Crónicas de pies ligeros

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S A C I CRÓN S E I P DE S O R E LIG

Luis Lope


Luis Lope (Hermosillo, 1979) es licenciado en Literaturas Hispánicas, maestro en Literatura Hispanoamericana y candidato a doctor en Humanidades. Actualmente es profesor del Departamento de Letras y Lingüística de la Universidad de Sonora. Escribe crónica, poesía y ensayo. Ha publicado Primeras liras (poesía).




Cr贸nicas de pies ligeros Luis Lope



Cr贸nicas de pies ligeros Luis Lope


Crónicas de pies ligeros Luis Lope, 2014: 2da. edición

Diseño editorial y de portada: Óscar Grajeda Primera edición: Unison 2011 Club Chufa Ediciones Hermosillo, Sonora, México Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida o transmitida de manera alguna sin previo permiso del autor. Impreso en México Printed on Mexico


Índice

Prólogo 9

Nota 11

Sweet Home Alabama: un indocumentado wannabe 13

Cachorro del Imperio 19

Streets of Philadelphia 27

Huelga y huelga 33

Crónica conjetural 39



Prólogo

Antes de ir más lejos debemos tener claro que Luis Lope es poeta, no narrador, pero como cronista es buen astronauta. Un astronauta cuyas constelaciones son ciudades de Estados Unidos y cuya escafandra cósmica es el mecenazgo de nuestros impuestos, pues estos viajes fueron financiados por la universidad pública en la cual labora. En un mundo en el cual los viajes son ya no empresas de descubrimiento y penosa necesidad, sino bagatelas de la colección personal de turistas, el autor se atreve a describir unas aventuras que son, en igual medida, patéticas y delectables. Para una persona tan solemne, Luis Lope de verdad tiene una forma especial de encontrar y regodearse en humorosos episodios cuya jocosidad es casi lírica. Para una persona tan desastrosamente hundida en la melancolía, Luis Lope de verdad sabe cómo contar una historia luminosa y graciosa. Crónicas de pies ligeros, de homérico nombre y de no tan homérica hechura, es un tejido de relatos sobre el otro en un archipiélago de todavía más otredad: es un libro donde un hombre muy siglo dieciocho y muy antiguo se ve abandonado en medio de la Norteamérica posterior al 11 de septiembre, que es como un campo minado para el visitante del tercer mundo. 9


Pero no es este un libro sociodramático o edificante, no consta de sesudas reflexiones sobre inmigración o sobre el teatro triste que es la frontera: nos encontramos ante relatos en los cuales el protagonista no es solo el mismo Luis Lope, sino lo inadecuado que es la idea misma del viaje a un territorio tan onírico y a la vez escueto como el tesoro de protestantismo blanco que es el Estados Unidos de la tradición académica universitaria. Mi agradecimiento al señor Lope por una tarde amena de lectura. Carlos Mal Pacheco

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Nota

Cinco crónicas escritas a propósito de cinco viajes (Auburn, AL, Washington D.C., Philadelphia, PE, Lexington, KY, Winston-Salem, NC) a eventos académicos de literatura hispánica. Intentan ser el documento personal y juguetón de un profesor más quietista que aventurero y que, sin embargo, se halla inevitablemente envuelto en el trajín de los vuelos, las maletas, las prisas y una que otra historia acaso curiosa para algún lector. El autor

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Sweet Home Alabama: un indocumentado wannabe

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labama me recibió con una ley que criminaliza a los indocumentados. “Se acaba de aprobar hoy”, me dijo nervioso Miguel mientras íbamos en su carro rumbo a Fuller Home Mobile Park, un parqueadero que, envuelto en la sinuosidad boscosa de la carretera que une a Auburn con Opelike, alberga por 450 dólares mensuales a unos cuantos hispanos con nombres falsos pero con manos verdaderas con las que, de facto, trabajan para los empresarios horticultores y demás productos y servicios en uno de los estados sureños de USA con un historial abiertamente racista. A Miguel y a Víctor, mexicanos indocumen13


tados, los conocí en el lobby del hotel cuando, por un error en la reservación de mi habitación, me quedé varado en el dilema de pagar más de lo previsto o buscar un hotel más barato. Llegué a Alabama por tierra, debido a que Auburn –una de tantas pequeñas ciudades universitarias apenas si pobladas por profesores, trabajadores y estudiantes– no cuenta con vuelos comerciales. Llegué por aire a Atlanta, Georgia, en cuyo aeropuerto confieso haber cometido el pecado no menos racista de la estereotipación: al deambular por esos enormes pasillos creí ver –lo juro por el bote mezclero que en mi ciudad traigo como carro– a Michio Kaku. Tuve, en mi fuero interno, la seguridad de que me había topado con el físico y divulgador científico encumbrado hoy como celebridad gracias a History Channel. Amén de sus rasgos asiáticos, era él con su estilizado peinado de largos cabellos canosos y su mirada vivaz. Cámara colgando del cuello, shorts cafés y tenis blancos con calcetines blanquísimos llegando casi a la rodilla, deambulaba como yo entre los souvenirs y la tienda de cambio, despistado y curioso a la vez. A pesar del atuendo vacacional, él lucía todo su espíritu académico y newyorquino que visita por primera vez la América profunda; y yo lucía todo mi azoro de mestizo mexicano que no sabe muy bien cómo llegó a The South. Ya nos alejábamos. Dudé un instante, pero me resolví a hacerlo: “excuse me, sir…” Lentamente volteó a verme, mientras yo pensaba en pedirle que me autografiara una novela de César Aira, un boleto de avión o siquiera una servilleta lonchera. “Are you Michio Kaku?” Su mirada se tornó displicente sin llegar a la ira y, levantando su mano derecha para dibujar un golpe de desprecio al aire, siguió su camino. Fui, como se puede leer, poco más que un idiota. Avancé patético hasta la salida, 14


donde esperé por seis horas una shuttle bus que me cruzaría al estado de Alabama. El chofer me pidió 50 dólares en efectivo, pues mi tarjeta había sido rechazada. El karma actúa de maneras misteriosas y a veces relativamente expeditas. Bajé del autobús y, al hacer una mirada panorámica, sentí una humedad de bosque preinvernal, el aura de una ciudad articulada sobriamente entre la hojarasca y el asfalto. En apariencia no era, pues, una mancha suburbana de white trash y rednecks, como podría esperarse según el odioso estereotipo en que, por idiotismo propio o endilgado, todos caemos. Era de noche y a la mañana siguiente iniciaría el motivo académico de mi viaje: The 61 st. Annual Mountain Interstate Foreign Language Conference. En el looby del hotel un amable salvadoreño que se enteró del problema de mi reservación, me dijo en un español estandarizado: “Yo tengo empleados mexicanos que te pueden ayudar a buscar un hotel”. Era el contratista de servicios alimenticios en el hotel de la universidad y me presentó a Miguel y Víctor. No lo esperaba, pero ellos se ofrecieron a hospedarme por tres noches. “Entramos a trabajar a las 10 a.m. y salimos a la 10 p.m. Vivimos en Opelike, que está 10 minutos en carro. Te podemos dar aventón de ida y vuelta aquí a la universidad.” Sonaba bien. Me ahorraría bastante dinero. Acepté. Pero Miguel y Víctor no pudieron volver al trabajo, por miedo a la aplicación de la recién aprobada ley HB56, la cual faculta a la policía para detener a un automovilista sospechoso de residir ilegalmente en el estado; faculta a la autoridad para multar a quienes den trabajo o renten apartamento a indocumentados, e incluso establece multas para quienes los transporten en su automóvil. Asimismo, me facultó a mí para ser, 15


potencialmente, detenido, idea en cierto modo atractiva. Así, indocumentado wannabe, salí de la tráiler y me aventuré a caminar por más de una hora desde Opelike hasta Auburn rumbo a la universidad, donde por la tarde leería un ensayo frente a un grupo azaroso de profesores y estudiantes de doctorado. Consulté en Google Maps y Google Street View cómo llegar a la universidad. No me perdí, pese a las honduras de la carretera boscosa que me dejó entrever el campo de golf y un aeropuerto privado. Yo llevaba una cámara fotográfica doméstica en extremo, una mochila ni tan nueva ni tan vieja y unos zapatos flexi. Ni turista burgués ni alternativo o bohemio, ni hippie, ni jornalero, sino un atuendo de ciudadano waltmartizado, genérico, que no despertó más que bostezos en los policías. La monocromía del paisaje se vio interrumpida al pasar por un edificio con un surtidor de agua verde. Me acerqué como quien no ha visto jamás un surtidor más que en poemas, desviándome un poco del recorrido y temiendo invadir propiedad privada. Vi que un hombre abrió la puerta. “Este es paisa” me dije. Nos reconocimos nuestros respectivos nopales. Era michoacano (¡qué sorpresa!) y jardinero en una empresa de horticultura. Entre las preguntas de su nombre, origen y tiempo en EE.UU., salió el tema de la ley de indocumentados y me dijo: “Nosotros tenemos la culpa… cuando chocamos, huimos… mi patrón me dijo que no me preocupara, nomás con que no maneje… los empresarios se andan moviendo con el gobierno para que se anule.” Me dio un vaso de agua y, tras confirmar que iba por el camino correcto rumbo a Auburn, seguí. Llegué a la universidad, saludé, me registré, leí mi trabajo, comí. Decidí caminar un rato por la biblioteca, el restaurante, 16


el hotel. Salí a la calle ya de noche para volver al tráiler, confiando en que hallaría fácilmente un taxi. Pero no fue así. Deambulé por 45 minutos hasta que decidí sentarme afuera de una iglesia bautista de estudiantes. Tres jóvenes gringos me preguntaron si podían ayudarme en algo. Llamaron por celular para ver dónde podía encontrar un taxi. Acudí a las calles que me indicaron y nada. La fortuna hizo que me los volviera a encontrar y amablemente se ofrecieron a llevarme a Opelike. Por más que me esforcé en pasar como un indocumentado deportable, no hubo más que buena gente ese y todos los días. Al salir de Auburn, los mexicanos no aceptaron ni un dólar en retribución por el hospedaje de tres noches. El evento MIFLC fue lo que me esperaba: un paraíso universitario liberal que, aunque abusa de su fraseología (“el gobierno norteamericano es un vil nazi”), se agradece. Es la tendencia de todo académico e intelectual a elevarse respecto a la realpolitik. Un taxista portorriqueño refugiado en Alabama después del 9/11 –traía como pasaje a ejecutivos de Wall Street (“tenía que usal saco y colbata”, vociferó) para luego llevarme a mí en shorts y gorra– se refirió al gobernador de Alabama como un loco racista; una chofer negra de autobús dijo que en Alabama todos son racistas con todas las razas, es decir, una modalidad de racismo incluyente o, diríamos, a lo parejo. Tal ley y tales hechos refuerzan el lamentable antinorteamericanismo generalizado en América Latina y en el resto del mundo. Pero como yo no he vivido todo ese ninguneo anidado en el estereotipo y en las miradas oblicuas del otro, bien gustoso volvería en busca de mi sueño mexicano, el sueño de ser deportado de Alabama, where the skies are so blue. 17



Cachorro del Imperio

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alí de la colonia Ley 571 rumbo al centro de operaciones del Imperio. Ante la pregunta de un vecino que me vio salir con maleta y maletín, solo contesté en tono coloquial: “Al gabacho”2. Unos meses antes había enviado el resumen de Barrio de los llamados “populares”de la ciudad de Hermosillo, Sonora, México. La cuarta acepción de la RAE define gabacho como despectivo de lo francés. Sin embargo, en el dialecto del español-mexicano-sonorense, lo gabacho es un adjetivo para designar a lo norteamericano. Lo gabacho es, pues, lo gringo. Así, también, es común escuchar que la gente se refiera a los Estados Unidos, en tanto que entidad política y espacio geográfico, como “El gabacho”, es decir, como sustantivo, como nombre propio.

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mi ponencia a los organizadores del “XXXVIII Congreso Internacional Independencias: memoria y futuro”. La sede de este año sería Georgetown University, en Washington DC. No estaba muy esperanzado en que fueran a aceptar mi trabajo: a) no estoy afiliado al Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, que, desde 1939, publica la Revista Iberoamericana; b) debido a nuestras cursilerías nacionalistas, el tema sería las independencias latinoamericanas y mi propuesta era más bien un análisis cuasiformalista de Piedra de sol de Octavio Paz. La multitud de latinoamericanistas se apresuraría, supongo, a enviar sus ponencias sesudas cuanto comprometidas con tal remembranza continental. Realizado cada dos años a lo largo y ancho de las Américas, este evento no sería la excepción. Con todo, y para mi sorpresa, mi propuesta fue aceptada. Desde ese momento inicié la ruta crítica de los preparativos, hasta que saliendo de mi casa sentí que me olvidaba algo: persignarme. Pero a la vez recordé que mi tradición religiosa no era la católica sino la protestante, herencia del Imperio. Fui a la cocina, donde mi mamá, después de darme los dos sándwiches que había preparado para mí, hizo, cerrados los ojos, una oración en voz alta por mí y por mi viaje. Nunca se sabe los peligros a los que uno se expone: una bala perdida del narco, un avionazo, un disco de Joaquín Sabina, etcétera. Si hay algo desolado, eso son los aeropuertos durante la madrugada. Dan la sensación, como se dice, de que han pasado los apaches. Es, sin embargo, una desolación ordenada, tecnificada, dispuesta en un orden que promueve la eficaz movilidad del ciudadano. Es ahí, en un paisaje desolador como el del aeropuerto de Tucson (AZ), donde, haciendo a un lado los códigos 20


no escritos por la civilidad, pude dormitar y comer uno de mis benditos o bendecidos sándwiches. Semiacostado, padeciendo la irrealidad de un cuerpo desvelado, pensaba yo en las posibilidades de la vigilia, el hastío, la angustia domesticada, hasta que llegó el momento del paroxismo: el pase de abordar, la revisión, la ID, los rayos X sobre el equipaje, la mirada vigilante de los oficiales de seguridad, la pasarela de los pilotos y las azafatas con sus maletas idénticas y sus uniformes impecablemente planchados, antes de emprender el vuelo. La escala sería en Houston (TX), aeropuerto George Bush, en cuyas enormes salas de espera se dejaría ver, ya no la desolación, sino la viva multitud cotidiana, prendida de su celular, ensimismada en la lectura de una novela rosa o un thriller, conectada al wireless, distraída abúlicamente con el diario local. Todos, niños, jóvenes o viejos, haciendo algo mientras esperaban. Las salas de espera son un estado de confort, un confort que, no obstante, colinda con el tedio. Ni confortado ni en el tedio, yo, por mi parte, esperaba mientras esperaba. Y así, esperaba esperando cuando llegó la hora de subir al segundo avión de mi viaje. “Mechanical problems” alcancé a distinguir del distorsionado sonido de la cabina de mando. Inmediatamente el piloto nos giró instrucciones para que descendiéramos. La tripulación, civilizada y como acostumbrada a semejantes hechos imprevistos, empezó a bajar su equipaje y a desalojar el avión. Me uní al pasillo mesurado de viajeros; me uní fingiendo familiaridad con tal incidente, para después pensar que esas cosas lo hacen a uno pensar. Y lentamente, mientras aguardábamos una hora para que nos cambiaran de avión, me dispuse a comer mi otro sándwich. 21


Tuve suerte de que el aeropuerto Ronald Reagan no se hallara muy lejos de la universidad. Rostro desfigurado y pelo grasoso por tanto viaje, bajé del avión, atravesé todo el aeropuerto con el Crucificado en la boca por el miedo a ser interpelado como a indocumentado nicaragüense; tomé un taxi cuyo conductor era un jamaiquino con un inglés rarísimo que, como los demás taxistas que conocí (haitianos, somalíes, sudaneses), no paró de hablar por celular ­–manos libres, por supuesto. Tuve, además, la suerte de alojarme, por una cuota baratísima, en la misma universidad, en una de tantas residencias que ofrece Georgetown a sus estudiantes. Al llegar a esta, asomándome por la ventana del taxi, me hallé a mí mismo despistado y atolondrado por el orden estético de las calles y los edificios del campus, donde ya había un grupo de estudiantes de pregrado sentados ante una mesa, recibiendo a los ponentes del congreso que habrían de hospedarse: tomé mis llaves y mi tarjeta de acceso, subí por el elevador y, siendo las 9 de la noche, me quedé dormido mientras divagaba sobre el ritual de cordialidad que me aguardaba el día de mañana, cuando tenía que acudir a la mesa de registro y tanto formal como realmente comprobar que, como más de 250 ponentes, había llegado vivo a ese mecanismo de validación académica que con bastante pompa se designa con el término congreso. Comida en libras en el restaurante buffet Epicurean. Mi desayuno pesó el equivalente a 8 dólares, de los cuales consumí tal vez solo 5. La cajera dominicana que me atendió se extrañó de que yo fuera mexicano: mi acento y mi tez pálida-amarilla. Lo tomé con cierto alivio, no por racismo o desarraigo de mi parte. No. Que se entienda: mi patria son dos caderas amplias 22


y punto. Comí como quien oye llover: sin pensar, viendo lo que como, oyendo lo que como. Terminando, apresurado, me registré y confirmé en el programa que mi ponencia ocupaba un lugar en la última mesa del evento. Era miércoles y no me tocaría leer hasta el sábado a las 13: 00 P.M. Mi mesa de presentación y discusión estaba enteramente dedicada a Octavio Paz. Ya conocía a los colegas que participarían antes y después de mí: también mexicanos, también pazianos, también por primera vez en el evento de IILI. Eché una ojeada al programa, que abundaba en ponencias sobre Roberto Bolaño, literatura colonial y decimonónica. No hubo tantos estudios de género-lésbico-queer-esquimales y demás anal studies, como se podría esperar. La tradición de IILI y la Revista Iberoamericana siempre ha estado más vinculada a los estudios sociologizantes y de cierta izquierda medianamente conservadora, y no tanto a las modas académicas californianas y de supuesta avanzada. Solo eso explica cómo Gerald Martin, el primer conferencista especial al final de la primera jornada y autor de una biografía de García Márquez que Enrique Krauze criticó fuertemente, solo se dedicó a proclamar su condición de dinosaurio. Sardónico, textualmente dijo “soy un dinosaurio”, en alusión al reciente libro de Jorge Volpi (El insomnio de Bolívar), para quien la idea de Latinoamérica, la idea de una literatura latinoamericana no es sino una idea romántica, una quimera política. Eso irritó a Martin, quien solo se dedicó a citar a Volpi, sin argumentar nada, como un viejo que regaña a un joven desarraigado y parricida, más preocupado por mantener el regaño que por la refutación de las ideas. Y es que para el autor inglés, Latinoamérica es el realismo mágico, su literatura es García Márquez, Rulfo, etc. Y ante eso, hay que insistir, hay que pro23


mover la unidad. Que no le muevan el esquema. Para él, inglés, blanco, moderno y políticamente correcto y decente, Latinoamérica es una y así debe seguir mientras el mundo sea mundo, frente al enemigo imperial, de quien (¡ups!) recibe un sueldo por sus servicios en University of Pittsburgh. Al parecer, el neocolonialismo nos quiere unidos. Aludió también a Walter Mignolo, con quien tampoco coincidió, pero de quien no se ocupó, pues este es bastante académico y, como nadie lo lee, no es un peligro para el latinoamericanismo (cito de memoria). Quién fuera vaca sagrada para decir impunemente semejantes sandeces sin temor a ser condenado al ostracismo. Por otra parte, la conferencia especial del día siguiente no fue mala. Pero hubiera sido adecuado que la profesora de Berkeley (que no recuerdo su nombre) hubiera dicho “esto es baudrillardiano, esto es foucaultiano”, de la misma manera en que dijo “esto es deleuziano”. Después de tal conferencia, se llegó la hora de la invitación: Mauro Vieira, embaixador do Brasil, tem o prazer de convidar Luís Alberto Lopes Soto para coquetel, dia 9 de junho de 2010, ás 19: 30. Ambigús y champagne (alcohol y gas). Así, balanceando mi día, me especialicé en generalidades y llegó la noche, hora de las malas intenciones, pero pocas oportunidades, hora en que nadie fumó mota ni se alocó. El resto de los días fueron casi iguales, excepto por la visita guiada a la división hispánica de la Biblioteca del Congreso y sus alrededores: Capitolio, Monumento a Lincoln, Obelisco a Washington y, para variar, Casa Blanca. Cuando uno viaja en plan de turismo académico, no se es ni turista ni académico, pero al menos esa zona anfibia (como la orilla del mar, que no es agua ni arena en un poema de Gorostiza) tiene un efecto mórbido: el 24


contexto artificial de los congresos, que no da pie a la generación de una verdadera amistad, es un espacio vacío, efímero y, por lo mismo, libre de todo peso, dispuesto para conocer aspectos de uno mismo, o para construir conductas nuevas. Yo, por ejemplo, en una insólita noche de antro en compañía de algunos colegas, casi bailo salsa. ¿Habrá algo más mórbido que eso? (Nota: no hay fotos, o eso espero.) Los últimos serán siempre los últimos. Mi ponencia fue una de las últimas, solo anterior a una mesa redonda de conclusiones del congreso. Como suele ocurrir, poca asistencia y algo de discusión. Era la primera vez que presentaba mi trabajo de tesis de maestría en forma de ponencia. Leí –salteándome varias partes– 7 cuartillas a espacio sencillo, y apuntando con mi dedo índice de la mano izquierda las dos diapositivas que llevaba preparadas. Fin del tema. Sábado a las 4 de la tarde y mi avión no salía hasta el domingo a las 6 de la mañana. Tenía todavía algunas horas para más o menos conocer algo de la ciudad. Un alma caritativa me conminó a acompañarla durante toda la tarde y en compañía de los anfitriones y demás estudiantes de doctorado de Georgetown fuimos a cenar, no sándwiches, sino comida marroquí. Tenía la idea de que Washington DC era una ciudad meramente administrativa, burocrática, pero al parecer es una ciudad con una vida nocturna bastante intensa. Georgetown se ubica en una zona carísima, nido de yuppies, congresistas y embajadores. Siempre como un outsider morboso, conocí un poco de lo que ignoro en mi rancho: algunos bares, algunos antros. La comunidad homosexual celebraba su Gay Parade y, de hecho, todavía celebraba la reciente aprobación del matrimonio homosexual. 25


Demasiados chicos innecesariamente en tanga y algunas lesbianas se paseaban por la calle repartiendo collares a los transeúntes. A mí no me dieron (ni collares, ni nada, eh). El matrimonio homosexual fomentará el turismo, como lo dijo el político mexicano Marcelo Ebrard. A las 2 de la mañana me fui a dormir al aeropuerto y a esperar mi avión. De nuevo escala en Houston. Despegamos rumbo a Tucson y, después de casi media hora en el aire, el piloto anunció que regresaríamos al aeropuerto en Houston y que ahí resolverían cualquier pregunta. Previendo una situación de pánico, supongo, la aerolínea no informó cuál era el motivo del regreso. Pero sí, de nuevo fallas mecánicas. Estas cosas lo hacen a uno pensar. Yo pensé en los sándwiches de mi mamá, pues aún traía el empaque en mi maleta. Ya en tierra, y a salvo, esperamos media hora para que la falla fuera mitigada. “Death, be not proud.” ( John Donne) Lo malo de los viajes son la ropa sucia y la memoria rota. Pero yo llegué a México, sabiendo que la cultura de la prevención norteamericana y las oraciones de mi mamá me habían salvado la vida. Llegué enajenado, cínico y feliz de ser un cachorro del Imperio.

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Streets of Philadelphia

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legué al aeropuerto una tarde nublada, lluviosa, otoñal, en que la ciudad festejaba el triunfo de los Phillies como campeones de la temporada 2009 de la Liga Nacional, avizorándose pronto el torneo de Serie Mundial contra los Yankees3. Son finales de octubre y el tiempo no es nada halagüeño para un ente de poca grasa y mucha ansiedad como yo. MSN Climas me había notificado lo que me esperaba; Google Maps me había ayudado a ubicar el hotel en que me hospedaría por dos 3

Para cuando yo abandonaba la ciudad, los Phillies perdían la Serie Mundial. 27


noches; y Facebook testimoniaba que, en efecto, quedaría como un provinciano tercermundista en una ciudad enorme y cosmopolita. No es extraño, por lo tanto, que, debido al desayuno en Phoenix y la alebrestada escala en Dallas, haya arribado al aeropuerto con el estómago revuelto y el rostro desencajado, perplejo, ante la pregunta: ¿cómo sobreviviré durante estos tres días? Con mi deplorable inglés alcancé a darme a entender para pedir un taxi y hacer el check in del hotel. Una vez instalado en la desolada y desoladora habitación 211, y habiéndome puesto esos pantalones térmicos que me salvarían de la hipotermia que me esperaba, salí a la calle en busca de cena o una aventura inconfesable. No hubo aventura, pero sí un (también inconfesable) antojito gringo de 7 dólares. De vuelta al hotel, apoltronado en la cama y dormitando mientras revisaba algunos datos en mi laptop, descubrí que Temple University –la institución convocante del evento en que participaría leyendo una ponencia de la cual no hablaré aquí para no aburrir a nadie– no se hallaba lejos del hotel. Así, la mañana siguiente me ahorraría el taxi y aprovecharía para deambular despistado por algunas calles con el temor de perderme más de la cuenta. El clima amaneció, como es obvio, frío, y yo me desperté con la conciencia tardía de ser la primera vez en mi vida que amanecía con el frío del Este norteamericano. Fue solo hasta ese momento que me di cuenta que había cruzado casi de costa a costa la América gringa, que había visto por primera vez aguas del Atlántico y que, si no me alistaba temprano, no alcanzaría el continental breakfast del hotel. Me bañé, me abrigué a más no poder y, cosa rarísima en mí, desayuné apresurado cual niño de hospicio para después salir (cámara al cuello como el turista asa28


lariado que no soy, y maletín en mano como el profesor ñoño que sí soy) a recorrer las calles que vieron nacer al Príncipe del Rap. Caminé como por 25 minutos, tiempo durante el cual tomé algunas fotografías a edificios y carros, a muros y homeless, a fachadas desenfocadas y parques desangelados por mi torpeza fotográfica y la mala calidad de la cámara que traía conmigo. Solo porque Dios es grande, y porque la universidad se encuentra en anglosajona calle recta al hotel, no me perdí lo suficiente como para llegar tarde al primer día del evento. Describir la ciudad fraternal (“philos”) sería una mera vaguedad: urbanismo eficiente, muchos negros vagos, muchas güeras en shorts en pleno frío (!) y, claro, muchas canchas de basquetbol, como parecía advertir el intro del Fresh Prince, que educó sabia y diligentemente a toda una generación. Diré, además, que fueron solo tres días y no soy bueno para las descripciones físicas, pero traeré a colación mi primera experiencia con el nombre de la ciudad que me encontraba visitando: recuerdo haber escuchado a los 6 años en aquellas clases de Escuela Dominical (que luego confirmé en mi lectura de la Biblia) que fue Filadelfia la única iglesia del Apocalipsis que termina bien librada cuando Jesús, ya glorificado, viene a pedir cuentas a sus discípulos. De ahí que los fundadores cuáqueros le hayan otorgado tal nombre a su ciudad. En todo esto venía yo pensando cuando, morboso, fotografiaba un pimpeado carro rosa con la leyenda “Opps… I’m outta control!”(?) La relación no podía ser más lógica. Al llegar al edificio Student Center, lugar donde se llevarían acabo las ponencias, me recibió Kellye, una chica portorriqueña-americana encargada de la logística del evento, quien me entregó mi recibo por 25 dólares, mi gafete, mi fólder, mi 29


pluma, mi programa de mano, mi guía de turistas y mi constancia de participación. Todo lo necesario para el deporte extremo del estudio formal de la literatura. Chequé la hora y auditorio en que leería de mi ponencia. Ubiqué ponencias de mi interés. Saludé cordialmente a los organizadores y a algunos colegas. Fingí interés en algunos de sus intereses de investigación. Saludé a un colega colombiano que había conocido hace tres años en Cincinnati. Al terminar la primera jornada, intercalada por una comida y un paseo por la librería de la universidad, me regresé al hotel, sabedor de que no pasaría nada más ese día, ninguna aventura para escribir, nada. Y así fue. El segundo día me puse mis pantalones de pana para sobrellevar el frío. Y de nuevo hice el recorrido a pie del hotel a la universidad. El camino me pareció más conocido y hasta amigable. Pude ya reconocer que la Buddhist Association of Philadelphia se encuentra al sur del Taproom y que el edificio de los cienciólogos se ubica frente al centro de convenciones de la ciudad. Leí mi ponencia, a la que afortunadamente asistieron pocas pero espléndidas y/o impresionables personas, pues hasta me felicitaron por 10 cuartillas de sandeces. Conocí a dos estudiantes italianos, que yo torpemente confundí con argentinos, pues su acento no revelaba nada europeo. Habían viajado solo 45 minutos desde New Jersey y yo había tenido que atravesar todo el país en 24 horas. “¿En qué universidad estudian?”, pregunté. “En Princeton”, contestó él. “A mí me rechazaron de Yale y no hago tanto escándalo”, dije, pendeja y malalechemente, para mí. La chica era muy, muy guapa; el chico… pues era un chico!.. flaco, pelo largo, de lentes, con pantalón de pana como el mío, o sea, yo pero en versión guapa e italiana y con beca de la Ivy 30


League. Pero algo me dice que pronto se quedará calvo. “¿Se la estará encamando?”, me preguntaba con mirada envidiosa desde mi asiento, mientras leía cada uno su respectiva ponencia. Temí que, llegado el tiempo de las preguntas y comentarios por parte del público a los ponentes, mi participación no girara en torno a la novela policial de Borges y de Sábato, sino en torno a algún tema de alcoba. No pregunté nada indiscreto y, en mi fuero interno, concluí que, respecto al ars amandi italiano, nada había claro. La verdad es que los dos chicos fueron excelentes personas conmigo, en específico él. Que yo me dedique a vilipendiarlo en este texto es muestra elocuente de que el karma sí existe y aplica, pues es él quien tiene chica guapa italiana y beca jugosa de la Ivy League, y yo… Por otra parte, como diría un falso profeta, de cualquier manera no me iba a ir al cielo. Al menos en el infierno no pasaré frío. De vuelta al aeropuerto, tuve que preguntar aquí y allá dónde tomar el tren que me llevaría a la terminal 3B de American Airline cuyo avión me llevaría sin escala alguna a la ciudad de Phoenix, donde un autobús de Tufesa me abrazaría como a mojado devuelto por la migra a la suave patria. Seguía lluvioso y nublado. Me paseé por el campus con mi maletín y mi maleta hasta más o menos ubicar la estación del tren. Una vez en la calle, alcancé a ver a una chica rubia universitaria que también traía consigo una maleta. La seguí, en la espera de que me guiara sin ella saberlo. Se dio cuenta de que la seguía y es cuando mi espíritu stalker salió de clóset y tuve que preguntarle si se dirigía también a la estación del tren. Le expliqué que yo no sabía a ciencia cierta dónde se hallaba esta. Amablemente, me dijo que la siguiera, ahora sí con su permiso (Debo confesar que eso le 31


quitó la emoción al asunto.) Caminábamos uno tras otro y la lluvia seguía, fría. Sentí ese mismo frío húmedo que sufro siempre en mis articulaciones. Agradecí a la chica su acto de cortesía y, mientras esperaba el tren en esa intemperie desolada que da casi al Atlántico, pensé en ese frío del Este norteamericano que me humedecía los huesos. En una especie de revelación, recordé ese otro frío nocturno que padecí cuando apenas si cruzaba la frontera mexico-americana, mientras venía arrojado sobre ese asiento de la shuttle bus; cuando me mensajeaba vía celular con cierta personita tratando de atemperarme y así hallar calidez durante mi viaje; cuando la señal Telcel se convertía en AT&T inmediatamente después de cruzar la línea en Nogales. Supe entonces que, húmedo o seco, no había mucha diferencia substancial entre el frío del Este y del Oeste. Un problema de circulación sanguínea, un frío en el cuerpo o en el alma, que a veces son lo mismo.

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Huelga y huelga

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l sindicato de mi universidad se había declarado en huelga. Y veinticuatro horas después de salir del barrio folklórico Ley 57 –donde se encuentra la residencia López–, llegué a Lexington, Kentucky, con el rostro desencajado y los ojos de pulga envenenada. De las 23 hrs. a las 23 hrs. Decir que fue un viaje de ida extenuante y turbio no basta. Haría falta ilustrar mi afirmación contando que, por tierra, estuve dos horas en la línea fronteriza y que, en aire, el avión perdía, a ciertos momentos, un poco de altura. La escala en Houston sirvió, no obstante, para un wrap en el George Bush Interconti33


nental Airport. Y como si no fuese suficiente mi impopularidad política, diré que sirvió también para, en un descarado lapsus republicano, tomar una foto. Vean aquí al progenitor del odiado personaje texano. Una vez en mi destino, el hotel me da la bienvenida: mi cuarto había sido ya alquilado, bajo el argumento de que debí haber llegado a las 18: hrs., o proporcionar un número de tarjeta de crédito para respetar mi reservación. Como la anciana existencialista de la película Harold and Maude, quien le explica al oficial de tránsito que no cree en los permisos para conducir, tal vez debí haberle dicho al recepcionista: “I don’t believe in credit cards”. Hubiera sido, por supuesto, una estupidez, una cursilería posada, sobre todo porque en realidad sí creo en las tarjetas de crédito. Vamos, no funcionaría incluso como referencia cinematográfica de culto, un tropo literario que no posee más pena ni gloria que revelar sus recursos. Pero Dios, o el dios que nombramos con el término equívoco de casualidad, fue bueno conmigo y tuvo a bien el enviarme una ayuda. Vi entrar al lobby a un joven de pelo largo, rizado y barba poblada, una combinación de cantante de flamenco y hippie. Al haber cruzado apenas dos o tres palabras con X y al comunicarle mi problema, este me ofreció compartir el cuarto en cual estaba ya él instalado y los respectivos gastos. No me sorprendió tanto ese primer gesto amable, como su sencillez y diafanidad. Alejado de la pedantería academicista, fue invitado al Kentucky Foreign Language Conference no como ponente, sino en calidad de presentador de la Hispanic Poetry Review. X es un poeta cubano que cursa su doctorado en EUA. Tiene cinco poemarios y hace dos años salió de la isla, siendo invitado a la feria internacional del libro en Guadalajara, a don34


de nunca llegó, para armarse en una travesía hacia el norte que, como el sur, también existe, pero menos jodido. Hiperactivo y bohemio, X parecía movido por una insaciable hambre y sed de aventura, acaso motivada por su reciente, digámoslo así, escape del régimen castrista. X tuvo, sin embargo, el buen gusto de no hacer ningún comentario en torno al tema político. “No tengo ninguna postura política”, me dijo. Le creo. Pero, ¿no hay acaso algo político en buscar mejores condiciones de vida y, por ende, libertad de expresión? Sí y no. Mi lectura de su conducta es, en ese sentido, sesgada. Una noche en el cuarto de hotel, mientras él se divertía en un bar en el que una gringa le plantó un beso, leí su poemario publicado en Cuba, con la suspicacia de encontrar de forma críptica algún indicio que avizorara su exilio. Creí encontrarla y, cuando llegó, a eso de las tres de la mañana, le sugerí mi interpretación. No sé si fue molestia o mero celo autoral, pero automáticamente y/o ayudado por las copas, la descartó por de foul. Quizá fue mi paranoia ideológica. No hubo mujer con la que, de soslayo o abiertamente, no socializara con éxito al grado del flirteo. En la madrugada solía sonar su celular. Era una mexicana que había conocido hacía poco tiempo. Entusiasmado y pícaro, me confesó que las mexicanas eran su debilidad. Con mi semblante reflexivo rayando en lo melancólico, coincidí con él, secundándolo en su patología. Siento que, de alguna manera, fuimos las antípodas complementarias. Durante los tres días del evento, sin querer, nos perdíamos uno del otro, solo para vernos en la noche y platicarnos nuestras respectivas aventuras diarias. Él con las chicas, la hierba, el alcohol y los poemas; y yo… con Octavio Paz. Placebos 35


análogos. Al final de los tres días, creyendo que no nos veríamos y en un ataque de espíritu bohemio, X se aplicó y me hice acreedor a un poema: Olvidé pagarle sus treinta y tres dólares pero (lindo gesto) le mandé libros llegaron a su casa alborotando como una bandada de terribles palomas que picoteaban donde quiera.

La suerte quiso que coincidiéramos de nuevo. Su vuelo y el mío resultaron ser el mismo: escala en Dallas. Me pagó mis treinta y tres dólares, con los que compré un mono de peluche para una amiga y unos chocolates para mi familia. Seguimos platicando en el avión, al mismo tiempo que coqueteaba con una española casada, quien no parecía rechazarlo. El ritual moderno de intercambiar e-mails, direcciones… Así como esta, podría referir, por ejemplo, mi historia con la generosa señora de origen húngaro-brasileña-newyorkina, políglota y especialista en literatura mexicana, o con la linda chica discapacitada que trabaja para la NASA y que me invitó a cenar comida tailandesa. Fiel a mi grosero e irremediable egocentrismo, las interpreto también como mis otras amables ayudas divinas. Pero, como dice Bart Simpson, no hay tiempo para leerlas todas. Respecto a la lectura de mi ponencia, de más está decir que una vez más quise encumbrarme como el vicario de Paz sobre la tierra. Lo bueno es que, según yo, no me la creo. De University of Kentucky y el Kentucky Foreign Language Conference… ¿qué puedo decir? Grande, extremamente bien organizado. Y 36


una vez mĂĄs me ha deslumbrado la inmensa cantidad de recursos que las universidades norteamericanas destinan a la investigaciĂłn: becas, intercambios, movilidades, et caetera. Todo esto sucedĂ­a mientras mi universidad se encontraba en huelga.

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Crónica conjetural4

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o sabía nada de esa ciudad arrumbada en el norte del sureste (?) norteamericano. Pero bien podría decir que llegaría a ese pequeño complejo industrial con la fuerza de un paria indio y en el primer stand de comida de un aeropuerto a su media capacidad adquiriría, por 3 dólares, una Cada año, desde 2006, he realizado un viaje académico a algún congreso de EE.UU. Por motivos escolares y económicos, ese año decidí cancelarlo. No obstante, basado en las anteriores rutas, he escrito una crónica acerca de lo que tal viaje pudo haber sido. Así, más que ficción, tal crónica describe una posibilidad, una tentativa. Es, pues, una crónica conjetural.

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nadería alimentaria. Revitalizado después de dar todos los tragos posibles a una Coca Cola, el frío de finales de octubre me echaría en cara haberla bebido, pues, al salir del aeropuerto, un viento encontrado de las ocho de la noche me haría temblar. Me abocaría a buscar un taxi: el chofer (nigeriano o camerunés) me miraría de reojo con exótico escepticismo para después encender por instinto el taxímetro, que sumaría con precisión analógica, al llegar a mi destino, el 4.5% de taxes. Conjeturo que, al llegar a Hampton Inn and Suites, habría ciertos inconvenientes, aunque salvables, con mi reservación. Al fin, la joven recepcionista, de nariz euclidiana y talle curvo, me daría la llave-tarjeta. La habitación –ya parece que la veo– es blanca y sobria. Es una atmósfera aséptica, a prueba también de contaminación sonora y visual: apenas una Biblia de los Gedeones Internacionales en algún cajón de la cómoda, apenas un conjunto sanitario American standard en el baño, apenas un televisor negro anclado en la pared como única vía de acceso a la suciedad del mundo externo, del mundo obsceno, del mundo a secas. Habría cruzado la puerta con el semblante ajeno, pero mentalizado en el contrato del orden. Aun sacrificando cierta comodidad, seguiría la consigna puritana, paranoica, de no hacer notar la presencia del cuerpo. Una ética del viajero anónimo negado a las mínimas prácticas de personalización, empeñado en disimular su paso y resignado, sin embargo, a dejar alguna huella de mugre por ahí. Una ducha cuidadosa y reparadora me habría llevado casi hasta el sueño. Laptop en mano, me echaría a la cama para revisar Google Maps y, así, verificaría que, en efecto, estaba lejos de mi ciudad (más de 4000 kilómetros), de la cual había salido un día antes. De seguro recordaría el hecho de que 40


había sido un viaje en cuyas escalas apagué mis bostezos con tragos de agua y ojeadas aleatorias a los pocos pero densos libros que cargaba conmigo. Pensaría en la ubicación de Wake Forest University y en la ponencia que tenía que leer al día siguiente en el congreso académico. Ya serían las diez de la noche cuando, cansado y con el pecho frío, en vano buscaría con la mirada, en el techo liso y blanquísimo, alguna hendidura, cierta fisura o mancha que transgrediera ese espacio negado a otros espacios como un microcosmos de la industria turística, hasta que mis ojos se apagaran poco a poco en la quietud del sueño. Podría asegurar que, a la mañana siguiente, habría caminado al menos 45 minutos para llegar a Wake Forest University. Tendría que ambular, a veces despistada y a veces atentamente, entre la pasarela fluida de estudiantes de Babcock Residence Hall, que colinda con Reynolds Gymnasium Student, donde bien podría ver cómo el trato del cuerpo es llevado a niveles ingenieriles: a las ocho de la mañana, la disciplina del ejercicio físico es la génesis funcional de las actividades diarias. Se libera tensión temprano para generarla el resto del día y así el resto de la semana. Cuerpos ligeros, cuerpos musculosos, cuerpos equilibrados, todos entran en esa lógica serial: mover el cuerpo como un destino, como un engranaje ineludible de la vida social. Se trata de construirlo, moldearlo a fin de destruirlo en el estudio, el trabajo o incluso el ocio, aunque el verdadero estudio, trabajo y ocio es el cuerpo ejercitándose. Con artificiosa intelectualización, reflexionaría en el contraste de tal escenario frente al del Benson Hall, donde se realizaría el evento académico. Los profesores e investigadores expondrían en sus ponencias ciertas temáticas literarias y culturales, acaso la idea 41


del cuerpo, del género, de la sexualidad, mas no el cuerpo mismo; su referencia, no su referente; su formulación teórica, no su realización dada. Tendríamos desayuno continental por la mañana y departiríamos cena y vino en la noche de bienvenida. Sin duda yo testificaría en un documento como este la suerte inocua que supone interactuar cordial y hasta sinceramente con los colegas. Acaso algún amable profesor de Wisconsin, algún chair monomaníaco de la latinidad angelramana5 radicado en Georgia, algún inverosímil profesor monegaleano6 de Kentucky, alguna teacher assistant lesbiana de Florida, algún olvidable maestro y estudiante de doctorado en cierta universidad del noroeste mexicano cuyo nombre –para evitar protagonismo y sospecha de megalomanía– me es menester omitir aquí… Llegada la hora de mi presentación, de seguro habría tomado con mesura y discreción mi botella de agua. El moderador diría mi breve, brevísima, nota curricular. Le agradecería y, como quien espera no ser entendido, leería velozmente mi ponencia. Atendería dos o tres preguntas del escaso público. Se acabaría la sesión y volveríamos después de comer y de pasear por la ciudad, que nos recibiría de manera atenta, aunque Ángel Rama (1926-1986) fue un crítico literario y cultural uruguayo que, al residir en EE.UU., tuvo gran influencia en la academia norteamericana. Su visión latinoamericanista de la historia y la cultura supuso toda una tendencia que buscaba describir y explicar las particularidades de la identidad de la América hispánica. 6 Emir Rodríguez Monegal (1921-1985) fue también un crítico literario y cultural uruguayo quien, también al residir en EE.UU., tuvo gran influencia en la academia norteamericana. Sin embargo, su visión de la historia y la cultura supuso una tendencia que buscaba describir y explicar los vínculos de las particularidades de la identidad América hispánica con el espectro europeizante. 5

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con prisa moderna. Esta ciudad sería, pues, un pequeño complejo industrial que conjunta vida universitaria y exportaciones tabacaleras. Aventuraría quizá una descripción de ella. Ahondaría en su personalidad, mas, pretextando su carácter genérico, lo más probable es que me negaría a describir, salvo a decir dos o tres peculiaridades que a nadie interesan. Las sesiones se reanudarían con normalidad, sin contratiempos, con puntualidad alemana, hasta romper el hielo y socializar –es un decir– colegialmente en la cena de bienvenida. Regresaría en taxi al hotel, donde encendería el televisor. Me aburriría con los infomerciales. Se me olvidaría apagar la lámpara blanca que adorna la cómoda donde de reojo había contemplado con esterilizada piedad la Biblia de los Gedeones Internacionales. El segundo y tercer día la ducha sería incluso familiar; la ropa sucia estaría ya desordenada en la cama; la maleta, rebosando de abierta; la toalla, envuelta y húmeda. Perdería un poco las formas de la anonimia autoimpuesta. La ruta a la universidad me resultaría ya conocida. Seguiría el saludo ya amable a los jóvenes anfitriones del evento. La revisión ya tediosa del programa de ponencias. La visita solitaria a la librería, la biblioteca, el museo cultural, histórico, antropológico. La tienda de curiosidades locales. La galería. El parque. Las iglesias. La imagen plena de la ciudad. Las fotos que documentarían un viaje en toda su extensión y supuesta profundidad. De vuelta al aeropuerto, me aseguraría de traer conmigo mi pasaporte mexicano, que me serviría para tramitar en una máquina expendedora mi pase de abordar. Me formaría en la fila tras un asiático de camisa blanca y maleta Samsonite. A diferencia de los blancos, el asiático no hablaría por celular. Se 43


mostraría lento, pero concentrado en lo suyo: esperar sin más. Llegaría mi turno y obtendría mi pase. Compraría un souvenir aeropuertil para mi familia y/o alguna chica. Abordaría el avión y mis intestinos sufrirían la gravedad a partir de la elevación. El vértigo ya asimilado me haría pensar en la vuelta a casa. Primera escala en Denver y la segunda en Phoenix, donde arribaría al otoño ya más soportable del suroeste. Un autobús de una línea mexicana me cruzaría la frontera y, ya en mi ciudad, un taxi me llevaría al origen, a la terrible y seductora patria: la colonia Ley 57. Y leo en Wikipedia (“Winston-Salem is a city in the U.S. state of North Carolina, with a 2010 population of 229,617. Winston-Salem is the county seat and largest city of Forsyth County and the fourth-largest city in the state”) lo que pudo haber sido, más que una visión mental, toda una experiencia vital.

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Cr贸nicas de pies ligeros se termin贸 de imprimir en septiembre de 2014 en la ciudad de Hermosillo, Sonora, M茅xico. Cuenta con un tiraje de 400 ejemplares.






Se dice que el protagonista de toda crónica no es un sujeto ni los hechos o lugares narrados, sino el tiempo. Crónicas de pies ligeros es una muestra de tal adagio, pues –más allá de las viñetas que como trama y las pinceladas de caracteres que como personajes apenas si nos entrega– solo se ocupa del mero devenir. Como un ómnibus en marcha, atiende las paradas y los acontecimientos sin reparar en otorgarles a estos alguna preponderancia. En este librito de modesta presentación, la ligereza es destino y logra ser encarnada en la poética dispersa de un personaje improvisadamente viajero que se aboca a revelar sus impresiones más inmediatas de las cinco ciudades visitadas. Considerando esto, el lector tiene en sus manos un librito que se ubica, en términos de subgénero narrativo, en el campo tradicionalmente denominado como literatura de viajes.

Ligereza, brevedad e inmediatez vertebran esta serie de crónicas. Tales elementos se aúnan a la franca ironía del título: en la historia de la literatura occidental no hay más pies ligeros que los de Aquiles, el gran héroe de la épica griega. En Crónicas de pies ligeros no hay otra épica que la batalla contra el tiempo, que no perdona nada y que todo lo consume. Y este es un tiempo medido en horas y minutos, el tiempo irremediablemente moderno de los aeropuertos, los hoteles, los congresos universitarios. No un tiempo analógico y mítico, sino un tiempo irónico, irreversible. No hay, así, un Aquiles veloz y valeroso, sino un indolente sujeto globalizado desde México (walmartizado, se define él mismo) que, en EE.UU., será el narrador testigo de unas leves aventuras en que reinan la abulia y el humor involuntario. Dino Trajeado


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