Del análisis a la inteligencia Recorrido histórico para analizar el origen de los nacionalismos
por RAMIRO VILLAPADIERNA* «¿Es Radio Yerevan? ¿Cuál es su pronóstico sobre el futuro?», decía un viejo chiste soviético sobre las identidades: «Mire, querido oyente, lamentablemente sabemos cuál va a ser nuestro futuro. Lo difícil es saber el pasado, pues cambia todo el rato». Cuando media Europa era tan incapaz de lidiar con el presente de sus ciudadanos, por no hablar de su futuro, hallaba consuelo creando éxitos en el pasado a golpe de lápiz y borrador. ¿El desorientado urbanita moderno ha partido ahora en una nueva búsqueda de un pasado mejor? En política el «recurso al nacionalismo es en sí una derrota», decía en la peor época de Serbia la gran activista Latinka Pérovic: Cuando no puedes ofrecer un futuro mejor, puedes ofrecer un pasado más bonito. Y el antes autosatisfecho Occidente apenas puede hoy ofrecer algún nuevo éxito a sus ciudadanos. Se cita como paradójico el que desde 1945 los países de Europa hayan trabado cada vez vínculos más estrechos, por miedo a los conflictos nacionales; y, cuando estos parecen olvidados, se vuelva alegremente a ellos, aun a costa de vínculos ya madurados. Pero tiene sus explicaciones: los estados se han debilitado compartiendo soberanía y hasta moneda, las empresas se han fortalecido, las regiones ocupan espacios abandonados y se inflan de autoestima; al tiempo se ha instalado un sentido de insolidaridad general entre el norte y el sur y los populistas rebrotan por las esquinas; una tormenta perfecta que Der Spiegel ha calificado como «la era del nuevo egoísmo». Regiones más holgadas cuestionan ya abiertamente el concepto de solidaridad, en Bélgica, Italia, España o Reino Unido pero «cuentan con permanecer, no obstante, en las ventajas de la Unión Europea». Por molesto que sea, bueno es retener que, mientras las pequeñas grietas minan la convivencia, lo que desploma todo es cuando la estructura del edificio se mueve: ¿Y está Europa preparada para el naciente egoísmo… alemán? Sobre los nuevos independentismos, el PEW Center concluye que el referéndum escocés ha constituido, a todos los efectos, un caso único: por darse en uno de los
tres o cuatro «viejos estados occidentales», por su impecable desarrollo sin trampa, por su resultado negativo y por el rápido abandono de su propiciador. Futuro europeo Pero el ejemplo ha azuzado otros centrifuguismos, desde Frisia, Cataluña o Flandes, a Texas, Taiwan o el inestable Kurdistán. Ha nacido un «New IRA» en Irlanda del Norte que pide «proseguir la lucha», aunque los sociólogos ven un eco, tan escocés como de recesión económica. Un estudio del Protection Group International cree hasta poder imaginar un futuro europeo de confederación de ciudades poderosas; a la antigua. ¿Pero porqué regiones preclaras como Borgoña, Baviera, Venecia, Sajonia, Alsacia, Tirol, Silesia, Lusacia, Normandía o Aquitania, no barruntan emancipaciones y otras sí? Los renanos, solos, tienen más poder económico que casi todos los estados de la ONU. Lo cierto es que ser un país de éxito, o no, une más que muchas historias; así se han mantenido, pese al declive global, el Reino Unido, Francia, y hasta la pimpante Italia, pese a la pasaje de la Lega Nord; a Alemania, que estuvo a punto de disolverse tras 19145, le salvó el éxito y la nueva identidad democrática, que Habermas llamó el patriotismo constitucional; esa idea, que intentó importar el presidente Aznar, para reeducar a la generación de la transición y que tanto molestó a PNV y CiU. Ralf Dahrendorf opinaba que Alemania, Francia o España tienen un problema con el liberalismo, que no lo tienen el Reino Unido o Italia; interesante hubiera sido que viera el referéndum escocés. En el torbellino de los 90, las antinacionalistas «Mujeres de Negro» de Belgrado solían extrañarse de que hubiese un solo país en Europa donde, no sólo hubiese partidos con el adjetivo «nacionalista», sino que tuviesen tal seguimiento popular: «Siempre nos extrañaba eso de España», subrayaba la tan valiente entonces Staša Zajević. En el País Vasco, observaba asimismo la ministra austríaca de Exteriores, era reelegido desde hacía décadas el «único partido que fue fundado básicamente sobre ideas anti-inmigrante». Los nacionalismos despoblaron Centroeuropa de artistas y pensadores, de Marlene Dietrich a Ralf Dahrendorf En decenas de conversaciones de café o comisaría, por la siempre latente Europa Central, se me ha inquirido durante décadas sobrecomparaciones entre albaneses y vascos, croatas y catalanes, etc. La obligada primera pregunta era “de dónde era”; la respuesta era la sorpresa de que en occidente nacer en un sitio no implica pensar de una manera ni tener derechos distintos. Los nacionalismos no necesitan elementos comparables —salvo la sensación de herida— para emularse en su operativo psicosocial. Kershaw y Fulbrook demostraron que el propio Hitler lo copió todo: del estado flaqueante a la crisis alienante, la autoexaltación, el arcano imaginario, el enemigo en casa y el espacio vital. Todo lo cual supone un desgaste insufrible para la laboriosa sociedad burguesa, que ve minados sus mejores rasgos: la invididualidad, la eficiencia y el confort.
En el día después de la independencia, el del anticlímax, vivido a largo de una decena de países de Eslovaquia a Macedonia, ya no hay tiempo para reinventar esos valores burgueses: Falta reescribir todo, trazar líneas, limpiar lo propio, reclamar lo ajeno, atacar al intelecto, reestabular al individuo y barruntar otro espacio vital, ninguneando al vecino. Y así por dos generaciones. «Nadie supuso cómo afectaría a los niveles de salud de la población», observa un embajador de Croacia, «y es tu vida de hoy; no se cura con un sueño secular». Según la sanidad croata, el trauma se observa hasta en el auge del cáncer en estas décadas. Nunca se gana Pese al hechizo, son procesos tan arduos que el viejo opositor serbio Bogdan Bogdánovic acusaba a Milósevic de necesitar una guerra para hacer digerible a la gente el fin de su país de infancia. Bajo la venenosa oratoria romantizada, siempre se trasluce el moderno miedo al cambio, al otro extraño (Bauman) y un ansia de poder: Los líderes quedarán largo tiempo anclados. Janez Janša, factótum de la «ejemplar» independencia eslovena, está condenado a cárcel tras 24 años en el poder. El historiador Tony Judt decía, abogando por «vivir con propiedad», que una sociedad «bien organizada es una que sabe la verdad colectivamente, no en la que cada cual se dice mentiras satisfactorias sobre sí mismo». En guerras o separaciones no se gana nunca, «al igual que nadie puede ganar un terremoto», diría la legendaria pacifista Jeanette Rankin: Haydestrucción física, social y espiritual que no se cura con territorios, indemnizaciones ni con bastantes años. Y los exilios que propician salen caros: los nacionalismos despoblaron Centroeuropa de artistas y pensadores, de Marlene Dietrich a Ralf Dahrendorf; grandes del pensamiento social, político o filosófico son ya de otros: Popper, Isaiah Berlin, Hayek, Marcuse, Benjamin, Mannheim o Horkheimer;
economistas como Schumpeter o Friedman, autores como los Mann, Köstler, Márai, Haffner, Roth o Zweig; y Gombrich, Lukács o Simmel y el propio Freud; y luego Adorno o Habermas. De un plumazo, Europa perdió su preeminencia en el mundo y posiblemente ya no vuelva a recuperarla. Minusvalorar, sin embargo, las nuevas pulsiones nacionalistas, como emocionalismo irracional, es un error, según los expertos: no deja de haber, en todos los casos, un argumento razonable: la eliminación del intermediario, tan buscada a otros niveles. La tensión en el estado-nación se produce entre términos -territorio y pueblo- que han evolucionado hasta descuadrarse; el estado tira hacia una integración superior, ante problemas cada vez más suprarregionales (eficiencia); mientras la gente recupera una integración inferior, que mejor refleje la identidad común (representatividad). En medio, el viejo aparato parece un intermediario molesto. Ante el dominó nacional desde 1989, con el fin del socialismo como «super yo» aglutinante, politólogos y agencias internacionales aquilataron ciertas razones para la emancipación: colapso del estado precedente, socavamiento insostenible de derechos humanos, funcionalidad del estado separante, pleno respeto a los grupos ciudadanos y pleno respeto hacia, y consenso por parte de, los vecinos. Los estados emergentes de Yugoslavia, la URSS o, en menor medida, Checoslovaquia partían del primer supuesto: disolución de la identidad (socialismo) y desintegración del aparato que la sustentaba. Aun citada como «divorcio de terciopelo», Checoslovaquia no vio el terciopelo sino el divorcio impuesto y «una tristeza permanece» 22 años después, dice la autora Markéta Pilatová. «El principal acuerdo checo-eslovaco fue, curiosamente, no consultar en ningún caso a la gente», recuerda el corresponsal de RFI Laurent Coulon; «no se ha superado del todo», dice el ex ministro checo Ivan Pilip. «Por el mundo, siguen considerándonos checoslovacos», dice el ex ministro eslovaco Milan Kñazko, nacionalista de aquella hora. Para muchos, lo importante fue hacer «como si no hubiera cambiado nada» y hoy surgen hasta iniciativas de «recuperar el prestigio de la marca comercial made in Checoslovaquia», dice Karel Alois Podstatzký. Pero la modernidad tiene su impotencia: Ignatieff cita el caso de Yugoslavia, donde la lección es que una sociedad cívica —aparte su juventud y errores— no tiene fuerza para oponerse al abuso de las voces etnicistas y suprematistas, una vez que perdida su capacidad para mantener el orden, institucional y en la calle: «la mano invisible de la sociedad libre de mercado no puede sustituir a la espada de la magistratura…». Entonces, ¿podría doblar la mano, Twitter, al aparato del estado, a un parlamento democrático o a una potencia nuclear? El intelectual Adam Michnik reconoce, a raíz de repuntes de chauvinismo en Polonia, que en Europa se enfrentan dos concepciones, “la del egoísmo nacional y la del interés nacional al través de la integración. Creo que está triunfando éste, que dará a los polacos la posición fuerte que ansían en la UE”. La elección de Donald Tusk como presidente del Consejo Europeo avala esta vía, frente a la década de patrioterismo de los Kaczyński, acreedor de la historia. Aparte están las afrentas inveteradas, a lo que ayuda lo que los serbios llaman “la memoria como refundición constante del pasado”. En viejas conversaciones de
café, con un viejo europeo que hablaba de media docena de lenguas del Este y el Oeste, conocía Europa palmo a palmo, fue eurodiputado dos décadas, estuvo condenado a muerte por Hitler y nació para ser el último emperador, aprendí a no hablar nunca de mayorías o minorías”¿Respecto a qué?”, se preguntaba, quien nació entre 15 nacionalidades, 12 lenguas y 7 confesiones. Culturas con fronteras La vida de los grupos culturalmente grandes o pequeños no es la misma y, para los últimos, suele suponer un desgaste, pues ambos se le solapan: no están tras una puerta. La gestión de esas identidades aporta éxito o frustración a la persona y comunidad: quien lo ve un trampolín lo disfruta distinto que quien siente vértigo, no sabe saltar o ni ve el trampolín, explicaba Ernest Gellner, un checo britanizado y autoridad en formación de identidades. Sin mérito alguno por nacer en grupo grande o pequeño, hay rasgos que fijan idiosincrasias, como las de rico/pobre: el primero se siente más cómodo y es poco matizado al no verse obligado al contraste: puede resultar ignorante, cuando no arrogante, pero su hígado sufre menos. En el pequeño, el tesón ha impreso un carácter; que puede entrañar narcisismo y resentimiento; puede ser más versátil y sensible, por hallarse calzado en un entorno múltiple, pero malgastar el tiempo comparándose. Todo es actitud: quién toma las diferencias, curioso y a manos llenas, y quién competitivamente; y quien, como previno Isaiah Berlin, cae en el «narcisismo de las ínfimas diferencias»; que es algo explicable, según el pensador Michael Ignatieff: «las ínfimas» son las que se diluyen; y por darwinismo desaparecen culturas todos los días. Minusvalorar las nuevas pulsiones nacionalistas, como emocionalismo irracional, es un error Visto esto, y su valor fiscal, ya desde mediados del siglo XIX, el modo de poner coto a Darwin fue definir y encastillar las culturas en fronteras, con escuelas distintas y la recaudación para casa. Los 100 millones de muertos no fue un buen resultado, pero el siglo XX cree haber salido curado. Aunque el polaco Michnik, en coincidencia con el citado Habsburgo, alerta que nada está ganado: no es la primera vez en que se invierten las ruedas de la historia. El atractivo del nacionalismo para Ernest Gellner, que fundó el Centro de Estudios sobre Nacionalismo en la Universidad Carolina de Praga, es que ofrece un sentido común al «hombre modular» moderno. Mostró que antes de que tuvieramos máquinas no era necesario el nacionalismo, pues éste, que hoy lo parece todo, es sólo una necesidad técnica de la sociedad moderna. Conversamente, austríacos, españoles u otomanos pudieron seguir siendo, tanto tiempo, más variados que otros nuevos estados occidentales y no se les ocurrió tener ni himno.
La escuela nacional es la herramienta para educar en esa identidad, lengua y valores comunes. Nada lo ejemplifica más drásticamente que las matanzas en los Balcanes, a principios del XX, por el control de las escuelas parroquiales, pues de ellas saldría el nuevo ciudadano búlgaro, serbio o griego. Correspondientemente, en los 90 pudo verse cómo, de algo salido casi de la nada del colapso yugoslavo, nuevos escolares lagrimeaban poco tiempo después ante el nuevo himno: les dio nombre y lugar, en medio de la alienación y la anomia. Electorado desestabilizado Junto a los regionalismos, hay otros nacionalismos en curso y el principal es el que está operando, eficientemente, el islamismo. Pero también el «putinismo» y otras variantes orientales de «libre mercado autoritario», compiten por el alienado urbanita ocupan nichos abandonados por la sociedad occidental: esfuerzo, disciplina, autoridad, una visión moral compartida. Al grupo grande, Gellner avisó que le sucedería lo que se ha visto en los Balcanes y, hoy, con Putin o el Estado Islámico: Los viejos estados tendrán problemas para defender lo suyo; lo que antes amaron, pero ya sólo transmiten: Es difícil levantarse de la playstation para ser soldado; en toda herencia falta el elemento de cohesión de que no te quiten lo logrado. Eso explica la nueva arrogancia de estos movimientos ante la vieja Europa. La escuela nacional es la herramienta para educar en esa identidad, lengua y valores comunes El politólogo Dominique Reynié ve crecientemente un electorado desestabilizado existencialmente, confuso de su pertenencia, ansioso por adónde se dirige su país y por si sus dirigentes son o no capaces de hacer algo. Ante esto, el inglés Nigel Farage (UKIP) exigiendo «we want our country back», o Wilders clamando por
«menos Europa y más Holanda», o el «Espanya ens roba» de Junqueras, aportan una ilusión de simplicidad. Y hay otras máscaras: el recobrado orgullo alemán, el que Patrick Bahners ve bajo la propagación del miedo al Islam, que incorpora mensajes, antes de la extrema derecha; la croata Ines Sabalić añade el giro de «los anti-corrupción»; y Obama y el británico Miliband han recuperado sin complejos el «new nationalism» paternalista de Roosevelt. En «Cartas a Hitler», Henrik Eberle recuperaba miles de cartas de ciudadanos que, viviendo en incipiente democracia, se enamoraron del nacionalismo con solo una crisis de por medio: «El año antes del crack financiero, sólo un 2,6% votó al partido Nacional-Socialista; 5 años después lo sentaban en la cancillería con un 37,4%». Y el historiador Götz Aly recuerda en El Estado popular de Hitler cómo «el nacionalismo sobornó» a una sociedad rota y subvertida por la posguerra y el rencor, con promesas ideales, de grandeza, y beneficos contantes. Roger Cohen, que cubrió el comienzo de la guerra en Sarajevo para elNew York Times, ve coincidir una «crisis global por arriba» y un «cálido sentimiento comunal por abajo». Como dice Tom Wolfe: «Volvemos a nuestra sangre. La religión desfallece, pero la gente tiene que creer en algo, pues sería intolerable mirarse al espejo y confesarse: ¿por qué aspirar a nada? sólo soy un átomo aleatorio en un supercolisionador llamado Universo». Así que el miedo propulsa a ése átomo aleatorio a «envolverse en banderas olvidadas y, ahora sí, unirse a 800 millones de ciberconectados bailando el Gangnam Style». Pero recordando ahí la responsabilidad del líder, el filósofo Isaiah Berlin, advertía: si «el intelectual prefiere las ideas interesantes a las ciertas», el político sólo puede usar las aplicables y descontando siempre los daños.
Y además:
Identidad de lujo Nacionalismo vs patriotismo * Ramiro Villapadierna es director del Instituto Cervantes de Praga y es un reportero especializado en Centroeuropa