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Anécdotas de viaje
Ampliando miras
Siempre se ha dicho, y yo siempre he sido un defensor de esas palabras, que el viajar es una de las cosas que más amplían las miras y las mentes de quienes realizan los viajes. De hecho, en el mundo anglosajón, los grandes políticos de su historia tenían a gala el “conocer mundo”. Aunque también hay que decirlo, muchas veces esas experiencias viajeras eran dentro del ejército en conflictos armados.
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De cualquier manera, tras ocho años realizando viajes familiares y escribiendo sobre ellos, sólo puedo decir que cada vez estoy más de acuerdo en que viajar ayuda a abrir la mente y expandir las miras, sobre todo entre los más jóvenes. Amén de que viajar les ayuda en la vida diaria y en la búsqueda de un futuro mejor, porque en un mundo absolutamente globalizado, el saber entender las distintas culturas es un activo muy importante.
Son muchas las anécdotas que nos han pasado a lo largo de los años en nuestros viajes por el mundo y que en gran medida han servido para que nuestros hijos entiendan la gran diversidad cultural que hay, y que muchas veces, los “raros” somos nosotros. Porque el concepto de “raro” o “diferente” está en función de la cultura imperante de donde estés.
DIFERENCIAS GASTRONOMICAS
Cuando vas al extranjero, una de las cuestiones que más anécdotas puede suscitar, es el tema de la comida y las diferentes formas de preparar los alimentos. Hace algunos años fuimos a Turquía por primera vez. Es curioso, pero un país con tanto mar, es sobre todo carnívoro. A excepción de cuando fuimos a un barrio de pescadores en Estambul, la mayor parte de las veces nos pusieron carne. Nosotros somos de una ciudad costera en la que se come mucho pescado. Nos gusta la carne, pero estamos habituados a que todas las semanas un par de veces comemos pescado frito o a la plancha. Tras seis días en Estambul y otros lugares, ya estábamos un poco hartos de carne, sobre todo mi mujer. Así que cuando pusimos rumbo a Antalya, que es un enclave turístico de costa, pues nos dijimos, ahora toca pescado. Llegamos al hotel, y cómo íbamos a hacer reportajes, el director del hotel nos ofreció gratis el que comiéramos en el restaurante “caro” en vez de usar el buffet. Pues perfecto. Lo malo era que nadie hablaba, no ya español, sino ni un correcto inglés, así que las cartas del menú estaban en inglés, pero sin explicar lo que llevaba cada plato. Para no tener problemas, pues pedimos para compartir de primero una Ensalada especial de la casa, y como no había pescado ese día, sólo marisco y el colesterol tenía que cuidarlo, pues un steak tartare, que eso no hay forma de que se haga distinto de un país a otro. Cuando llegó la “Ensalada”, mi mujer se quería morir, era Lechuga, Tomate, Cebolla, Mayonesa y algo así como un kilo de tacos de ternera especiada. Con tan mala suerte de que en ese momento llegó el director del hotel que quería invitarnos también a la mejor botella de vino que tenía en la carta. Así que no tuvimos más remedio que comernos DOS platos de carne. Muy gracioso de contar, pero si no llega a ser por la botella de vino (y siguiente), no hubiera habido forma de comerse tanta carne.
POR AMABLE
El Ramadán es una festividad musulmana que prohíbe a los creyentes de esa fe comer o beber nada mientras que el sol brille. Cada año la fecha varía unos días, por lo que dependiendo del año, será un mes u otro, y consecuentemente, habrá más o menos horas de sol, prohibición, que respetar. No es lo mismo que Ramadán caiga en julio a que lo haga en diciembre. Nosotros fuimos a Marruecos hace un par de años, y Ramadán cayó en julio. Y decir julio en Marruecos es mucho decir. Como conducir por Marruecos es una locura, y es algo que desaconsejamos fervientemente, pues decidimos que en vez de alquilar un coche, pues alquilar un taxi con conductor y que él nos llevara. Una de las consecuencias del Ramadán es que la gente al caer el sol sale a comer y festejar que ya se puede comer y beber, por lo que se acuestan muy tarde y están muy cansados por la mañana. Tuvimos el mismo taxista varios días, porque era un tipo que hablaba perfectamente español, era educado y hacía muy bien su trabajo de llevarnos y explicarnos las cosas. El último día, nos recogió en un coche suyo 4x4, para ver más cosas que requerían ese tipo de vehículo. Esa mañana, yo lo vi más cansado, y le pregunté. No había dormido nada. Así que me ofrecí a conducir yo. Era un trayecto largo y sin coches. Además, con el gps no había pérdida. Así que me lo agradeció y yo conduje casi dos horas. Cuando se despertó, me lo agradeció muchísimo. Cuando ya estábamos llegando al hotel, se puso el sol. Y nuestro amigo, lo primero que hizo fue parar a comprarnos unos refrescos y comida para nosotros y para él. Lo malo es que el “refresco” era una botella de Coca-Cola reutilizada con un zumo hecho “en directo” y contemplado por un millón de moscas. Nos quería invitar porque “éramos sus amigos”. Así que era desairar a alguien muy amable o afrontar una gastroenteritis. Afortunadamente las moscas debieron de matar a los microbios y no nos pasó nada.
EN UN BARQUITO CHIQUITITO
Hace algunos años una compañía naviera que ya no existe, nos dio un viaje de prensa en uno de sus cruceros. Para que contáramos cómo había sido nuestra experiencia. Era un crucero navideño que salía desde Málaga y que iba hasta Canarias y Madeira. La verdad es que la cosa pintaba bien, ya que saldríamos del frío y sería una experiencia bonita. A mis suegros eso de que su niña y sus nietos se aventuraran por el Atlántico en pleno invierno, no terminaba de convencerles, máxime teniendo en cuenta que el barco en cuestión no era grande. Como no cuesta trabajo preguntar, le pregunté al relaciones públicas de la naviera, acerca de si un barco que no era muy grande en medio del Atlántico sería seguro, fiable y estable. Me respondió que el barco era superseguro, que de hecho, había sido el barco que había chocado con el famoso “Andrea Doria” hacía muchos años, y que no habiendo sufrido ningún daño, había hundido al gran trasatlántico. No es que fuera la respuesta que uno espera al preguntar acerca de la seguridad del barco, pero bueno, era una forma de decir que el barquito en cuestión es difícil de hundir.
Investigando un poco, descubrí que el crucero en el que me iba a embarcar, en realidad había sido concebido en un principio como un destructor o acorazado para la Segunda Guerra Mundial. De hecho, un amigo que encontré también viajando en el barco y que es capitán de artillería, me dijo que el barco era de acero brutal, que para hundirlo a cañonazos haría falta un montón. Con todos estos antecedentes, pues tanto mis suegros, como nosotros, nos quedamos muy tranquilos, y nos dispusimos a disfrutar de lo que era nuestro primer crucero navideño. A las pocas horas, cuando ya habíamos dejado atrás Gibraltar, el mar empezó a encresparse, y yo a entender cómo en las viejas películas bélicas que veíamos de niño, los barcos de guerra desafían las tormentas, pero el Capitán suele tener una silla con amarres. Cuando todo aquello empezó a moverse, y las olas se podían ver saltando por encima de la ventana del comedor durante la cena, por mucho que mis hijos estuvieran muy divertidos viendo cómo las olas saltaban y los camareros parecían que estaban bailando con las bandejas de un lado a otro, la verdad es que pasamos un rato regular.
La moraleja de todo esto, es que si los cruceros son barcos muy grandes y hay diferentes temporadas y rutas, es porque hay un motivo. No se trata de cosas arbitrarias. Mi familia aprendió que si queremos disfrutar de un crucero, lo mejor es confiar en las grandes compañías con barcos grandes y que no se mueven con las olas.
DE CHISTE
Todos recordamos el famoso chiste de Gila acerca del camarero con una espina en el dedo y la sopa calentita. O las leyendas urbanas acerca de que una almeja sirve para cinco paellas en muchos chiringuitos de playa. Pues en Centroeuropa, viví algo similar. Mi mujer, como casi todas las madres, aunque estén a miles de kilómetros de su casa, interpreta que lo mejor para un niño es “una sopita” o un “pucherito”. Sin tener en cuenta los ingredientes y/o especias que son típicos de cada país. Así que, ni corta de perezosa, le pidió al camarero un sopita, no muy caliente, por favor, y que fuera suavita. A los diez minutos, apareció el susodicho camarero, con un plato humeante. Algún antepasado suyo debió de ser encargado de preparar el aceite y plomo hirviendo para arrojar a los atacantes de algún castillo. Porque la sopita no tenía nada que envidiarle en cuanto a temperatura. Además, el rojo chillón y el fuerte olor a pimienta y pimentón echaba para atrás. Tras unos minutos de espera, mi hijo tomó un sorbo con su cuchara. Nosotros somos de los que no dejamos que nuestros hijos tiren la comida. Así que ante su negativa a comerse eso, la probamos nosotros.
Estaba equivocado, el camarero, a pesar de su aspecto completa y genuinamente centroeuropeo, debía de descender de los aztecas. Porque aquello picante hasta decir basta. Ante la absoluta falta de atención a nuestras peticiones de “suavidad” y “temperatura”, mi mujer y yo optamos por dos vías. Ella llamó al camarero para devolver la sopa, y yo me levanté para hablar con el encargado. El encargado, muy amable, charló conmigo en una mezcla de inglés y español y se disculpó. En medio de la conversación, vemos como el camarero recoge la sopa, se la lleva, chupa la cuchara, y ¡¡¡la sirve en otra mesa!!! Yo esperaba que el encargado abroncara al camarero o al menos disimulara. Lo único que hizo fue mirarme con cara de “me has pillado” y decirme que estaba invitado a comer. Pero sin demostrar vergüenza, sólo la contrariedad de que lo había visto. Para evitar males mayores, hasta que estuvimos a 100 metros del restaurante no le expliqué a la familia el motivo por el que nos íbamos sin terminarnos el segundo plato.