la cordillera. ¡Cambiar de tren! ¡Eso no lo sabían! Al poco rato la locomotora se detuvo chirriando sus enormes ruedas metálicas contra los raíles y dejando escapar sus aullidos que anunciaban la llegada. Ellas descendieron cargando sus dos maletas y alguien les indicó que fueran al andén desde donde continuarían viaje después de los trámites de rigor. Vino un funcionario de Inmigración que les pidió los documentos y les dijo que abrieran las maletas para revisarlas, esas maletas que ellas habían llenado minuciosamente hasta el límite de su capacidad. El hombre revisó los documentos, les entregó dos boletos para subir al tren y sacó el contenido del equipaje, dejando todo desordenado en el piso. Cuando terminó les dijo: ─ Ya pueden cerrar las maletas y subir al tren─ y se alejó rápidamente para repetir su función con otros pasajeros. El contenido de las valijas había quedado esparcido de tal forma que costaba trabajo creer que todo volvería a caber dentro de ellas. Fueron doblando y guardando la ropa y otros utensilios. Efectivamente, las cosas no cabían y una de las maletas no cerraba. En ese momento se escuchó un silbato prolongado, que se repetía una y otra vez. Un hombre halaba una especie de cable que hacía sonar el silbato para anunciar la salida inmediata del tren. Dolores comenzó a llorar, abrazó a su hija y le dijo desesperada:
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─ ¡Ay, nenita ¿qué vamos a hacer ahora? la maleta no cierra y el tren se nos va a ir! Podría pensarse que no había razón para tanta angustia. La solución parecería simple: dejar las cosas que no cupieran y subir al tren. Para ellas eso no era posible, ya que casi todo lo que poseían estaba allí y no podían darse el lujo de perder nada. Margarita se separó un poco de su madre y le habló con seguridad: ─ ¡Mamá, quédate aquí tranquila y no te preocupes, el tren no se va a ir sin nosotras! Soltándose de los brazos de Dolores, la jovencita se alejó rápidamente, dirigiéndose al hombre que tocaba el silbato. Se le paró delante y lo sujetó suave, pero firmemente por el brazo al tiempo que le dijo: ─ Por favor, señor, pare de tocar el silbato. ─ ¿Qué dices, niña?, tengo que hacerlo, ¿no ves que estoy avisando que va a salir el tren? ─ Por eso mismo, señor, el tren no puede salir. Mire, mi mamá está llorando porque la maleta no cierra y no podemos subir al tren. El hombre dejó de tocar el silbato y miró a la adolescente. Descubrió entonces tal expresión de angustia en aquellos ojos negros que lo miraban fijamente con una mezcla de súplica y autoridad, que el hombre empezó a caminar hacia la mujer diciendo con voz áspera: “A ver, ¿qué pasa con esa maleta?”. Al llegar junto a Dolores, le dijo a la muchacha que se sentara sobre la valija y afirmando con fuerza sus manos sobre los cierres de la misma, logró cerrarla. Después preguntó si tenían otro equipaje, pero la señora le dijo que el baúl lo había despachado directamente desde Buenos Aires y ya lo habían subido al tren. El hombre entonces, dirigiéndose a un muchacho maletero que estaba cerca, le dijo con firmeza:
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─ ¡Vamos, ayúdalas a subir las maletas! ─ Dolores, con una profunda mirada de agradecimiento, le apretó una mano: ─ Muchísimas gracias, señor, ¡qué Dios le pague su bondad! Margarita se empinó, le dio un beso en la mejilla y dijo con una dulce sonrisa que iluminaba su rostro: ─ Gracias, señor, ¡ya el tren no se va a ir sin nosotras! ─ El hombre sintió rodar por sus mejillas dos rebeldes lágrimas de emoción. Las viajeras le dijeron adiós con la mano y ahora sí el hombre hizo sonar el silbato una y otra vez y la enorme mole de hierro se alejó lentamente hacia la cordillera. Las sorpresas no habían terminado. En este tren no había asientos numerados y como ellas se habían demorado en subir, ya no quedaban espacios vacíos. Se acomodaron de pie al final del pasillo del vagón con sus dos maletas y se pusieron a contemplar el paisaje. Era impresionante y hermoso; como moverse dentro de un paisaje de los descritos en los libros que había leído. Después de pasar la estación y el pueblecito que se esparcía a su alrededor, el tren comenzó a trepar cordillera arriba, rodeando las montañas, bordeando los acantilados de la enorme muralla natural. Parecía que en cualquier momento la serpiente de hierro iba a despeñarse por aquellos precipicios. Al rato se sentaron sobre las maletas. Cuando ya habían subido una buena parte de la cordillera, Margarita le dijo a su madre que no se sentía bien. Además del cansancio y el hambre – tras más de un día completo sin comer nada- sentía que algo le sucedía. Le dolían los oídos, no podía escuchar bien y la cabeza parecía que le iba a
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estallar. Dolores estaba igual. Una señora que vio como la muchacha se apretaba los oídos con las manos, le dijo: ─ Es por la altura, es el soroche, traga varias veces en seco y ten paciencia que cuando empecemos a bajar, se te pasará. Efectivamente, así fue. Ya empezaba a oscurecer cuando se detuvieron en otra pequeña estación. Allí cambiaron nuevamente de tren, pero esta vez no hubo ningún incidente, y no les abrieron las maletas porque ya habían cruzado la frontera. Estos coches eran más cómodos. Pudieron sentarse; estaban muy cansadas y tenían hambre. Llevaban casi dos días sin comer apenas porque no se atrevían a gastar el poco dinero que tenían. Muy cerca había dos hombres que las miraban sin que ellas se dieran cuenta. De pronto uno se levantó y se dirigió hacia las dos mujeres. Las saludó cortésmente y se presentó como un funcionario del consulado cubano en Buenos Aires que viajaba, junto a su compañero, a La Habana. Se habían percatado de que ellas no habían ingerido alimentos, pero, por supuesto, no aludieron a ese hecho, sino que simplemente las invitaron como compatriotas a comer algo o, al menos, a tomar un café con leche caliente. La madre declinó suavemente, apenada, pero a Margarita le brillaron los ojos cuando oyó mencionar la leche caliente. El hombre se dio cuenta y pidió que les trajeran café con leche y pan con mantequilla. Las dos dieron las gracias, comieron y se sintieron mejor. Después conversaron con los dos compatriotas de la muchacha, que al saber el incidente de las maletas, les dijeron que debían haberlas despachado junto con el baúl directamente desde Buenos Aires hasta Valparaíso y se hubieran ahorrado todas las molestias. También les explicaron que podían dejar el baúl guardado en un depósito en la estación hasta que subieran al barco. Ellos habían viajado por esa ruta en otras ocasiones, por lo que sabían cómo proceder y, como iban a abordar el mismo buque, se despidieron esperando volver a encontrarse pronto.
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A las 2 de la madrugada del martes el tren se detuvo al fin en la estación de Valparaíso. Descendieron aliviadas pensando que ya habían terminado sus angustias y que dentro de dos días navegarían en el “Reina del Pacífico” hacia La Habana. Fueron con el comprobante del baúl a gestionar su depósito en la estación, lo cual lograron. Un chofer de taxi se les acercó brindándoles sus servicios para llevarlas al hotel donde José María les había reservado una habitación desde La Habana. El auto hizo un largo recorrido; en ocasiones Margarita tuvo la impresión de pasar por el mismo lugar dos veces. Las dejó frente al hotel y Dolores le pagó. Entraron y fueron a la carpeta donde preguntaron por su reservación. El carpetero les confirmó que no había problemas y les informó el precio del alojamiento y de las comidas en pesos chilenos. Dolores le comentó que sólo estarían un día o dos porque saldrían en el “Reina del Pacífico” hacia La Habana, a lo que el empleado le respondió: Señora, ¿no sabe Ud. que hay una epidemia de influenza en Europa y ese buque acaba de llegar de Inglaterra? Está en cuarentena y no saldrá hasta dentro de ocho o diez días. El asombro y la preocupación las invadieron. Agradecieron la información y se dirigieron a su habitación, precedidas por un empleado. Al cerrar la puerta y quedar solas, madre e hija se abrazaron. Dolores dijo preocupada: ─ ¡Esta demora no estaba prevista y temo que no nos alcance el dinero. No sé qué vamos a hacer, nenita! Aquella mujer sencilla, dulce y noble, golpeada por la vida una y otra vez, era casi analfabeta. Apenas sabía leer, pero se preocupó siempre porque la niña estudiara hasta donde le daban sus limitadas posibilidades. Era fuerte físicamente y muy trabajadora, pero en cuestiones financieras, gestiones oficiales y en el enfrentamiento a las complejidades de la vida, recurría a su hija.
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La muchacha le dijo que debían esperar al día siguiente para saber si les alcanzaba o no el dinero y averiguar si se podían cambiar los pasajes del barco por otros más baratos. Al ver la angustia de su madre, la tranquilizó diciendo sonriente que siempre tendrían la alternativa de pagar con su trabajo el hospedaje en el hotel. Ambas habían trabajado en el café de los tíos en Buenos Aires. Ella lavaba la vajilla, preparaba café y ayudaba en otras cosas, mientras su madre cocinaba para sus hermanos y para la clientela deliciosos platos españoles. Habían trabajado en el café durante toda su estancia en la Argentina. Así ayudaban a la familia y de alguna manera compensaban el costo de su estancia allí, su alimentación y otros gastos. La vida en aquel hermoso y frío país no había sido fácil para ellas, pero les había dado muchas alegrías. Al día siguiente se levantaron bien temprano, desayunaron y preguntaron al carpetero del hotel dónde estaba la estación de trenes. Éste les respondió que se encontraba cruzando el parque, escasamente a una cuadra de distancia. Les invadió la indignación porque evidentemente el chofer del taxi se había aprovechado de su desconocimiento de la ciudad y las había estafado, ya que ellas podían haber transitado el corto trayecto a pie. Dolores preguntó dónde quedaba la oficina de la compañía propietaria del barco y una casa de cambio de moneda. Por suerte, todo quedaba a distancias que podían recorrer caminando. Fueron primero a la estación, donde averiguaron cuánto costaba la estadía del baúl por día. Después fueron a la oficina de la compañía naviera. Por suerte, José María había reservado en Tercera preferencial y pudieron cambiar para Tercera simple, con lo cual, después de pagar los pasajes, les quedaron unos cuantos dólares.
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Pero todo no podía ser perfecto. Allí el empleado que las atendió les pidió los pasaportes y les dijo que les faltaba la visa de Estados Unidos. Margarita dijo sorprendida: - ¡Pero si nosotras no vamos a Estados Unidos! Y el empleado le respondió sonriendo: - Pero el barco va a atravesar el Canal de Panamá y ese es territorio de Estados Unidos de Norteamérica. Él les dio la dirección del Consulado y fueron. Después de llenar un extenso cuestionario y entregar fotos, les dijeron que volvieran al día siguiente a recoger las visas. Pasaron por la casa de cambio y vieron a cómo estaba la transacción de dólares por pesos chilenos. Regresaron al hotel, almorzaron y Margarita tomó un papel y un lápiz y sacó la cuenta de los dólares que necesitaban cambiar por pesos chilenos para pagar la cuenta del hotel, la estadía del baúl y la visa. La joven le dijo a su madre muy contenta que les alcanzaba y hasta les quedaría algún dinero extra para el resto del viaje. Después de un pequeño descanso, volvieron a salir. Ahora fueron directamente a la casa de cambio y adquirieron los pesos chilenos que necesitaban. Regresaron al hotel más tranquilas. Los días restantes los dedicaron a caminar por la entonces pequeña ciudad de Valparaíso. Era bonita y limpia, se recostaba a la falda de la cordillera por un lado y por el otro la acariciaban las aguas del Océano Pacífico. Tenía, como todas las ciudades fundadas por los españoles en América, un gran parque con su iglesia. Por fin llegó el día esperado. Pagaron la cuenta del hotel y se encaminaron al muelle donde las esperaba el majestuoso “Reina del Pacífico”, blanco, con la línea de flotación pintada de verde, enorme, alto, con muchísimas ventanitas redondas y sus grandes chimeneas. Así lo veían los ojos de Margarita.
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Subieron y cuando se vieron en su pequeño camarote de tercera clase la madre dijo: ¡Al fin, hija. Ahora sólo falta que a La Habana la hayan cambiado de lugar! La muchacha rió con su habitual buen humor. La travesía en el “Reina del Pacífico” fue bastante tranquila. Durante esos días Margarita hizo amistad con dos jóvenes llamados Marcela y Ralph. Los tres se hicieron inseparables: conversaban, paseaban por la cubierta, miraban revistas, en fin, lo pasaban bien. Marcela era una joven chilena que viajaba a Estados Unidos para reunirse con su esposo norteamericano al que había conocido en Santiago de Chile en una breve estancia de él. Ralph, en cambio, había nacido en Inglaterra, pero sus padres viajaron a Chile siendo él muy pequeño y había vivido allí hasta ahora cuando regresaba a su país de origen para cumplir con su Servicio Militar. Bajaban siempre juntos a tierra en las escalas que hacía el barco. La primera fue Lima, el 24 de febrero, día en que Margarita cumplió 15 años –la edad soñada por todas las jovencitas y que ella pasó en una ciudad desconocida y sin festejo alguno- después bajaron en Ciudad Panamá, a la entrada del Canal y pasearon un poco por la bonita ciudad que se veía iluminada por la noche con muchos anuncios lumínicos. El paso por el canal fue para Margarita y su madre una experiencia apasionante y única. Un oficial del barco explicó que el problema para el paso de los navíos a través del canal consistía en la diferencia entre el nivel del mar del Océano Pacífico y el del Mar Caribe. Se había diseñado un sistema ingenioso para que los barcos ascendieran los más de 20 metros en que el Caribe superaba en nivel al Pacífico. Era como si el buque subiera por una escalera. El canal estaba dividido en secciones que quedaban separadas por una especie de compuertas, las cuales se
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abrían y cerraban para permitir el paso de los barcos de una a otra. El buque pasaba a un área en forma de tanque enorme; se cerraba la compuerta trasera y se le extraía el agua con poderosas bombas. Entonces se abría la compuerta delantera y el barco era remolcado desde la orilla hasta la siguiente sección y así se iba repitiendo la operación hasta llegar a la costa del Caribe. El canal tenía dos vías y se podían ver las operaciones del barco que venía bajando desde el Caribe hacia el Pacífico. Era impresionante, la joven sentía como si estuviera en una de esas historias de Julio Verne que tanto le gustaban. Parecía verdadera ciencia ficción, y una aventura que sería irrepetible en su vida. A la salida del Canal el barco se detuvo en Ciudad Colón y bajaron los tres jóvenes a pasear un poco. Allí por primera vez en su vida Margarita escuchó una música contagiosa y una voz magnífica que le hizo mover los pies y la trasladó momentáneamente a su tierra. Salía de una cafetería a donde entraron los jóvenes a tomar un refresco. Sólo al llegar a Cuba sabría que se trataba de la Orquesta de Pérez Prado con la voz inolvidable de Benny Moré interpretando un ritmo nuevo llamado Mambo, que fue famoso en el mundo entero. El barco zarpó al día siguiente para dirigirse directamente a La Habana, pero el Caribe les deparaba todavía una sorpresa nada agradable: una pequeña tormenta que hacía moverse aquella mole enorme como si fuera una pluma. Las olas barrían la cubierta de un lado al otro. Muchos pasajeros, incluyendo a Dolores, se refugiaron en los camarotes indispuestos por el mareo. Margarita subió al comedor, pero apenas pudo comer. Allí se encontró con Ralph, quien la invitó a subir a la cubierta del barco y, desde la cabina estuvieron algún tiempo mirando maravillados el espectáculo de las enormes olas que cruzaban por encima del buque rotas en blanquísima espuma. Después la muchacha se despidió del joven y se fue a acompañar a su madre.
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Al día siguiente, como suele suceder, el mar estaba tranquilo, de un azul intenso y profundo. La tempestad había pasado. El “Reina del Pacífico” hizo una breve escala, pero ellas permanecieron a bordo porque Dolores no se sentía bien y Margarita no quiso dejarla sola. Amaneció el 10 de marzo de 1951. Había pasado casi un mes desde la salida de Buenos Aires. Después del desayuno, Margarita y su madre, subieron a cubierta para tomar aire fresco. A lo lejos divisaron tierra, era la costa norte de La Habana, aún lejana. El barco continuó avanzando. Frente a ellas fue apareciendo la imagen desafiante y erguida del Castillo del Morro, con su faro, que desde hace siglos guía en medio de la oscuridad o la niebla a los navíos que se aproximan a las costas de la capital cubana. La Habana, hermosa, antigua, luminosa, acogedora, apareció frente a las dos mujeres. El corazón les latió con fuerza y se abrazaron de alegría. ¡Llegamos a Cuba! ¡Nenita, al fin nos reuniremos con tu padre. Después de tantas angustias, lo logramos! Cuando el buque se dirigió a la entrada de la bahía, vieron cómo una lancha grande se arrimaba a su costado. Subieron a bordo varias personas; eran las autoridades aduaneras y funcionarios de la compañía naviera. El práctico quedó en la lancha, desde la cual guiaría al “Reina del Pacífico” por el Canal del Puerto hasta llegar al muelle, donde esperaba una multitud de familiares y amigos de los viajeros del enorme trasatlántico. Dolores y Margarita miraban ansiosas hacia el muelle, pero entre tantas personas que se aglomeraban, no lograban ver a José María. Antes de descender tuvieron que mostrar sus documentos a las autoridades y se despidieron cariñosas de las nuevas amistades que las habían acompañado en el viaje. Apresuradamente, madre e hija bajaron la escalerilla, cargando sus pesadas maletas y siguiendo con los ojos cada rostro de los que se encontraban en tierra firme.
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De pronto, descubrieron a un hombre alto, fornido, canoso, de rostro muy familiar, en el que reconocieron al padre de Margarita, quien las abrazó y besó con emoción diciendo: ─ іAl fin están aquí! Después, apartándose un poco y dirigiéndose a su esposa, preguntó: ─ ¿Qué tal estuvo el viaje, Dolores? ¿Todo bien? ─ Bueno, es una larga historia, pero aquí estamos, dijo Dolores. ─ Sí, después me contarán todo con detalles. ¿Estas maletas son todo su equipaje? ─ No, José, La mayor parte de nuestras cosas, las más valiosas, vienen en un baúl, pero él no nos ha dado ningún problema, porque lo consignamos directamente a Valparaíso y después a La Habana. Ahora sólo hay que esperar que lo bajen y reclamarlo. En ese momento Margarita exclamó, señalando una grúa que bajaba lentamente un baúl. ─ іMira, papá … No pudo terminar la frase. Inexplicablemente, el baúl se balanceó, se soltaron las amarras y cayó estrepitosamente en las sucias y profundas aguas de la bahía sin detenerse, posiblemente, hasta llegar al fondo.
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El acertijo del sultán. Cuento oriental Esther Domínguez Soto Año 648 de la Hégira En la ciudad de Bagdad, reinaba un sabio y benévolo sultán que tenía todo lo que un hombre pudiera desear excepto un hijo varón. Un heredero para su reino, grande y próspero. Su única hija, la princesita Scirina alegraba su existencia pues era buena, alegre e inteligente. Pero también había un grupo de parientes ambiciosos, dispuestos a saltar sobre el trono tan pronto como él diese la más mínima señal de debilidad. Por eso, la preocupación ensombrecía la vida del califa. ¿Dónde encontraría el marido ideal para su princesa. Un hombre al que planeaba adoptar para poder nombrarlo su heredero? ¿Dónde? Había abundancia de pretendientes: unos venían de lejanas tierras; otros vivían en el reino, Todos ambicionaban casarse con la princesa para reforzar los intereses comerciales o políticos de sus propios dominios. Ninguno cumplía con las exigencias del sultán: o eran demasiado viejos, o demasiado taimados o meras marionetas de reyezuelos ambiciosos. Fue dando largas a unos y a otros hasta que la princesa cumplió catorce años. No se podía retrasar más la decisión. Había que casarla. Entonces, dejando a un lado a los nobles extranjeros, envió emisarios por todo el reino anunciando que la mano de la princesa sería para aquel que lograse desentrañar un enigma que el mismo soberano propondría. Los pretendientes llegaron de todos los rincones del reino y se agolparon ante las verjas del palacio. Comenzó la selección. La princesa observaba el proceso oculta tras una celosía de fragante madera de sándalo. Tras muchos rechazos, quedaron tres jóvenes, guapos, fornidos, de mirada inteligente y valor probado en diferentes batallas: Kaidú, Malek, y Hafar. Entonces el sultán les habló de la prueba que debería pasar aquel que quisiera convertirse en el esposo de la princesa Scirina y a su debido momento, en el nuevo soberano. Los tres jóvenes asintieron y esperaron en silencio
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hasta que el sultán pronunció el enigma que decidiría el ganador. -¿Qué abre los ojos interiores del hombre, llenando su espíritu de luz y calor de la misma forma que los ojos del recién nacido se abren a la luz del sol? Los tres jóvenes miraron al soberano en respetuoso silencio. Éste continuó hablando. -Tenéis un año para buscar la respuesta acertada. Deberéis presentaros ante mí al finalizar ese plazo. Ahora podéis retiraros. ¡Qué Alá os guíe! Los jóvenes se inclinaron respetuosamente y abandonaron el salón del trono. Una vez fuera de palacio, tras una breve conversación, decidieron partir en direcciones diferentes. Juntos se encaminaron hacia un caravasar. Allí adquirieron camellos y víveres para el viaje y, al amanecer, partieron en busca de la respuesta a un enigma que cambiaría la vida de uno de ellos. En el salón del trono, los cortesanos estaban inquietos. Ese día se cumplía el plazo fijado por el sultán para que los pretendientes respondieran a la pregunta que se les había planteado un año atrás. La princesa Scirina, tras la celosía, rodeada de sus esclavas, se impacientaba. ¿Habría alguno de ellos conseguido desvelar el enigma? ¿Quién se convertiría en su esposo? ¿Y si ninguno de ellos daba la respuesta correcta? ¿Qué haría su padre entonces? Sonaron los pasos acompasados de la guardia que acompañaba a los viajeros hasta las gradas del trono. Scirina los observaba con curiosidad. Parecían diferentes. Algo en sus ojos había cambiado. Detectó una humildad y una decisión que un año antes no tenían. Una vez intercambiados los saludos, reverencias y cortesías, el sultán invitó a los tres hombres a sentarse y explicar cómo habían pasado el año. La respuesta la darían cuando todos hubieran hablado. Kaidú tomó la palabra.
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-Os rogamos, antes de comenzar la narración de nuestras pesquisas, nos concedáis vuestro perdón, ¡Oh, descendiente del Profeta! El sultán los miró, extrañado, y preguntó: -¿Por qué teméis un castigo? ¿Acaso dudáis de mi justicia? Kaidú se inclinó ante el soberano. –Os ruego perdonéis mi torpeza, comendador de los creyentes, justo entre los justos. Es que el resultado de nuestros viajes puede que os desagrade. –Calló, esperando la reacción del Sultán. Éste movió la cabeza, pensativo. –Comenzad y no os preocupéis. Os prometo lo que habéis solicitado. -Señor, después de abandonar vuestro palacio, nos dirigimos los tres al caravasar de la puerta norte. Desde allí, cada uno de nosotros partió en una dirección diferente en busca de la respuesta a vuestro enigma. Yo tomé la ruta de Basora. Después de avituallarme en esa hermosa ciudad, erizada de orgullosos minaretes, continué viaje hasta la ciudad de Ormuz, en cuyo puerto busqué un barco que partiera rumbo a Ceilán. Mucho había oído hablar de esa isla en la que lo más raro y curioso se encuentra al alcance de la mano del hombre que sabe buscar. Tuve que esperar varios días antes de conseguir que un barco que partía a Bengala me admitiera a bordo. “Soy soldado –continuó- y he vivido situaciones difíciles pero, –Kaidú sonrió al recordar aquel viaje – puedo afirmar que las jornadas pasadas en aquel buque fueron las más incómodas de mi vida. El mar estaba revuelto, el viento encrespaba las olas, éstas nos golpeaban sin piedad y, debo reconocer, que el mareo no me permitió asomarme a la cubierta durante todo el viaje. Se oyeron risitas entre los cortesanos que asistían a la narración. Incluso el sultán sonrió, divertido. Kaidú continuó hablando.
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-Estaba tan ansioso por no volver a quedar a merced de aquellas olas traicioneras que, cuando tras una navegación accidentada, atracamos en Cambay, un populoso puerto de la India, decidí abandonar el barco, recuperarme del mareo que me había amargado aquellos días interminables y continuar mi búsqueda por tierra. Así dediqué unos días a vagar por la ciudad al tiempo que intentaba hallar la respuesta al enigma propuesto. Me encontraba ya fuerte y con ganas de emprender mi tarea cuando conocí a un hombre singular. Hablaba con tono tranquilo y palabras cautivadoras, de paz, de respeto a la vida –incluso la de los animales más repulsivos –, rechazando cualquier tipo de violencia. Soy un soldado, –dirigió sus ojos al Sultán – estoy acostumbrado a la guerra y la sangre y jamás he rehuido mis deberes. Pero, aquel hombre era tan persuasivo que le seguí durante varios días hasta que me convencí de que sus palabras no eran una superchería. Creía profundamente en lo que predicaba. Fui testigo de cómo compartía su escasa comida con los animales que vagan por esa ciudad, sin espantarlos, con un gesto amable. No poseía nada más que su túnica y unas sandalias pero no parecía necesitar nada más. Lo que me sorprendió es que mucha gente le ofrecía cuencos de arroz y verduras o fruta que él aceptaba únicamente, cuando tenía verdadera hambre. En pago unía sus manos y musitaba oraciones, deseando que su generosidad les ayudara a huir de las reencarnaciones a las que, según su religión, están condenadas las almas imperfectas. “Cuando partió hacia el interior del país, me uní a él. Deseaba saber qué lo empujaba a abrazar la pobreza y la mansedumbre. Durante el viaje por el interior del país pasamos grandes penalidades pero cada día él me enseñaba alguna cosa nueva. Llamaba mi atención sobre algo en lo que, en mi vida anterior, no hubiese siquiera reparado. Me sentía cada vez más cerca de encontrar la respuesta para vuestra majestad. Y por fin, comprendí cuál era. Seguí con el hombre santo todo el tiempo que pude a pesar de que ya tenía lo que necesitaba. Cuando hube de regresar para cumplir mi deber con mi soberano, sentí que allí quedaba algo que no encontraría en ningún otro lugar.
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Kaidú calló y continuó con los ojos bajos hasta que el Sultán se dirigió a Malek, animándole a relatar sus andanzas durante el último año. Malek se postró ante su soberano y comenzó su narración. -¡Oh, mi señor! Mi historia discurre entre las montañas agrestes, ciudades curiosas y un desolado desierto. Espero no defraudaros. El Sultán hizo un gesto, animándole a continuar. -Partí desde el mismo caravasar que mis compañeros y me dirigí tierra adentro, siguiendo a veces la llamada ruta que siguen los mercaderes de seda, uniéndome, otras, a caravanas que se desvían de los caminos más frecuentados en busca de nuevos mercados. Crucé Saveh, Sibargan y multitud de pueblos y pequeñas ciudades hasta llegar a la maravillosa ciudad de Samarcanda. Ese lugar donde se venden toda clase de mercancías provenientes de lugares tan lejanos que se necesitan meses de viaje para alcanzarlos. Samarcanda, con sus mezquitas, avenidas, jardines y fuentes; los enormes caravasares y los interminables mercados. Allí pude oír multitud de lenguas y conocer infinidad de razas. Disfrutar los aromas de las montañas de especias, de las frutas en sazón, y los dulces que se ofrecen por toda la ciudad. Todo contribuyó a una embriaguez de los sentidos que me abrió una multitud de sensaciones desconocidas. Me resistía a la idea de abandonar tan maravillosa ciudad pero, al ser incapaz de encontrar la respuesta que debía presentaros, ¡oh, mi señor! me decidí a continuar mi viaje. Seguí pues hasta Cashar, atravesé Khotan hasta llegar al desierto de Taklamakán. El nombre de tan temible lugar que significa “entra pero nunca saldrás” me obligó a desviarme hasta la región de las montañas que los naturales del país –gentes de ojos rasgados, pelo y piel oscura – llaman Bod y nosotros Tibet. Aseguran que son las más altas del mundo y creo que tienen razón pues algunas son tan elevadas que no se alcanza a ver su cumbre, únicamente las laderas cubiertas de nieve.
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“Me aconsejaron que me uniera a un grupo de peregrinos y visitara una lamasería, una especie de templo para los fieles y lugar de residencia de los sacerdotes budistas que gustan de aislarse en los lugares más inaccesibles de sus montañas. Cuando llegué, tenía los pies y las manos destrozadas y casi congeladas –pues el frió es como un perro rabioso que te muerde hasta que las extremidades se vuelven negras y mueres entre grandes dolores. Fui acogido por los monjes. Ellos, no sólo me sacaron de las garras de la muerte por congelación sino que me curaron las heridas que había ido acumulando durante el viaje y una tos que me hacía sufrir grandemente. Cuando empecé a estar mejor, le conté al encargado del herbolario que, en el ejército acostumbraba curar las heridas de los soldados e, incluso, de las caballerías. Me invitó a acompañarlo y ayudarlo –muchos peregrinos llegan a su destino en condiciones muy precarias. Aquí debo añadir que los conocimientos de estos monjes son muy rudimentarios. Ignoran técnicas quirúrgicas que un simple barbero de nuestro país conoce. Pero dominan los poderes curativos de las plantas que crecen en su entorno, desconocidas para nosotros. Con su ayuda, pronto conocí las plantas que cultivan en unos huertos raquíticos, tan diferentes de los nuestros, rebosantes de flores y árboles frutales. Allí las plantas crecen ásperas y de feo aspecto, pero de propiedades salutíferas muy apreciadas. Me acostumbré a vivir entre aquellas montañas gigantescas, donde el viento sopla constantemente y el frío es agresivo como una fiera hambrienta. Cuando inicié mi viaje de regreso, no pude evitar volver la cabeza hacia la lamasería. Ya había empezado a preocuparme por las plantas, por algunos de los peregrinos que tardaban en responder al tratamiento que el hermano enfermero había recomendado. A añorar, en suma, lo que todavía mis ojos podían ver. El silencio se hizo en el salón del trono. El sultán se dirigió a Hafar. -Escuchemos tu historia.
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Hafar hizo una profunda reverencia y comenzó con estas palabras. -Yo también partí del caravasar de la puerta norte. No sabía dónde dirigirme para encontrar la respuesta a vuestro acertijo, ¡oh, mi señor! Aflojé las riendas de mi camello e, iba tan ensimismado en mis pensamientos, que mi montura eligió el camino por mí Se oyeron risas y algún comentario susurrado- Hafar continuó su narración. – Levanté los ojos y vi que me encontraba siguiendo a una caravana que se dirigía a Acre, a orillas del Mediterráneo. Me pareció un buen destino para iniciar mi búsqueda. Así que, me uní a ellos y continuamos viajando en extenuantes jornadas, hasta que en el horizonte se perfilaron los minaretes y campanarios que se levantan en esa hermosa ciudad. Nos dirigimos a una zona donde descansan las caravanas. Le vendí mi camello a uno de los mercaderes que pululaban por el zoco y me dirigí al puerto. Había docenas de barcos que un enjambre de porteadores cargaban o descargaban en un ir y venir incesante de hombres y carretillas de los almacenes a los muelles. En más de una ocasión, estuve a punto de ser arrollado por aquellos hombres que casi desaparecían bajo los enormes fardos que portaban. Me acerqué a un aguador y me informé de dónde podía encontrar un barco que aceptara viajeros. Gracias a sus indicaciones, pude conseguir un pasaje en un barco que partía esa misma noche rumbo a Constantinopla y Venecia. “Navegamos durante días por un mar tranquilo. Una brisa agradable hinchaba las velas y nos acercábamos a nuestro destino según los plazos fijados por el capitán. Pero una tarde todo cambió. El viento giró de forma brusca y pronto nubes negras como el carbón comenzaron a descargar agua de forma inmisericorde. El capitán nos ordenó refugiarnos en las bodegas ante el peligro de ser arrojados al agua por un golpe de mar. Así pasamos dos jornadas en las que no se distinguía el día de la noche, tal era la oscuridad que reinaba
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en el cielo. Cuando creíamos que el temporal comenzaba a amainar, sentimos un golpe fortísimo y un ruido que parecía salir de las fauces de un monstruo. Acabábamos de chocar contra unas rocas que partieron el barco como si fuese una cáscara de huevo, fina y frágil. Muchos de los pasajeros no sabían nadar y los vimos desaparecer entre el ulular del viento y los gritos de aquellos pobres desgraciados que pronto fueron engullidos por las aguas. Los que conseguimos alcanzar la orilla después de grandes esfuerzos, nos quedamos tirados en la arena, incapaces de incorporarnos tras la batalla contra el mar. Todos estaban totalmente fascinados por las palabras de Hafar. El sultán había soltado la boquilla del narguile y escuchaba con gesto asombrado. La princesa, tras la celosía, no parpadeaba, tan concentrada estaba en aquella historia. Hafar continuó, mirando al vacío, reviviendo el naufragio en todos sus detalles. Suspiró y continuó narrando -Nos encontraron unos pescadores que nos atendieron con gran amabilidad, compartiendo con nosotros su comida y algunas ropas, pues las nuestras estaban destrozadas. ¡Alá se lo premie con largueza! Nos informaron que estábamos en la isla de Malta, recién arrebatada a los musulmanes por las tropas cristianas. También me enteré de que en Al Ándalus se libra una batalla constante, los cristianos por reconquistar sus perdidos reinos y los musulmanes por seguir siendo los dueños de aquel territorio, aunque nuestros hermanos llevan la peor parte en esta interminable guerra. Yo deseaba seguir mi viaje y tras unos días ayudando a nuestros salvadores a llenar sus redes, conseguí un trabajo como tripulante en un barco que zarpó rumbo a Al Ándalus. Ansiaba unirme a las tropas que luchaban contra los infieles. Hicimos varias escalas en lugares desconocidos para mí hasta llegar a una bella ciudad dominada por una impresionante alcazaba y rodeada de una poderosa muralla que la protege de sus enemigos. Málaqa me respondieron cuando pregunté el nombre de la población. Tan pronto desembarqué, me dirigí a la mezquita de las Atarazanas, Allí agradecí a Alá el haberme permitido
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llegar vivo a una tierra donde tanto se necesitan hombres fuertes que luchen para que el Islam, ¡el Profeta nos guíe en nuestro empeño! siga extendiéndose. Después crucé la puerta del Mar y le expliqué a un grupo de soldados que quería unirme al ejército. Me acompañaron a un edificio cerca de las murallas y allí pasé a formar parte de las tropas durante unos meses en los que no faltaron sobresaltos, pues los cristianos no dan cuartel y atacan con frecuencia a nuestros campesinos y sus alquerías, arrebatándoles palmo a palmo el terreno que habitan desde tiempo inmemorial. Al igual que mis compañeros, abandoné mis ocupaciones con el placer del que va a postrarse frente a su soberano, pero con el espíritu enzarzado en los quehaceres diarios que ahora llenan mi vida. Los otros dos pretendientes afirmaron y guardaron silencio, esperando las palabras del monarca. Éste meditó durante unos instantes. Después se dirigió a Kaidú. -Ha llegado el momento de que respondáis al acertijo que os planteé hace un año. ¿Cuál es tu respuesta? -La sabiduría, mi señor. Sólo gracias a ella, los ojos interiores del hombre se abren a la luz y disfruta de una vida superior. -¿Y vosotros qué decís? –quiso saber el soberano. -Estamos de acuerdo con sus palabras, ¡oh descendiente del Profeta! –Respondió Malek- Todos somos ahora hombres diferentes a los que partieron. Tal vez nuestros rostros no lo reflejen pero nuestros espíritus han cambiado. -Profundamente –musitó Hafar. -Los tres habéis dado la respuesta al acertijo –afirmó el sultán. –Deberíamos establecer una nueva prueba para dar con el vencedor ya que sólo uno de vosotros podrá casarse con mi hija. –Los observó detenidamente. Los jóvenes lo miraban con un gesto entre temeroso y suplicante en sus ojos. El sultán dio una chupada al narguile. El burbujeo del
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agua se oyó en el salón del trono tan grande era el silencio. – Creo que ninguno de los tres pretende ya la mano de la princesa. –Se dirigió a Kaidú – A eso te referías cuando me pediste perdón antes de comenzar la narración, ¿verdad? Kaidú palideció y se postró ante el sultán. –Lo habéis adivinado, mi señor. Este viaje nos ha hecho comprender que hay muchas causas y personas que necesitan nuestra ayuda, nuestra atención, nuestro socorro. Sus compañeros se postraron también y esperaron a que el sultán hablase. -¿Deseáis regresar a vuestras nuevas vidas? ¿No os importa ofendernos a mí y a mi hija? -Es lo último que desearíamos, mi señor. Estamos prestos a cumplir vuestros deseos. Hablad y seréis obedecido. El sultán disimuló una sonrisa ante el gesto serio y ansioso de aquellos tres jóvenes, dispuestos a renunciar al poder y al amor por seguir caminos que los conducirían a la pobreza e, incluso, a la muerte. -No temáis. No deseo que sacrifiquéis tan nobles propósitos. Podéis partir de vuelta a esos lugares donde os necesitan. Que Alá os acompañe y proteja. Los asistentes a la entrevista salieron tras los tres pretendientes. La princesa abandonó su sitio tras la celosía. Despidió con un gesto a sus sirvientas y se acercó a su padre, que seguía pensativo, atusándose la barba. -Padre, ¿qué vais a hacer? El sultán contempló a su hija. “¿Cómo han podido renunciar a una joven tan bella y discreta? “, se preguntó. –No te preocupes hija. El gran visir volverá a convocar a los jóvenes del reino pero, esta vez, propondré una prueba
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diferente. Nada que los obligue a viajar. He comprendido que los viajes abren las mentes, moldean los corazones y eso, a la hora de buscar marido, no nos conviene.
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Ushuaia Jorge Varela Martines Negrete U – s – h – u – a – i – a. Un lugar que fonéticamente suena muy agradable y que geográficamente también lo es debido a su inmensa lejanía. (En lengua Yagán: “Al fondo de la Bahía”). Para llegar a Ushuaia hay que volar poco más de cinco horas desde Ezeiza en Buenos Aires. Atravesar las pampas argentinas con sus gauchos bigotones, después vendrá la indómita Patagonia, luego el Estrecho de Magallanes y finalmente, tras sobrevolar el majestuoso Canal del Beagle aterrizar en el Aeropuerto internacional de las Malvinas Argentinas. Antes de que existiera el actual aeropuerto (1995) llegar a Ushuaia era toda una aventura debido a los escasos caminos que cruzan la Isla Grande de Tierra del Fuego y hacerlo por mar era casi imposible ya que en las derrotas de los barcos la tenían olvidada a no ser por algunas embarcaciones de cabotaje que hacían el trayecto entre Punta Arenas en el estrecho de Magallanes y Ushuaia. Pero, ¿a qué vas a Ushuaia?, ¿no sabes que ahí el aire es tan frío que se te mete entre tu piel y te deja enjuto ? ¿y qué el viento cuando aúlla, aúlla tan fuerte como lo hacen los muertos volviendo loco al que le escucha? Pero los muertos de aquí nos son unos muertos cualquiera, son unos muertos viejos que a causa del frió no han muerto de verdad y te platican como murmurando, como si estuvieran callados y aunque tu no los quieras escuchar, sus gemidos llenan tus oídos volviéndote loco si no es que el aire frío de la bahía ya lo hizo. Por eso te digo ¿a qué vas a Ushuaia? La primera impresión que tienes de Ushuaia es muy agradable con la vista del puerto que se levanta del otro lado
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de la bahía y en un segundo plano las cumbres nevadas de los montes Martial. Pero hay que abrigarse bien ya que el clima es muy extremo debido a los vientos del suroeste que soplan desde la Antártida y que todo lo congelan. Pero, ¿a qué vas a Ushuaia? Ahí nadie te conocerá, nadie hablará como tu hablas, porque ahí las lenguas de los que escuchas serán las lenguas de los otros que habitaron antes estas tierras, ellos serán los Yaganes, serán los Onas, serán los que escuchas pero no los que tu vez pero ellos a ti si te verán, a ellos los aniquilaron, los arrasaron, pero su voz perdura con el viento que los trae de regreso, los que tu vez llegaron hace poco y caminan ahora los caminos que ellos alguna vez caminaron pero a ellos no les entenderás aunque hables su mismo idioma. Por eso te digo ¿a qué vas a Ushuaia?. Ushuaia es una ciudad nueva con poco más de cien años de existencia y aunque pertenece a la República de Argentina, su población actual esta caracterizada por migrantes de todo el mundo: muchos italianos y alemanes, además de los conocidos vecinos sudamericanos. Todavía a mediados del siglo XIX existían aquí las dos grandes tribus nómadas de la isla Grande de Tierra de Fuego que vivían en un plácido equilibrio. Por un lado la tribu del mar, los Yaganes, que en sus canoas navegaban la costa remando por los canales y bahías que bajan hasta el Cabo de Hornos y por otro lado la tribu de las montañas; los Onas que lo hacían caminando en pequeños grupos que transitaban sus colinas y praderas hasta terminar en el lago Fagano. Así la vida entre ambas tribus transcurría en una pacífica armonía. Con el tiempo surgieron los intereses económicos, llegaron “los estancieros” y con ellos los pastores anglicanos que los quisieron “civilizar”, les impusieron el sedentarismo, los enseñaron a “cultivar” la tierra y los vistieron a la usanza europea pero esto constituyó el principal problema ya que las tribus aborígenes que vivían desnudas estaban acostumbradas a que cuando se mojaban ya sea por la lluvia
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o cuando se metían a nadar en las heladas aguas del Canal del Beagle solamente se secaban “al sol” y se cubrían con una piel de Guanaco que dejaba “respirar su piel”. Por esa razón cuando les impusieron la vestimenta europea no hicieron sino aniquilarlos muriendo rápidamente de neumonía. Por eso los muertos de Ushuaia todavía hoy aúllan con el viento. Pero, ¿a qué vas a Ushuaia? Aquí pronto comenzarás a perder la razón cuando las horas del día se alarguen, porque aquí el sol no se oculta, no se quiere ir; cuando parece que ya va a oscurecer, el sol vuelve a salir por el otro lado del Monte Olivia. ¿Y la luna? La luna es la que tiene la culpa de todo. La luna brilla cuando aún hay luz, le han dicho muchas veces que no lo haga pero los perros le ladran y ella tiene que salir desde su escondite que tiene en el fondo de las aguas del Canal del Beagle. Por eso te digo no vayas a Ushuaia, perderás la razón. Existen ciertos barrios en Ushuaia que aun conservan sus casas antiguas fabricadas con madera de lenga y laminas de zinc y más de alguna, aun hoy, nos muestra orgullosa su veleta en forma de ballena recordando la vocación marinera del puerto. Las calles estrechas bajan por la ladera hasta desembocar en el Beagle. En las esquinas, las placas de nomenclatura muestran además del nombre de la calle su posición geográfica como por ejemplo: Avda. San Martin 68º 18´31” W cruce con Comod. Augusto Lasserre 54º 48´23” S. Por las mañanas, en estas barriadas se puede ver como el humo que sale de las chimeneas revolotea entre los aleros de las casas inundando con su olor a leña las calles aun solitarias. Durante el día es muy común ver pasar caminando a los marineros de la prefectura naval que muestran orgullosos su uniforme impecablemente blanco mientras transitan hacia los muelles de atraque. Ya por las noche, cuando las luces se encienden y los turistas de los cruceros se han ido es tiempo de entrar en una de las acogedoras fondas locales que con solo abrir la puerta brotan lo olores del “Asado Fueguino” que toma posesión del lugar; unos bancos de madera acojinados con pieles de guanaco hacen de la
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mesa una seductora experiencia que anudada a los vinos de la región y al calor de la chimenea gratifican al viajero que vive sus sueños australes. Como consigna, ya en el camino de regreso a casa y bajo el cielo oscuro de la noche austral, hay que levantar los ojos al cielo y buscar en el infinito a la constelación de la Cruz del Sur, guía de marineros y exploradores que premiará tus ojos con su luz de esperanza. Pero: ¿cuántos años deben de pasar para que la historia de un pueblo comience a contar? En Ushuaia aun no ha nacido el vate que toda ciudad legendaria se precie de tener para que la defienda, la vuelva legendaria y entonces si todos quieran venir a visitarla, por eso mientras esto sucede creo pertinente presentar a ustedes a cinco personajes que nos ayudarán a entender un poco la historia del lugar: JEMMY BUTTON. Aborigen Yagan que fue capturado por el capitán Fitz-Roy en su primer viaje y llevado, junto con otros tres fueguinos a Inglaterra en donde se les trató de “civilizar” inclusive presentados ante la corte de la Reina Adelaida, para ser retornados nuevamente a su lugar de origen en donde en poco tiempo volvieron a sus antiguas costumbres tribales. Button pertenecía a la tribu nómada de los Yaganes que se transportaban a bordo de unas sencillas canoas fabricadas con corteza de lenga y en donde siempre llevaban una hoguera encendida custodiada siempre por una mujer (de ahí el nombre de Tierra del Fuego). La historia de Jemmy Button y las tribus Yaganes es una buen excusa para venir a Ushuaia. …Pero en Ushuaia no hay Louvre, no hay Buckingham Palace, no hay Empire State, no hay Puerta de Alcalá. En Ushuaia no hay pirámides, no hay mariachis, no hay Gringos, no hay Gauchos, no hay elefantes, no hay Grand Canyon; ¿a qué vas a Ushuaia?. CHARLES DARWIN. Naturalista inglés que acompañaba al capitán Fitz-Roy en su segundo viaje de exploración y que traía de regreso a casa a los tres aborígenes llevados a
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Inglaterra. Es muy probable que Darwin después de convivir más de cinco meses en altamar con Jemmy Button haya observado como el medio ambiente influye en la evolución de las especies, incluido el ser humano, de ahí emergería su famosa “Teoría de la Evolución” y fue precisamente aquí en Ushuaia donde se gestó esta revolucionaria idea, por eso vale la pena recorrer los parajes del Parque Nacional Tierra del Fuego con la visión del joven naturalista Darwin y caminar por los senderos del bosque magallánico con sus retorcidas lengas, sus verdes coihues, sus olorosos canelos, los arbustos de calafates, notros y zarzas. Observar las parejas de Cauquén cuidando de sus crías mientras buscan en la playa mejillones que comer y si hay suerte poder escuchar al lobo marino de dos pelos llamando a su hembra que debe de andar por ahí cerca. Charles Darwin y el Parque Nacional Tierra de Fuego es otra buena excusa para venir a Ushuaia. …Pero Ushuaia está muy lejos, en Ushuaia hace frío, mucho frío, además hay un viento que cuando sopla no se puede salir de casa por varios días, Los aviones se quedan en tierra, los barcos se quedan en puerto y nada se mueve, solo la ventisca que viene de la Antártida que ejerce su poder y lo cubre todo de blanco. ¿a qué vas a Ushuaia? E LUCAS BRIDGES. El tercer “hombre blanco” en nacer en Ushuaia y autor del libro “The Uttermost Part of the Earth”. Gracias a Bridges con su escrito podemos conocer la antigua historia de la Tierra de Fuego, la tierra inhóspita, donde comparte su comprensión y aceptación de las costumbres de las tribus nómadas que le llevo a el y a sus hermanos a ser considerados como miembros de las tribus. A la familia Bridges le fue concedida una gran extensión de tierra sobre el canal del Beagle a 80 kilómetros al oriente de Ushuaia, la Estancia Haberton, donde Lucas Bridges creció en compañía de su familia y de los indios Onas y Yaganes y la que actualmente se puede visitar ya sea llegando por tierra o navegando por el canal del Beagle, una opción interesante es quedarse a dormir para poder escuchar los ruidos de la noche
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y a la mañana siguiente muy “Pingüinera” en la Isla Martillo.
temprano
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visitar
la
E. Lucas Bridges, la Estancia Haberton y la Pingüinera son de nuevo una buena excusa para venir a Ushuaia. …Pero en Ushuaia no hay quesos gruyere, ni escargots, ni vinos de Borgoña; tampoco hay roast beef, ni english tea, ni whisky escocés; mucho menos habrá jerez, ni jamones, ni paella. Entonces, ¿a qué vas a Ushuaia? SIMON RADOWITZKY. Un anarquista ucraniano sentenciado a cadena perpetua en el presidio de Ushuaia por haber asesinado al fascista Lorenzo Falcón jefe de la policía de Buenos Aires en una revuelta. Después de 25 años de trabajos forzados logro escapar del penal de Ushuaia llegando a España donde se incorpora al bando republicano formando parte de las “Brigadas Internacionales” para finalmente terminar su vida en México. En sí lo interesante no es el recluso, sino el ver como el penal de Ushuaia se funda con la intención de colonizar esta ultima porción del territorio argentino y que la única manera era la de enviar a los indeseables a vivir su cadena perpetua. Con la construcción de la cárcel llegan una gran cantidad de personas a trabajar en ella haciendo que Ushuaia creciera día a día. El penal funciona desde 1902 hasta 1947 cuando el presidente Perón lo cierra definitivamente y se le entrega a la base naval argentina. Ahora está convertido en museo donde se puede conocer la historia de Ushuaia, de los Yaganes y de los Selk´ams, de las misiones anglicanas y la de la familia Bridges. También encontramos la historia de la navegación por el Canal del Beagle, el Estrecho de Magallanes y el Cabo de Hornos. Finalmente en uno de los jardines se encuentra una replica del antiguo faro del “Fin del Mundo” el de la novela de Jules Verne. Simón Radowitzky y el Presidio es una buena excusa para venir a Ushuaia.
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…Pero en Ushuaia no hay Rockefeller´s, no hay Rotschild´s, ni tampoco Amancios, no hay reinas ni príncipes ni reyes, no hay Lamborghinis ni Ferraris ni Mercedes, no hay Jet-set ni fanfarrones ni aduladores. Entonces, ¿a qué vas a Ushuaia? CAPITAN MORENO, Italiano, apasionado de la vela que queriendo dar la vuelta al mundo en su velero “Fortuna” se topó en Ushuaia con una hermosa mujer argentina y hubo que echar amarras en puerto, así que si tienes suerte y logras contactarlo podrás recorrer en su velero los imponentes ventisqueros y que si andas un poco más aventurado, trates de lograr doblar el infame Cabo de Hornos eso después de navegar por el archipiélago de las islas Wollaston y de la Bahía Nassau, podrás también conocer Puerto Toro, acercarte a los barcos pesqueros con sus bodegas llenas de centolla e imaginarte como si fueras el joven Darwin a bordo de la fragata “Beagle” al ir navegando lentamente por las aguas del canal admirando los picos nevados de “Los Dientes de Navarino”. Capitán Moreno y el velero Fortuna claro que son una buena excusa para visitar Ushuaia. …Pero en Ushuaia hay montañas infinitas, hay mares extensos y cielos maravillosos, en Ushuaia hay bosques envejecidos, glaciares azules y nieves perpetuas, En Ushuaia hay todo esto pero lo más fascinante es que en Ushuaia existe todavía una parte de la naturaleza tal y como debió de haber sido el planeta Tierra antes de que el Homo “Pensante” tomara el control. Entonces, ¿a qué vas a Ushuaia?. Ushuaia, República de Argentina, primavera austral, 2015
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Saigón Ruth Escamilla Monroy Siempre hay más de una versión de las cosas. La mía sobre Saigón era la de Marguerite Duras, la del deseo y la despedida. Su voz, sus palabras, con el ritmo del aire, de la lluvia, con pausas, con las regresiones a que obliga el recuerdo. Ese río que concibe inmenso, ese aroma de las calles, el calor insoportable y la lluvia persistente. Persianas y el ruido de la ciudad que se cuela en la intimidad del encuentro entre los amantes. Así era Saigón en mi mente. Con las palabras del libro crucé el cielo desde Pekín hasta Ciudad Ho Chi Minh. La calma tras la turbulencia fue escuchar con mis auriculares a Tchaikovsky, Bethoveen y Ravel, mientras contemplaba las luces y las sombras de la noche ¿acaso era el río o eran las siembras y árboles que circundan la ciudad? No lo sé, pero los senderos de focos me llamaban tanto como la oscuridad. Al fondo del cielo iluminaba la tormenta. Amenazaba, pero no llegó, solo el calor espeso al salir del aeropuerto. Viajar por la ciudad de noche, era Vietnam, pero no se parecía a Hanoi. Por la mañana, esperar el autobús en la avenida surcada por incontables motos. Era temprano pero el sol ya llevaba varias horas sobre el cielo. La ruta por la carretera, la sorpresa de ver tumbas entre los cultivos. ¿Qué será ir a la labor y reencontrarse cada día con el recuerdo del padre, de la madre, del hijo que se adelanta, de la esposa, del hombre que fue? ¿Qué dirá la comunidad cuando en unas tierras ve una sola tumba, tres en otra o seis? En Saigón no hay tierra, dijo el guía, ahí la cremación lo resuelve, pero en el campo, los muertos se quedan ahí en su tierra sepultados. Fue extraño pensar en la muerte, en un lugar que ofrece tanta vida. Paradores de artesanías, frutas, café, palmeras, caminos de barro. Llegar al río, extasiarse. Los botes de madera se mecían y se tocaban, suaves o violentos, a su ritmo. El Mekong arrastra y deja vida desde las alturas del Tíbet hasta
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entregarse al mar. Hay incontables labores en sus orillas. Es café, tibio, su lodo parece el que vio nacer al hombre. Hay frutas, cantos, miel, serpientes, ¿no era así el Paraíso? Hamacas bajo la sombra. Como para quedarse. Imposible no pensar en el ruido del barco, en la baranda del transbordador, en el chino del norte, en los zapatos de baile de la niña sin nombre. “Ese río”, así lo dice la novela. Dejarse mecer. Luego, la vuelta a la ciudad y la piel cubierta de agua, de sudor que corre, pero hay tanto en las calles, la prisa de las motos, los conductores que viajan, comen, descansan, conversan, duermen ahí en el asiento. Los que llevan gente, jaulas, cajas, lo más inverosímil en un transporte tan pequeño. El desparpajo de calcetines y sandalias, una despreocupación que cautiva. Y la belleza también en otras formas, las de lo viejo que resiste al clima y al tiempo. Lo moderno de cristal que crece hacia el cielo y lo francés, los balcones redondos de hace cien años, el puente de metal, la oficina de correos, la calle de los libros, el café negro intenso, lo dulce y amargo del té. Cae la tarde y los obreros toman sus alimentos en la acera, frente a la obra. Cascos y uniformes, hombres en sillas bajas, sonríen, disfrutan. Se hace de noche y el río Saigón vuelve a la vida, en sus orillas la gente lo contempla sentada en el suelo, cenando alguna delicia callejera. Navegan botes con música y con fiesta. Hay gente en todos lados, bajo el puente, sobre el puente, navegando, caminando y hay quienes van a la explanada, ante la mirada de bronce de Ho Chi Minh. Los niños persiguen burbujas que vuelan, corren o patinan. Dondequiera hay vida. Las terrazas y los bistrós se llenan de parejas y de amigos. Voces. Es noche y el calor no desaparece, tampoco invita a dormir. Muy temprano la luz nace, la vida no para. El rumor de motos persiste. Caminar, salir antes de que el sol obligue a cambiar los planes. La historia milenaria en el Museo de Historia, piedras vueltas herramienta, con la ayuda de otra piedra. Tambores y cuchillos, guerra. Pendientes y pulseras de jade, belleza. Shiva que abraza a su esposa sentada en su pierna y
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los más antiguos budas de madera, preservados por el Mekong, la invasión mongola, la presencia China, la separación, la guerra, la reunificación. La calma del mediodía, el silencio. Los amantes en el barrio chino. Contra la inmediatez de la comunicación a través de la tecnología, la escritura a mano persiste y cientos de personas se toman su tiempo para mandar saludos, besos, abrazos, cariño desde la Oficina Central de Correos. Por la calle, las novias lucen sus vestidos blancos frente a Notre Dame. Siempre hay más de una versión de las cosas. También está la de los artistas, los pintores y escultores del Museo de Bellas Artes. Acuarela sobre seda, laca sobre madera, piedra que cuenta sobre los hogares rotos, sobre los hijos muertos, sobre las mujeres en batalla, sobre los niños armados. Un tríptico, la madre anciana con el campo vacío tras ella. Al centro, una mujer y un soldado en el abrazo de la despedida. Luego, una mujer que llora ante un campo de tumbas. Un recuerdo de 1968, un padre con su hijo en brazos y las manchas de óleo aplicadas con furia por el lienzo. Volver a la calle, sentir el bullicio del mercado Ben Thanh. Aromas y texturas, sabores. Hay de todo, para el que vive y para el que visita. Seguir andando. Contemplar los edificios afrancesados de la novela, los parques para intercambiar miradas, palabras, besos. La noche cae en un bote con las luces de Saigón al frente. Dejarse mecer por el río. Dejarse tocar. La lluvia, tibia como un cuerpo. El inmenso deseo de quedarse. El deseo crece con lo que no se tiene. En ese libro se sabe. Esta ciudad encanta, se queda. Se fueron conmigo las palabras de la novela. El aroma de Saigón, su humedad y su calor permanecen.
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Los tambores de Aruba Andoni Aldasoro La leyenda dice que cuando llegó la noticia del fin de la Segunda Guerra Mundial, por ahí de 1945, un grupo de vecinos tomó las calles de Lago Heights, en la parte sur de Aruba, cerca de la refinería, en una especie de desfile improvisado. Se dice que en la isla había pocos instrumentos musicales disponibles, al menos para las clases trabajadoras; así que tomaron cualquier cosa que estuviera a la mano que sirviera para hacer ruido. La mayoría de los habitantes de la isla en ese entonces eran descendientes de esclavos provenientes de África, y tenían un gusto marcado por las percusiones. Unos tomaron ruedas de coches; otros, viejas ollas de cocina; sólo uno de ellos, el único del grupo que no era arubeño, sacó algo parecido a un instrumento. El rumbo que tomó la escandalosa turba es incierto, quizá se enfilaron hacia Baby Beach, o al área de San Nicolás, al Charlie’s Bar, famoso en aquella época; o tal vez sólo se trataba de armar alboroto y dieron vueltas a la misma calle. Lo que sí se sabe es que el extranjero que se unió al grupo provenía de Trinidad, y que se llamaba Leonard Turner. El instrumento, que tampoco se trataba de un instrumento formal, era la tapa de un barril de aceite que, después de ser deformada, emitía sonidos peculiares, armónicos. De no ser por el trinitario, aquella noche se habría olvidado; pasó todo lo contrario, en ese momento se empezó a escribir uno de los capítulos más importantes de la historia musical de Aruba. A la postre, Turner sería conocido como Shoo-Shoo Baby, y la tapa de barril, como steel drum o tambor de metal. Setenta y dos años después. El sol da con todo; el clima del Caribe no es el mismo que el clima de aquí. El viento, que sopla sin encontrar obstáculo a su paso, agita sin descanso una bandera azul con franjas amarillas y estrella roja. Los árboles de la isla, por la misma razón, están eternamente inclinados hacia un lado, todos hacia el mismo. La localización geográfica exenta a Aruba de los catastróficos fenómenos naturales que amenazan de
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manera constante al resto de las islas de la región. Hace mucho calor, sí, pero el viento se encarga de hacer la estancia más soportable. One Happy Island, así nombraron los lugareños a ésta, su casa: una isla feliz. Aruba, al sur del Mar Caribe y a 25 kilómetros de las costas de Venezuela, es un país autónomo perteneciente ahora, junto con las otras islas Curazao y Sint Marteen, al Reino de los Países Bajos. La isla es muy pequeña, mide apenas 179 kilómetros cuadrados (para hacernos de una idea más cabal bastará decir que en la Comunidad de Madrid caben 44 Arubas). En un día ajetreado se podría recorrer todo el país en dos horas. El Aeropuerto Internacional Reina Beatriz, situado casi a la mitad, divide la zona turística y hotelera, al norte; de las colonias más reales, al sur. Oranjestad, su capital, en encuentra en la mitad norte. La influencia neerlandesa es evidente no sólo en la arquitectura; sino también en el idioma, que junto con el papiamento, son las dos lenguas oficiales. El papiamento, un dialecto amerindio que se habla en Curazao, Bonaire y Aruba, es una mezcla de castellano, portugués y varias lenguas africanas. Aunque en 2003 haya sido declarado como el idioma oficial de la isla, en las escuelas primarias también se enseña el neerlandés. Los visitantes hispanoparlantes no encontrarán problema para comunicarse, su cercanía con Venezuela y el resto de Sudamérica hacen indispensable que todos o casi todos lo puedan utilizar. El ambiente en la isla es tranquilo y agradable; la gente: amistosa y despreocupada. En verdad el visitante se sentirá en una lugar feliz, sin embargo esto no siempre fue así. Una isla musical. Aruba, como todos los demás países de las Antillas y el Caribe, está asociado con la música y el baile, manifestaciones ambas que se han distinguido por sus ritmos trepidantes, alegres e hipnóticos. Los vestigios arqueológicos encontrados en la isla muestran que los amerindios tenían una arraigada cultura musical, destacándose especialmente en los instrumentos hechos con madera. Con la llegada de los
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colonizadores españoles, arribaron los esclavos africanos, y con éstos, una manera de hacer música que enriqueció a la ya existente, dotándola de una estructura más acelerada, más vertiginosa. En el hervidero cultural y social que suponían las colonias europeas en el continente americano, con la constante mezcla racial, la llegada de esclavos, la desigualdad, y las consecuentes amenazas de rebelión; la autoridades británicas, durante una breve ocupación a Trinidad en el siglo XIX, prohibieron el uso de los tambores, pues, según ellos, animaban los instintos primitivos en las personas. Esta resolución funcionó a medias pues la gente empezó a fabricar sus propios instrumentos con cualquier objeto que estuviera a su alrededor, uno de estos fueron las tapas de los viejos barriles de metal. Era el año 1924 cuando se inauguró la Refinería Lago en Aruba, y los trabajadores que llegaron para trabajar en esta compañía eran originarios de varios países, principalmente de Trinidad. Con un bagaje cultural diferente a cuestas, los trinitarios aportaron a su nuevo hogar un elemento crucial para su desarrollo musical. Aquí es cuando entra en escena Leonard Turner. Hasta pronto, baby. Siendo un músico respetado en su natal Trinidad, Leonard Turner desembarcó en Aruba para trabajar en la recién inaugurada refinería. Pronto descubrió que la oferta de entretenimiento del lugar era más bien escasa, así que no tardó en reclutar a varios jóvenes a quienes les enseñó el sonido que unas piezas cóncavas de metal podían producir. Así surgió la primera steelband en la isla: Shoo-Shoo Baby y los Aruba All Star Boys. El grupo comenzó tocando variaciones de samba, de rumba, y de cualquier otro estilo de música que estuviera en boga. Lo fácil de asimilar del ritmo convirtió a este instrumento, parecido al vibráfono y a la marimba, una popularidad inmediata. No sólo se formaron más grupos, sino que algunos de ellos llegaron a sumar hasta cuarenta integrantes. Por cierto, le llamaban Shoo-Shoo Baby
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porque cada vez que el trinitario abordaba un barco que lo alejaría de su tierra, las personas que lo despedían le gritaban “Shoo shoo, baby”, una manera cariñosa de despedirse de él. Para los años 60 se organizó la primera competencia de steel drum, en la cual ocho grupos buscaban, a golpe de metal, el primer premio. Los ganadores fueron los Aruba Invaders. De ahí en adelante, los tambores de metal eran el invitado de honor en todos los desfiles y carnavales celebrados en la isla. Tristemente, en las calles de Lago Heights, y de todo San Nicolás, que en otra época sirvieran de vibrantes salas de concierto, hoy permanecen en silencio. Pareciera que el incesante viento que peina la isla se hubiera llevado muy lejos las notas de los tambores de metal, tan lejos que resulta imposible escuchar su eco. Como un volcán que de golpe se vio apagado. Cuando la refinería Lago se renovó, automatizando muchos de sus procesos, un gran número de trabajadores tuvieron que abandonar la isla. Así muchos de los músicos más respetables se vieron obligados a buscarse la vida en otro lugar. Eventualmente, el espacio que dejaron los tambores de metal lo ocuparon las bandas de alientos, tanto en los desfiles como en el gusto de la gente. Actualmente, salvo unas contadas excepciones, sólo es posible escuchar este instrumento amenizando eventos sociales, como bodas o fiestas privadas. Los pocos grupos musicales que quedan han tenido que adoptar otros instrumentos, otros estilos quizá más populares. Sin embargo, hay gente que tiene el propósito de revivir aquél armónico escándalo, de atizar el fuego que yace en el centro del volcán, animándolo a volver a hacer erupción. Porque hay pocos sonidos que nos puedan remitir inequívocamente a una región del mundo; uno de ellos es el tambor de metal. Basta pues apenas reconocer los sonidos que una placa cóncava de metal percutida produce para situarnos en un Caribe hecho a base de recuerdos, de fantasías y de deseos.
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Paella para todos Raquel Rodríguez Pérez Asomada a esta ventana, observando las flores, oyendo el aleteo de palomas y sintiendo pasos a lo largo del pasillo, me doy cuenta del viaje emprendido hace 85 años. Me doy cuenta de que todo está impoluto, todo resuelto, cada cosa en su lugar. ¡Cuánto me alegra verlos acercarse a mi cuarto! No importa si no sé quiénes son. Me saludan. Me hablan. Me prestan atención. Algunos días me hablan de cosas que no entiendo. ¡Temas de la juventud! Creo que incluso me cuentan algo, de vez en cuando, en otro idioma. Me gusta mirar sus caras. Si están cerca observo sus expresiones. Así sé si se comunican desde el cariño, el enfado, la insatisfacción, la alegría… Si se mantienen alejados de mi butaca o de mi cama, no distingo las facciones. Todos los rostros se vuelven sombras. Prefiero no mirarlos demasiado. Me asustan con ese círculo oscuro anulando todos sus rasgos humanos. Yo no digo nada por si se molestan y deciden marcharse. Prefiero la compañía de los seres sin rostro a quedarme largas horas en soledad. No tengo reloj en el cuarto. ¡Y eso que antes nunca me separaba de él! El tiempo era mi prioridad. Todo lo que yo era y hacía estaba vinculado a las fracciones horarias: la costura con plazos cortos de entrega, la comida para todos, la compra, las visitas a la capital para hacer compras de telas o material para coser, las celebraciones familiares y los regalos calculados en las huchas a lo largo de los meses,… Todo en mi vida era tiempo. Ahora está tan perdido como yo. El tiempo se ha desubicado conmigo. Jejejeje… ¡cómo si fuésemos viejos amigos envejeciendo juntos! Se ha desarrollado en mí algo animal: voy al ritmo de la luz solar. Sé que es de día cuando hay sol y que la noche llega
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cuando la luz exterior desaparece. Es el momento de buscar el aliento del sueño. Llamo a mi hijo muchas noches. Necesito que me ayude a salir de mis pesadillas. No recuerdo si aparece siempre o no. Recuerdo que me esfuerzo por gritar para que me escuche y venga. Desde que se marchó mi esposo, él ha estado siempre conmigo. Nos apañamos bien en casa los dos juntos. Cada día baja de su casa mi hija y pasa la mañana a mi lado. Algunas tardes se queda arriba, en el ático, porque está exhausta de tanto trabajo familiar y se tumba. Si no baja a estar conmigo, me llama por teléfono. Es una gran ventaja vivir en el mismo portal a tan sólo cinco plantas de distancia. Nos separan las alturas. Si puedo, algún día, en fin de semana, subo yo a su casa para estar con ellos, con mi yerno, que me trata como si fuera su madre aunque me llame de usted, por respeto; con mis nietos, de los cuales, ya han creado sus vidas independientes las dos mayores, y aún viven con sus padres los dos más pequeños; y con mi hija, con quien comparto labores del hogar, porque no sé estar parada y así, ayudándola, me siento útil. ¡Si me quedo quieta me llevan los demonios! Mis manos nunca han dejado de trabajar desde los once años. Antes ya ayudaba a mi madre en el cuidado de la casa y de la familia. ¡Galerías Preciado! ¡Qué recuerdos de entonces! ¡Quién puede advertirte de cómo corre la vida por delante de ti y hacia dónde te dirige! Tengo una gran familia. Grande en muchos sentidos. Es numerosa. Fueron cuatro hijos. Dos de ellos, el segundo y el cuarto, ya con más de 40 tacos cada uno, siguen solteros. Los mayores, el primogénito y la niña, formaron una familia tempranamente. Los dos han mantenido a sus cónyuges durante todos los altos y bajos que la vida les ha puesto frente a ellos. Los dos han sido padres. Tengo seis nietos. Ellos llenaron de colores nuestras vidas hace ya más de dos décadas. Los niños siempre acercan la alegría a los hogares por muy duras que sean las circunstancias. Mi marido y yo hicimos todo lo que pudimos por que todos salieran hacia
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delante. A menudo estábamos en desacuerdo. Sobre nuestros hijos y darle apoyo nunca dudamos ni nos enfrentamos los dos. Era nuestro cometido y nuestra responsabilidad. Vivimos tiempos muy difíciles para todos. No quiero hacer memoria de las etapas más angustiosas. Me cuesta mucho superar la pena si logro acordarme de algún incidente vivido. Él ya no está. Se fue hace mucho. Tanto que no puedo enumerar los años con atino. He envejecido sola. Se marchó dejando demasiadas cosas pendientes. ¡Dios habrá perdonado todas sus faltas y estará acogido en su regazo! Lo encontraré cuando yo parta. Estoy segura. Ya no estoy enfadada con él por haberse ido tan pronto. Ahora tengo ganas de estrecharlo entre mis brazos o de que él me devuelva uno de sus brutos achuchones. ¡Seguro que sigue siendo igual de alto! - ¡Jaime, Jaime!- llamo a mi hijo porque quiero levantarme para ir a la cocina; no consigo impulsarme. ¿Qué porras tengo aquí en la cintura que no me deja moverme con soltura?- ¡Jaime, Jaime!- ¡no se entera! ¿Qué estará haciendo? A lo mejor ha salido y no me he dado cuenta. Volveré a intentarlo- ¡Jaime, Jaime… Jaimeeee…!- ¡nada! ¡Está sordo como una tapia! Voy a intentar poner de pie… ¡No hay manera! ¡Buffff! ¡Pero qué flojita estoy! ¡No soporto estar así! ¡Qué agobio! ¿Por qué no estoy tumbada en la cama? ¿Cuándo me ha puesto aquí? ¡Qué incómoda!- ¡Jaime, Jaime, Jaime!- ¡una sombra! ¡Ha pasado por la puerta! Esto me molesta. ¿Qué es? Lo toco con la mano pero no consigo verlo… Me hace daño en la cintura… Parece de plástico. ¿Cuándo me he puesto esto? No sé… ¡Qué día tan soleado! Cuando venga mi hija Paula le diré que vayamos a dar un paseo. ¡Nuestras escapadas! ¡Me divierten tanto! Los maridos se creen que vamos a hacer recados. Aprovechamos para hacer alguno que nos sirva de tapadera. En realidad damos largos paseos y nos sentamos en alguna terracita a tomarnos una horchata fresquita en verano o un chocolate con churros, si ya hace frío. Le voy a decir a Paula que hoy nos vayamos por Ibiza. Tengo que dejarlo todo listo en casa. No sé si tengo que poner una lavadora o no.
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- ¡Jaime, Jaime!- ¡no me responde! Cuando venga a la habitación le voy a preguntar si él ha puesto ya la lavadora. Tengo que buscar el trajecito que bordé para la niña. No sé dónde lo he dejado. ¿Y la niña? ¿Quién se la quedó?… La llevaba en brazos y la dejé en la escalera… pero… ¿luego? ¡Ay, no sé! Los días como hoy me devuelven a la infancia, cuando jugaba por las calles madrileñas, aún sin apenas tránsito. Soy del 31… ¡Demasiadas transformaciones en menos de un siglo! ¿Dónde estará la niña? Me preocupa que nadie haya ido a buscarla y siga solita en la escalera. Ha venido mi madre varias veces a cuidar de mí. No sé por qué. ¿Quién la habrá llamado? Me he encontrado mal algunos días. Se me viene a la cabeza la imagen de enfermeras y médicos. Debí de estar hospitalizada por algo. No me pasó nada. Mi madre estaba todo el tiempo pendiente de que me pusiera mejor. Cuando venga Paula, mi hija, le voy a preguntar si ella sabe por qué estuve en el hospital. Nos vamos a ir a dar un paseo. Tengo la ropa preparada para salir en el armario de la habitación grande. El bolso lo he dejado en la entrada. No sé dónde he guardado el dinero. Paula me ayudará a buscarlo porque sino no podré invitarla a merendar. - ¡Hola! ¿Puedes llamar a Jaime? Lo estoy esperandoes un señor que ha pasado por delante de la habitación. Ni caso. No me ha hecho caso. ¡Qué maleducado! ¿De dónde viene ese hombre? No sé. Tal vez ha venido a visitar a mi marido. ¡Qué raro!- ¡Jaime, Jaime, Jaime!- ¡este hijo mío! A veces se encierra en su cuarto a pintar con su música y no se entera. - ¡Hola, hija! ¡Qué ganas de verte! - Hola, mami… Ya sabes que tardo un poquito con el autobús
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- ¿Qué autobús? - ¿Qué autobús, mamita? ¡Pues el que cojo desde mi casa hasta aquí! - Pues vale- a veces no sé si Paula me toma el pelo y me gasta bromas que no entiendo. ¿Qué autobús tiene que coger del quinto a la planta baja? - ¿Cómo te encuentras, mami? - Bien. - ¿Has desayunado? - No sé- ¿he desayuno? Ni me acuerdo. ¡Qué despiste! - Te he traído una cosita. - ¡Chocolate! ¡Qué rico!- Paula siempre sabe cómo complacerme. - ¿Quieres una onzita? - Después para la merienda. - Vale, mamá pero todavía son las 12 de la mañana. Tienen que traerte de comer. - ¿Quién? - ¿Cómo que quién? Pues las auxiliares. - Aahhh- no tengo ganas de hablar. Paula me dice cosas que no entiendo. Me cuesta mucho rebatir lo que me explica. - Mami, ¿qué tal has pasado la noche?
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- Jaime… no viene… ¿dónde está? - Trabajando, mamá, ya lo sabes. -¡Ah sí, es verdad! Está contento… - Sí, lo está. - ¿Sabes que he pensado? - Dime, mamá, ¿qué has pensado? - Que vamos a bajar a comprar y preparamos una paellita para todos. - ¡Pero mamá, qué dices! ¿Dónde estamos bonita? - Ummmm- ¡en mi cuarto pero éste es más blanco! No sé… me cuesta reconocerlo… No sé… - Estamos en la residencia, donde has venido para que te atiendan mejor. Yo vengo cada día a verte. ¿Recuerdas? - ¡Aaah, sí! Ésta es mi habitación…- ¡qué bonita es! Todo está tan limpio y bien colocado.- Entonces Jaime no está aquí. - No, mamita. - Vale… claro… ¡dónde tengo la cabeza! Yo estoy… un poquito turuleta… ¿eh? - Sí, mamita, un poquito loquita… jejejejeje. - Paula, ¿mirarás una cosa? - ¿Qué quieres que mire, mamá? - No sé dónde…
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- ¿Dónde qué, mami? - Dónde está la niña… la dejé en la escalera y no sé dónde está… - ¡Mamiiiii! Bueno… seguro que la recogió su padre y se la llevo a casa… - ¿Crees? - Sí, mami. Estate tranquila. La niña está bien. - ¿Tú la has visto hoy? - No. No la he podido ver. - ¿Irás a verla para decirme que está bien? - Claro, mamá. - Paula, ¿por qué tienes esa carita triste? Acércate más que sino no te veo bien. ¿Ha pasado algo? - No, mami. Todo está bien. - ¡Pues venga, vamos a preparar una paellita para que todos vengan a comer! - Mamita, no estamos en casa. ¿Dónde estás? - ¡Uy! Ummmm… no sé, Paula. - Sospecho que se me está yendo la cabeza. Es como un viaje hacia ninguna parte. La memoria me falla. No me doy cuenta de las cosas que digo. Paula me graba en vídeo para que pueda verme incoherente o molesta, en los momentos de lucidez en que puedo aceptar lo que me está pasando. ¡Qué extraño destino nos aguarda a algunos seres humanos! Viajo a través del tiempo. Puedo estar en mi casa de la infancia o en la que ha sido mi casa hasta hace muy
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poco. Sin embargo la realidad es que ya no estoy en ningún lugar y en todos a la vez. ¿Cómo explicarlo? No puedo. Me faltan las palabras y las fuerzas. Antes de partir, prepararé una gran paella para todos. Así se acordarán de mí siempre.
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Canto a París Carmen Nelly Rodríguez Franco- Uruguay Hoy desperté con la desazón de tu ausencia y la calidez de tu recuerdo. Con ganas de amanecer en ti. Acurrucada en tus rincones; embriagada por tu idioma dulce y sensual. Hoy, desperté con tu esencia como un río inundando el universo de mi piel. Quiero encontrar el antídoto capaz de saciar esta sed de ti. Te canto, París, en el graznido de los cuervos; de Baudelaire, en los oscuros versos. Quiero sentir tu lluvia en un octubre. La misma de aquel día, cuando por primera vez abrí los ojos en ti. ¡Cómo quisiera recorrer la calle de Sant Sulpice rumbo a la Iglesia! La que el Código da Vinci colma de símbolos. Volver a oír el órgano estremeciendo el ambiente. Quiero cantarte, París, a dúo con la Piaf: “No, no me arrepiento de nada”. En cada niña veo a Cosette escapándole a la maldad de Madame Thenardier. En cada hombre, pasa Jean Valjean, huyendo. En cada suspiro, muero la muerte de Fantine, de la mano de Víctor Hugo. Navegando por el Sena te canta mi corazón, con la mirada prendida a los caballos dorados, los querubines y los candelabros negros del Puente de Alejandro III; atrapada por las trescientas máscaras del Puente Nuevo; emocionada por los amores obligados a ser eternos en los candados del Pont des Arts. Percibo el golpe seco de la guillotina cayendo sobre el cuello de María Antonieta en la Plaza de la Concorde. Me
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estremezco. Santa Genoveva, patrona de París, me alivia al cruzar el puente de La Tournelle. A través del techo vidriado del barco, las torres de Notre Dame buscan majestuosas el cielo. Quisiera besar de nuevo sus góticas paredes; entrar por el Portal del Juicio Final para recibir mi veredicto. Cae la noche; la ciudad se viste de luces. A la Tour Eiffel acuden miles de luciérnagas y besan su cuerpo con una pasión desenfrenada. El Sena es un lienzo brillante y colorido que tiembla atravesándote. Llegamos tarde a la buhardilla en el barrio latino. Sellamos con champagne nuestra primera noche. Contemplo los techos por la pequeña ventana. Todo París duerme. La luna lo baña de una fantasmagórica luz nacarada. Los sueños se elevan como volutas de humo y se dispersan lentamente. Amanece. Un velo de tules grises cubre la ciudad. Quieto y lóbrego nos recibe un Café típico. El olor a café y a croissant caliente nos alegra los sentidos. Miro el péndulo del antiguo reloj de pared; me hipnotiza. Una especie de opio me invade y mi contemplación se vuelve torpe, como fuera del tiempo y del espacio. Quiero hacer mías las empedradas callejas de Montmartre; las notas desgranadas por un viejo organillo; el llanto de un bandoneón. Montmartre huele a romance, a noches de bohemia. Espero inmóvil que un pintor acabe mi retrato. Sobre el cielo la magnífica cúpula blanca del Sacre Coeur pone la nota de recogimiento. Desfile de seres queridos por la mente. Una vela encendida; la firma en el libro de visitas. Por un momento olvidamos la lujuria sugerida por el Moulin Rouge que recién visitamos.
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París huele a libros, a pintura, a arte. El viento trae olor a tabaco, me envuelve en una atmósfera encantada. El timbre de una bicicleta me sobresalta. Corro alrededor de la pirámide del Louvre. Me abro paso entre cientos de turistas para ver la Mona Lisa. Me sorprende su tamaño. Descubro que es su enigmática sonrisa la que la agiganta. Los cuervos nos rodean picoteando migas en los Jardines de las Tullerías. Te canto, París. En los versos amorosos de Safo reclinada en el Museo de Orsay. En el tic-tac del reloj de vidrio tras el que observo el Sena y al que le busco los engranajes, desesperada por detener el tiempo. En el Museo de L`Orangerie saco uno de los nenúfares del cuadro de Monet. El agua escurre por mi mano y cae mojando el suelo. La Virgen nos recibe en la portada de la Capilla inferior de la Sainte-Chapelle. Los ángeles de las arquerías bajan hasta mí. La divinidad nos envía su luz a través de los hermosos vitrales. Tras la visita a los Jardines de Luxemburgo retornamos a la buhardilla, cada uno inmerso en su pensamiento, quizá agradeciendo la concreción de un sueño. Te canto, París. Por soñar bajo tu cielo. Por delirar contigo. Por respirar tu aliento. Me enceguece la resplandeciente Galería de los espejos de Versalles. Aunque veo mi imagen reflejada mil veces, no creo estar allí. Por los lujosos pasillos se acerca el roce de sedas del vestido de María Antonieta.
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Salimos temprano hacia el Valle del Loira. Llueve. El trayecto es edénico. La vera del camino es un manto continuo de flores. Mi canto se levanta silente sobre las torres de tus castillos; sobre las ramas ocres de tu otoño; sobre las flores aún adormiladas del pueblo, en el que, dicen, alguna vez soñó Leonardo. Bajo la lluvia, recorremos el Castillo de Cheverny. Los tilos, los cedros y los naranjos de sus parques y los ladridos de los perros de la montería, te sumen en la alucinación de un lugar detenido en el pasado. En el Castillo de Chenonceau conviven en absoluta armonía, los jardines de Catalina de Médicis y de Diane de Poitiers. Es la última noche. Oigo la voz de Gilbert Becaud cantando: “Au revoir”. Quiero cantar por ti, París. Pero no me salen las palabras. Me desespero. Una mudez pesada me atenaza la garganta. Hoy, con la cara mojada por un nenúfar que amaneció en mi almohada, desperté añorándote, París.
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Las casas de Pablo Jorge Varela Martínez Negrete Al sur de Algarrobo la costa se vuelve agreste. Las olas del mar rompen contra los acantilados levantando una espuma tan blanca como las nubes. La brisa lo empapa todo y el aire se inunda con aroma a sal. Entre los riscos hay pequeños playones y en ellos aparecen dispersas algunas casas de madera que sin ninguna pretensión sirven de escondite para los amantes que han venido a escribir las letras de su pasión. Aquí en Isla Negra, Pablo y yo hemos encontrado nuestra guarida, nuestro refugió. Lo que fue un chalet de fin de semana lo hemos convertido en nuestra goleta de tres palos para llenarla de cosas de mar; de mujeres desnudas que alguna vez se mostraban orgullosas en la proa de un barco, de timones y de brújulas que sirven para marcar el rumbo, aquí Pablo y yo encontramos la soledad necesaria para amarnos y finalmente para olvidarnos. Nunca fui la primera ni tampoco seré la última, eso lo se bien. En la vida de un poeta es necesario que haya amores pero es mucha mas preciso que haya desamores, sin estos últimos, la pasión nunca surgirá para ocupar su lugar en las letras. Cuando le conocí el tenía treinta años y yo cincuenta. Ocurrió en el Madrid de la republica, el de Lorca, el de Alberti, pero también lo era el de Maruca su esposa y el de Malva Marina su hija, su adversidad. Aquí yo era la intrusa pero también su iluminación. Con esa manía que tenía Pablo por cambiar los nombres me llamó “La Hormiguita” en lugar de Delia y poco a poco nos fuimos asiendo inseparables. Luego vino la dolorosa guerra civil Española así que dejamos la convulsa Europa para volver a Chile a emular lo que en España había surgido. En consecuencia embarcamos en el “Winnipeg” a cientos de refugiados republicanos que vinieron a Chile a buscar esperanza, luego vino lo que fue quizás nuestra etapa más feliz, México, con su gente, su paisajes agrestes, sus pirámides y por supuesto sus pintores, Orozco, Rivera y
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Kahlo. Vuelta de nuevo a Chile, el poder de ser un senador, la visita a Machu Picchu, el premio Nobel; entonces la señorita Matilde aparece en escena y finalmente viene la desgracia que conlleva la de ser un senador de oposición: El acosamiento de un régimen que lo persigue pero que no le quiere atrapar y así huyendo de sus enemigos Pablo huyo también de mi borrándome de su existencia para siempre. Ahora lo veo todo con más calma, hace quince años que murió el poeta, tenía 69 años, yo aún hoy con mis 104 años le recuerdo mientras pinto con locura mis caballos desbocados cabalgando por los riscos de Isla Negra. Pablo adoraba sus casas quizás aun más que a sus mujeres. Las nombraba, las poseía, las llenaba de recuerdos, de obsesiones, las disfrazaba como si formaran parte de una orgía en donde pequeñas escaleras subían como laberintos hasta los lugares más extraños desde donde escudriñaba como lo haría una princesa en un harem que mira la vida que transcurre en los patios de la alcazaba, así cada salón de las casas de Neruda era el escenario perfecto para presentar escenas de una obra de su amigo Lorca y donde el poeta reunido con sus amigos reía, bailaba y gozaba y entonces, solo entonces: escribía. Así come el Poeta tuvo tres nombres; el de Ricardo, el de Eliecer y el de Neftalí y que finalmente se inventó el suyo propio, el de Pablo, el que todos recuerdan; así también tuvo tres casas; Isla Negra, La Chascona y la Sebastiana pero existe otra más, la que nadie nombra, la clandestina, a esta la llamó “La Michoacana” donde vivimos antes de que fuera conocido pero que con el tiempo y con los amores se le fue olvidando, ahora es la que todos callan. Estas cuatro casas fueron el amor de Pablo, dos de ellas las conocí hasta sus entrañas; “Isla Negra” en donde vivimos arrebatadamente y que Pablo conservó hasta el final y “La Michoacana” la que fue nuestro verdadero hogar, el de la vida diaria, el de la vida común y que Pablo olvidó por completo cuando nos separamos. Las otras dos me estuvieron vedadas.
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Una “La Chascona” el refugió donde se veía a hurtadillas con Matilde y finalmente “La Sebastiana” la mas serena de todas. “ISLA NEGRA”. ¿Puede la poesía servir a nuestros semejantes? ¿Puede acompañar las luchas de los hombres? Ya había caminado bastante por el terreno de lo irracional y de lo negativo. Debía detenerme y buscar el camino del humanismo, desterrado de la literatura contemporánea, pero enraizado profundamente a las aspiraciones del ser humano. Comencé a trabajar en mi Canto General. Para esto necesitaba un sitio de trabajo. Encontré una casa de piedra frente al océano en un lugar desconocido para todo el mundo, llamado Isla Negra. (Confieso que he vivido. Pablo Neruda). Así Pablo sin dinero alguno compró este escondite gracias a un adelanto que recibió por los editores de lo que sería su Canto General y se dedicó en tiempo completo a escribir. Isla Negra se encuentra a unos 90 minutos al oeste de Santiago por carretera y a una hora aproximadamente al sur de Valparaíso. A este litoral se le ha llamado la costa de los poetas ya que aquí encontraron su refugio además de Neruda, Vicente Huidobro en la cercana Cartagena y Nicanor Parra quedando en medio de los dos rivales en el poblado de las Cruces. El pequeño pueblo de Isla Negra (nombrado así por Neruda) se ha mantenido hasta la fecha con un bajo perfil, así siempre lo quiso Pablo y por eso sus calles son de tierra y sin faroles que las iluminen, haciendo muy agradable el caminar por ellas mientras van discurriendo entre macizos de viejas araucanas que zumban con el viento. En la costa, los riscos de roca negra forman pequeñas caletas que dan un poco de paz al oleaje enfurecido del océano Pacifico levantando la brisa marina que cubre la costa con su humedad. En el pueblo hay al día de hoy algunas pequeñas casas de madera y lamina de zinc que dan posada al visitante otras mas
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funcionan como merenderos eso si casi todo con nombres alusivos al poeta Neruda se decidió a buscar ese sitio que tanto buscaba, así que en el invierno de 1938 alquiló unas remudas y se dedico a recorrer la costa hasta encontrar una pequeña cabaña junto al mar que había construido un marino de origen español llamada Eladio Sobrino. Después de cerrar el trato y de hacer las adecuaciones mínimas para vivir se traslado a Isla Negra para transformarse en una especie de monje de clausura y dedicarse de tiempo completo a escribir su obra. Se levantaba antes del amanecer y si el tiempo lo permitía salía por unos momentos a aspirar la brisa del mar. Cubierto con un poncho andino, su clásica boina y su infaltable bastón se sentaba en una roca cerca de las rompientes y veía como la espuma blanca se elevaba entre los rayos de luz del sol naciente, regresaba y con una taza de café comenzaba a escribir, desayunaba algo ligero y terminaba sus escritos poco antes del mediodía. Después de comer y de una breve siesta recibía a sus amigos Homero Arce y Laura Arrué la que había sido una de las primeras novias de Pablo. Leía sus líneas escritas y las comentaba con Homero que era su mayor confidente. En los fines de semana todo cambiaba, Isla Negra se preparaba para recibir a gran cantidad de amigos que llenaban la casa haciendo que las fiestas fueran memorables. Isla Negra fue creciendo poco a poco hasta que en 1943 volvimos ya como marido y mujer y le pudimos dedicar más tiempo a la casa. Se fueron añadiendo salones, se reconstruyo el antiguo torreón que se coronó con una veleta que diseño Pablo que es un pescado entre dos círculos, se añadió un puente de madera que cruza por el living, una arcada de piedra con un caballito de mar y así con la imaginación desbordada la casa crecía cada día. Cuando estábamos en Valparaíso Pablo salía en busca de sus tesoros buscando con los anticuarios especializados en las cosas de mar y encargaba sus mascarones de proa, globos terráqueos, y todo eso que le pudiera interesar, era un coleccionista empedernido guardando en sus salones una
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importante colección de conchas y caracoles. La casa poco a poco se fue volviendo un museo con agradables jardines y espectaculares acantilados pero lo más grandioso de Isla Negra fue siempre su vista al mar. El furioso mar que se estrella contra las rocas de piedra negra. La costa salvaje de Isla Negra, con el tumultuoso movimiento oceánico, me permitía entregarme con pasión a la empresa de mi nuevo canto. ( Confieso que he vivido. Pablo Neruda) “MICHOACAN DE LOS GUINDOS”s Esta fue la casa donde Pablo y yo recibíamos formalmente a los amigos y también a los políticos y diplomáticos que pasaban a saludarlo. Esta ubicada en el numero 164 de la avenida Lynch en la comuna de la Reina en la Capital Santiago. Es una zona muy bonita con muchos parques y amplias avenidas. La compramos en 1942 e inmediatamente comenzamos a adaptarla a nuestro estilo de vida. Lo primero que hizo Pablo fue nombrarla en honor al estado de Michoacán en México en donde pasamos buenos momentos en compañía del general Lázaro Cárdenas que en ese entonces era el presidente de la republica mexicana. Pablo la acondicionó con salones para la tertulia en donde leía sus poemas, un bar en el que disfrutaba tanto el poder contar sus historias mas intimas a sus amigos, también estaba su biblioteca, su despacho en donde se dedicaba en solitario a escribir y al fondo un gran comedor adornado con una vajilla de Capula Michoacán Por las tardes nos gustaba salir a pasear y si la claridad del día lo permitía podíamos ver hacia el oriente las cumbres nevadas de la cordillera de los Andes, en otras ocasiones caminábamos por la costanera para ver el río Mapocho que atraviesa Santiago con sus aguas blancas que vienen de los deshielos de las montañas, llegábamos al barrio de Lastarria donde marchando por el Parque Forestal teníamos el cuidado de no tropezar con la gran cantidad de parejas de novios que tumbados en el césped llenaban sus cuerpos con caricias de
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amor; irónicamente y sin saberlo yo hasta mucho mas tarde, Pablo junto con Matilde serían ellos mismos parte de este concierto de enamorados. Así Pablo y yo vivimos por poco más de diez años. Íbamos y veníamos a Isla Negra pasando temporadas en cada casa y mientras Pablo escribía yo me dedicaba al grabado y a pintar los caballos que tanto me recordaban mi estancia paterna en la pampa argentina. Para finales de los años cuarenta y siendo ya Senador de la republica Pablo critica fuertemente al presidente González Videla por lo que es perseguido y comenzamos a vivir en la clandestinidad escondiéndonos en casas de amigos en Santiago, después en Valdivia y finalmente cruzando la Cordillera para llegar a Argentina. De ahí la vida ya nada volvió a ser igual, la distancia se interpuso entre nosotros, primero Paris, luego Rusia, después México; el estaba feliz con su vida de fugitivo. Con el tiempo las ausencias de Neruda comenzaron a ser cada vez mas frecuentes, las cartas se prolongan cada vez más y el capitán se instala secretamente en la Isla de Capri tras escuchar embelesado “El Canto de las Sirenas”. En Agosto del 52 vuelve Pablo a Chile, lo espero en nuestro hogar sabiendo que ya no habrá remedió a nuestra situación, Pablo comienza en la clandestinidad a construir otra casa en Santiago para su amiga Matilde y es ahí cuando en 1955 viene ya la separación. Pablo le dona la propiedad de nuestra casa “La Michoacana” al partido comunista y yo me voy a vivir a Paris aunque más tarde volvería para ver morir al poeta y al amante a quien tanto quise. A mi, Delia Del Carril me quisieron borrar de la novela lo mismo que a mi casa La Michoacana de los Guindes pero la historia y el tiempo poco a poco nos van devolviendo a nuestro lugar que merecemos y ahora que todos los involucrados han muerto aparece de nuevo esta casa como si fuera una bastarda llegando al funeral de su padre. Sobre esta casa no hay palabras escritas por el poeta, no hay versos porque hubo mucho amor y el amor duele cuando se
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termina. Pues con esto finalizo. Aquí les dejo. Las historias que vienen ya no las viví yo. “LA CHASCONA” Bueno, que aquí comienza mi parte. Soy Matilde Urrutia nacida en Chillán al sur de Chile relativamente cerca de la región donde nació Pablo lo que quizás hizo que hubiera buenas avenencias entre nosotros ya que las anteriores mujeres del poeta eran extranjeras. Pablo y yo nos conocimos muy cerca de aquí en el Parque Forestal de Santiago, yo tenía 22 años el 42, caminaba del brazo de su mujer cuando nos presento un amigo en común, nos dejamos de ver por algún tiempo, después coincidimos en México y donde ya no hubo marcha atrás, nos volvimos amantes salvajes y nos “perdimos” en la Isla de Capri aprovechando que al “Capitán” lo perseguían por todo el mundo. Al volver a Chile Pablo decidió que ya solo quería vivir conmigo. Y así una tarde de abril de 1953 en que caminábamos por el barrio de Bellavista vimos este solar solitario que rápidamente nos embrujo, Pablo negoció la compra del terreno y comenzó a la brevedad a construir esta casa. La Chascona no es una casa normal. Está diseñada para dos personas que se aman arrebatadamente, sin compromisos. Cuando Pablo pensó en el diseño tuvo el cuidado de que se orientara con vista a la cordillera que tanto le gustaba además de dejar libres los arroyos que bajan cargados de agua por la ladera del cerro de San Cristóbal y que llenan con sonidos de música los muros de la casa. Solo el frente colinda con la ciudad así que por la parte de atrás tenemos un hermoso bosque donde los grillos cantan animando a la luna para que hechice nuestros sueños. Todo comenzó muy despacio y en secreto, “solo el living y un dormitorio” eso era más que suficiente para amarnos a escondidas, en la empinada cuesta fuimos plantando árboles escogidos por nosotros, colocábamos piedras a manera de escalones y poco a poco la Chascona fue creciendo, luego vino una salón adicional donde algunos de los amigos de
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Neruda que sabían de nuestro idilio venían a reunirse con el como era el caso de Diego Rivera, el pintor mexicano que me hizo un retrato con dos caras y donde aparece de manera “clandestina” el perfil de Pablo y que aún hoy cuelga de los muros de estás casa. En el año 1955 y estando el aún casado con Delia a Pablo lo corrieron de su casa, su mujer no aguantó más y una mañana apareció por aquí con sus maletas para mudarse definitivamente a “La Chascona”. Se construyo la cocina, luego un bar y finalmente la fabulosa biblioteca donde Pablo leía sus libros preferidos y escribía sus versos mas tristes de esta noche. La Chascona tiene una fachada muy discreta a la calle Fernando Márquez de la Plata. En la parte alta del solar se levanta el living con su ventanal curvo y su muro de piedra de cerro, sobre el, nuestra habitación, la que cuenta con un balcón que emula la popa de un trasatlántico que pareciera tratar de atracar en el centro de Santiago. Saliendo nuevamente al jardín volvemos a subir una escalinata de piedra para llegar al bar donde recibía a sus amigos y un poco más arriba subiendo por una angosta escalera está su estudió y su biblioteca donde Neruda pasaba largas horas tratando de buscar la palabra indicada para terminar sus versos. Pablo era un viajero empedernido y pasábamos los años viajando por el mundo; nos recibían en embajadas, en residencias de presidentes y por supuesto en las de sus amigos los poetas. De cada viaje traíamos recuerdos que tenían su lugar asignado en algún rincón de nuestros salones. Pablo veía a sus casas como sus amantes y así en 1957 decidió que quería tener una nueva aventura, “La Sebastiana”. LA SEBASTIANA. “Siento el cansancio de Santiago. Quiero hallar en Valparaíso una casita para vivir y estar tranquilo. Tiene que poseer
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algunas condiciones. No puede estar ni muy arriba ni muy abajo. Debe ser solitaria pero no en exceso. Vecinos, ojalá invisibles. No deben verse ni escucharse. Original pero no incomoda. Muy alada pero firme. Ni muy grande ni muy chica. Lejos de todo pero cerca de la movilización. Independiente pero con comercio cerca. Además tiene que ser muy barata. ¿Crees que podré encontrar una casa así en Valparaíso?”(Confieso que he vivido, Pablo Neruda) . Este fue el encargo que hizo Pablo a sus dos amigas porteñas Sara y Marie. Con esta difícil encomienda las amigas se dedicaron a recorrer los cerros de Valparaíso, subían y bajaban en los ascensores; Cerro Concepción, Cerro Alegre, El Peral, Las Mariposas, el de las Monjas, el de los Placeres. Por fin encontraron una finca que había quedado en suspensión en el cerro Florida. Con emoción nos llamaron y a la brevedad nos dirigimos al puerto. Pablo al verla quedo fascinado era justo lo que buscábamos. La casa la había comenzado a construir un rico español llamado Sebastián Collado pero no la pudo terminar. Como era un poco grande la compartimos con Marie Martner y su esposo, y así después de cerrar el trato nos propusimos terminarla. Tardamos tres años en poder habitarla, Pablo la caminaba, subía y bajaba las escaleras, se imaginaba lo que esperaba de cada lugar, levantaba muros y luego los demolía para abrir los vanos de las ventanas con las mejores vistas de la bahía. Un hermoso jardín se fue creando al mismo tiempo que la construcción. Jacarandás, palmeras y magnolias, prados de hortensias, todo florecía con este clima tan agradable. Por fin el 18 de Septiembre de 1961 inauguramos La Sebastiana con una gran fiesta donde vinieron todos los amigos que nos apoyaron en la construcción, Pablo hizo una lista con sus nombres y les regalo un poema escrito por el con el nombre de la casa. A “ LA SEBASTIANA” La casa crece y habla, se sostiene en sus pies,
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tiene ropa colgada de un andamio, y como por el mar la primavera, nadando como náyade marina, besa la arena de Valparaíso. Ya no pensemos más: esta es la casa: Ya todo lo que falta será azul. Lo que ya necesita es florecer. Y eso es trabajo de la primavera. (A “La Sebastiana”, Pablo Neruda). Neruda realmente amaba venir a Valparaíso. Aquí no existía el pasado de sus otras casas, aquí todo era futuro. Llegábamos y lo primero que hacía era abrir las ventanas de par en par para que la brisa del mar inundara las habitaciones. La luz diáfana del puerto dejaba ver los barcos que con sus pitidos anunciaban su llegada desde los mares lejanos. Por las mañanas se levantaba antes de la salida del sol. Escribía un poco antes del desayuno durante el cual leía los diarios nacionales. Después de almorzar caminaba por el jardín cuidando de sus plantas que acostumbraba fertilizar el mismo. Algunas veces bajaba por el ascensor hasta el puerto, caminaba por la calle Esmeralda esperando poder saludar a algunos de sus amigos periodistas que trabajaban en el periódico más antiguo del mundo; “El Mercurio”. Miraba de soslayo el reloj Turri, continuaba por la calle Prat pasando por los bellos edificios como el del el banco de Chile, el de la bolsa de valores y las oficinas de las compañías navieras que aquí se asentaban. Finalmente llegaba a la plaza Sotomayor donde está la comandancia en jefe de la armada de Chile. Si hacía buen tiempo se acercaba a los muelles donde le gustaba ver la flota pesquera que se refugiaba en la dársena. Le gustaba también mirar tras el rompeolas a los barcos de carga que se mecen con el vaivén de las olas esperando ser descargados por los estibadores del puerto.
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Volvía en trolebús por la calle de Cochrane hasta el “Bar Ingles” donde tomaba un “Caldillo de Congrio” acompañado de un wiski en las rocas. Si teníamos tiempo tomábamos el ascensor al Cerro Concepción donde caminábamos por las angostas calles que suben y bajan hasta llegar al palacio Baburizza ubicado en Cerro Alegre. De ahí, ya entrada la tarde buscábamos un mirador solitario y a la sombra de una de las fabulosas “palmas de coquito” nos preparábamos para gozar de la puesta del sol hundiéndose en el Pacifico para mas tarde ya de noche volver a casa, a la Sebastiana, en las alturas de Valparaíso. Pablo venía al puerto con sus amigos desde que era un joven poeta, venían sin dinero y aquí eran felices. Por eso llego a amar tanto a Valpo al que le escribiría lo siguiente: “Arriba, por los cerros, florece la miseria a borbotones frenéticos de alquitrán y alegría. Las grúas, los embarcaderos, los trabajos del hombre cubren la cintura de la costa con una mascara pintada por la fugitiva felicidad. Pero otros no alcanzaron arriba, por las colinas; ni abajo, por las faenas. Guardaron en su cajón su propio infinito, su fragmento de Mar”. (“Confieso que he vivido” pag83). DESENLACE: A Pablo le otorgaron el premio Nobel de literatura en 1971 y con ello todo se desmoronó rápidamente. La salud del poeta era muy precaria así que en febrero de 1973 renuncia a su cargo como embajador en Francia. Nos fuimos a la casa de Isla Negra para que se recuperara de su problema de la próstata pero el 11 de septiembre nos llegan las terribles noticias del golpe de estado y de la muerte de nuestro amigo el presidente Salvador Allende. Todo se nos complica. El día 19 tomo la decisión de llevarlo de urgencia a la clínica Santa María en Santiago pero ya no hay mucho que hacer Pablo se encuentra muy grave. Los golpistas sin ninguna consideración hacía el poeta moribundo nos hostigan hasta en el sanatorio. Finalmente poco antes de la medianoche del día 23 de septiembre Pablo Neruda muere dejándonos con una infinita tristeza.
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El velorio de Pablo quise que fuera en nuestra casa, en La Chascona. Esta se encontraba descuartizada. Tras el golpe de estado las gentes de Pinochet la destrozaron, rompieron los vidrios, tumbaron las puertas y taparon los arroyos de agua que tanto le gustaba oír. La casa era un desastre pero aún así pudimos colocar en el medio de la sala su ataúd con su cuerpo inerte. Al día siguiente sus restos fueron depositados en el cementerio general terminando así la historia del poeta Pablo Neruda. En 1992 la historia y los amigos nos hicieron un gran favor y así después de muchos años buscaron un risco en nuestra casa de Isla Negra y nos colocaron a uno junto al otro para que en la serenidad de nuestro silencio nos dejáramos nunca de gozar mirando el mar. Ahora, en las noches de luna llena, cuando todo está silencio un murmullo parece brotar de entre las rocas y pausadamente se escucha una voz grave que pausadamente canta. “Me gustas cuando callas porque estas como ausente…”
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Cuentos desde el sur Pau Llambies Bal·le Al verme, desde el otro lado de la calle, el señor Gege me saluda con el brazo y me hace señas para que le espere, mientras busca un hueco entre el incesante torrente de tráfico para cruzar. Lleva el periódico bajo el brazo y, al verme con la cámara en el hombro, viene a preguntarme dónde he tomado la última fotografía. El primer día que le vimos no eran aún las ocho de la mañana y andaba dando tumbos. Apestaba a licor, iba desarrapado y llevaba ya el diario bajo el brazo izquierdo. Entonces no llevábamos ni una semana en la India y le dimos largas, mientras él preguntaba de dónde veníamos e insistía en ponernos al tanto de las noticias futbolísticas de nuestro país. Desde entonces, muchas mañanas nos cruzamos, mientras él se dirige hacia el puesto callejero dónde muchos se aglutinan para tomar un chai, y yo aprovecho las primeras horas para dar un paseo, antes de que el calor empiece a ser insoportable. Las flores que cubren las aceras solamente duran dos meses, me comenta. Luego subirá más el calor y vendrá el monzón, que no se irá hasta comienzos de septiembre. También me enseña fotos en el periódico de la celebración del Holi, que tuvo lugar ayer en Bangalore, y del que aquí, en la ciudad, apenas quedan unos tímidos rastros de color sobre el asfalto. Me habla además del elefante que murió en el zoológico de Mysore, que según creo entender padecía de un problema grave en la rodilla. Como hoy es lunes, Gege aprovecha para enseñarme los resultados del Barça y del Madrid y, al responderle sobre mi equipo preferido, asiente con la misma sonrisa que intuyo que me regalaría si mi respuesta fuera la contraria. De vez en cuando me pregunta si ya he desayunado y, al responder que sí, se interesa por saber qué he comido exactamente. Una curiosidad que, al menos en el sur, es muy
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habitual y se expresa siempre muy cortésmente, incluso en los sitios más inesperados. Entonces me sonríe y me invita a tomar un chai en el chiringuito donde acude él todas las mañanas. *** Al hundir los dedos en el arroz para mezclarlo con el curry, me invade un ancestral sentimiento de culpa. Como si en el mismo instante en que mi mano derecha rozara la comida fuera a escuchar la voz de mi madre diciendo que no se juega con la comida. Se hace extraño para mí comer con las manos, pero con el tiempo se convertirá en una agradable costumbre. Al tocar la comida directamente, sin intermediarios, puedo sentir la textura y la temperatura antes de introducirla en la boca, algo muy obvio de lo que no me había percatado hasta el momento. Así, puedo saber si lo que voy a comer está demasiado caliente y debo esperar, o desvelar previamente el tacto de los alimentos para evitar malentendidos. El picante, sin embargo, será siempre la sorpresa de cada plato. Paso más de la mitad del tiempo observando a la gente comer y me dejo fascinar por el hecho de que todos repiten exactamente los mismos gestos con la mano, manteniendo una posición concreta del cuerpo y masticando enérgicamente los alimentos. Así que, tratando de imitar a los comensales de mi alrededor, vierto uno a uno todos los cacitos que componen el thali sobre el arroz blanco, dispuesto en mitad de una hoja fresca de plátano. A partir de entonces, con los dedos empiezo el juego de mezclarlo todo, mientras siento como la culpabilidad va disminuyendo. Poco a poco voy agarrando pequeñas porciones, que me llevo hasta la boca tratando de perder la menor cantidad posible durante el trayecto. Finalmente, con la ayuda del pulgar, impulso la comida para que llegue a su destino, y repitiendo la misma operación hasta que el verde de la hoja de plátano queda nuevamente visible.
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Al terminar, con la boca al rojo vivo y el estómago lleno, busco el cartel de Hand Wash para lavarme la mano y limpiar mis pecados. *** Detrás de nuestra casa, en mitad de los callejones que se intuyen más allá del jardín, hay un lugar donde pastan las vacas. Colocadas en paralelo y castigadas contra la pared, están atadas a una cuerda tan pequeña que apenas les permite levantar la cabeza. En ambos lados de la vía hay un poyo para ver pasar el tiempo, y es que, en esta tarde gris, no se alcanza a ver mucho más desde aquí. A poca distancia de donde nos hemos sentado, una señora y un joven permanecen a la espera de la lluvia inminente. Algo más lejos, al principio del callejón, una mujer vistiendo sari y con jazmín en el pelo muñe las vacas, sonriéndonos de vez en cuando mientras sostiene el cuenco metálico en una mano. En el balcón de enfrente, un matrimonio de mediana edad inmortaliza nuestra presencia con la cámara de fotos de su móvil, mientras se escucha el griterío de un grupo de niños que juegan al criquet bajo la luz de una farola. Al poco de reemprender nuestra marcha, cuando nos acercamos al templo de Krishna, el cielo comienza a regalarnos las primeras gotas. Allí, junto a la puerta de entrada, dos caballos deambulan en la acera y un señor pide limosna a los fieles. Huele a tierra mojada y, en el asfalto empapado, las luces de neón del cine de enfrente se reflejan tímidamente, anunciando otra increíble historia de amor. Un sentimiento tan fuerte como el que nos amarra irremediablemente a esta región, el mismo que nos ha traído de vuelta casi diez años después. Se está haciendo de noche y, de regreso, envuelto todo en la luz de las farolas, reina el silencio. Ha cesado ya el murmullo lejano de los niños correteando y los mayores permanecen en la calle, pensativos, sentados en los escalones de su portal.
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Contemplan la llegada del ocaso. No va a llover más y es el momento de retirarse, hacia casa y hacia uno mismo. *** Al oír que comienza el ritual de la pooja nos apresuramos en dejar los zapatos en la entrada del templo y en comprar unas flores de loto para dar como ofrenda. Comienza a anochecer y, a lo lejos, entre los nubarrones, se divisan algunos relámpagos. Cuando termina la música y la danza, iniciamos una larga cola que nos acercará cada vez más al relicario, que solamente se abre durante unos instantes al día. Al llegar nuestro turno, sin embargo, la rapidez obligada y la presión de los que nos siguen hará que solamente intuyamos vagamente su interior. En el pequeño recinto donde nos encontramos hay algunas personas vestidas con túnica blanca, otras murmullando una plegaria en un rincón y una mayoría de turistas, todos impacientes. Los que no hacen cola toman fotos desde la lejanía, asomando de puntillas la cabeza y haciéndose lugar entre los demás para tratar de ver algo. Visitamos los lugares como si todo fueran museos y nos olvidamos a menudo de que allí hay que gente que trata de llevar a cabo su vida cotidiana. Abarrotamos los espacios ignorando lo que significan para aquellos a quienes les pertenecen, mientras les observamos tras nuestras cámaras como si estuviéramos en el zoo. Ha pasado más de una hora desde que entramos y decidimos salir para dar un paseo tranquilamente, rodeando el templo y disfrutando de la iluminación nocturna. Detrás de una fuente, en un rincón de la explanada que rodea el templo, nos llama la atención una pequeña habitación acristalada, donde unos pocos cingaleses se reúnen para prender una luz en el interior de unos recipientes de barro repletos de aceite. Al poco de entrar, todavía abrumados por el calor y la belleza del lugar, un señor de unos cincuenta años nos llama haciendo un gesto con la mano para que le acompañemos y, después de prender fuego a la mecha, nos ofrece una vela para que la
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encendamos. Todavía hipnotizados, sin decir ni una palabra, el señor nos ofrece unas barritas de incienso y nos indica que le sigamos hacia fuera del recinto, donde tras quemarlas las clavamos en la tierra de unos grandes recipientes. Sonriente, se despide juntando las palmas de las manos y nosotros le damos las gracias emocionados, devolviéndole el gesto mientras su silueta se pierde entre la oscuridad de la noche. Lejos de la multitud y del fervor religioso, sumidos en el silencio, entiendo el significado profundo de la palabra ofrecer. Y, mientras volvemos lentamente a recoger nuestros zapatos, siento como se me empañan los ojos de gratitud. *** El agua suena con fuerza al impactar en el fondo del cubo vacío y, mientras se va llenando, coloco la ropa sucia a mi lado y preparo la pastilla de jabón. Al levantar la vista, en lo alto del edificio que queda a mi derecha, un muchacho me sonríe y deja ver sus dientes blancos. Es casi el final de la tarde y, mientras aprovecho para hacer la colada, un bullicio constante llega del callejón de la mezquita, donde un grupo de mujeres está en sus quehaceres. El recipiente casi está por la mitad con la ropa enjabonada, cuando oigo que alguien saluda, también desde lo alto del mismo edificio azulado. Al dirigir hacia allí la mirada diviso otro niño junto al primero, que a su impecable sonrisa añade un tímido gesto con la mano. Entonces, tras el saludo, ambos levantan la mirada para fijarla al infinito. Mientras los observo recuerdo que, hace tiempo, oí en la radio que alguien decía que lo más fascinante de la India era que la gente simplemente estaba, sin necesidad de hacer nada. Y así es, pienso mientras los veo con la mirada perdida, en silencio. Cuando nos cruzamos nuevamente con los ojos, sonreímos desde la distancia y continuamos con nuestras cosas; ellos con su contemplación, yo con mi ropa. Hay algo mágico y profundo en las tareas domésticas. El sonido del agua, el olor del jabón, la precisión de unos gestos
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aprendidos, la futilidad y trascendencia de las acciones que representan. Sumido en mis pensamientos, me sobresalta la voz de un tercer joven que, no contento con saludar y sonreír, pregunta también por mi nombre. Al pedir el suyo creo entender Abdulsalam y, mientras me percato del origen árabe del nombre, los altavoces del minarete comienzan a llamar a los musulmanes para la penúltima oración del día. El mismo sonido que nos despierta cada madrugada y que en el norte del país sigue generando tensiones, pero que aquí parece formar parte de la normalidad más absoluta. Hace un rato que las farolas se han encendido y, al terminar la llamada del muecín, el bullicio recobra su protagonismo. Todo sigue su curso y, desde la atalaya, los tres muchachos vigilan que así sea. Antes de entrar en casa, tiendo la ropa en el jardín para que también siga su rumbo. Luego, como siempre, vendrá la noche y las estrellas, y después, de nuevo, el amanecer.
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Tras las huellas de Neruda Arlés Henao Montoya Cómo hubiese querido que aquella muchacha que me miraba sonriendo desde bien adentro de esos grandes ojos negros, no notara el galopar dentro de mi pecho o el temblor de mi mano cuando le leía los versos del soneto XXV: “Antes de amarte, amor, nada era mío: vacilé por las calles y las cosas: nada contaba ni tenía nombre: el mundo era del aire que esperaba.” Pero es que nunca pude pasar de largo por la obra de Neruda. Ni su prosa, ni sus poemas, ni su lucha política me fueron ajenos en aquella ya lejana adolescencia en Quimbaya, ese pueblo del corazón cafetero de Colombia, pueblo que por entonces ya no lo era, pero que tampoco alcanzaba las dimensiones de ciudad. Sabía que toda aquella muchachada leía con entusiasmo el trabajo de tantos autores latinoamericanos: Rulfo, Cortázar, García Márquez, Borges, Vargas Llosa, …, y por supuesto al gran poeta chileno, pero estaba seguro que nadie lograba el nivel de emoción con el que yo leía todo lo que nos llegaba firmado por Neruda. Ahora, desde la lejanía de los años transcurridos, esta emoción aún se mantiene, tal vez un poco más “racional”, más “controlada”, pero siempre chisporroteando aquí bien adentro. Es por eso que aprovecho una coyuntura en mi vida que me pone en una situación de “libertad” bien extraña, y decido marchar a Chile en busca, entre otras cosas, de las huellas de Neruda, un viaje que me parece mentira pues mi economía nunca me permitió ni siquiera soñar con algo semejante. Pero no me lo pienso dos veces, así que empaco algo de ropa en mi empolvada mochila, y en compañía del “Confieso que he vivido”, que espero ilumine el camino, emprendo esta búsqueda.
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¿Dónde encontrar a un poeta? ¿Qué debo buscar? ¿Por dónde comenzar?, preguntas como esas me acribillaban mientras no podía dejar de mirar por la ventanilla del avión la grandiosidad de las montañas andinas, o jugaba a adivinar el perfil del continente siguiendo las luces nocturnas de las ciudades. Al arribar a Santiago, la capital chilena, ya tenía una certeza: debía comenzar por el principio. Por eso decidí buscar en Temuco los rastros iniciales del poeta. Recordaba cómo Neruda narra sus primeros recuerdos en Temuco, cómo hablaba de una ciudad fría y lluviosa. Busqué en el libro y leí: “Frente a mi casa, la calle se convirtió en un inmenso mar de lodo… Por las veredas, pisando en una piedra y en otra, contra frío y lluvia, andábamos hacia el colegio. Los paraguas se los llevaba el viento. Los impermeables eran caros, los guantes no me gustaban, los zapatos se empapaban. Siempre recordaré los calcetines mojados junto al brasero y muchos zapatos echando vapor como pequeñas locomotoras”. ¡Eso es! Debía buscar la casa, ¡esa casa! La casa en la que transcurrieron sus primeros años. Así que luego del descanso obligado en la capital, tomé un bus que me llevara a Temuco, el pueblo de la infancia de Neruda. Bueno, Temuco ya no es un pueblo, ya no es el pueblo de ferroviarios que describe en aquel libro. Me pareció una ciudad grande, fea, ruidosa. Pero, algo sí le agradecí: que me recibiera con una llovizna fría, muy fría. Esa señal la tomé como un augurio. Con la ayuda del mapa de turismo que me entregaron en la terminal de buses, y con el corazón en un galope trotón, la busqué por la calle Lautaro, como bien decía aquella guía. Por más que recorrí la acera una y otra vez no pude encontrar las señales que me indicaran el lugar exacto. Es más, llegué a pensar que aquélla no podía ser la calle que buscaba, sólo
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veía sucios almacenes, ferreterías, mercados, … Pero al preguntar, me confirmaron que efectivamente esa era y que si miraba bien, vería un letrero en la fachada. Y lo encontré. Hay un pequeño cartel que dice “Puerta de Neruda”, ¡pero es pequeñito! Se pierde con el gran aviso que a su lado anuncia “Centro de carnes don Ramón. Oferta: Chorizo parrillero”. Sí, en la casa de Neruda no hay nada de Neruda, ni siquiera un recuerdo, nadie que te dé información, … un consuelo. En Temuco, ahora los ferrocarriles están en un museo, la escuela donde Neruda aprendió sus primeras letras ya no existe, su casa la convirtieron en una venta de chorizos, … No lo podía creer. Pareciera que Neruda no fuera importante para las gentes de esta ciudad. ¡Y yo viajé desde tan lejos para esto! El galope trotón se convirtió en un peligroso andar cansado y sin ritmo. Me ajusté el gorro de mi chaqueta, el frío arreciaba, y busqué de nuevo la terminal de buses. Quería irme de allí, necesitaba alejarme de aquella ciudad. Mientras decidía hacia dónde ir, se me ocurrió que si buscar por el inicio no había sido una buena idea, tal vez por el final pudiera ser que la suerte cambiara. Entonces me dirigí a Isla Negra, la casa en la playa que edificó el poeta, lugar en el que escribió tal vez sus mejores obras, y sitio de su tumba. Así que tomé un bus hasta Valparaíso y luego otro que me dejaría cerca de mi destino. Al llegar al lugar y abandonar la agitada carretera para caminar por la calle de tierra roja que lleva hasta la casa, de nuevo el corazón comenzó a encabritarse. Eso lo notó el vendedor de recuerdos que tiene su puesto frente a la casa, porque al acercarme me dijo: “¿primera vez, cierto? Le recomiendo que se fije en la sala de estar. Note que hay dos sillas. En esa sala recibía a sus amigos preferidos. Y trate de adivinar en cuál de las dos le gustaba sentarse a Allende. Al salir me cuenta.”
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Hice el recorrido varias veces por los numerosos espacios de aquella casa. Allí están tantos objetos que el poeta nombra en sus memorias e incluso en sus poemas. Los mascarones de proa, los barquitos en sus botellas, la gran campana en el patio, las máscaras, las caracolas, su biblioteca, su escritorio, … pero … todo es tan … tan … no sé cómo decirlo. Tan puesto para los turistas. Son cosas que fueron muy importantes para aquel hombre y ahora yo estoy aquí en medio de tantas personas que tocan, miran, se toman selfis, … Me sentí un intruso, un mirón, un voyeur, me sentí … sucio. Al salir alcanzo a escuchar al vendedor que me dice, “En la de la izquierda, por supuesto”. No tengo corazón para decirle nada y me marcho. De regreso a mi casa comprendo que es tarea inútil buscar las huellas de los artistas en sus casas o llevando flores a sus tumbas. Allí, en el mejor de los casos, no quedan sino vagas referencias, objetos sin vida, fríos. Tal vez una forma de encontrarlos sea revisitar sus obras. Tal vez eso tenga más sentido. Tal vez. Yo, ahora lo sé, a Neruda no tengo por qué buscarlo en Chile, ni siquiera tengo que buscarlo en sus textos o en sus biografías. Neruda está donde nunca se ha ido. Está en mis recuerdos, en los ojos de aquella muchacha. Está, bien abrigado, en mi corazón.
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La firma del pintor Mª Luisa Sánchez de la Torre Un viaje al pasado Estaba sentada delante del ordenador, cuando recibí un correo electrónico de una galería de arte. En él me informaban que vendían obra original de varios pintores, desde 100 euros. En la pantalla aparecieron dibujos y acuarelas que me gustaron mucho; unos trazos más intensos que otros, con ligeras aguadas de color. Los temas eran variados: iglesias, árboles, casas, ríos, puentes; en el borde inferior derecho, aparecían dos iniciales: A.H. ¿Cómo se llamaría el o la artista? Quizás Antonio o Ángela y el apellido Hernández o Huete… Acudí a la galería con la intención de adquirir algunas acuarelas. Al entrar, me dirigí a una joven rubia, muy risueña, que estaba casi oculta detrás de una mesa cubierta de objetos variados: un ordenador, una impresora, teléfonos, revistas, carpetas, libros. Apoyados en la pared, había lienzos de gran tamaño, apenas cubiertos con papel marrón. Cuando le conté el objetivo de mi visita, se incorporó rápidamente. Iría a buscar los dibujos a la planta baja. A los pocos minutos, volvió con una carpeta azul; tras revisarlas detenidamente, escogí cinco acuarelas de pequeño formato. A continuación, le entregué la tarjeta de crédito; era una buena compra. Le pregunté por la identidad del pintor. La expresión de su rostro cambió y se tornó seria y ausente. Enseguida volvió a recobrar su sonrisa y me contó que el artista había vivido en una casa con jardín, en la calle López de Hoyos, aquí en Madrid. Estuvo trabajando hasta que murió, casi centenario. Un amigo había traído los dibujos para su venta y les dijo que si estaban interesados, traería más, pues necesitaba el dinero. El anciano no quiso revelar el significado de las iniciales.
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No sé si es una virtud o un defecto, pero soy bastante curiosa. Pensé que las palabras de la vendedora, encerraban algún misterio. Investigaría por mi cuenta. Un sábado por la mañana, me dirigí en Metro, hasta el lugar donde había vivido el protagonista de este relato. Paseaba disfrutando del sol, cuando llegué a una zona solitaria, donde se alineaban casas de dos alturas. Me llamó la atención una que parecía abandonada. La fachada estaba casi oculta por grandes árboles, que no habían sido podados desde hacía mucho tiempo; sus ramas, leñosas y resecas, sin rastro de hojas, se extendían en todas las direcciones. Las únicas señales de vida eran los agudos pitidos que emitían varios mirlos, desde las ramas más altas, a los que se unía el guirigay de los gorriones. Numerosas plantas silvestres emergían de las juntas de los ladrillos y baldosas, tanto del suelo como de la fachada. Las ventanas estaban protegidas por gruesos barrotes, completamente cubiertos de óxido. Detrás de ellos, se veían las persianas en diferentes posiciones: subidas, a media altura o bajadas. Parecían formar parte de un cuadro cubista. Y los cristales acumulaban tanta suciedad, que eran opacos. Toda la vivienda estaba rodeada de una verja de hierro, que todavía conservaba algún resto de pintura negra y que terminaba en puntas muy afiladas. A H, A H, la H ligeramente inclinada. Ambas letras presentaban un color verdoso, por el musgo que crecía sobre ellas; se encontraban adheridas a la pared, encima de la puerta principal. ¡Por fin había encontrado la casa que buscaba! A estas alturas de la narración, creo que debo contaros que yo también soy pintora y aspiro a tener en un futuro, espero que no muy lejano, un lugar donde poder trabajar, sin que nada me distraiga.
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Al bajar la vista de las letras, me sorprendió oír una leve tos, pues creía que estaba sola. Al volver la cabeza, vi a un anciano apoyado en su bastón que me observaba desde la acera de enfrente. Me dirigí hacia él y le conté la historia, abreviada, de las acuarelas que había comprado en la galería. Al preguntarle si había conocido al pintor, cuyas iniciales se veían en la fachada, sus ojos grises se clavaron en mí. Al cabo de unos segundos, y con ligero acento extranjero, comenzó a hablar: – Creo que su interés es sincero y por primera vez, voy a contar lo que yo sé de la persona que vivía ahí. Lentamente, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, y sacó una fotografía en blanco y negro, muy deteriorada. El rostro que mostraba, de un hombre maduro, me resultó familiar. Cuando el anciano volvió a hablar, el tono de su voz era diferente, mucho más grave. Me contó que el pintor y él, habían nacido en un pequeño pueblo de Austria, cerca de la frontera con Alemania. Desde la infancia, cuando asistían a la escuela primaria, su amigo había tenido muy claro lo que deseaba ser cuando fuera mayor. Llenaba de dibujos los márgenes de las hojas de los libros, como si una fuerza extraña impulsara a la punta de grafito, a trazar garabatos sin parar; a veces, el papel se rasgaba. Un día, le dijo al padre que quería ser un gran artista y no un vulgar funcionario; aquel se enfadó tanto, que le rompió todos los dibujos. Estuvo a punto de huir de su casa para no volver jamás. Pasados unos años, el padre falleció ¡Ahora podría dedicarse en cuerpo y alma al Arte! Era lo único que le interesaba. Salía cada mañana de su casa, con la intención de dibujar todo lo que encontrara en su camino. Para él, ser artista era igualarse a Dios o a un mago: el lápiz, el pincel eran su varita mágica. Tenía el poder de convertir cualquier cosa, por vulgar que fuera, en algo maravilloso.
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Años después, la madre también murió. Ya nada le retenía en el pueblo. Ahora podría trasladarse a la gran ciudad y cumplir su sueño: entrar en la escuela de Bellas Artes. Se presentó al examen de ingreso: – Lo siento. No ha aprobado el examen. Aquí queremos dibujos de cabezas, manos, pies, etc. Sus bocetos son más indicados para la escuela de Arquitectura. No lo entendía. Como se podían comparar los grandes monumentos, que perdurarían durante siglos, con el cuerpo humano, que tenía una existencia efímera. No se rendiría. Volvería a intentarlo. Y suspendió de nuevo. El anciano interrumpió su relato y tuve la impresión de que sus ojos contemplaban algo o a alguien que era invisible para mí. Se despidió: – Espero que su curiosidad haya sido satisfecha. Entonces reparé en un Mercedes negro, que se encontraba aparcado al final de la calle. Me dirigí hacia la estación de Metro. Al volver la cabeza, el anciano y el vehículo habían desaparecido. A raíz de este encuentro, se desencadenaron una serie de sucesos que me resultaron extraños. Algunas mañanas, camino del trabajo, veía un coche igual al anterior, aparcado junto al semáforo que tenía que cruzar. El conductor permanecía inmóvil dentro del mismo. Más tarde, salía a desayunar a una cafetería cercana; atravesaba un pequeño parque, donde merodeaban gatos de diferente pelaje y color. De pronto, un vehículo de la misma marca y color, se deslizaba lentamente por detrás de los árboles…
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Al salir del trabajo y llegar a casa, frente al portal, se repetía la misma escena. Tras el volante del Mercedes, una camisa, una corbata, pero el rostro permanecía invisible para mí. Unos minutos más tarde, al mirar entre las lamas de la persiana a la calle, ni rastro de él. Y si me sentaba delante del caballete, dispuesta a trabajar, no podía concentrarme; por mi mente pasaban, a gran velocidad, imágenes en blanco y negro. Un tema se repetía: desfiles con miles de individuos uniformados y banderas movidas por el viento. Por las noches, no conseguía dormir o me despertaba inquieta. Oía fragmentos de conversaciones lejanas, que no entendía; o sentía una presencia extraña en la oscuridad de la habitación. Tenía tanto miedo que permanecía inmóvil, en posición fetal, con los ojos cerrados. No podía continuar así. El temor a lo desconocido era más fuerte que mi curiosidad. Ponía punto final al tema del pintor. Y volvió la tranquilidad a mi vida. Las mañanas, ocupadas con mi trabajo monótono de funcionaria y las tardes, dibujando y pintando. Las imágenes que me habían inquietado desaparecieron. Los dibujos que compré en la galería, colgaban de las paredes del salón. Me gustaba contemplar esos paisajes idílicos: montañas, iglesias, bosques, puentes de piedra; en tonos malvas, verdes, azules, rosas… Me transmitían paz, como si yo formara parte de ellos. Una mañana, me encontraba en la cafetería desayunando y hojeaba al mismo tiempo, el suplemento cultural de un periódico. Me fijé en la foto de una acuarela que se subastaba; abajo a la derecha… ¡la misma firma de mis acuarelas, A.H.! Al leer el pie de foto, mi sorpresa fue tan grande, que durante unos minutos no reaccioné. La taza de café que sostenía en mi mano derecha, cayó sobre la mesa con gran estrépito.
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En esas líneas, el periodista explicaba que las letras A. H. eran las iniciales del nombre de uno de los protagonistas de la Segunda Guerra Mundial. Según los libros de historia, al finalizar la contienda y habiendo perdido ésta, se suicidó; y sus cenizas fueron enterradas en Berlín. Pero yo sé ahora, que no ocurrió así. Estoy segura de que dicho personaje y el pintor de mi relato, son la misma persona. Antes de que las tropas rusas llegaran a Berlín, pudo transformar su aspecto para no ser reconocido: sin bigote, con sombrero… Un pasaporte con una identidad nueva, por ejemplo Alfred Hermann. En un pequeño aeropuerto le podía estar esperando una avioneta, que despegaría rumbo a otro país. Allí comenzaría una nueva vida. Ahora, cuando contemplo los paisajes firmados por él, me parecen extraños e inquietantes. Sobre ellos, se superponen imágenes de los desfiles, las banderas, el hombre de la fotografía
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Ensenada, el verdadero jardín de las delicias Andoni Aldasoro Una bandada de pájaros (¿gaviotas?) levantó al vuelo, algo que no pude ver debió haberlas asustado. La escena del exterior que el ventanal de cristal del restaurante Muelle 3 me permite observar es bastante limitada pero sí pude ver a la parvada revoloteando en un ordenado caos de alas y graznidos. Habiendo vaciado el contenido de los tres platos (de los grandes) que yacen huecos en mi mesa, enfoco mi atención en el exterior, y de repente, entre el sopor de los excesos culinarios y los reflejos que las ventanas de las embarcaciones expulsan, la pequeña porción del malecón se convirtió en una escena olvidada pero conocida. La bandada de aves; los leones marinos acostados en los tablones del muelle formando una alfombra boluda y movediza bien podrían ser los animales fantásticos que habitan el cuadro; el agua está ahí: la Bahía de Todos los Santos; los frutos exóticos, y las tentaciones de pecar… palomita y palomita. Todo está ahí. El tercer botón de mi antes holgada camisa lucha una batalla perdida, así como la poca capacidad de discernimiento que el plato de ceviche de camarón, pulpo, atún y almejas me ha dejado, ante una visión cuya veracidad que no merece ningún tipo de cuestionamiento. Me encuentro viviendo la primera parte de El Jardín de las Delicias. Y no, no estoy en un edén bíblico de tierras lejanas e ignotas, estoy en Ensenada, y mi único consuelo, ante esta gran revelación, es que me faltan los otros dos cuadros que conforman esta obra. El primer cuadro: excesos pero no tantos Los libros y Google deben estar equivocados. Según la historia, Jheronimus van Aken (mejor conocido como El Bosco) nació en un lugar llamado Bolduque, Países Bajos, a un poco más de 9 mil kilómetros de Ensenada. Al parecer nunca visitó Baja California, ¡bah!. Tratando de forzar una línea de pensamiento difusa, poco sustentada e ignorante de fechas y hechos de la vida real, trato de encontrar un vínculo entre el citado cuadro y el lugar donde me encuentro; porque
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no hay duda, EL Bosco, de alguna manera que ahora escapa mi entendimiento, se inspiró en las bondades que sólo Ensenada puede ofrecer. Para descrédito de mi teoría, la amable mesera no fungió como una serpiente incitadora a continuar explorando el pecado de la gula, todo lo contrario. Tal vez haya visto mi mirada perdida o el sufrimiento del tercer botón de mi camisa. No me ofreció otro platillo que igual no me cabía. Tras situarme en este extremos del malecón, enfilo mis pasos hacia la gran bandera. Todo lo que veo, a pesar de que el viento me haya devuelto algo de razón, encuentra eco en algún rincón de la pintura. ¿Vieron la película 23, donde Jim Carrey encuentra el número 23 en todo lo que lo rodea y termina enloqueciendo? Así pasaba acá, pero en lugar de cifras estaban elementos deliciosos. ¿Había banderas tricolores en el cuadro? No lo creo pero no importa. Lo capital es que la ligera caminata ha hecho espacio en mi estómago que requiere ser llenado, y no creo conveniente permitir que tanto mi imaginación como el tercer botón de mi camisa se relajen. Algo tiene Ensenada que logra despertar el apetito de personas que acaban de comer. El simple hecho de caminar por afuera del Mercado Negro, infranqueable obstáculo entre el Muelle 3 y la gran bandera que está allá adelante, despierta algo que apenas empezaba a cerrar los ojos. El peculiar aroma del pescado y marisco fresco (fresquísimo) hace que cambie de dirección. El clima de Ensenada no llega a su punto más cálido, pero ya dejó atrás los fríos del invierno. La temperatura es la ideal para caminar. La bandera se hace cada vez más chica mientras llego a la Calle Primera. Entre tiendas de souvenirs, artículos de piel con el nombre Ensenada grabado de diferentes formas, y artesanías hechas expresamente para turistas estadounidenses, encuentro a La Conchería, un pequeño local de apenas un año de vida, con una gran barra lateral desde donde el chef Roberto de Anda (él sí) acepta el papel de proveedor de la materia prima para pecar: almejas y ostiones. Del menú que cambia de acuerdo a la pesca del día, recomiendo también el ceviche de
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generosa, pescado y pulpo con toques de menta; o el ceviche de pescado con chile güerito. Si para el final de esta segunda (¿o tercera?) comida no se sienten como en el cuadro de El Bosco deben buscar ayuda profesional. Para cuando abandono el agradable local, la tarde se ha adueñado del puerto, y debe ser por el clima mediterráneo, pero empecé hasta verle parecido a Ensenada con las costas holandesas ¿Bolduque tiene costa? No lo sé y tampoco importó. Con el paseo al hotel concluimos la primera parte del tríptico. El segundo cuadro: la orgía gastronómica ¿Cuántas horas de mi infancia habré pasado frente a una reproducción de El jardín de las Delicias, colgado en la sala de la casa de mis abuelos? Por lo visto muchas. Cada visita me planteaba el objetivo de, entre la hora de la comida y la de jugar, descubrir alguna escena nueva. Mi favorito era el segundo cuadro, el más lleno de cosas; mi menos favorito era el tercero: oscuro y tenebroso. Todo cae en su lugar, mi segundo día en Ensenada inició vertiginoso, a una velocidad mayor que la del día anterior. Para lograr una inmersión total en el mundo de la gastronomía local, decidí contratar un tour que me lleva a Valle de Guadalupe. El viaje tierra adentro fue corto pero no exento de baches, hoyos, curvas insospechadas y polvo, mucho polvo. Aunque fuera con el estómago medio vacío, apenas había desayunado dos que tres cosas en los Mariscos El Gordito, iba predispuesto a encontrar similitudes entre mi realidad culinaria y la otra realidad, la del cuadro, aún cuando no existiese ninguna. La primera parada fue en Encuentro Guadalupe, un lujoso complejo que tiene cubiertos todos los placeres que podríamos pedir: hospedaje, restaurante, y vinícola, todo en un marco de diseño, tranquilidad y descanso. En el área que comprende, hay veinte eco-lofts y una eco-villa. La parte gastronómica está bien representada por Origen, que cuenta con un huerto propio y hacen cenas maridaje con el vino que sus tierras produce, es el espacio de operaciones del chef Omar
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Valenzuela. Aquí volvió la vorágine alimenticia del mejor nivel. Quien nunca antes haya estado ante una mesa en Ensenada, lo encontrará pretencioso, quienes han tenido el placer de haberlo estado, creerán cuando digo que no importa qué pidan del menú, lo que aparezca en su plato será algo increíble. Lo único que brinda paz a mi espíritu (y mi estómago) rebosante es el paisaje ante mis ojos. El recorrido obliga a movernos lo más rápido que podamos, que en realidad no lo es mucho. Las distancias entre viñedos o restaurantes no es mucha, pero los caminos de terracería, y los vericuetos que las camionetas deben sortear hacen que parezca más. En la parte central de la citada obra, los personajes se ven enfrascados a una verdadera orgía que no tendría cabida en estas páginas. Lo sustituiremos gustosos por una comilona sin límites, no por nada me traje una playera sin botones. El siguiente punto que visité en Valle de Guadalupe fue Olivia El Asador del Porvenir, un restaurante instalado en la casona de campo de la familia de la chef Giannina Gavaldón, con una sala, chimenea y cocina abierta a la vista de los curiosos. Para los días calurosos hay una amplia terraza con vista a los viñedos; para las tardes frías, una de las largas mesas del interior será el lugar ideal. Las porciones de los platillos son abundantes, para compartir entre dos personas (o no). Debes probar el tiradito de lengua con ensalada de nopal y chicharrón, o la codorniz con mole rojo y puré de plátano macho. Una vez más, todo con productos propios, de la casa o de la región. ¿Qué siguió después del Olivia? ¿la cervecería artesanal Media Perra? ¿las creaciones embotelladas de Vinícola Torres Alegre y Familia? Recuerdo que visité las dos pero no recuerdo el orden. De lo que no me queda duda es que el segundo día fue coronado por varias copas de Vino del Viko versión tinto, mezcla de uvas Nebbiolo, Grenache, Tempranillo, Zinfandel, Cabernet Franc y Merlot. El tercer cuadro: ¿por qué hacen tanto ruido?
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El mismo Bosco llamaba al tercer cuadro de este tríptico “el infierno musical” debido a los numerosos instrumentos que incluyó en la escena: gaitas, trompetas, arpas; eso debió haber sido un escándalo. Vaya que sí hay coincidencias: oscuridad, visiones mareadoras, confusión, y, sobre todo, un incesante y estruendoso ruido provocado por todo lo que me rodea. A estas alturas, el análisis artístico-culinario que había iniciado dos días atrás había perdido casi todo su encanto. No por haberse visto agotado o exhibido como falso, sino porque mi imaginación se encontraba cansada, no así mi apetito. Decidí, no sin un poco de pesar, dejar de lado la obra de El Bosco para entregarme, sin pensar en nada, al desayuno que significaría el fin del viaje. Terra Noble, el restaurante que, a voz del chef y propietario Edgard Romero, tiene la mejor vista de Ensenada. El desayuno transcurrió tranquilo, no hubo criaturas fantasiosas comerse a otras, ni infiernos, ni pecadores. Solamente unos benedictinos mexicanizados, huevos montados en una gordita de rajas, con papa, salsa pico de gallo y la receta crema de frijol que Edgard Romero creó para su examen profesional. Fue cuando mordí incauto la gordita de rajas cubierta y rodeada y aderezada con todo lo antes mencionado cuando me di cuenta que el mar abierto frente a la mesa se estaba moviendo de una manera inusual, dando vueltas, para mi asombro, noté que el cielo y las nubes también. La propia gordita era un remolino de color y textura, imposible de describirse. Terminé el plato lo mejor que pude y me pregunté si acaso Vincent Van Gogh, otro holandés, sí habría visitado Ensenada. Todo parecía indicarme que sí.
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Jazz en Guadalajara: La suave melodía de los salmones Andoni Aldasoro
Llegué muy temprano al Primer Piso. Una cálida noche de viernes se ha instalado en Guadalajara. Todavía no son las 10:00. Me adueño de una pequeñísima mesa cerca del escenario, en el que un DJ solitario oprime botones en una computadora. A parte de mí, solo cuatro mesas más están ocupadas. Luego sabré que los que ocupan dos de las cuatro mesas se habrán ido antes de que los instrumentos de la banda estuvieran siquiera instalados. Después sabré que la hora a la que se supone comenzaría la presentación significa muy poco. Todos, al parecer, lo sabían, menos yo. —¿Va al local donde tocan jazz?— preguntó el taxista tras escuchar la dirección de mi destino. —De repente, cuando no tengo pasaje, prosigue encaminando una conversación que se tornaría corta, me gusta ir a escuchar; no subo al local, me quedo afuera, en la calle, venden unos hotdogs muy buenos y desde ahí se escucha bastante bien. Es refrescante escuchar otro tipo de música—. El trayecto desde el restaurante iLatina hasta Pedro Moreno fue muy corto, al menos en escala Ciudad de México. Llegaba justo a tiempo, aunque en ese momento no sabía que en realidad era demasiado temprano. Se podría pensar que la música de mariachi es ama y señora de Guadalajara, y de alguna forma lo es, al menos así es como se lo pintan al extranjero y al visitante nacional, que buscan la Guadalajara del mercado San Juan de Dios, la Guadalajara del tequila, la capital del Jalisco que no se raja. La realidad es la misma que en las grandes ciudades de nuestro país: hay de todo, nada más se debe saber buscar. Un legado improvisado. La historia del jazz en la capital de Jalisco, de hechura reciente, debe gran parte de su relevancia nacional a Carlos de la Torre, Carlitos como le dicen todos los músicos que lo
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conocieron. Este pianista tapatío tocaba diario en el Copenhagen 77, un extinto club de jazz frente al Parque de la Revolución. Carlitos no fue el primer jazzista en la ciudad, pero sí se convirtió en una figura medular del género en una región que desconocía este tipo de música. El legado que dejó tras su muerte es palpable en todos los foros donde se aborda este género musical. Hoy en día, los músicos tapatíos de nacimiento o por adopción que figuran en los carteles son muchos, pero los locales que dan foro a sus presentaciones se podrían contar con una sola mano: Café André Bretón, Escarabajo Scratch, Rojo Café, Coltrane Café y Primer Piso, más alguno otro que ocasionalmente se podría añadir. A pesar de esto, la escena aparenta buena salud. El Jalisco Jazz Festival, organizado por Fundación Tónica, sigue acercando al público nacional a buena parte de los mejores jazzistas de todo el mundo. Los músicos extranjeros que han hecho de Guadalajara su nuevo hogar han formado una verdadera escuela, incluyendo integrantes tapatíos muy jóvenes en sus bandas. Este es el caso de Klaus Mayer. Es viernes y el jazzista lo sabe. Pasadas las siete espero a que el líder de la Klaus Mayer Big Band, acuda a nuestra cita en La Borra del Café, un animoso local en la también animosa (y animadora) Av. Chapultepec, donde, a todo lo largo del ancho camellón, puestos de artesanía se terminan de armar. Las varias habitaciones de esta casa acondicionada están llenas de adolescentes con pinta de estudiantes. “Es uno de los mejores cafés de Guadalajara” había comentado Klaus por teléfono. Klaus vino de Austria buscando algo que él mismo no puede precisar, nuevos horizontes musicales, quizá, o un clima más agradable. Su español denota un acento inusual, en ocasiones su mirada busca en el vaso de café las palabras que parece no encontrar, pero, como buen jazzista, improvisa.
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—El jazz en Guadalajara es más rico que el que se practica en otras partes del mundo, la misma música en México es más rica, más variada, y lo ha venido enriqueciendo—. Géneros como el chachachá, el son huasteco, hasta la misma música de mariachi han contribuido a este jazz nacional, que por naturaleza volátil, absorbente e incluyente, se alimenta de todo lo que le rodea. Aunque Klaus vaya de regreso a su casa, “no salgo mucho” arguye, aún queda mucha noche. Tras mirar el reloj me convencí de que lo mejor sería cenar algo, para después dirigirme al Primer Piso. No quería llegar tarde. Los primeros acordes. Sentí un gran alivio cuando The Jazz Standard Trio empezó a tocar. La sala estaba llena y el espacio para caminar entre las mesas se había reducido hasta niveles impensados. Las bebidas salían de la barra del fondo con la misma facilidad como la de las manos de Willy Zabala al acariciar su piano. Tras un poco más de una hora de improvisación del mejor nivel emprendo la retirada, no sin antes comprobar que desde el puesto de hotdogs de la esquina de Pedro Moreno y Escorza se escucha bastante bien la música que sigue saliendo del Primer Piso. Mañana de una noche no tan difícil. Las mañanas en Guadalajara llegan muy temprano y Palreal está muy consciente de ello. Con una decoración que grita “hipster” a los cuatro vientos, la versión de Palreal de lo que debe ser un desayuno se traduce a lonches de pancita (su especialidad) y a café recién tostado (otra especialidad). Tras dos de lo primero y uno de lo segundo, abandono el local. El jazz pareciera ser un ente nocturno y a estas horas solo se encuentran los ecos de los tamborazos y trompetazos improvisados de la noche anterior. Por ello decido caminar la
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avenida Ignacio Luis Vallarta para después tomar la Diagonal Golfo de Cortés. ¿Mi destino? El restaurante La Squina, donde además de platicar con Valentina González, talentosa cantante y compositora tapatía, quiero probar la hamburguesa de camarón que, según palabras de la misma Valentina, era la favorita de Gustavo Ceratti, “siempre venía a La Squina cuando tocaba en la ciudad, y siempre pedía lo mismo”. La conversación fluctuó entre la escena musical de Guadalajara (una comunidad variada y numerosa, pero al mismo tiempo pequeña); la dura vida de ser músico en México, particularmente en esta ciudad (las bandas se dividen en dos: los que viven de su música, léase Maná; y los que no, léase el resto), y de las diversas maneras de acompañar una hamburguesa de camarón. Convenimos de manera bilateral que, de lo primero, Guadalajara ha sido y sigue siendo cuna de unas de las bandas más relevantes y propositivas de la música nacional; de lo segundo, que es triste; y de lo tercero que lo mejor es ponerle mostaza, lechuga y jitomate. La verdad, de la preparación de la hamburguesa nunca se habló. Habiendo perdido el miedo a las distancias, decidí dedicar la tarde a caminar hasta el Café André Bretón, esperando distraerme en varios puntos del trayecto. Un poco más de dos horas después, me encontraba en la puerta del café, pagando mi entrada y asomándome al interior del local, sospechando que otra vez llegaba muy temprano. La teoría de los salmones. Nathalie Braux, francesa de nacimiento pero tapatía por adopción, tiene una peculiar manera de ver al jazzista. El llegar dos horas antes de que Nathalie Braux Jazz Project tomara el escenario tuvo su recompensa. En un perfecto español, Braux compara los circuitos de jazz de París con el de Guadalajara, y de paso el de la Ciudad de México; habla de la genuina camaradería que se da, especialmente en la capital jalisciense. “Eso se nota en la música, el ánimo de sacar lo mejor de los demás, de pasarlo bien por medio de la
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música, improvisando”. Al preguntarle de la dirección y del futuro que le depara al jazz de Guadalajara, Nathalie sonríe: —El músico que decide dedicarse al jazz sabe que, desde un inicio, tiene todo en contra: la falta de apoyos de disqueras, de estaciones de radio, la falta de foros donde tocar, lo poco que estos generalmente pagan, los estudios que debe completar para ser un buen ejecutante de su instrumento. Somos como salmones que nadamos a contracorriente—. Pronto me quedo solo en la mesa, el grupo ya ocupa el pequeño escenario (vaya alegoría) y se vuelven a escuchar los primeros acordes de otro grupo, en otro lugar. Afuera, la noche de Guadalajara es cálida, con un olor que según los tapatíos significa lluvia. Dentro del André Bretón, las velas que iluminan escasamente las mesas, bailan al son de las improvisaciones de cada uno de los cuatro integrantes. A nosotros nada más nos queda disfrutar de los agradables sonidos de sus aleteos al enfrentarse a la fuerte corriente en contra
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El viaje del durante Raquel Rodríguez Pérez - Buenos días, ¿está usted esperando la línea 11?- preguntó respetuosamente el señor Balle. - ¡Bueno, creo que sí! Es la primera vez que cojo esta líneabalbuceó Tin. - ¡Oh, no se preocupe! Todo irá bien.- intervino, impulsivamente, una joven delgada, de pelo castaño y grandes ojos aniñados. - ¿Entonces, damisela, éste es el arcén para la línea 11?insistió con suma amabilidad el señor Balle. - ¡Así es señor!- sonrió Ainara. Así se llamaba la joven risueña. - No sé si todos podemos subir al mismo vagón…- dudó Tin, con su postura semi inclinada hacia el suelo, hombros altos y encogidos, y rostro de temerosa incertidumbre. - Eso depende de la tarifa que hayas cogido, jovencito- aclaró el señor Balle. - ¡Exacto! Lo maravilloso de esta línea es que se suben personas de todos los tiempos, los del antes, los del durante y los del después.- aclaró Ainara. - ¿Y todos pueden ir en el mismo vagón?- se interesó Tin. - ¡No, jovencito! Los del antes se colocan en los primeros vagones. Los de en medio están reservados para los que han comprado la tarifa del durante y los últimos, que tienen las grandes cristaleras con vistas espectaculares a los paisajes que recorre, son los que han pagado la tarifa del después.- el señor Balle parecía controlar muy bien el tema aunque se hubiera desorientado con el arcén. - Entonces, la tarifa del después ¿es la más cara?- desea saber Tin. - ¡Nadie sabe lo que cuesta otra tarifa que no sea la suya! Eso es imprescindible para poder viajar en esta línea.recuerda Ainara a sus dos contertulios. - Pero yo puedo deciros lo que me ha costado la mía.propone el joven Tin con generosa - ¡Nooooo, ni se te ocurra! Nos echarían inmediatamente de esta línea- advierte con preocupación Ainara.
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- Jovencito, el supervisor no te dejaría subir a tu vagón- le clarifica el señor Balle. - Pero ¿cómo va a enterarse de que hemos hablado de esto?a Tin le parecía tan extraño todo, incluso el nombre de las tarifas. - No necesita saberlo. Tu ticket cambiaría de color…- explica el señor Balle. - ¿Cómo es posible? ¡Es una broma!- Tin había erguido su espalda, por un interés alarmante en lo que estaba descubriendo. - ¡Nada de bromas! ¿Recuerdas cómo has pedido tu tarifa? ¿Acaso has preguntado el precio de las tres y la has escogido en función de su coste?- le interroga Ainara que se ha ido acercando más y más a Tin, deslizándose por el banco en el que ambos estaban sentados. Mientras el señor Balle permanecía de pie frente a ambos, con su postura galante y caballerosa. - No, yo no… ¿y vosotros?- Tin se asombró. Era cierto. No había preguntado el precio de cada tarifa. - Jamás, señorito- esbozó una sonrisa bajo su bigote perfecto el señor Balle. - ¡Claro que no, chaval!- le dio un golpecito, con su puño cerrado, en el hombro a Tin. Ainara era así de espontánea y amigable. - ¿Tampoco podemos compartir en qué vagón vamos a ir?Tin se entristeció. Algo de falta de libertad había en aquella situación. ¿Por qué no eran libres de compartir lo que quisieran? - ¡Por supuesto que podemos, si queremos!- Ainara sacó su tiquet. Allí sólo ponía su nombre completo y el vagón que iba a ocupar que correspondía con el nombre del destino. Ella iba al después. Mismo vagón, mismo destino. - ¡Vaya, no podremos ir juntos!- se entristeció Tin porque cada vez le gustaba más Ainara y quería pasar más tiempo con ella. - Interesante, jovencita. Vas a tener un viaje muy placentero.- comentó, atento, el señor Balle. - ¿A qué adivino dónde vais vosotros?- le retó Ainara. - ¡Vale! Aunque ya sabes que yo no voy al después.- participó Tin, con ilusión, por la propuesta entretenida de Ainara.
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- ¿Y usted, señor? ¿Acepta mi desafío?- se dirigió Ainara directamente al señor Balle. - ¡Me complace aceptar participar en su divertimento! Soy el señor Balle, jovencitos, para servirles.- el señor Balle hizo un gesto reverencial de presentación. - ¡Encantada! Soy Ainara y éste de aquí… es… ummmm ¡Tin! - ¿Eeeeh? ¿Cómo lo sabes? ¿Nos conocemos? ¿Ya has visto mi tiquet?- las mejillas de Tin habían estallado en color bermellón. - ¡Noooo! Jejejejeje… es que escuché en la fila de la taquilla que se despedía de ti alguien con un hasta pronto, Tin– Ainara era muy observadora. - ¡Ah, sí! Era mi madre.- Tin se avergonzó de las posibles muestras afectuosas de su madre con él. - ¡Interesante, señorita! ¡Es usted un ser original!- el señor Balle se sentía a gusto con aquellos dos jóvenes desconocidos, con los que sentía una empatía y simpatía novedosas. - ¡Allá voy! ¿Por quién empiezo?- Ainara dudaba. - ¡Haga honor de sus habilidades con nuestro amigo Tin por si no nos diera tiempo de continuar con sus prometedoras capacidades antes de que llegue nuestro tren! Si a Tin le parece una buena idea- ofreció, paternal, el señor Balle. - ¡Gracias, señor Balle! Me encantaría…- Tin se emocionó por aquella atención innecesaria del señor Balle. - ¡De acuerdo!- Ainara cerró los ojos- Tin estaba sentado en el rincón de este gran banco, con el gesto alicaído. Eso muestra nerviosismo o tristeza. Suele ocurrir cuando hay cambios en nuestra vida… Así que por ese motivo descarto el antes. Los pasajeros del antes viajan seguros porque saben lo que van a encontrar. Es lo de siempre. Viajan hacia su zona de confort, donde están acomodados. Pueden estar enfadados, rabiosos, cansados, desanimados, alelados… pero no suelen estar nerviosos. Ningún cambio les espera. Saben que, pase lo que pase, todo va a seguir igual. Es un seguro para ellos. Sé que no viajas al después así que, por descarte, irás en los vagones de en medio, en la tarifa del durante. Aunque no hubiera sabido que no vas al después, lo habría podido deducir. Los pasajeros del después se parecen a mí. Aún no hay casi ninguno en el arcén. Llegan justos para subir
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a los últimos vagones. Son felices y viven el momento a tope. Cada pasajero del después siembra sus minutos con sus vocaciones más profundas. Yo estoy aquí porque una de mis pasiones es la de observar el mundo y a las personas. Este andén es perfecto para nutrir mi pasión. Después las siento en mí y puedo dibujarlas cuando estoy a solas en casa. Los pasajeros del después tienen un brillo diferente. Están tocados por la luz de la valentía. Han dejado atrás los vagones del antes y del durante. Una libertad nueva crece en sus corazones y va haciéndose más y más grande. Algunos volverán a pasar por el antes y por el durante. Son quienes escogieron un después que no les ha convencido. La diferencia con la mayoría de los que viajan en los primeros vagones y en los de en medio es que ya no tienen miedo y tardan muy poco tiempo en volver a coger la tarifa del después. A ti, Tin, te falta ese brillo pero tampoco tienes el gris habitual de la tarifa del antes. Es tu primera vez en el durante. Hay una decisión que vas a tomar. Tu alma y tu corazón ya lo saben y están preparados. Es tu mente la que necesita encontrar el momento perfecto para cambiar el destino del durante al después. Por eso estás nervioso. Una parte de tu ser ya habita en el después. Hay una gran batalla dentro de ti. El grupo de la tarifa del antes no pelea, no lucha. Se deja arrastrar. Excepto los que vienen ya de algún después. Pero ellos son casos a parte. - ¡Oh, vaya! ¡Alucinante!- a Tin le temblaban las piernas. Contenía sus ganas de llorar por haber sido descubierto tan fácilmente por alguien desconocido. - ¡Listo, Tin! Cualquier duda sobre el después… aquí me tienes. Eso sí puedo explicártelo.- Ainara sintió un hondo afecto por Tin. Le recordó su durante. Ojalá ella hubiera encontrado entonces a alguien que le hablara del después. - Por favor, háblanos del señor Balle si a él le parece bien.Tin estaba fascinado y le intrigaba la tarifa de un hombre tan correcto y educado. - ¿Puedo, señor Balle?- Ainara lo envolvió con sus grandes ojos redondos y oscuros. - ¡Un placer, señorita Ainara! ¡Adelante! Me descubro ante los dos, jovencitos.- el señor Balle estaba conmovido por las
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reflexiones de una jovencita de apariencia tan frágil y alocada. - Usted…señor Balle… ya ha estado en el vagón del después. Su rostro muestra el fulgor de los paisajes observados… pero… sospecho que no va a venir conmigo en ninguno de esos vagones… Usted…- Ainara lo observó con sumo cuidado, como si fuera a quebrarse el ser de aquel hombre si lo analizaba con algún tipo de falta de tacto- usted… se sube de nuevo a los vagones principales… Regresa al antes…pero creo que no va a estar mucho tiempo y lo sabe. No está preocupado. Se siente afortunado… ¿verdad? - Podría ser, mi joven amiguita. - Va a solucionar algo pendiente y tiene la oportunidad de hacerlo pero sólo puede desde el antes… ¿no es así? - ¡Touché!- correspondió el señor Balle. Una brisa de melancolía alteró su rostro inmutable. - ¿Cómo puedes saber eso? ¡No lo entiendo! ¡Ainara! ¿Has escuchado algo del señor Balle también? ¿Le has visto antes?- Tin se sentía envuelto en una situación irreal. - No he escuchado nada- se sinceró Ainara- pero el señor Balle lleva una rosa blanca en el ojal de su chaqueta y viste de oscuro… O se dirige a una boda o a un entierro… Va a zanjar algo con su pasado.- Ainara no tenía reparos en expresar lo que se le venía a la cabeza. Podía equivocarse pero, hasta el momento, nunca lo había hecho. - ¡Vaya, pequeña! ¡Asombrosa! No hay otra palabra que la describa mejor- el señor Balle estaba compungido pero debía mantener su porte. - Señor Balle, ¿puedo hacerle una pregunta?- Tin estaba intrigado. - Por supuesto, Tin- no tenía nada que ocultar y menos a sus dos recién estrenados amigos. - ¿Ha perdido a alguien? ¿Es un funeral? Si es así, lo lamento mucho- Tin estaba apenado por aquel hombre enhiesto como un ciprés y de gestos cándidos. - No, amigo Tin. Voy a asistir a una boda.- se confesó el señor Balle. - ¿Se casa usted?- Ainhara se emocionó. ¡Qué bonita una boda! - No, querida jovencita. Se casa mi madre.
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-¿Cómo? ¡Qué extraño una boda de alguien mayor!- Tin se contagió de la impulsividad de Ainhara. - Mi madre se casa con el amor de su vida… - ¿Con tu padre? No entiendo…- Tin parecía un niño de 7 años descubriendo el mundo por primera vez. - No, estimado Tin. Mi padre falleció y estuvieron casados 43 años. No era el amor de mi madre aunque se respetaron y cuidaron mutuamente. El amor de mi madre apareció cuando mi madre tenía 14 años y fueron novios en secreto hasta los 17. Entonces mis abuelos decidieron casar a mi madre. El destino hizo que mi madre se encontrara con él en el funeral de mi padre. Allí retomaron el contacto y poco a poco fue avivándose su amor prohibido. Voy a dar mi bendición a mi madre.- el señor Balle se sintió orgulloso de sus palabras. Era la primera vez que veía la belleza de aquella historia. Dejó de sentir culpa por su padre. Supo que él sería feliz allá donde estuviera si veía a la que fue su esposa alegre y amada. - ¡Por eso viajas al antes! Si vas le das una nueva oportunidad a tu madre… ¡qué gesto tan noble, señor Balle!Ainhara extendió su mano y apretó la mano del señor Balle, como si fuera un abrazo de oso pero sólo entre las manos. - ¿Y eso le obliga a viajar al antes? No comprendo bien…- Tin meditaba la coherencia que podía tener aquel tiquet para el señor Balle. - Sí, jovencitos. Vuelvo al antes porque no pude estar presente en el funeral de mi padre y he tenido miedo de regresar desde entonces.- no hablaba de sí mismo y mucho menos con personas que no pertenecían a su círculo de confianza. Con Ainhara y Tin algo mágico se producía. - ¡Todo tiene sentido, siempre! Nada ocurre al azar.- reía a carcajadas Ainhara mientras agitaba los brazos y las piernas como si estuvieran haciéndole cosquillas. Eso provocó enormes risotadas entre los tres. - Tengo miedo de mi durante…- dijo Tin cuando se habían calmado las chillonas risas. - Tin, el durante es oscuro… está en penumbra…para todos… - Eso no debe asustarte- Ainhara posó su cabello sobre el hombro de Tin. - No es la falta de luz lo que me asusta…- explicó Tin con la voz entrecortada y apagada.
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-¿A qué temes, jovencito?- le interesó al señor Balle aquella vocecita quebrada. - A no saber salir de allí… a quedarme esperando en la oscuridad… indefinidamente, como si estuviera apresado por el vacío…- Tin imaginaba el viaje del durante lleno de trampas, baches y negruras. Si sabía que tenía un fin, una meta, un acabamiento, sentía sus fuerzas interiores emerger y dar impulso a todo su ser. Cuando sospechaba que podía ser esclavo de ese limbo hacia ningún lugar, una descarga ardiente le empujaba el corazón hacia dentro, comprimido, y se le cortaba, durante muchos segundos, la respiración. - El durante, Tin, sólo dura lo que tú quieras que dure- le aseguró Ainhara. - ¿Y si yo quiero que acabe y no hay salida?- Tin vivía el creciente pavor que lo iba cercando. - Entonces, joven amigo, respira. Sólo respira.- le animó el señor Balle, que entendía a la perfección a lo que se refería el muchacho. - ¡Pero cierra los ojos para respirar! No se puede respirar bien con los ojos abiertos…- Ainhara quería que Tin fuera pronto al después. - De todos modos, querido Tin, si cuando acabe mi trayecto por el antes, te encuentro en el durante, me comprometo a ayudarte a ir hacia el después. - ¡Pero tù no puedes alterar su trayecto!- le regañó AinharaAdemás no se acordará de ti ni tú de él. - A partir de ahora, diré, a todo el que me encuentre y parezca atrapado en su vagón, que respire con los ojos cerrados. Así estaré seguro de que si me cruzo con Tin, aunque no nos reconozcamos, si no ha pasado aún al después, podré ayudarlo a pasar. Eso sí lo voy a recordar porque me lo apunto ahora mismo en mi agenda de tareas diarias. - ¡Qué buena idea, señor Balle! ¡Las tareas no se borran de las agendas nunca! – ¡qué felicidad sintió Ainhara! De verdad que así sí que podría ayudar el señor Balle a Tin si éste se quedaba atrapado en el durante. - ¡Gracias, amigos! ¿Vamos a olvidarnos de este encuentro? ¿Por qué? No entiendo… me cuesta entender…- para Tin esa estación era algo completamente nuevo.
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- ¡Sí, Tin! Olvidamos los nombres, las caras… pero no los mensajes si éstos se han producido desde la conexión de las almas y los corazones…- prosiguió aleccionando a su amigo, Ainhara. - Pero tú dibujas cuando llegas a tu casa… y ahora lo recuerdas…- espetó Tin. - ¡Sí aunque siempre siento que los rostros me vienen de la imaginación! Sólo los minutos que estoy aquí observando recuerdo lo que hago con todo detalle. Al subir al vagón os habré olvidado y tú a nosotros, también, Tin. - ¡Pero eso es muy muy triste!- Tin quería llorar con berrinches pero se contuvo. - ¡Nooooo, qué va! ¡Es fantástico! Nos podemos conocer una y otra vez y siempre nos gustaremos…- sonreía Ainhara. - ¿Señor Balle, tú recuerdas las otras veces que has estado aquí?- Tin quería esclarecer tantas dudas. - Sí, jovencito, las veces, sí, a las personas con las que he podido hablar, no. Lo lamento. Es así.- el señor Balle no sabía si eso era algo negativo o positivo pero percibió un amago de pena en su corazón. - ¿Y tú, Ainhara? ¿Recuerdas a las personas con las que hablas? - ¡No! Sólo a las que veo… quizá hablé con ellas, tal vez, no… no lo sé… - ¿Y no quieres saberlo?- Tin no aceptaba que su olvido no les preocupara. - ¿Para qué?- Ainhara no le veía nada malo a eso. - Para poder saludar de nuevo a los amigos que has conocido, por ejemplo- Tin buscaba las razones por las que era importante recordar. - Yo saludo a todo el mundo, siempre- le contestó Ainhara. - Yo también, joven Tin. A mí me gusta saludar a las personas- añadió el señor Balle. - ¿Y si siempre nos encontramos nosotros y hablamos de lo mismo?- Tin se experimentó a sí mismo atrapado en un bucle. - Siempre es nuevo, Tin, porque no lo recordamos. No hay repetición- concluyó Ainhara.- Además tu cara no está entre mis dibujos… ¡Esto es algo recién estrenado! Yupiiiiii
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- Querido Tin, ahora estás paralizado por esta pequeña revelación accidental. No hay bucle, joven amigo. Pasarás por diferentes vagones. Tu paso por ellos quedará grabado en tu memoria. Así comprenderás cuál es tu camino recorrido. Nosotros ahora aquí, en este andén, somos como suave brisa, unos para otros, cuya caricia quedará grabada en nuestras sensaciones más profundas. Eso basta. Te lo aseguro.- el señor Balle pensó que hubiera sido intenso y extraordinario haber tenido un hijo como Tin. - ¡Vamos, chicos! Ya llegaaaa…. ¡Gracias por este momento inolvidable! ¡Os llevaré siempre en mi corazón! Adiósssss…- y Ainhara desapareció entre la muchedumbre que aparecía de lugares insospechados aproximándose a los vagones. - ¡Ánimo, amigo Tin! El durante es sólo un instante aunque te parezca infinito ¡Hasta pronto! - ¡Hasta siempre, señor Balle!
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Paraty Beatriz Afonso Santos Eran las 10.37am e íbamos de camino al aeropuerto de Galeão. El vuelo UX607 estaba a punto de aterrizar y a Daniela le temblaban las manos de la emoción. Hacía un buen tiempo que no la veía gesticular tanto con las manos ni mirarme con los ojos tan abiertos. Esos fueron los primeros detalles que me enamoraron de ella. En el asiento de atrás, Viola iba dormida. Daniela la había amamantado justo antes de salir de casa y eso nos daba un margen de unas cuatro horas de tranquilidad. Por suerte, tampoco había mucho tráfico y hacía el calor justo para llamarlo un buen día. Íbamos a recoger a Claudia, cuyo nombre resonaba en mi cabeza desde hacía una semana. No la conocía en persona, pero los últimos siete días había sido el nombre que más se repetía en la casa. Daniela y Claudia no se veían hacía 4 o 5 años; ella se había ido de Brasil unos meses antes de que Fernando me presentara a Daniela. Por las historias a medias que me contaba Daniela, entre pañales, teta, baño y arrullos, me hice una idea bastante épica de Claudia. Me imaginaba a una mujer fascinante, de esas que se ríen con la boca bien abierta y que no le tienen miedo a nada de este mundo. Como una extensión poco más inquieta de Daniela. Claudia venía de recorrer más de 9000 kilómetros en tren entre Asia y Europa. Había llegado a Portugal hacía una semana y media y sin pensarlo dos veces se compró un billete a Río. Luego llamó a Daniela y le dijo que vendría de visita, que no quería saber más nada de Siberia ni de los arrozales chinos; ahora necesitaba sol, mar, tapioca, pinga y pasar un rato en familia. Daniela se emocionó muchísimo y le dijo que aquí la esperábamos con los brazos abiertos, y antes
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de que nos hiciésemos del todo a la idea de la visita ya Claudia había alquilado una casa en Paraty para irnos 4 días. La verdad es que no podía haber escogido mejor fecha, justo esa semana yo terminaba de emparejar una casa y Daniela se quería tomar una descanso de la escritura. No obstante, con las noticias y planes repentinos me sentí un poco revuelto, no sabía muy bien lo que me pasaba por dentro y, para no darle más vueltas al asunto, opté por pensar que eran solo nervios ante tanta improvisación. Nos estacionamos en el área de espera del aeropuerto y diez minutos después apareció Claudia. A primera vista no me resultó especialmente llamativa, sin embargo, unos minutos más tarde noté cómo poseía un atractivo pícaro e ingenioso. Desde que se montó en el carro empezó a hablarme como si me conociera de toda la vida. Tomó a Viola en brazos y mientras jugaba con ella nos contó la historia de su vuelo cual aventura de ciencia ficción. Entonces me di cuenta de por qué Daniela la quería de aquella manera desenfrenada. Era especial, de pensamiento rápido y muy decidida. Además, no paraba de morderse el labio inferior, un gesto que me resulta delicioso. Estaba seguro de que si la hubiese conocido hace 4 o 5 años habría querido hacerle el amor hasta que su mente dejase de andar a 200 Km por hora. Del aeropuerto nos fuimos directamente a casa y nos quedamos allí todo el día. Daniela había preparado un bobó de camarão para sorprender a Claudia y nos extendimos toda la tarde conversando en el sofá. Cumplimos con el protocolo usual de los reencuentros esporádicos; hablamos de todo lo relevante y a la vez poco interesante. Siempre ocurre que, incluso cuando hay confianza, el tiempo borra lo cotidiano y a veces la naturalidad resulta un tanto forzada, y así pasaba entre ellas dos, se les veía tan cercanas, tan cómodas, tan felices, pero a la vez tan perdidas. Nadie es la misma persona ni siquiera de un día para otro.
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Esa noche nos fuimos a la cama pronto porque nos esperaban unas cuatro horas de conducción al día siguiente para llegar a Paraty; el viaje tan esperado. Sería una incursión en territorio neutral para conocernos sin prisa y sin condicionamientos. Nos despertamos a las 8am. Claudia no había dormido mucho por el jet lag, pero estaba contenta de estar de nuevo en Suramérica y de disfrutar del clima húmedo y cálido de Río. Se dio un baño y luego cargó a Viola en brazos mientras Daniela y yo terminábamos de preparar las maletas y arreglábamos un desayuno rápido. A las diez nos pusimos en marcha hacia Paraty y pasadas las 3 de la tarde, después de la merecida pausa a la altura de Angra dos Reis para almorzar más delicias de mar a petición explícita de Claudia, estábamos entrando en la linda casita que había alquilado. Nos instalamos con calma y sobre las cinco salimos a dar un paseo por la playa. No nos dio tiempo de hacer mucho más ese día porque desde que Viola llegó, la interminable logística marca el ritmo de nuestras vidas. Claudia parecía adaptarse sin esfuerzo, pero yo notaba como sus hábitos de mujer sin ataduras le hacían falta y buscaba pequeños respiros para recordar que era libre. Cuando pasábamos por un tramo solitario de la playa, se desnudaba en dos segundos y corría a darse un chapuzón, y cuando llegamos a casa se tomó quince minutos antes de cenar para mecerse en la hamaca y escribir en una pequeña agenda forrada en piel oscura. Yo la observaba todo el tiempo y una parte de mí envidiaba esa ligereza que transmiten quienes son dueños de su tiempo. La segunda noche estábamos más animados, aunque un poco cansados por el sol en la piel, pero Claudia tenía ganas de salir a beberse la noche. Se le veía en los ojos. Cada vez que la palabra pinga salía de su boca parecía que estaba hablando de un objeto precioso y yo me iba sintiendo más y más cómodo con su desparpajo y picardía, me empezaba a soltar y a seguirle el juego.
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Salimos de la casa a las 8 de la noche y fuimos primero a comer una pizza. Viola no paró de reírse durante toda la cena y eso nos quitó un peso de encima, parecía que tenía tantas ganas como Claudia de irse a bailar a alguno de esos botecos poco encantadores de Paraty. El dueño de la pizzería, Gabriel Perera fue como se presentó en cuanto entramos al local, nos recomendó un lugar en el que ponían forró y samba esa noche. No tocaba ninguna banda, pero al parecer siempre había algo de ambiente. Compartimos un par de pizzas funghi y después nos fuimos sin prisa caminando al bar para disfrutar de la brisa y bajar la cena. El bar de Lucas se llamaba el lugar recomendado por Gabriel y era como cualquier otro bar de litrón con las paredes forradas de carteles de brahama. Nada más llegar, Claudia se abalanzó hacia la barra del bar y pidió tres pingas y un litro de cerveza. Daniela la acompañó para cumplir con el vals oficial de quién pagará las bebidas, número que nunca falta en las noches de bohemia y que siempre produce una gran somnolencia en el bartender de turno. Mientras tanto, yo me fui a sentar en una de las mesas al aire libre con Viola. El bar estaba medio lleno por personas que parecían de por allí. Se notaba que no eran turistas porque se movían como Pedro por su casa y, en cuanto nos vieron llegar, un par de ellos se acercaron a conversar unos minutos. Vinieron a chequear quienes éramos los nuevos y le hicieron unos mimos a Viola antes de regresar a su mesa. Nos tomamos el primer trago sentados, sorbo a sorbo, hablando de las buenas cachazas de Minas Gerais y ellas se pusieron a recordar y reír sin parar con las anécdotas de cuando bebían pinga como si el mundo se fuese a acabar. Yo las miraba con algo de distancia y una sonrisa apacible. Eran felices. Se veían espléndidas. Pusieron un forró y Claudia me sacó a bailar. Se excusaba diciendo que hacía mucho que no bailaba con un brasilero y
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que seguro había perdido el ritmo, pero se le notaba que los pies le ardían y no podía contener las ganas de moverse. Se agarraba fuerte a mi cuello y movía la cadera con un poco de vergüenza -Ya me iré soltando. Dame uno o dos tragos más me dijo al oído. Un poco más tarde empezó la samba, se levantaron varias mesas e improvisamos una pequeña roda. En medio de las palmas y los panderos Claudia trajo el segundo litro de cerveza a la mesa y la tercera o cuarta ronda de pinga. Daniela ya había parado de beber, pero yo no me corté esa noche. Otra vez sonó un forró y esta vez me quedé yo en la mesa con Viola. A dos o tres metros de nosotros se pusieron a bailar ellas dos. Dos pasos para un lado, dos pasos para el otro, dos para adelante, dos para atrás. Sus vestidos sueltos y ligeros se ondulaban en el aire, y el sudor los abrazaba a sus pechos que jamás se encerraban en un brasiere. Entonces la vi. Vi la historia que no conocía detrás de esas dos mujeres. La vi cuando frotaban sus frentes al bailar. La vi en la mano de Claudia sujetando con firmeza el coxis de Daniela. La vi en esos cuatro muslos que se rozaban en cada vaivén y en el brillo del sudor en sus espaldas. De repente sentí un nudo en el estómago y me empecé a marear. No sé si la cachaza tendría algo que ver o si solo era el vértigo ante lo desconocido, pero me sentía extraño. No eran celos, era un miedo diferente. Perdí por un rato la noción del tiempo y no me di cuenta de si bailaron una, dos o veinte canciones. Volví en mí cuando Viola comenzó a llorar y fue la excusa perfecta para levantarme y decirles que me iría con la nena a la casa. Daniela notó que me encontraba algo descompuesto y no me dejó ir solo, pero Claudia estaba en la cresta de la ola, así que Daniela la animó a quedarse un rato más y ella no se lo pensó demasiado.
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Llegamos a la casa y Viola se durmió pronto. Yo me refresqué con una ducha y me metí en la cama. Daniela me trajo un vaso de agua y luego me hizo el amor. Me abrazó, me besó, me desnudó y me amó con unas ganas limpias que casi rozaban el ansia, mientras yo la sentía con lejanía, como en un sueño. Era un extraño en mi propio cuerpo y en aquella cama, un ser pusilánime que presenciaba ese soberbio momento de Daniela vibrando con la misma energía que tenía cuando nos conocimos. Al día siguiente me desperté un poco después de las 8am. Dejé que Daniela se quedase en la cama un poco más y me fui a arrullar a Viola al salón. Allí estaba Claudia dormida en el sofá con las sandalias a un lado y el vestido medio desecho. Quién sabe a qué hora y cómo llegó. Con los murmullos de Viola se despertó, abrió un ojo, me hizo un guiño y yo sonreí con gesto de disculpa. Me sentía incómodo, perdido. Poco a poco se incorporó y me ofreció un café; se notaba su cansancio y su resaca, pero no perdía la sonrisa. Puso el agua a hervir y se metió rápido en la ducha. Yo aproveché el momento a solas para moverme tranquilo por la cocina y preparar un plato de frutas. Me di cuenta de que estaba intentando evitar a toda costa una conversación. Un par de horas más tarde nos fuimos a pasar el día en la playa. Esta vez sí nos llevamos el parasol y nos quedamos debajo de él toda la mañana acompañados por el silencio. Ellas probablemente por cansancio y resaca, yo por incertidumbre. Claudia estaba blandita, como ella misma se describió -Blandita como una guanábana, así me deja el alcohol cuando abre la puerta que da al abismo de la emocionalidad absoluta. Cada día me gusta menos asomarme por allí, pero parece que no sé echarle bien la llave a ese cerrojo. Empecé a fijarme en todas las pequeñas debilidades de Claudia que había estado pasando por alto, y saltaba mi alarma cuando la escuchaba hacer una pausa un poco más larga de lo normal o cuando cambiaba el tono de voz. Me empeciné en probarme a mí mismo que aquella mujer no era
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tan maravillosa como parecía y que no suponía un peligro para mi mansa relación con Daniela. Me mantuve al acecho con sigilo y esa noche, mientras preparábamos la cena en casa, desvelé su secreto y me llené de satisfacción. Estábamos los tres en la cocina cortando vegetales y frutas para hacer una gran ensalada y Daniela comenzó a contarle a Claudia que planeábamos comenzar un proyecto de escuela infantil en Río. Claudia la escuchaba a la vez que mezclaba maracuyá con yogurt para aderezar la ensalada, y por primera vez noté que estaba incómoda, incluso diría que algo irritada. Cuanto más Daniela se apasionaba contándole nuestro proyecto, más ácida, como la maracuyá que tenía entre los dedos, le respondía Claudia en un contrapunto sin armonía. A primera vista parecía que intentaba jugar el papel de amiga consejera, pero rascando detrás del tono de sus comentarios pude ver su frustración. Claudia, que mostraba un talento excepcional para llevarlo todo con absoluta diplomacia, estaba herida porque Daniela no la necesitaba para ser feliz. Así fue como tuve la segunda revelación de este viaje: Claudia estaba fuera de juego y revivía su viejo desengaño con Daniela. Daniela la excluía de nuevo de sus proyectos, la apartaba de su vida Comencé a sentir compasión por Claudia cuando entendí su soledad, pero por encima de eso sentí placer al verla frágil y sin poder sobre Daniela. El nudo en mi estómago se soltó. Nunca antes había sentido un rencor tan genuino en mí. Tenía miedo. Rencor y miedo. No le temía al deseo entre ellas ni le temía al abandono, le temía con toda mi alma a la fuerza de su complicidad. Más allá de la ignorancia intencional de Daniela para no reconocer el dolor que le producía a Claudia su felicidad, y más allá de las mordidas que le lanzaba Claudia cual fiera convaleciente, entre ellas reinaba la familiaridad. Sus manos se agarraban con amor, sus risotadas hacían temblar las paredes y su pasión al analizarlo todo sin demagogia era contagiosa. Se permitían ser incorrectas, irreverentes, cuestionar la ética imperante y, lo
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más hermoso, se escuchaban. Era única su relación llena de magulladuras y remiendos. Una relación que yo jamás tendría con Daniela. Esa noche después de cenar me excusé y me fui temprano a la habitación con Viola. No quería quedarme allí con mi silencio amargo y mi boca llena de ganas de escupir verdades y atrocidades fruto de la envidia. Ellas se quedaron un buen rato hablando en el salón y luego las escuché salir. Imagino que fueron a pasear junto al mar porque cuando Daniela se metió en la cama traía los pies llenos de arena. Se abrazó a mí y yo fingí que dormía, aunque lo cierto es que no paré de darle vueltas a la cabeza en toda la noche. A la mañana siguiente seguí ausente. Claudia notó desde el primer momento mi incomodidad e inventó la excusa de querer comprar unas artesanías para irse ella sola un rato al pueblo. El plan previsto era recoger las cosas con calma para salir alrededor del mediodía de vuelta a Río. Pasaríamos cuatro horas en el carro en las que nos veríamos obligados a compartir más que silencios, así que no era necesario forzar ningún plan mañanero en grupo. Se hicieron las doce, Claudia no regresaba y Daniela y yo teníamos todo listo para partir. Entonces la vimos cruzar el porche, sin prisa y con un par de bolsas llenas de frutas y verduras -He cambiado de parecer, creo que me vendrá bien quedarme unos días más por aquí, yo sola. Esta casa es muy agradable y me vendrían bien unos días de descanso y buena dieta, sumados a unos buenos baños de mar y siestas en la arena. Regresaré a Río en bus dentro de una semana o dos y podremos compartir un poco más en la ciudad. Por lo general, las decisiones repentinas que rompen con el orden de los planes establecidos resultan un poco difíciles de encajar, aunque no le vengan mal a nadie. Pero no voy a mentir, para mí fue gran un alivio su decisión. Claudia se retiraba discretamente porque sus viejas heridas aún
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supuraban y lo hacía con el que parecía ser su modus operandi habitual: romper con todo y empezar de cero por su cuenta. Cargamos las maletas en el carro y salimos de Paraty casi a la una. Daniela estuvo tímidamente callada durante el trayecto, se le veía un poco resentida y evitaba hablar de Claudia. (La dejé pasar) Dejé que pasara en silencio ese pequeño luto del adiós inesperado, puse su disco favorito de los Secos & Molhados y le agarré la mano un buen rato. Parecía que poco a poco íbamos regresando de un viaje que había alterado nuestra conciencia. Una, dos y hasta tres semanas pasaron y Claudia nunca vino a Río. Nos llamó un poco más tarde y nos dijo que había decidido visitar a unos amigos en São Paulo y de allí volaría a Recife. Hasta el día de hoy no la he vuelto a ver, pero a veces me visita en sueños y me la encuentro en la mirada de algunas mujeres que me cruzo por la calle. Daniela y yo tampoco llegamos a hablar su pasado juntas; decidimos seguir viviendo en nuestro dócil día a día y en la belleza de ver crecer a Viola. Breve glosario: Tapioca: Plato típico de Brasil que es una especie de tortilla hecha con fécula de mandioca y se añaden diversos rellenos. Pinga: Cachaza. Aguardiente de caña. Bobó de camarão: Plato típico de Brasil que consiste en una crema muy espesa de camarones preparada con mandioca, vegetales, especias y aceite. Boteco: Bar popular. Forró: Tipo de música y baile típico de Brasil. Litrón: Botella de cerveza de un litro Brahama: Marca de cerveza brasileña. Roda: Círculo que se forma para tocar y/o bailar samba. Secos & Molhados: Grupo de música pop brasileño formado en los años 70 que se convirtió rápidamente en un gran éxito de ventas.
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Punto de no retorno Alexandro Arana Ontiveros Toda mi vida me concentré en demostrar que la estúpida teoría de la Tierra plana era solo eso: una absoluta estupidez. Conseguí barco, mecenas, tripulación y permisos únicamente con mis capacidades científicas sin tener que recurrir a lazos familiares como suele suceder en estas búsquedas. Sin embargo, en este momento toda mi tripulación me ha abandonado, mis recursos están consumidos casi por completo, y mi credibilidad ya es inexistente: mi barco se encuentra frente al precipicio del límite físico de la Tierra plana. Es el famoso punto de no retorno. ¡Maldita sea, yo siempre pensé que esa teoría era una mentira! A punto de caer, con el barco en 45 grados, corro hacia mi cabina para esperar lo peor: la caída hacia un interminable abismo. ¿Monstruos gigantescos tal vez? No lo sé pero lo que sí es seguro es mi muerte debido a mi necedad científica. Mi padre me lo dijo mil veces: “No hay futuro en la ciencia: no te apartes de Dios”. He aquí el terrible resultado de mi ceguera. Dentro de mi camarote, echo un ovillo en mi cama, espero mi destino final. Sin embargo, luego de un buen rato sigo escuchando el sonido producido por las olas del mar, continúo sintiendo el vaivén del navegar a la deriva. ¿Qué sucede? ¿No debería estar cayendo en un infinito interminable? Me asomo por la ventanilla y descubro algo inesperado: ¡sigo navegando en mar abierto! ¡¿Cómo es posible?! ¡Si yo mismo vi con mis propios ojos el fin del mundo! ¡La orilla de la Tierra plana! ¡El punto de no retorno! Mientras salgo a cubierta, mi cerebro empieza a enloquecer tratando de entender lo que sucede. Hasta que de improviso me llega la idea iluminadora: ¡La tierra es cúbica! Sí, por supuesto, eso es: la Tierra no es esférica (acepto que me equivoqué), pero tampoco es plana
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(ellos también están equivocados). ¡Es un cubo! Un inmenso y hermoso cubo cubierto de agua y vida flotando a la deriva en el espacio universal. ¡Tal cual! Entonces llega el ataque de risa combinado con triunfo absoluto. Tras un par de semanas navegando completamente solo, nuestro osado protagonista ha iniciado la escritura del ahora famoso “Tratado Único y Veraz sobre la Tierra Cúbica” que habría de darle por fin el reconocimiento mundial ante la sociedad científica de su época, tal como lo dicta nuestra historia humana. Lo que él en realidad desconoce es lo que ahora todos sabemos gracias a las más modernas tecnologías que hemos desarrollado: la Tierra en realidad no es esférica ni cúbica, ¡es absolutamente plana! Y no solo es llana sino que además posee dos civilizaciones humanas (una distinta en cada una de sus dos caras), exactamente inversas respecto a sus características propias.
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Entre dos continentes Ruth Escamilla Monroy El viaje empezó en la oficina, en una tarde de extenuante revisión de trabajos académicos. En una pausa para no enloquecer, Álex descubrió precio especial en los vuelos a Estambul. Era en ese momento o nunca. Mi estancia laboral en Pekín estaba por terminar y debía despedirme del Oriente de forma épica. Además, faltaba poco para nuestros cumpleaños, así que se tejían los argumentos para hacer el viaje. Dije sí y una vez comprados los boletos, nos dimos a la tarea de buscar información del lugar de la escala y del destino. Los dos tienen frontera con países en conflicto. Para viajar a Turquía, la embajada de nuestro país recomendaba dar itinerario detallado a los familiares y no visitar ciertos lugares por seguridad. Unos meses antes había explotado una bomba en el aeropuerto Atatürk de Estambul. Para evitarles temores a nuestros padres que viven en México, decidimos informarles con detalle solo a los colegas españoles que se habían convertido en hermanos para nosotros en aquella aventura de enseñar nuestra lengua en China. En menos de 15 minutos completamos el trámite de visa de forma electrónica. El viaje sería una locura, dos días para transporte y dos días completos en la ciudad más deslumbrante, establecida en dos continentes. Empezamos la aventura. La línea aérea nos sorprendió por su personal físicamente perfecto, impecable y con unos modales que no entendíamos. Nos hablaban en una lengua desconocida por nosotros y solo cuando veían nuestra incertidumbre usaban el inglés. Sonreían poco. Disfrutamos el trayecto y aprendimos sobre Azerbaiyán, el país de nuestra escala. Volábamos a su capital: Bakú, que sería sede de los Juegos de la Solidaridad Islámica, una competencia deportiva que existe desde 2005. Descendimos sobre casas perfectamente pintadas, con grandes áreas verdes y entre calles de trazo preciso. Heydar Aliyev es un aeropuerto que invita al viajero a quedarse en el país, para conocer más.
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Para saber por qué las tiendas de recuerdos tienen la forma de capullos, por qué hay tejidos de lámina de madera decorando los espacios interiores, por qué hay sillas de descanso con forma de jaulas de pájaros abiertas o a qué hora se bebe el té rojo que venden en las tiendas libres de impuestos. Cada vez estábamos más emocionados. En las pantallas se anunciaban vuelos a lugares como Dubai, San Petersburgo o Bagdad. Para Álex era el segundo viaje a Estambul, por eso quería que yo fuera, porque me conoce bien y sabía que me iba a enamorar. Al llegar al aeropuerto de Atatürk, me emocionó la diversidad de viajeros que hacíamos fila para pasar migración y empecé a buscar los rostros de Héctor, París, o Suleimán el Magnífico en la fila de los nacionales. No podía contener la emoción al pensar que iba al país de donde había leído tantas historias en la clases de literatura y arte. Tomamos el metro y cuando salimos del subterráneo abordamos el tranvía y apareció ante nosotros la vida cotidiana. Los alrededores de Estambul, las mezquitas, la inconfundible bandera roja con la media luna y la estrella, la vieja muralla y poco a poco la ciudad, con la entrada al Gran Bazar, la Basílica Cisterna, Santa Sofía, la Mezquita Azul. Ver pasar a la gente que vive ahí, acostumbrada a la milenaria historia de sus muros, a esas aguas que surcaron personajes legendarios y caminar como si nada, siendo parte del encanto. Ojos asombrados de viajeros, el viaje era físico y mental. La imaginación desbordada luchaba con la razón que trataba de entender los letreros, de grabarse las estaciones, de meter todo al almacén de la memoria para luego evocar los recuerdos que empezaban a formarse ahí, en el tranvía. Descendimos, teníamos que buscar el hotel para dejar nuestras cosas y poder salir a la ciudad. En un momento más caería la tarde. Paramos en un restaurante para comer y orientarnos. Llegamos a nuestro lugar de hospedaje, justo frente a una mezquita, como tantos lugares de Estambul. Hay que escribir un párrafo aparte para hablar de la belleza masculina. Los ojos no descansan. Por todos lados aparecen
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miradas oscuras, cejas pobladas, espaldas anchas, aromas intensos, barbas cerradas, grupos de hombres, parejas, tríos, dueños de las calles, sonrientes, ruidosos, seductores. Caminamos. Atravesamos el Cuerno de Oro, en cuyo puente nos sorprendió la cantidad de pescadores con caña que día y noche forman parte del paisaje. Las seis de la tarde nos dieron ahí, en el Puente Gálata entre las fotos de un paisaje jamás visto por mí, un sitio donde el islamismo predomina en la arquitectura y en el aire: se activaron los altavoces de las mezquitas y empezó el llamado a la oración en árabe. No había manera de olvidar que estábamos en un lugar muy distante de nuestro país, de nuestro lugar de trabajo, estábamos en Estambul, Constantinopla, Bizancio. Llegamos al Bósforo, con sus aguas oscuras y poderosas. En la orilla, un hombre anunciaba lo que creímos que era un paseo en bote y no dudamos en abordarlo. Eran los primeros días de diciembre, así que bien cubiertos permanecimos en el segundo piso, intentando hacer caso omiso del frío, hipnotizados por las luces que iban iluminando la noche creciente y que se reflejaban en el agua. Llegado el momento, bajamos a la cabina y recuperamos el calor con otros pasajeros, alrededor de un enorme recipiente de çay, el té turco de color rojo, aroma atractivo y vapor reconfortante. Descendimos en un punto diferente al de partida y nos topamos con una mezquita abierta. La sola entrada al patio me hizo sentir recogimiento, también la oración que alcanzaba a escucharse. No era momento de pasar. Seguimos andando y llegamos al corazón de la ciudad, la plaza de encuentro entre Santa Sofía y la Mezquita Azul. Nos entregaron su exterior iluminado y la promesa de dejarnos disfrutarlas otro día. Encontramos también el antiguo hipódromo romano, donde la altura del obelisco traído desde Egipto nos tenía con la boca abierta. Esa debía ser la intención del emperador Teodosio, hacer notar el poderío de su imperio al ser capaz de transportar semejante mole de piedra a tantos kilómetros de distancia. Bajamos por la avenida Alemndar y disfrutamos con la vista de las vitrinas de
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tiendas de té, cafés, textiles, delicias culinarias, postres, recuerdos. Anduvimos hasta que la noche se fue poniendo muy sola, pero en el puente seguían los pescadores. Un desayuno inesperado nos dotó de fuerzas, si es que las necesitábamos. Una tabla de quesos, miel, mermeladas, pan, embutidos, aceitunas negras, pepinos y tomates frescos nos esperaba a cada uno en el pequeño café del hotel. Por supuesto, nuestro çay lo acompañaría, servido en un vaso de vidrio y sobre un plato blanco con decorado rojo, la manera típica de ofrecerlo, me dijo Álex. Éramos las únicas personas que habían madrugado, así que la atención del encargado se centró en nosotros y nos confió abiertamente su postura política, su desconfianza hacia los medios de comunicación y hacia ciertos gobiernos imperialistas que tergiversaban datos para asegurar su poderío económico en la zona. “Quieren que tengamos miedo, pero nosotros no tenemos miedo. Si nos dicen que no salgamos, nosotros nos vamos a la calle a demostrar que estamos listos para todo”. Aunque las recomendaciones de la embajada decían que evitáramos la plaza Taskim, tomamos el funicular y descendimos en ella. No podíamos perdernos la emoción de ver ondear la hermosa bandera turca y admirar los monumentos. Al fondo de una de las calles que desembocaban en la plaza se veía el Bósforo, como llamándonos. Esa mañana decidimos dejarnos llevar y sin ruta establecida tomamos la primera calle comercial, llena de establecimientos de döner. No pudimos dejar de agradecer la herencia turca en México, pues una de las cosas que más extrañábamos eran los tacos al pastor, en los que la carne se cocina igual. Las láminas se insertan en una varilla y el fuego las asa en forma vertical. En Turquía se usan panes de harina de trigo para acompañar la carne; en México, con ella se rellena un taco de maíz. Con los ojos nos comimos los aparadores de delicias espectaculares de coco, nuez, pistache, almendras y más. Después de un rato, decidimos entrar a Saray Patiserie y disfrutamos un café intenso, aromático, y un par de postres
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que compartimos para no quedarnos con las ganas, uno era de leche a la plancha y el otro era una fiesta de frutas, semillas y budín. Fue una gran sorpresa encontrar dos templos católicos en la misma calle de Istiklal cuando pensábamos que hallaríamos mezquitas. Luego nos topamos con una librería de tres pisos, de madera, una belleza. Nos encantó encontrar libros de escritores latinoamericanos, ediciones de el Quijote y biografías de Frida Kahlo. A ella la vimos también decorando camisetas y bolsas. Probamos un döner en pan pita, eran bocados de felicidad, con un escalón por asiento, viendo pasar la vida cotidiana de los ciudadanos y los pasos pausados de turistas como Álex y yo. Continuamos por Galip Dede, una pequeña calle cuesta abajo llena de tiendas de instrumentos musicales y cafés bohemios. Entramos a un cementerio que diferenciaba las tumbas de hombres y mujeres por el decorado de sus lápidas. Tanto las tumbas como las inscripciones doradas en el muro de entrada y los gatos merecen detenerse unos minutos a tomar fotografías. Nos acompañaba el viento en nuestro recorrido, empujó nuestros pasos luego de la pausa y casi nos arrebata el móvil en el mirador de la Torre Gálata. La vista desde ahí es imperdible, 360 grados de Estambul, de sus mezquitas, de su cielo que ha sido testigo de siglos de historia, de las aguas que la dividen y la unen, llenas de embarcaciones. Ahí en la torre conocimos a dos argentinas, viajeras jubiladas que empezaron su ruta desde el norte de Turquía. Venían llenas de asombro, de fotos y de historias. Continuarían su viaje al sur y una se iría en crucero a Grecia. Álex y yo volveríamos a Pekín porque debíamos regresar al trabajo en cuanto bajáramos del avión, pero estábamos en Estambul e hicimos lo necesario para visitar la mezquita de Süleymaniye. Valió la pena tomar transporte, atravesar un puente, subir una colina. La hora del atardecer se acercaba. Álex ya la había visitado y tenía la seguridad de que yo la amaría.
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Además del asombro ante la arquitectura y la decoración, unos voluntarios nos recibieron amablemente y con la disposición para explicarnos en inglés el significado de la caligrafía, los modos de oración, los principios de la religión islámica y regalarnos un ejemplar del Corán en nuestra lengua. Sintiendo una armonía en el alma, caminamos por los jardines con árboles centenarios y césped perfecto. Vimos los cambios de color en el cielo que despedía a la tarde y entramos en Lalezar Çay Bahcesi, un espacio para beber çay y fumar, escondido en un patio antiguo al que se baja por una escalera de piedra. Un sitio para hombres que fuman, beben, charlan y miran. Nos dejamos llevar por la gravedad de una cuesta y llegamos al Gran Bazar. No tenía idea de lo bien que le queda el adjetivo, aunque mi papá ya me lo había advertido. Se necesita tiempo para recorrerlo, un bolso lleno de dinero y un convenio con una paquetería que se lleve todas las compras que una persona desea hacer. O bien, ir con poco tiempo, poco dinero, ganas de llenarse los ojos y luego contar las maravillas vistas. Como en mi caso. Desde antes de entrar, ya quería comprar un tapete rojo, majestuoso. Adentro, deseaba lámparas, blusas tejidas a mano, pañuelos, sacos de especias, bolsas de té de rosas de Esparta, dulces, alhajeros labrados, joyas, un cuadro con los 99 nombres de Alá, un vendedor que me prendió del pecho un ojo turco, vajillas, bolsos, paquetes de café, tanto que admirar, entre puestos, gente y arquitectura. Sabiendo que volveríamos al día siguiente, nos fuimos cuando empezaron a apagar las luces. Afuera, el cielo oscuro me regaló una media luna turca y una estrella. “Dios no nos deja con ganas de nada”, me rondaba la voz de mi madre en la cabeza. Repetimos la caminata nocturna por la avenida Alemndar, para decirle a Santa Sofía que al siguiente día la visitaríamos, para pasar junto a la muralla del palacio Topkapi, para llenarnos los ojos con lo que hay detrás de cada vitrina, en cada muro y tomarnos un sahlep, una deliciosa bebida caliente, blanca, hecha con especias y leche. El vendedor era un gran conversador, orgulloso de sus productos. Nos dejó
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ver la tienda y preguntar todo lo que quisimos sobre los tés y condimentos que ofrecía. No nos persuadió para comprar nada, como sí lo había hecho un joven calles arriba. Ofrecía un té para el amor y su disposición a probar conmigo su eficacia. Antes de llegar al hotel, paramos en un bar al que los empleados nos invitaron a entrar mientras bailaban en la acera al ritmo de música electrónica con tintes turcos. Algo así como el estilo de Tarkan, quien causó furor en México a finales de los noventa. Disfrutamos la velada en aquella calle oscura, en aquella terraza por donde entraba gente y no salía. Buena música, buen ambiente y excelente compañía, Álex y yo, con la promesa de seguir cumpliendo 28 años cada diciembre. Ese día teníamos nuestra cita con la basílica y mezquita más famosas: Santa Sofía y la Mezquita Azul. Desde el jardín de la entrada ya se siente la magnificencia del edificio de Ayasofya, dedicado a la sabiduría divina. Los minaretes son altísimos, te obligan a elevar los ojos y encontrarte con el cielo. En el suelo están los restos de la decoración romana de la primera iglesia ahí edificada por Constantino en el siglo IV. Atravesar la puerta y encontrarse en sus pasillos desnudos es una preparación para lo que viene. Si se sigue el pasillo hacia la puerta suroeste, un espejo al frente devela lo que hay sobre la cabeza, el mosaico de la Virgen María con el Niño Jesús en sus rodillas, custodiada por los emperadores Constantino y Justiniano. Si se sigue la dirección opuesta, se encuentra una rampa que lleva al encuentro de lo indescriptible: el interior de la basílica, desde el segundo nivel, con la luz que entra por la cúpula, con la Virgen y el Niño Jesús al fondo en el ábside y la caligrafía árabe en unas gigantescas tablas al centro. En el interior conviven en armonía las manifestaciones del arte de dos poderosas religiones. Desde un balcón al que conduce la rampa, la emperatriz y las mujeres de la corte asistían a los oficios religiosos cristianos. Después de atravesar una enorme puerta de mármol labrado, se llega al
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balcón destinado a la alta jerarquía religiosa y al muro en el que Jesucristo está en el Juicio Final, a sus costados San Juan Bautista y la Virgen María muestran su aflicción por quienes serán juzgados. Aunque gran parte de las teselas del mosaico fueron retiradas, los rostros son expresivos. A pesar de haber visto el arte bizantino en mis clases de arte y literatura, nada se compara con estar de pie frente a ellos, mirar su entorno, la forma como se integran con el espacio, la manera oblicua en que les da la luz de la mañana, la profundidad y el volumen de las imágenes y las emociones de los rostros. Un poco más adelante se encuentra el mosaico que presenta a Cristo en su trono, con la emperatriz Irene y el emperador Juan II. Al final del pasillo hay una pequeña ventana hacia la nave principal, desde ahí se aprecia de cerca la perfección del rostro de la Virgen María, sentada en su trono y con el Niño Jesús. Como fondo, infinitas teselas doradas enmarcan la majestad de la escena en el ábside. Una vez en la planta baja, los ojos no saben hacia dónde dirigirse. Dondequiera hay algo que admirar. La altura de la cúpula, las columnas de diferentes colores, los candelabros, las decoraciones del piso, las alas de los ángeles junto a las tablas de caligrafía más grandes del mundo, el lugar donde el sultán oraba, el mihrab que indica hacia dónde está La Meca y el minbar con su escalera de mármol, desde donde se dirigía la oración, los mosaicos, los gatos que parecen parte del museo, las imágenes mentales de todos los acontecimientos ocurridos. Antes de salir, otro mosaico nos aguardaba, Cristo Pantocrátor, o Señor del universo, vestido de blanco y en un trono ricamente adornado, con un emperador a sus pies en actitud de adoración. Afuera, sigue la belleza al contemplar la fuente de las abluciones, circular, de mármol, herencia del arte islámico. Hacía un día espléndido. Caminamos un poco. Cruzamos una puerta de la muralla del palacio Topkapi y, luego de atravesar un jardín con árboles añosos, llegamos a la basílica Hagia Irene o de la Santa Serenidad. A pesar del recinto de donde
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veníamos, esta sencilla construcción de paredes no decoradas y completamente vacía nos dejó muy claro el estilo arquitectónico bizantino y el origen de su nombre. En sus muros, las múltiples ventanas con arco de medio punto permiten el paso de los rayos de luz. Hay silencio, contemplación de las sensaciones de tranquilidad que ahí se producen. Se considera la primera iglesia cristiana de Constantinopla y se mantiene de pie. Puede verse en ella el germen de la estructura de Santa Sofía. Admiramos la muralla del palacio y salimos por una calle en la que había vestigios de columnas y capiteles romanos, además de gatos que tomaban el sol sobre aquellas piedras que alguna vez sostuvieron edificios. Nos sentamos a pensar en el tiempo y a escuchar el graznido de los cuervos hasta que el hambre nos llevó a una terraza vecina de la avenida Alemndar, por donde habíamos caminado tantas veces. Un hombre muy amable nos ofreció un precio especial en los platillos típicos y un jugo de granada. Nos decidimos por unos pinchos de cordero y berenjena, cuyo sabor nada ha podido superar. También quisimos probar el testi, un recipiente de barro que se rellena con carne, verduras y salsa. Se sella y se cocina a las brasas. Es un espectáculo ver llegar al camarero con una mesa rodante en la que hay brasas y cenizas debajo del recipiente. Poco a poco lo hace girar, le da golpes en la boca y cuando cambia el sonido de los golpes, la parte superior se rompe y deposita el contenido en el plato. ¡Qué tarde! No queríamos movernos para seguir contemplando. Estábamos en el corazón de Estambul, con una vista inmejorable, disfrutando una comida deliciosa cerca de un calentador que nos hacía más agradable el ambiente. Cerca de nosotros, un joven sacaba hilos de helado de una garrafa, los estiraba, les daba vueltas y los devolvía para que siguiera el proceso de nevado, se trata del dondurma, un postre artesanal turco. Cuando nuestro itinerario nos hizo levantarnos, fuimos hacia la Basílica Cisterna Yerebatan, bajo la tierra, tal como un aljibe, pues fue hecha para ese fin. Está sostenida por
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columnas decoradas, estéticamente colocadas, como si no se tratara de un almacén de agua, sino de un palacio. Como el sitio subterráneo que es, resulta oscuro y al caminar sobre una pasarela a pocos metros del agua, la humedad se deja sentir, se escuchan gotas. Parece que esconde secretos, parece el palacio de seres mitológicos y más cuando se ven los letreros que anuncian la proximidad de dos cabezas de Medusa. La emoción crece y ahí donde hay más gente congregada se ven, como base de dos columnas, con huellas de agua y con limo. Medusa petrificaba a quien la mirara a los ojos y al verse en el escudo de Perseo, ella misma se volvió de piedra. Sus ojos sin mirada parecen dominar el espacio subterráneo. Más allá, otra columna llama la atención; tiene lágrimas grabadas. Se dice que es un homenaje a quienes murieron en la construcción de esa obra civil imponente, pero casi secreta. Salimos de ahí para volver a elevarnos. El siguiente punto de visita era la Mezquita Azul, o Sultanahmet Camii. Ya había aprendido que para entrar a una mezquita se requería un atuendo especial. En lugar de molestarme, me gustó el hecho de prepararme desde el exterior para vivir la experiencia. Una larga fila de mujeres esperaba recibir un velo, también una falda si su atuendo inferior era corto o ajustado. Hombres y mujeres debían tomar una bolsa de plástico para guardar su calzado y poder entrar a un suelo mullido, cubierto con tapetes. La estructura recuerda a la de las basílicas que habíamos visitado por la mañana, pero la decoración introduce de lleno al arte islámico: figuras geométricas y caligrafía embellecen ese espacio sagrado, también los enormes candelabros a baja altura. Estando en un sitio así es difícil no pensar en lo divino. Más que tomar fotografías o video, ese lugar es para contemplar, para meditar, lo cual resulta un poco complicado con tantos turistas, pero puede hallarse el espacio para sentarse en el suelo y llenarse de paz. A unos metros, vuelve a encontrarse el bullicio de la ciudad, los restaurantes con espectáculos tradicionales, las tiendas de tapetes probados por gatos que descansan en ellos. Fuimos de nuevo al Gran Bazar para seguir admirando. La bóveda
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estaba decorada de formas diferentes en cada pasillo recorrido. Había pequeñas fuentes de abluciones de mármol así sin más, entre sillas de madera o de plástico, entre paquetes con mercancías. Nos sentamos en un puesto de café a disfrutar de esa bebida y de un par de postres hojaldrados, con nueces y almendras. Ahí estuvimos, mirando pasar vendedores, clientes y viajeros hasta que llenamos nuestros ojos y salimos. Era la última tarde en la ciudad de nuestros sueños, a la que habíamos hecho nuestra gracias a Álex, su amor por los viajes y su naturaleza de ángel guardián. Nos despedimos de ese espacio por el que habíamos pasado desde el día de nuestra llegada. Tomamos el tranvía como entonces y dijimos adiós a los lugares que acabábamos de visitar, a nuestra querida muralla, a los escaparates. Bajamos cerca de la terminal marítima. Queríamos despedirnos del Bósforo y estar entre dos continentes dentro de la misma ciudad. Tomamos una embarcación que nos llevó a la parte asiática de Estambul. Vimos las aguas oscuras y agitadas, las luces que se encendían y se reflejaban en ellas. Caminamos disfrutando la noche y tomamos el Marmaray. Se trata del tren submarino más profundo de Europa. En unos tres minutos estábamos de nuevo en el Viejo Continente. Caminamos por el Puente Gálata, esa vez por su nivel bajo, en el que hay restaurantes y bares. Entramos en uno, con los ojos melancólicos, para ver las luces y las sombras de Estambul. Subimos a la parte superior a despedirnos de los pescadores. En el nivel bajo habíamos visto los cáñamos tensos y los anzuelos en su ascenso y su descenso. Ahí estaban ellos con su impermeable, con su abrigo, con sus hijos. Diversos vendedores ambulantes les permiten conservar la temperatura y el vigor para seguir ahí, esperando llenar sus cubos. Dijimos adiós a la noche. Yo había querido ver el cielo del amanecer, pero las mañanas anteriores habían estado nubladas, esa no. Del azul, pasó al rosa, al lila, al violeta. Salió el sol entre cúpulas y minaretes. El desayuno nos esperaba y también las maletas. Abordamos
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el tranvía, con un hilo más en el entramado que une nuestras vidas, sabiendo que algún día volveríamos por el pedazo de alma que dejamos entre dos continentes.
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Un desvío sorprendente J. Martín Alcaid Era un día soleado, sin viento, con alguna que otra nubecilla paseándose con languidez por el cielo. Llevaba tres horas conduciendo, escuchando música y las instrucciones del GPS. En un determinado momento, los datos del navegador dejaron de coincidir con la señalización de la carretera: «en la rotonda, gire a la derecha», cuando no existía tal posibilidad, o bien, «a quinientos metros, tome la salida», y la maniobra era imposible porque la vía estaba inacabada. Volví sobre mis pasos para comprobar los indicadores, por si no los hubiera interpretado correctamente, y retomé el camino inicial, pero no lo tenía nada claro y empecé a ponerme nervioso. Menos mal que encontré a un hombre sentado en el talud de la carretera. Era algo barbudo, portaba en la espalda el típico zurrón de los pastores, con la mano derecha se apoyaba en un cayado y con la izquierda sujetaba un mechero de yesca, seguramente estaba a punto de encender un pitillo. Supuse que estaría al cuidado de una piara de cabras, aunque ni se veía ninguna buscando comida entre los matorrales ni se oía el característico cencerreo de sus campanillas. También me extraño que no le acompañara un perro guardián como suelen hacer los cabreros, claro es que el animal podría haberse internado con el rebaño entre la maleza. Paré el vehículo y bajé la ventanilla derecha. —¡Buenos días! Disculpe, me parece que me he perdido, ¿podría decirme donde está la salida para ir a…? —le pregunté. No me dejó terminar la frase. —Más de uno que pasa por aquí piensa que se ha extraviado; aunque no lo crea, va usted bien, continúe en esta misma dirección unos tres kilómetros más y encontrará un cartel indicándole un desvío, tómelo, no existe otra ruta —
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me dijo, sonriente, mientras me miraba fijamente —. ¡Ya verá como no se ha perdido! —¡Muchas gracias!¡Adiós! Dos cosas me habían llamado la atención en aquel hombre: su mirada penetrante y su nariz. No soy experto en narices, pero sé reconocer algunas de ellas; ésta se podía calificar como del tipo semítico, porque era un apéndice de tamaño grande, con fosas nasales anchas y puente bastante elevado que le daba una forma ganchuda, característica de los pueblos árabes y hebreos; igualmente podría pertenecer, por su volumen y su pico bulboso, a otro tipo cuyo nombre no recuerdo. Reanudé el viaje. Mientras me alejaba del lugar, observé por el retrovisor que el hombre se había levantado; en la distancia parecía la figura de un patriarca bíblico descansando sobre su báculo; volví a mirar, el hombre había desaparecido. A la distancia señalada por el pastor, hallé el siguiente cartel: «CARRETERA CORTADA, DESVÍO PROVISIONAL». Dejé la calzada bastante bien asfaltada por la que había circulado hasta entonces y entré en una vía grisácea con el firme deficiente; no tenía otra opción, era esa o retornar al punto de partida. Como se suele decir, me lancé al ruedo, confié en que iba con toda seguridad por el buen camino hacia el destino previsto. ¡Pobre de mí, cuan equivocado estaba! Mi relativa tranquilidad no iba a durar mucho tiempo; en aquel entonces ignoraba que me aguardaba un hallazgo sorprendente. Tras varias curvas, llegué a un altozano desde el que pude divisar una inmensa llanura que se perdía en el horizonte. Inicié el descenso. Conforme bajaba, la vegetación iba disminuyendo y la sequedad del suelo, aumentando. Me estaba adentrando en un territorio desértico e inhóspito donde solo crecían vulgares matojos, pero ni un árbol ni una miserable yuca. Una vez llegado a la base de aquella elevación, la carretera dejó las caprichosas revueltas para
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transformarse en una recta monótona, una recta que parecía haber sido diseñada con un tiralíneas. El asfalto, recalentado por el sol, producía en la lontananza unos efectos ópticos en forma de charcos de agua, que desaparecían conforme me acercaba a ellos, eran puros espejismos. El viaje, iniciado con optimismo e ilusión, se estaba convirtiendo desde aquel momento en tedioso e insoportable. El calor y el trazado monótono de la carretera me producían un efecto soporífero que podía resultar peligroso. Me sorprendió la ausencia de tráfico y de vida, y es que no se veía alma alguna por aquellos parajes, hasta los pájaros habían dejado de volar. La radio, que estaba emitiendo música country, enmudeció de repente, y aunque busqué otra emisora en el dial solo hallé la clásica «fritura» de las ondas. El GPS también calló, y el móvil se quedó sin cobertura. Suplí esas carencias canturreando alguna que otra canción. «Vamos, resígnate, — me dije irónicamente— porque es una situación ideal para quedarte averiado y que nadie venga a socorrerte». Fue entonces cuando empecé a percibir un cambio en la atmósfera: el cielo comenzó a encapotarse, y se presentó un viento racheado de costado que sacudía el coche y lo empujaba hacia el lado contrario de la carretera. Esta situación me obligó a sujetar con firmeza el volante y a capear como pude las inclemencias del mal tiempo; se levantaban nubes de polvo, y los remolinos de arena sobre la calzada eran constantes. Temí que fuese una tormenta de polvo sahariano; en estos casos es recomendable detener el automóvil para evitar que pueda quedar inutilizado por las partículas de polvo en suspensión, incluso es mejor abandonar la ruta principal y buscar un refugio seguro hasta que la tormenta haya pasado. Descarté la medida porque no veía ningún lugar adecuado donde guarecerme. Con la ventolera surgieron esas alocadas y espinosas plantas llamadas estepicursores, que hemos visto tantas veces en las películas del Viejo Oeste o en las de misterio, donde aparecen de forma siniestra en escenas nocturnas. Tienen muchos nombres, pero me quedaré con el de
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«rodamundos». Contrariamente a lo que cabría pensar, no son autóctonas de aquellos desiertos cinematográficos ni de ninguna otra parte del continente americano; son oriundas de las estepas del sur de Rusia. Las semillas llegaron, hace casi un siglo y medio, mezcladas con un cargamento de linaza. Con los años, las condiciones ambientales propiciaron su multiplicación y su arraigo, ya que pertenecen al grupo de plantas invasoras más agresivas que pueda haber en las zonas áridas. También se adaptaron en otros países: desde Noruega a Sudáfrica, o desde Nueva Zelanda a España, por ejemplo. Durante el crecimiento adquieren esa característica forma redonda que les permitirá rodar por el suelo cuando se sequen y rompan su atadura con el terreno donde se desarrollaron; entonces, cargadas con una apreciable cantidad de semillas, irán dispersándolas conforme viajan. El coche avanzaba con cierta dificultad en dirección a Levante, frenado por el viento, con el agobiante polvo restándome visibilidad. Utilizaba el limpiaparabrisas para desempolvar el cristal delantero, y para hacer lo propio con el del lado derecho bajaba y subía rápidamente la ventanilla. Pero, por muy veloz que fuese la operación, no podía impedir la entrada de aire polvoriento en el interior, lo cual exacerbaba mi renqueante rinitis; además, al sufrir constantemente el impacto de los «rodamundos», debía estar muy vigilante para que no se colara ninguno, cosa que sucedió en una ocasión; me alcanzó uno en la cara y me las vi y me las desee para deshacerme del intruso. Mientras tanto, el horizonte se había oscurecido aún más y los relámpagos no cesaban de iluminar aquella zona. Supuse que sería una clásica tormenta seca, con mucho aparato eléctrico y escasa precipitación, como sucede generalmente cuando existe poca humedad en los niveles bajos y medios de la atmósfera y la lluvia se evapora antes de tocar el suelo. En estos casos los rayos suelen ser abundantes, aunque no son numerosos los que llegan a tocar tierra. Pese a creer que, llegado el momento, los neumáticos podrían servirme de aislante, consideraba arriesgado meterme en la zona de la perturbación ya que temía ser alcanzado por una chispa.
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Afortunadamente, la tormenta cambió de rumbo y se alejó de mi ruta. Cuando llegué a la zona que había sufrido la inclemencia atmosférica, hallé en la calzada auténticas charcas de agua; esta vez eran reales. El tiempo empezó a mejorar ostensiblemente, la atmósfera se serenaba y el cielo recobraba su tono azul. Como por arte de magia, habían desaparecido los agresivos y endiablados «rodamundos» y los pájaros habían decidido volar de nuevo, confirmando así que el pulso de la vida iba recobrando la normalidad. Me sentí reconfortado, pero con unas ganas tremendas de acabar mi periplo por tan agobiante e inacabable trayecto. Un punto apareció en el horizonte, primero diminuto, luego engordó conforme el auto devoraba kilómetros; tomaba consistencia de forma progresiva, pero seguía estando lejos y no acertaba a discernir su naturaleza. Pensé que sería otro vehículo parado en el arcén por cualquier motivo, o de conducción lenta como un camión. Tuve que recorrer una cierta distancia para distinguir con claridad que se trataba de una edificación, tal vez una vivienda, un almacén o algo por el estilo. Finalmente me quedó claro: era una gasolinera. Eso significaba que podría conversar con alguien, reparar fuerzas e incluso repostar. No tenía la apariencia de una estación de servicio al uso. Se trataba de un viejo barracón de aspecto abandonado, con fachada y techumbre de chapa ondulada, y dos surtidores pintados de rojo y blanco pertenecientes a la compañía petrolífera Mobilgas. Un Pegasus de apreciable tamaño —el caballo rojo alado logotipo de la marca— cabalgaba sobre el borde del tejado, y en otros carteles se podía leer Route 66. Poco antes de llegar al edificio, el distintivo de los autocares regulares de América, el «Greyhound» (galgo), se balanceaba en lo alto de un poste. Bajo un porche central, también recubierto de chapa, estaba aparcado un descapotable rojo con franjas blancas en los laterales, se trataba de un Chevrolet Corvette Roadster de 1958. En la esquina izquierda del barracón, no muy lejos de unas chumberas y unos cactus, se aburría un viejo y oxidado Ford T. Algunos «rodamundos», abandonados por la ventolera, se movían
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indolentes bajo el impulso de una suave brisa. Detrás del primer coche, se veía un dispensador de Royal Crown Cola y, junto a él, un libre servicio de hielo. El conjunto me produjo la sensación de un «déjà vu», si bien no recordaba el lugar. Pensé entonces que podría tratarse de una gasolinera de la década 50, llamada hoy Hackberry General Store, un verdadero museo situado en la población de Hackberry (Arizona), no muy lejos de Las Vegas (Nevada) en la Ruta 66, la que cruzaba los Estados Unidos longitudinalmente desde Chicago hasta Los Ángeles, y cuyo final se cambió luego por el de Santa Mónica, ciudad de larga y ancha playa arenosa al borde del Océano Pacífico. A partir de entonces, la Mother Road (la Carretera Madre), nombre acuñado por John Steinbeck en su novela Las Uvas de la Ira, terminó precisamente en el muelle de ese municipio. Finalmente, la ruta se descatalogó y se cerró oficialmente en 1985. Pese a que nunca estuve en América había visto tanto la ruta como la gasolinera en películas y documentales, incluso había soñado con recorrerla alguna vez a bordo de una autocaravana, visitar lugares legendarios como el Grand Canyon National Park, atravesar el desierto de Mojave o bajar al Valle de la Muerte —digo bajar, porque es la zona terrestre más baja de Norteamérica, a 86 metros por debajo del nivel del mar—, y asistir al fenómeno de las piedras reptantes, hasta terminar en Las Vegas. Creer en esa posibilidad era una pura quimera: al billete de avión hay que sumar el alquiler elevado de este tipo de vehículo, los gastos de estancia y manutención, las visitas, los «souvenirs», etc. ¡Un dineral! Hoy por hoy, no me lo puedo permitir. Así que me encontraba ante una sorprendente estación de servicio —que bien podía ser una réplica de la mítica americana— en el corazón de un desierto español, llámese Los Monegros, Tabernas u otro. Era lo más verosímil, pues no cabía en mi mente que fuese el resultado de un proceso de «teletransportación»; no soy tan ingenuo como para creer en esa clase de fantasía. Sin embargo, hubo gente en su día que no lo puso en duda, como los testigos del Experimento Filadelfia, una prueba supuestamente realizada por la Armada de los Estados Unidos durante la segunda
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guerra mundial, a plena luz del día, en los astilleros de Filadelfia; pretendía la invisibilidad de un buque de guerra, el destructor USS Eldridge. Los asistentes afirmaron que se logró la invisibilidad del navío y que, además, fue «teletransportado» en un viaje de ida y vuelta hasta el puerto de Norfolk (Virginia), permaneciendo en él quince minutos. El experimento formaba parte del Proyecto Arco iris. Al parecer, fue abandonado a causa de los problemas que ocasionó: fuertes nauseas en algunos de los marineros involucrados, esquizofrenia, pérdida completa del juicio y fusión de los cuerpos con el casco. No existe ninguna evidencia sobre este caso que, por otra parte, se llevó al cine. Lo que sí parece cierto es que la marina americana experimentaba en el campo de la invisibilidad; por ello, dotó al citado destructor y a su gemelo, el USS Engstrom, con un sistema que rodeaba todo el casco con cables eléctricos para reducir el campo magnético y evitar de esta forma que fueran un blanco fácil de las minas y torpedos magnéticos del enemigo. También se instaló esta clase de dispositivo en barcos civiles, como el Queen Mary. Estacioné el coche junto a uno de los surtidores para mostrar mi intención de repostar, y me dediqué a inspeccionar la parte delantera de la gasolinera. Iba mirando a través de las rendijas de las paredes y de los pequeños espacios dejados entre los periódicos que tapaban los cristales; buscaba algún indicio que me aportara información sobre aquel lugar. Por si acaso, verifiqué que no existieran cables eléctricos rodeando la gasolinera, a pesar de que ahí no había tanto metal como en el casco de un barco. Pero, ¡quién sabe! Encontré en la puerta un cartel avisando que la gasolinera estaba cerrada. Aparentemente no había nadie, ni en el exterior ni en el interior de la tienda. A la salida del área de estacionamiento, hallé un poste de madera con una flecha orientada hacia el oeste, indicaba: «LAS VEGAS 9.350 KM». Desconozco si se trataba de la distancia en línea recta o bien del trayecto en avión. Una especie de rumor mezclado con una suave melodía, procedente de la parte trasera, atrajo mí atención. Cuando rodee el establecimiento me llevé una sorpresa mayúscula. ¡Había vida!
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Descubrí una pequeña explanada con unos cuantos vehículos de turismo, varias motocicletas Harley Davidson, un jeep y hasta un minibús, todos estacionados cerca de una carpa blanca de forma rectangular. Delante de ella montaba guardia una azafata con uniforme azul. Sentí curiosidad por saber lo que se «tramaba» allí dentro, así que me fui aproximando a la recepcionista con recelo o cierta timidez, vayan ustedes a saber. Ella, sonriendo, me alentó a ello con un gesto de la mano y palabras tranquilizadoras: —¡Venga, acérquese! ¡Si hace un buen rato que le estábamos esperando! Es usted la última persona que faltaba para iniciar la charla. No se preocupe, comprendemos que se ha retrasado por culpa de la tormenta… —¿Qué me aguardaban? ¿A mí? —pregunté con incredulidad. —¡Por supuesto! Estábamos al corriente de su viaje desde hace tiempo, y sabíamos que llegaría hoy. Tuvimos la confirmación de ello cuando apareció desorientado tras su paso por las rotondas y preguntó por donde tenía que seguir. —¡Ah! No sabía que mi vida estuviera tan controlada —dije sin salir de mi asombro, mientras la joven me colocaba una pegatina de identificación en la solapa. —Ya puede usted pasar; mis compañeras le van a ofrecer un refrigerio con unas «cookies», perdón, unas galletas. Aquí no servimos alcohol. Dentro de la carpa, una segunda azafata me acompañó al único asiento libre que quedaba; otra me trajo un zumo de naranja recién exprimido con unas pastas de chocolate. En medio del estrado, frente al reducido público — pues no habría más de una quincena de personas siguiendo el evento—, un atril con pie y micrófono estaba dispuesto para que alguien se dirigiera a los asistentes. Estos charlaban animadamente entre ellos mientras llegaba el momento de la comparecencia; destacaban los moteros con sus chupas de
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cuero negro y sus pañuelos de pico liados en la cabeza. Junto a mí, dos matrimonios estaban tan enfrascados en su conversación que apenas me saludaron; así que me entretuve recorriendo con la vista el interior de aquel pabellón. En el lado izquierdo, una pantalla de televisión de buenas dimensiones mostraba una imagen fija: la del escudo perteneciente al Estado de Nevada con la divisa: «All for Our Country» (Todo por Nuestro País). Me sorprendió la presencia de algunos «rodamundos» desplazándose lentamente por el suelo, a pesar de no correr aire bajo la carpa. Además de tener un aspecto artificial, como metalizado, eran más pequeños y parecían tener vida propia. Resultaba un tanto extraño que nadie se hubiera percatado de su presencia. Me aventuré a pensar que quizá los habían dejado allí intencionadamente, para espiarnos. El alguien en cuestión, acompañado por unos colaboradores, hizo por fin acto de presencia. Lucía una hermosa capa dorada sobre un traje impecable, del mismo color que el de las azafatas, y llevaba lentes oscuras modelo aviador. «Según la reglas de la sicología —me dije— hay que desconfiar de las personas que ocultan sus ojos detrás de unas gafas opacas, sobre todo cuando se usan en interiores.» Aunque el orador carecía de barbas y vestía de manera elegante, su estatura y su nariz encorvada me recordaron la figura del cabrero encontrado en la carretera —aunque no sé a ciencia cierta si esa era la ocupación de aquel hombre—. Un ayudante abrió el micrófono y el personaje en cuestión tomó la palabra: —¡Buenos días! Les doy la bienvenida a todos. Mi nombre es Jerry Goldman. Gracias en nombre de nuestros patrocinadores y en el mío propio por su presencia en este acto. Lamento que se haya iniciado con retraso, pero ha sido por causa ajena a nuestra voluntad. Como saben, una tormenta seca acompañada de viento se ha abatido sobre esta zona y ha obstaculizado el viaje de algunos de ustedes, demorando con ello su llegada. —Luego, levantando la mano en mi dirección, señaló—: hace unos instantes, ha entrado nuestro último invitado. Comprendo que estén
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impacientes por conocer el motivo de esta reunión y deseosos de reanudar el viaje cuanto antes. Por esa razón voy a ser lo más breve posible. Hizo una breve pausa, carraspeó, bebió un poco de agua que le acercó una de las azafatas, y continuó: —Todos ustedes tienen algo en común: la atracción que han sentido desde hace tiempo por la Ruta 66, los estados que cruzaba y la ciudad de Las Vegas. La Federación de Hoteles y Casinos de esa población y una asociación de comerciantes y empresarios de la famosa carretera ha iniciado una campaña para premiar a los residentes europeos que hayan mostrado un repetido interés por aquella zona. El premio consistirá en un espléndido viaje, con todos los gastos pagados, que se iniciará en Chicago y finalizará en Santa Mónica; incluye también una estancia en Las Vegas. La empresa a la que pertenezco ha sido la encargada de llevar a cabo el proyecto, y ustedes, los elegidos. Volvió a beber, luego prosiguió: —Les hemos reunido en este lugar desértico porque recrea con bastante fidelidad el entorno norteamericano por dónde se desarrollará una buena parte de su gira; lógicamente, no podía faltar esta emblemática gasolinera como parte inconfundible del paisaje local. —Se preguntaran cómo tuvimos conocimiento de la fascinación que ejercía en ustedes ese lugar. Muy sencillo: utilizamos las redes sociales y las conocidas «cookies», esas «galletas» que aparecen cuando iniciamos la navegación por determinadas páginas web. Ya saben, esas rastreadoras que se introducen en los ordenadores y recaban información sobre los hábitos, las aficiones, las preferencias, etc. de los usuarios, y elaboran estadísticas con sus perfiles «para conocerlos mejor». «¡Vamos, unas auténticas fisgonas! —mascullé por lo bajini—, que se dedican a husmear en nuestras vidas».
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Mientras el personaje continuaba con su oratoria, yo escudriñaba su rostro y estudiaba sus gestos, buscando cierto detalle que confirmara las sospechas que tenía sobre su identidad. Me hacía muchas preguntas: ¿Era el orador un hermano gemelo del misterioso hombre de la carretera? Si era él mismo, ¿cómo pudo llegar antes que yo a la gasolinera a pesar de la inclemencia del tiempo, asearse y cambiarse de ropa? ¿Utilizó el jeep que vi aparcado y tomó un atajo? — Dudo mucho que con el mal tiempo un helicóptero viniera a buscarlo—. Si ningún otro coche me adelantó a lo largo de todo el recorrido, ¿por dónde había pasado el público asistente? —Evidentemente, las personas podrían haber llegado antes de la tormenta, y por el otro extremo de la carretera—. ¿Hubo un segundo «pastor» y otra variante por aquel lado? ¿Estaba realmente cortada la carretera o el desvío fue intencionado? ¿De qué manera consiguieron la convergencia de todos nosotros en aquel punto? ¿Qué motivó nuestro viaje hasta ese rincón aislado si desconocíamos el premio por anticipado? —Era evidente que aquel acontecimiento formaba parte de una estrategia comercial—. ¿Hasta qué punto? ¿Fue aquella perturbación un meteoro natural o el resultado de un experimento encubierto? ¿Acaso formábamos parte de un «Expediente X»? No hallaba respuestas a tantas interrogantes y, con mis elucubraciones, me estaba metiendo en un berenjenal; así que consideré más sensato volver a la realidad del discurso y prestar la debida atención a las explicaciones del orador, ya dilucidaría este espinoso enredo más adelante. En ese momento vino un colaborador desde el fondo de la carpa, se acercó al líder y le susurró algo al oído. El orador sonrió y retomó la palabra: —Me acaban de comunicar una información de última hora: ya está confirmada la unión a nuestro proyecto de la mina de oro Goldstrike de Nevada, que es la mayor de los Estados Unidos de Norteamérica; como ustedes comprenderán, es
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una noticia excelente. Bueno, prosigamos. A continuación, podrán ver en la pantalla un reportaje sobre la Ruta 66, Las Vegas y el Estado de Nevada, como anticipo del espléndido viaje que harán en una fecha que concertaremos más adelante. Luego, mis ayudantes les entregarán una carpeta con toda la documentación, para que la estudien antes de firmar el contrato. Por supuesto, podrán enviárnoslo por correo. Quiero hacer hincapié en la cláusula referente a los derechos de imagen, que ustedes nos ceden gratuitamente para nuestras campañas publicitarias; en dicha estipulación se especifica el tiempo, lugar y uso de los mismos. Es la contrapartida al regalo del viaje. A su debido tiempo, recibirán información detallada del mismo. —Eso es todo, nos veremos dentro de unos minutos en el cóctel de despedida que, les recuerdo, será sin alcohol, así evitaran problemas con los agentes del orden. El aperitivo se celebró en una segunda carpa. Fue una reunión desenfadada donde tuvimos la oportunidad de intercambiar experiencias y recuerdos de viajes anteriores. El matrimonio de marras opinó que era curiosa la presencia de la palabra «gold», tanto en el apellido del señor Goldman como en el nombre de la mina, Goldstrike, «huelga de oro», que explicaría el color dorado de la capa del líder. Nos despedimos con un sonoro «¡Viva Las Vegas!». En el momento de arrancar el coche para irme, oí un ruidito procedente de la parte trasera, busqué su origen y descubrí un «rodamundos». Supuse que se habría colado durante el viaje, cuando descendí del vehículo para atender una imperiosa necesidad fisiológica. Al tratar de cogerlo, emitió un amenazador «¡grrr!», que se repitió tantas veces como intenté capturarlo, el endiablado se escabullía siempre dando botes. Finalmente, opté por dejarlo a su aire. «¡Ya saldrá —me dije— cuando le venga en gana!». Hoy por hoy, espero noticias de la promotora del viaje; mientras tanto, el «rodamundos» me ha seguido a casa, como una mascota «sui géneris»…
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Madeira: el último paraíso Ramón Luis González Reverter Dedicado a las víctimas anónimas que perdieron sus vidas durante la construcción de la zigzagueante carretera del litoral que hoy en día permite al turista visitar la isla de uno al otro extremo. Desde que el avión se dispone a aterrizar en el aeropuerto de Santa Catarina, inaugurado en noviembre del 64 y situado a 22 kilómetros de la capital, el viajero se percata que ha llegado a un lugar diferente del resto del mundo. Se toma tierra en una diminuta pista de 1600 metros y se tiene la angustiosa sensación de falta material de espacio para casos de emergencia, puesto que en condiciones normales el avión se detiene ya a escasos metros del final, agravado por la circunstancia de que a poca distancia se acaba la isla y sólo se distingue el inmenso océano. A la vista de dicha frontera natural se explica uno por qué los grandes aviones comerciales rehúsan hacer escala en dicha isla. Más que una aventura de incierto desenlace resultaría una tragedia de funestos resultados, un suicidio colectivo. Madeira es una isla de 741 km2, de clima templado y húmedo debido a su latitud y con escasas oscilaciones térmicas, pues la temperatura apenas varía 4º entre verano e invierno. El mar la rodea en un cariñoso abrazo, besando impunemente sus costas con la dulzura de un enamorado. Madeira, al ser de origen volcánico, es fuerte, vigorosa, bella por la agresividad de sus recios picos elevándose en el firmamento con un velo de niebla sempiterna que oculta sus cumbres. Hermosa por sus impresionantes acantilados, sus profundos valles, titubeantes arroyos y las magníficas cascadas. Su vegetación primitiva no es uniforme, sino que convive con otros cultivos implantados por el hombre. Allí se dan cita papayos, aguacates, maracuyás, mangos, cañas de azúcar, viñedos, higueras, naranjos, nísperos, manzanos, perales, castaños, hayas, pinos… Cuando fue descubierta en 1419 por Joao Gonçalves Zarco era un ingente vergel situado en pleno
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océano Atlántico. Pero al tratar de colonizarla en 1420 y ante la imposibilidad de abrirse camino entre el inmenso matorral y espesa arboleda que se extendía por doquier, Zarco mandó prenderle fuego por diferentes lugares para crear campos de cultivo abonados con sus propias cenizas. En tal grado ardieron los bosques que según la leyenda, el incendio duró siete largos años. Desde Funchal, la capital y zona turística por excelencia, el visitante puede visitar la isla a su antojo, recorriendo los lugares típicos. Sin embargo, a pesar de las muchas excelencias de Madeira, la excursión que recomiendo, para percibir mejor sus contrastes y que servirá para explicar mis impresiones, es la ruta que empieza en la Estrada Monumental hacia Cámara de Lobos, una modesta población de pescadores rudos y afables. El visitante debe detenerse en el Pico da Torre desde el que se observa una espléndida vista panorámica del pintoresco pueblo marinero, de viviendas apiñadas y construidas sobre un promontorio rocoso que se asemeja al caparazón de una gigantesca tortuga con la cabeza y el cuello sumergidos bajo el agua. Allí puede degustarse el plato típico de pez espada negro (una especie rara en cualquier otra parte del mundo pero abundante en Madeira debido a la profundidad de sus costas, ya que se trata de un pez que habita en aguas cuya temperatura no exceda de 7º), preparado de diversas formas a cual más sabrosa. No sólo el perspicaz, sino el más lelo de los viajeros puede captar también allí la eterna paradoja humana entre la opulencia de los ricos y el olvido de los pobres. A las haciendas y quintas de los poderosos se opone el chabolismo de los desheredados, al lujo de los turistas la miserable existencia de mendigos, pedigüeños y pordioseros. ¿Cómo construir una sociedad más justa y equitativa?… Eterno dilema de difícil, si no imposible, solución. A continuación es parada obligatoria el mirador de Cabo Girao, un acantilado de 580 metros sobre el nivel del mar, que constituye el observatorio natural más alto de Europa y el segundo del mundo. La sinuosa carretera sigue una profunda garganta custodiada por imponentes moles. En pocos
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kilómetros se asciende desde la costa hasta unos 1500 metros de altitud, pudiendo apreciarse el jalonamiento de la flora según la altura. De las bananeras iniciales sazonadas por el sol a una alfombra de helechos en las cumbres, pasando por un denso manto de vegetación compuesta de hierbas, arbustos y árboles. Además de toda clase de cultivos: maíz, cebada, tomates, patatas, guisantes, cebollas, etc. La calzada pasa por Estreito, célebre por sus “espetadas”, carne de vaca puesta en pinchos para ser asada a la brasa y la calidad de sus vinos. Los sibaritas del sabor disponen de cuatro variedades distintas, aunque no por ello exentas de calidad: el sercial (aperitivo vigorizante, ligero y seco), el verdelho (semiseco), el bual (dulce) y el malvasía (excelente digestivo muy dulce). Después se llega a Campanario, zona residencial con plantaciones de caña de azúcar mezcladas con sus viñedos. Luego, se baja a Ribeira Brava, villa besada por el mar. Aquí la carretera se bifurca, una con rumbo a Punta do Sol y la otra ascendiendo hacia Encumeada de San Vicente. Atrás queda la zona marítima, dulce y ajetreada y la vía se adentra entre vertientes acantiladas, morada de aldeas soleadas y sosegadas. Desde allí, a mil metros de altura, se divisa el océano, al norte y al sur, siendo posible apreciar la anchura total de la isla, además de los altos picos y profundos valles del interior. Si las condiciones climatológicas lo permiten, es conveniente tomar la ruta secundaria que se dirige a Paul da Serra, zona de excelentes vistas panorámicas. Se cruza entonces la mayor meseta de Madeira de unos 6 Km. de largo por 3 de ancho, cubierta por una densa vegetación de helechos, brezo y romero. Se pasa seguidamente por Rabaçal de donde parten las famosas “levadas”, canales de riego que llevan agua dulce hacia la costa meridional. A través de escabrosas vertientes se llega por fin a la pintoresca ciudad de Porto Moniz, cuyas piscinas naturales de roca volcánica, que se llenan con la marea alta, la convierten en centro de interés turístico. Recorrer la costa norte resulta aconsejable por sus increíbles paisajes de precipicios y esbeltas cascadas. Sus altos farallones resisten inmutables los furiosos embates de las
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olas, como han hecho durante siglos y seguirán haciendo aún por tiempo indefinido; soportarán con impasible mutismo la cólera de los elementos: viento, lluvia, granizo; desafiarán al rayo de las tormentas, a la violencia de las tempestades e incluso al sol abrasador de los meses de estío. La carretera, escarbada en las entrañas de las montañas y cuyas paredes rezuman humedad, serpentea, se tuerce y se retuerce hasta llegar a Seixal y es tan estrecha que desde la misma ventanilla uno puede recoger un trozo de basalto, mojarse con la fina lluvia de las cascadas o arrancar una flor de la exuberante floresta. Por extraño que parezca también circulan los autocares, una amenaza para los pequeños vehículos que deben detenerse o retroceder para ceder el paso. Conducir por semejante itinerario más que una imprudencia se me antoja una temeridad, no sólo por la pared vertical que ciñe la carretera, sino por el abismo que la flanquea por el lado opuesto. Aturde y asusta pasar de una altitud imponente, desde la que se divisan taludes y precipicios, a bordear la costa al cabo de pocos kilómetros, mirando hacia arriba con el corazón encogido por la presencia de gigantescos macizos que permanecen ocultos por las nubes, pero que discurren a través del litoral como eternos centinelas del ominoso océano Atlántico. Siguiendo hacia el este, se pasa por San Vicente y posteriormente por Ponta Delgada, pequeño istmo que parece querer separarse de la tierra y adentrarse en el océano, en cuyos fértiles terrenos crecen los viñedos al amparo de ramas de brezo seco que los protegen de los vientos. La ruta transcurre entre acacias y hortensias. Las casas de sus dispersas poblaciones rivalizan entre sí en el cuidado de sus jardines, ofreciendo al visitante un primoroso espectáculo de buen gusto y colorido. Engalanadas con primor, el viajero se siente extasiado, cautivo de tan sublime belleza. No podía ser de otra forma en semejante edén. Las personas tratando de competir con la naturaleza, buscando imitarla o superarla en vano, porque entre tan agreste orografía existen marcos de incomparable belleza. Tras pasar por San Jorge se llega al pueblo de Santana, donde aún pueden contemplarse las peculiares casitas con techo de paja. Luego, dejando atrás
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Faial y San Roque, la carretera empieza a subir de nuevo hacia Ribeiro Frío, famoso por sus jardines, balcones y viveros de truchas. La ruta transcurre entre bosques de coníferas que perfuman y adornan la isla. Sorprende sobretodo no atisbar ni un palmo de terreno desnudo, la vegetación crece por doquier, desde la orilla del océano hasta las altas cumbres, pasando de los monocultivos de bananeras o viñedos en la costa a los espesos bosques de abetos en las alturas. Ni siquiera los altos troncos de los eucaliptos escapan al devastador avance de la flora puesto que muchos de ellos se ven estrangulados por las voraces enredaderas que crecen desde el sotobosque hasta sus altas copas. Al cabo de algunos años de aquellos orgullosos árboles tan sólo resta un esqueleto sin vida de ramas blanquecinas. Cada planta lucha por la supervivencia a su manera, los álamos y sauces hundiendo sus raíces en el suelo húmedo, los juncos y las cañas en las veredas de los riachuelos, los cultivos creciendo en las fértiles terrazas de los valles, las orquídeas bajo el atento mimo de sus cuidadores y las enredaderas buscando sostén entre los altivos y frondosos árboles. Sin embargo, dicho empeño por subsistir, lejos de ensombrecer el paisaje, realza la belleza natural de la isla, puesto que tan desmesurada vitalidad, le confiere aún más esplendor y abundancia, más alegría y color, una energía y éxtasis sin parangón. La sensación de placer es indescriptible en aquel paraíso, último bastión de naturaleza virgen. Finalmente, se llega al Poiso, a 1400 metros de altitud, donde el paisaje es agresivo, con picos que parecen rivalizar unos con otros. Allí se contempla un excelso panorama natural de cumbres semiocultas por la bruma, valles lujuriantes, hondos precipicios y profundos barrancos. Dicho espectáculo adquiere su máxima belleza durante el ocaso, cuando el sol se oculta tras las montañas despidiendo refulgentes destellos carmesíes. Desde allí la calzada empieza un suave descenso hacia Monte, una población de floridos jardines y a cuyas faldas se extiende la capital, Funchal, la apacible ciudadjardín que domina una bahía que sirve de abrigo a barcos grandes y pequeños. Desde sus miradores se aprecia la incomparable vista de la ensenada, a la par que se perciben los variados
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aromas de las flores que adornan las terrazas. Se baja en pronunciado declive por una sierra de policroma vegetación, sembrada de casas que la blanquean durante el día y la iluminan por la noche como una cascada multicolor. El visitante desciende por las pendientes que conducen a la capital embriagado por la caricia de mil fragancias, embelesado por el espectáculo de una urbe cosmopolita y extasiado por las diáfanas aguas que se extienden hasta el horizonte. Poco a poco se llega a Funchal, origen y final de toda la red viaria de Madeira, diseminada por las laderas de una gentil serranía que muere lamiendo las orillas del océano. La carretera se detiene, pues, en la capital, ubicada en un anfiteatro natural que tiene al Atlántico como única ventana. ¿Para qué pedir más? Se dice que Madeira es una isla vigorosa, fuerte, agreste, verde, de inusual belleza por sus acantilados verticales, por los coloridos valles, los imponentes riscos y las lánguidas cascadas, pero Madeira es conocida también por la belleza de sus flores como la estrelicia, el anturio y la orquídea. Posee un sinnúmero de plantas aborígenes y otras oriundas que se crían en la isla como las camelias, hortensias, magnolias, belladonas, begonias, margaritas… Dicha isla es además famosa por su artesanía de bordados y los trabajos en mimbre. ¿Y qué decir de sus habitantes? Gente sencilla, humilde y de trato amable. Siempre con la sonrisa entre los labios, atentos a cualquier solicitud y dispuestos a complacer las peticiones del turista. Su singular cortesía y genuina simpatía es aval más que suficiente para unas espléndidas vacaciones, la garantía absoluta de que el visitante nunca se sentirá entre gente extraña, sino en el seno de la gran familia que compone toda su población. Su sincera cordialidad y su innata nobleza son cualidades de las que muy pocos pueblos pueden jactarse y les granjea no sólo el respeto y la admiración de los viajeros, sino también la envidia y el afecto de cuantos pasan sus vacaciones en la isla.
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Allí, entre semejante exuberancia, uno adquiere constancia de la mezquina inferioridad, de la efímera existencia, de su deleznable legado. Se percata de la impotencia de la arrogante humanidad cuya tecnología jamás logrará recrear un edén parecido. Quizás algún día el hombre consiga llegar a las estrellas, pero nunca igualará la belleza de la isla, porque es como si Dios hubiese renunciado a su omnipotencia compartiendo con los mortales el privilegio de ser testigo de tan exclusiva beldad, dado que la isla de Madeira parece hallarse en el linde entre lo terreno y lo sobrenatural. Y aunque el corazón se halle henchido de gozo por las emociones experimentadas, es de ley reconocer que también se abre una herida de difícil curación, una brecha imposible de llenar. Es la certeza de que nunca, en ningún otro sitio volverá a encontrarse un paraíso semejante. Cuando desde el avión, de regreso ya a mi punto de origen, observo la isla perdida en el ancho océano, rodeada de un inmenso collar de espuma al romper las embravecidas olas del Atlántico contra los recios acantilados, tengo la impresión de que se trata del cordón umbilical que une el cielo con la Tierra. Y en ese momento, tras convivir una temporada con sus habitantes y disfrutar de los encantos de Madeira, uno no puede evitar tener la sensación de hallarse muy cerca de Dios.
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Luminiscencia Miguel Ángel Florán Bautista No hay nada permanente excepto el cambio. Heráclito Hace un par de años surgió en mí un comportamiento muy extraño, algunos lo llamaron obsesión, otros, simple impulsividad. Para mí, se volvió una normalidad, inclusive hasta podría llamarlo, un estilo de vida. Podrían ser las siete de la noche o las siete de la mañana, podría estar en mi trabajo o en la calle, e inexplicablemente algo se apodera de mi voluntad. Si estaba fuera de casa, me apresuraba a llegar lo más pronto posible a mi hogar y en menos de cinco minutos, llenaba mi mochila con los elementos más indispensables: ropa ligera, mi fiel computador, una libreta y un bolígrafo. Una vez empacado todo, salía casi volando hacia la calle y tomaba rumbo de la central de autobuses. A veces, sucedía que sin previo aviso y con absoluta ausencia de un plan establecido, tomaba el primer destino que venía a mi mente, por lo que podía amanecer en las playas de Acapulco o en algún callejón de Zacatecas. Obviamente, este caótico actuar trajo un sin número de consecuencias a muy corto plazo. Problemas en el trabajo, gastos no planeados, conflictos familiares y muchos efectos más. Y fue, precisamente en el último viaje que realicé bajo esas circunstancias, que ocurrió uno de los eventos más peculiares de mi vida. Un acontecimiento que puso fin a estas ansias terribles de viajar sin disfrutar el camino, a esa necesidad de moverme sin rumbo, a esa impulsividad sin futuro. Contrario a lo que alguna vez imaginé, la respuesta vino de alguien lleno de sabiduría y repleto de claridad. Pues bien, era julio en las costas de Manzanillo, en el estado de la bella Colima. Como es sabido, México es infinito y hermoso, por lo que siempre existe un lugar por visitar. Sierra boscosa, ciudades coloniales, playas exuberantes, cañadas y desiertos, todos inundan mi amada patria. Pero
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esa vez decidí apostar todo por ese magnífico puerto, que es crisol de muchos sabores y colores. Me hospedé en un lugar muy céntrico, con vista a las hileras de los grandes transatlánticos que como grandes edificios móviles, rompían las olas fácilmente. Uno tras otro esperaban su turno para descargar y entre ellos, sin miedo alguno, las gaviotas dibujaban surcos en el aire. Esa mañana de sábado el firmamento era tan azul que se fundía con el océano, además el sol prometía mantener el aire tibio. Según me había aconsejado la señorita de la recepción, tomé uno de los camiones colectivos que llevaban a una zona de playas lejanas a la ciudad. Era el lugar perfecto para disfrutar algún paisaje casi intacto de la presencia de los humanos, algo así como un edén muy cercano. Mientras recorría la avenida principal en el autobús, veía a mi lado izquierdo el dibujo de la línea alba de la mar, los botes y veleros, así como los grandes hoteles. Camiones y autos al por mayor recorrían las calles, gente iba y venía, las madres tomaban de la mano a sus hijos, las muchachas andaban en bicicleta, disfrutando del viento entre sus cabellos. Era un sábado normal en la vida del puerto. Poco a poco la mancha urbana comenzó a perderse y el mar desapareció momentáneamente entre los esmeraldas cerros llenos de vegetación. Serían como las once cuando el chofer anunció el tan esperado destino. Me dijo que el último camión regresaba a Manzanillo a las ocho de la noche y que la playa que tanto buscaba se encontraba cruzando la carretera, sólo tenía que seguir un camino de terracería. Bajé y recibí de lleno un golpe de húmedo aire en mi cara. Estaba haciendo tanto calor que en menos de cinco minutos estaba escurriendo en sudor, como si la lluvia hubiera empapado. Atravesé la carretera y seguí el camino de terracería por cerca de cinco minutos. Escuché el canto de un sinnúmero de aves, uno que otro insecto vibraba entre la espesura de la pequeña selva, las hojas crujían entre los
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arbustos por cortaban.
invisibles
ejércitos
de
hormigas
que
las
Después de unos diez minutos de recorrido, escuché el estruendo del agua al tocar las rocas. Ante mis ojos apareció una bahía que magnificente resplandecía en tono turquesa. Las olas suavemente se elevaban y caían hechas una blanca cama de espuma, cubriendo la arena oscura de la playa. En el cielo, sólo unas nubes hechas finos trazos se elevaban muy lejanas, así que todo era transparente bajo el sol del mediodía. El lugar tomaba la forma de medialuna casi perfecta, mediría unos quinientos metros de largo y terminaba abruptamente en dirección al oeste, donde se erguía un risco gigantesco. Ahí, el mar reventaba violentamente, como si intentara escalar esos muros pétreos. Afortunadamente, a unos cincuenta metros de la playa rumbo a mar adentro, una hilera de grandes rocas hacía de rompeolas, por lo que había cierta tranquilidad en el lugar. Había un pequeño restaurante y un par de cabañas, muy apacibles. Dos automóviles estaban estacionados sobre un pequeño claro de empedrado. En el agua jugaba un señor de unos cincuenta años, con dos niños, ambos no pasaban de los doce años. La que supuse era su esposa, estaba sentada en una silla de madera debajo de una sombrilla de sol, acompañada de una señora mayor que supuse era la abuela. En la punta este de la medialuna había una chica y un chico, acostados sobre unas toallas, igualmente debajo de una sombrilla. Sin nadie más en el resto de la superficie arenosa, me dispuse a buscar una sombrilla en el restaurante y ocupar mi lugar en ese bello lugar. Son cincuenta pesos, joven, se devuelven a las seis de la tarde, dijo un hombre de unos cuarenta años, tostado por el sol. Era el encargado del lugar. Si le da hambre, venga a comer aquí, tenemos de todo, me dijo sonriendo mientras terminaba de cavar con una pala la fosita donde colocó la sombrilla. Agradecí e inmediatamente extendí mi toalla, me
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quité los zapatos, el pantalón y sólo conservé mi traje de baño. Inmediatamente me acosté como si fuera un cangrejo reposando bajo el sol. Cerré los ojos. El viento cálido movía lentamente las mantas de la sombrilla. Escuchaba cómo provocaba un siseo en mis oídos. El movimiento del mar se filtraba entre la arena. Después de unos veinte minutos concluí que me sería imposible dormir, por lo que preferí sentarme a saborear el paisaje. En un rato más pondría mis pies en el agua, que imaginé, debía de estar fría. Hice una nueva revisión a la playa. La pareja estaba ahora nadando entre las olas. Luego, giré mi vista hacia la familia, los niños construían castillos de arena, el padre estaba en el asiento de la madre y las dos señoras ya no se encontraban en el lugar donde las recordaba. Las ubiqué dentro del pequeño restaurante, conversando con el señor de las sombrillas. Captó mi atención un viejo como de unos setenta años que a unos veinte metros de mí, caminaba ayudado de su bastón. Un sombrero de palma le cubría la cabeza, portaba una guayabera blanca y unos pantalones de vestir color café, doblados hasta las rodillas, además de unas sandalias de cuero que se veían muy rígidas. Supuse que era el abuelo de la familia. El hombre caminaba casi a tientas sobre la arena. Estaba lo suficientemente lejos como para no tocar el agua, y los suficientemente cerca de la orilla como para no tropezar con las dunas de arena. Caminaba erguido, sin dudar y parecía que sólo bajaba la cabeza para buscar algo que pudiera obstruir su camino. Qué irresponsabilidad dejar a este hombre solo, pensé. Y finalmente pasó frente a mí.
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Buenas tardes, disculpe, ¿qué hora es?, preguntó en un acento argentino muy marcado. Me recordó el acento porteño, con esa melodía que arrastran las palabras antes de terminar, como si se aferraran a ser soltadas al viento. Buenas tardes, señor, son las dos de la tarde, contesté después de ver mi reloj de pulsera. Me sorprendió ver la hora, me extrañó que no tuviera hambre. Bonito lugar, ¿no lo cree?, dijo el viejo mientras acomodaba su bastón a un metro de mí. Es una hermosura, contesté. Oiga, me llama la atención que ande caminando solo, señor, me atreví a opinar. Vaya, vaya, sonrió burlón, tal parece que vos se preocupa demasiado por este viejo lobo de mar, terminó. Pues se puede caer, ¿viene con la familia?, interrogué. Oh, sí, mi familia, ahí está, todos unos argentinos en la playa, ¿no son adorables mis nietos?, dijo y señaló con el bastón hacia el lugar donde se agolpaba la familia. Claro, se ve que es una familia muy bonita, expresé mientras pensaba en mis adentros la imprudencia que estaban cometiendo al dejarlo solo en la playa. ¿Quiere que lo lleve de regreso?, pregunté con un tono excelso de amabilidad y diplomacia. No, joven, muchas gracias, mire, me sentaré ahí, junto a vos, claro, si es que no le molesta, pronunció mientras sostenía su bastón con ambas manos. Lo pensé un par de segundos, era una irresponsabilidad sentarlo sin una silla, pero algo dentro de mí dijo que todo saldría bien. Bueno, está bien, déjeme ayudarlo, dije y me levanté para auxiliarlo. Me sorprendió que se acomodara casi instantáneamente, ni un poco de rigidez en sus articulaciones, ni siquiera un gran esfuerzo para acomodarse. Acerqué mi mochila a su espalda y la acomodé a manera de respaldo. ¿Cómo se llama, joven?, preguntó el hombre mientras se quitaba el sombrero y clavaba su vista en el océano. El viento despeinó un poco su cabellera blanca. Me llamo, Miguel, contesté. Es todo un gusto, me llamo Jorge Luis, pero puede llamarme Jorge, respondió en su acento porteño. ¿Y qué lo
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trae a México?, pregunté curioso. ¡Oh! Esa es una gran pregunta, joven, desde hace meses que mi hijo quería viajar y quería celebrar nuestro aniversario de bodas; así que tiene unos amigos en la ciudad de Guadalajara y nos recomendaron venir acá. ¿Y usted?, qué lo trajo por acá, joven, inquirió sin girar la vista que estaba clavada en el horizonte. Pues, digamos que decidí venir sin pensarlo mucho, honestamente, no lo planeé, dije sincerándome. El hombre tomó un puño de arena, lo elevó un poco y girando su palma, lo soltó. Una pequeña cascada oscura fue arrastrada por el viento. Bien pudiera estar en otro lado, ¿no?, sentenció el viejo. Pues sí, pero realmente me gusta la playa, dije defendiendo mi postura. ¿Por qué le gusta la playa, joven?, preguntó curioso. Pues verá, Don Jorge, cada vez que viajo, la playa me hace sentir muy bien, respondí en tono de falso convencimiento. Sí, joven, eso es natural, pero, ¿por qué siempre debe ser la playa? Por qué no va, por ejemplo, a la ciudad, ahí hay más qué ver, ¿no es así?, terminó de decir con cierta lógica en sus palabras. Reflexioné un momento, creo que no tenía una razón clara de por qué la playa era mi sitio favorito, muy bien podía estar en esos instantes en un café o recorriendo un convento. Después de unos segundos, me atreví a contestar. Creo que con la playa me siento, digamos, más cómodo, porque todo siempre es nuevo, el mar siempre está en movimiento, dije, convencido de la coherencia de mis palabras. Vaya, pero parece que vos es un filósofo, le gusta complicarse la existencia, dijo y soltó una pequeña carcajada. Cuando tenía la edad de vos, quería comerme al mundo y creo que cometí una pavada, creí que el mundo era finito, terminó de pronunciar y señaló las olas. Escuchá cómo es de vasto el mar, qué infinito es, ¿no? Al final nuestro caminar es el recorrido de una gota en el inmenso océano, es irrepetible, por lo que no hay que perder el tiempo, dijo y golpeó la arena.
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Guardé silencio. Estaba siendo instruido por un completo desconocido. Un hombre que había nacido a miles de kilómetros de aquí, en una cultura tan diferente a la mía, estaba diciendo palabras que cualquiera podría entender. Quizá me distraje intentando conocer el infinito, cuando hay cosas más importantes que desafortunadamente son finitas, dijo Don Jorge y volvió a tomar un puño de arena. Desde que soy ciego, todo se ha vuelto una ironía, ahora, veo más claramente, sonrió mientras liberaba la arena al viento. ¡Pero qué poco perceptivo había sido! La vista del viejo no se había movido, ni su mirada había cambiado, entendí que era un hombre muy audaz para estar caminando por la playa con semejante tranquilidad. Pero luego comprendí que tenía todos sus sentidos puestos en ese instante, por lo que quien no había visto el entorno, había sido otro… Verá, joven, antes, contemplaba, digamos, el atardecer. Era tan hermoso, pero ahora que no lo veo con mis ojos, lo sigo viendo y lo dibujo aún más hermoso en mi cabeza. Entonces, si vos no ve más allá de las cosas y se queda sólo en lo más cercano, ¿para qué le sirve su vista?, terminó y señaló al cielo. Todo lo que me está diciendo Don Jorge, lleva suma verdad, pronuncié. Había recibido una cantidad de sabiduría tan grande en tan poco tiempo, que dijera lo que dijera, no iba a compararse con lo que el viejo estaba dictando. A veces, no veo de verdad el entorno, pero sabe, creo que viajar me ayuda a ver más allá, dije muy convencido. El viejo soltó una carcajada. Su frente estaba llena de arrugas que se arquearon con las risas que profirió, sus párpados se cerraron fuertemente. Creo que no esperaba una respuesta así. Ché, Miguel, muchas veces pensamos que dentro de nosotros sólo hay vacío, decimos que no hay nada importante. Pero son engaños. Créame, dentro de nosotros hay un sinfín de
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paisajes por descubrir y creo que ese, joven, es el viaje más difícil de todos. Aquellos que viajan hacia adentro, son unos valientes. ¿Por qué? Porque uno encuentra su verdad, y la verdad es terrible, terminó. A lo lejos, una gaviota cayó en picada y se sumergió para conseguir alimento. Segundos después emergió con su recompensa entre su pico. Observé cómo saboreaba su triunfo. Mire, Miguel, si le dijera que usted puede estar en cualquier lugar, ¿qué me diría?, me preguntó desafiante. Le diría que tiene una imaginación muy poderosa, Don Jorge, contesté. ¿Acaso cree que viajar es un lujo? Si vos piensa así, se limita bastante. Para mí, simplemente es cuestión de cerrar mis ciegos ojos e inmediatamente estoy en donde quiero. Imaginar es parte de vivir, es aumentar la realidad en un parpadeo. En un instante estoy en mi casa en Buenos Aires, tomando un café con mi padre ya fallecido y conversamos de tantas cosas. De ahí, puedo viajar a la Plaza de San Pedro y escuchar misa o si se me antoja, puedo irme a la playa más hermosa del África, terminó y apuntó con su índice derecho su sien derecha. El viejo extendió la mano para que le ayudara a levantarse. En un santiamén estaba de nuevo en pie. Sacudió sus pantalones, acomodó de nuevo el sombrero en su cabeza y tomó con fuerza su bastón. Siguió con la mirada fija en el horizonte. Usted necesita viajar dentro de sí mismo, para encontrar la paz que le permitirá disfrutar de este viaje llamado vida, pronunció, mientras comenzaba a acercarse hacia la espuma de la mar. Baje a sus ríos a beber transparente agua, la verdad es clara y fría. Recorra sus templos y sus castillos, piérdase un rato en ellos, la soledad construye templanza. Hable con sus muertos, el amor que le darán es clara luz para el camino. Surque sus tormentosos mares, para que pueda dominar sus sentimientos. No tenga miedo a su noche, ahí también abundan las respuestas. Y de sus cielos estrellados,
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guíese por esa claridad nocturna, sonrió, enseñando una dentadura impecable. Las olas cubrieron un poco más arriba del nivel de nuestros tobillos. El agua estaba tibia, deliciosa, la espuma y la arena acariciaron los dedos del viejo, quien más que feliz, parecía un niño extasiado. Luminiscencia, dijo y por primera vez sus ojos color miel coincidieron con los míos, es el nombre de las cosas que emiten luz por sí mismas, terminó y sonrió aún más. El oleaje chocando contra el risco fue el único sonido que cubrió la bahía turquesa. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. Efectivamente, ese lugar nacía una y otra vez, estaba en movimiento perpetuo. Y entonces, Don Jorge me pidió que lo guiara de nuevo a la orilla. Cuídese, Miguel y extendió sus brazos dándome un abrazo. Usted también, Don Jorge, que Dios lo bendiga, terminé. Entonces, el viejo regresó al lugar con su familia, blandía su bastón contra el viento marino, como si quisiera partirlo. El viento jugaba con su camisa blanca y la espuma intentaba a cada momento tocar sus pies. Esa noche, junto a la ventana de mi cuarto, con los grandes transatlánticos de fondo y con la vista fija en el cielo nocturno, comprendí algo. El mayor viaje de mi vida había comenzado y no era a un lugar lejano, no. Había iniciado el recorrido más sorprendente y más increíble de todos: el viaje hacia mí mismo.
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Relato de ruta de una expedición asombrosa Fran Nore Sólo queda en la memoria de América el recuerdo de sus espantosas tragedias Charles Paw Francisco Ruiz, hombre experimentado y valiente soldado de Mirabel, el explorador que desde la Real Audiencia de Santo Domingo había llegado a La Gobernación de Cartagena en 1535 con la expedición del visitador y licenciado Joan de Badillo, encargado de hacerle juicio de residencia al gobernador Pedro de Heredia acusado de múltiples delitos, también se había integrado a conquistar y atravesar, en búsqueda del afamado Perú, la parte septentrional de la cordillera de Los Andes, llegando hasta el río Cauca, nombrado por los españoles el Río Grande de Santa Martha. Desde Puerto Rico, Francisco Ruiz llegaba a las tierras de Venezuela en 1536 con la expedición del entonces gobernador Antonio Sedeño y se integraba a las tropas conquistadoras del oriente venezolano, donde se vio envuelto en la disputa de Antonio Sedeño y Jerónimo de Ortal enfrentados por causa de límites de sus respectivas gobernaciones. Cuando muere Antonio Sedeño, Francisco Ruiz continúa al lado del capitán Pedro de Reinoso al mando de la expedición que atraviesa los llanos venezolanos hasta llegar al río Apure en cuyas riberas habitan multitudes de indios achaguas, salivas y caquetíos. Después de sufrir todas las calamidades, la expedición alcanza el territorio de los Welser, alemanes comerciantes que en virtud de un dinero prestado a La Real Corona les fue entregada la mayor parte de la capitanía de Venezuela, y algunas de las expediciones se quedan rezagadas o definitivamente en Santa Ana de Coro.
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En 1538 Francisco Ruiz, que estaba en San Sebastián de Buena Vista de Urabá bajo las órdenes del capitán Bernal y el capitán Graciano, quienes habían sido comisionados por La Real Audiencia de Santo Domingo, con el encargo de capturar al licenciado Joan de Badillo, prófugo de la justicia real, sale de la provincia para llegar en 1539 a la recién fundada villa de Anserma a encontrarse con el capitán y fundador de ciudades Jorge Robledo. Hambriento y mermado en sus tropas que se habían quedado atrasadas en el camino se encuentra en el sitio de Guarma con los hombres de Jorge Robledo, llamados los cartaginenses. Jorge Robledo reforzado por esta población funda la ciudad de Cartago con ayuda de ciento veinte camaradas. Participando así, Francisco Ruiz, de la fundación de la ciudad de Cartago, siendo agraciado y recibiendo mercedes reales como mérito a su condición de noble caballero e hijo hidalgo. Recibe entonces Francisco Ruiz del conquistador Jorge Robledo, solares, tierras y pueblos indios, entre los cuales está Chinchiná, Vía y Consota, cercanos a la recién fundada ciudad de Cartago. De 1539 a 1546 establece a su familia, su esposa Ana de Morales, su hijo varón Cristóbal Ruiz de Morales y su hija Ana Ruiz, en la ciudad de Cartago, proveniente de España. Pero sólo permanece en la ciudad de Cartago hasta cuando es llamado por La Real Audiencia de Santo Domingo para abrir el camino ganadero que lo conduciría de Cumaná a Tunja. En 1546, Francisco Ruiz recibe la autorización por parte de La Real Audiencia de Santo Domingo, la capital de La Española, sede del arzobispado de la Nueva Granada, de emprender el viaje a la conquista de las tierras andinas. Ya con el grado de capitán, La Real Audiencia de Santo Domingo le encargaba la apertura de los caminos ganaderos que partían desde la costa caribeña de Cumaná hasta la ciudad andina de Tunja. Al finalizar entonces 1546, sale con su camarada Juan García de Carvajal, y aprovisiona en El Tocuyo a su tropa compuesta por sesenta léjicos servidores de más caballos y más mastines de guerra, y se interna por las inhóspitas montañas
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del Nuevo Reino de Granada, con el audaz propósito de llevar a término la expedición. Las fieras americanas, variadas y peligrosas, habitaban entre las tórridas llanuras venezolanas, esperando a que algún expedicionario imprudente desfalleciera de agotamiento por los abruptos caminos de los paisajes. Aun así, la tropa de Francisco Ruiz, conformada por sesenta hombres, continuaba por los infinitos senderos, hambrientos y demacrados, acosados por la enfermedad y por el frío, seguían a la par de los cansados pasos de sus acémilas enflaquecidos mientras la niebla del día humedece sus ojos enrojecidos por el insomnio, como tristes marionetas bajo las transitorias lluvias que formaban en su entorno charcos invadidos por miles de cenagosos insectos. Muchos de estos animales enteleridos y algunos perros de caza habían sido devorados por la apetencia zozobrante de la hambrienta tropa. Anduvieron muchos días y noches, muchas semanas y meses, por sendas selváticas truncadas de montañas agrestes, por entre caminos de cumbres cenicientas, expuestos a los áspides soberanos de los árboles frutales y de los escondrijos musgosos en las cascadas, sobreviviendo a los indios caníbales y renegados de las tribus salvajes que los observaban ocultos entre las malezas de los altos riscos. Desde la lejanía derrochando sombras cervantinas murmuraban los frenéticos tambores indios, errabundos tam tams, casi desorientados en la distancia. Un atardecer de la peregrina ruta hacia las gélidas montañas andinas, arribaron a un mesón a la orilla del camino. Con el rostro marchito por el polvo de los senderos, Francisco Ruiz se acercó al umbral y tocó la puerta de rústica madera mientras el temporal de la tarde se abría paso en el horizonte. Una mujer de labio leporino, dueña del lazareto, salió a su llamado.
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– Danos de comer, buena mujer… La mujer horrorizada por el aspecto cetrino de la cara del viajero, lo escupió en el rostro y se metió dentro del mesón dando gritos apocalípticos y avisando a los demás habitantes del lugar de la presencia de los intrusos. De repente se sintieron cercados por una veintena de campesinos de caras lóbregas. Francisco Ruiz atizó su caballo y se abrió paso por entre la fantasmal turbamulta. Vio a la mujer de labio leporino que incitaba a la turba a atacarlos. – ¡Esta es tierra de Dios y tú eres un hereje! Gritaba poseída por una fiebre divina. Francisco Ruiz espoleó su caballo y huyó con su tropa de maltrechos hombres de la miserable aldea a la orilla del camino. En la distancia, divisaron la ciudad de Tunja, provincia de viajeros y de peregrinos, en el epicentro de una hermosa altiplanicie, iluminadas las fachadas y los techos de sus casitas por los rayos solares, pero aún los caminos hacia Tunja estaban cubiertos por decrépitas y gigantescas ramas de árboles retorcidos. Los recibió el jolgorio de la altiplanicie de la pequeña ciudad de Tunja: las aguas de un río siempre lento y monótono, el viento matutino ahogando la visión de sus ojos, el sol detenido y pequeño en la distancia crepuscular. Las liebres saltarinas cavaban profundos túneles cerca de las raíces de los sauces para almacenar hortalizas, una jauría de perros salvajes vagaba por los bosquecillos entre feroces ladridos. Florecían ramos de arietes, las cerezas rojas de los setos, la retama amarilla, las hojas de acanto, las flores de diente de león, los parrales, los árboles de olivo cuyas semillas habían germinado ya en las tierras fértiles del nuevo mundo americano, junto a lo novedoso, el maíz, la papa, la quinua y la oca, enorgullecen el mestizaje agrícola emprendido casi treinta años atrás. Cuando se aproximaban,
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inesperadamente Francisco Ruiz bajó del lomo del tordillo, a pesar de estar exhausto, quería continuar el resto del trayecto a pie, pues el paisaje estimulaba su congoja. El tordillo blanco se echó en el césped para pastar cómodamente, parecía que hubiera arrastrado en esos dos años de travesía su vida de animal como una derrota. La belleza de la campiña alejaría el hambre y la fatiga del potro. Hacia la ciudad de Tunja, caminó con la mirada cansina y una emoción febril. Francisco Ruiz pareció escuchar en el viento voces mortuorias. Al alcanzar las gradas de piedra del primer caserón de la población no necesitó un fuerte empujón para echarse al suelo y dar gracias a Dios de haber llegado. Arrimaron a una posada de errabundos entre las estrechas callecitas. Figuras de seres umbrátiles invocaban desde sus externas paredes, por los rotos cristales de las ventanas de la posada de la ciudad escapaban las aves peregrinas. El viento vespertino al girar vertiginoso abría una y otra vez la frágil puerta de madera haciendo rechinar los goznes. Los rayos del sol frío de la tarde penetraban por las fragmentadas y vetustas ventanas iluminando un poco el lúgubre ámbito de la casona invadida por los poderosos ecos del tiempo. Pero al entrar de lleno a la posada, el viento revolotea por doquier rompiendo aún más los cristales de las ventanas, despotricando los techos para depositar por los resquebrajados suelos de los pasillos, por las tapias humedecidas y sobre los objetos arruinados, mieses y colchones de hojas silvestres. El viento traía un fuerte aire oloroso de lluvia estiada. Caravanas de negras y rojizas hormigas devoraban los areniscos suelos de los corredores, dejando al descubierto los pedregones. Y dentro de la posada Francisco Ruiz y sus hombres sólo descubrieron la sofocante infinitud de paredes y cuartos vacíos. – ¿Hay alguien aquí? Y nadie contestó a sus llamados. Entonces cayó el manto de la cercana noche sobre la pequeña ciudad de Tunja. La primera noche, los hombres de Francisco Ruiz pasarían solos dentro de aquella posada abandonada. Las personas que quizá pensaban encontrar ya no estaban. Al
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mirar por una ventana, más allá de la altiplanicie, Francisco Ruiz contemplaba las borrosas líneas de los caminos hacia las cumbres andinas y hacia los bosquecillos invadidos por las cenizas fluviales de la noche que traía consigo la lluvia susurrante de peces. La lluvia de la noche penetraba por los techos descuajados de la posada, por las paredes fisuradas, por los corredores hundidos, por los rotos cristales de las ventanas. Desde las lejanas cumbres de los Andes llegaban a sus oídos las voces indias entonando versículos, los graznidos de aves peligrosas sobrevolando los peñascos volcánicos de las serranías inundadas por espesos nimbos, el croar de las orquestas de enloquecidos anfibios, la crujiente maratón de las salamandras entre las hierbas y deslizando entre las rocas mohosas sus cuerpecillos babosos, las algazaras de los turpiales escondidos entre las arboledas, de los búhos sincronizados con las ráfagas del viento, los coros de fantasmas en la bonanza del río en los tiempos de la conquista del oro, y el explorador escuchó cómo desde el cielo detonaron legendarios astros, los rayos de la tempestad desencadenada conjuntamente con la poderosa pulmonía del viento resquebrajando toneladas de cascadas de arenas de los montes oscuros. La noche poblada de los sonidos de las fieras iracundas, de las lluvias gestando sus acuosos frutos sobre las aguas discontinuas del río o mojando tres pulgadas de superficie lunar de la altiplanicie. En aquella soledad emergente de la posada, recordó a sus padres allá en Mirabel, Cáceres, su bondadosa y santa madre y su padre muerto en un pobre y triste lazareto de espejismos impartidos por La Real Corona, cuya muerte lo habían librado a él de todo temor. de toda culpa y de todo arrepentimiento. Solo con su diezmada tropa de hombres enfermos en aquella posada benigna, se sentía un hijo más de la sangre incestuosa de nuestra amada tierra. De súbito, escuchó el trote desenfrenado del tordillo que había entrado a los lúgubres pasillos de la posada tras haber tirado la puerta con sus fuertes patas, relinchando asustado por los truenos de la borrasca. El animal fue hasta él. Francisco Ruiz lo tranquilizó acariciándole el lomo. Ahora albergaba con el animal sentimientos paternales. El clima era adverso. De pronto un vegetativo silencio profanando con sus viajes nebulosos las
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frías paredes, evocaba huracanadas figuras del imperio del pasado. Las luces matutinas y el sonido de las campanas de la capilla anunciando la misa invadieron el penumbroso ámbito de la ciudad de Tunja. Francisco Ruiz abrió los ojos. El tordillo salió de la casa hacia la campiña impregnada de claras siluetas lluviosas. Francisco Ruiz a veces sentía que su corazón alcanzaba su garganta como si quisiera salirse, desmenuzarse de una vez por todas ante el desmedido tic de su tiempo terreno, entre tempranas palpitaciones. Salió de la estancia tratando de alejar su somnolencia. Ahora sorpresivamente vio caminar hacia él una extraña figura humana por la senda de la desolada callecita, creyó que era una alucinación, pero efectivamente se trataba de una retraída figura humana, ¡era una mujer!, que traía en sus manos especimenes de hierbas, y que cuando lo descubrió a través del gris refulgente de sus ojos fulminó su presencia con una aguda mirada. Su rostro estaba descompuesto y quebrado en el desdeño del desvelo de los años, sus cabellos eran pelambres sucios por el tiempo, temblaban sus manos y sus piernas como hierbas mecidas frágilmente por el siroco, su rostro ataviado de tristes recuerdos, cubriendo su senectud con un vestido negro plateado. Su presencia aliviaba la mirada de Francisco Ruiz. Luego se plantaba ante él, descalza y huraña, oliente a magnolias silvestres, su mirada refulgente mientras todo su ser se estremecía de frío de pies a cabeza, llena de espanto con su mano alargada que quiere tocarlo, acaso la fuerte tos que la carcome retiene sus alientos y sus palabras, acaso el corazón le estallaba de rabia solitaria y de amargura. – ¿Quién es usted? – Soy Francisco Ruiz y esta es mi tropa. – Se ven mal… La frialdad de la mirada de la mujer mientras sus manos temblaban y trataba de controlar el pálpito y de retener sus preguntas.
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– Yo soy Eleanor, la posadera. – Eleanor, ¿y tú, porqué estás así? – Son las esperas y los sufrimientos… Los indios mataron a mi esposo y a mi hijo… – ¿Y dónde están los demás? Movió la cabeza de un lado a otro, cobró su rostro un rictus patibulario, no así dejaban de temblar sus manos. – Están en el campo, recogiendo las cosechas, defendiéndose de los ataques de los indios. Volverán dentro de unos días… – Necesitamos descansar, comida y frazadas… – Dentro de la posada encontrarán eso… Por un precio justo… Y dicho esto, la misteriosa mujer entró a la posada como escapándose de ellos, envuelta entre misteriosos sortilegios de hechicería. Corría el año de 1549. La llegada de Francisco Ruiz a la ciudad de Tunja no fue celebrada como él se lo esperaba, pero muchos campesinos de la provincia apreciaban su gran labor de haber abierto el camino ganadero. Los primeros y largos días en la ciudad los campesinos solían preguntarle a él y a sus hombres sobre los beneficios de la apertura de la vía de penetración, en la altiplanicie del Nuevo Reino de Granada y en los inhóspitos territorios mineros de la provincia de Antioquia y la Gobernación de Popayán, pues el precio del ganado se había incrementado aún más, ya que el ganado llegaba a esas zonas remontando el río Magdalena con mucho trabajo y sufriendo todas las penalidades que conllevaba el calamitoso y largo traslado de las reses. Con el camino abierto por los hombres de Francisco Ruiz se abrió el comercio y mermaron
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los precios del ganado y de las provisiones. Y se tuvo un contacto más cercano y expedito con La Corona española. Terminada la misión del corredor vial, Francisco Ruiz se quedaba algún tiempo más en el Nuevo Reino de Granada y se incorporaba a las conquistas de estos territorios, Tunja, Popayán y otros lugares remotos. Quería probar suerte recorriendo aquellas tierras, amasar fortuna y además conocer las aldeas y provincias aledañas de los indios que encomendaba, entonces se aventuraba, digno de odiseas, a las indomables cumbres andinas, con tan mala suerte que sufrió con sus hombres todos los contratiempos de las aventuras clásicas. De 1550 a 1556 retornó a su territorio de encomienda, la ciudad de Cartago en La Gobernación de Popayán. Pero en el año de 1558 volvió nuevamente al territorio venezolano. En el año de 1559, el gobernador Gutierre de la Peña enemistado con Diego García de Paredes, autoriza a Francisco Ruiz a aplastar la rebelión de los indios cuicas y refundar Trujillo que había erigido Diego García de Paredes. Pero Francisco Ruiz cambia de lugar la población de Trujillo y edificando nuevamente le da el nombre de Mirabel, su pueblo natal en España, perteneciendo este territorio a la Real Audiencia de Santo Domingo. En 1560, dolido por los cambios de mando autorizados por el gobernador Gutierre de la Peña, se va a Mérida a defender el territorio ante la amenaza invasora de Lope de Aguirre, luego llega a Barquisimeto con la intención de reforzar las fuerzas reales conformadas por vecinos de Mérida, Tunja y El Tocuyo. Cuando Lope de Aguirre es vencido se queda algún tiempo en El Tocuyo prestando declaraciones por las intervenciones de sus predecesores por el cambio de lugar en la refundación de Trujillo. Por aquellos días siendo encomendero en la andina Mérida, Bernáldez de Quirós organizaba la expedición para la conquista definitiva del territorio de los indios caracas, donde Francisco Ruiz se alistaba en las tropas y desde El Tocuyo marchaba con Diego de Losada a consolidar la refundación de Caracas. Refundada la capital, Francisco Ruiz ayuda a defender la ciudad atacada a diario por las tribus de los alrededores. Eran hordas de indios rebeldes dispuestos a morir sacrificados por defender sus territorios que atacaban sin cesar los regimientos y las casas de la ciudad. La
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población se refugiaba, atemorizada por la bravura de los indígenas. Pero los muertos eran de ambos bandos, recrudeciendo los ataques. El explorador ya se sentía agotado de esa guerra sin tregua, además conocía del salvajismo de los nativos y no quería seguir expuesto en aquel territorio que habían conquistado, él y sus superiores, con sangre y furor. Pronto se alistaba a otras campañas y a otras expediciones de exploración y conquista. Y ya en 1565 Francisco Ruiz regresa nuevamente al Tocuyo. Allí ejerce como insigne patrocinador de las campañas conquistadoras, hace vida social y es considerado un sanguinario héroe. Fama que se extendió por todos los lugares a donde iba implantando leyes de muerte y de barbarie. En 1578 se instala definitivamente en Mérida, con su familia, su esposa Ana de Morales y sus dos hijos, Cristóbal y Ana. Sintiéndose algo enfermo y agotado, pero sin dejar de participar en los debates sobre tierras y enmiendas. De 1579 a 1591, colabora en el Cabildo como alcalde ordinario en distintos periodos. En 1595 moría en la ciudad de Mérida, en la más completa indigencia
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Pasaje para Kingston J. Martín Alcaid El viejo barco de cabotaje paró las máquinas y continuó deslizándose por inercia sobre la superficie del mar, suavemente, en dirección al muelle, mientras hacía sonar la sirena para anunciar su llegada. Una densa humareda negra brotó de su chimenea y una profunda vibración se extendió por toda la estructura, señal inequívoca de que los motores habían vuelto a funcionar para contrarrestar el impulso de la nave. La hélice removió con fuerza el agua, enturbiándola con los sedimentos del fondo marino, algas, y pececillos que eran incapaces de evitar el poder succionador de las aspas. Por encima de la nave revoloteaban unas cuantas gaviotas peleonas, que no cesaban de graznar y de disputarse cualquier cosa comestible que aparecía en la superficie. Acodado en la barandilla, contemplaba los remolinos y los borbotones que se producían. El agua parecía hervir, su calma se había convertido de repente en rabia al ver su reposo interrumpido, y lo demostraba con islotes de espuma que iban a la deriva como pequeños icebergs. Comparé la situación con la vida misma, cualquier momento apacible puede alterarse de pronto y convertirse en un torbellino enloquecido y arrasador. A dos horas y media de la costa, el navío tuvo problemas mecánicos, quedándose al garete, es decir, a la deriva. Se tardó un buen rato en solucionar la avería, y esta delicada situación sembró la inquietud entre el pasaje; por añadidura, se levantó un molesto y fresco viento que no facilitó las cosas. Alcé la vista para seguir las maniobras de atraque. El barco fue virando lentamente de popa para acostar por babor al muelle, entre un modesto pesquero y una esbelta goleta; el personal de tierra y los tripulantes afianzaron las amaras y colocaron una pasarela. «Tout le monde à terre!», ¡todo el
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mundo a tierra! —lanzó una voz en cubierta. «Menos mal — me dije— que ya hemos llegado.» Efectivamente, habíamos arribado al puerto de Kingston, la capital de Jamaica, una población de clima marítimo tropical con alta humedad situada al sur de la isla. La ciudad actual, con sus casitas y sus negocios pintados de blanco, no se parecía en nada a la que había conocido en mi juventud, cuando embarqué como polizón en un carguero rumbo a Panamá con la pueril intención de entrar luego en los Estados Unidos. Las cosas no salieron como yo pensaba, porque a pesar de estar bien oculto y alimentado gracias a la complicidad de un cocinero chino, alguien me delató. Me desembarcaron en la citada isla caribeña, la misma que años después era incapaz de reconocer. Dicen que cuando transcurre demasiado tiempo sin volver a pisar la tierra que se visitó una vez, la memoria se confunde y se pierden los recuerdos que teníamos almacenado. Ya no destacaba la figura bañada en la niebla de la Montaña Azul, con sus más de dos mil metros dominando la ciudad que se extendía en la llanura de Liguanea, una planicie aluvial a orillas del río Hope. ¿Dónde estaba la bahía alrededor de la cual debería de hallarse los Palisadoes con su largo banco de arena? ¿Y las playas blancas de aguas cálidas y cristalinas? ¿Seguiría el espectáculo de las famosas cataratas en el río Dunn? ¡Era tan diferente el paisaje actual! En lugar de la vegetación tropical de antaño, una de las más exuberantes del Caribe, se apreciaba ahora un paisaje rocoso, yermo, amarillento, con una fortaleza amurallada en lo alto de un cerro. Descendí del navío al igual que el resto del pasaje y me zambullí de lleno en una época bulliciosa con nuevos estilos de vida, un periodo en el que muchas de las normas morales tradicionales habían sido relegadas; me encontré de repente en los locos años veinte, los «roaring twenties» que dirían los americanos, un tiempo de coches rápidos, de jazz y de charlestón; de collares largos y pelo corto; de bares clandestinos y de juventud salvaje. Eran también los años de la Prohibición, de la llamada Ley Seca. En los Estados Unidos duró hasta 1933, y se prohibió la fabricación, importación,
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exportación, transporte y venta de bebidas alcohólicas, propiciando así la elaboración clandestina y el contrabando. Los traficantes se abastecían de ron en Jamaica, lugar donde se producía a partir del principal cultivo de la isla: la caña de azúcar. Luego, navegaban a lo largo de las costas norteamericanas sobre la línea de las tres millas; allí aguardaban las «rum-runners» a las que transbordaban la mercancía para introducirla en el país. Se trataba de embarcaciones ultra rápidas propulsadas por motores potentes de avión V12 Liberty, fabricados por la firma estadounidense de automóviles de lujo Packard, y que procedían de excedentes de la Primera Guerra Mundial. Debían eludir la férrea persecución de los guardacostas americanos, que no dudaban en embestir y hundir las embarcaciones de los infractores de aquella ley. En cuanto pisé tierra, me perdí entre el abigarrado y ajetreado gentío que se afanaba en sus quehaceres diarios. El puerto era una auténtica algarabía donde no resultaba fácil entenderse; se hablaba en español, no en vano la isla había sido descubierta por Colón; también en inglés, porque Inglaterra ocupó posteriormente el territorio desde 1670, se conversaba en francés y se discutía en cualquiera de los dialectos de la mayoría negra resultante de la etapa de la esclavitud. Con tanto ruido no me percaté de que una voz femenina me estaba llamando. Me enteré de ello más tarde. Fui sorteando, de la mejor manera posible, todos los obstáculos que encontraba a mi paso: calesas, ruidosos automóviles que hacían sonar sus bocinas, puestos callejeros cuyos propietarios pregonaban a voces su mercancía, carros cargados con toda clase de géneros y, por supuesto, camionetas con el producto estrella: el ron; hasta me crucé con un grupo de bucaneros que marchaba desordenadamente en dirección a la goleta; todo este carnaval —porque eso es lo que parecía con tanto escándalo y colorido— se desarrollaba bajo la atenta mirada de unos agentes de policía que trataban de poner orden en esta especie de caos. Pasé delante del “Bargain Center” y de un local cuyo rótulo
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rezaba: “Assayer Civil Engineer” o algo parecido; llevaba tanta prisa por salir de aquel bullicio que no me entretuve en leerlo bien. A la izquierda estaba el cinema Victoria; de buena gana hubiera entrado a ver una película, pero parecía cerrado. Finalmente, llegué acalorado a la parada del tranvía de la Jamaica Public Service Company. Allí estaba el número 29, vacío, sin conductor, esperando a unos pasajeros que Dios sabe cuándo iban a llegar. En aquel momento sentí una mano que me agarraba el brazo izquierdo y tiraba de mí, al tiempo que una voz femenina —la que no había oído antes— me pedía que frenara mi marcha. Se trataba de Monique, una mujer francesa, rubia y atractiva, que había conocido semanas atrás. Cuando recuperó el aliento, me dijo con su peculiar acento galo: —¡Uf! Como corres, te he estado llamando desde que bajamos del barco, parece que estás sordo. —Perdóname, pero es que con tanto jaleo dime, ¿pasa algo?
no te he oído;
—No, no ocurre nada malo; es que con tantas cosas en la cabeza se me olvidó decirte esta mañana que esta noche una parte del equipo va a cenar en el restaurante Imperial, ya sabes, en la Puerta Purchena. Los hermanos Nicolás y Cristóbal nos tienen preparada una cena a base de mariscos y carnes selectas. Después iremos al bar de Manolo Manzanilla a tomar una copa y te presentaré una persona que te va a encantar. Además, te tengo que contar algo interesante, «tu vas venir, n’est-ce pas?» —terminó preguntando. —¿Pero no teníamos que navegar mañana por el Cabo de… —objeté. —Olvídate, tienen que revisar la maquinaria del «Lady of my heart»; si acaso, iremos allí por tierra o utilizaremos la goleta si no hace mal tiempo. « Lino, tu vas venir ou non?» — insistió Monique—, que no me llamaba por mi nombre real
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desde que nos conocimos, utilizaba éste en su lugar por una razón que explicaré más adelante. —«Bien sûr», claro que iré. Soy descendiente de colonos españoles que se instalaron hace tiempo en Argelia: los «pieds noirs» (pies negros), denominados así por las botas negras que calzaban. Aunque no nací en ese país, heredé parte de la cultura francesa y aprendí la lengua de Molière desde mi infancia. Por otro lado, como Monique hablaba español no era extraño que se mezclaran palabras de ambos idiomas en nuestras conversaciones. Suele ocurrir en las zonas geográficas de dos o más hablas. Monique se quedó descansando cerca del tranvía y yo me encaminé por el parque Nicolás Salmerón hacia el hotel donde me alojaba. La cena en el Imperial fue amena y exquisita. Yo sentía curiosidad por ese ‘algo interesante’ que debía desvelarme la francesa, pero cada vez que le preguntaba se reía y me respondía: ‘estás intrigado «mon ami»’, o bien, ‘después, después, no seas impaciente, aquí hay demasiado ruido para conversar con tranquilidad y, además, no se habla con la boca llena’. —¡Anda, que en el bar vamos a poder hablar mucho! El bar Manzanilla se encontraba en la calle Jerez, junto al Zapillo, un barrio de la ciudad cercano al antiguo cargadero de mineral. Como no estaba muy lejos del restaurante, en lugar de ir en coche bajamos a pie por la calle principal hasta el puerto, luego torcimos a la izquierda. ¡Cuestión de hacer mejor la digestión! Nada más llegar a las puertas del anexo que el bar mantenía para determinados eventos, reconocí la música que se escapaba del local: pertenecía al inconfundible Count Basie, uno de los mejores intérpretes del “swing” del que yo era un ferviente admirador. En este caso, no se trataba de una grabación sino de una actuación
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en directo. El ambiente cálido nos envolvió enseguida. Monique me cogió de la mano y me condujo hasta el músico; yo la seguí, entre obediente y pasmado, ¡qué dulce era dejarse llevar! Conforme avanzábamos hacia el artista, la mujer iba saludando a los asistentes. Monique hizo las presentaciones de rigor, le explicó quién era yo y conversó un momento con él; finalmente le pidió que interpretara el tema más popular de su repertorio: ‘One O’Clock Jump’. Sin yo darme cuenta le había solicitado un segundo tema. Me enteré cuando el músico tocó “I’m tired of waiting for you” y Monique me dijo que si no había entendido el título de la canción podría traducírmela más tarde. Luego, la mujer esperó un gesto de complicidad del americano al iniciar un tema lento para pedirme que la sacara a bailar. —Sabes, el “Conde” —así llamaban a Basie— hacer un cameo en la goleta.
tiene que
—¡Ah! —dije—. Oye, ¿qué era eso importante que tenías que contarme? —¿Lo de la canción? —preguntó riendo. —No, lo otro, lo que me comentaste esta tarde. La francesa iba a lo suyo, me susurró al oído: —Quiere decir: ‘Estoy cansado o cansada de esperarte’. «Bon, tu comprends?», ¿Sabes por qué lo digo? ¿Es que estás casado o tienes alguna «liaison»? Si es así, olvídate de mí, pero si te gusto aunque sea un poco, dímelo. —No, en absoluto, ni estoy casado ni tengo una relación — fue lo único que respondí. No me atreví a confesarle que me atrajo desde el primer día Ella soltó un ‘uf’ de alivio, como si se hubiera quitado un peso de encima.
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Monique y yo nos habíamos conocido de forma circunstancial en la primavera de 1970, cuando llegué a la ciudad después de una prolongada ausencia. Tras registrarme en un hotel y tomarme una ducha reconfortante, me fui a dar un paseo por la zona portuaria hasta casi llegar a la salida de la carretera que conduce a Málaga. Descubrí una aglomeración de curiosos cerca de un pequeño poblado de casas de madera muy cercano al muelle. Como la cortina humana me impedía ver lo que ocurría por delante, pregunté a los de atrás qué sucedía. Una de las personas se volvió brevemente y contestó: —Están rodando una película con actores franceses, italianos y españoles; me parece que es una coproducción. Trabaja la BB esa… —Después, como un resorte, se giró de nuevo, me miró con detenimiento y exclamó: ¡usted se parece al actor principal!— y volvió a mirar entre las cabezas. Sonreí. No era la primera vez que me comparaban con el actor Lino Ventura, un duro “simpático” del cine francés, famoso por sus películas de acción. Era cierto que ambos teníamos aproximadamente la misma estatura y, más o menos, semejante complexión, pero yo no encontraba ningún parecido entre mi semblante y la cara ancha y bonachona, la nariz gruesa y la mirada de acero del artista, por mucho que me digan que todos tenemos un sosias en nuestra vida. Busqué un hueco por un lateral y me colé hasta la primera fila de los mirones para contemplar mejor lo que sucedía; esto provocó algunas protestas que motivaron la intervención de un guardia y de una persona del equipo de rodaje para poner orden. El hombre se me quedó mirando sin decir nada y fue a contarle algo a una mujer rubia: Monique. Ella se inclinó hacia un hombre barbudo, seguramente el director de la película o el de fotografía, que estaba mirando por el visor de la cámara los detalles de la próxima escena y le comentó algo señalando hacia mí; la persona asintió con la cabeza y un meritorio vino a buscarme.
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Ellos hallaron la similitud a la que me he referido antes. Me propusieron trabajar como «stunt» —nombre inglés de actor de doblaje— en determinadas escenas, siempre y cuando no fuesen de acción; prácticamente sería un doble de luz. Me enteré de que Lino Ventura no se maquillaba en sus películas y que tampoco besaba a la protagonista de turno, que en este caso era Brigitte Bardot. Ante las miradas interrogantes de Monique y del director, accedí sin dudarlo. «Le jeu en vaut la chandelle», sí, merece la pena — me dije—, una oportunidad como esta no se presenta todos los días. Y aquella experiencia me atraía, tanto como los bellos ojos de la francesa. Así fue como Monique y yo nos conocimos, no lejos del Barrio de Pescadería, origen de la que fuera en su día ciudad califal de Almería, convertida por aquellas fechas en el plató de filmación del “Bulevar del ron”, una película que me facilitó un pasaje para viajar en el tiempo hasta Jamaica. De la noche a la mañana, me vi envuelto en el ambiente bullicioso de un Kingston ficticio, rodeado de focos, cámaras, jirafas de sonido, actores y figurantes, con el megáfono dando órdenes de ‘¡silencio, se rueda!’, al ritmo de claquetas y de voces de ‘¡acción!’ Monique resultó ser la ayudante del director. Desde el primer momento empezó a llamarme ‘Lino’, como el actor, y cuando le pregunté por qué no me llamaba por mi nombre me contestó que era el diminutivo de Paulino, su abuelo materno. Volviendo a la velada en el bar Manzanilla, la rubia francesa y yo aprovechamos un descanso del pianista para sentarnos a una mesa que se había quedado libre tras la marcha de varios miembros del equipo de cine. Intuí que iba a ser el momento de que me desvelara aquella información ‘interesante’. —Tú sabes que la película que estamos rodando trata sobre la Ley Seca y el contrabando de alcohol, pero quizás ignoras que hubo varios bares-casinos flotantes a lo largo de las costas americanas, en el límite de las tres millas de aguas
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territoriales para evitar violar la ley. Cuentan que hubo hasta diez entre 1920 y 1930. Solo me voy a referir a uno de ellos, el ‘SS MonteCarlo’, que se situó entre las Islas Coronado y Coronado, ciudad y balneario del condado de San Diego, California. Procedía del litoral de Long Island, en el estado de Nueva York. Con sus 90 metros era tan largo como un campo de fútbol. Había sido construido a base de hormigón y barras de acero con el nombre de ‘SS Mekittrick’, como buque cisterna para la ‘Navy’, pero la Primera Guerra Mundial terminó antes de que fuera acabado. De petrolero se convirtió en casino flotante, o mejor dicho, pasó a ser una especie de isla artificial dedicada al juego, al alcohol y a la prostitución, que funcionaba las 24 horas del día. Destacaba a lo lejos por su larga chimenea de popa. Hizo su gran debut en mayo de 1932, anticipándose a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles de aquel mismo año. Unos ‘taxis acuáticos’ transportaban gratuitamente los clientes desde la costa. Su eslogan publicitario, ‘dados, bebidas y muñequitas’, atraía mucha gente, sobre todo de la clase media, pero también a famosos; dicen que entre los visitantes figuraron Clark Gable y Mae West. Se jugaba a la ruleta, al póquer, al ‘blackjack’, a la lotería china y al ‘chucka-luck’. Por esa razón los evangelistas lo llamaron “el barco del pecado”. —¿Quiénes eran los propietarios? —pregunté. —No se sabe, aunque todo apunta a la mafia. Si me estás contando todo esto es porque hubo algo más… —Efectivamente. El 1 de noviembre de 1936, el casino flotante ofreció una gala para clausurar la temporada estival. Lo que nadie imaginaba es que sería un cierre definitivo. —¿Qué pasó?
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—Ocurrió que, el 31 de diciembre de ese año, una fuerte tormenta, con olas superiores a cuatro metros, hizo que el barco perdiera su anclaje y encallara en la playa de Coronado. Para los evangelistas fue un castigo divino por tanta depravación. Nadie reclamó. Yo estaba sobre ascuas, solo tenía oídos para lo que me estaba contando Monique, y a ella le brillaban los ojos. Prosiguió: —Creo que los dos vigilantes del barco se salvaron. Los que no pudieron ser rescatados fueron los 100.000 o 150.000 dólares en monedas de plata que, según dice la leyenda, siguen a bordo. Tú me dijiste que habías hecho submarinismo en tu juventud, y yo conozco una empresa de Marsella que estaría dispuesta a prospectar en la zona del hundimiento. Son amigos míos, únicamente nos cobrarían los gastos de desplazamiento y de material. Si se encontrara el tesoro les tocaría un tanto por ciento. Creo que con el dinero que hemos ganado en este trabajo podríamos intentarlo. Total, como decís en España: «Más se perdió en Cuba». —No sé, no sé, de verdad; me parece arriesgado. ¿Qué ocurrirá si no hallamos nada? No contestes, te lo voy a decir: habremos desperdiciado nuestro dinero. —No estoy de acuerdo —contestó Monique entrecerrando los ojos como una gata— habremos disfrutado juntos de un precioso viaje a California. —Visto así, merece la pena…
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El secreto Mercedes Bagó Pérez Tenía cuatro años, cuando vi un carrito azul de pedales en el estante más alto del garaje, pedí que lo bajaran, porque quería jugar con él. Si era la única niña en la casa y aquello era un juguete, debía ser mío, pero nadie mostró interés en complacerme, solo trataron de desviar mi atención hacia otros juguetes. A los pocos días, mis padres creyeron que lo había olvidado, pero volví al garaje y no estaba, ese hecho se convirtió en la primera confusión entre lo que es real y lo que es imaginario. Papá y mamá seguro pensaron que eso no me afectaría, porque es normal que los niños imaginen cosas, afirmaron: «ya se le olvidará». Para ayudar en el proceso del olvido mi padre me regaló mi primer velocípedo. «Hay que distraer la niña con algo que le llame la atención, además, tiene pedales, ¿cuál será la diferencia para ella?» aseguró mi madre. En varias ocasiones más pregunté por el carrito azul y mamá me traía una muñeca de Holguín, de las que cierran los ojos azules al acostarse y las que al apretarla, les suena un pito que tenían en la espalda, otro día me traía un jueguito de tacitas, platitos con cubiertos y vasos. Papá me regalaba la pelota, el trompo, la pistola de misto fulminante, el carrito que le prendían las luces, le sonaba la bocina y se manejaba con un aditamento remoto conectado a un cable. Jugaba con todos, sin percatarme de que mamá y papá competían para lograr mi atención. Nunca entendí que mis juguetes fueran “híbridos”. Nombre con el que una prima los bautizó. Le pregunté a mamá: «¿Qué significa “híbridos”?» Contestó molesta: «Una tontería que se le ocurre a una envidiosa, que nunca tuvo tantos juguetes como tú», pero mamá regañó a mi padre por traerme juguetes “para varones” y le pidió, que de ahora en adelante, trajera juguetes “para niñas”. Llegué a tener cinco muñecas ciegas o tuertas y cuatro de ellas sin pito en la espalda. Al investigar como aquellas chicas cerraban los ojos, se reveló que el secreta estaba en una pesita entre ambos ojos. Ahora tenía que encontrar cómo funcionaba el
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pito de la espalda, así que hice mi primera cirugía, la segunda y así con todas, extraje todos los pitos de las espaldas de las muñecas. Descubrí que el pito funcionaba con aire, así que al soplarlo el aire hacia que sonaran, con la práctica aprendí que los pájaros del campo respondían al pito, ahora era que la cosa se ponía divertida, hasta que mamá recogió todos los pitos. Su argumento era que los pitos eran metálicos y podía tragármelos, quizás se me insertarían en el intestino o en el estómago y tendría una hemorragia interna. Esos presagios negativos por parte de mi madre eran limitantes y frustrantes para mí. ¿Por qué mamá siempre pensaba que me iban a ocurrir cosas terribles que podían causarme la muerte? Pregunta que fue contestada varios años después, cuando conocí el secreto largamente guardado de mi familia. En los momentos de casi un mortal aburrimiento recurría a las tazas del juego de café y los platos, pero estos terminaban llenos de piedras y fango mientras imitaba servir una suculenta comida, que para nada era comestible, lo sabía muy bien, porque tuve la osadía de probarla. Por supuesto, en esos momentos de incontenible necesidad de saber más, averigüé cómo funcionaba el trompo, el carrito y la pistola de misto. Al fin y al cabo el más extraordinario de todos los descubrimientos resultó ser, que los juguetes de los niños son más interesantes que los de las niñas. Por eso mi obsesión con el carrito azul de pedales. Cuando papá comenzó a traerme muñecas de diferentes tamaños, se llenó mi cama con todas ellas, vestidas con trajes de vuelos, con muchas flores y colores. Nunca más jugué con ellas, para qué, ya sabía por qué cerraban los ojos azules y cómo funcionaban los pitos de sus espaldas. En una de esas tardes de siesta de mamá, encontré una cajita escondida entre las costuras, ahí estaban todos los pitos de las muñecas. A finales de 1958 seguía corriendo en mi velocípedo y de vez en cuando preguntaba por el carrito azul de pedales. ¿Dónde estaba? ¿De quién era? ¿Por qué no pude usarlo? También, tras bambalinas conocidos y familiares hablaban de la existencia de un niño llamado Pepín. Tubo que pasar mucho tiempo para comprender que había una relación entre el
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carrito azul y ese niño. Ese chico travieso llamado Pepín me llevaba dos años. Todos hablaban de él, menos en casa, una sola vez pregunté y las miradas fueron fulminantes, con negativas de su existencia en tono de regaño. Mi hermana privadamente me dijo: —Ese nombre no se menciona, está prohibido. —¿Por qué? —pregunté intrigada—. —Cuando crezcas lo sabrás todo. Es por la salud de mamá, si no quieres que se muera no puedes hablar de eso, nunca. Los vecinos, familiares en casa de mi abuela materna y ciertas amistades hablaban de Pepín en mi presencia y fui atando cabos, hasta que una amiga de la familia me preguntó si realmente no me acordaba de Pepín. Le aseguré que nunca lo conocí. —Lo conociste, eras muy chiquita cuando eso, será por eso que no lo recuerdas. ¿Quieres que te cuente sobre él? No me atreví a contestar, pero mi corazón de niña curiosa, se derramó en mi mirada inquisitiva. Mi amiga, unos 5 años mayor, estaba resuelta a contarme todo el secreto familiar y satisfacer mi curiosidad. —Era un niño lo que se dice bonito, rubio, ojos café, sonrisa hermosa y gran simpatía. Me contó que Joseíto el hermano de papá, rayaba en la locura al verlo, se comportaba como si fuera propio, quizás por no tener hijos varones. Tanto los abuelos como los tíos estaban embrujados con Pepín. Papá lo paseaba en su moto negra, luciendo su vástago y presumiendo su tesoro de varón. Tenía 11 años cuando escuché esta historia y para ser sincera no entendía las dimensiones que representaba lo que mi amiga me decía. Pensaba: «¿Por qué el secreto, el miedo, el silencio? ¿Dónde estaba Pepín?».
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Fueron varias sesiones de plática, unas veces comiendo guayabas u otras frutas, algunas veces mientras caminábamos por el campo, en las tardes. Mi amiga tejía aquella historia y desenrollaba un pasado triste para todos, especialmente para mamá. Entonces entendí, “el carrito azul de padales” era de Pepín. Como parte de esta historia mi amiga me contó detalles de la construcción de mi casa que tuvo relación con la muerte de mi hermano. En los años cincuenta, las casas eran de madera y se acostumbraba usar unas planchas de madera prensada como revestimiento de las paredes internas, para darle mayor belleza al interior. Pepín le dio por sacar pedazos de esa madera prensada de las paredes y se las comía. Al cabo de un tiempo el niño tuvo una obstrucción intestinal. Las razones médicas, en ese momento no las entendí, pero hubo que operar el niño y le cortaron parte del intestino. Al regreso de esa intervención quirúrgica todo parecía estar bien, pero tuvo otra obstrucción y esta segunda vez no sobrevivió, muriendo de infección severa a los pocos días en un Hospital de Holguín. Corría 1954, estábamos bajo la dictadura Batistiana con sus manoseados arreglos electorales, mientras la Revolución Cubana se gestaba en la conciencia colectiva. La efervescencia estaba presente en toda actividad y traer el cadáver a los Moscones, resultaría en un papeleo incomodísimo y todos se encontraban desechos de tanto dolor e impotencia. Joseíto, hermano de papá, decidió sacar al niño del hospital en brazos, como si este estuviera dormido, lo vistió, lo cubrió con una frazada y salió del hospital hacia donde estaba su Ford del los cuarenta y lo acostó en el asiento trasero. Con fortaleza y determinación controló su propio llanto sin que se notara nada. Al llegar a casa después de recorrer unos 40 kilómetros, lo colocó en la cama y lloró sobre su cuerpecito yerto e inmóvil. Mis padres regresaron después junto a otros familiares que estaban con ellos en el hospital. Mi hermano, José Benito, al que todos llamaban Pepín, tenía escasamente 4 años cuando murió; fue velado en casa, al igual que posteriormente lo fue mi abuela paterna.
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Según me contó mi amiga, mamá calló en un letargo indescriptible tras aquella terrible pérdida, tenía intervalos alternos de profundo silencio y gritos, acompañados de una mirada perdida. Posterior al sepelio del niño, mi madre se abandonó de sí misma, perdió el interés en todo lo que antes la desvivía. Descuidó su higiene personal y volvieron los letargos con intervalos de gritos y silencios. Se sentía culpable por la pérdida de su hijo, porque según algunas personas decían, los sucesos ocurridos fueron por descuido, por no haber estado pendiente a un niño tan travieso como lo fue Pepín. Mi abuela materna se quedó con ella en casa para atenderla, asegurando que en poco tiempo la sacaría de la profunda tristeza. Abuela Pancha estaba muy segura de sus métodos. Mi hermana se fue a casa de nuestra abuela materna, a estar con unas tías y me llevó con ella. Norma con casi 18 años se convirtió en mi madre por casi dos, ella también lloraba a escondida la pérdida de su único hermano. Papá estuvo deshecho llorando y fumando su pena en cigarros Partagás, hasta que una mañana decidió que la vida continuaba, porque tenía dos hijas y una esposa destrozada, a las que no podía abandonar. Abuela Pancha, pacientemente atendió a mamá, tomándole la recuperación mucho más del tiempo predicho. Papá y Joseíto mi tío, desnudaron las paredes interiores de la casa de toda la madera prensada que la revestía en su interior. —Quizás no se ve tan elegante, pero será más segura para cuando regrese la niña — afirmó mi padre, refiriéndose a mí. El día de las madres de 1956, mi hermana y yo fuimos a ver a mamá a casa, corrí hasta ella, se encontraba sentada en uno de los balances del portal, con su pelo ondeado sujeto tras la oreja, dejando ver sus pequeños aretes, estaba bañadita y perfumada, me extendió los brazos sonriendo. Parecía que la habíamos recuperado. Abuela le explicó a mi hermana que no debíamos hablar de Pepín, al menos por un tiempo prudente. Nuevamente el tiempo prudente se
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extendió, nunca en casa se mencionó a mi hermano, así convirtieron su existencia en un secreto. Mi madre se convirtió en mi guardia de protección, para ella cualquier cosa representaba un peligro para mi vida. A finales del año 1964, para mi cumpleaños número 12 papá fue a mi rescate regalándome una bicicleta checa color verde esmeralda. La había visto en Mir días antes, le conté a papá que aquella bici era lo más extraordinario que había visto, mamá descartó la idea por ser algo muy peligroso. Una tarde para mi sorpresa mi padre vino desde Mir montado en ella, no podía creer lo que veía, corrí a recibirlo, me senté en el sillín y con un leve empujoncito salí como si hubiese nacido sobre aquella bicicleta. Creía que papá seguía tras de mi sosteniéndome sobre aquellas dos ruedas y cuando miré hacia atrás papá estaba distante de mí, la sensación de libertad que producía el aire en mi rostro, peinando mi pelo hacia atrás, era nuevo para mí y una de las cosas más maravillosa que había vivido hasta entonces. Había crecido lo suficiente como para cambiar el velocípedo por una bicicleta, la seguridad de tres ruedas por la aventura de dos, donde misteriosamente me sostenía sin caerme. Mi padre luchó con mi madre y ésta accedió a que paseara todas las tardes mientras ella sentada en el portal me seguía con la vista de un extremo al otro del camino real. Era un trecho largo comparado con el portal de mi casa y lo recorría de 10 a 15 veces cada tarde, pedaleando, sentada, parada, sin manos, sin piernas y cuanta monería me era posible inventar, mientras mi madre se desesperaba mirándome desde el portal, sufriendo con su enorme secreto latiendo presuroso en su corazón. Cuando mi padre decidió llevarme al cementerio para mostrarme la tumba de José Benito, ya estábamos en 1965, yo tenía 12 años, el sol estaba coronado de poder ese día y la sombra del flamboyán a la entrada del cementerio era una paradoja de alegría. Papá debelaría esa tarde ante mí, aquel secreto familiar.
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—Tengo algo que enseñarte y además, una historia que contarte. Porque estoy seguro que tú volverás a esta tierra algún día y deseo que vuelvas aquí, para que coloques flores sobre… —No me interesa ver nada. —interrumpí—. Sé esa historia y no porque ustedes me la contaran. Además si nos vamos, no voy a regresar sola —no era mi intención ser descortés, pero realmente el secreto y el afán de ocultar la historia de Pepín, me llegó a resultar incómoda a medida que crecía y maduraba. Mi padre se refería al regreso a Cuba después de nuestro futuro exilio. Exilio que producía sentimientos encontrados en mi interior, los cuales siempre guardé, porque yo también tenía derecho a mi propio secreto.
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Alma llanera (para Rodrigo) Ofelia Luengas Lasso Cuando viajo a esta espectacular región de mi país Colombia, no puedo dejar de sentir la misma emoción y alegría que experimenté al verla por primera vez hace treinta años. Desde hace cinco años realizo esta travesía dos o tres veces al año, por asuntos laborales, pero aun así, mi corazón palpita y mi adrenalina se despierta impetuosa por todo mi ser, cada vez que voy. Es innegable la belleza de los llanos orientales y es menester de todo aquel que los descubre, hablar de su majestuosidad, de su hermosura de su riqueza hídrica, la flora, la fauna , de toda esta biodiversidad, afortunadamente casi inexplorada, los llanos son dignos de ser ponderados y admirados por propios y extraños. El éxtasis que siento por ir a este sitio sólo lo comparo con el gozo que siento cuando regreso a mi país, Colombia, después de un viaje al extranjero. Es mi tierra, mi ancla al planeta, mi sitio en este cosmos…. Amo lo mío, quiero lo nuestro, el terruño de mis ancestros y aunque no soy llanero, tengo alma llanera, siento que pertenezco a ellos, que quizás en una vida pasada, fui un llanero que cabalgaba por todas sus extensiones llevando el ganado a algún lejano abrevadero. Para aquellos que siguen estas líneas y no conocen Colombia, les puedo decir que los Llanos Orientales se asemejan a una parte del África, pero sin elefantes, ni jirafas, pero con mayor riqueza hídrica. Llegar hasta mi destino en los Llanos Orientales significa muchas horas de viaje terrestre y acuático. Parto desde Villavicencio, capital del departamento del Meta,- localizada a 4° 8′ 33″ Norte, 73° 37′ 46″ oeste, el cual presenta un clima cálido y muy húmedo, con temperaturas medias de 28° C y 30°C – , para llegar a Puerto Lopez; esto lo hago por carretera en bus para luego llegar a Puerto Gaitán, son casi tres horas de recorrido. Se diría que hasta aquí llega la carretera y efectivamente así es. Debo pernoctar en un pintoresco y limpio hotelito para al otro día a
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las cinco de la mañana abordar la lancha que nos llevará hasta Santa Rosalía. Recorremos el río Guacacías por un lapso de tiempo de 10 minutos hasta encontrarnos con el gran río Meta. El río Meta es un largo y caudaloso río de la Orinoquia colombiana, que desemboca en el río Orinoco, recorre territorio colombiano y venezolano, pero el río no sabe de divisiones políticas, sólo viaja gallardo y placentero por la tierra, regando su superficie, proporcionándonos alimento y frescura, tiene un caudal medio de casi 6500 metro cúbicos por segundo y tiene una longitud de 804 kilómetros, la superficie de su cuenca es de 93800 kilómetros cuadrados. Antes de salir en la lancha, me aseguro de tener mi asiento al borde del bote para sentir sobre mi rostro, la brisa y el agua salpicándome, además pensando, probablemente en mi seguridad personal pues en un caso extremo, sería uno de los primeros en saltar al agua, para resguardar mi vida. Después de encontrarnos con el río Meta, navegamos por sus rápidas aguas, a una buena velocidad entre 40 y 60 kilómetros por hora, hasta Santa Rosalía, que se encuentra a tres horas y media de camino. Antes de llegar a Santa Rosalía, que pertenece al Departamento de Vichada, nos detuvimos en Orocue, un pueblito ribereño del Meta, paramos en unas escalinatas que bajan hasta el río, por donde descienden las mujeres cargadas de alimentos para ofrecer a los viajeros de las lanchas unos desayunos suculentos, esto es algo pintoresco y muy original. Calmamos nuestra hambre y continuamos nuestro viaje por el río Meta. Es de mañana y el sol ha salido con donaire, se refleja sobre las inquietas aguas, el esplendor nos encandila un poco, pero no ceso de admirar el paisaje, de vez en cuando el río se pica por el viento y observo aguiluchos, chigüiros, osos hormigueros, tortugas, a veces caimanes y en algún ocasión anacondas o Guíos como son conocidas estas espectaculares serpientes en esta parte del país.
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Ya en territorio de Vichada que es uno de los treinta y dos departamentos que tiene Colombia, su capital es Puerto Carreño. Es el segundo de departamento más extenso, es el tercero menos poblado del país y el segundo menos densamente poblado, la densidad poblacional es de 0,68 habitante por kilómetro cuadrado, pues tiene una superficie de diez millones de hectáreas, aquí se halla uno de los parques naturales el parque nacional El Tuparro. Es tierra inexplorada y casi virgen, para regocijo de los ambientalistas y amantes de este planeta azul. Cuando llegamos a Santa Rosalía, en horas de la tarde, tomamos un camino que es casi una trocha, en una vieja camioneta que soporta los baches de esta vía, para llegar a la primera finca que debo visitar. La casa de la finca es rústica pero muy agradable donde vive el mayordomo encargado de cuidarla. Ansioso espero la llegada de la noche para tumbarme en el suelo de esta gran llanura y contemplar ese firmamento lleno de estrellas y luceros. Cuando aún no anochece se observan claramente la luna y el sol, distantes los dos, pero en el mismo cielo, es entonces cuando recuerdo la hermosa leyenda de amor entre la luna y el sol, la cual comenta que hace muchísimo tiempo el sol y la luna salían juntos, el sol amaba intensamente a la luna, se sentía el astro más feliz del cosmos, pero la luna era una tremenda coqueta y no quería dejar de ser admirada por otros, ella se reflejaba sobre el mar, y éste se encabritada con su reflejo y se extasiaba con su belleza, un día sol los pilló en este devaneo y no soportó la infidelidad de su amada, la condenó para siempre a salir de noche, porque él de ahora en adelante saldría de día, la luna lloró, suplicó, derramó lágrimas de arrepentimiento, pero no, el sol, no la perdonó, pero ella guarda aún la esperanza de volver a estar juntos, de salir juntos, al mismo tiempo, y en algunas ocasiones, antes del anochecer, en tardes claras, la luna lo atisba de lejos al sol, esto lo hace porque el mar se encuentra muy lejos de la llanura y se ven juntos a lo lejos, y en estos llanos se observa claramente al sol poniéndose y la luna saliendo, juntos pero
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lejanos…. y la luna le hace guiños al sol, pero él, orgulloso la mira y se oculta…. Y me quedo extasiado, viendo el atardecer, la luna y el sol enfrascado en su amor y desamor, para ver llegar la noche, la luna en su belleza y plenitud, el sol ya se ha ocultado para dar paso a esos hermosos puntos luminosos en el firmamento que nos tienen tramados a los hombres desde nuestros principios como humanidad. Es también sentir la frescura de la noche, el viento suave, los sonidos de los animales, el bramido del ganado, pero sobre todo, la paz y la tranquilidad que inunda mi alma llanera, mi espíritu guerrero y aventurero y recargo todo mi ser, arrullado por el sonido de las cigarras. Al otro día entramos en faena, a tumbar un ternero para marcarlo, lo cual es una tarea que parece fácil pero que requiere experticia y cuidado… también debemos esquivar las vacas recién paridas, pues son muy agresivas cuando acaban de tener su cría, igualmente hacemos mediciones, demarcamos limites, bordeamos los caños de aguas cristalinas que son como arroyuelos , ricos en peces y limpios como el alma de un bebe. Caminamos por esta extensa llanura, en la cual no se encuentran piedras, lo cual me parece una condición muy particular de esta tierra: no hay piedras. Los caños están bordeados de exuberante vegetación, lo cual es conocido como morichales. Debemos atravesar arroyos, los cuales son engañosos con su profundidad, a veces se nos han ahogado algunas reses, quienes confiadas los atraviesan, pero tarde, se dan cuenta que son profundos y corrientosos y nosotros un poco más prudentes que las difuntas reses, tomamos nuestras medidas de precaución. Es un trabajo arduo pero la fatiga no importa, porque en la tarde viene la suculenta comida y en la noche la música llanera, acompañada por la infaltable arpa y las canciones de amor….. y después el merecido descanso. Los amaneceres son espectaculares, dignos de ser recordados para siempre, ese sol majestuoso y ardiente, desplegando sus rayos en toda la extensión de la llanura, las garzas
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desplegando sus alas, los aguiluchos revoleteando buscando algún ave pequeña que les sirva de desayuno. Son varias fincas que debo de visitar, mi agenda es apretada, pero no importa, cumplo con mis deberes laborales, pero no por ello, dejo de extasiarme de la belleza de los sitios de los llanos orientales, que no sólo son territorio colombiano, pues también forman parte de Venezuela. El baile más popular y típico de esta región es el joropo, el cual intento seguir y zapateo, lo hago bien, pero se ve mal. Me atrevo a sentirme como un dios en el olimpo saboreando su ambrosía, yo en cambio deleitándome con la carne asada, la yuca y la papa; otras veces me alcanza para pescar con anzuelo peces de tamaño respetable, que luego preparamos y saboreamos con gusto. Estoy a miles de kilómetros de la civilización, no hay señal de telefonía móvil, de modo que mi celular sólo funciona hasta Santa Rosalía. Tampoco hay energía eléctrica…… es como encontrarnos en otro tiempo, es adentrarnos en una cápsula del tiempo. No dejo de maravillarme cuando me encuentro con una anaconda ( Eunectes murinus), cuyo nombre científico “eunectes” viene del griego, que significa “ buen nadador”. Estas espectaculares serpientes no son venenosas, son constrictoras, es decir que asfixian a sus presas para después engullirlas. Y por supuesto que les guardo mucho respeto y admiración. A veces creo que ellas nos temen más a nosotros, los humanos, que no cesamos de exterminar a los animales que les tenemos miedo o temor. Analizo si es que a veces no enfrentamos nuestros temores y miedos, sin encararlos, para simplemente querer eliminarlos, sin conocer realmente la raíz de su origen. Son quince días de embriaguez de biodiversidad y hermosura, de música bella, de cabalgatas, de vadear por los ríos, de navegar, de trabajo arduo. De distanciamiento de la civilización, pero sobre todo de valorar, mi tierra, de querer cada día más, cuidar este planeta, de dejar a
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mis hijos un legado de amor y respeto por lo nuestro, por nuestro planeta azul y sobre todo por el respeto para cada uno de los seres de esta tierra. De regreso a la civilización, a mi ciudad Cali, donde está mi ancla, mi polo a tierra, dejo con cierta tristeza, esta llanura verde y misteriosa, como una mujer esquiva y hermosa. Deseando que la ambición desmedida de nuestros gobernantes no se vayan a parrandear este paraíso terrenal. Para mejorar las comunicaciones, prefiero el tren, antes que las carreteras, para lograr mayores riquezas, prefiero la agricultura responsable y amigable, la producción limpia y muy responsable y para ayudar a mis compatriotas, prefiero el perdón genuino y próspero que el odio recalcitrante e improductivo.
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Oaxaca, tan lejos y tan cerca Andoni Aldasoro Apoyado en una mesa del patio en La Biznaga, noto que el vaso antes rebozante de mezcal ahora se ve muy vacío, y que en sus desnudas paredes de cristal ya hace eco la voz aguda que emite el sonido de música local. De repente me dan ganas de escuchar la Canción Mixteca. Aunque nunca he sido muy afecto a la música vernácula esta noche. Como ninguna otra, celebro estar lejos del suelo donde he nacido. Si Oaxaca fuera el purgatorio no tendría problema en permanecer por toda la eternidad, y es que hay tantas oportunidades de pecar como hay fondas, restaurantes y mercados; cantinas, bares y mezcaleras, que invitan a sobrepasar los límites permitidos por el hombre común. Mole de todos los colores, chapulines tostados, tamales, tlayudas, caldo de piedra, y gusanos de maguey; tejate, mezcal y chocolate caliente. No habrá descanso. A punto de comenzar esta ruta culinaria con tan altas expectativas lo mejor es recurrir al descanso, mañana, con suerte, será un día muy largo. Cual hoja al viento. La salida del sol entre las calles del centro es como el lento abrir de un ojo gigante. En mi ventana provisional se asoma el Cerro del Fortín; donde, bajo orden del emperador azteca Ahuízotl, un destacamento de guerreros fundó la ciudad de Huaxyacac en 1486. En ese mismo sitio se celebra cada año La Guelagetza. A plena luz del día es más sencillo distinguir el color de la cantera verde tan característico de la ciudad. Junto con el hospedaje, el hotel ofrece el desayuno. No es por desdeñar sus atenciones, pero hay un lugar en particular donde quiero empezar el día. Pocos minutos después, mi alargada sombra me ha seguido por toda la calle Flores Magón hasta el también llamado mercado de la comida o de las carnes asadas: el Mercado 20 de Noviembre, así con mayúsculas.
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Interminables muros de pan, tamboras que rebotan y suben a los altos techos, y un agradable olor a carne y aceite que se impregna lenta pero inevitablemente en la ropa. En este gran conjunto de puestos se pueden encontrar artesanías, ropa y enseres domésticos, pero se distingue por la comida. Caliento motores con chocolate de agua y pan de yema. Mi vecino de plato come enchiladas de coloradito y yo no puedo más que sucumbir a la envidia. Su sabor especiado y moderadamente picoso llena mi boca de un placentero calor. Si me viera mi mamá, cuánto batallaba por hacerme comer mole. ¿Tasajo? también, por qué no. No deseaba terminar el desayuno sin darle otra oportunidad al tejate, pero, muy a mi pesar, debo admitir que el agua harinada no me termina de gustar. Excusa perfecta para cerrar con dos vasos de agua de sandía. Basta con caminar por las calles aledañas al zócalo para empaparse de la gama cromática de la ciudad. Los oaxaqueños, desde que nacen, están rodeados de color, de sonidos y de sabores. Unos lo traducen en pintura, en textiles o en artesanías; otros en comida. Toda esta atmósfera nos invita, si no a la creación, sí a la apreciación de la misma. No será extraño encontrarse a sí mismo contemplando un plato del más negro mole rodeando una isla de arroz con hierba santa, como si se tratara de una obra del maestro Toledo. El estómago está lleno y lo estará por un buen rato. Siempre que viajo me gusta caminar mucho, hasta por las mismas calles, hasta que voy familiarizándome con los nombres, las direcciones. Ahora sé que para llegar a Santo Domingo desde el Mercado 20 de Noviembre debo tomar Almada hasta topar con Manuel Fernández Fiallo, misma que pasando Independencia se convierte en Reforma, y al llegar a la esquina con Constitución está la Galería Quetzalli, orgullosa representante de nombres como Francisco Toledo y José Villalobos, reconocidos pintores oaxaqueños. Al salir de la galería, es obligado visitar el exconvento de Santo Domingo, posiblemente el edificio virreinal con mayor importancia no sólo de México, sino de todo el continente
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americano. Esta construcción, que en sus inicios jugó un papel primordial como centro de evangelización, ahora está convertida en un activo centro cultural. Se está metiendo el sol y decido volver sobre mis pisadas hacia la Avenida Independencia, donde tanto yo como los viajeros con afición literaria podrán dedicar tantas horas como nos podamos permitir. La librería Amate Books es una de las favoritas de los visitantes de ocasión en esta ciudad, hay una gran variedad de títulos en inglés, pero en español también se pueden encontrar copias muy valiosas: arte, historia, antropología y literatura, todo referente a la cultura tanto local como nacional. Mis pasos me conducen al zócalo, y después al restaurante El Asador Vasco, en los famosos portales. Por suerte se vacía una mesa en la terraza. Es por todos sabido que las ciudades, las más hermosas en particular, cambian radicalmente con luz de día y luz de noche. Oaxaca de Juárez es una de ellas. Desde aquí se logra apreciar la iluminada catedral, pocas vistas superarán la que me acompañó durante la cena. El día termina con tacos de chapulines tostados y guacamole. ¡Oh, Tierra del Sol! Es mi tercer día y he formado un inmejorable hábito: desayunar en el Mercado 20 de Noviembre. A cuatro pasos de la primera entrada encuentro varias vendedoras anunciar sus productos. Ahora pido una tlayuda. “Buenos días, señora ¿qué es esto?” Entre el ruido de marchantes, de música y de pláticas ajenas, no logro comprender la respuesta. “Ah y ¿está bueno?”, le pregunto, “Sí, joven.” Tal seguridad me ofrece la credibilidad necesaria para acceder gustoso. “Póngale un poco ¿no pica mucho?” Más pronto que tarde me enteré que esta pasta roja y granulada de chile pasilla se llama chinestle. Los mixes, habitantes del noreste de la capital oaxaqueña, empacaban tlayudas con chinistle cuando debían pasar varios días en el campo, así soportaban las arduas jornadas de trabajo. Por cierto, sí pica mucho.
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Otro de los indispensables durante una visita corta o larga a la capital de Oaxaca es visitar Monte Albán. Hay muchas compañías que ofrecen el traslado y la entrada a la zona arqueológica. Elige la que más te convenga. Sólo diez kilómetros separan la ciudad de Oaxaca del centro indígena más importante de la región. Como ocurrió con muchos otros sitios parecidos, Monte Albán fue habitado por varios grupos en distintos momentos de su historia; el origen del primer grupo sigue siendo materia de discusión, pero sabemos que después fue utilizado por los zapotecos; después vinieron los mixtecos. Destacamos de este gran complejo cuatro estructuras principales: la Gran Plaza, la Plataforma Sur, el campo de Juego de Pelota, y el Edificio L, llamado también el Edificio de los Danzantes; todas fueron concebidos para alojar ceremonias de diversa naturaleza. La temporada de lluvias en Oaxaca generalmente dura de abril a octubre, así que aconsejamos llevar paraguas o ponchos impermeables, sobre todo si decides visitar Monte Albán, las correr por las amplias áreas abiertas bajo una lluvia torrencial pueden ir desde lo divertido hasta lo incómodo. No tentemos a la suerte y lleva lo necesario. Quisiera llorar, quisiera morir. Llega tan pronto la tarde que ya es de noche. Ante los párpados cerrados de las casas, procuro aligerar mis pisadas, no vaya a despertar a las calles mismas. Si el día está inundado por tubas, por tambores y de voces filosas; la noche pertenece a las guitarras, a los cantos arrastrados y al mezcal. Siempre he preferido la noche para disfrutar más la comida. La oscuridad merma la visión y hace más agudo el gusto. Elijo casi al azar un pequeño restaurante sin nombre, después de probar toda esta comida y bebida me he dado cuenta que el estándar de calidad en la capital de Oaxaca es muy alto. Esta noche quiero palomear una de las cosas que tenía planeada para este viaje: probar el mezcal de pechuga. Tomás, el amable mesero, me explica el proceso de
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elaboración totalmente artesanal: después de separar las piñas de los magueyes se cuecen, para después ser molidas. La corteza resultante es dejada a reposar en grandes barriles. El secreto de este mezcal en particular radica en que al barril le añaden pechugas de gallina y de guajolote bien molidas. La explicación puede no sonar apetitosa, siempre he pensado que hace falta un paladar muy especial para disfrutar un mezcal así. Pero denle oportunidad, así como se la di yo. Su sabor posee en sí muchos sabores, y todos, en combinación, conforman el mejor maridaje para la gastronomía local. La vida es un círculo, un eterno volver al comienzo. Y yo me encuentro de nuevo en La Biznaga. Ahora la copa de mezcal está llena, no quiero terminarla porque significará que el viaje ha llegado a su prematuro e injusto fin. Doy pequeños sorbos tratando de hacer más largos los minutos. Las mesas que rodean la mía están llenas de gente que, al parecer, festeja algo que merece gran alboroto, grandes risas. Nadie parece notar el contraste. Minutos después, mi copa irremediablemente vacía, yace muerta al centro de la mesa. Yo sigo sin escuchar la Canción Mixteca, pero ya puedo sentir la inmensa nostalgia que me está invadiendo.
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MICRORRELATOS DE VIAJE Del otro lado Mei Morán Llegado a aquel paraje se quedó quieto. Era una bifurcación de múltiples sendas que incitaba a las indecisiones y a las dudas. Los alisios, amordazados de niebla, avanzaban desde el oeste. En el camino hacia el sudeste un cieno rojizo, mezcla de lluvia a destiempo y siroco tibio, rebozaba los sentidos y los teñía de carmesí. El septentrión trenzaba vientos de Siberia que se tornaban azote polar y congelaban los pensamientos. Galernas, ventoleras díscolas y airones caprichosos se turnaban para bloquear las rutas. A los pies del hombre, un orificio se abría arcano, e invitaba a penetrar en las entrañas del mundo. Varado en tierra de nadie, la entrada en la brecha le pareció lo más congruente. En la bajada vertiginosa por los conductos de un subsuelo ignoto, se precipitaba sin tregua a lo largo del tubo interminable. Salvo unas pocas crisálidas extraviadas, no encontró distracción alguna. Durante la singladura nunca antes emprendida por los humanos no percibió el letrero oxidado. En grafía gótica, un indicador: A las Antípodas. Atajo solo para dioses. .
Destinos variados
Alexandro Arana Ontiveros Primera parada: ¡los Alpes suizos! Siguiente parada: la cuenca del río Amazonas. Luego sigue… ¿Qué seguirá? ¡Excelente: el gran desierto del Sahara! Siempre he querido ir ahí. Y ahora nos toca viajar a… ¿Al suelo?. ¡Demonios! El globo terráqueo acaba de perder un tornillo.
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Viajé tanto en mis sueños Azul Silvestre Viajé tanto en mis sueños que me caí del mapa.
Gas noble Mei Morán
El último año bisiesto, en una noche alicatada de estrellas, consiguió ascender a lomos de una corriente de aire caliente hasta la azotea del hotel Excelsior. Lo esperaban allí guardas fornidos, que lo bajaron con malos modos por la escalera de emergencia. Una mañana lo vimos elevarse hacia el campanario, a la altura del nido de cigüeñas. Ayunaba como un faquir y no dejaba de adelgazar. Un día impar, los críos, con cintas de confeti acordonaron la esquina en la que despachaba ilusiones de colores. Desde el chaflán, quiso darse impulso aunque le bastó con un ligero soplo de viento. Alzó el brazo que sujetaba el ramillete de esferas borrachas de helio, y se echó a volar. Sus huellas desaparecieron en el ocaso. Sabemos por crónicas de viajeros que surcó la brisa gélida de la cordillera himalaya, sobrevoló las planicies de Turkmenistán, los meandros perezosos del Ural, las colinas abotonadas de flores en Hokkaido. Su rastro se perdió tras un rebaño de cumulonimbos. A veces, si nos lo proponemos, llegamos a vislumbrar el movimiento culebrilla de alguno de los cien globos que lo rodeaban y, que le ayudaron a alcanzar la estratosfera.
Viajar. Quiero volar Javier Torres Gómez
Viajar. Quiero volar, descubrir nuevos continentes, explorar planetas y ponerles mi nombre, alumbrar con mi deseo el corazón de princesas de ensueño y penetrar en el pensamiento del héroe que se enfrenta al dragón. Viajar, es mi razón de ser, mi vida resumida en una efímera palabra. Viajar… suena bonito…
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Viajar lo es todo cuando estás condenado a permanecer inerte en una cama hasta que tu chispa se apague, hasta que el fuego desaparezca de tu mirada, hasta que el tiempo termine de resumirse en una duna de arena en el fondo del reloj con forma de diábolo. Un accidente, una grave lesión y una cruel condena. Pero viajar es un flotador que me ha impedido ahogarme en el mar al que fui arrojado aquella nefasta tarde. Viajar. Soñar ¿acaso no son dos hermanos? Es bonito recibir sus visitas a través de las hojas de un libro, mi billete para caminar, para ser una persona en la que anida la ilusión. Viajar. Ahora mismo voy a emprender un nuevo viaje. El olor a papel, a tinta, a pegamento; un nuevo libro y una nueva vida. El día que deje de viajar moriré pero… de momento concederme el permiso. No os preocupéis por mi ausencia cuando me veáis cerrar los ojos.
Desnorte Mei Morán
Subimos juntos. Seguí su fragancia de ámbar, pomelo y musgo. Me senté a su lado. Desde el rabillo del ojo adivinaba la cadencia sinuosa de su cabello ébano. El arco iris de la tarde se resbalaba por su melena oscura, jugueteaba con las pulseras trenzadas de colores en sus muñecas, los colgantes de azabache en su cuello. Su cuerpo olía a sabana. Su calma me trasladó al desierto Kalahari, y a la selva del Congo de los documentales. En sus ojos brunos se guarecía la mirada atenta de un guepardo del parque Serengeti. El viaje se consumía. Pensé que antes que se apeara me gustaría saber cómo se llamaba. Me atreví, le pregunté. -Manuel, dijo. Pensé que habría adoptado el nombre porque el suyo que, en lengua suajili significaría buen augurio, sería impronunciable. Con amabilidad pringosa, le hice saber que no tenía nada en contra de los masáis, que me gustaba el color de su piel. Me
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miró con extrañeza e incluso desdén. Se levantó de su sitio y antes de bajar del autobús me gritó desde la puerta que era de Malasaña, que nunca había estado en África.
Reposa Isabel Mª Rojas Herrera Reposa, azul turquesa con tonos rosas y amarillos iridiscentes, junto a otras conchas de remotos lugares del planeta, así puedo contemplarla cada mañana, mientras me miro al espejo, el cabello revuelto, los ojos somnolientos aún, antes de bañarme… Y una sonrisa surge en mi rostro recién lavado al pensar en el agua transparente azul turquesa de los lagos que pueblan esas islas de las Antípodas, justo debajo de donde me hallo… Me veo zambullirme en las frías aguas del otoño de allá y sumergirme en busca del ópalo del mar para extraer miles de pauas y así poder engarzar un bello collar que me depare suerte, cual princesa maorí que quiere huir de su isla rodeada de agua para descubrir lejanos lugares en tierra firme, sin temor a que se hunda o desaparezca a causa de un espantoso y catastrófico terremoto de esos que la acechan a cada poco y dejan ciudades enteras bajo los escombros… Y un estremecimiento de pánico me agita al pensar en un temblor, como el que viví hace poco, aunque a pequeña escala… Me apoyo en la pared y unos ojos de paua verde agua me protegen contra todo mal.
En las montañas de Ladakh Carmen Tibet
De los viajes muchas veces quedan simples momentos y sensaciones, una mirada hacia el horizonte, una de tantas pero que se queda grabada, un paisaje que ha creado una instantánea en mi cabeza, veo las montañas al fondo y ese azul limpio, marrones, ocres, grises, algo de verde, noto la
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brisa del viento en mi cara que me refresca, mi respiración agitada por la altitud, oigo mis lentos pasos, el sonido de mis botas al pisar piedras y tierra por el sendero. Los arbustos que provocan una curva en el camino. El reflejo del agua del que ahora es un riachuelo . Me agacho y elijo una piedra, sencilla y redonda. Me levanto y miro cómo se ensancha el margen de este río de deshielos… y a lo lejos ya están montando el campamento y los yaks pastando alrededor libres por hoy de cargar bolsas. El sol calienta fuertemente pero ya estamos al final del recorrido de este día, sintiendo un cansancio feliz. La instantánea termina aquí… hago esfuerzos por recordar mas, pero eso ya se ha borrado y la huella que queda es color y sensación
Amsterdam Jesús Francés ¡¡¡ESTO NO ES AMSTERDAM!!!. Lo sé porque me lo gritan constantemente pilotos de ruidosas máquinas del averno y afables señoras que me dedican petrificantes miradas de hidra desde su cómoda posición peatonal. Esto es Madrid. Aún así me arriesgo y viajo en mi bicicleta. La más vieja y oxidada de la ciudad pero tan ligera que cuando me subo en ella, como una amante mentirosa, me hace creer que soy joven y guapo, y hace que me eleve un palmo por encima del asfalto. Mis piernas se mueven ligeras completando círculos perfectos mientras muevo los pedales sin apenas esfuerzo. Velozmente dejo atrás la oficina, pero no me importa. El carril bici está libre de furgonetas en carga y descarga, el aire se ha vuelto respirable y la gente es más rubia. Me siento azul como cielos espirales de Van Gogh. Hay molinos. Y canales. Y un cartel. Welkom bij Amsterdam.
Tiempo imperdible Jesús Francés Sin prisa buscó a la mujer del libro. Habitualmente viajaba en el último tren de la línea circular. Saludó a los caligrafistas
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japoneses que celebraban la ceremonia del té, pasó entre los esperantistas practicantes de papiroflexia, conversó vivamente con los habladores de lenguas muertas y cedió el agobio a los que siempre se bajan en la próxima. La encontró al final del vagón, camuflada entre los bostezadores profesionales de sueño atrasado y los que todavía esperan a Godot. Se sentó a su lado otra vez, estirando el cuello dolorido por la contractura. Se sonrieron. “Te esperaba”. En busca del tiempo perdido, por supuesto.
Ella, él y -obviamente- yo Richard Eduardo Hayek Pedraza Mientras él servía café, ella tomaba un té. Mientras él salía al patio, ella permanecía asomada en la ventana. Mientras él se sentaba a escribir, ella procuraba leer un mensaje cifrado en la luna. Mientras él terminaba la historia, ella buscaba refugio en la cama. Mientras él apagaba su computador, ella se quedaba sin luz en el cuarto. Mientras él caminaba buscando descansar, ella cerraba los ojos. Mientras él se acostaba, ella yacía durmiendo. Mientras él irrumpía al sueño, ella lo soñaba. Y mientras ambos dormían plácidamente, cada quien por su lado, yo despertaba a ratos queriendo ser únicamente él con su chica soñada y no el tipo detrás del sueño, la historia, los soñadores y demás detalles ficcionales recreados noche a noche.
Místico final
Patricia J. Dorantes Como por un acto de magia, convergieron los cuatro puntos cardinales en un instante mágico. Incluso la tierra pareció estremecerse ante tan grande reunión de energía. ¿Acaso esa dulce emoción era totalmente real? Parecía ser producto de un profundo trance místico. Ya no había necesidad alguna de ir corriendo contra el feroz paso del tiempo. Lejos habían quedado ya los días de ir por la vida sin rumbo alguno. Bajo la sombra de un magnificente
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volcán, la vida finalmente había encontrado de nueva cuenta su cauce natural. ¿Quién podría imaginarse que la respuesta a una pregunta tan grande como la vida misma se encontraría en un lugar apartado de cualquier forma de civilización? Las luces brillantes de la ciudad y el eterno ruido que parece jamás dormir, únicamente habían servido para alejar de la verdadera luz a un par de corazones confundidos. Pero la serenidad de lo inhóspito los ayudó a quitarse la venda de los ojos. El viaje había terminado.
Cuesta arriba Alejandro Agustín Romero El Cerro de la cruz se yergue imponente, como protegiendo la Ciudad de Villa Carlos Paz en la provincia de Córdoba en Argentina. Gigante eterno que desafía mis límites. Pero yo lo conquistaré, llegaré a lo alto por ese camino que miles recorrieron, pero no lo hicieron como yo lo haré. Caminaré con mente y corazón… Mi espíritu irá delante y no miraré atrás ni me detendré amor mío. A todos mis amigos les diré que hice cumbre y admiré el maravilloso paisaje desde la cima… Llené mis pulmones del aire fresco de los cerros y mis ojos de verde y azul celeste. Allí, adelante, frente a la aerosilla está el acceso, debo registrarme para emprender la travesía hacia la gloria. Subo por esos escalones que me llevan al punto de partida, al génesis de este desafío. ¡Que emoción! Allá voy con la mirada puesta en el lejano objetivo, siento el corazón latir con fuerza en mis sienes, siento adrenalina pura que corre por mis venas, siento la brisa que inflama la llama de mi pasión, siento…siento… ¡un Indescriptible, doloroso calambre en la pierna!
Tan pequeña
Elizabeth Saez Pradas Tan pequeña empecé a viajar en tren que no puedo recordar la primera vez. Siempre ha estado ahí, mi primera opción
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cuando era niña porque no había coche en casa y teníamos nuestro kilométrico para poder ir a ver a los abuelos a Huelva, en esos viajes, cuando aún no había megafonía en el tren yo iba avisando de las paradas y le decía a todos los pasajeros que el tren era mío o cuando mi padre nos llevaba en el furgón del tren a Cádiz mientras trabajaba. También recuerdo aquella vez que fui con mi padre a Toledo, una ciudad que me encanta o cuando fuimos a finales de aquel diciembre a Navacerrada, dormimos en el tren hasta Madrid y luego otro nos llevó hasta la nieve, que también vimos en aquel viaje a Granada, pasando por Guadix para ver a los titos. Aún hoy es mi primera opción porque me gusta donde me lleva y me gusta venir recordando donde he estado y lo que he vivido a la vuelta.
Añoro Tibet Carmen Tibet
Añoro Tibet: el azul intenso de su cielo, las altas montañas de roca y nieve, imponentes. Sus paisajes profundos, con llanuras ocres y grises, tiendas nómadas aisladas y rebaños de yaks. Ríos de deshielo con sus aguas precipitándose entre las rocas; caminos de largas rectas y pequeños pueblos con casas de adobe blancas, vigas de madera, con banderas de oración ondeando en lo alto; la sonrisa de sus gentes, y niños jugando.
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Sus monasterios, monjes con colores granate haciendo postraciones. Grandes estatuas de Buda y de otras representaciones, el olor a incienso y lámparas alimentadas de mantequilla rancia, oscuridad entre las distintas salas, cojines de oración ordenados entre las columnas. muchas imagines en thangkas grandes murales dibujados en las paredes y deidades airadas para protegerlo todo, molinos de oración y plegarias en susurros al fondo… se respira quietud, meditación y rezo.
La carretera parece no tener fin Isabel Mª Rojas Herrera La carretera parece no tener fin, a lado y lado, arbustos de distintos verdes y el desierto rojo, que casi no se distingue en la oscuridad de la noche australiana, poblado de seres misteriosos, que nos acechan con sus ojos de serpiente o de dingo feroz; y, sin darnos cuenta ni poderlo evitar, un canguro rojo atraviesa la carretera a diminutos saltitos graciosos, no lo vemos y… un fatal accidente provoca que haya un animal menos de esta especie tan divertida y curiosa, que campa a sus anchas por el outback y puebla todos los ecosistemas de la isla-continente. Y, como salido de la nada, aparece un anciano vestido de blanco, de larga barba blanca y luenga melena nívea, apoyado en un bastón, foco en la penumbra desértica, que canta viejas canciones de sus ancestros, nuestros antepasados más antiguos. Escucho sus mágicas historias, embelesada, hasta que de repente… No sé si sueño, pero, como un silbido lejano en la noche, llega volando un boomerang de fina madera oscura tallada con signos extraños en estridentes colores, me aferro a él y,
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en su regreso eterno, me transporta a ese submundo escondido bajo el gran monolito rojo.
Corría el año de 1964 Fran Nore “La Rocha” es un pueblo remoto y abandonado entre las montañas grises de un departamento lejano de Colombia, donde había llegado encargado de investigar sobre la creciente violencia guerrillera en la zona. Renté una pequeña casa, y quise comprar en el bazar del pueblo una mesa de trabajo donde escribir, una silla para descansar, trastos de cocina, además de otras cosas. Pero de aquellos objetos, la silla de reluciente cuero pardusco y correas cafés, aunque ciertamente era una antigüedad, me pareció muy particular, no era una silla cualquiera, lo que más tarde comprobaría. En las frías noches de “La Rocha”, me sobresaltó que la silla se moviera sola. Sentí una presencia insólita apostrofada en su armazón de palos y cueros ensartados, moviéndose extrañamente dentro de mi habitación, pareciendo encantada, y en alguna ocasión me pareció ver sentada allí una repentina sombra. El hombre que me vendió la silla en el bazar del pueblo, me contó después con confianza que el objeto pertenecía a un terrateniente de la región que había sido asesinado mientras descansaba en la silla. La silla embrujada aturdimiento.
inocentemente
la
compré
por
Apariencias
Richard Eduardo Hayek Pedraza Cuando nadie la veía sentía que al fin podía ser ella. Entonces se quitaba la peluca, las pestañas postizas, los lentes de
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contacto, el barniz de las mejillas, la estela artificial de los labios y, finalmente, escupía sus dientes en un vaso con agua. Luego aflojaba la piel de su cuerpo, colgándola en un gancho para evitar cualquier arruga o desperfecto, deshaciéndose luego de gran parte de sus músculos y la totalidad de sus huesos. Así, frente al espejo, rearmaba su silueta usando los fragmentos sobrantes regados en la estancia, desplegando un par de alas multicolores que la izaban por el aire en segundos. Después podía vérsele persiguiendo flores y dulces aromas, surcando el cielo a imagen y semejanza de un paisaje imposible, revoloteando por los rincones de aquella ciudad donde cada día debía ocultarse tras el velo de las apariencias procurando –apenas– sobrevivir.
¿Te atreves? Lea Delcase Que tedioso puede resultar el camino al trabajo si no fuera porque se puede leer en el tren, piensa dirigiéndose a la salida. Algo cae en su trayectoria, su pié ha topado con algo. Lo sigue con la mirada mientras se desliza por el suelo. ¡Qué bonito! Pero, lo había visto antes, ¿dónde? Es un precioso cuaderno, de Peter Pan… azul, su color preferido, de “Moleskine”, ¡me encanta! Al abrirlo un billete con destino a Barcelona, cae sobre su zapato derecho, cogiéndolo lee, “¿te atreves? ¡Sube al tren!” Ya está, a efectos laborales estoy indispuesta, y a efectos de mi coherencia, loca perdida, camino a Barcelona. Necesito hacer esto, necesito respirar, necesito… En sus tribulaciones, un chico toma asiento a su lado. Algo llama su atención. Ese cuaderno… tan parecido al suyo. Un leve movimiento y su suave voz llega a sus oídos: Disculpa, ¿tienes un bolígrafo? Oh! Sí, claro… bonito cuaderno, dice con una tímida sonrisa ofreciéndole el bolígrafo.
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¡Gracias! ¡El tuyo también! Esboza una gran sonrisa, la misma que hacía tan solo unas horas, nació en su cara mientras compraba los dos cuadernos en la librería que ambos tanto frecuentaban.
Le molestaba
Richard Eduardo Hayek Pedraza Le molestaba ser utilizada como una simple imagen en los tantos poemas escritos hasta ese momento. Su enfado fue creciendo con el paso de los años, pues el poeta, de manera extraña, seguía escribiéndola florecida entre líneas. ¿Acaso qué saben los hombres de las rosas?, se preguntaba ella en un rincón inconsciente del escritor. Así, un día cualquiera, cuando el hombre osó traerla de nuevo a la vida en su forma prototípica, es decir, roja, tierna, de dulce aroma y presagiando la primavera, la rosa explotó en furia y al desplegarse sobre el papel, ante la mirada atónita del poeta, procedió a transformarse en una planta carnívora que no dudó un instante en tragarse al atrevido, masticándolo lentamente, sintiendo los efectos catárticos de la intempestiva metamorfosis.
El mar Patricia J. Dorantes Con el mar como único testigo, un par de jóvenes se dieron un largo beso, justo antes de echar al viento una promesa. —Por favor, júrame que nos encontraremos aquí el próximo año ¿sí? —Te lo juro. Estoy seguro que así será. Los amigos de ambos los tacharon de tontos al saber del pacto. ¿Quién se atreve a hacer un pacto de ese tipo en la flor de su vida? Es por todos sabido que en la juventud, lo que se piensa eterno, a veces tiene la misma duración de un
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suspiro. Pero ellos estaban dispuestos a demostrarle al mundo entero, si era necesario, que su amor no era cosa nada más de un rato. Y así sucedió. Cada año, los dos enamorados viajan con el único propósito de encontrarse allí, en su paraíso particular. Por unos días, podían olvidarse de las inquisitivas miradas y simplemente dedicarse a vivir su amor con la pasión debida. Allí, tan cerca del azul del cielo, renuevan cada año el eterno voto de jamás olvidarse el uno del otro. Y aunque no lo digan, ambos esperan que un día ya no los separe un mar de intolerancia.
Durante ese fin de semana Beatriz Afonso Santos Durante ese fin de semana nos amamos a más no poder. Nos amamos en el sofá de la autocaravana mientras se terminaba de hacer el curry en la cocina portátil. Nos amamos encima de una roca bañados por la luz rosa que irradiaba el sol al amarse con el mar. Nos amamos en entre eucaliptos, en el cuarto de una casa victoriana y en una terma en lo alto de una colina. Nos amamos casi rozando el cielo. Nos amamos como nunca nos habíamos amado y como nunca nos volveríamos a amar. Solo el Estrecho de Bass, un koala entrometido y la Cruz del Sur, pequeña y distante, fueron testigo de cuánto nos amamos.
Figueras Óscar Millán Vivancos Éramos muy jóvenes cuando fuimos a Figueres. Por supuesto fue en un viaje cultural de COU: íbamos a ver el Museo Dalí ya que acabábamos de estudiar el surrealismo y otras vanguardias artísticas. Comimos en un restaurante muy fino de allí. Nos clavaron. Pero, por supuesto, primero fuimos a ver aquel edificio decorado por fuera con huevos gigantes, aquellas grandes pinturas cubriendo los techos, aquella cara
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formada por sofás de colores, y tantos cuadros, dibujos, grabados de Dalí. Abraham Lincoln si lo miras de lejos, que de cerca es Gala mirando al Mediterráneo, o esa mujer llena de cajones retorciéndose a sí misma, y los relojes doblados, y…
Pensé que viajaba para conocer mundo Azul Silvestre
Pensé que viajaba para conocer mundo, pero en realidad acabé conociéndome a mi mismo
Viajé por los cinco continentes Javier Torres Gómez Viajé por los cinco continentes, recorrí los más extensos mares, descubrí civilizaciones perdidas, caí enfermo en lugares remotos y descubrí la bondad y la alegría en donde reinaban el caos y la desolación. Viajé por mis recuerdos y hasta penetré en mis olvidos y recuperé experiencias que intentaron rellenar los vacíos que anidaban en mi alma. Viajé al infierno y al paraíso y descubría al extraño que anidaba en mi interior. Viajé, Viajé, viajé… Pero nunca aprendí lo que he aprendido al emprender el viaje a tu interior. Tú, mi amada, mi musa. Tú me has enseñado en las distancias mínimas que separan nuestros cuerpos las respuestas que siempre he buscado y has saciado mi sed de sabiduría pues eres una flor única y he tenido la suerte de descubrirte por casualidad.
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Viajaré, pero lo haré a tu lado y cada noche emprenderemos una nueva aventura que nos haga sentirnos vivos y exploradores de un mundo que solo a nosotros nos pertenece. Dame la mano, amada, mía y comencemos a viajar.
Llendo
Carmen Tibet Un paisaje visto desde la ventanilla de un avión, las formas de las nubes, cielo, el mar, tonos azules; tierra firme y alguna isla, son marrones y verdes, tierras de cultivo y montañas que me llaman. Fotografía móvil con muchas formas y relieves, son diferentes lugares, misma sensación. Calma, sonrisa interior y la ilusión por lo que deparará el final del viaje, siempre con la esperanza, es el sentir de SER.
Saborea la libertad Patricia J. Dorantes No te detengas a mirar hacia atrás. Las primeras luciérnagas ya se encuentran bailando en el bosque, anunciando la inminente llegada de la noche. ¿Por qué le tienes miedo a la inmensidad? Tu bien sabes que deseabas hacer este viaje para llegar al centro de aquello que tu corazón a veces oculta. Que no te importe si los demás se atreven a juzgarte por haber ido a buscar un poco de aventura para darle sentido a tu vida. Deja que un precioso manto de estrellas se encargue de cuidar tu sueño esta noche. No sientas temor. La ciudad y sus nubes negras, se han quedado kilómetros atrás. Ahora tu alma es libre para bailar entre los árboles, esperando pacientemente los primeros rayos de sol del nuevo día. Mañana, será momento de preocuparse acerca de la forma en la que regresarás a casa y de la explicación que le darás a tu
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jefe. Hoy, la aventura es tuya. Deja que tu corazón se impregne del sabor de la libertad.
Estaciones José Luis Díaz Marcos Mi primer viaje ferroviario. Salí al andén justo cuando la cola del convoy se detenía con un estertor hidráulico. Imposible divisar la locomotora: el larguísimo tren se perdía en el horizonte. Me pregunté qué potencia debería tener su cabeza para arrastrarlo. «¿Infinita?». Subí al último vagón con el pesado estorbo de mis maletas. Consulté el pasaje: mi asiento estaba, «¡No fastidies!», justo en el extremo opuesto. «En fin… Peor sería ir a suela…». Anduve trasponiendo, una tras otra, innumerables puertas y esquivando, uno tras otro, incontables pasajeros. Horas y horas después, «¡¿Por qué no salimos?!», sudoroso y agotado, llegué ante mi butaca. Solté el castigo de los bultos, «¡Ya estoy!», y me derrumbé sobre la tapicería. Eché una ojeada por la ventanilla y quedé atónito. La longitud del transporte era tal, «¡No me lo puedo…!», que sin haber iniciado la marcha, yo había llegado, unas veces a pie y otras veces andando, siempre pasillo adelante, hasta la mismísima estación de destino. «¡Pues no era esta la idea que yo tenía de tomar el tren hacia ninguna parte!», sentí. «¡Si lo llego a saber, habría seguido tomando la medida, muchísimo más corta y barata, del autobús!».
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Aquella tarde de Agosto Antonia Russo Aquella tarde de Agosto, decidimos ir a conocer las “cuevas del diablo” un lugar extraño, pintoresco, donde los árabes, siglos atrás habían horadado en las entrañas de la tierra para descubrir sus mas íntimos secretos, dejando sus huellas marcadas a fuego en el lugar, eterna muestra de la mano del hombre en la naturaleza Transitamos por corredores, con sus paredes repletas de antigüedades, marcas de la historia y el pasado, que incitan a soñar con aquellos tiempos, imaginando a hombres y mujeres caminar por estos túneles que hoy sostienen nuestros pies, nuestro ir y venir asombrados de un lado a otro, atravesando paredes extrañas, firmes, silenciosas... Imaginado sus vidas… tratando de adivinar si allí aun se oye la música que alguna vez deleito sus oídos, tocando tímidamente los espacios fríos que alguna vez fueron testigos de algún amor o muerte… La impotencia del presente, nos señala, nos revela que jamás nadie sabrá esos secretos, quedaron allí, sepultados en el espacio, y nosotros, gentes de otras tierras y otros tiempos, unimos invisiblemente nuestras auras esperando que algún día, la tierra revele sus verdades.
Desde la cima Sísifo Se habían olvidado mutuamente. Al llegar a la capital supo de ella por un amigo común que les recordaba juntos. Supo que estaba casada y tenía un lindo hogar, que vivía en la zona norte, tenía dos hijos y era feliz. A él le picó la curiosidad por volverla a ver y se lo hizo saber a su cómplice. Este, con mentiras la atrajo hacia su casa y propició el encuentro con Marcos, urdiendo una excusa los dejó solos. Viéndose juntos, sin cruzar palabra, instintivamente, se buscaron. Un beso
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profundo y prolongado como una eternidad les unió mientras luchaban por desnudarse mutuamente. Se amaron con dulzura y ferocidad como una pareja de leones, como veinte años atrás, durante tres horas, con alboroto y denuedo diciéndose groserías, gimiendo, chillando, clamando más y más, bufando él con cada nuevo polvo, aullando ella como una perra herida de fatalidad, gruñendo a coro como una piara hambrienta, rugiendo, vociferando, berreando de dicha, al final. Luego, acaso sintiendo que después de alcanzar la más alta cima no sigue nada, tomados de la mano subieron al Sisga, donde encontraron el Salto, desde el cual se lanzaron sin dejar rastro ni señal.
Viaje de vacaciones Néstor Quadri
Un hombre de extraño aspecto bajó del autobús en una parada de servicio, en un bar ubicado junto a la ruta. Un artesano que estaba en la puerta despertó su interés y luego de revisar durante algún tiempo sus productos le preguntó el precio de uno de ellos, mirándolo fijamente a los ojos, y sin esperar repuesta, ascendió rápidamente al autobús. Una vez allí, se sentó en el asiento junto a la ventanilla, sin quitar la vista del vendedor, que parado con la mercadería en la mano, miraba hacia el autobús con el rostro demudado por el espanto. El artesano quería gritar con desesperación, pero había quedado paralizado con una sensación de entumecimiento mortal. Mientras el autobús se ponía en movimiento y maniobraba para retomar el camino, vio como varias personas del bar corrieron para tratar de auxiliarlo. ― Creerán que fue el calor ―, pensó sonriendo con ironía. Y mientras ese lugar quedaba atrás, se dedicó a contemplar el paisaje, esperando con paciencia el arribo de la parada siguiente, gozando de antemano por su próxima víctima en ese maléfico viaje de vacaciones de Lucifer, encarnado en la figura del hombre.
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Recuerdo esa alegría Elizabeth Saez Pradas Recuerdo esa alegría cuando en el camino ya reconocía que estábamos llegando, esos días de verano cuando mi tía nos llevaba en la “camioneta” a la playa, aún puedo oler esos pinos cuando estábamos cerca, volver dormida en esos viejos asientos, ducharnos y pasear hasta la Plaza de las Monjas, comernos un helado en ” Los Valencianos”, ir hasta el Colombino, el de mi Recre, entre bloques de pisos y niños jugando, visitas al parque de la mona Juana, nocheviejas inundadas de fuegos artificiales tras las campanadas, recoger lo que los Reyes Magos nos habían dejado allí… Mis abuelos, un regalo, eternos, mi tía siempre presente, la mejor, sus cuentos para dormir, sus charlas, sus tardes de cine, todo, mi tío cuyas cortas visitas me llenaban de ilusión, la primera sonrisa de mi prima, los juegos con mi hermana, mis ganas siempre de ordenar revistas y medicinas, tirar la basura con mi abuela y mi cubito mientras nos envolvía el olor a dama de noche en esas noches de verano, los pistachos del bar donde iba con mi abuelo, aquella cantina de la estación, sus canciones inventadas con nuestros nombres…Mi Huelva…
Habíamos llegado a Roma Elizabeth Saez Pradas Habíamos llegado a Roma el día anterior pero aún no parecía que estábamos allí, nos desplazamos hasta un barrio a las afueras en metro y no habíamos visto nada que nos dijera que estábamos allí. Ese día nos levantamos temprano, había que llegar pronto para no esperar mucha cola y aprovechar el día. Desayunamos, nos montamos es un bus, cuya espera fue eterna, y luego al metro. Por fin, la parada deseada, no solo por nosotros, pues el metro se quedó prácticamente vacío allí. Subimos por las escaleras mecánicas, sin aminorar la marcha, por fin estábamos ahí, por fin…
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Me habían contado que estaba cerca de la parada del metro pero no me lo esperaba así, cuando aún no había salido de aquella estación, vi unos arcos y mi acelerada marcha se paralizó. Él paró al verme: - ¿Qué pasa? – ¿Eso es el Coliseo?- respondí. – Si, claro, a eso hemos venido- me dice sonriendo. Empecé a dar pasos lentamente hacía la salida de la estación y miré hacia arriba y entonces, sin darme cuenta, las lágrimas brotaron de mis ojos y me sentí allí de verdad, cumpliendo un sueño, enamorándome de Roma para siempre.
Cohetes espaciales Antonio Ortuño Casas La aventura no acababa nada más que empezar, antes no había habido preámbulo alguno, por lo que la adrenalina no había calentado lo suficiente todavía. Debía amortiguar cualquier sobresalto con paciencia y el rigor que ello exige. Mamá no paraba de controlar para que todo estuviese en su sitio y yo acomodado correctamente. Papá había caído ya en el sueño que cualquier monótono ruido siempre le producía. Yo quería mirar por el retrovisor, pero mi madre me había apretado tanto el cinturón que me costaba levantar la cabeza, no había crecido lo suficiente aún para alcanzar esas alturas y el casco en la cabeza me impedía decir cualquier cosa para que me escucharan. ¿Por qué tenía que haber sido tan rápido?, yo sólo quería quedarme ahí abajo jugando con los de plástico, mientras mis padres hablaban de una tal lotería que les había tocado y que nunca entendía qué tenía ello que ver con los de verdad.
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La pereza Miguel Feria Hoy es domingo en Caracas y la Plaza Bolívar se encuentra repleta de gente. Los buhoneros muestran sus mercancías a los primeros transeúntes , los niños se sueltan de las manos de sus padres para correr a jugar a la fuente, los kioscos que venden panelas de San Joaquín, pulpa de Tamarindo, suspiros de azúcar y piruletas de melao, abren sus puertas de par en par para saludar a la mañana festiva. En los árboles que rodean la fuente está la pereza, el oso perezoso que habita las alturas. Moviendo sus largas pezuñas de una rama a la otra, mirando desde las alturas, cual pirata aupado en el mástil de un bajel perdido en los mares del sur. No tiene prisa, disfruta con cada movimiento. Otea desde lo alto como si buscara algo y nada a la vez. Disfrutando de la vida, como si cada instante fuera el último y cada segundo debiera hacerse eterno, dejando que la prisa sea de otros, para llegar, cuando sea, al otro extremo de su mundo entre los árboles de la plaza.
La noche de la sopa Beatriz Afonso Santos Íbamos las tres en el asiento de adelante de Autumn, nuestra fiel autocaravana del 88. Llovía a mares y las llantas se aferraban al asfalto de las curvas del Kangaroo Valley. Seguramente sonaba en el iPod alguna canción de Regina Spektor o Basia Bulat, las autoras de la banda sonora de aquel viaje kamikaze por carreteras plagadas de canguros. Nos dirigíamos a Robertson a casa de un tal Enrique. Esa misma tarde habíamos llamado a Carlos, un amigo de un amigo, y nos había invitado a la noche de la sopa en casa de Enrique. -Yo no iré -nos dijo Carlos con total sinceridad -,no me viene bien. Me estoy divorciando. Pero acérquense; las van a tratar bien. Cuando hablamos con Carlos estábamos en la costa de Nueva Gales del Sur, a unos cien kilómetros de Robertson. Entre las
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curvas y la lluvia nos llevaría más de dos horas llegar. -¿De qué será la sopa de esta noche? -nos preguntamos; y para no quedarnos con la intriga nos pusimos en marcha. Con suerte llegaríamos antes de que anocheciera.
Lo he puesto a secar al sol Isabel Mª Rojas Herrera Lo he puesto a secar al sol, ya intenso a pesar de la incipiente primavera, se ha oreado y huele a limpio, a recién lavado; lo sacudo, lo pongo en la mesa redonda de mi pequeño comedor, y encima de él un jarrón con cuatro gerberas: una blanca, otra naranja, otra roja y una más rosada, envueltas en unas verdes hojas. Me asaltan los tropicales y vivos colores del estampado pareo reconvertido y llega hasta mí el rumor de las olas del océano Pacífico, allá en la playa blanca ante mi cabaña por unos días, yo sentada en la arena y mirando el horizonte, soñando despierta, como siempre… El agua es azul intenso, clara, con una temperatura ideal, ni muy caliente ni muy fría, y me hubiera convertido en pez, con tal de no salir de ella jamás. Cierro los ojos y escucho que el oleaje se remueve al compás de las palas de las piraguas de los polinesios que se dirigen a toda velocidad hacia el otro lado de la bahía, donde ha atracado una goleta con bandera desconocida, en busca del fruto del pan. Flotan en el mar guirnaldas de tiarés.
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