De Moscú a Riga
Habíamos debatido varias veces en las últimas semanas si comprarlas o no. Finalmente, en Bélgica nos decidimos a comprarlas. Parecíamos niños con juguetes nuevos; mejor dicho, bicicletas nuevas. Las obtuvimos con la convicción de que recorrer con ellas las ciudades iba a ser mucho más fácil: la gran mayoría de las ciudades europeas están adaptadas para circular en este medio de trasporte. Eran bicicletas plegables, al ser más pequeñas que las bicicletas comunes no ocupaban mucho espacio dentro de la camioneta. Además podríamos ir a muchos más lugares, nos cansaríamos menos que caminando y ahorraríamos en los pases del transporte público. A las cinco de la tarde partía el tren que nos llevaría desde Moscú a Riga. Llegamos en caravana: éramos seis jóvenes con rasgos sudamericanos, montados en bicicletas, cargados con mochilas y tapados por bolsos. Por supuesto que la gente nos miraba como si fuésemos bichos raros. En Rusia no es común que la gente utilice la bicicleta como medio de transporte y menos que se viaje con ella en el tren. Nos pusimos en la fila para abordar el tren. Teníamos por delante un viaje de catorce horas desde Rusia hasta Letonia, esperábamos llegar al amanecer. Durante la espera, observábamos el procedimiento que la gente realizaba para subir: llegaban con su equipaje y con el boleto y el pasaporte en la mano; al llegar su turno frente al oficial, presentaban los documentos y abordaban el tren sin más rodeos. Finalmente llegó nuestro turno de hacer lo mismo. El oficial era un hombre de unos cincuenta años, con la cara larga y los ojos claros y pequeños. Panzón y robusto, tenía expresión de pocos amigos y una mirada de estrictos procedimientos. La camisa blanca, el pelo blanco y la tez blanca. No pronunciaba ni una palabra en inglés y mucho menos en español. Pero logró hacerse entender para dejar en claro que de ninguna manera podríamos subir al tren con las bicicletas en ese estado. Por medio de un gesto similar al paso de la “Macarena” intentaba transmitirnos que debíamos envolverlas en cartón o algo semejante. Con los brazos en forma de cruz y agitando la cabeza de lado a lado, nos negaba el ascenso en esas circunstancias.
Nuestra reacción no se hizo esperar. Comenzamos a explicarle que habíamos llegado a Moscú en un tren igual al que se encontraba frente a nosotros en ese momento y que no habíamos tenido ningún problema. Le enseñábamos todos los sellos que teníamos en los pasaportes, todos los países que habíamos visitado y habíamos tenido ningún inconveniente. Poco le importaba nuestra explicación (además de resultarle inentendible), así que continuaba recibiendo al resto de los pasajeros. Algunos hablaban con él y nos dimos cuenta que le solicitaban que nos dejara subir. Tras insistir sin obtener resultados, el nerviosismo nos congeló a un costado de las vías con los pasajes en la mano y las bicicletas a un lado. En Letonia estarían aguardando por nosotros a la hora acordada aquellos compañeros que no visitaron Moscú. Comunicarse con ellos para avisarles que nos demoraríamos no era tan fácil como sacar un celular y enviar un mensaje de texto: nunca se sabe con certeza qué llega y que no. Además, claro está, de que la reserva paga del hostel no esperaría por nosotros sin cobrarnos el retraso. Habían subido todos al tren menos nosotros y las benditas bicicletas. Ante nuestra persistencia y perseverancia a un lado del tren, el robusto y blanco oficial decidió comunicarse por walkie-talkie con uno de sus compañeros que no solo era más joven sino que, aunque de manera muy vaga, algo de inglés hablaba. Las dos partes le presentamos la situación. El veterano trabajador ferroviario continuó con su profunda negación hasta que el empleado más joven consiguió que pudiéramos consultarle al jefe de ambos si era posible que tal situación pudiera tener una feliz excepción. Estábamos expectantes por la resolución que se pronunciaría a través del chirriante aparato. La ansiedad y los nervios nos cosquilleaban el estómago y la garganta. ¿Qué haríamos si no tomábamos ese tren? Estábamos en el medio de un país que no conocíamos y pidiendo una excepción que estaban en todo su derecho de no otorgarnos. De repente, por un segundo lo único que se escuchó en el mundo fue algo que semejante a: “не проблема, они не могут придумать велосипедов”. El oficial miró nuestros pasaportes y con la mirada frustrada se hizo a un lado. Con las primeras luces de la mañana llegamos a Riga.