Isabella Santacroce
LOVERS
Lovers Isabella Santacroce © Isabella Santacroce isabellasantacroce.com © De la traducción al español Valentina Mercuri translationdesigners.com Ilustraciones Laura Marcaccio luoghidimarca.blogspot.com
Lovers
A mi familia con amor
Y nos encorvamos igual Que dos cisnes solitarios Anne Sexton
1 Virginia vivía en el fondo del corazón. En el fondo del corazón respiraba. Una noche en su habitación desde la ventana que da al cielo miró su mejor estrella. Iba a cumplir dieciocho años al día siguiente. Dieciocho años en aquel verano por recordar. En el aire constelaciones como fuegos suspendidos. Suaves labios contra la luna. No sabía que se convertiría en princesa por amar y miraba la noche que caía. Apartó el sueño. Profundidad del tiempo delante. Lo que podía. Cuestión de horas. Ella que brotaba. Ella como una flor.
2 Era junio en el aire. Roma sudaba. Se despertó convirtiéndose en una Alicia raptada con una sonrisa confusa por un sueño que se acaba. Su madre se reía de esa sonrisa infantil. Lo hacía con gracia descompuesta. Era junio en el aire. Se celebraba un cumpleaños en la familia. Podía ser feliz. Lo dijo en voz baja a las hojas y parecía frágil y casi por soplar. Se convertía en una Alicia raptada sin nada que perseguir sino sombras creadas por el sol. Lentamente se levantó y se encerró en el baño. Miró al espejo a la virgencita que era y escondió los dedos para sentir placer. Así capturada por la pasión se preguntó cuántos rezos valía el remordimiento por no haber esperado que el tiempo le llevara el amor.
3 Encerrada en el baño con un cumpleaños por honrar, miró árboles por la ventana. Estaban allí delante oscureciendo el resto y por eso podías imaginarte dentro de una casa rodeada por el bosque. Intentó treparlos de pequeña. Eran plátanos lisos como plástico y ninguna nudosa toma la había ayudado a subir un poco más y desde allí observar el mundo. A menudo se había preguntado qué efecto le haría alcanzar la cima y quedarse allí como una estrella de navidad. Como una repentina luz suspendida. Podía ser feliz. Se lo dijo en voz baja a las hojas. Desde la ventana del baño podía tocarlas. Alargó los brazos y podía tocarlas.
4 Su padre en el comedor canturreaba en el olor de almuerzos festivos. Extraños ruidos casi de vida. Sorprendida lo escuchó estar allí. Lleno de nada. La suya era una familia de una tranquilidad similar a la ausencia de sonido y esto desde siempre la inquietaba. Era una especie de teatro de la anestesia de los sentidos que le había enseñado a anular cualquier impulso como si fuera una locura gritar de felicidad. Así Virginia crecía en los sueños. Crecía en los sueños consciente de que el silencio no le pertenecía y que pronto brotaría. Como una flor.
5 Una comida cualquiera adornada por tartas color pastel le pasó por delante mientras tenía ganas de sol. Ganas de gritar. Deseó habitaciones sin silencios mientras los miraba estar allí apenas. De perfil sus padres podían parecer enamorados, concluyó apoyando el vaso mientras el destino dibujaba ya un encuentro. En aquel momento tomó vida y la llevó al parque. Casi una voz la condujo hacia lo verde y sabía a nuevo. Virginia no había tenido nunca una mejor amiga y echaba de menos a una hermana con la sangre diferente. De pequeña jugaba a las magias para que apareciera. El parque semidesierto sabía a nuevo. Virginia miró a una chica que gritaba. Siguió su carrera por el prado. El día siguiente la encontraría. No por casualidad. La encontraría. Otra vez.
6 El día siguiente entró en el parque. Esperó esa llegada. Había nubes cubiertas de luz. Se dijo que ni siquiera la lluvia la haría huir. Contó hasta mil. Contó infinitos pasos buscando ese perfil. Luego cerró los ojos y cuando los volvió a abrir esa chica estaba cerca de ella leyendo. Tenía la cara ligeramente reclinada y labios casi movidos por un viento de seda. Desafió terribles timideces. Le regaló una sonrisa. Empezó así.
7 Elena. Así se llamaba. Tenía su misma edad. Como ella adoraba sentir. Lo entendió por como se exponía a la vida. Sin temores. Le gustaba reírse fuerte y cuando la gente se giraba para mirar parecía sentir placer. “Quisiera que me creyeran loca” le dijo una vez después de revolcarse en el prado gritando. Parecía intentar librarse de sí misma. Como si algo le encarcelara su parte más verdadera. Pasaron tardes enteras hablando excluyendo conversaciones de libros y de exámenes. Estudiaban otras cosas sentadas juntas. Se estudiaban a sí mismas para hacer visible su pasado. Virginia mintió varias veces sólo por las ganas de modificar con el pensamiento los años de su existencia que no eran importantes. Elena hizo lo mismo por motivos diferentes. Tenía un secreto. Como todos un secreto. Por no desvelar.
8 Una mañana Elena la miró clavándole sí misma. Sus ojos de un azul casi perlado se convirtieron en espejo contra la luz. Le dijo: “Un día te olvidaré”. Tenía expresiones de amor sustraído. Le dijo: “El día en el que saldrás de mi vida lucharé para olvidarte al instante”. Virginia sintió un sentimiento parecido al miedo. Desafió iris de muchos reflejos. Vislumbró algo desconocido. Era como el signo de una herida. Le preguntó el porqué de aquellas palabras. Como respuesta Elena abrazó una columna de piedra. Se quedó apretada a ese frío hombre que sobresalía como si buscara amparo. Virginia imitó sus gestos sin decir nada. Había dos chicas en una mañana de Roma abrazadas a un hombre de piedra. Elena abrió los ojos que capturaban el sol y sonrió. Dijo: “Odio los recuerdos”. Dijo: “No quiero odiarte nunca”
9 Se convirtieron en indivisibles vidas. De la nada al todo con un batir de alas. Ni un instante para respirar lejanas. Sincronizando el latido del coraz贸n.
10 No había estrellas cuando la invitó a cenar. Se preparó con cuidado y dentro temblaba. Como si pudiera adivinar el futuro. Como si supiera que ajustaría cuentas con desconocidas emociones. Elena fue a buscarla. La condujo hasta dentro de su casa. En la mesa puesta la esperaban un hombre y una mujer. Parecía una película a la que le faltaba el comienzo. De esas que nunca verás el final pero el actor principal le fulminó el corazón. Lo reconoció en seguida. Le bastó una mirada. Era un hombre ya encontrado en un sueño lejano. Elena lo presentó riendo. Dijo: “Éste es Alessandro, mi padre”
11 Era un hombre ya encontrado en un sueño lejano. No recordaba la noche que lo había hecho llegar y quizá ni siquiera existía. Quizá realmente aquella cara había aparecido entre muchos y la memoria lo había retenido para hacerlo volver. Y había vuelto. Y Elena perdía importancia. Se convertía en el enlace de una historia para empezar. Pensó intensamente para entender cuánto nada ocurra por casualidad. Ni siquiera un gesto nacía sin un final.
12 El comienzo de una pasión tiene algo de música en sí. Fue así para Virginia herida por un flechazo que lo anuló todo a su alrededor dejando solo él. Elena le presentó a su padre casi por casualidad. Alessandro tenía que estar en otro sitio esa noche y en cambio se encontró delante de una chica con la cara más dulce que una sonrisa que lo miraba tímidamente en los ojos mientras caía dentro de ellos. Comieron uno frente a la otra sin hablarse nunca. Había una especie de tensión entre ellos pero nadie la captó. Se vio mirarle fijo fascinada sus manos. Como las movía. Parecían caricias. Las imaginó sobre sus caderas y las imaginó otra vez mientras a su lado una espléndida mujer se reía. Esa mujer era su esposa.
13 Esa noche no pudo dormir. Nacían proyecciones de sus pensamientos. Se liberaban del centro de sus pupilas para animarle el alma. Allí dentro aparecía. La besaba. Se preguntó si estaría durmiendo abrazado a esa espléndida mujer. Si estarían haciendo el amor. Encendió luces en la oscuridad de ese desconocido sentir. Iluminó el sonoro de voces que venían de arriba. Ahí arriba vivía una joven pareja de novios. Habían llegado el día antes. Encontrándolos había notado su felicidad. Empezó a escuchar robando una intimidad hecha de lamentos con la cadencia rítmica y ahogada. A sus voces superpuso mentalmente la suya y la de Alessandro creando visiones. Esperó dormirse para llevarse todo en el sueño pero sin conseguirlo. Salió de su habitación. Descalza se fue hacia la de sus padres. Estaba al final del pasillo. Hacia la nada.
14 Hacia la nada. Hacia Elena que lentamente se convertía en otra cosa. Cómoda llave de puertas por abrir. Le bastaba entrar en aquella familia de la que adoptó enseguida al padre. Adoraba quedarse a cenar para estudiar la atmósfera caliente que un solo intercambio de miradas convertía en hogueras múltiples más cegadoras que los soles de agosto y una vez en casa se rozaba con los dedos para sentir placer mientras lentamente se deslizaba en el fondo del mar. Mientras lentamente se le abrían pétalos incluso en ausencia de sol.
15 Estaba acabando la semana. Un viernes con el cielo de vidrio. En la oscuridad del aire crucifijo estrellas de cuarzo. La noche antes había soñado a su amiga. Un sueño de Elena con las trenzas en llamas. Leía historias de monstruos con voz masculina. La cara apenas girada capturaba dos rayos de sol y se transformaba. Se convertía en hocico de perro ese perfil de infante. El porqué del horror de la nocturna visión lo dejó a invisibles brujas. Creía que vivían en los sueños peores para que lo pasara mal. Para traspasar el sueño con violencia sin gracia. Por la tarde volviendo a encontrar a Elena esa pesadilla se había alejado. Se había perdido en un cielo de vidrio. Entre estrellas crucificadas en lo oscuro del aire y cuando Elena le pidió que se quedara en su comedor en una hora que acerca la tierra a la luna había contestado que eso la hacía feliz. Miraban una película sentadas juntas. Diferentes gemelas con inquietud afín. Y luego esos repentinos violines. En el silencio un majestuoso concierto de música religiosa. Dos gemelas divididas por un sonido que explota. Le nació música en la oscuridad del cuerpo sintiendo a Alessandro apoyarse a su lado. Furiosos demonios en esa habitación. Escondió en el pulso potentes emociones. Lo que se iluminaba por delante no lo veía.
16 En la penumbra. La tele enfrente. Sola luz en la habitaciĂłn. Un sofĂĄ. Tres personas sentadas. Elena y Alessandro cercanos. Una mujer apenas lejana. Y luego las manos. Manos de Alessandro que descubrĂan su calor. Manos hasta la espalda. Sobre la piel. Caricias otra vez. Desafiando ser descubierto. Y luego otra vez. En la penumbra.
17 Quién sabe dónde estaba con los ojos sino en otro lugar. Lejos de su marido parecía sonreír a los ángeles. Alessandro le apretó la muñeca. Se convirtió en cuerpo su muñeca. Cuerpo apretado en una mano. Y luego otra vez. En la penumbra.
18 Mató la conciencia. Un golpe preciso sin dolor. Él ya no era ni marido ni padre. No el padre de Elena. No el marido de una mujer que conocía. Deseó la continuación de un inicio avanzado. Y ya se veía. Cercada por el amor. Pero luego una tarde. Una de las muchas. Una de esas en que contaba los minutos que la separaban de la emoción, Elena le enseñó una foto y no había sonrisas. Le dijo: “Quisiera escapar”. Le dijo: “Quisiera que acabaran”. Hablaba de gritos, de peleas furiosas. Lágrimas todas en la cara. Le enseñó una foto y no había sonrisas. En aquel instante comprendió que sufría. En aquel instante se sintió mala. Una chica por olvidar. Una que traiciona hasta su mejor amiga e incluso sueña con su padre como si fuera algo del todo normal. Su conciencia resucitó de repente. Violentamente le enseñó lo real. Había una foto en sus manos que la retrataba con sus padres. Una foto reciente hecha en la playa. Estaban tumbados en la arena. Uno junto al otro. En sus caras una expresión innatural. Como cuando intentas reír después de haber llorado.
19 Como si la hubiera fotografiado con la mente esa instantánea tomada al sol persiguió sus pensamientos. En ella era bien visible el dolor. Un dolor que olía a fin y ella en aquel fin había tenido la valentía de sentir pasión. Volviendo a casa miró a sus padres. Los miró de cerca. Parecían libros que nadie ha leído nunca. Si la familia de Elena olía a fin, la suya olía a nada. Quizás sólo para ella. Quizás para ellos aquella nada lo era todo y de lejos podías tomarlos por enamorados. Esto si los observabas distraídamente. En realidad ese connubio hecho invisible por la dependencia a la calma se parecía a la muerte. Los miró envueltos en una paz cruel. El sofá que los acogía se parecía a una jaula. Dijo buenas noches desafinando. Subió a su habitación. Cerró la puerta detrás suyo. Buscó un diario secreto. Era pequeño y con páginas rosas. Las últimas estaban decoradas con corazones y un nombre. El nombre de Alessandro repetido obsesivamente. Arrancó páginas de una en una con furia. El día siguiente las tiró en el primer contenedor lejos de su casa.
20 En el primero que encontró lejos de su casa tiró páginas rosas cubiertas de corazones. Las tenía apretadas en la mano. Encerradas en el puño. Papel troceado que dejó caer mirando alrededor. Para que nadie pudiera ver la ladrona arrepentida que era. Como cuando has robado algo de lo que quieres deshacerte. Para olvidar. Convertirlo en pasado. Pensar en otra cosa. La luz de un verano le bajaba los párpados. Caían rayos de luz y Roma se derretía. Y Virginia se iluminaba de memoria por dejar. De recuerdos cerrados en aquella memoria iluminada. Maldijo los iris que la habían parido, como si fuera sabio llevarla a esa luz. Contó los pasos que la separaban de la parada del tranvía. Del lugar que la quitaría de un pasado reducido a sutiles tiras de papel rosa. Llamó nubes para que se oscureciera el cielo. Llamó grandes sombras para cubrir la vergüenza de saber que era capaz de traicionar. Pensó en una mujer sonriente. A Elena sin sonrisas. Pensó en la penumbra de un comedor en verano. Luego giró su mirada. Abandonó la otra ella. Subió al tranvía.
21 Visto a través de la ventanilla de un tranvía sudado julio brillaba pero Virginia estaba en otro lugar. En un mes con poca luz. Ofuscado de turbaciones y ansias que por un momento la dejaron sin respiración. Por un momento le apretaron la garganta cerrándola y casi estaba a punto de gritar cuando pasó algo raro que le impidió hacerlo. Apareció Elena en algún rincón de su mente ofuscada. De repente. Dulcemente. Sintió que la echaba de menos.
22 Cambió color el aire. Perdió su claridad. Llegaron las estrellas. Todas brillaron y ella se sintió feliz porque llegaba la hora de estar juntas. Elena y Virginia amigas en la noche. Luchó para deformar el perfil de Alessandro. Para deformar aquel placer. Lo convirtió en viento que sabe trasladarse lejos. Que pasa trastorna y luego desvanece. Miró fijo las estrellas en un sábado de julio. El aire olía a cena. Aparentemente todo era como siempre. Pero ella no. Para ella era el verano de las revelaciones. De su primera amiga del alma. De su primera pasión por un hombre que era su padre. Se cogió su cara entre las manos. La dejó allí.
23 El aire olía a cena. Encendió la tv para escuchar voces hablando. Iba a cenar sola. Sus padres salían. Cada sábado se concedían la variante semanal. No sabía a dónde iban. No se lo había preguntado nunca. Se dejaba sorprender por la discreción que utilizaban al prepararse. Como si se avergonzaran escondían cualquier emoción. Hasta las ocho eran invisibles. Los succionaba una ritualidad consumida en un dormitorio. A veces imaginaba sus gestos. Los de su madre concentrada en pintarse. Veía su cara reflejada y su mano que acariciaba los rasgos desenfocados que se disolvían hasta desaparecer. Esa noche también pasó. La imaginó capturada por su reflejo. Oyendo sus pasos se tranquilizó. Bajaba las escaleras. Se acercó a ella buscando respuestas. Virginia siempre repetía la misma frase “Mamá estás guapa” y entonces ella se soltaba. Estaba nerviosa, se entendía. Se sentó cerca. Llevaba un traje oscuro ligeramente escotado. De fiesta. Rozó su pelo. Le pareció tocar algo desconocido. Luego empezó. “¿Mamá a dónde vais?” Le miró dentro. “¿Por qué me lo preguntas mi amor?” La llamaba mi amor. “Porque querría saberlo.” Notó que se sonrojaba. Se alejaba. Colocaba flores. Eludía su mirada. Buscaba amparo. Luego contestó. Como si estuviera desvelando secretos. Como si estuviera escondiendo verdades. Con el mismo esfuerzo y pudor contestó. “A cenar y luego al cine mi amor.”
24 La llamaba mi amor pero el amor quién sabe lo que era para ella. Desde la ventana la vio que subía al coche con elegancia. Como una actriz en el último set de su vida. Se le surcaron las mejillas pensando en eso. No intentó secarlas. Esbozó en el aire esa madre lejana. Un trazo sutil hacia el techo. Una cara parecida a una flor. Reflejada en el vidrio una cara mojada. Se apoyó encima absorbiendo su frío. Cubrió la otra ella. La reflejada. Recogió perfiles casi con pudor. Como si fuera algo que no hay que ver. Ella que lloraba. Hubiera querido que volviera sin preaviso. Hubiera querido superponerla a ese signo sutil con la cara parecida a una flor. Sonó el timbre. Invirtió emociones. Fue a abrir. De las lágrimas a la sonrisa.
25 Elena llegó con un osito de peluche en la mano. Bastante borracha se lo regaló riéndose. Se reía histérica pidiendo más vino para celebrar en un lugar fantástico que quería que conociera para soñar. La desconcertaba tanta euforia porque escondía algo. Ella era la equilibrista. Cuando corría el riesgo de estar mal rozaba la superficie con la habilidad de una criatura del circo que no tiene miedo de resbalar. Que sabe el truco para salvarse en cada momento. Ya había entendido que si ella se reía de aquel modo en realidad no reía. Utilizaba una estratagema. La mejor. Cuando salieron la noche estaba empezando. Caliente de viento las acariciaba. Recorrieron en coche calles que no conocía. Por las ventanillas abiertas entraba el verano. Llegaba. La envolvía. Se le pegaba encima haciendo inmortal el momento. A paso lento. Elena se paró frente a un vivero en desuso. Entraron en la oscuridad. Caminaron juntas sin hablar. Emocionadas entre el verde dejado crecer inculto. Hermoso y salvaje en todas partes las protegía del miedo de estar allí. Siguió a su amiga quedándose a su lado. Hasta debajo de un árbol. El más grande que jamás hubiera visto. “Quería que lo conocieras.” Elena rozó el tronco con los dedos. “Vengo aquí apenas me parece que mi vida no tiene sentido y mirándolo entiendo la importancia de estar aquí para ver aunque sea una pequeña parte de lo que ha visto él estando inmóvil.” Elena le presentó un árbol. Lo hizo con orgullo. Un orgullo que Virginia ni siquiera sentía por su madre.
26 Y cubría el cielo. Y podías imaginarte en un cielo lleno de hojas. Y como lluvia de otoño mirarlo mientras cae. Elena reía ofreciéndole vino. Reía histérica y Virginia sabía que escondía algo. Le cogió la cara entre las manos. Dijo para de reír. Dijo si quieres cuéntame. El cielo todo de hojas. Entre las manos su cara. Empezó a sollozar. Como lluvia de otoño que puedes mirar caer dejó que su cuerpo se deslizara sobre el prado. Ninguna sombra. Ninguna protección. Sólo una frase repetida a nadie. Decía “Yo no soy lo que tú crees”. Lo repetía con pintada en la cara una de esas expresiones que es mejor no ver. Virginia no preguntó nada. Abrazó la desesperación. Aquella desesperación le acarició el pelo. Le regaló voz. Le contó cuentos.
27 Sin moverse nunca. Con los labios dirigidos hacia un cielo de hojas se quedaron dándose voz. Pararon el tiempo. Sin tocar el presente suspendieron realidades contándose cuentos. Todos los que sabían inventar. Virginia la hizo entrar en su mundo soñado así. Pidiéndole cuentos y luego siguiendo con otros nuevos para abrir paso solo a la fantasía. Lo hizo sabiendo que las dos escondían un secreto que intimidades diferentes harían descubrir. Y no quería. Era todo tan mágico y ligero. Por qué no concederse otra cosa sino paz. Paz y cuentos. Un poco más. Hasta que el destino lo permitiera.
28 Cerró la puerta de su habitación. Eran las tres de la madrugada. En casa parecía que no hubiera nadie. Había encontrado una flor reclinada en la cerámica blanca del lavabo. Única señal de la vuelta de sus padres. De su presencia. Ni siquiera se oía su respiración. Se puso la flor en el pelo. Miró recto dentro de sí. Vio a Alessandro escondido en su vientre. Tocó con varitas mágicas aquella visión. Susurró “Por favor vete” y luego empezó a bailar. Movía su cuerpo. Lo libraba. Ganas feroces de poseerlo con la respiración. Se concentró a sí misma en la danza. Recogió el gusto de horas pasadas en la hierba. Recogió voces en la oscuridad. Tan absorbida en todo no se dio cuenta de nada. Había quién la miraba. No lo supo nunca pero alguien siguió sus movimientos de lejos. Ella que bailaba delante de una ventana hacia el cielo. Con que se hubiera asomado habría descubierto una figura inmóvil apenas visible en la noche. La figura de una chica que espiaba una danza solitaria estando en la calle protegida por la oscuridad. Quizás hubiera reconocido su cara. La cara de Elena.
29 Se despertó tarde. Abrió los ojos y el silencio la acogió. Se movió por la casa desafiando la perfecta soledad que vivía en ella. Fantasma impalpable llenaba sus habitaciones. Encendió la tele para oír voces hablando y luego empezó a prepararse demorando en cada gesto. Le parecía que se había despertado después de una noche equivocada y una sensación molesta la acompañó viajando hacia la biblioteca. Elena quizá había llegado ya. Habían decidido estudiar juntas para un final de examen. Bajó en la parada cercana. Empezó a caminar. La gente alrededor parecía tener prisa por escapar de aquel punto de la ciudad. Había quien se adelantaba impaciente. Balas perdidas tras un tiroteo. Respiró hondo dejando caer su mirada sobre un perfil conocido que se giró y le sonrió. No fue romántico ni tampoco dulce el instante que le regaló un nuevo encuentro con aquel padre que la aturdía. Le causó pánico uniéndola a las otras balas perdidas. Como ellas se animó de impaciencia huyendo. Lejos de aquel punto de la ciudad. De Alessandro que quizá sorprendido perseguía su insólita huida.
30 Elena no la vio llegar. Su pintalabios vistoso resaltaba en la plaza sobria de la biblioteca. Virginia imaginó la banda sonora ideal para lo que veía. Violines. Una chica sentada sola. La mirada fija. El tipo de mirada que lo observa todo pero no ve nada. Es difícil explicarlo pero Elena poseía el arte de la espera y lo utilizaba con la gracia de quien sabe que un momento así tendrá que repetirse un sinfín de veces.
31 Fingieron estudiar. Llegaba hasta ellas el sol anulando toda concentración. Elena dibujó dos cisnes. Le temblaba la pluma entre los dedos. Dibujó un lago que los abrazaba. Luego dijo: “Si quieres escucha”. Abrió un libro con la cubierta sin color. De su poetisa favorita. Nació la voz y era más romántica que la luna. Leía palabras con sufrido pudor. Cuando acabó todavía temblaba. Miró a Virginia ingenuamente feliz. La escuchó congratularse por su lectura. Decía: “Tendrías que actuar”. Decía: “Consigues trasmitir una intensa emoción”. Acogió su incomprensión. La raptó cerrándola en los ojos con la luz. Escribió en el palmo de la mano: “Vámonos se está haciendo otoño aquí dentro”. Se levantaron al unísono. Algo especial las unía. Quizás la belleza de saberse al principio de todo. Quizás el miedo del momento en el que se cansarían. Se levantaron empezando un baile que se las llevaría. Hasta afuera. Hacia un nuevo día por saborear lentamente. Como si no tuvieran que volver nunca más algunos momentos. Como si pudieran prever el futuro.
32 No la separaba nada de la inmensa emoción. Del sentimiento que sintió en sus brazos. Un sentimiento sin fin del que no conocía nada sino la potencia de su llegada. Acaeció por voluntad de la lluvia que mojaba con furia Roma. Por culpa de no haber rehusado que la acercaran a casa. Por su odio de amor a primera vista que no obstante todos sus esfuerzos no se transformaba. Estaba con Elena en la cocina. El reloj marcaba horas de regreso. Demasiado tarde para esperar el fin de una tormenta majestuosa. Demasiado pronto para tener la fuerza de negarse deseos que todavía no había borrado durante el breve pasado. Escuchó a Alessandro que se ofrecía a llevarla a su casa. Vio a Elena que asentía y en ese momento la odió. Y en ese momento deseó no haberla conocido nunca. Temblaba Virginia a merced de sus sentidos. Sin control le prohibían reaccionar. Impotente e inmóvil frente a la emoción. Cuando se encontraron solos y a pocos milímetros en su coche una luna los miraba. La misma que asistiría a su primer beso.
33 La luna ahí arriba como único testigo de un secreto generado por sus labios sin ningún sonido. Aquel beso dio lugar a un secreto. Y Virginia decidió no sentirse culpable. Y se convenció de la imposibilidad de renunciar a ello. Dos días después se volverían a ver. Por primera vez harían el amor. Elena se quedaría sola.
34 Inventó una excusa. Aprendió el arte de la mentira perfecta. Le dijo que esa tarde iba a estudiar sola. Sintió su alma caer en el fondo del mar. Vio desde allí un amanecer afilado que aparecía. Pensaba que no naciera del sol esa lama cortante lista para matar suaves lunas. Intentó odiarse con todas sus fuerzas. Maldiciéndose. Desde la oscuridad del vientre Alessandro llamaba. Abría los brazos. Pronunciaba su nombre. Trocó emociones una vez más. Salió de su casa y el vacío la acogió. Lamas afiladas llenaban el cielo. Deseó entregarse al sueño. Ojalá se hubiera dormido en seguida. De repente lejos de la realidad convirtiéndose en una ingenua durmiente.
35 Dulcemente rendirse. Sin peso. Sin fin. Culpas que se desintegran. Acelerando latidos en la respiraci贸n. Respirando Alessandro. Separ谩ndolo de Elena.
36 Se consumaba una cena aparentemente serena en casa. Las figuras inmóviles sentadas alrededor de la mesa parecían sacadas de un cartón grueso y rígido. De los que el viento no podrá doblar nunca. Virginia no sentía el sabor de la comida tanto su boca sabía a besos y no pensaba en nada sino en él. Por la tarde habían quedado en un lugar lejano. A duras penas recordaba los detalles de aquella cita secreta. Le coloreaba la mente la imagen reflejada de sus cuerpos durante el amor. Había sido una experiencia muy dulce. Alessandro había conseguido anular tensiones transformándolas en euforia solo con una sonrisa. Se había deslizado en un tiempo ligero y ahí se había quedado suspendida con gracia en el placer. Como en una danza cada paso de la cual conoces a la perfección sin pararte jamás.
37 Sonó el teléfono. Virginia contestó. Contestó al silencio. Le dijo diga varias veces sin obtener ninguna respuesta. “Virginia ¿quién era?” Su madre no la llamó mi amor. Estaba guapa esa noche como una mujer enamorada. Le brillaban los ojos. Ojos que no buscaban nunca los de su marido. Se preguntó si realmente su padre existía. Si no era un personaje inventado por la situación. “Entonces ¿nos quieres decir quién era?”. No la llamó mi amor. Tenía la cara marcada por cosas desconocidas. Virginia contestó. Contestó: “Era el silencio”. Miró fijo su aire sorprendido. Los dejó en esa expresión. También a ella le pareció absurda la respuesta provocadora pero de lejos su madre parecía otra. Como ella otra. Como ella enamorada.
38 Diez de la noche en su habitación de niña. Alessandro por la tarde. Humo de cigarrillo que no se disipa en el aire. Ropa en el suelo apoyada en la memoria. El miedo de saber que se está equivocando. El miedo como excusa para no pensar. Elena ya no hija de Alessandro. Hija de otros pero no suya. Eso quería. Se esforzaba. Alessandro sólo hombre en los encuentros. Hombre llegado del desierto. Sin historia. Sin parentesco indecoroso. Conciencia con mando a distancia. Persiguiendo voluptuosidad en tardes que se convertían en noche en la habitación del deseo. Adquirían la tonalidad de cortinas corridas. Se convertía en ocaso a cualquier hora. Y cuando Alessandro se levantaba para volver a la vida. Cuando abría de par en par puertas a lo real, Virginia se veía a sí misma abandonada por sí y entonces corría por aquel fondo del mar. Corría intentando alcanzar las olas para respirar.
39 Separó a Alessandro de Elena. Partió en dos su vida. Preguntó a su madre cómo era el amor. Cómo actuaba en el tiempo entre dos personas. Quizá pensó en cosas desconocidas. Recorrió hacia atrás calles ya pisadas. Quizá no la veía ni siquiera mientras contestaba. Se le abría una historia nunca entendida. Se dibujaba en la cara un pasado que se convertía en palabras. Todo un seguirse de frases ordenadas. En el confuso reconocerse su madre apenas hablaba para buscar conclusiones a aquella pregunta nocturna. Virginia la miraba a los ojos. En aquellos nuevos ojos diferentes. Ojos cambiados. Intentaba explicar el amor. Lo que había sido para su padre y para ella. Lo que era. Le había dicho que él era el único. El único hombre de su vida. Sin añadir otra cosa. Sin seguir con “el único hombre nunca amado”. Contaba de una manera imprecisa y el resultado final olía a poco. Hablaba del amor entre dos personas ilustrándolo mal. Como un viaje del que te vas con muchísimas cosas que dejas caer por el camino y te encuentras de repente con lo indispensable para el recíproco aguante.
40 Cuando un nuevo amanecer afilado le rasgó la cara se acordó de que el día antes había tenido ganas de morir. Había durado un instante. Párpados que bajan para volver a la luz. Fracciones de segundos más profundas que un corte. Elena le había contado una furiosa pelea. Padres que vienen a las manos. Sin embargo Virginia de su madre conocía sólo su sonrisa. Creía que no sabría hacer otra cosa aquella mujer aparentemente serena. Creía realmente que el padre del que hablaba ya no era suyo. Ella lloraba por eso. Decía habrá otra vida. Decía tú estarás allí. Tienes que quedarte. Quizá vivamos juntas. En la misma casa. Elena demasiado sincera. Insoportable. Duró un instante. Una puerta que se cierra de golpe y no se vuelve a abrir. El mismo ruido. Deseó morir.
41 Cuando un nuevo amanecer afilado le rasgó la cara se acordó de una muerte que había pensado. Corrió fuera de casa. Cogió su bici y las calles parecían de azúcar negro. Pedaleaba con ímpetu como si escapara de monstruos. Siempre así hasta el parque de su destino. Ese con el que había contado buscando su cara. En el que la había visto revolcarse gritando en el prado. Se hizo monstruo en amor. Enamorada de quién a esa importante persona había dado la vida.
42 Estaba de verdad en el fondo del mar y en el fondo del mar no hay luz. Quizás era todo ese sol que le hacía creer que respiraba aire. Tumbada en la hierba con la bici a su lado y un entero universo que le atravesaba el alma tomó su identidad entre los dedos y la sacudió para que se hiciera más fuerte que los truenos.
43 Roma en todos sus alrededores resplandecía. Oro iluminado su ciudad vista a través de los céspedes de un parque. Intentó imaginar el futuro. Ella quien sabe cómo sería dentro de diez años. Volvió a coger la bici y a cada pedaleo le parecía que alcanzaba aquel tiempo lejano. Corría hacia lo desconocido. Pasaban los meses que la verían crecer y no sabía cómo. Se paró en una cabina. Paró una carrera hacia el destino. En la boca lo salado del mar. Respiraba olas en lugar del aire en aquel fondo de abismos. Marcó un número que conocía. Le rogó que llegara. Elena le preguntó si le había pasado algo. Mintió sin ningún tipo de pudor. Miró como pasaba la gente. Contestó que no era nada. Que simplemente era feliz.
44 Una hora más tarde estaban sentadas en un bar al aire abierto. En la plaza cercana unos niños jugaban. Ella había sido una de ellos en los años lejanos. El recuerdo de su respiración jadeante. Por el impacto de sus pies sobre el asfalto. Ese ruido de carrera. Ritmo que acababa por disminuir entre las risas infantiles cuando se rendía a las fuerzas dejándose alcanzar toda ella jadeante. Lo que sentía en aquel instante ahora volvía a sentirlo estando sentada en un bar al aire abierto con Elena a su lado. Nunca la derrotaba ser alcanzada. Su rendición le regalaba un acercamiento a sus compañeros sintiendo su calor que calentaba su huida guerrera. Con Elena sentía el mismo calor tras la soledad buscada en un parque para volver a encontrar la potencia de su alma. Para obtener la confirmación que esa potencia le permitiría no rendirse nunca. A la vida.
45 Hablaron de pasar las vacaciones juntas. Elena en Positano tenía una casa con un atardecer fantástico. Dos semanas para estarse allí y divertirse todo el tiempo. Sus padres iban a otro lugar ese año. Localidades exóticas para derretir el hielo enfermo que los unían desde hacía demasiado tiempo. Esto le había dicho mientras sólo escuchando el nombre de aquel padre Virginia se derretía por otra cosa y no era hielo sino fuego. Otros diez días y llegarían a Positano y a su casa en el atardecer. Otro día. Otras veinticuatro horas y Alessandro y ella se volverían a abrazar en habitaciones perfumadas de ellos dos.
46 En habitaciones perfumadas de ellos dos la miró como si estuviera mirando una peli sentado en las últimas filas de un cine lleno de gente. Cuando Virginia le preguntó si para él era amor la miró así. Se proyectó a sí mismo lejísimos. Construyó paredes de impenetrables expresiones. Cuando le preguntó si era amor él no contestó. Se limitó a mirar. Construyó paredes. Luego dijo cosas del tipo: “Intenta comprender”. Quizás dijo: “No son cosas que puedes preguntar”. Dijo sólo: “Lo que siento por ti no sé explicarlo”. Hablaba mal. Desafinaba en la voz. Voz sin potencia. Sin una sola emoción que fuera emoción. Usaba ese tono que usa un amante ocasional tras una noche de pasión, cuando al final quiere irse para no quedarse ni siquiera a dormir. Y Virginia entonces comprendió. Ella era sólo la amante que hay que amar sin amor. Siguió sus movimientos. No olvidó ninguno de ellos. Él que se levantaba. Que recogía sus cosas. Que abría puertas de par en par. Que volvía a lo real. Fuera de ella. Del joven cuerpo que hay que desperdiciar. Al cual ni siquiera conseguía decir que se había equivocado creyendo que temblaba sólo de placer. La besó y no sabía a besos. Virginia lo odió. Lo odió como lo había odiado desde siempre. De amor a primera vista.
47 En el teatro de familia seguía invariada la falta de diálogo. Se reunieron según el guión para cenar. Cada uno de ellos interpretando su papel. Actores extraños poco hábiles entre ellos, como si estar juntos creara azoramiento. La madre de Virginia se esforzaba en mantener una decorosa dulzura para terminar su representación anual. Guapa como una mujer enamorada dejaba que la tele capturara su atención. Virginia intentó dirigir su interés hacia sí iniciando un diálogo: “Mamá ¿cómo eras a mi edad?” Se giró lenta su rostro. Ahora era como ella y aunque sorprendida contestó: “...cómo era cuando tenía tu edad...” Levantó los ojos buscando algo muy lejos y Virginia esperó que no dijera “Me parecía a ti”. “Me parecía a ti...me parecía mucho a ti...” Se miraron fijo. Virginia sorprendida. Ella serena y casi nostálgica. “¿En qué te parecías tanto a mí?” Contestó adquiriendo la intensidad de quien sabe cosas inimaginables. De quien lo sabe todo de la persona a la que se está dirigiendo. Sorprendiendo ulteriormente a Virginia que la creía lejana contestó. “En el coraje... tenía tu mismo coraje...” No añadió nada más. Se acercó el tenedor a la boca. Acabaron de cenar. Virginia se levantó tímidamente. Subió al baño y abrió la ventana. Tocó hojas con las manos. Se prometió a sí misma que hablarían de ello. Su madre y ella. De mujer a mujer. Sobre aquel coraje.
48 Tocó hojas con las manos. Abrazó el dolor en esa hora sin luz. En el espejo su cara le pareció envejecida. Marcada por invisibles arrugas. Bordados espesos que no puedes borrar. Nada de páginas de diarios rosas que arrancas, que tiras. Nada de papel lleno de corazones y de un nombre. Signos indelebles que se vuelven historia e historia se quedan para siempre. Aunque grites, te desesperes, llames a Dios para que te pueda ayudar. Que te de tiempo. Tiempo para volver atrás. Para no cometer “el error”.
49 Alessandro era el error. El primero de su vida. No había perdón. Incluso creía que la amaba. Se lo había creído. Poco importaba desde el principio y ni siquiera se había parado nunca a preguntarse si merecía la pena. Todo ese sufrimiento. Su amiga traicionada. Mentiras al viento. Para hacer una hoguera. Incendio más allá del cielo. Sin mesura. El delirio trágico de su alma en una noche de verano era el castigo. Seguiría. A veces la torturaría con menos ímpetu pero siempre sin desvanecer. Indomable presencia. Continua.
50 Se deslizó en picado la semana siguiente. Un carillón enloquecido. De bailarina que gira. Virginia lo llamó antes de irse. Dijo: “No quiero volver a verte”. Él no comprendía. Dijo: “Mañana me voy no me busques”. Cortes en el corazón. Sangre que cae. Hubiera querido tenerlo a su lado. Hubiera querido borrarle la respiración. Lentamente apoyar su vientre sobre su cara esperando el sueño. Hubiera querido ahogarle así. Lentamente. Él le pidió que esperara. No esperó nada. Entonó un adiós sin eco. Interrumpió la conversación. Cortes en el corazón. Sangre que cae. Luego se fue.
51 Luego se fueron. Dos amigas dejaban Roma. Una feliz cantaba. La otra miraba fuera de la ventanilla. Alejarse. El amor. Se encontraba mal mientras el coche corría. Le hacía frío el cuerpo. Cada vez más helado a cada kilómetro con la música en el fondo que sólo Elena escuchaba. Le dio las gracias mentalmente por el diálogo que no buscaba. Otra primera vez nació viajando. Deseó que no hablara. Que no le dirigiera la palabra. Envuelta en el hielo se concentraba en convencerse que la situación con el paso de las horas cambiaría. Sin parar en silencio pidió perdón. Si hubiera sabido. Si hubiera conocido tan solo un detalle de ella y su padre. Si le hubiera mirado los labios sabiendo ya. Los mismos con los que había engañado. Se concentró cuanto podía para convencerse de que un día esa tortura acabaría y cuando llegaron a destinación bajó del coche y el mar estaba enfrente de ella y con él el horizonte. Alessandro estaba allí. En su línea clara y la miraba como se puede mirar una película en las últimas filas de un cine lleno de gente. A veces se desvanecía. Volvía. Otra vez no estaba. Buscó a Elena. Sus manos que apretó. Empezó así el primer día lejos de todo. Volvió a subir rápidamente de su fondo de abismos inhumanos y sonrió respirando aire.
52 Todavía era pronto. Demasiada luz todavía. Positano se ahogaba de luz. Olor a sal quemada. Olas imperceptibles danzaban despacio. Atardecería el sol. Decidieron que entonces se acercarían a casa. Para verla como la habían pensado. Como Elena había querido que la conociera. En el atardecer. Se quedaron en la playa sin mirar nada más que el color del aire que cambiaba. Hablando esperaron el fin del día. Ese raro instante que lo interrumpe tocando el horizonte. Antes de que llegue la oscuridad. Antes de que ya sea de noche. Antes de que se encarame la luna. De la lenta muerte del sol y de su crear una lenta hemorragia de halos que se dilatan alrededor suyo y lo disuelven. Antes de todo esto hablaron mientras imperceptible como las olas el aire cambiaba claridades suavizándose. “¿Has querido nunca nadar hacia el horizonte?” Elena se río y enseguida se puso triste. “He intentado nadar una sola vez en mi vida... era muy pequeña... a mi padre le encantaba nadar mar adentro... cuando veníamos aquí, la mayoría de los días los pasábamos en un barco de vela que parecía fragilísimo...” Se paró paralizada por sus recuerdos. Casi la obligaron a un mutismo irreal. Se paró mirando fijo mariposas invisibles. Mariposas sin alas. Virginia la imaginó siguiendo el vuelo de mariposas con las alas cercenadas como flores listas para morir. Era tan triste. Todo triste. Duró minutos el silencio. Volvió a hablar con voz distinta. Más adulta. “...parecía fragilísima y cuando mi padre se sumergía tenía la sensación de que lo seguía para luego volver a aflorar con él buscando oxígeno... una vez me pidió que nadara con él, dijo “todos los niños saben nadar, todos los niños son pequeños peces pero no lo saben”. Era tan triste. Todo triste. Dejé que mi madre me confiara a sus brazos. Bajé al agua y deseé desmayarme para no oponerme a sus ganas de quererme diferente de la que era. De quererme niña pez. Me agarraba a él y se reía sin saber que me daba vueltas la cabeza y que me estaba muriendo de vergüenza, de miedo, lentamente perdía lucidez con la cabeza apoyada en su pecho... me desmayé en sus brazos...” Era tan triste. Todo triste. “Sí, siempre quise tocar el horizonte... nadar rápidisima y tocarlo...”
53 Desde arriba. Después de escalones que no acababan nunca. Llegaron a una casa coloreada por un sol caído. Elena y Virginia abrieron las ventanas de par en par al viento caliente de la tarde. Entraba perfume de limones en las habitaciones. Desde la terraza miraba el azul intenso del mar. Parecía plástico derretido. Un sutil plástico cubría una parte de la tierra que nadie conseguiría ver nunca.
54 Era como estar dentro de un pequeño pesebre construido sin navidad. Todas esas casas de juguete con el techo de cúpula y el blanco de la cal corroído por el tiempo construidas encima de una roca estaban inmóviles quién sabe desde cuándo. Quién sabe desde cuando se había calmado el viento. Paz que no es ausencia de sonido. Una terraza con el atardecer concluido. Dos chicas en ese límite que lleva a un nuevo color. Azul intenso en el fondo. Estrellas que hacen brillar el perfil. Hablando de poco. Cuando no hace falta la voz. Cuando basta un ligero calor. Elena encendió la radio. Parecía saber que estaba mal. Hizo música en la terraza. Esbozó una danza ligera. Pasos casi movidos por el aire. Brazos que dibujan curvas de mujer. Lentamente para capturar atención. Sensualmente se ofrecía. En los labios palabras. Canción de cuna de la infancia. Moviéndose apenas. Movida por el aire. Quería adormecer la inquietud que envolvía a su amiga. Siguiendo así hasta hacerla cambiar. Virginia abandonó su silla. Tímidamente. Soltándose.
55 Durmieron juntas. En la misma cama que había acogido el sueño de padres que conocían bien se durmieron. Cansadas por el viaje y por las emociones deslizaron en el sueño sin contar. Virginia soñó que caía en un hueco profundo. Un vuelo agradable hacia la oscuridad que la liberaba de los temores. Caían con ella transformándose en hojas de plátano que la acariciaban. Soñaba caricias de hojas de plátano que desde siempre adoraba tocar. Ese contacto la purificaba. Se borraban los signos invisibles que le envejecían la cara. Era todo tan real que se despertó. A veces le pasaba que abría los ojos en la oscuridad. Que se despertaba por las fuertes emociones. Le causaba aturdimiento encontrarse de repente dentro de una realidad diferente de la soñada. Debía parecerse al nacimiento ese rápido salir del sueño y por lo menos eso creía. Si hubiera sido capaz de acordarse de su primera emoción, la que sintió apenas salió del vientre, habría sido como la que sintió saliendo de repente de un sueño. La misma sensación de aturdimiento. El mismo encontrarse en un lugar desconocido. Abrió los ojos y su luna esperaba. Sintió la mano de Elena que le apretaba el brazo pero no se movió. Estaba durmiendo. Miró su mano que se abría. Que no la abandonaba. Se movía sobre la piel trazando caricias. Como hojas de plátano soñadas, la estaba acariciando.
56 Otra vez con los ojos cerrados. Como correr en bici manteniéndolos así. Con coraje. Desafiando al viento. Virginia bajó los párpados. Hasta la mañana.
57 Hasta la mañana. Desafiando al viento. Hasta el nuevo sol. Manteniéndolos así. Así cerrados. Puede ser fácil no encontrar palabras. Olvidar un gesto repetido en el sueño por una amiga. Virginia consiguió invertir la ambigüedad de un gesto pero interrogantes se paraban en su mente contra su voluntad. Interrogantes grandes como una infinidad de años sumados que le pedían que la conciencia los tomara en consideración. Conscientemente tomar nota de que. Elena. Su amistad. Su manera de mirarla y vivirla. Ambiguamente. Se parecía. Al amor.
58 Bajaron a la playa. Pequeñas piedras creaban playas calientes. Hecho de sol el aire. Hecho de voces. Virginia aceptó invitaciones. Se hablaba de fiestas en el ruido del mar. Le sonrió al chico que se tumbó a su lado. Le aligeraba el alma esa intrusión. Le permitía tomar distancias de esa Elena desconocida que de noche la acariciaba. La misma que una noche llorando le había susurrado un desesperado “yo no soy lo que crees”.
59 Se comprendía que intentaba no pensar. Lo comprendía por la ausencia de expresión que le cubría la cara de vueltas de la playa. Hacia casas en el atardecer. Comprendió que Elena intentaba no pensar en la molestia que sintió observándola animando intereses por parte de otras personas que no eran ella. Como olas de tempestad esas ganas de relacionarse. Por la tarde Virginia la había dejado sola. Se había quedado a parte. En el fondo ese joven un poco le gustaba. Se habían besado y sabía que Elena desde lejos veía. La olvidó expresamente esa tarde. Notaba su presencia volverse morbosa. Una obsesión. Nunca antes hasta entonces tan lúcidamente había comprendido y volviendo a su lado se dio cuenta de que tenía la misma palidez de un amante abandonado. Huyó otra vez de la situación. Otra vez con el joven flirteando. Quería pegarles a ella y a su padre. A sí misma. Al deseo de morir. Sentía molestia. Esperó equivocarse. Culpó al sol. Todo ese calor. Rayos sin piedad. Demasiado sudor. Corrió al agua. Él la abrazaba. Hacía cosas que hacen todos cuando piensan que el momento es apropiado. Momento ligero para hacer. Seguía. La hacía caer. Ella sin peso en el mar. La cogió otra vez. Abrazó su cuerpo. Piel mojada. Todo ese sol. Su respiración. Pensó que en aquel instante lo quería. El desconocido. Él que era nuevo. De otra vida. Brazos mojados. Abrazada ahí dentro. Sabía que Elena veía. Quería que viera. Que la odiara. Que desperdiciara con el odio el amor.
60 Se comprendía que intentaba no pensar. Había una fiesta escondida en las horas que vendrían. Había aparecido después de un sí caído de los labios de Virginia. Después de una mueca de desaprobación en la boca de Elena. Había una fiesta en la que entrar para poder salir de un romanticismo buscado con afán por una sola de las dos. La misma que puso la mesa en la terraza colocando velas encendidas como fuegos quemados. Candentes lamas. Elena la miraba fijo. Jugaba con el fuego. Dedos a través de llamas un sinfín de veces. Mirándola fijo. Observándola no ceder. Como una declaración antes de perderla entre otras caras. Otras visiones. Virginia sostuvo las miradas. Sostuvo el silencio. Dijo: “Nos lo pasaremos bien.” Escuchó la respiración de su amiga que se paraba. Miró sus puños que se cerraban. Hacer añicos la impotencia de no poder gritar palabras al viento.
61 Si las hubiera escuchado esas palabras. Existen palabras que no necesitan voz y eran ésas. Incluso quedándose mudas gritaban. Matadas dentro de puños cerrados. Y ya nada había que comprender sino olvidar. Olvidar y huir. Si Virginia hubiera podido llamar desde lo alto de los cielos alfombras voladoras habría elegido una, la primera. Se habría tendido dejando su peso para levantarse en desiertos de nubes hacia una vida liviana. Acabó de cenar sin saborear nada. Se levantó para encerrarse en el baño. En el espejo su figura buscaba fuerza. Individualidad. Nacemos y morimos solos. Quería ocupar un punto cualquiera de aquel espacio solitario. Quería imaginarse sin nadie. Una huérfana que viaja en existencias similares a deportes individuales. Corría Virginia frente al reflejo. Corría con el aliento que le abría los pulmones creando alas. Pulmones alados para ser tan rápida que se encuentra sólo aire alrededor. Sola no estaba. Otra cara reflejada. Elena detrás no obstante todo el afán de atleta. La había alcanzado. Estaba detrás suyo. Hablaba de árboles. “¿Te acuerdas de mi árbol?” Hablaba de árboles. “Quisiera estar debajo”. Árboles. “Bajo la sombra de sus hojas como aquella noche y contarte cuentos y escucharlos otra vez.” Cuentos. “Aquella noche hubiera querido besarte.” Cuentos. “Abrazarte de repente y besarte.” Besos. Tenía una voz más romántica que la luna. En el espejo puso su imagen cerca. Bajó el rostro. Lo acercó. Se movió apenas hacia el cuello para apoyarse en él. Esa visión de ellas reflejadas. De cisnes abrazados por un lago. Virginia entendió lo que quería hacerle recordar. Una tarde en la biblioteca. El poema declamado. Se puso a correr. Fuera. Lejos para no ver. Hay carreras que no necesitan ningún desplazamiento. También se puede estar inmóviles y acabar lejos. Era una carrera así. Así. Así. Así.
62 Encendió un cigarrillo y la música ya se escuchaba. Pocos pasos alejaban a la multitud. Alessandro había llamado. Inmediatamente después de la revelación de besos pensados. Llamadas inmediatamente después. Una bendición. Padre e hija al teléfono. La amante frente al espejo.
63 Empezó a beber. Se deslizaba el alcohol. Se convertía en danza. Bailaba Virginia. Con todos. Le sonreía a la nada.
64 Los labios que besaba no tenían cara. Faltaba lo demás. Sólo labios cerca del mar. Se arrimaba. Se dejaba caer. Por fin Elena lejana. No le importaba donde. Sólo aire alrededor y labios sin cara. Había dejado que se le moviera el cuerpo frente a otros cuerpos desconocidos. Había formulado su último pensamiento. Era todo impresionante. Sentía rabia por Elena y por su padre. Deseó que se fueran por donde habían llegado y se los imaginó aparecidos de una novela equivocada. Volvió a ver a Elena niña con las trenzas en llamas. La cara apenas girada capturaba dos rayos de sol y se transformaba. Se convertía en hocico de perro ese perfil de infante. Esperó que llegaran alfombras voladoras y en la espera emborrachó el alma y cuando brazos cualquiera la abrazaron se dejó caer. Saboreó labios sin cara a la orilla de las olas. Ni un sabor. “Quiero olvidar, volver atrás, dejar de teneros.” Formuló su último pensamiento. Se lo dedicó a ellos. Los vio dentro de una foto hecha en la playa. En las caras una expresión innatural. Como cuando intentas reír justo después de llorar.
65 Hizo el amor. Disparó a su conciencia. No resucitó. El chico le había preguntado su nombre. Le había cogido la cara entre las manos. Sentía la cara prisionera en el calor. Veía la cara de aquellos labios y la luna la hacía deforme. Miró rasgos distorsionados por la luna. No contestó. Deseó que la creyera loca. Una que hay que abandonar. De esas que dejas antes de conocer su nombre. Lo apartó. Un golpe preciso. Empezó a caminar hacia una luz. Estaba delante y lejana. El chico no la siguió. Quizás la miró. Llena de nada. Hacia una luz.
66 Hacia una luz. Caminaba rozando las olas que llegaban. Cuando de repente en el silencio los gritos. Gritos de Elena más fuertes que el trueno que aunque no veía imaginó tumbada en un prado. Algo visto ya. Ella que gritaba. En lo verde creando una extravagante visión esperada. “Quisiera que me creyeran loca”. Esa frase llegaba encerrada en las olas hasta sus pies. Se paró. Empezó a contar. Contó olas cerca de una luz. Vio a Elena nadando en la oscuridad. Acercarse a la claridad. Elena salía del agua como una diosa derrumbada. Una mojada diosa enloquecida que intentaba demostrarle lo grande que era su amor y Virginia tan impotente no se había sentido nunca. Parecía una película cuyo final ya conoces. Una película desesperada en la que las personas se abrazan por el dolor. Contó pasos bajo una luz. Bajo una luz agarró brazos mojados. Luego contra el cuerpo como viento violento abrazó a una amiga que le gritaba te quiero. Como caerse. Como caerse a cada te quiero. Ella que abrazaba. Que no se paraba. Toda una lágrima que no conseguía calmar. Hacían falta besos. Eso pedía. Hacían falta besos. Para sedar el dolor. Acercó sus labios a los suyos. Lo hizo con rabia porque sentía el rechazo. Cada vez más fuerte contra su boca y Virginia enloquecía. Apartó con furia ese cuerpo en llamas y entonces sintió que le golpeaban a la cara. Elena pegaba a su mejor amiga y su mejor amiga se caía. Se caía a cada te quiero.
67 Caminaba rozando las olas que llegaban. Con el sol. Un nuevo amanecer afilado en la cara. De Elena había oído la respiración que huía. Respiración que corre hecha de llanto. No la había seguido. Se había quedado mirando. Llegar. El sol. Sol de un verano que podía acabarse. Dejarlo a medias. Olvidar. El pensamiento de Elena y de Alessandro le cortaba el corazón. Se ensuciaban deseos. Se volvía triste la sonrisa y llorando se preguntaba: “¿Cómo es justo amar?”.
68 Por la mañana volvió a una casa con el atardecer caído y cuando la vio un poco se sorprendió. Se sorprendió viendo que realmente existía. Antes de llegar se había construido una ilusión en la que nada había pasado nunca y donde ella de Roma no se había ido. Entró en la penumbra de una casa dormida, el día apenas pasaba. No comprobó que su amiga estuviera. La serenó la ausencia de sonido. Abrió las ventanas y luego las volvió a cerrar. Otra vez ese verano no le pertenecía. Dentro de sí solo oscuridad. Había sido todo tan violento. Un relámpago inesperado. Como el sueño que le hizo cerrar los ojos y olvidar. Durmió durante horas y en un momento dado el teléfono sonaba. Se despertó con dificultades y cuando contestó y oyó la voz de Alessandro un poco se sorprendió. Se sorprendió oyendo que realmente existía. En el sueño se había construido una ilusión donde ella entre sus brazos no había estado nunca.
69 Su mujer estaba cerca. Oía sus risas. No podía hablar como quería. Quizás decirle que la echaba de menos. Le preguntó sobre las vacaciones con tono formal. Bromeó como un padre. Mantuvo aquel cierto rigor que no hace sospechar. Ni siquiera lo reconocía. Incluso se preguntó quién era. Si era otra persona. Con otras manos. No las que ella conocía. Que la habían conocido. Estudiado en la penumbra. Hecho gozar. Otras manos de un cuerpo nunca visitado. Cuerpo de una cara deforme. Labios nuevos. Otra voz. Ningún suspiro. Alessandro preguntaba. Luz contra la piel. Sombra doblada. Virginia no quería temblar. Le dio en directo sin miedo. Dijo: “No te quiero, no quiero verte más”. No hubo silencio ni por un momento. Su mujer se reía. Preguntaba por su hija ahí cerca. Alessandro preguntaba. Dijo: “En la playa o en el mar”. Dijo: “Quizás en el mar” y luego empezó a delirar. Dijo: “Quizás esté intentando rozar el horizonte. Como una niña pez estará alcanzando aquel fin”. Alessandro escuchaba. Se inventaba frases para alternar. Camuflaba la situación. Repetía “Entonces vale”. Repetía “Dile que nos llame”. Virginia seguía. Susurraba sólo una frase. “No te quiero. No quiero verte más.”
70 Volvió a llamar enseguida. Su mujer lejos. Quería hablar. Pedía explicaciones. Decía: “Todavía te quiero”. Le suplicaba que se quedara. Virginia cerró palabras. Teléfono contra la pared. Ninguna película para mirar.
71 Pasaban horas. No regresaba. Lo que Virginia veía sentada en la terraza no tenía color. Descolorido panorama sin vida. Pasó un día de autómata. Miró fijo todo pero no vio más que un espeso plástico opalescente que lo cubría todo. Se le demediaban los sentidos y ella los pegaba para que no desvanecieran y no la dejaran sola. A la merced del vacío que te sumerge cuando tienes todo en lo que pensar pero no quieres nada se pellizcaba la piel estremeciendo por ese indescifrable humor. Se preguntó qué diablos hacía bajo ese atardecer que tardaba en acabar. Se levantó rápidamente y buscó sus cosas. Pensó en su madre y se le nacieron ganas de volver a verla. De mujer a mujer. De hablar. Ahora frenéticamente intentaba huir. Quería lograr evitar un encuentro. Su regreso. Aquella cara. Sin embargo no le parecía posible. Su ingenuidad la irritaba. ¿Cómo pudo cerrar los ojos frente a la posibilidad de comprender? ¿Qué le había pasado? ¿Qué raro hechizo la había raptado? Salía de un encantamiento con violencia. Volvía a recorrer días con furia. Con el loco afán de cuando quieres encontrar la cosa más preciosa que has perdido por error. El pensamiento la condujo a su familia. En una cena maravillosamente cansada. Y allí. Justo dentro de todo eso serenó su confusa y trastornada existencia. Con el pensamiento se condujo a su familia. Al punto de partida. Subió a su habitación con la ventana hacia el cielo pero no miró ninguna noche que caía y no esperó brotar. Como una flor.
72 Salió de casa. De un encantamiento. A su alrededor todo lleno. Gente relajada. Luces en las ventanas. Ganas de abandonar. Olor de limón en el viento. En la boca ese sabor caliente. En los ojos una llegada. Elena casi aparecida de la nada. Caída enfrente. En la cara un grito silencioso. Se miraron. Sin música. Ninguna banda sonora. Una con la maleta en la mano se iba. La otra con una expresión hecha de bien la retenía.
73 Bajaron a la playa. Vistas por detrás parecían hermanas. Vistas por delante dos extrañas.
74 Elena no hablaba. Lo hizo Virginia y tenía una voz parecida al eco. Como si llegara de lejos. De un cuerpo que no se veía. “Siempre he tenido miedo de la oscuridad. Desde pequeña he pensado en la oscuridad como en un enorme cofre cuyas llaves no tendré nunca. Que nunca podré abrir de par en par y en el que se hallan todos los misterios de mi vida. Me aterroriza saber que me quedaré ciega frente a lo que me pertenece pero siempre se me negará... ¿y sabes lo que más me entristece? Que por mi voluntad me quedaré a oscuras. Bastaría poco. Ya tengo las llaves. Escondidas dentro de mí. Sé bien en dónde pero consigo olvidar. Me regalo continuas amnesias para permanecer en ese lugar desconocido que puede dar miedo pero que hace menos daño que el coraje de enfrentarme con lo que el nacimiento me ha reservado. Estabas tú también cerrada en esa caja secreta. Una amiga que me regalaría un sentimiento. Al principio pensaba que se trataba de la amistad profunda que me ha arrollado, luego he comprendido que tenías que traerme este perdimiento. Siempre me he sentido una Alicia raptada pero lo que siento ahora no es nada en comparación. Tú has buscado en mi lugar aquellas llaves. Violentamente me has desvelado una parte afilada de mi destino. Ni siquiera me has mirado al rostro porque si lo hubieras hecho habrías huido para no hacerme sufrir. Para no perderme y no me has perdido. Si lo quieres no me has perdido.” Virginia se paró. Elena siguió caminando. Al día siguiente habría otro sol. Virginia se iría. Elena ya no la retendría.
75 Irse era dejar que la caja secreta se volviera a cerrar para volver a la oscuridad que la había dado a luz. Para volver a encontrar paz. En el tren miró fijo el tejido de las butacas de enfrente para no mirar afuera. La gente a su alrededor no existía. Un chico a su lado le preguntaba cosas. Contestó intentando enfocarlo. Contestó con el clásico tono que invita a dejar correr. Con las apropiadas pausas insensatas para abandonar una conversación no buscada. Y la náusea subía. Se hacía líquido bajo los párpados. Se convertía en lágrimas que quería cuajadas para que no bajaran a encenderle de nuevo el corazón. Lo quería apagado. Hecho de piedra. Con mando a distancia.
76 Entró en Roma y vio como sudaba. Se le humanizaba la ciudad. Se convertía en laberinto suspirante todo el alrededor. Un enredado laberinto de una sola salida y que no podía encontrar fácilmente. Roma se reía de la raptada Alicia. Como si tuviera una prenda por pagar. Una pequeña fatiga por expiar antes de volver a su casa y a su olor a nada. Esa nada ahora era indispensable a la calma. Se hacía dulce como miel. Lo que haría para encontrarse al instante en el teatro de familia. En el teatro de la anestesia de los sentidos. Con el afán loco de cuando quieres encontrar la cosa más preciosa que has perdido por error recorrió calles con furia. Ni siquiera cogió un medio para no esperar. Salió de la estación y empezó a correr con la maleta que le pesaba. Como si la persiguieran monstruos con garras corría entre la gente abriéndose camino sin gracia. Hizo que sus pulmones tomaran alas para que le regalaran todo el aliento que servía para no desplomarse. Tenía la cara roja por el esfuerzo y la gente desconcertada la miraba. Y la gente se convertía en pared de un laberinto por superar. Imprimió en las pupilas la salida. La acogería una ausencia más silenciosa que el silencio y le aparecería su casa. Siguió corriendo y ni siquiera la maleta le pesaba. Le proporcionaba un dolor agradable. Se volvía parte del precio por pagar. Controlaba su sombra como avanzaba y cuando volvió a encontrar una acera conocida bajo los pies, se rindió. Se rindió como cuando de niña dejaba que sus fuerzas la abandonaran para hacerse alcanzar por quien la perseguía y como entonces no era una pérdida ser cogida porque le regalaba un acercarse a los compañeros sintiendo su calor como calentaba su huida guerrera. Con su casa delante sentía la misma cosa. El mismo calor después de la soledad buscada lejos de su familia para volver a encontrar la potencia que su alma poseía. Potencia que le permitiría no rendirse nunca. A la vida.
77 No había avisado a nadie de su llegada anticipada. Se habían llamado al principio de todo y ahora todo se estaba acabando ya. Abrió la puerta lentamente. Como una ladrona arrepentida que vuelve para devolver cosas robadas. Quizás no la esperaba el placer de encontrar de nuevo a padres abrazados en sofás con el aspecto cruel. Quizás no la acogería ninguna atmósfera dominada por la dependencia de la calma. Dejó la maleta y sintió suspirar. Se quedó escuchando ese ambiguo sonoro. Venía de arriba. Del techo que tenía encima. De un dormitorio que conocía. Ese sonoro demasiado cercano. Demasiado parecido a algo familiar. Subió escalones con el ademán de un felino. La misma ligereza insidiosa de quién consigue que no lo descubran. Se amplificaban poquito a poco esos sonidos. Reconocía el femenino. El otro no podía ser de su padre. Decía frases cortadas. Frases de pasión. Se acercó a ellos con ganas malditas. Otra vez se abría el cofre y era ella quien lo abría de par en par. Sin miedo. Sin mirar a la cara a nadie. Si lo hubiera hecho habría huido para no sufrir. Bajó la manilla. Empujó despacio descubriendo en la penumbra dos cuerpos abrazados. No se dieron cuenta de que alguien los miraba. No lo supieron nunca pero había quién los observaba amarse en una cama que pertenecía solo a uno de los dos. Si se hubieran girado habrían descubierto esa figura inmóvil apenas visible por una rendija de la puerta entornada. La figura de una chica que espiaba una pasión prohibida. Quizás hubieran reconocido su cara. La de Virginia.
78 Cogió la maleta y salió de nuevo. Eran las cinco de una tarde de agosto pero un amanecer sin piedad la golpeó a la cara. El más terrible que hubiera encontrado nunca. Se paró en un banco. Miró fijo el reloj durante horas. Cuando una de las dos manecillas se posó encima de las siete de la tarde dejó de esperar. Buscó una cabina. La primera. Durante todo ese tiempo no había dejado nunca de pensar. Había pensado en millones de cosas. En todo pero no en su madre. Se lo había impuesto. Lo había conseguido rechazando con fuerza cada llegada de su cara durante el amor. De perfil esa cara deformada por el placer. De perfil la otra cara masculina con los labios apoyados sobre su frente durante el amor. Sin embargo era la mujer de la que había vislumbrado desconocidas emociones. Sin embargo un poco lo sabía que escondía algo. Se acordó de las noches en las que la había visto cambiar. En las que le había parecido otra además de ella misma. Como ella otra. Como ella enamorada.
79 En la primera cabina a las siete de la tarde llamó a una familia que ya no tenía ganas de volver a abrazar. Llamó para avisar de que había vuelto. Sonó el teléfono. Tres llamadas apenas. Contestó su padre. Contestó al vacío.
80 No le preguntaron sino pocas cosas mientras cenaban. Podía resumir su experiencia familiar en una suma de cenas. Si hubiera rodado una película sobre su familia habría sacado un largometraje de repeticiones diferentes de comidas nocturnas. Inventó mentiras parcialmente verdaderas hablando. Dijo que había reñido con Elena por razones insensatas. Buscó en la cara de su madre huellas de la traición acabada de consumir. Ella era feliz y hablaba de vacaciones ya empezadas. Sólo faltaba un día a las de su padre. Se irían el sábado siguiente. Localidades no exóticas para descansar. Ella era toda una luz. Ni siquiera conseguía actuar. Quizás Virginia la veía así porque ahora lo sabía. Quien sabe desde cuándo duraba. Si su padre estaba a oscuras. Si también él la traicionaba. Si eran cómplices de una farsa que ella desconocía. Si esas vacaciones las iban a vivir lejanos. Cada uno junto con su verdadero amor. Miró un teatrillo que se hacía añicos. Los miró otra vez cenar posando. Los miró por primera vez mentir desde siempre.
81 Como pasaba sólo en agosto. Sólo en algunos días de vacaciones. Cosa tan rara como la felicidad. Ellos en la cocina por la mañana. Las dos mujeres de la casa sentadas enfrente. Alféizares llenos de luz. Virginia movió los labios para no hablar. De mujer a mujer había dicho una vez. Se lo había prometido a sí misma. Y tocaba hacerlo. Miró recto dentro de sí. Clavó una lama afilada en su punto mejor. En el punto en el que existen sólo verdades por raptar. La miró de perfil y no estaba en amor. No como ayer. No con el amante. Estaba con una hija alumbrada quizás distraídamente. Halló la fuerza que necesitaba. Dijo: “Mamá háblame de ese coraje”. Contestó su madre: “¿Qué coraje?”. Dijo: “El coraje que nos une”. Dijo aún: “Lo habías dicho tú una noche”. Y aún: “Que a mi edad te parecías a mí”. Y aún: “Que tenías mi mismo coraje”. Y aún: “Quisiera saberlo, quisiera que lo explicaras”. Alféizares llenos de luz. Dos mujeres en la cocina. La atmósfera invitaba a hablar. Revelaciones jamás pronunciadas. Cofres por abrir. Contestó y ni siquiera estaba confusa. Ni siquiera le temblaba la voz. Parecía poseer ese corazón con mando a distancia. Empezó hablando de ella de niña. Decía cosas que ella ya sabía. El único detalle realmente grandioso era la luz que la hería. Partía su cara. La cortaba. Regalaba a su piel dos colores diferentes. Se convertía en una madre desdoblada. En lo que era. Observaba ese doble no contar nada. Buscar una excusa. Permanecer un misterio. Dándole vueltas a una verdadera conversación por hacer. La interrumpió con dulzura. Posó una mano encima de esos labios mentirosos. Dijo: “Ahora no”. Dijo: “Encontrarás ese coraje”. Dijo: “Estoy segura”. Su madre se sorprendió. Movió apenas la cara esquivando la luz. Ahora sólo sombra en su cara. Mitades borradas. Piel del mismo color. Dijo: “Siempre hace demasiado calor en agosto, es mejor irnos de Roma”. Soltó una frase cualquiera. Ni siquiera le temblaba la voz. Parecía poseer ese corazón que puedes mandar.
82 Alféizares llenos de luz. Dos mujeres en la cocina. Por detrás podían parecer dos extrañas. Por delante una hija y una madre.
83 Sus padres se fueron. Se fueron el sรกbado. En el mismo coche. Dentro historias distintas.
84 En el salón de la familia. Entre sus manos solo fotos. Álbum que empezaba desde el principio. Desde la boda coronada. Ellos crucificados en el altar. Ella blanca y casi austera. Él apenas sonriente. Flores en blanco y negro allí cerca. Decoraciones de boda y la hoja siguiente ya acababa. En las páginas otras fotos. Las de la luna de miel. Palmas y playas blancas. Imágenes despreocupadas en bañador. Se besaban. Nadaban juntos. Ella tumbada bajo el sol. Él que escribía en la arena sus nombres. La página después ya acababa. Nuevas fotos ya no el sol. Virginia entre sus brazos. Virginia que crecía y su padre la ayudaba a caminar. La página después ya acababa. Seguían años sin documentar y luego otra vez ella vestida de monjita lista para la comunión. En esa foto no se gustó. Inmortalizada de mala gana. Una sonrisa contraída en los labios. Pasó páginas con desesperación. Encontró escenas de cumpleaños. Excursiones a la playa. Edades cada vez más cercanas. De las últimas instantáneas estudió sólo la sonrisa. Sonrisa cada vez más incierta. Ostentada. Inventada.
85 Las llamadas empezaron inmediatamente después. Estaba en el salón. Entre las manos sólo fotos. Si hubiera sido capaz de predecir el futuro algunos minutos antes el teléfono lo habría desconectado. Se hubiera concedido un gesto cobardemente egoísta que le habría permitido parar momentáneamente el destino.
86 El comienzo de una banda sonora incesante de repetidas llamadas le saturó el sonoro para hacerla enloquecer. Para hacerle contestar diga cada vez con más exasperación. Y no paraba de sonar. Durante todo el día ese sonido incesantemente presente. La llamó varias veces Alessandro. Era arrogante. Quería saber el porqué de su decisión. Le decía: “Tenemos que vernos otra vez”. Le decía: “Deja de soñar”. Le decía: “Sólo sabes hablar de amor”. Le decía: “Echo de menos tu cuerpo me vuelve loco”. Le decía: “Quizás es culpa de Elena, de vuestra pelea”. Le decía: “He hablado con ella y estaba muy enfadada”. Virginia intentaba permanecer tranquila pero se sentía explotar. Quería acabar rápidamente. Olvidar. Cuanto más le hablaba más se le alejaba su cara. Cuanto más imploraba más se le hacía indispensable y necesaria su decisión. Basta. Basta. Basta. Estallaba en el cerebro esa palabra. Se sumaba a un pensamiento ya formulado. “Quiero olvidaros, volver atrás, dejar de teneros”.
87 Quería olvidar, volver atrás, dejar de tenerlos pero el delirio verdadero todavía tenía que empezar. Si hubiera sido capaz de prever el futuro se habría concedido un gesto cobardemente egoísta que le habría permitido parar momentáneamente el destino.
88 Otras llamadas. Nuevo despertar de sonidos. Se dijo que iba a contestar con un “ahora basta”. Nació oír ese basta . Gritó: “Basta te lo suplico”. Esperó que acabara el silencio. Esperó el ruido de un auricular colgado. Oyó a Elena que le preguntaba si era para ella. Podía desmayarse. Dejarse derrumbar. “Virginia te echo mucho de menos”. No intentó saber para quién era aquel “basta”. Empezó a hablar con extenuante dulzura. La misma dulzura que posee quien ya ha perdido a la persona amada pero sigue luchando. “Quisiera que tú fueras mi amiga. Quisiera poder ser la que no soy, pero créeme Elena no puedo, no me pertenece. No me pidas nada. No digas nada más. Sabes que mi quererte es diferente. No quisiera perderte pero ya te he perdido para siempre. “Para siempre” el gran final. Elena lloraba. Gritaba te quiero. Luego de repente recalcó palabras y empezó a repetirlas con rabia ahogada. “Eres una puta follas con mi padre”. “Eres una puta follas con mi padre”. “Eres una puta follas con mi padre”. No intentó negar. Se le inmovilizó el corazón. Disparó a la conciencia. Un golpe con precisión. Dijo: “Es verdad soy puta”. Dijo: “Es verdad follo con tu padre”. Quisiera acabar con eso. Quisiera hacerse odiar. Elena no sabía nada. Se la había inventado esa revelación. La había soltado por casualidad entre sus palabras. Cambió el tono de su voz. Se volvió infantil. Le dijo: “Me das asco”. Le dijo: “Quisiera verte morir”. Interrumpió la conversación. Dejó caer el auricular. Virginia se quedó escuchando. La oía caminar por su casa. Repetir dos palabras. “Para siempre, para siempre, para siempre.”
89 Y el vacío la acogió. De la mano dentro de los recuerdos. De rodillas agarrándolos con cuidado. Elena todo el tiempo. Árboles y cielos de hojas. Cien cuentos y besos por dar. Corrió al teléfono. Estaba comunicando. Habría dejado el auricular balanceándose. Se la imaginó en aquella casa. Un atardecer caído. Ella golpeada por luces lunares. Sombras dobladas en la pared. La veía enloquecer. Pensar en ella con su padre. Repugnancia que es desesperación. Quería gritarle mentiras. Decirle que se lo había inventado. Matar con falsedad la nada que quedaba de aquel amor. Del error. ¿Por qué ser sincera? ¿Hacerle daño? Lo intentó otra vez. Estaba comunicando. Lo intentó de nuevo. Durante horas. Temblaba. Daba vueltas por su casa. La cara entre las manos. Alcohol para aturdir esas raras señales. Alcohol para desmayarse. Cayó sobre la cama. Con los ojos cerrados sobre la cama. Como correr en bici manteniéndolos así. Valientemente. Desafiando al viento. Virginia bajó los párpados hasta la mañana.
90 Que había muerto. Le dijeron que había muerto. Se preguntó quién. Se preguntó quién había muerto no obstante supiera su nombre. Salía de los sueños así. Quizás era como aquello que no recordaba. Del vientre de su madre y luego al aire libre con el latido de una respiración que se hace grande para ahogarse en un océano de ruido.
91 Un fragor semejante a sofocados truenos. Igual su grito destrozado. Recogió las piernas y se mordió la carne. Destrozó gritos ahogando poderosos sonidos. Si solo hubiera sido posible dibujar en el cielo ese dolor. Múltiples relámpagos con truenos destrozados.
92 Que había muerto. Le dijeron que había muerto. Que al amanecer la habían visto flotar. Como. Un cisne.
93 Había dejado una carta. Encima estaba su nombre. Estaba escrito a Virginia con infinito amor. Cuando la leyó empezó a gritar. Endureció el cuerpo y la quemó en el corazón.
94 A Virginia con infinito amor: “Y nos encorvamos igual que dos cisnes solitarios.�