OBRAS GANADORAS CONCURSO LITERARIO UC 2017
Organizado por la Direcciรณn de Asuntos Estudiantiles de la Pontificia Universidad Catรณlica de Chile
© Pontificia Universidad Católica de Chile Dirección de Asuntos Estudiantiles Vicuña Mackenna 4860, Macul, Santiago, Chile Derechos reservados Primera edición, noviembre 2017 Dirección editorial Macarena Maldonado A. Edición general María Soledad Cruz P. Esteban Campos G. Diseño Pampa Estudio Impreso por Salesianos Impresores S.A. General Gana 1486, Santiago, Chile. Prohibida su reproducción
OBRAS GANADORAS CONCURSO LITERARIO UC 2017
AGRADECIMIENTOS
En esta edición, queremos agradecer a cada una de las personas que durante estos catorce años han aportado, de una u otra forma, a este espacio creativo y de participación estudiantil. De manera especial, extendemos estos agradecimientos a María del Pilar Collazo, quien desde la Dirección de Asuntos Estudiantiles ha sido una pieza clave en la ejecución de este Concurso Literario UC, buscando instalar un sello diferente cada año, y siempre apostando a que esta instancia convoque a la comunidad universitaria. Asimismo, agradecemos a Cinthya Castañeda su compromiso, creatividad y alegría en cada proceso del Concurso en los que participó y, en especial, en cada publicación que editó junto a este equipo, en versiones anteriores. Ambas recibirán este libro como símbolo del cariño de parte de toda la Dirección de Asuntos Estudiantiles, y como expresión tangible del inmenso mundo de posibilidades que nos permite la Universidad, como lugar de aprendizaje y crecimiento.
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PRÓLOGO
“Siempre hay espacio para una historia que puede transportar a la gente a otro lugar” J.K. Rowling
Con el paso de los años, el Concurso Literario UC se ha convertido en una tradición dentro de nuestra comunidad. Se trata de un espacio que desde el año 2004 ha convocado a todos los alumnos, sin distinción de carrera, año o programa, a presentar sus creaciones literarias, aquello que su imaginación les susurra y ellos, con su talento, han decidido expresar en cuentos y poesías. Como Dirección de Asuntos Estudiantiles, nos llena de orgullo organizar esta instancia de participación universitaria por el entusiasmo que despierta en los alumnos, la calidad de las obras recibidas y la profundidad de cada uno de sus mensajes. Con esta publicación, queremos compartir una selección de los mejores cuentos y poesías recibidos en esta versión 2017, y darlos a conocer al resto de la UC. El tema de este año fue la
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frontera, por lo que encontrarán obras que abordan esta temática desde distintas aristas, las fronteras que nos enseñan, las que nos dan identidad, las que nos unen, pero al mismo tiempo, aquellas que nos separan y discriminan. Esperamos que al leer este libro, alumnos, académicos y funcionarios, puedan disfrutar y vivir las emociones que estos autores quisieron transmitir. Finalmente, agradecemos a cada uno de los estudiantes que se atrevieron a plasmar en historias y creaciones líricas, su arte e imaginación. María Soledad Cruz Directora de Desarrollo Estudiantil Pontificia Universidad Católica de Chile
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C UE N TOS
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EL MURO
P OE S ÍAS
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G UA R DA BOSQ U ES
Primer Lugar
Primer Lugar
Rodrigo Schumm Rúckholdt,
Gustavo Jara Altamirano,
Magíster en Historia
Agronomía
ENTRE ESTAC IONES
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PA SOS
Segundo Lugar
Segundo Lugar
Camila Martín-Arranz Chappuis,
Felipe Cisternas Pennaroli,
Agronomía
Antropología
LA REINA
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AL LÍMITE
Tercer Lugar
Tercer Lugar
Marisol Gómez Sánchez,
Joaquín Miranda Puentes,
Medicina
Magíster en Letras, mención Lingüística
RELATO EN LA CIUDAD HOSTIL
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L A M U ERT E D EL I N CA
Mención Honrosa
Mención Honrosa
Sofía Navarro Klenner,
Cristóbal Robinson Leiva,
Magíster en Educación
Derecho
LA MARCHA DEL SILENC IO
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A Ú N Q U EDA M U C H O PO R V I V I R
Mención Honrosa
Mención Honrosa
Álvaro Larraín Álvarez,
Jeyver Rodríguez Baños,
Psicología
Doctorado en Filosofía
VOLVER A SER
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CA RTO G R A F Í A D E M I S F RO N T ER A S
Mención Honrosa
Mención Honrosa
Luis La Corte Castro,
María Alexandra García Pérez,
Historia
Doctorado en Nerurociencias
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CATEGORÍA CUENTOS
el muro Primer Lugar Rodrigo Schumm RĂşckholdt MagĂster en Historia
Rodrigo Schumm Rúckholdt
el muro
aquella distancia, el Muro era apenas una línea que se alzaba blanca y continua sobre la ardiente extensión del desierto. Era difícil hacerse una idea de cuan alto era, pero su extensión era tal, que si uno movía la cabeza de derecha a izquierda podía ver cómo se perdía más allá de ambos horizontes. El aire vibraba por el calor que se levantaba de la arena y daba la impresión de que la pared se retorcía como una colosal serpiente, blanca e inacabable. La temperatura era insoportable y antinatural, pero eso no tenía nada de inusual. Últimamente, siempre hacía calor. Todos los animales se habían sancochado o huido años atrás, por lo que el desierto era un páramo inhóspito, salvo por una única alma que se arrastraba penosamente. El hombre se detuvo un instante para sacar la botella de su mochila y beber un sorbo de agua caliente. Su avance era lento, ya que sentía que el corazón le iba a explotar dentro del pecho y cada cierto tiempo tenía que detenerse, esperar a que su corazón se calmara y continuar. Muchas personas más jóvenes que él estaban muriendo en la ciudad durante las olas de calor y él ahí, un viejo cruzando el desierto, tratando de llegar a la frontera. Mientras esperaba a que su ritmo cardíaco bajara, el hombre pensó en lo rápido que había sucedido todo. En un momento estaba todo bien y, al siguiente, todo se había ido al carajo, recordó. Luego tuvo que reconocerse a sí mismo que se lo habían advertido, pero no había querido escuchar. De todas formas, no es que hubiera podido haber hecho algo, se aseguró, y volvió a quedar en paz. Su corazón se había calmado. Ya podía reemprender la marcha. Su mente siguió tratando de rearmar el puzle del pasado y ordenar los eventos. Era difícil saber qué había empezado primero: la guerra civil o las catástrofes naturales. ¿Quizás iban de la
mano? Recordó un reportaje que le habían urgido leer tiempo atrás sobre el cambio climático y la guerra en Siria, o algo así. Definitivamente, había sido en algún país del Medio Oriente. Fake news, había dicho, y con eso había zanjado el tema. El hombre alcanzó el Muro antes del atardecer. La pared monocroma de 10 metros de alto, casi tan lisa como el mármol para que los inmigrantes resbalaran si trataban de treparla, era ciertamente imponente. La mayor parte del Muro tenía alambre de púas en su parte más alta y las inmediaciones estaban militarizadas, atrincheradas y regadas con los cadáveres de hombres, mujeres y niños que habían fracasado en su intento de cruzar la frontera. Pero no esta sección. Existen dos tipos de inmigrantes ilegales: los pobres y los ricos. Cada uno tiene sus propios métodos para cruzar la frontera. Los pobres mueren de deshidratación en el desierto o son secuestrados por bandas de delincuentes que los reducen a esclavos; de los que llegan más lejos, la mayoría termina acribillado a pocos metros del Muro. Pero unos pocos logran cruzar de vez en cuando, milagrosamente. Los ricos e importantes, en cambio, tienen inmunidades y salvoconductos y sobornos y asilo político y favores que cobrar y devolver. El hombre tocó la muralla. El cemento se sentía frío, inmune a la furia del sol. El hombre sintió un curioso sentimiento de orgullo. Yo lo hice, después de todo. La puerta estaba tan bien disimulada que resultaba invisible si uno no sabía dónde buscar. Con mucho esfuerzo, el hombre logró encontrar el minúsculo botón del intercomunicador. Por un instante dudó si debía presionarlo. Me aseguraron que no me pasaría nada. Lo apretó.
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Rodrigo Schumm Rúckholdt
La puerta se abrió de golpe y media docena de soldados irrumpió con sus fusiles en alto, apuntándolo. El hombre levantó rápidamente las manos en señal de entrega, aunque de nada sirvió, porque los soldados lo tiraron violentamente al piso de todas formas. Le ladraban Identifícate y ¡Habla rápido, cabrón!, pero el hombre no entendía nada y sólo gritaba desesperadamente I don’t speak Mexican, I don’t speak Mexican! Tenía el rostro aplastado contra la arena, no podía verlos, pero escuchó cómo los ánimos se aquietaron un poco. —Who are you?— preguntó una voz sin cuerpo detrás suyo. —I’m the President of the United States!— gritó de vuelta el hombre. Los gritos y ajetreo parecieron asfixiarse de golpe. Hubo un interminable silencio, y luego los hombres empezaron a hablar en su idioma de nuevo. No, a discutir. Trató de mantener la calma, pero el miedo crecía en él. Me aseguraron que no me pasaría nada. El Muro estaba a sus espaldas; a su izquierda podía ver, además de la arena del suelo contra el que aún lo mantenían, el sol poniéndose en el horizonte. Su luz se refractaba de forma extraña en el aire cargado de dioxinas y gases invernadero y pintaba el cielo con distintos colores: naranjo, morado oscuro, rosado, rojo sangre. Me aseguraron que no me pasaría nada. La escena parecía sacada de otro planeta.
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e n t r e e s tac i o n e s Se gundo Lugar Camila MartĂn-Arranz Chappuis AgronomĂa
Camila Martín-Ar ranz Cha ppuis
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que este año la primavera durará 15 minutos y 43 segundos. Exactamente, 3 minutos y 22 segundos menos de lo que se esperaba. Abuela me contaba que cuando ella tenía mi edad, la primavera duraba tres meses. Es extraño imaginar las flores y los brotes crecer tan lentamente. ¿No los consumía la impaciencia? ¿Las ganas de ver el sol, de sentir la lluvia, de danzar a la par del viento? Faltan 37 minutos y 19 segundos para que comience la primavera. No es que me desagrade el invierno, al contrario, me gusta. El silencio que lo acompaña, los chocolates calientes, las tardes al pie de la chimenea eléctrica y los incontables libros. Todo es muy lindo, pero cada vez se hace más largo y tedioso. Año tras año se le van agregando días, horas, segundos y segundos. Cada vez más segundos. Faltan 34 minutos y 2 segundos para que se derrita la nieve. ¿Tengo todo lo que necesito? - Primera capa: Calcetines cortos, pescadores verdes y una sudadera. - Segunda capa: medias largas, pantalón grueso negro, camiseta azul, chaqueta amarilla. - Tercera capa: buzo recubierto con polar, polera manga larga, chaleco tejido por la abuela, bufanda, gorro de lana, guantes rosados. El abrigo térmico yace junto a la entrada, sobre mis botas de lluvia. Faltan 28 minutos y 57 segundos. La casa está equipada con un par de puertas delanteras, separadas por cincuenta centímetros, a tres metros y medio de la puerta principal, la cual mantiene la idea de una fachada antigua,
de madera, con un picaporte dorado. Alrededor del pasillo, entre las compuertas, hay una especie de túnel transparente, difícil de distinguir, de doble panel como las ventanas. Todo diseñado para permanecer cerrado. Hace mucho no salgo de casa. Los inviernos son cada vez más fríos. Días atrás, mirando por la ventana, noté que entre la primera y segunda puerta se formó una suerte de patrón de hielo que avanzaba hacia el interior de la casa como un ejército de arañas tejiendo un telar sin instrucciones. No logró alcanzar más de cinco centímetros y se detuvo. No quise contarle a Mamá. Se pone de un humor extraño cuando las temporadas parecen entrar a la casa y pelea con Papá por largos segundos, que parecen minutos, que parecen horas, que parecen inviernos. Faltan 22 minutos y 15 segundos para ver los brotes crecer. Este invierno aprendí 3 idiomas nuevos y a tocar 7 instrumentos, pinté 358 cuadros, preparé 1.071 recetas nuevas, leí 2.148 libros, entre otras cosas. A veces Mamá me compara con los vecinos, ellos utilizan mejor su tiempo, hacen más cosas. ¿Qué puedo hacer? Disfruto de mirar por la ventana, imaginar lo que sería jugar en la nieve, sentir frío verdadero, besar mis mejillas. Cuando le trato de explicar, ella insiste en que puedo bajar la temperatura de mi habitación si lo que deseo es sentir frío, que puedo escarbar en el congelador y formar bolas de nieve, que me puede regalar una zanahoria y el gorro de copa de Abuelo para fabricar un muñeco de nieve, todo un pueblo de hombres de nieve. Ella no lo entiende, es muy distinta a Abuela. Peleaban cada vez que Mamá nos descubría hablando sobre las estaciones. En invierno podías salir al exterior, dejando que la nieve se derrita con el tacto de la piel. En verano podías recostarte bajo el
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Camila Martín-Ar ranz Cha ppuis
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sol, dejando que sus labios besaran la piel. Faltan 17 minutos y 24 segundos para oler las flores. Ya empiezo a sentir esa sensación extraña en mi estómago. A Mamá no le gusta cuando lo siento, porque Abuela me enseñó a decirle “mariposas”. Me contó que eran seres distintos a Mamá, Papá y a mí. Dijo que su cabeza era diminuta, más pequeña que un grano de azúcar, que su lengua era tan larga que tenía que enroscarla en sí misma. Dijo que sus ojos se extendían por más de la mitad de su rostro y que de su espalda se asomaba una especie de sábana tan fina como un cabello, de distintas formas, tamaños y de colores inimaginables. Las llamaba alas. Dijo que no necesitaban el suelo para avanzar, que aplaudiendo delicadamente con sus alas se elevaban sobre la gente y los árboles. Faltan 10 minutos y 41 segundos. Escucho a Mamá dirigirse a la cocina. Ahí guarda las sales de baño, en el último cajón debajo del grifo. Le gusta tomar baños cuando cambiamos de estación. Me dice que no le llame primavera, que ese es un término obsoleto. Ya entró al baño. Dejó correr el agua. Papá debe estar en su estudio, como siempre. Nunca lo he visto, pero debe ser igual al resto de la casa, sin emoción, sin colores fuertes, sin estaciones. Hace un par de años pareció dejar de importarles lo que hiciera entre invierno y verano. Antes solían tratar de distraerme, de que no mirara hacia afuera. Ignoraban cuando pedía salir, ignoraban mi llanto, mi enojo y mi indiferencia. Pero cada vez se esforzaban menos en la ardua tarea que resultaba alejarme de las ventanas y la puerta principal. Faltan 4 minutos y 30 segundos. Me pregunto si esta primavera veré a alguien afuera. Una vez,
hace cuatro años, se abrieron las puertas de un vecino a tres casas de la mía. Apareció un niño de unos 7 años. Se demoró bastante en salir de la casa desde que se abrieron las herméticas compuertas. Comenzó con un par de pasos indecisos, lentos, precavidos. Se detuvo. Miró alrededor. Caminó con un poco más de emoción hasta la mitad del túnel. Se detuvo, como si un hilo lo tirara desde lo más profundo de su antiséptico y blanco hogar, como si toda la modernidad y evolución le exigiera que volviera a su cómodo lugar, a su limpia cocina, a su acolchonada cama, a sus ciegos ojos y sus entumecidos sentidos. Volteó la mirada a la puerta principal, como si la viera por última vez. Con la mirada hacia la vida de afuera comenzó a caminar a paso firme. Con los pies a pocos metros de la entrada, lo observé mientras se liberaba de lo aprendido. Casi a punto de salir de un esquema impuesto salió corriendo de su hogar una mujer sin edad, con un cabello anaranjado y sedoso. Lo tomó del estómago y se lo cargó al hombro, entrando a la casa a paso acelerado y con una expresión de angustia. Al cerrarse la puerta detrás de ellos se escuchó el fuerte sonido del cerrar de sus puertas a presión. No lo he vuelto a ver, pero admito que todos los años lo espero salir. Falta 1 minuto y 39 segundos. Parece irreal, un sueño. Ya será el cambio de temporada. La estación transitoria. Primavera. Faltan 58 segundos. Me pongo el abrigo, las botas y los guantes. Faltan 15 segundos. Ingreso el código para abrir la puerta. Los botones tienen un timbre más agudo del que recordaba. Casi inaudible, a través de las paredes se logra escuchar el sonido de las puertas igualando
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Camila Martín-Ar ranz Cha ppuis
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la presión con el exterior. Llevo mi mano al picaporte y puedo sentir su baja temperatura a través de mis gruesos guantes. Aún es invierno. No puedo equivocarme, no puedo abrir la puerta antes de tiempo. Faltan 3 segundos. 2 segundos. 1 segundo. Le doy vuelta a la perilla y corriendo atravieso la segunda puerta, hasta quedar a un muro de la vida verde que por mí espera. Dejo pasar un segundo y empujo al gigante de metal. El helado aire invade mis pulmones, moja mi nariz y sonroja mis mejillas. Una leve brisa alcanza a acariciar los cabellos que escapan del gorro de lana. Los árboles siguen desnudos, pero ahora logro ver sus raíces. La nieve ha desaparecido. Veo cómo empiezan a asomarse entre los granos de tierra unos tímidos dedos verdes, con miedo a salir. El aire comienza a entrar en calor y me deshago de la capa más externa de ropa. Las puntas de las ramas comienzan a cobrar vida, se abre la corteza y brotan verdes capullos que se desenvuelven para dejar salir las verdes hojas cansadas de esconderse. Ya es casi imposible distinguir el café del suelo entre los crecidos pastos. Me quito la segunda capa. Entre el tupido suelo se abren paso innumerables flores de todos los colores, de todos los tamaños, todos los olores. Entran todas a la vez por mis fosas nasales, apresuradas en llegar a quien las respire, quien las aprecie, una razón de existir. En diversos árboles se abren flores para succionar el sol que parece existir, por un momento, solo para ellas. Cómo desearía que se detuviera el tiempo, que esta primavera durara miles de segundos y minutos más. Cómo desearía quedarme en este limbo, en este límite, entre el crudo invierno y el abra-
sivo verano. Cómo desearía quedarme en esta efímera eternidad. La temperatura comienza a subir, las hojas empiezan a secarse y el suelo se agrieta. De vuelta al hogar, a un nuevo verano.
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la reina Tercer Lugar Marisol Gรณmez Sรกnchez Medicina
Marisol Gómez Sánchez
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familia de mi mamá venía del campo. Yo nunca había conocido esa vida; ella había nacido y crecido lejos del ruido, de los autos y de los edificios. Me gustaba imaginarla con el pelo corto –para su madre, el que las mujeres se dejaran el pelo largo era signo de vanidad– corriendo por el campo, sintiendo las gotas de rocío en la piel y el calor del sol en los hombros. La veía en mi mente camino al colegio, sintiendo la tranquilidad del silencio solo interrumpido por el sonido del río. Mi mamá era la menor de siete hermanas, dos de las cuales fallecieron antes de cumplir los dieciocho. La más cercana en edad era tía Elisa. Muchas veces mamá me ha mostrado fotos de cuando era niña, donde se puede ver a toda la familia, y es imposible negar que tía Elisa era la hermana más bella de todas. —¡Y vaya que era consciente de su belleza!— exclamaba mi madre. Tía Elisa decía no servir para el trabajo, porque según ella las mujeres bellas estaban para otra cosa. Nunca aprendió a enhebrar una aguja, tampoco tenía habilidades en la cocina, era débil para el campo y en su vida se la vio tomar una escoba. Luego de años, mi abuela había acabado por rendirse con ella. “Déjenla”, solía decir, “esta nació creyéndose reina”. Mi mamá fue la única de su familia que estudió, al ganarse una beca para la universidad en Santiago. Su familia no lo entendía. Para ellos, acostumbrados a la vida en el campo, el estudio era algo inútil que no conducía a nada; la gente del campo estaba hecha para trabajar, y ahí se acababa la discusión. Tía Elisa, un año antes que mamá, también había obtenido una beca para estudiar, pero al pensarlo bien decidió renunciar a la oportunidad. ¿Por qué lo había hecho? En verdad, estudiar no era algo que estaba en sus planes, lo consideraba una ocupación monótona y
aburrida, como lo eran también las labores domésticas. No, ella quería otra cosa, aunque aún no sabía qué. Para ella, el rechazo era un signo mayor de inteligencia. Poder decir “bueno, tuve la oportunidad de hacerlo, pero finalmente opté por quedarme”, era un indicio de sensatez, porque no había nada más degradante para una persona que fracasar en el camino. Algo intolerable. Vergonzoso. “Uno solo cruza si sabe que no tendrá que volver”, decía. Si uno le preguntaba si estaba satisfecha con su vida, sonreía elevando suavemente sus labios perfectamente pintados de carmín, con expresión de “¿qué más puede pedir de la vida una mujer?”. Tía Elisa había conocido a su esposo, tío Alberto, un día cualquiera en que fue a la ciudad a hacer un trámite en el banco. Le gustaba contar la historia del día en que se conocieron, se sentía halagada de que un hombre como él –un médico respetado– se hubiese fijado en ella, una simple muchacha de campo. Fue así como la vida de tía Elisa comenzó a cambiar. En cuanto se casaron, pasó a vivir a una casa enorme con un gran jardín, el que poco a poco se convirtió en su nueva afición. No era como el trabajo en el campo, donde había que arar, cegar y recoger, todo eso que no le gustaba. En su jardín el trabajo era más delicado, más su estilo, y al acabar el día podía mirar con orgullo sus rosas, hortensias y peonias. Tía Elisa se convirtió, entonces, en lo que siempre quiso ser de niña; una mujer que bebe el té a las cinco, en pequeñas tacitas de porcelana blanca, acompañadas de galletitas de mantequilla; una mujer que, aunque pasara todo el día en casa, disfrutaba eligiendo su ropa cada mañana y lucir un collar de perlas relucientes en su esbelto cuello. Tía Elisa había consagrado su vida a las dos únicas
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Marisol Gómez Sánchez
la reina
figuras en su vida: su casa y su esposo. A cambio, su esposo la había convertido en una reina. Una mañana me sorprendió la llamada de tía Elisa para invitarme a pasar las vacaciones de verano a su casa. Dijo que así yo aprovecharía de descansar, que de seguro en mi casa tendría mucho que hacer (y sí, lo había, porque en casa mamá nos tenía tareas a todos). Por teléfono, su risa nerviosa me hacía imaginarla jugando con el cable del teléfono, enroscándolo en su dedo; pudo haber llamado a una amiga o a alguna de sus hermanas (con las que no hablaba mucho) pero el caso es que me había llamado a mí y sentí cierta responsabilidad, más que nada porque éramos familia, así que acepté. Su marido se pasaba casi todo el día en su consulta, era internista. Su rostro era más bien serio y toda su figura estaba impregnada de un leve olor a antiséptico. Pese a la impresión inicial, parecía ser un hombre agradable, con quien me gustaba conversar durante la cena (yo también tenía interés de seguir una carrera del área de la salud en el futuro), además tenía habilidad para narrar historias. Contaba sobre sus pacientes del día, de su época en la escuela de medicina, o de cuando trabajaba en el hospital. Daba lo mismo lo que narrara, de su boca sonaba interesante y atrapante, por lo que era imposible que la conversación no girara en torno a él. Tía Elisa no hablaba mucho durante la cena. Se limitaba a sonreír ante lo que decía su marido o a preguntar cómo estaban sus conocidos que habían ido a la consulta durante el día. Mantenía la mirada fija en el plato la mayor parte del tiempo, persiguiendo con el tenedor la comida, dándola vuelta en su plato antes de llevarla a la boca. Me sentía agradada de poder conversar con su esposo,
aunque un leve ardor, algo así como la culpa o una pequeña traición, me dejaba un gusto amargo viendo a mi tía tan incómoda. Era notorio que no quería demostrar abiertamente que se avergonzaba de sí misma, por no saber qué decir. Yo podía darme cuenta de eso, y estoy segura de que tío Alberto también. Cada noche esperaba que las cosas fuesen distintas, no sé qué esperaba realmente, quizá alguna mirada o algún gesto que sirviera para tranquilizar a tía Elisa, para que no se sintiese fuera de lugar en su propia casa y dejara de jugar inquietamente con la servilleta entre sus manos. Pero no, ese gesto nunca llegaba. Al acabar la cena, tío Alberto daba las gracias, y, poniéndose de pie, se dirigía solemnemente hacia su cuarto. Yo ayudaba a tía Elisa a recoger los platos, mientras ella intentaba justificarlo diciendo que antes no era así, pero desde que había comenzado a trabajar tanto se le fue agriando el carácter. Un viernes, tía Elisa me pidió ayuda para preparar la cena. Quería hacer algo especial, un guiso que según ella era el favorito de su Alberto. “Es el deber de una esposa conocer a su marido, y hacerlo sentir bien cuando sea necesario”. ¡Qué inconscientes podían ser sus pacientes! Le habían pedido hacer horas extras y aun así, para colmo, lo llamaban a la casa. Me limité a sonreír, sin saber si esperaba alguna palabra de mí, mientras pelaba unas papas con el cuchillo. Me impresionaba cómo aquella mujer se dedicaba a los detalles: sus aretes, su perfume, sus uñas. ¿Por qué tanto esmero? Todo en ella parecía calculado, delicadamente seleccionado de una infinidad de opciones, de tal forma que combinaban armoniosamente. Llegó la hora de la cena y tío Alberto no aparecía. Tía Elisa miraba constantemente por la ventana, cada vez que sentía un
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Marisol Gómez Sánchez
la reina
auto pasar por la calle. Le dije que tal vez se había presentado una emergencia, que de seguro había olvidado la noción del tiempo. Sí, de seguro era eso, me dijo, estrujando un pliegue se su falda entre sus dedos. Varias horas después por fin escuchamos la puerta de entrada abrirse. Venía apurado, tenía que cambiarse rápidamente y llegar a una cena con los directivos del hospital en un restorán en el centro. No, no tenía tiempo para cenar, comería afuera. Algo pareció romperse por dentro de tía Elisa. ¿Qué era lo que sentía? Me daba pena ver a aquella mujer, dedicándose con devoción a su marido, un marido que ni siquiera la miraba y que costaba imaginar que alguna vez la había amado. Fue un momento nada más, en el cual todo su control y su templanza desaparecieron, dando un fuerte grito. “¡Yo no estoy para aguantarte esto!”, golpeó la mesa. Su marido se detuvo entonces y se acercó a ella. No sospeché qué pasaría a continuación, hasta que vi cómo su mano se alzó y de pronto se hizo el silencio. Me quedé helada, viendo a tía Elisa con la mejilla ardiendo y lágrimas en los ojos, y a tío Alberto con la respiración acelerada por la adrenalina. En un segundo de decisión, tomó su chaqueta y dando un portazo salió de la casa. Me acerqué a tía Elisa, sin saber qué decir. No fueron necesarias palabras para dejarme claro que aquello era habitual entre ellos, que a eso se debía su risa nerviosa y sus sonrisas forzadas. Me horroricé al caer en la cuenta de que en verdad ella no me había invitado porque se sentía sola, sino que tal vez por miedo. Le dije que hay gente que podría ayudarla. ¿Acaso sus hermanas sabían de todo eso? Intenté abrazarla, aún tenía los músculos temblando. Le dije que nos podíamos ir al día siguiente a casa de
mamá, de seguro ella sabría qué hacer… —No seas ilusa— me dijo, limpiándose las lágrimas con la manga de su vestido. —No— dijo para tranquilizarse —De verdad, las cosas no son tan malas. Mañana puede que me despierte con algún regalo, quizá un collar nuevo o unos aretes de perla. Quién sabe, y haremos como que nada de esto ha sucedido. —Al final— dijo, recogiendo los trozos del vaso que había caído al suelo —logré ser reina… Y no cualquiera logra vestir de seda. Al día siguiente, tomé mis cosas y volví a casa. Una parte de mí sentía lástima por tía Elisa, pero otra aún estaba descolocada. ¿Cómo decidía quedarse? No era que no se daba cuenta, o que fuera tonta. No, ella era consciente de todo. Con el tiempo, me dije que quizá tenía tanto miedo o quizás era tan orgullosa que no quería volver a su antigua vida, prefería quedarse en esa orilla. O tal vez, simplemente se negaba a cruzar aquella frontera, porque eso significaría renunciar a aquella vida lujosa, aunque también volver a sentirse segura.
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r e l ato e n la ciudad hostil Mención Honrosa Sofía Navarro Klenner Magíster en Educación
Sofía Navar ro Klenner
r e l ato e n l a c i u d a d h o s t i l
iempre me ha llamado la atención el hecho de que al cerrar los ojos, de igual forma se puede percibir el movimiento y la luminosidad que pasa frente a ti. Tengo el sueño algo ligero y, por lo mismo, el más mínimo destello luminoso tiene el poder de captar mi atención. Suelo construirme paisajes con las luces que juegan por ahí. Imagino que son auroras boreales, que estoy en Islandia, en una casa de madera con un traga luz frente a mi cama, y que en las noches frías de invierno me desvelo mirando aquel espectáculo tan poco común que nos regala esa disputa entre las energías del sol y la tierra. Lo que sé de las auroras boreales lo leí en Wikipedia cuando me llamó la atención una foto que vi en una red social y me puse a buscar en el catalogador de “imágenes”. Otras veces, las luces más cálidas me llevan a días pasados, esos en los que jugaba a la pelota en la arena, con el agua revoloteando entre los dedos, esos días donde las brisas frescas eran escasas, el sudor cotidiano, las danzas inagotables, y las amistades abundantes. Parpadeo y dejo las fantasías de lado. Recibo una paliza de realidad. El dolor del cuerpo es cada vez mayor, mis manos están resecas y rojas, las siento hinchadas, y los pies están tan pálidos que casi siento que no pertenecen a mi cuerpo. Levantarse parece la única salida para resistir las temperaturas, y siento que todo en esta ciudad me rechaza, incluso su clima. Aunque me resista, llega el momento donde tengo que pasar ese balde de agua fría por mis cabellos alborotados, que se amansan cada vez que el agua escurre por ellos. Mi cuerpo se mueve involuntariamente por el impacto, ahí es mejor agarrar la toalla y secarse con prisa. Los pies en contacto con el cemento al aire tienen efecto inmediato en mi cabeza, esa misma sensación de cuando como un helado con
velocidad ansiosa. Pongo una olla al fuego, al menos un té podría calentar el cuerpo. Quisiera más de uno, pero el tiempo apremia y esperar que hierva el agua me hará retrasar. Mi ropa apenas es capaz de aliviar un poco la sensación de humedad que me invade, y las gotas que caen de mi pelo no ayudan en nada. Mejor me amarro la toalla al pelo, pero antes la tomo y trato de hacer fuego, la froto sobre mis cabellos una y otra vez, al menos, para disminuir el frío ya molesto a esa altura. A pesar de la sensación en la guata, esa que da cuando te sientes fuera de lugar, incómoda, suspiro y pienso que no lo he pasado tan mal como algunos de mis vecinos. Al menos tengo un lugar para dormir, y aunque a veces la soledad perturba, el hacinamiento puede ser peor, y pasar los fríos en la calle, te puede matar. Me llevo los audífonos a las orejas, y con alguna cumbia alegre canto en voz alta al caminar. Una mirada más no influirá en mi camino, y en ese trance individual, vuelvo a soñar. Siento que estoy inmersa en las calles de Nueva York, “la ciudad que no duerme”. Imagino que me salto el caos de la congestión caminando por el Central Park, o que me quedo mirando alguna promoción de una obra de Broadway. Y aunque no esté en Estados Unidos, veo Starbucks por todos lados, me conformo al menos con sentir su olor a café y el sonido de la máquina. La verdad es que se me ha pasado por la cabeza tomarme uno, pero mi yo racional me lo impide. No tengo cómo pagar uno de esos y no quedar con problemas el resto del mes. Cuando la ansiedad me gana, compro de esos chocolates que suelen vender en las estaciones de metro, esos donde te sientes haciendo algo muy malo, porque los vendedores se tienen que andar escondiendo y escabullendo entre la gente para no ser atrapados y despojados de sus cosas. Ciertamente, hay
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Sofía Navar ro Klenner
r e l ato e n l a c i u d a d h o s t i l
algo de ellos que me identifica, por lo que trato de apoyarlos de vez en cuando, y no comprarme cafés caros. Hay días donde mis sueños no son suficientes para abstraerme, y pongo demasiada atención a las miradas de reprobación o repulsión. A veces la baja potencia de mis audífonos me hace escuchar los insultos, o el acoso constante y los comentarios asquerosos y sexualmente explícitos. Me acuerdo de la vez que conversando con un tipo me dijo que todas las mujeres que él conocía de mi país eran putas. Siempre que lo pienso, siento un escalofrío que nace de mi panza e invade mi cuerpo completo, no sólo por las palabras sino porque fui incapaz de decirle algo. La rabia se me viene de vuelta, porque no me defendí, porque dejé que el miedo actuara por mí. Y eso me hace pensar en mis días de estudiante universitaria, mi meta de ser profesional que quedó por allá lejos. No puedo evitar sentir que se me aprieta la garganta y que me cuesta tragar. Se me acelera el corazón tratando de evitar que una lágrima se asome. Tomo aire exageradamente para apaciguarme. Aquí he tenido que conformarme con algunos emprendimientos fallidos, como trabajar de mesera o vendedora, nunca algo demasiado estable. Suelen despedirme rápido o salgo arrancando de los viejos verdes, agobiada de tanta paranoia. Es realmente hostil el ambiente en esta ciudad. Cuántas personas he visto denigradas, años esperando una revalidación de un título universitario o estafados a minutos de haber pisado este suelo, sin siquiera saber el idioma para pedir ayuda. De vez en cuando, tomo un bus y me escapo a la costa o al puerto. Caminar por las calles de Playa Ancha me hace sentir como si estuviera en el viejo mundo, por ahí por Portugal. Y por la similitud de los acentos y por la historia que los une, me pongo a escu-
char Bossa Nova y bailo disimuladamente por los paseos del Cerro Alegre. En el camino de vuelta, imagino que estoy en una película, que alguien me filma mientras miro los paisajes que pasan por la ventana, alguien que quisiera tomar un trozo de mi vida y hacerlo público, así como para sentir que soy algo más que este cuerpo adolorido, cansado y despreciado tantas veces en esta ciudad. Tengo el sueño cliché de ser un pájaro, pero no solamente para tener la capacidad de volar autónomamente, sino para poder recorrer el mundo sin las limitaciones de pasos fronterizos, ni controles migratorios, ni gritos como el ¿Por qué no te devuelves a tu país? Me estás quitando el trabajo, negra, puta. Quisiera ser un ave que como parte de su cotidianidad se traslada de un lado a otro buscando el confort. Dejé los pies en la calle hoy, y no volví con nada. Un pan añejo me hace compañía, el tostador lo arregla y le da ese sabor de hogar, algo que aprendí acá. El frío suele ser peor de noche, entonces no lo pienso mucho y me meto a la cama. Al menos eso permite descansar el cuerpo. Parpadeo y parpadeo, las luces se empiezan a colar nuevamente. Vi a mi mamá a la orilla de la playa diciéndome que no valía la pena, que me devuelva, la abrazo. Nunca la soledad me angustió tanto, el llanto es incontenible e imparable. Más que nunca quisiera no tener que estar acá, en esta ciudad hostil.
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la marcha del silencio Mención Honrosa Álvaro Larraín Álvarez Psicología
Álvaro Lar raín Álvarez
la marcha del silencio
dice, en el docto lenguaje musical, que un silencio es una nota que no se ejecuta, un vacío acompasado, un espacio colmado únicamente por la investidura del tiempo que ha de representar, lo cual no invalida, per se, la ilusión de su existencia, si bien quizás resigna, una potencial esencia y materialidad. Profundamente de esto conocía Albert Zenisius, quien llegaba por vez primera a nuestra entonces espléndida –y ahora ruinosa y desolada– ciudad. Venía precedido de excelsas alabanzas y laudatorias críticas, especialmente por la majestuosidad de sus pretéritas creaciones que lo habían consagrado en gran parte del, en ese tiempo, denominado mundo imperial. Décadas atrás había creado, con inigualable maestría, las afamadas Operetas de la cotidianidad: tenaz imbricación de la naturaleza humana en la subordinación social, hibridación sombría de la élite y el fiero vulgo, sosiego de dioses y demonios propiciados por los hombres y para los hombres. “El mestizaje del alma”, osaron llamarle los más adelantados y vanguardistas que reconocieron ante sus ojos una nueva época del arte, del que clamaban ser en parte artífices, por su primigenia identificación, y al que rendían pleitesía porque se esperanzaban, al igual que todo incauto, de ser protagonistas del decurso de su historia. Sin embargo, un cambio abrupto sucedió en la obra del gran Zenisius. Intempestivamente, sus magnánimas representaciones se fueron simplificando y reduciendo en esplendor (o densificando, como afirmarían hace ya casi doscientos años los clásicos neo-postmodernistas, incondicionales defensores de su obra), lo que repercutió de manera violenta en toda expresión cultural. En los años posteriores al gran Canto Universal, creación un tanto fatua y ambiciosa, Zenisius, cual cerebro humano, decidió replegar su
creación para concentrar su inagotable material. Al menos esa fue la tesis explicativa que los más avezados críticos pudieron dar de su obra, ya que nunca hubo una explicación formal del propio Zenisius por aquél giro tan abrupto e inesperado. En honor a la verdad, y en base a los invaluables antecedentes recopilados por los escritos encontrados más de un siglo después de su muerte por R. Growne –musicólogo, investigador, biógrafo de su obra y erudito en la doctrina filosófica del pre y post- accidentalismo– , el artista comenzó a prescindir cada vez más de los adornos que le parecían vacuos y superfluos, y que no contribuían más que para el deleite de histriónicos y narcisistas (a quienes solía despreciar con la misma intensidad que admiraba a dementes y delirantes), a la mera sustancia de su obra. De ahí en más, Zenisius procuró expandir su legado hacia el máximo reduccionismo posible, a la ingente concentración, a la singularidad infinita, a la esencia indivisible que lo guiase a alcanzar el último límite que circunscribiera toda realización. ¿Cuál fue el momento precipitante de tal decisión? Mucho se ha escrito sobre ello durante estos años y es especialmente hoy, el día del aniversario de su única venida a esta tierra, el mejor momento para intentar dilucidarlo. Según Growne, la hipótesis que ha cobrado más fuerza en la historia del arte, y que está basada en el relato de supuestos testigos que le conocieron, es que el artista ya no soportaba la constante incomprensión e irrespetuosidad hacia el sentido de su propuesta. Growne, además, citaba en repetidas oportunidades el testimonio de un tal Herbert Divala, hombre muy cercano a él que relataba a través de églogas la profunda molestia y tristeza vital que aquejaba al artista. Aquel malestar profundo provocó que el perturbado Zenisius suspen-
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la marcha del silencio
diera in facto la mayoría de sus presentaciones y abandonara definitivamente la escena, recluyéndose en un lugar que por mucho tiempo nadie descubrió. Sin embargo, nadie pudo olvidar al gran Zenisius; todos necesitaban al menos de su imagen para poder sobrevivir. Pasarían muchos años (que para algunos parecieron una eternidad y que para otros jamás existieron) para que emergiera nuevamente de las sombras con un material inédito, nunca antes exhibido, su obra magna, La Marcha del silencio. Compuesta por siete piezas sumamente extensas y de disímil duración, la extravagante obra musical, de complejísima elucidación, era factible de distinguir sólo en su obertura y en su finalización, pero prácticamente imposible entre sus partes; la razón era sencilla: estaba conformada sólo por silencios musicales. Es decir, para el espectador perspicaz, cada pieza de la obra podía representarse e interpretarse de formas diferentes: en sus siete actos previamente definidos; como un gran silencio ininterrumpido o por decenas, cientos, miles o infinitos silencios divididos en tiempos absolutamente perfectos (aunque no necesariamente simétricos), los cuales dependían exclusivamente de la orientación del pensamiento de cada oyente. Para Zenisius, sin embargo, la obra tenía un recorrido particular, único y exclusivo, que trascendía no sólo a la paroxística no ejecución en cada tiempo, sino que apelaba a una interrelación perfecta con el contexto en donde debía ser presentada. Zenisus buscaba que todo ser humano fuese al fin partícipe de su creación, pero bajo el paradigma de la ya agotada música tradicional, acústica y material, su intención quedaba relegada a factores absolutamente azarosos e incontrolables: el talento de los participantes en la ejecución de los instrumentos,
sus motivaciones particulares, su grado de experticia y, especialmente, una extraordinaria capacidad de coordinación para que la completa integración pudiese ser lograda (eso, sin contar que su propia ejecución alcanzara la poco probable destreza de la perfección). Por ello, comprendió que la única forma de lograrlo sería creando una obra tan audaz, trasgresora y sublime, que pudiese distanciarse tanto de todo sonido que llegase a precederle, lo cual podría aunar en perfecta entropía las posibilidades infinitas de la mente humana y el universo. Tal diversidad, desde esta perspectiva, ya no podría interferir en la perfección musical; cada silencio individual podría superponerse a través de todo pensamiento posible sobre el silencio canónico que, como toda creación original, prorrumpiría con abruptos quiebres, contratiempos e intensas alturas que Zenisius sólo podría reconstruir, ya que la imposibilidad de trasuntarlo en algún escrito, debido a la no invención de un sistema de notación musical que representara su expresividad e intensidad, como tampoco sus únicos momentos de clímax, lo relegaba a sólo ser apreciado por sensaciones interiores subjetivas de extrema angustia. Asimismo, otro problema mayor para su puesta en escena era el de los impetuosos silencios dentro del silencio mayor, el cual Zenisus creyó subsanar evitando incluirlos en futuras representaciones en vivo y dejando sólo a los más creativos (almas nobles) el deleite de su imaginaria cadencia. Fue así como finalmente el día de la presentación llegó. El público estaba enfervorizado y fue en cosa de horas que todas las localidades para el evento se terminaron. Se dice que toda la ciudad asistió a tan magno evento. Sin embargo, fue el propio Zenisus quien pidió prudencia y mesura. La Marcha del silencio debía alcanzar la integración perfecta con todos aquéllos que fuesen dignos
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de representarla y que tuviesen las habilidades necesarias para ello (principalmente, las de mantenerse en perfecto estado de quietud). Si bien en un principio Zenisus aceptaba ciertas imperfecciones en su ejecución (como algunos ruidos de acomodación), su meta era alcanzar el álgido Momentum, el clímax, el perfecto silencio que abriría paso a una nueva era en la historia del arte. Según comenta Growne, en el vigésimo primer capítulo de la Nueva Inscripción, el artista se presentó en un auditorio colmado de gente y en una oscuridad casi absoluta, que sólo era interrumpida por un diminuto haz de luz, apenas perceptible, que caía sobre él desde una blanca cúpula. Ante el asombro generalizado, Zenisius abrió sus brazos en señal de acogida y pidió a todos blandir sus copas que previamente habían sido llenadas con un denso Syrah color sangre. Aquél brindis daría pie al inicio de La Marcha, pues su obertura sólo podía acontecer después de un estruendo que propiciara el contraste necesario para la percepción de los sentidos. Divala, quien esta vez, sin intención ni alevosía, había llegado tarde al inicio de la obra, no alcanzó al brindis de obertura como todos los demás; este detalle –no menor– es el que hoy nos permite tener un relato directo y ligeramente fidedigno de todo lo acaecido aquel día. El maestro, parsimonioso, esperó a que todos hubiesen terminado de beber y se dirigió a la audiencia en tono solemne y altivo, tal y como lo señala el breve fragmento recopilado de la obra de Growne que se nos refiere de esta forma: “…Es natural que ustedes crean que este día represente un nuevo inicio… Sin embargo, hoy, vosotros, seréis testigos del momento cúlmine de una obra que comenzó mucho antes, y que jamás ha tenido un autor ni un plan previamente concebido. Nos
arrogamos, por siglos, un derecho jamás concedido; construimos, con presunción, una razón y un sentido. Hoy será el día de redimirnos…”. De pronto, las puertas se cerraron herméticamente, las luces se apagaron y Zenisius, bajo el tenue rayo de luz que lentamente se extinguía, bebió también de su copa hasta la última gota y se quedó inmóvil observando a su alrededor. Los asistentes, de disímil manera, comenzaron a experimentar La Marcha del silencio. Algunos, arrellanados en sus asientos, sintieron una extraña plenitud; otros, levantándose de sus puestos, fueron presa de la desesperación y la angustia extrema. Muchos gritaban y corrían por los pasillos, otros enmudecían en la quietud más absoluta y algunos, inclusive, sonreían nerviosamente. En un momento perdido en el tiempo (pues fue lo primero en disiparse) la personalidad de cada asistente comenzó a desintegrarse en sus sentidos; las férreas creencias e ideologías se convirtieron en simples y pueriles pensamientos; los pensamientos, a su vez, fueron ideas, las ideas palabras, las palabras sílabas, las sílabas fonemas y los fonemas se convirtieron en balbuceos incomprensibles. Las imágenes de cada hombre perdieron sus contornos, sus formas y sus límites, y los recuerdos comenzaron lentamente a desvanecerse en colores y tonos indistinguibles. Sus complejos sistemas biológicos se convirtieron en órganos, sus órganos en tejidos, sus tejidos en células, sus células en organelos, sus organelos en moléculas, sus moléculas en átomos, sus átomos en partículas, sus partículas en fotones, sus fotones se refugiaron en la incertidumbre, y en la incertidumbre se volvió a reunir toda esencia en un punto infinitamente denso y diminuto rodeado de un inconmensurable silencio perfecto y solemne.
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Zenisius lo había logrado, había alcanzado, nuevamente, el álgido Momentum. Por todos es sabido que únicamente un ser iluminado puede traspasar la frontera de aquel suceso, y muchos, por esta razón, cuestionan hasta nuestros días la veracidad del relato de Divala y de tantos otros que conformaron La Nueva Inscripción. Muchos, al verme, también juzgarán y dudarán de mí cuando manifieste ser el hijo de Zenisius y que, en aquél punto de este ciclo, vaya a continuar su obra; a pesar de ello, siempre existirá algún grado de incertidumbre, pues nadie ha de saber, con certeza, si La Marcha del silencio, que en su ambivalente significado guiará mi misión, será esta vez un tranco avasallador e indefectible o un éxodo definitivo que permita el resurgir del camino del hombre.
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v o lv e r a s e r Menciรณn Honrosa Luis La Corte Castro Historia
Luis La Corte Castro
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alarma del móvil anunciaba puntualmente la llegada del día. Acostumbrado, el cuerpo de Antonio Poggioli se habría inundado de pereza al escuchar la irritable melodía que emanaba del aparato. Sin embargo, aquella no era una mañana cualquiera. En su lugar, una gélida sensación recorrió su anatomía. Sabía perfectamente que se trataba del miedo y los nervios, pero se esforzó por ignorarlos. Como pudo, sofocó con una mano el chillido del teléfono y procuró bajo las sábanas el calor del cuerpo de Violeta, aún dormida, esperando combatir de alguna manera el incómodo frío. Concilió el sueño nuevamente Esta vez le despertó un grito. “¡Está listo el desayuno!”, advertía su madre. Antonio presa de una terrible pesadilla, agradeció profundamente el anuncio proferido por ella. Buscó con sus ojos los de su pareja, todavía cerrados. Le estampó un beso en la frente y la abrazó con fuerza. “¡Coño, se les va a enfriar la comida!”, apuraba la Sra. Martha. Se vistió apresurado y, antes de salir de la habitación, le susurró al oído a Violeta: “Te espero afuera”. Los desayunos en familia eran una postal repetida de los Poggioli López todos los domingos. Pero el sol de esa mañana correspondía a un sábado. Reunidos, los integrantes compartieron alegremente los alimentos. Ángelo y Augusto, hermanos menores de Antonio, bromeaban con el Sr. Juan, padre de los tres. Adrede, la Sra. Martha había preparado un plato tradicional de aquellas latitudes. Antonio recordaría de memoria cada nota de los sabores degustados en ese momento. Todos reían, evitando así hablar de la razón que los convocaba ese día y no, como solía ser, el siguiente. De vuelta a su cuarto, Antonio se desplomó sobre su cama. Al reincorporarse, se detuvo a contemplar el equipaje postrado en la
esquina del dormitorio. “Curioso como cabe una vida en un par de maletas”, pensó. Llevaba semanas reparando cuidadosamente en su contenido y aun así no consiguió empacar todo lo que necesitaba. Quedaron fuera sus familiares, su pareja, sus amistades, sus mascotas, su clima, su ciudad, su país y otro montón de cosas. En cambio, logró introducir sus ganas de quedarse, un sinfín de promesas e incontables sueños, esos asesinados incluso antes de haber nacido, a manos de una parranda de delincuentes que se hacían llamar “gobernantes”. Aprovechó la soledad para protagonizar un berrinche, propinándole una patada a los bultos y maldiciendo en voz baja. Sus ojos se llenaron de lágrimas. En sus proyecciones, esas que en la escuela le enseñaron a llamar “Plan de vida”, jamás consideró emigrar. Hasta ahora. Acompañado únicamente por uno de sus hermanos (Ángelo, de mayor edad que Augusto), el exilio de las tierras que le habían visto crecer se tornó ineludible. Llegaron un par de tíos y la madre de la Sra. Martha, que se habían ofrecido a colaborar con el traslado. El tiempo apremiaba. Para evitar cualquier imprevisto, resultaba necesario apersonarse hasta seis horas antes del vuelo en el aeropuerto. Ya enrumbados, Antonio oía sin escuchar. Absorto en sus pensamientos, el sol y calor caribeño –irónicamente– transformaron el trayecto en un pasaje cargado de melancolía y que parecía interminable. Jamás pudo reconstruir lo conversado en el automóvil, aunque recuerda algunos intentos de frases motivadoras por parte del piloto. El chequeo de los jóvenes hermanos fue accidentado. Un problema con el equipaje los retuvo más rato del previsto. Solventado el inconveniente, proseguían las despedidas. Antonio se había propuesto no llorar en aquel momento, imaginó que así ayudaría
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de alguna manera a su madre, su abuela, sus primas, Violeta y a su hermano menor. A todos dedicó un mensaje exclusivo que había elaborado semanas antes, anticipándose a tal escenario. Sin embargo, en última estancia le esperaba su padre, que le suspiró un par de oraciones mientras le abrazaba. Antonio se sintió ahogado por varios segundos. Incapaz de emitir sonido alguno, su reto personal se desvaneció en un santiamén. Todos sus músculos, tensos hasta ahora, se relajaron para dar paso al llanto. Millones de recuerdos atravesaron fugazmente su conciencia. Recomponiéndose, levantó la cabeza y con la mirada le dijo más de lo que cualquier palabra hubiese podido expresar. Un enorme ventanal transparente separaba la sala de emigración. A sus afueras, centenares de familias observaban partir a alguno de sus integrantes, ondeando las manos en señal de despedida y gesticulando algunos besos. “Nos vemos pronto”, prometían esperanzados la mayoría. Durante el viaje, Antonio se dedicó a revivir cuantos recuerdos pudo. Fabricó un álbum mental desde sus primeras memorias hasta las más recientes. Distraído y ensimismado, el aviso del capitán anunciando la llegada al destino final le despertó nuevamente. Rellenó las declaraciones de ingresos suya y de su hermano, y ambos se dispusieron a abandonar la aeronave. Un viento helado les advirtió que el trópico había quedado bastante atrás. Hace mucho que habían cruzado la frontera para ingresar a la nación, pero la decisión de permanencia o no por aquellos lares, recaía en los oficiales que sellaban los pasaportes de las personas que hacían fila. Antonio inspeccionó con la mirada al que dedujo sería el responsable de autorizar la entrada de él y su hermano al país. “Déjame hablar a mí”, pidió a Ángelo.
—Muy buenas noches. Pasaportes, por favor— solicitó el agente. “Sargento Mata, S.” enunciaba su placa. Antonio entregó ambos documentos. —¿Motivo de su visita?— inquirió el oficial. “Volver a vivir”, pensó. —Visitamos a unos parientes— mintió. Luego de algunas preguntas referentes a su lugar y tiempo de estadía, un estruendoso sello en ambos pasaportes decretaba el inicio de una nueva etapa en la vida de los recién bautizados inmigrantes. Sin saberlo, la pareja de hermanos acababa de traspasar dos fronteras. La primera, la delimitación territorial pactada entre naciones. La segunda, esa establecida en sus anteriores. Cada uno pasaría ahora a ser una nueva persona, con visiones y pensamientos distintos, otras costumbres y vidas insospechadas. Antonio y Ángelo, arrancaron a escribir con nueva tinta otro capítulo en la historia de sus vidas. “Haré que valga la pena”, auguró el primero.
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CATEGORÍA POESÍAS
guardabosques Primer Lugar Gustavo Jara Altamirano AgronomĂa
Gustav o Jara Altamirano
g ua r da b osq u e s
Me ahogo con hojas de lengas titánicas
el calafate se derrite
que caen sobre el terreno desproporcionado
los ciruelillos se desvanecen en el espectáculo
con raíces inquietas ante tanto pisoteo
algunos chincoles descienden, se llevan los fideos esparcidos en el suelo.
ante tantas morisquetas digitales
Los veo escapar al son del crepitar perdiéndose en el hocico del bosque caducifolio
me sofocan los idiomas
Me quedo esperando el último suspiro mientras los cóndores vuelan en círculos
chino mandarín, portugués sudamericano.
sobre mi cabeza.
Aquí todos los días es verano e invierno en cinco minutos los aguaceros desaparecen por luz divina.
El sol se asomaba apoyando sus rayos en la geología
El sol nos refriega los párpados
el granito brillaba agujereando los nubarrones
el musgo se multiplica en los dedos
unos caiquenes mojaban sus patas en los cero grados Celsius
la leña es parte elemental de la vivienda básica
mirando las acaenas al oriente.
genera el humo de las tardes en donde aparecen zorros culpeos
Los brigadistas se formaban en la misma dirección
hurguetean y orinan sobre las carpas.
con sus chaquetas amarillas y bototos gruesos
Sus lomos brillan como explosivo listo para estallar
preparaban el matorral, azotaban la estepa
entre medio de las montañas de granito
pisando madrigueras de roedores.
convirtiendo en harapos la vestimenta outdoor
Todos imaginaban su primera operación
con que tapan sus cuerpos fétidos
querían romper el show del simulacro
alemanes, gringos, japoneses y franceses.
sentir el fuego quemándoles la cara
Jóvenes y viejos con sentimiento pirómano
querían alzar el pulaski para dejarlo caer en 180 grados
como si se les metiera Nerón
sobre la corteza de coihues
acariciando sus palmas sudorosas
colgarse las motobombas en la columna
encendiendo la chispa sobre la orquídea
combatir el fuego proveniente de un cigarro mal apagado
dando vuelta la cocinilla en donde se preparaban tallarines
todos querían acabar con la rutina: mañanas enteras en cortafuegos preventivos.
convirtiendo el matorral en cementerio de carne y savia.
Te pasas el día mirando por la ventana, Piloto
Ahora no solo me ahogan las hojas, los idiomas.
masticando marraquetas con mantequilla
Hay una nube de monóxido de carbono entrando en mi tráquea
un té cargado con cuatro de azúcar.
los guanacos corren de dos en dos en una dirección que desconozco.
Frotas la punta de tu nariz con el vidrio
Intento seguirlos pero el fuego me impide avanzar
encuadrando el vértice con la cúspide del Paine.
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Gustav o Jara Altamirano
g ua r da b osq u e s
Esperas la llamada SOS
El filo de mi cortapluma
el sonido de la chicharra anunciando un foco de incendio
cercena la carne del ruibarbo
los gritos de auxilio, el correr de los brigadistas
descuaja de la tierra las verduras para cocinar compota casera.
con el galope de baguales desenfrenados
Tú me dices que llevemos varias ramitas para comer en la noche.
pero todo sigue en su misma ubicación
Te interrumpo y te explico.
los 3000 metros de altura sobre el nivel del mar siguen siendo los mismos
No son ramitas, se llaman peciolos
la lluvia sigue cayendo en distintas direcciones
corta solo la parte rojiza porque lo verde nos podría envenenar
el sol se hace transparente con la calefacción a gas.
el alto contenido de ácido oxálico pulveriza la guata
Te gustaría estar combatiendo las llamas en la selva nigeriana
estrangula los intestinos, machaca los riñones
o en los paisajes californianos y australianos
y aquí no hay hospitales cercanos
o en tu natal Andalucía, estirando los callos al cielo.
solo una ambulancia, un chofer y un enfermero.
Eres el superhéroe ante la catástrofe, Piloto un paramédico de parajes celestiales
La llareta
jefe del helicóptero que se oxida encima de las hierbas
es como una nube pinchuda
cierra los ojos e imagina a un par de majas incendiando un campamento
una trinchera natural para escondernos de los pumas
cierra los ojos
depredadores que nacen con un radar en la mirada
toma la palanca de mando
al asecho de cualquier carne en movimiento.
transporta 800 litros de agua presiona botones de todos los colores imagina ser una máquina al rescate de fémures quebrados y clavículas chuecas quieres ver si los turistas ensangrentados calman su dolor frente a la panorámica de montañas. Piloto, hombre pálido de ojos azules y piel arrugada detesta a los camiones aljibes por su escaso ataque rinde homenaje a las sales de amonio que expulsan los cisterna perfora con la mirada la roca del punto de fuga.
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pasos Se gundo Lugar Felipe Cisternas Pennaroli AntropologĂa
Felipe Cister nas Pennaroli
I
Rasgan: la noche y a tientas. vibrando la hondura, el desborde.
pa s o s
II
Pรกjaro negro sobre la cama esparce la lluvia.
III
Imagen:
fronteras, pasos, y el sauce:
Parir nunca es un borde. Exiliado del lenguaje, abrir.
su boca roja sobre la casa.
Parir lo abierto sin sujeto.
Suspira, arroja sus naves.
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Felipe Cister nas Pennaroli
IV
Tarde fría. Embestido la frontera, toco mis párpados.
V
Plegada sobre sí, tirante, como un puño que aprieta arrastrando los tendones.
pa s o s
Marchitan, las líneas: devoran la noche.
VI
Al final.
De lo abierto sin sujeto, Brotes Quitral en flor.
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al límite Tercer Lugar Joaquín Miranda Puentes Magíster en Letras, mención Lingüística
Joaquín Miranda Puentes
lo s t i e m p o s
Quisiera no ser yo por un momento, salirme de este cuerpo y contemplarme cada vez más distante hasta olvidar por siempre lo que he sido. Reírme con la muerte del silencio que no hizo nada para no desaparecer. Pero arrastro el recuerdo por mi ausencia lamiendo la miseria de mi carne.
al límite
¡Mutilen mis palabras y prevengan que vuelvan a juntarse con mi cuerpo! ¡Ser la nada y lo nunca y lo jamás! Quisiera poder irme antes de irme para volver sin ser reconocido, entonces no ser yo me hará ser para siempre lo que nunca habré sido. destiempo
¡Vengan a mí los cuervos con mi cuerpo y sus huecos en máscara de cruz!
Nos dijeron que el tiempo era otra cosa: una especie de Dios irreparable.
Quisiera no ser yo, no serlo nunca, no ser tiempo ni bestia de la mente; ser el cobarde, el abortado, el mito deforme del demonio.
Que hay tiempos laberínticos. Que hay tiempos circulares. Que el tiempo es una lluvia para todos y moja solo a algunos: un temporal macabro y selectivo. Que algunos se han perdido en sus senderos. Que al fondo de la muerte está el camino. Que el aire retrocede en cada huella y cada huella es parte de un pasado solo, irreconciliable…
¡Perdóname, Dios muerto, por crearte insuficientemente endemoniado! Quisiera ser la música en el aire y susurrar en las mañanas breves sin dejar huella alguna. Ser esa melodía que conquista a los que sueñan… ¡Pero soy el prófugo del cuerpo que me envuelve y de la mente que roe por mi esencia disonante!
Vinieron con el tiempo y su conquista quitándonos lo eterno. Que el tiempo es ilusión: un no sé qué que queda delirando.
El mundo no me quiere como un hijo. Que el tiempo es un silencio. Que el tiempo no nació… 76
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Joaquín Miranda Puentes
Se fueron sin el tiempo dejándonos la carga de un Dios irreparable. No entendimos que el tiempo era otra cosa: una especie de lágrima salvaje. c o n t r at i e m p o
En este lugar de monstruos no permiten el amor; temo las mañanas breves, no creo en la luz del sol. La música que conquista a los que sueñan huyó, la encontraron internada poseída de dolor. El amor es un estado alterado de conciencia. El amor es la censura de una loca decadencia. Recuerdo cuando soñaba mi tiempo como cantor, ahora escapan las horas con mi anhelo y con mi voz. ¿Sigo siendo el mismo prófugo disonante y roedor? ¿Podré ser la melodía, transformar el uno en dos? El amor es la locura de los muertos por ausencia.
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al límite
lo s t i e m p o s m u e rto s
Sonríe mientras dura la matanza. La gente te detesta. Mi voz es la razón de tu existencia. Uno, dos, tres y cuatro… es el momento. Uno por uno, mátalos. Mi rostro imaginado es tu sentencia. Quisieron encerrarte de por vida, yo solo quiero verte en libertad ¡pero ellos no, ellos no! ¡Mátalos! ¡Uno y dos y tres y cuatro! Sigue mi voz. Camina entre los cuerpos que te escupieron en la cara enferma. Camina entre los cuerpos y conócelos antes de mutilarlos. ¡Uno y dos y tres y cuatro y ríe la miseria y cinco y seis y siete y ocho y canta y canta porque nunca te quisieron! ¡Ve mi rostro! ¡Silencio! Los conociste y ocho y siete y seis y quieres ver sus cuerpos derramados. Mi voz es el puñal y cinco y cuatro y ríe y ríe y ríe en mi susurro y canta y mata y ríe y tres y dos… ¡Y tres y dos quisieron verte muerto y tres y dos sonríe mientras dura el grito de las pieles! ¡La matanza! ¡Quisieron encerrarte de por vida! ¡Quisieron encerrarte y tres y dos y uno y al fin! ¡Silencio!
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la muerte del inca Menciรณn Honrosa Cristรณbal Robinson Leiva Derecho
Cristóbal Robinson Leiva
la muerte del inca
Hoy a dos mil diecisiete cayó la nieve sobre Santiago, muda como la tristeza
Los purumaucas barrieron con el pucará de La Muralla
cae hoy y cayó ayer, seiscientos años antes del tiempo,
después La Compañía durmió abandonada y solitaria en Tagua Tagua
antes de Cristo y de su Iglesia, del conquistador blanco y la encomienda
los guerreros de la tierra y el coihue le enseñaron al Inca
cuando el valle de Chile era sólo una flor que nacía a la primavera.
que en la batalla, las hordas de flechas pueden tapar el día.
Un pueblo del norte caminó con sus ejércitos
En la Angostura quedó su divisoria
miles de hombres y lanzas siguiendo la voluntad del Sol.
vedada quedó al Tawantinsuyu por siempre la tierra meridional.
El Sol no encontró límite ni sombra a sus designios
Aquella región Antártica famosa
Túpac Inca y sus mitimaes se la trajeron al Aconcagua.
se ganó por la lanza, el derecho a ser llamada poderosa.
Pero hasta el Sol conoce ocaso
Se ciñó la tormenta en la capital inca del Mapocho
y hasta sus rayos indomables caen presa de la borrasca.
“Jamás vencidos” y “gente salvaje”, fueron llamados
Inti tuvo la osadía de bajar del cielo al reino de los pillanes,
de imperios y naciones en adelante fueron respetados.
de tomar a Michimalonko y Vitacura por vasallos.
La flecha de hielo promaucae hirió el corazón de Sol del Inca.
Túpac y su general Sinchisucca osaron vadear el correntoso Maipo
El Inca miró al cielo antes de morir y vio la nieve sobre Huelén.
mancillar quisieron los butalmapus, entrar a la morada de Antu
Blanco y eterno sueño, como hoy después de siglos volvió a caer sobre Santiago.
pero veinte mil les salieron al paso en el Maule
Allí cerró sus ojos ante la noche nevada, para siempre
los invencibles Lonkomilla, Kurillanka y Warakulen fueron a lavar la afrenta.
y el Valle de Chile quedó en el silencio más austral del mundo.
Teñido de sangre y violencia quedó el río por tres días y al despuntar el cuarto, el Inca yacía herido de muerte en el campo quedó con su sangre y la de Kurillanka lavado el honor, a salvo el Wallmapu y el germen del Chile primigenio. El Sol herido se retiró a sus hogares de más al norte al calor seguro de sus vasallos en Mapocho. El Inca lacerado no se rendía, el valle de Chili tenía que ser suyo apostado quedó el puma; allí erigió el cimiento del Santiago futuro.
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aún queda mucho por vivir Mención Honrosa Jeyver Rodríguez Baños Doctorado en Filosofía
Je yv er Rodríguez Baños
1. El viajero (En memoria de Martha Traba, Ángel Rama y de todos los poetas de la generación del 45)
se juntaron en aquel vuelo partieron con la misma ropa volaron desnudos a descubrir sin descanso la soledad de las estrellas los juegos de la sátira el alfabeto laberíntico de la aguja azotados por la ventisca inventaron para siempre el contenido de sal y agua del deseo dictaron su conferencia desde las nubes más allá de las fronteras siderales Martha Traba y Ángel Rama sus cuerpos hablaron de la concertación de los relojes en un lenguaje selvático de magnolias que dibujaba silencios a ambos lados del océano aquel 27 de noviembre del 83 un hombre y una mujer se abrazaron y se besaron los párpados y en ese momento todas las lágrimas del mar inundaron el Avión 011 de Avianca que era luz y sombra y abismo del abismo.
2. El enamorado me propuse quererte no por zonas ni por días ni por meses
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a ú n q u e da m u c h o p o r v i v i r
si te quiero prometo quererte completa sin desmontar tus caderas sin dislocarte la clavícula para saciar mi sed en tus entrañas prometo darte mi tiempo y cantarte hasta la otra esquina del universo me propuse quererte no por tu cordura sino también por tus desvaríos por tus desvelos por tu llanto y por tu risa me propuse quererte completa sin quitarte ni un punto ni una coma ni un impulso ni una tilde ni un momento me propuse quererte sin cortaplumas sin pedirte que duermas de costado si te quiero necesito querer también tus pesadillas que caen de la cama al suelo me propuse quererte en la vigilia y en eso que nos quita el sueño rumor de lo que no tiene nombre plegarias para nuestro entierro me propuse quererte sin evasivas sin quitarte ni un punto ni una lágrima ni el misterio que te recorre por dentro como si fueras un sol ardiente que no quema me propuse quererte sin preguntas para qué preguntas prefiero ignorarlo todo y saber que sólo tú tienes
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la respuesta a la pregunta que yo no acierto te prometo quererte entre el café de las mañanas y eso que nos devuelve el sueño cuando desnudos nos miramos al espejo eres más real que la muerte más cierta que mi silencio me propuse quererte, así como te quiero querer todo lo tuyo sin miramientos sin balances anuales de pérdidas ni detrimentos solo quererte y quererte completa es subir al cielo en ese espacio entre dios y tú es así como te quiero.
3. El poeta qué dirá el poeta, tú qué dices, qué digo, qué diremos quienes tuvimos en los labios un rumor de voces incesante qué dirán los que vendrán después, si es que vienen si es que les dejamos alguna frontera insepulta algún límite, alguna pista de nuestro desvarío qué dirá el poeta que dijo que sabía decir la parábola de las simples cosas y prender el fuego en la hoguera de los dioses qué dirá el vendedor de humo el que jugó a tatuar el agua en la espalda de la noche qué dirá el poeta, el que en otro tiempo tuvo el rayo entre sus manos y bailaba descalzo sobre sus dos piernas como Sísifo qué dirán los poetas del mañana los venideros, los futuro
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a ú n q u e da m u c h o p o r v i v i r
qué dirán pregunto a secas o en mojado del meteoro que tuvimos por un instante en nuestra boca quemándonos los labios qué dirá el poeta de las notas de invierno y de las impresiones del verano qué dirá si es que dice algo que lo diga al pueblo que alce de nuevo su voz indomable y diga de los venideros de los futuro que anuncie lo porvenir en su lengua vegetal en su lengua de niño neolítico que diga el mundo y que comience después un nuevo ciclo y que todo se suceda eternamente inocentemente como las estaciones hasta que la luz del día anuncie el porvenir del hombre sacado de la costilla de Eva qué dirá de sus hazañas, de sus miserias de lo que significa dormir acurrucado.
4. El bendecido si hay algo que puedo decir y no es tu nombre hijo mío porque la vida me cambió de norte a sur cuando naciste eres mi comienzo y mi frontera llama por la que respiro te amo con amor callado que golpea en el fondo de mi alma hambrienta te amo con la alegría del que sabe que el amor
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es cierto, aunque duela aunque deje en el rostro hondas heridas si hay algo que puedo decir y no es que te quiero hondamente mientras escribo y me pesa no tenerte a mi lado para respirar el mismo aire que respiras a veces lamento estar separado de ti por una simple frontera aunque a veces siento que estoy que una parte mía está con ustedes en el café del desayuno si hay algo que puedo decir y no es que te quise desde antes que nacieras y que sentí un temblor en el pecho cuando la enfermera te puso entre mis manos: pétalo de luz de luna llama encendida para iluminar mis días si hay algo que quiero decir y no es que te quiero y eso es definitivo como el agua soy feliz y ahora soy completo hijo mío parte de mi ser surtidor de mi alegría.
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cartografía de mis fronteras Mención Honrosa María Alexandra García Pérez Doctorado en Nerurociencias
María Ale xandra García Pérez
c a r to g r a f í a d e m i s f r o n t e r a s
I.
III.
Niña Burbuja
Habitar la piel
Niña burbuja
Cansada ya de colonizar otras tierras,
tú, niña burbuja
retorno a lo que siempre fue mi hogar
eres el producto de un aliento entusiasta
no encontré más excusas para no verme
a partir de una mezcla simple de agua y jabón
el reflejo irrenunciable de mi propia piel.
¿Cuánta belleza surge de lo simple?
Atravesé la sequía de mis tierras, y con paciencia insistí en creer
Las cosas bellas son instantes,
acaricié las fronteras de mi cuerpo
delimitados por el tiempo, y nuestros contornos
me regalé lo que nadie más me dio
momentos de perfección irrumpiendo en el espacio.
escuché cada uno de mis reclamos y reproches
¿Y qué sería del espacio sin ti mi pequeña burbuja?
me contuve vigilé sigilosa, mis comportamientos y evoluciones entendí que, para amar, hay que amarse
II.
entendí que, los límites son imaginarios
Extranjera
entendí que, lo que somos es valioso y nada se repite más de una vez.
Desde las puntas de mis dedos, hacia lo recóndito de mi alma la pulpa misma de mi esencia. Cerré los ojos, para contemplarme desde afuera reflejos indeterminados e infinitas proyecciones de mí misma. El peso insoportable del indiferente pasar de las estaciones, acalambró mis sentidos. Extranjera, conversando conmigo misma espectadora cotidiana de un almuerzo en tercera persona. Diferentes lenguas y razas, cohabitando a diario, el mismo recorrido. Aun así, ajenos, nómadas, errantes, hermanos de la rutina. Escupidos al mundo, tan rodeados, pero tan solos. ¿Qué nos separa? ¿Qué nos conecta? “Estación terminal… todos deben bajar”.
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Este libro se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2017 en Santiago, Chile. Los textos fueron compuestos con las tipografías Baskerville y Whitney HTF. Páginas interiores impresas en papel bond ahuesado de 90 grs. Portada impresa en cartulina de 250 gr. con polilaminado mate. Pantone 7699 y 805. Encuadernación costura hilo, entape holmet y retractilado. Tiraje de 500 ejemplares.
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