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Enigma
Enigma
Antes de que estuviera fuera de su alcance intentar cualquier tipo de lucha, para Ramón Rendón su sometimiento resultaría una carga difícil de sobrellevar. Nunca supuso que un acto irreflexivo como el que cometió, impulsado por una fuerza cuyo poder su experiencia profesional le debería haber llevado a temer, pudiera imponérsele de tal modo. Amenazaba con cambiar su vida y cuando creyó haber realizado la acción que lo liberaría definitivamente de ese sometimiento, éste sólo se hizo más poderoso. Ya no estaba dirigido a la urgencia de una realización que, para hacerlo todo más irritante, él mismo había provocado. Su capacidad de ese pensar o mejor dicho de la posibilidad misma del pensamiento o lo que él estaba seguro que era el pensamiento desaparecía para ceder el paso a una furia ciega dirigida contra él mismo e imposible de controlar.
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Sólo unos cuantos meses atrás la vida de Ramón Rendón avanzaba por un cauce tan seguro y placentero que apenas permitía advertir su movimiento. Estaba casado felizmente desde hacía siete años. Tenía dos hijos, un niño de cinco años y una niña de tres, a los que adoraba y a los que, junto con su mujer, veía crecer un una satisfecha seguridad. Él y su mujer se habían casado cerrados por completo en su amor y para permanecer algún tiempo sólo dentro de él habían esperado voluntariamente dos años antes de tener su primer hijo. Ramón Rendón siempre afirmó que había que dejarse vivir por la vida y al mismo tiempo, sin que ella lo advirtiera, dominarla y dirigirla de acuerdo con las conveniencias particulares. Su posición en el mundo no presentaba ningún problema desde antes de su matrimonio. Era el joven subdirector, elegido para ese importante cargo por el que había sido su maestro desde la Facultad de Medicina y desde entonces era también el director del pabellón de psiquiatría de un destacado instituto neurológico e impulsó y favoreció siempre la dedicada y prometedora vocación de Ramón. Su mujer sólo había visitado unas cuantas veces el Pabellón, aseguraba que no volvería nunca y entre los amigos comunes de la pareja comentaba siempre que no podía explicarse cómo Ramón transitaba con tanta facilidad entre la pesadilla poblada de horrores donde se desarrollaba su vida profesional y el mundo llamado normal en el que vivían la gente como ella y su propio marido. Pero, inevitablemente también, Ramón le rodeaba los hombros con el brazo y aseguraba ante ella y sus amigos que para la ciencia no había nada horrible y todo lo que tenía que hacer para olvidar esos supuestos horrores, aunque nunca dejaran de interesarle y de estar siempre vivos en su interior, era dejar su trabajo. Entonces se convertía en el atractivo joven, amoroso marido y cariñoso padre que todos conocían.
(García, J., 1982. Enigma. pp. 235 - 263)