OBRAS GANADORAS
OBRAS GANADORAS CO NC UR SO L IT E R A R IO UC 2014
© Pontificia Universidad Católica de Chile Dirección de Asuntos Estudiantiles Vicuña Mackenna 4860, Macul, Santiago, Chile Derechos reservados Primera edición, octubre 2014 Dirección editorial Cinthya Castañeda Edición general Natalia Ramos Diseño Pampa Estudio Impreso por Andros Impresores Santa Elena 1955, Santiago, Chile Prohibida su reproducción
OBRAS GANADORAS
PRÓLOGO Al pensar cómo prologar este libro no se me ocurre más que comenzar con la rememoración de la experiencia inicial al aceptar el convite de la Dirección de Asuntos Estudiantiles, hace ya varios años. Creo que había participado en algunos concursos y en las reuniones de deliberación del Premio Nuez, de la Facultad de Letras de la UC, pero poco más había hecho en este campo de jurado de textos creativos. Al principio un poco extrañado por esta situación, pero con la confianza de que podría cumplir adecuadamente con el encargo, basado en la experiencia de haber leído bastantes cuentos y novelas; un elemento de gran ayuda, como comprenderán los estudiantes que concursan año tras año. Ya han sido muchas temporadas en que se hace un hábito agradable recibir el llamado o el correo electrónico para avisarme que participe como seleccionador de los cuentos, para discernir quién ganará cada año. Siempre es una sorpresa, más que el nombre de los ganadores —aunque no se crea, uno se entera en paralelo a los estudiantes del resultado y de las identidades, y bueno, ahí se entiende la utilidad de los seudónimos—, ver las distintas carreras de la universidad que aportan con nombres como este año 2014, que ha sorprendido agradablemente por la variedad de los orígenes profesionales de los participantes. Y uno aprende ciertamente, con ejemplos empíricos, ya que también me han dado ganas de escribir más allá de la redacción académica con el entusiasmo que siento detrás de los relatos al imaginar el esfuerzo de los autores.
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Pero el esfuerzo puro debe ser observado desde los criterios personales por los que uno dirime una elección: la innovación y el apropiado uso del lenguaje, determinar un buen punto de vista, crear un mundo ficcional de relativa autonomía al nuestro, diferenciar bien la experiencia que a edad juvenil puede ser tan impactante del propio universo creado que debe rendir tributo a una vivencia que pueda ser compartida con la comunidad lectora; en fin, demostrar un conocimiento literario que se sume al impulso inicial y a las ganas entusiastas de escribir. Y por supuesto, el reconocimiento del propio saber literario de los estudiantes que proveen una manera de acercarse a los textos al modo de entrar en juegos de lectura. En este sentido, imagino como si de una estrategia de ajedrez se planteara que el cuentista hiciera sus apuestas frente a nosotros, una suerte de lectores profesionales que tendremos que evaluar en última instancia la definición de esta convocatoria. Personalmente, para mí ha sido un agrado participar y evaluar, más allá de las interpretaciones de obras literarias a las que me enfrento cotidianamente en mi lugar de trabajo, el hecho de constituirme periódicamente en un lector invisible de trabajos creativos de gran apertura temática a mi parecer. Estos van desde circunstancias personales, amoríos fugaces, hasta mini tragedias, cuando no experiencias con microcuentos y textos que juegan con lo seriado como el policial, la ciencia ficción y el terror. Por supuesto, mi obligación es seleccionar y hay algo de injusto en ese carácter de autoridad que sanciona. Pero como aliciente para todos quienes participan, ganadores, finalistas y concursantes; recuerdo lo que me dijo un querido amigo de otro tiempo: quien escribe ya tiene la vivencia de la creación y por eso es un artista, aunque sea imperceptible para él y eso ya es origen de una grandeza particular.
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Por mi parte, agrego que eso es el motivo de la celebración y de las felicitaciones de nosotros que estamos al otro lado como los lectores finales de estas obras, como si quisiéramos estar en la propia experiencia de escribir y no perderla o sentirnos jóvenes si la recobramos. Por eso también desde este lado, les agradecemos profundamente que nos inviten a participar de este mundo compartido en que las mentiras ficcionales traen a la presencia las dulces e irrepetibles verdades de la infancia.
Danilo Santos López Académico de la Facultad de Letras UC Jurado categoría cuento
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C U EN TOS
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TODOS LOS PASAJEROS DEBEN DE SC E NDE R Gabriela Campillo, Periodismo Primer Lugar
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LA SIRENA DE PATÉ María Constanza Abarca, Actuación Segundo Lugar
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IÑORA LUISA Nayareth Pino, Pedagogía en Educación Media Tercer Lugar
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¿QUÉ IMPORTA? Joaquín Miranda, Letras mención Literatura Hispánica Mención Honrosa
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ALETEO DE MARIPOSA Ana Belén Espino, Actuación Mención Honrosa
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CHAU María de los Milagros Bussio, Psicología Mención Honrosa
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DECIDIR RECORDAR Alejandro Band, Sociología Mención Honrosa
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DESDE UN BARRIAL Daniela Pinto, Derecho Mención Honrosa
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GUERRA DE AUTORES Cecilia Valenzuela, Arquitectura Mención Honrosa
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NAC IDO C ULPABLE FelipeVásquez, College Ciencias Sociales Mención Honrosa
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P O ESÍ A S
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DESPERTAR Micaela Paredes, Letras mención Literatura Hispánica Primer Lugar
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BALADA DE ELSIE BESSIE Tomás Reyes, Medicina Segundo Lugar
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CRÍTICA DE ARTE Esteban Vargas, Música Tercer Lugar ADÓNDE TE F UISTE Constanza Andreani, Agronomía Mención Honrosa
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1 0 5 BODAS EN EL PARAÍSO DE PLAZ A C HACAB U CO Pablo Apablaza, Letras mención Literatura Hispánica Mención Honrosa 1 0 9 CENIZAS Paulo Lorca, Letras mención Literatura Inglesa Mención Honrosa 113
DESPIERTOS Y DESAHUCIADOS Benjamín Villalobos, Actuación Mención Honrosa
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HUELLAS Claudia Cattaneo, Doctorado en Artes Mención Honrosa
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L A ESPERA Anastassia Akel, Arte Mención Honrosa
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VEINTE AÑOS Y UN DÍA Joaquín Miranda, Letras mención Literatura Hispánica Mención Honrosa
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CUENTOS
todos los pasajeros deben descender G abr i e l a C ampi l l o, Pe ri o dismo Pri me r Lu g ar
Gabriela Campillo
yo era más chico tomaba el Metro con mi papá. En la mañana nos íbamos en micro hasta la Plaza Italia. Él hacía su pega y después nos devolvíamos en Metro, en la tarde. Cuando él andaba de buen ánimo me decía que si no nos bajábamos en la última estación viajábamos en el tiempo, porque empezábamos un nuevo viaje hacia el otro lado y ni nos dábamos cuenta. Yo nunca entendí lo del tiempo o lo del viaje al revés. Solo me gustaba quedarnos en el Metro mientras todos se bajaban, y sentir que estábamos solos, viajando hacia algo desconocido. Ahora que él se fue, o en realidad se lo llevaron por tonto o por ladrón, yo tomo el Metro solo. Con el Juan a veces salimos temprano y le digo que tomemos el Metro. Al Juan le da miedo porque dice que no se puede respirar, que es muy oscuro. Pero yo encuentro que es lo mejor que existe, porque va rápido, tiene olor a quemado y uno va calientito. Pero ya no salgo tanto con el Juan, porque prefiero a la Roxana. Ella es linda, huele bien, siempre tiene el pelo limpio y sus piernas son tan blancas que me encantan. Como yo nunca tuve mamá, a veces me imagino que mi mamá era como la Roxana cuando chica, así de bonita. Pero yo soy tan feo, que no creo. Mi mamá debió haber sido fea y por eso me dejó solo con mi papá, y ahora, más solo todavía. Hoy voy a invitar a la Roxana a pasear en el Metro. Como no tengo plata para comprarle un helado, le diré que vamos a viajar por el tiempo y el espacio, aunque no sé bien qué signifique. La Roxana me dijo que sí. Vamos caminando por la calle y ella está tan callada. Yo ya no soy tan chico, entonces entiendo que las uando
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mujeres a veces son raras. Ella también es grande, ya tiene 12. No sé qué le pasa pero ya venimos en el Metro. San Pablo. Se ve tan bonita sentada al lado mío. Yo le cuento que el Juan ya no me habla mucho. Ella me cambia el tema y me pregunta por mi papá. Neptuno. Yo le digo que todavía no sale, pero que me las arreglo bien solo. Pajaritos. Ella se ríe como una mamá. Hace calor en el Metro. Las Rejas. Se sube más gente pero no le damos el asiento a nadie. Ecuador. La Roxana es la más linda del vagón. Su pelo se mueve un poco con el viento del túnel, es casi perfecta. San Alberto Hurtado. Yo le pregunto que cómo le ha ido, que si le gusta el colegio nuevo. Universidad de Santiago. Ella dice que bien y después se calla. Silencio. Universidad de Santiago, Estación Central, Unión Latinoamericana. Todo ese rato de silencio y a mí me empezó a dar pena. República. Le pregunto si se quiere bajar. Ella quiere seguir hasta el final, quiere que viajemos en el tiempo. Los Héroes. Se baja tanta gente y se sube tanta más. Yo los miro como con miedo. Señoras, viejos, guaguas. La Moneda. Le cuento un chiste a la Roxana y ella se ríe. A lo mejor solo tiene sueño y no anda triste. Universidad de Chile. Ella también me cuenta un chiste y me hace cariño en el pelo, como sacándome una pelusa. Santa Lucía. Parece que le gusto a la Roxana. Universidad Católica. La gente empieza a cambiar. Se bajaron los feos. Baquedano. Aquí me bajaba con mi papá, le digo a la Roxana. Ella me vuelve a decir que le mande saludos. Salvador. Ya no queda gente fea en el Metro, solo yo, porque la Roxana es linda. Manuel Montt. Le digo que no le puedo mandar saludos, que no veo a mi papá y a lo mejor no lo vea nunca más. Pedro de Valdivia. A la Roxana le da pena y me abraza un poco. Después me suelta, rápido. Los Leones. No sé
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Gabriela Campillo
qué hora es, pero la gente anda apurada. Tobalaba. Se bajan todos los que se parecían a mí, se bajan todos. El Golf. Y la Roxana me habla del Juan. Yo no entiendo, si a mí ya me cae mal y no somos tan amigos. Alcántara. Le digo a la Roxana que el Juan es tonto, que no sabe nada. La Roxana se pone más triste y llora. Escuela Militar. ¿Qué le pasa a la Roxana, por qué llora? Ella no para de llorar y a mí también me da pena. Manquehue. La Roxana me cuenta que tiene una guagua, que está esperando guagua. Yo no puedo entender, hago como que no escucho. Hernando de Magallanes. La Roxana me dice que el Juan es el papá de la guagua, que van a ser papás los dos, que ella ya no va a ir más al colegio. Los Dominicos. Todos los pasajeros deben descender del tren. Le digo a la Roxana que nos bajemos. Nos bajamos. La miro con rabia, con pena. Se empieza a poner más fea, sus piernas ya no son tan lindas, su pelo ya no está tan limpio. Odio al Juan y me quiero ir, solo. Viene el siguiente tren y me meto, aunque todos se bajan. Dejé sola a la Roxana, pero no me importa, total va a estar sola toda su vida. Todos bajan y yo solo, y comienza el viaje en el tiempo. Tal vez pueda funcionar, que retroceda todo, que cambie la historia para mejor. Aparece de nuevo el tren, pero al otro lado. Y yo soy el único que está adentro. Pensé por un rato que la Roxana podía estar ahí al frente, esperándome, pero se fue. Mi papá me mintió tanto, tantas veces. El viaje en el tiempo no existe, porque la Roxana sigue esperando guagua, porque el Juan sigue siendo el papá y el amigo que me traicionó. Y el tren ahora va hacia el otro lado, y yo soy el único feo, el único moreno y sucio, pobre y triste. Todos se suben y yo ahí, un punto asqueroso y solo. Sin mi papá, sin el Juan, sin la Roxana.
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to d o s lo s pa s a j e r o s d e b e n d e s c e n d e r
l a s i r e n a d e pat é M arí a C o n st an z a Abarca, Actuac ión Se g u n do Lu g ar
María Constanza Abarca
no me como la miga”, le decía Carla a Ismael cuando este buscaba en la bolsa plástica una marraqueta para ella. Al recibirla, le quitaba la miga y se la daba a él, quien la introducía entera en su boca y una vez adentro la remataba con un chorro de paté. Carla había escuchado junto a su mamá en el matinal, que lo que más engordaba era la miga. Además la miga entorpecía el momento de colorear el pan de café, verde o morado, sus ingredientes favoritos: paté, palta o mermelada de mora casera. Introducía ansiosamente su dedo índice colmado de paté en la marraqueta que Ismael había escogido al azar para ella. Una vez lista decidió disfrutarla mirando el mar. Ismael tarareaba una canción popular que seguro había escuchado con sus papás, la canción y el ruido del mar se unían perfectamente. Sentía sus hombros calientes, su piel olía a sudor, había entrado en el mar hasta las caderas pero decidió salirse cuando los demás se alejaron por debajo del agua. Su short blanco seguía mojado, al igual que su salpicada polera de rayas café con blanco que se le pegaban a su cuerpo regordete. Nunca había usado un traje de baño. Su mamá le aconsejaba que mejor se veía tapadita de ropa. Carla se había convencido de que los trajes de baño eran para gente que sabía nadar, como sus compañeros, o para que las sirenas pudieran taparse sus senos con un bikini de conchas que esconden perlas valiosas. Claramente no para ella. Para ella era el pan sin miga con paté, se había preparado el cuarto. Ismael se aburrió de recibir las migas pero ella no se aburría de colorear el pan con rapidez e introducirlo a su boca para mezclarlo con el mar y el tarareo de él. Hasta que la mezcla se o
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perdió con las voces de los compañeros que volvían a la orilla. Riendo y empujándose vieron asomarse cerca de la orilla primero una cola oscura y luego un hocico con largos bigotes. “¡Miren cómo nada la Carla!”, dijo Eduardo, apuntando al lobo marino que se asomaba en la orilla. Todos se rieron a carcajadas. Carla quiso disimular haber escuchado el comentario y se acostó boca abajo para ignorar su regreso. Podía escuchar sus risas cada vez más cerca, el contacto de los ocho pies con la arena. “¡Wow, qué veloz! ¿En qué momento te viniste a estacionar, Carla?”, dijo Jaime. “Pero si recién te vimos nadando en el mar”, complementó Pablo. Carla, con la cara roja de sol y vergüenza, respondió: “No era yo, fíjate”. “Es una broma no más”, dijo Eduardo, acercándose a la bolsa de plástico con el cocaví que habían comprado entre todos. Cuando se dio cuenta de que no quedaba ningún solo pan y que el envoltorio de paté estaba estrujado hasta la última gota, preguntó: “¿Quién se comió todo los panes?”. Jaime respondió: “¡Pero cómo!, si habíamos comprado uno para cada uno”. Carla, avergonzada, dijo: “Quedan galletas todavía”. “El lobo marino se los tenía que comer”, dijo Eduardo. Todos ríen menos Ismael. Carla, cada vez más roja, se levanta y toma una de las zapatillas de Eduardo y con toda su fuerza la lanza al mar, las risas cesan, solo se escucha el mar y la respiración agitada de Carla. La zapatilla es tragada por una ola y se pierde en el agua. Eduardo levanta arena en dirección a los ojos verdes de Carla que se llenan de estos pedacitos de piedras. No puede ver nada, tiene calor, le duelen los hombros y los ojos. Ismael, defendiéndola, dice: “Oye Eduardo, a las mujeres no se les trata así”. Eduardo responde:
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María Constanza Abarca
“¿Mujeres?, no veo ninguna mujer, veo un puro elefante marino vestido con peto y short”. Carla se aleja sin ver nada, camina lo más rápido posible, después de un rato siente en sus pies el agua helada del mar de Valparaíso. Se introduce sin pensar y sin mirar. La bota una ola, se levanta y sigue entrando cada vez más profundo, hasta que sus pies ya no tocan el fondo, y las olas ya no revientan. Flota, flota por encima del agua y se siente sirena. Abre de a poco sus ojos y ve a Ismael entrando por ella, la ayuda a salir del agua, están lejos de los otros. Carla dice mirando el mar: “Me gustaría que me enterraras de las caderas hacia abajo con arena y que las convirtieras en una cola de sirena. Como una cirugía estética, una cola de sirena café”.
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l a s i r e n a d e pat ĂŠ
iñora luisa Nayare t h Pi n o, Pe da g o g ía Te rce r Lu g ar
Nayareth Pino
las noches los hospitales gritan. Noches y algunas se vuelven sordas. Noches y la señora Luisa habla. Se va a caer el techo, señorita. Se nos va a caer encima. El techo se nos va a caer mañana. Sáqueme de aquí, por favor, enfermera. Por lo que más quiera, señorita. Duérmase, iñora, y deje de molestar, no ve que las otras quieren dormir. No ve que ya es tarde. Son las dos ya. No ve que me importa un queso lo que le pase. No ve que a nadie le importa. No ve que sus hijos hace rato que la dejaron acá. La abandonaron, iñora. Dese cuenta. Duérmase y dese cuenta, si es que puede, que mañana es otro día, como dijo la Scarlet. Y qué habrá querío decir con eso de que es otro día si todos sabemos que siempre es el mismo día. Que no se va a caer ningún techo si hoy día no pasó. Que usté va a seguir acá abandonada y yo voy a seguir limpiándole el poto, la baba, la chata meada. Seguiré limpiándole la pena, que harta que debe tener. Ya me imagino yo a su edad y abandoná en un hospital público. En un hospital con cansás como yo. Y Salvador le pusieron más encima. Ni que fuera a salvarlos. Ni que fuera Allende. Ni me diga ná mejor, que de Allende usted seguramente supo, iñora Luisa. Escuché unos rumores. Y, a decir verdad, poco me importa. Pinochetista o allendista y el poto se lo limpio yo igual. De qué le sirvió ser buena, si sus hijos le salieron bien mal paridos. Harto mal paridos pa’ dejarla acá a usted. Cría cuervos y si tenís suerte te sacarán los ojos, decía mi madre. ¿Qué el techo se va a caer? ¿Por qué mejor no le grita a su esposo que la venga a buscar? ¿Por qué no grita eso mejor?, porque no entiendo de qué techo me habla, iñora. Si este hospital no tiene techo, se ha puesto a mirar pa’rriba. No ve que no hay nada. n
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iñora luisa
Si los techos son pa’ protegernos, no pa’ hacernos pasar frío. Este no es na’ techo que está muy alto. Es como el cielo del que hablan algunos. Yo no creo na’ en el cielo porque está muy alto. Porque está pa’ puro recagarnos de frío. Es eso lo que siente usted, iñora Luisa. Tiene frío. Espéreme que le traigo otra frazada. No ve que tiene frío, iñora Luisa. Sigo las líneas de colores todos los días y al final de todas está la muerte. Ni más ni menos. Estoy tan cansá. Tan cansá de que esa vieja grite todas las noches, de tener que aguantar este trabajo de mierda en mis manos, el olor a caca, a pichí combinado con el olor al puto jabón de manzana de todas las mañanas. Jabón de manzana, si no es broma cuando te decía que odiaba las manzanas. Es por eso, porque con ese olor jaboneo a las mujeres todas las mañanas. Veo una manzana y veo veneno, pero veneno de verdad, no como la tontorrona de la Blancanieves. Veneno, porque eso es lo que es mi vida acá. Oye, pero no te sintái aludío, si tú hai sido lo único bueno. Quién se iba a figurar que iba a encontrar a un hombre como tú acá. Pero el amor es cuento aparte, si el drama es otro. De día y de noche. Y tener que hacerme la sorda. Sentir a to’a esa gente llorar. El dolor pareciera que es como la risa. Se contagia la hueá. Y me duele todo. Porque a cada uno le duele algo diferente. No, si no es de alharacos que gritan. Si a ti te tocó la pega fácil. Soy yo la que se mama a todas las Luisas y a todos los techos a punto de caerse. Yo no sé si se vaya a caer el techo. Debe ser un sueño. Una pesadilla que tiene la iñora cada noche. Una vez la Caro me dijo que los sueños se podían interpretar. Pero yo no sé na’ de esas cosas y, a decir verdad, re poco creo, así que estuve averiguando sobre ella, sobre la iñora Luisa. Luisa Retamal Contreras, nacida el año 1941, profesora, de
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Nayareth Pino
izquierda, 3 hijos, ni uno bueno. La dejaron tirá un día como que no quiere la cosa. Como si ella fuera un perro y el hospital una carretera. Ni me quiero imaginar qué soy yo en todo esto y qué soy tú. Si en esto estamos juntos. Supe que lleva dos años acá. La venía a ver su esposo y le cantaba canciones a capela. Canciones de adivina quién po’. Somos novios, nos queremos y el leseo. Canciones de Armando Manzanero. De ese tenía que ser, si ya parece que me quieren agarrar pal’ chuleteo. Cuentan las chiquillas que a ella le gustaba “Cuando estoy contigo”. Pasó que un día al caballero le dio algo, no sé bien qué, y no la vino a ver nunca más. Estiró la pata. Eso me contó la misma Caro, que lleva más en ese piso que yo. Se murió el pobre. De sus hijos, nadie sabe. Solo desaparecieron con el iñor, como si se los hubiese tragado la tierra. La última vez que vinieron fue pa’ decirle que el iñor falleció. Y de eso ya un año. Estuve viendo con una amiga de la administración pa’ ver si me conseguía algún teléfono. Esta viejita está mal de la cabeza. Yo le sigo la corriente no más. A veces soy mala y me arrepiento. Ahora po’, que le vine a buscar otra frazada a la pobre después de haberla tratado retamal. Oye, si no soy na’ mala. Ahora lo que quiero es conseguirme un número y llamar, contar que se va a morir luego. Contar que necesita que alguien le traiga un pijama decente, que el que tiene está todo hediondo. Que es indigna la pobre. Solo un pijama les voy a pedir. El amor no se anda pidiendo por teléfono. No se anda mendigando. Oye Miguel, prométeme una cuestión, prométeme que no me vay a dejar sola. Prométeme que si tenemos hijos van a ser buena gente. Prométeme que si me enfermo no me vay a traer pa’ acá. Yo no te voy a traer a ti tampoco. Prométeme que me vay a cuidar con tus propias manos. No serís
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iñora luisa
doctor pero me amái ¿cierto? No quiero ser una enferma que camina sobre una línea de color buscando lo que nosotros dos conocemos bien. Oye Miguel, si no es de majadera que siempre te repito. Las he seguido todas, todas las líneas de colores, y al final de todas siempre está la muerte. Ni más ni menos.
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¿qué
i m p o r ta
Jo aqu í n Mi ran da, Le t ras Me n ci ó n Ho n ro sa
?
¿qué
i m p o r ta ?
l primero pide un Barros Lucro que le combine con
la corbata, billetes asados cubiertos de monedas derretidas. El segundo pide lo mismo de siempre, no le gustan los cambios (o no está acostumbrado), y pregunta si pueden prender la tele para ver el partido. El tercero se sienta a ver el partido y pide un vaso con agua, pero lo echan porque no cumple con el consumo mínimo. El primero se atora con una moneda que no fue bien derretida mientras se ríe de una persona que fue echada por no pagar el consumo mínimo. El segundo le dice a un tipo que pare de reírse, que por su culpa no escuchó quién metió el gol. El tercero escucha los gritos de gol y dice qué hijos de puta los muy conchas de su madre. El primero se indigna al ver la cuenta y exige hablar con el dueño, luego hace perro muerto. El segundo celebra el resultado del partido, se emborracha y desaparece cantando por las calles. El cuarto se sube a la micro y pide permiso, se sienta y se queda dormido al lado del tercero. El tercero escucha una conversación y se entera del resultado del partido, se alegra por dentro. El primero muere y aparece en los diarios. El segundo lee el diario y piensa yo he visto a este hueón. El tercero compra el diario para tener algo para cubrirse en las noches. El cuarto se suicida y nadie se da cuenta, a nadie le importa.
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aleteo de mariposa A n a B e l 茅 n E spi n o, Act u ac i贸n Me n ci 贸 n Ho n ro sa
Ana Belén Espino
las mañanas mi mamá me despertaba y me acompañaba hasta la ducha. Era muy precavida así que no me soltaba del brazo hasta entrar en la tina porque “me podía caer”. Cuando me escuchaba cortar el agua, corría a recibirme con la toalla estirada, “mamá, no es necesario”, pero ella no entendía. Parte de su rutina matutina consistía en ver el clima y elegir mi ropa, ¡claro que yo no la dejaba ayudar a vestirme! Ponerme la ropa yo mismo me hacía sentir independiente y libre, aunque debo reconocer que mi torpeza fue culpable de ponerme la polera al revés o tener que cambiarme los zapatos una y otra vez de pie. Pero mi mamá, con su dulce voz y suaves manos, me arreglaba hasta parecer príncipe (bueno, eso decía ella). Aunque solo tenía 7 años, yo estaba enamorado de la vida. Mi estación favorita era la primavera, salir al patio, oír el zumbido de las abejas y la melodía de los pajaritos. Me gustaba sentir ese escaso viento que rozaba mis mejillas, las que siempre terminaban rojas, “pareces un tomate”, y yo me lo imaginaba y me daba risa, ni siquiera sabía exactamente cómo imaginarme un tomate. De todas las cosas del mundo, lo que más me gustaba era el aleteo de las mariposas, porque aunque no lo crean, se puede oír, pero solo se dejan ver en primavera. Algunas veces el aleteo me angustiaba porque era rápido y violento, no entendía por qué. Mi mamá me decía que iban tarde a una cita de amor ¿cómo serán los besos de mariposa? Mi mamá decía que yo daba besos de mariposa porque la hacían volar… ¡mi mamá! Ella conocía más el mundo que yo, así que me contaba cómo era: ¡mi ciudad! Creo, según las historias de mi mamá, que de todas era la más maravillosa porque siempre estaba iluminada y cubierta de flores odas
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aleteo de mariposa
¡todo el año! Hasta en invierno la escarcha blanca se teñía de polen multicolor, o eso decía ella, y me recordaba lo afortunados que éramos porque solo allí pasaba eso, y yo me sentía más especial. También me contaba que la gente vivía en paz y llenos de amor, yo a veces pensaba “tal vez en otro planeta existe la injusticia, o hay gente infeliz, tenemos suerte de vivir en un lugar donde las diferencias no son un problema, donde no hay pobreza (me costó entender lo que eso significaba, no comprendí la maldad del dinero hasta muy grande) y la gente solo se preocupa de ser feliz y hacer feliz al resto”. Nos pasábamos el día fantaseando y jugando en la plaza o el patio de mi casa. Cuando ya era la hora de entrar, mi mamá me preparaba mi plato favorito: leche con chocolate. Me gustaba hacerme bigotes con los sorbos que llevaba a mi boca, aunque era mi estrategia para oír la hermosa risa de mi mamá. Tengo la sospecha de que los últimos años solo se reía para complacerme, o por rutina. Cuando nos íbamos a dormir (sí, lo reconozco, dormíamos juntos) ella me contaba cuentos de héroes y yo me imaginaba que algún día iba a ser uno de ellos. Cuando me di cuenta que mi mamá no me dejaba ser un héroe yo quise dejar de ser su hijo. Me fui a dormir al sillón y así comencé a dejar de salir con ella, bueno, a dejar de salir, porque me tenía prohibido andar solo “por ahí”. Aunque aún seguía llevándome a la ducha por las mañanas y contándome cuentos por las noches, nunca más salí a oír el aleteo de las mariposas. “Mamá, si la gente es tan buena ¿por qué no puedo salir solo?” Mi mamá nunca me respondió, no sé si porque no tenía respuesta o porque no quería que yo la supiera. Así pasamos meses y años, yo la escuchaba llorar detrás de la pared, pero no le decía nada.
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Ana Belén Espino
Hasta que un día no me despertó, no sé cuántas horas dormí. “¡¿Mamá?!” Qué extraño, pensé, y entendí que ese día había conseguido mi independencia y le tenía que demostrar a mi mamá que podía hacer las cosas solo. Me dio vergüenza, pero creo que nadie me vio: me caí entrando en la ducha. Corté el agua y no pude encontrar mi toalla por ningún lado. Me quedé de pie esperando que algunas gotas se evaporaran, otras llegaran a mis pies y el resto se metiera por mis poros. El frío era algo que no me había tocado vivir. Me vestí y salí a caminar. Tenía un poco de calor, tal vez la parka estaba de más, “para la próxima, me tengo que fijar en el clima”. Me alegraba escuchar las risas de la gente y saber que me rodeaba felicidad. “Mijito, tiene zapatos distintos”, me dio tanta vergüenza que salí corriendo. Claro, me caí, nunca aprendí a atarme los cordones. “Fíjate por donde caminas”, me tropecé con alguien, no pensé que fuera a haber una persona en el suelo ¿qué haría una persona tirada en medio de la vereda? tal vez justo se agachó para recoger algo y yo pasé por encima. “Perdón, no sabía que estaba ahí”. Era raro pero justo ese día la gente estaba enojada, tal vez por eso mi mamá no se quiso levantar. “Claro que no vas a saber que estoy acá, cómprate un bastón, ciego inútil, pedazo de basura”. Entendí, con solo una frase, todo el secreto que había escondido mi mamá y lo estúpido que fui en no darme cuenta de que yo no era como los demás. “Señor, ¿usted puede escuchar el aleteo de las mariposas?”, “no seas tonto, eso no se puede escuchar”. Sí, yo era especial, no necesité poder ver para enamorarme de la vida a los 7 años. Tenía la virtud de poder percibir el mundo con mi corazón y no con los ojos como todos los demás. Pude conocer la vida y enamorarme de ella a través de la bondad de mi mamá, y
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aleteo de mariposa
entonces descifré el secreto que tanto tiempo ella me ocultó: yo tenía una mamá heroína, por eso yo nunca iba a ser un héroe. Pero yo era algo único, yo era un aleteo de mariposa.
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chau M ÂŞ de l o s Mi l a g ro s B u ssi o, Psic ologĂa Me n ci Ăł n Ho n ro sa
Mª de los Mila g ros Bussio
es un lindo día. Me pregunto ¿por qué un “lindo día” significa un día despejado y con sol? Los días nublados también son lindos. O al menos son tan lindos como puede serlo uno soleado. Hoy es veintisiete de junio. Es un lindo día soleado. No está particularmente frío para ser invierno. Debe hacer unos diez grados. Más o menos. El problema de este país (o de Santiago al menos) es que diez grados nunca son diez grados. En Buenos Aires si hace diez grados hace diez grados. Hace diez grados a la sombra y al sol y si llueve y si no llueve. En cambio acá diez grados son como dos si está nublado y como quince si está despejado. Y como temperatura Antártica si llueve (las dos o tres veces que llueve). Entonces hoy es un lindo día de como diez grados que son quince. Supongo que me alegro de que esté así hoy. Supongo que es mejor así. En cierto sentido lo hace más fácil. ¿Más poético? Ayer, jueves veintiséis de junio murió mi abuelo. Mi abuelo Héctor. Papá de mi papá. Hace como un mes creo, o quizás más, mis papás sacaron pasajes para ir a Buenos Aires. Los sacaron para el tres de julio. Los sacaron para ir a ver a mi abuelo, que estaba ya muy viejo. Mi abuelo hace mucho que está muy viejo. Desde que yo me acuerdo está muy viejo, pero desde hace un tiempo estaba más viejo. Creo que mi tía Marina se lo había contado a mi papá un día, justamente hace como un mes o quizás más. Probablemente le dijo algo como “che, papá está muy viejo, ¿por qué no te venís en invierno a verlo?”. Probablemente. Hace unas semanas mi tío Diego vino de visita. Nos contó que mi abuelo estaba más viejo porque había ido a hacer el trámite oy
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para cambiar el titular de la cuenta del banco (quería que Marina fuera la titular “por si algo pasaba”). Nos contó que estaba más viejo porque se confundió y pensó que tenía para depositar doscientos mil pesos (que es mucha plata en Argentina) cuando tenía veinte mil (que es mucha menos plata). Se confundió porque pensó que tenía doscientos billetes de mil. Los billetes de mil dejaron de existir antes de que yo naciera (yo tengo veintidós años). Él sabía cuál era el valor de doscientos mil pesos, en eso no estaba confundido, así que sintió muchísima pena porque tenía mucho menos de lo que pensó que tenía para dejarle a sus hijos. Nos contó también que estaba más viejo porque tenía que firmar para terminar el trámite y no pudo. No le salía su firma. Su mano no quería acordársela. Murió a los ochentaynosécuántos años. A los muchos meses, muchas semanas, muchos días y muchas horas de haber nacido. Vivió mucho tiempo, pero no vivió siete días más. Murió siete días antes de ver a mi papá. “No nos esperó una semana”. Eso es lo que más pena me da. No es rabia, es pena. Me da pena porque mi papá no lo alcanzó a ver. Porque iba a ir a verlo y no alcanzó. Me da pena también que se haya muerto, pero eso no me da tanta pena. Se murió “bien”. Era de tarde, estaba vestido y con su bata ¿verde?... siempre recuerdo verde aunque no sea verde (con su bata parece personaje de película, con medias por encima del tobillo, pantuflas clásicas y camiseta blanca de entre casa). Se sintió mal, se fue a acostar y se murió. Así que bien. No era una sorpresa. Hace mucho que mi abuelo es viejo y todos sabíamos que iba a pasar tarde o temprano (más temprano que tarde). No tiene ningún sentido fingir que no sabíamos. No tiene ningún sen-
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tido fingir que la gente no se muere. Pero me da pena, porque mi papá iba a verlo el tres de julio. Cuando vivíamos allá, en Buenos Aires (toda mi familia es argentina), íbamos los domingos a la casa de mis abuelos. Almorzábamos ravioles que no me gustaban (aunque, en esa época, en realidad no había ravioles que sí me gustaran). Sé que muchas veces muchos de esos domingos me aburrí, pero los recuerdo con cariño. Siempre que fui de visita a Buenos Aires desde que vivimos acá (muchas veces fui sola, sin mis papás o hermanos, a la casa de mi mejor amiga), pasé los domingos por allá. No dejé de ir nunca. Me gustaba ir. Me gusta ir. Iba para verlos y para no olvidarlos. Iba para no ser olvidada. Iba para compartir. La próxima vez que vaya a Argentina va a ser muy distinto. Yo fui sola por última vez en julio del 2013. Hace un año. Ahí vi por última vez a Héctor. Pero no a Héctorabuelo, sino a Héctortío (el esposo de Marina). Hectortío murió en agosto, creo. Poco después de que yo lo viera por última vez. La última vez que fui a Argentina fue en el verano, con mi familia. Fuimos para Navidad y Año Nuevo. Ahí fue la última vez que vi a Héctorabuelo. La próxima vez que vaya ya no va a haber ningún Héctor. Va a ser muy distinto. En esa Navidad mi abuelo habló. En general no hablaba mucho porque estaba medio sordo y no sabía muy bien qué estaban diciendo los demás. Y siempre era medio un bodrio cuando hablaba, porque justamente como estaba medio sordo monopolizaba la conversación y exponía extensamente algún recuerdo que en algún momento se terminaba por volver realmente eterno. Pero esa Navidad no fue así. Cuando habló, contó la historia de cómo conoció a mi abuela.
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Él nunca la había contado. Al menos no a mí. La contó con tanto amor y tanta poesía. Pero poesía involuntaria, poesía que nacía sola de su recuerdo. Contó cuando la vio bajar de un tren, creo, y cómo el vestido le marcaba su silueta y cómo era azul (o algo así, no es mi recuerdo). Cómo se enamoró. Mi abuelo fue siempre un señor serio y gruñón. Era muy enojón, pero era más enojón de papá que de abuelo, porque para mí no fue enojón (no particularmente, al menos). Mis abuelos tenían un perro, Carú. Carú como el palacio de Carú en Caballito, porque el perro de mis abuelos fue primero el perro de mi tía Marina, y mi tía vive en Caballito. La historia se fue desvirtuando (o virtuando, en realidad), pero se supone que cuando Marina se mudó a un departamento, dejaron a Carú en algún lugar donde iba a vivir desde ese momento. Carú se fue de ese lugar, escapó un día de lluvia (lluvia de verdad como la de Buenos Aires) y caminó o corrió o lo que fuere por cincuenta cuadras hasta la casa de mis abuelos (una casa antigua de esas que son dos, donde arriba vivían ellos y abajo, Marina). Carú en Navidad ya no trataba de desmaterializarse. No era un perrito grande de tamaño, y una de las veces que yo fui de visita temblaba mucho, mucho, mucho cuando hacía algún esfuerzo, y mi tío Diego decía “es que está tratando de desmaterializarse y reaparecer sobre la mesa para comerse algo”. Pero en Navidad ya no trataba de desmaterializarse. Estaba viejo, muy viejo, ciego y sordo. Carú era un perro gruñón, siempre gruñía, pero ya no. Solo estaba ahí, viviendo por inercia. Todos decían “está esperando a Héctor”. Al final no lo esperó. A Carú lo sacrificaron antes (no me acuerdo muy bien cuándo, pero fue durante este año). Quizás era al
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revés y Héctor estaba esperando a Carú. Mi abuelo nunca había querido tener mascota, especialmente perro, y cuando se quedó medio obligado con Carú terminó por encariñarse. Una vez dijo (cuenta mi papá, yo no sé si no me acuerdo o no estuve) que se arrepentía de no haber tenido perro antes, y de haberse perdido eso (¿esa relación?) tanto tiempo de su vida. En Navidad Hectortío no estaba, Carú ya no se desmaterializaba y mi abuelo habló sobre mi abuela. Ya hacía mucho que cada vez que me despedía de él (mi abuelo, no Carú), me abrazaba con fuerza. Ya hacía mucho que los abrazos eran de despedida. Pero esa Navidad, esa historia, eso sí que fue una despedida. Yo odié el colegio del que salí. Odié también al director. Es un señor que cae mal. El año pasado mi hermana menor egresó de cuarto medio. En el discurso de despedida el director que me cae mal dijo que recordar era volver al corazón. Me pareció una linda frase. Recordar viene de no sé qué palabra en latín (¿cordis?) que termina por significar volver al corazón. Voy a recordar a mi abuelo. No a propósito, sino porque es parte de mí, y cuando lo haga, voy a volver al corazón y quizás llore un poco o me ría un poco. Un profesor (Gissi) dijo algo como que la muerte no existe, existe la transformación. Que las personas cambian, que se transforman psicológicamente. Mi abuelo vive en las conversaciones que yo tenga con mi familia o amigos. Mi abuelo vive en los recuerdos de todas las personas que lo conocieron. Con mi abuelo se puede seguir conversando. Solo hay que hablarle. No es porque su espíritu o alma o algo esté flotando cerca, es porque se puede no más. Si le hablás, te responde. ¿No hemos hablado todos con alguien que ya no está? También su cuerpo se transforma. Y quizás en el futuro sea una planta, o
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parte de una roca en alguna playa. O parte de una vaca, si es que fue un pasto en un lugar afortunado. Héctor, te quiero y te extraño. Me da una pena infinita no haber podido ir a tu funeral. Agradezco tu presencia siempre. Agradezco el paseo en la silla de la compu que te diste ayudado por Corina y Diego para estar con nosotros esa cena hace un año. Agradezco tus historias medio nazis sobre las taquerías en no sé qué año y los profesores roñosos. Te agradezco el paseo que dimos cuando fui ese verano con Pili y pasamos por el Marianista. Te agradezco el verano en Chile, en la playa, con tu infinito ánimo para pasear por esos cerros (papá no podía creer las hazañas físicas que te mandaste). Te agradezco los besos y abrazos. Los domingos. Las hojas para dibujar. Los recuerdos. Hasta siempre.
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decidir recordar A l e jan d ro B an d, So ci o l o g铆a Me n ci 贸 n Ho n ro sa
Alejandro Band
primera vez que vi a Julián Murray fue una noche adolescente de verano. Lo conocí entre un mar de chicos con pinta de futbolistas (al parecer lo eran) que hablaban muy fuerte, gritaban mucho, se reían con ganas y bebían alcohol como si fueran las últimas botellas que quedaban en el mundo. Nunca lo encontré particularmente atractivo, aunque sí me llamaba la atención su actitud tan tranquila y segura. Siempre parecía estar muy convencido de sí mismo, lo veías a cada rato rodeado de amigos o de chicas con ojos enamorados; era como si tuviese todo controlado, como si nada se le escapara de las manos, como si tuviera respuestas para todo, aun cuando no las supiera. Y yo, por mientras, lo observaba desde lejos, ni siquiera sé si él sabía que lo estaba mirando. Yo creo que Julián Murray nunca supo que yo estaba ahí, un par de metros frente a él, observándolo. Era una típica fiesta de verano, donde los amigos del colegio de uno se juntan con los amigos del colegio de otro, y comienzan a armarse parejas y las personas se conocen y luego se gustan (o no) y luego se van a revolcar un rato. Yo sentía que no debía estar ahí, recordaba a mi amiga diciéndome que fuera, por favor, para que despejes un rato la mente, y la verdad es que le dije que no, no y no, pero al final igual fui, porque en eso me he convertido últimamente: en una especie de bolso, liviano (por suerte), que puede ser arrastrado por cualquiera hacia cualquier parte. Me he convertido en un ente vacío, en un maniquí vestido para la ocasión que lo amerite. Ver ahí a Julián, de todas formas, me convenció de que no había sido tan mala idea. No despegué mis ojos de él hasta que me fui a mi casa a dormir, o a seguir a
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pensando en él, en verdad no me acuerdo. A la mañana siguiente me enteré por Facebook del accidente de Julián Murray. La noche anterior, después del carrete, Julián tomó un taxi en dirección a su casa, que fue embestido de frente por un conductor borracho. El taxista murió al instante pero Julián sobrevivió. Llegó a la clínica inconsciente, con la cara rodeada de sangre, con los pómulos convertidos en pelotas de tenis. Fue un milagro que haya sobrevivido, dijeron los doctores. Hemos salvado su cuerpo, pero no hemos podido hacer nada con su mente, finalizaron. Fui de inmediato a visitarlo. Dije que era una amiga de él, de toda la vida, nadie me conocía pero a nadie le parecía tan raro que estuviera ahí. El primer día no pude verlo. El segundo tampoco. El quinto día, cuando las visitas empezaron a disminuir en volumen, me dejaron entrar al pabellón donde se encontraba. ¿No recuerda nada?, pregunté. No, me respondió la enfermera, indiferente. Verlo ahí, tan delicado, tan indefenso… no pude evitar sentir pena por él, aunque a nadie le gusta que sientan pena por uno, creo. Comencé a visitarlo periódicamente cuando los doctores permitieron que volviera a su casa. Sus papás no se hacían problemas conmigo ahí porque yo les decía que lo conocía desde pequeño. Julián tampoco se asustaba al verme. A ratos yo creía que me estaba arriesgando mucho, que todo lo que estaba haciendo era ilegal, que si me pillaban, que si Julián comenzaba a acordarse de las cosas, me iban a tratar de loca, me iban a llevar presa o algo así. Pero no podía evitarlo, no pude dejar de pensar en él, no podía estar tranquila sin hacer algo por Julián. Con el tiempo, su familia ya se iba acostumbrando a mí, pensaban que era una de las tantas enamoradas de su hijo, enamoradas que solía mantener
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en secreto. Me gustaba la idea, me imaginaba como la polola escondida de Julián Murray. Lo visitaba casi todas las tardes. Le conversaba de muchas cosas, de los libros que había leído, de las historias que me gustaba escribir (nunca he escrito una historia, la verdad). A veces se reía, a veces se emocionaba. A veces me preguntaba de dónde nos conocíamos, y yo le volvía a mentir. A veces me pedía que le contara de las historias que había escrito, y yo comenzaba, imaginando, improvisando. Soñando. Le conté la historia de mi padre. Pero él no lo sabía. Comencé: había una vez (pensé que así partían todas las historias) un hombre, de mediana edad, que todas las noches se olvidaba de quién era. Cada mañana que despertaba, miraba su reloj, se levantaba, se dirigía a la ducha y se quedaba ahí por horas. Cuando terminaba volvía a su pieza y se vestía elegantemente. Luego bajaba las escaleras e intentaba abrir la puerta, siempre cerrada. Sin comprender, comienza a buscar a alguien dentro de su casa que le explique lo que sucede. Y ahí está Sofía, con la historia de siempre, la historia que al menos lo deja tranquilo. El hombre acongojado vuelve a su pieza, se acuesta y no despierta hasta el día siguiente. Es una historia muy triste, me dice Julián Murray. De verdad que lo es, le digo yo. Ojalá fuera distinta la historia de Sofía. Quizás su padre quiere escuchar otra cosa, me replica. Volví a casa. A mí también me gustaría que la historia fuera distinta. Mi padre no me reconoce, se violenta, me pregunta quién soy. Hay días que cuestan más que otros. A veces me golpea, a veces se golpea a sí mismo. Pero no hay nada más que se pueda hacer. Los doctores dicen que lo mejor que se puede hacer en estos casos es seguirle el juego. Un juego que no le deseo jugar
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a nadie. Prefiero no seguir pensando en eso. A la mañana siguiente volví donde Julián Murray. Estaba feliz de verme. Me pidió otra historia, le dije que no conocía otra, pero él insistió. Si quieres invento una, le dije. Asintió con su cabeza. Le conté su historia. Pero él no lo sabía. Había una vez un chico, un chico muy normal, un chico como tú. No era particularmente atractivo, pero algo tenía que le gustaba tanto a las chicas. Le encantaba jugar al fútbol todos los días y salir a beber alcohol los fines de semana. Pero ese chico un día perdió la cabeza por una chica. Se enamoró perdidamente de la mujer equivocada, de la única que amaba a otro. Cuando lo rechazaron se deprimió y lo dejó todo. No le gustaba salir nunca de su casa, no hablaba mucho con nadie. El tiempo pasó y nunca se recuperó. Dejó su vida de lado por la vida de otra persona. Al final, de tanto intentar olvidar, se olvidó de su vida, de sus sueños, de sus logros. De sí mismo. No quería terminar la historia aún, pero cuando me volví hacia donde Julián Murray vi que estaba llorando. Me preguntó por qué siempre contaba historias tan tristes. Y la verdad no lo sabía. Volví a mi casa. Volví donde Julián. Cuéntame el final de la historia, me pidió. Y continué: un día algo lo hizo recordar. Hasta el día de hoy no se sabe qué, pero una mañana despertó, y después de ducharse por horas se convirtió en otro hombre, en su persona original. Salió de casa y visitó todos los lugares que había dejado olvidados. Recordó olores, colores, sombras, luces. Se tomó su tiempo para respirar. Al final, decidió visitar a las personas que nunca más volvió a ver. Tocó muchas puertas, pero pocas veces tuvo suerte. En las casas nadie lo reconocía, quizás por todo el tiempo que había pasado, o quizás porque ya no vivían ahí sus antiguos conocidos. Casas que recordaba
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ya no existían, habían sido reemplazadas por grandes edificios. Sin embargo, lejos de recaer, tomó una decisión, quizás la decisión más importante de su vida. Decidió recordar, me interrumpió Julián Murray. Volví a mi casa. Pero no volví nunca más donde Julián Murray. A veces paso cerca de su casa, lo miro desde lejos. Todo parece normal. Quizás un día se dé cuenta que lo estoy mirando, pero yo espero que ese día me sonría y siga su camino adelante, como si yo no estuviera ahí. No sé si recuperará la memoria, pero al menos se ve feliz, independiente, como si su mundo estuviera en orden de nuevo, como si tuviera todas las respuestas otra vez. No es fácil recordar, no siempre se puede decidir recordar. A veces necesitamos la misma historia una y otra vez, historia que no nos convence, pero que nos deja tranquilos. Yo solo espero que su historia antes del accidente no la olvide jamás. Que le recuerden lo bueno que era para el fútbol, lo enamoradas que tenía a todas sus amigas. Comenzar de cero no es olvidar. Comenzar de cero es decidir recordar. Llegué a casa, me encontré con mi padre sentado frente a la puerta. Me ve entrar, se asusta un poco, pero luego se tranquiliza. Y es que no tiene fuerzas para nada más. Sus días se están acabando, ya no reacciona. Su cuerpo lánguido, arrastrado, siempre elegante, se posa en una silla o en una cama, como un peso muerto. Cuánto me gustaría que pudiera recordar algo. Pensé en Julián Murray: quizás el padre de Sofía quiere escuchar otra historia. Y comencé, comencé como comienzan todas las historias: había una vez, un hombre, de mediana edad…
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desde un barrial D an i e l a Pi n t o, D e re cho Me n ci 贸 n Ho n ro sa
Daniela Pinto
que te cuente cómo son mis días. Que te tome de la mano y paseemos por un tiempo. Un tiempo largo lleno solo de ti y de mí. Deja que te muestre que cuando nos acompañamos el mundo se funde en una mezcla sin sentido y que nada más existe. Y Agostina me dio la espalda como siempre, subió al Metro y se perdió entre una pared de gente malhumorada. Y yo me quedé sentado en el andén, mirando cómo se escapaba de nuevo. La verdad es que no dije ninguna de aquellas palabras que pasaban por mi mente. Siempre había una sombra a mi lado que me detenía apenas abría la boca para decir algo más, una mano que me amordazaba, me atragantaba, me ahogaba en saliva y ya era demasiado tarde, la mina ya se había ido. Esa sombra era el Toledo, no me pregunten cómo llegó aquí ni qué quiere, simplemente aparece. De vez en cuando conversamos un rato y entre un par de chelas nos quejamos de la sociedad. Y ahí seguía yo, con el poto anclado a esos asientos plásticos. Pasó un tren, pasaron dos, tres y la gente se fue difuminando a medida que sonaban esos llamados en clave que solo los operarios entienden. Siempre me dio por pensar que nos estaban mandando a todos a la mierda o que se avisaban cuando pasaba una mina rica para que le pudieran enfocar el poto con alguna de las cámaras… que nadie me venga con que “Gama 11” realmente significa algo importante. El andén quedó vacío. Avisaron que cerrarían la estación. Y yo aún seguía ahí. Se apagaron casi todas las luces, pero prácticamente no me di cuenta. No sentí miedo. No intenté gritar para que me dejaran salir de la estación. Mi único sentimiento real era soledad y quizá eja
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culpa. Esa soledad profunda de haberla mirado a los ojos y haberle dicho chao, que estés bien, cuando por dentro mi cuerpo entero se aferraba a la sensación de sus labios en mi mejilla y el espíritu se me iba desgarrando a medio camino entre mi cara de imbécil y sus pasos hacia el tren. Mientras la oscuridad me invadía yo me llenaba de paz. Sí, de paz, de la tranquilidad de desaparecer. Como si la falta de luz tuviera el poder de matar todo lo estúpido que habitaba en mí y de paso enterrar la culpa. ¿Y para qué referirme a la culpa? Quizá tan solo decir que me acompañó tanto junto a su cuerpo, tanto junto al olor de su pelo, tanto junto a sus manos frías. Porque en algún punto sus ojos, tan profundos, dejaron de contraponerse a mi grito de amor ahogado. En algún punto mi grito se encaminó a su mirada con paso firme y con un abrazo audaz la consumió. Allí sus ojos se transformaron en una mezcla insana de amor y culpa y juntos desbordaron sus párpados e inundaron sus mejillas, sus labios, su cuello, sus senos, sus manos y tobillos. Ahora, en la penumbra de mis pensamientos, Agostina no significa nada más que culpa. Con esta idea en la cabeza, el maldito asiento plástico me soltó. Estiré las piernas y di unos pasos por el andén. Di un salto a las vías y me dispuse a caminar desde Baquedano a Salvador, de alguna manera finalmente tendría que salir de ahí ¿no? Mis ojos nunca lograron acostumbrarse a la oscuridad. Apenas entré al túnel avancé confiando en que a cada uno de mis pasos lo antecedía y proseguía un pedazo de piso. Ninguna fuente de luz, ni una señal de alerta, ni un signo resplandeciente, nada. Ni el Toledo se había dignado a aparecer luego de dejar la cagá. Supuse que apenas llegara a Salvador vería las señales de emergencia encendidas, como en Baquedano, y podría salir por alguna puerta.
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Daniela Pinto
Dicen que el temor a lo desconocido hace que la noción sobre el tiempo y el espacio se pierda, se vuelva incalculable, por eso siempre parece más largo emprender un viaje que su retorno. Pero desde que ingresé a ese túnel sigo esperando las luces de emergencia. No sé cuánto tiempo avancé por los rieles, pero sé que junto a mí aparecieron infinitas gentes. Tantas y tantas caras y finalmente mi familia. Vi a mi madre antes de morir, sus días de cama tomando jugo de naranja y contándome historias sobre duendes mágicos que cumplían deseos. Cuando murió escondí entre su vestido una carta pidiéndole explicaciones a esos enanos maracos. A mi padre, manejando esa noche por Santiago, escuchando Bad Moon Rising y hablando por teléfono. Y a mi hermana estudiando, leyendo algo indescifrable con algún título pedante. Pero siempre, detrás de todos ellos, permanecía oculto el monstruo de Agostina. De pronto desperté del trance y me di cuenta que estaba parado en el barro, con los tobillos mojados y los pantalones tirantes. Seguí avanzando, ya debía estar cerca de Salvador. En cada momento se hizo más difícil sacar una pierna y ponerla delante de la otra, los zapatos se habían convertido en una bola de barro, y no quedó otra, me los saqué y los arrojé lejos. Entre mis dedos comencé a sentir cómo escurría una masa viscosa con cada pisada. Al rato, el lodo llegaba un poco más abajo de mi cintura y la tela de mis jeans estaba tiesa. Me desabroché el cinturón y dejé que se quedaran enterrados. Por primera vez sentí miedo. Intenté buscar alguna fuente de luz, pero solo logré vislumbrar a esa deforme criatura, Agostina. No me miraba fijamente, simplemente flotaba sobre mí, respirando pesado y haciendo un ruido gutural muy tenue. No sé cuántas horas pasaron. Mientras más avanzaba, más me imaginaba lo que Agostina estaría pensando de mí, hun-
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diéndome en esa mierda. Sus susurros, su retorcida figura y su maldita respiración. No sé cuántas horas siguieron pasando. Ya nada quedaba del ser amado, ahora solo estaba yo, huyendo de mí mismo. A ella la había aniquilado. Y cuando caí en la cuenta de que Agostina ya no existía y nunca podría volver a verla, sentí cómo el barro infinito comenzó a entrar por mis oídos y labios. Me empapaba en el mentón y el sabor a tierra mojada y aceite se me impregnaba en la garganta. El olor húmedo del fango acompañaba el sudor que me corría por la frente. Antes de hundirme en el abismo miré hacia arriba y ahí estaba ella. Suspendida en el aire, acechándome, preguntándome por qué nunca hice nada, por qué preferí perderme en la oscuridad que abrazarla aquel día en Baquedano. Por qué no había entendido que cuando ella me decía puedo esperar la siguiente micro quería decir que le gustaba estar conmigo. Que cuando me mandaba un Whatssap sin sentido no era por estar aburrida, sino porque ansiaba buscarme. Que cuando me abrazaba al despedirse era el único momento en que sentía que podía liberarse. Ella sentía el frío de la barra de metal bajo su mano mientras el Metro avanzaba, ¿qué había pasado? Ni una caricia, ni un abrazo, un simple beso en la mejilla y listo… ¿Sería posible que todos esos cafés y esas caminatas en verdad no significaran nada y que se había estado pasando un rollo de mina necesitada?... No, está claro, no significaban nada. En su mente lo vio de nuevo, de reojo, sentado en los banquillos del Metro sonriendo, despidiéndose con cara de imbécil… y decidió eliminarlo de su vida. Su conciencia se convirtió en el tren. El monstruo de Agostina se abalanzó sobre mí.
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Pero el rostro que vi antes de que las luces me golpearan no fue de odio, ni de maldad, mucho menos de culpa. Era ella, hermosa como siempre. Sus labios se acercaron a mis taponeados oídos y me susurró yo siempre te esperé, pero no pudiste hacer desaparecer al Toledo. El impacto fue sordo y rápido, unido de alaridos metálicos y explosiones de agua. Sentí cómo mis embarrados huesos se amoldaban a la estructura del fierro. Cómo mi cráneo se partía y mi mejilla izquierda se pegaba al vidrio. Cómo mi ojo perplejo contemplaba la cara de espanto del conductor mientras gritaba y agitaba las manillas. En alguna otra parte de Santiago una mina se bajó del Metro, tomó la micro y sintió la certeza de que ese tipo no sentía nada por ella y ella ya no volvería a sentir nada más por él.
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guerra de autores Ce c i l i a Val e n z u e l a, Arqu i t e ctura Me n ci 贸 n Ho n ro sa
Cecilia Valenzuela
por ocio, hoy me motivé a hacer un cuento de superhéroes, así que pienso hacer uno muy original. No quiero que el protagonista tenga superfuerza ni superpoderes físicos como los típicos superhéroes. Tendrá poderes mentales inimaginables, tanto así que no podría describirlos. De hecho ni siquiera yo sé cuán grandes pueden llegar a ser. Este chico es muy inteligente e introvertido, por lo que nadie sabe acerca de sus habilidades. Su nombre es Renato. Un día cualquiera, sale para ir a su entrenamiento de tenis. Se sube al Metro y todo parece normal, hasta que ve a unos ladrones meter la mano en la cartera de una señora y robarle su billetera. Cuando el Metro para en una estación cualquiera, Renato los hace levitar con el poder de su mente y los empuja con todas sus fuerzas hacia la muralla. Uno de ellos muere, porque se golpea la cabeza. Renato se siente muy culpable, pues no quería que esto terminara así de mal. Supongo que eso es lo malo de tener tanto poder. Sigue su camino hacia el club de tenis y en medio del viaje la chica que le gusta, Rosario, se sube al Metro, pero está con otro hombre. Renato estaba seguro de que se amaban, últimamente siempre estaban juntos. Quiere partir al hombre por la mitad, pero sabe que eso sería horrible. Llega a su destino y las puertas se abren. Pasa algo de tiempo y aún no sale del vagón. Hay algo que no me calza: se tenía que bajar inmediatamente para encontrarse con un amigo que sufría de depresión y lo salvaría del suicidio con sus superpoderes. El tiempo pasa y todavía está dentro. Se cierran las puertas y el Metro parte nuevamente. Lamentablemente el amigo se suicida y Renato no lo sabe. Ahora voy a tener que pensar cómo seguiré implemente
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el cuento ahora que murió, ya que ese amigo tenía un rol importante en la historia. Se baja en una estación que yo considero conocida y camina sin rumbo porque no se me ocurre qué podría pasar ahora. Con la muerte del amigo se me acabó la inspiración. Fácilmente podría escribir que reviviera mágicamente, pero si los cuentos fuesen así no tendrían gracia. También podría hacer que Renato se devolviera y lo curara con reiki, pero tampoco lo haré porque en ese caso se convertiría en un dios y la historia se volvería bastante aburrida. De repente escucho un ruido fuerte y, al mirar por la ventana, veo la puerta de la entrada principal abierta y a mi perro ladrando desesperadamente. Debe ser un ladrón, así que lo mejor es que cierre la puerta de mi pieza con pestillo. Miro la puerta y se abre sola. Entra un hombre que estoy segura de haber visto en algún lado, así que le pregunto quién es. Soy Renato… Después de eso no recuerdo muy bien lo que pasó, tengo imágenes borrosas de un ritual que me dejó agotada mentalmente. Ahora me despierto tirada en el suelo, con mi computador al frente y el archivo en donde escribo. El cuento está abierto. Me parece muy raro haberme dormido de esa manera, miro la hora y ya ha pasado un día. Hoy debo ir a mi entrenamiento de tenis y mientras voy en el Metro sigo escribiendo la historia. En una estación que no tiene importancia, se sube alguien conocido y me saluda. Se ve más alegre que otras veces, teniendo en cuenta que sufre de depresión por la separación de sus padres. Llego al club de tenis y me siento en el banco para esperar al profesor mientras converso con ese conocido que hoy tenía que venir al club para agradecer algo a alguien. En un asiento un poco lejano veo a un chico que no distingo bien y pienso que debe ser un niño
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nuevo. De repente el conocido lo mira y me cuenta que es con él con quien quiere hablar, que debe darle las gracias por algo muy importante. Me quedo sentada mientras lo espero e intento volver a inspirarme para continuar con el cuento del superhéroe. Antes de dormirme repentinamente, quedé en la parte cuando Renato se baja del Metro en la estación que no debía. Como él no tiene nada que hacer en esa estación, se devuelve y se baja en la estación correcta para ir a su clase de tenis. Solo se había pasado de largo porque estaba pendiente de Rosario y su novio. Cuando llega al club se sienta en una banca alejada de las canchas y se concentra para leerle la mente a la que le gusta y saber lo que piensa de él. Saca su diario de vida y escribe. De pronto ve llegar a una persona que odia porque por culpa de ella su vida no puede ser perfecta, por culpa de ella su amigo se suicidó y la chica que le gusta está con otro. A pesar de que está escribiendo todo esto, se ve bastante feliz. La persona que odia está conversando con su amigo que se había suicidado y eso ella no lo sabe. La mira y piensa, qué tonta, no sabe de lo que soy capaz. El amigo del suicidio lo mira, se le acerca y le agradece por lo que hizo. Le pregunta cómo lo revivió y Renato le dice sarcásticamente que son secretos de expertos. ¿Lo revivió?¿Cómo puede ser posible esto? Me quedo paralizada por un instante, yo nunca escribí que Renato revivía a su amigo. Para verificar, leo todo lo que he escrito hasta ahora y efectivamente, nunca lo escribí. Llega el profesor y veo que Renato y el amigo del suicidio se me acercan. Renato me saluda como si nada pasara, y entramos juntos a la cancha. Es peligroso que Renato me odie, más aún si puede hacer lo que quiere. Después del entrenamiento lo invité a tomar un café
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para así intentar ser su amiga, pero él me dijo que ya tenía un compromiso. Ahora que estoy en mi casa, me encierro en mi pieza y pienso detenidamente en lo que pasó. Claramente soy capaz de defenderme, porque yo soy la autora y eso me da la facultad de hacer lo que quiera con cada objeto de este cuento, incluso tengo control sobre Renato hasta cierto punto. En estos momentos él está en la entrada del cine esperando a la chica que le gusta y está muy ansioso. Yo no voy a permitir que mi cuento sea así de aburrido, debe haber algún drama, así que haré que su cita sea un desastre. Consiguió fácilmente que Rosario saliera con él y yo tenía planeado que eso fuera al final de la historia. Rosario llega y van juntos a comprar palomitas y bebidas. Renato está tan nervioso que se tropieza y se le cae todo en la polera de ella, que se empieza a reír de la vergüenza. Va al baño a secarse la bebida, mientras Renato va a buscar un asiento. Estoy pensando qué otra cosa podría hacer para arruinar esa cita, en este momento él saca su notebook e inserta un CD. Abre un archivo y me doy cuenta de que es una copia de mi cuento. Me fijo en todas las modificaciones que le hizo: que fue a revivir a su amigo, y que Rosario rechazó al chico con el que salía. Ahora escribe: Y finalmente la autora muere. Me empieza a doler todo el cuerpo, estoy a punto de desmayarme. No voy a morir, no si yo lo impido, pues este es mi cuento. Sigo viva y a Renato le da mucha rabia, piensa que debe solucionar el problema lo antes posible, así que sale corriendo del cine y se sube al Metro para venir a mi casa. Total piensa que su cita ya se arruinó. Cuando llega, hace levitar todos los muebles y los tira hacia mí. Por suerte no puede hacer lo mismo conmigo ni con mi notebook, porque tenemos una protección anti superpoderes que
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acabo de inventar para que no me haga daño. Aparece en mi mano una pistola con balas y le disparo a Renato, pero con sus poderes mentales hace que las balas se desvíen. Llamo a mi unicornio mágico y monto en él. Aparece una tropa de magos y brujas que me ayudará en esta batalla. Renato abre su notebook y empieza a escribir más cosas en mi cuento. La tierra comienza a abrirse y salen manos que me agarran los pies. Renato los había hecho aparecer en mi cuento para que me ataquen. Cuando voy a escribir algo para defenderme, aparece un monstruo con dientes afilados, pero cuando me va a morder se le desaparecen los dientes (lo primero que se me ocurrió escribir) y logro escapar. A Renato le da rabia y escribe que en frente de la autora hay una bomba invisible que puede destruir la protección anti superpoderes en la que se refugia. Antes de que sea demasiado tarde, debo tomar una de las decisiones más difíciles de mi vida: matar a Renato y dejar de crear el cuento que tanto tiempo quise escribir. Ni siquiera un autor es capaz de controlar a un superhéroe tan poderoso. Mi unicornio me habla para darme ánimos, así que antes de que la bomba explote tengo que escribir “eso”. Empiezo a dudar, alguien como él —que podría hacer tantas cosas buenas por el mundo— no merece morir. A la bomba le queda poco tiempo para explotar. 3, 2, 1… Me despierto en el club de tenis y veo lo que he escrito hasta ahora. Me pregunto qué pasó cuando explotó la bomba. Miro hacia la entrada y veo llegar a Renato, que me saluda de buena forma, aunque ya no puedo saber lo que está pensando. Le pregunto qué pasó cuando la bomba explotó. Me muestra algunas cosas que escribió después de lo de la bomba.
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g u e r r a d e a u to r e s
Decía: “Y la autora decide que ya no va a seguir controlando mi vida, cada uno escribe su propia historia y yo seré el autor de la mía. Ella aparece en un banco del club de tenis, y cuando le muestre lo que escribí, se decidirá a terminar este cuento”. No tengo más opción. Con esto me doy cuenta que no soy capaz de crear una historia de superhéroes así que me rindo. Además ahora que ya no puedo controlar a Renato, no tengo más qué escribir. Yo no me lo esperaba, pero Renato me felicita por ser tan buena autora, y me dice riendo que no tengo futuro con cuentos de superhéroes. Llega el profesor de tenis, así que debo terminar mi cuento ahora, para entrar a la cancha a entrenar.
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nacido culpable Fe l i pe V 谩squ ez , C o l l e g e C i e n ci as Soc iales Me n ci 贸 n Ho n ro sa
Felipe Vásquez
tiempo en que no salía de su casa. Exponerse lo aterraba. Por eso solo vivía de lo que compraba por Internet, de lo que le llevaba su abuelo y de los recuerdos. “Puedo vivir así por años. No necesito más, no soportaría más”. Habían pasado ya tres años desde el incidente y la remembranza de lo que había sido y de lo que perdió lo continuaba ahogando. Pero no podía seguir viviendo sin recordar. Cuando Roberto Macaya nació, su madre, Gloria Macaya, tuvo el presentimiento de que la vida de su hijo no sería sencilla. En una mediagua que recién se levantaba en el campo, en un terreno que su abuelo le había regalado a su hija, tuvo lugar el parto. Aquella tarde, los dolores de contracción impidieron que se la llevaran a la posta y, en una tina con casi tanto sarro como agua, dio a luz a un bebé horrendo y velludo. Al verlo, su abuelo Edmundo Macaya, bromista y de buen corazón, no pudo evitar comentar sobre su nieto. —Si tiene alas, es murciélago —dijo con una sonrisa de mofa—. ¡Puta el cabro feo, oh! —No te burles, papá —reaccionó Gloria—. Ya me basta con que haya nacido aquí y que no tenga padre. Criado entre su abuelo, dueño del kiosko más grande de la zona, y su madre, que se la pasaba de casa en casa limpiando, de niño se mostró como alguien más bruto que hábil. Sobreprotegido por Gloria, Roberto conoció la ciudad recién a los ocho años, cuando en un paseo del colegio fueron a conocer un parque de diversiones. Ahí vio un mundo distinto: la tecnología, los grandes edificios e incluso el aire le parecieron parte de un mundo que desconocía y al que no le tuvo miedo. Lo quería. “¿Qué tengo levaba
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que hacer para tener de estas cosas?”, le preguntó a su profesor. “Esfuerzo, pues, Roberto. Solo con eso podrás tener dinero y con platita baila el monito”, fue la respuesta. Desde ese entonces que el objetivo de aquel niño robusto y de tez morena sería trabajar para conseguir dinero. Su abuelo Edmundo le había enseñado desde pequeño que con el emprendimiento serían capaces de lograr vencer las adversidades que la ventura le tiene preparada a los pobres. A los doce años, Roberto se dio cuenta que no servía para los estudios. Las enseñanzas del colegio no podía hacerlas propias y, para él, únicamente lo alejaban de ganar riquezas. Comenzó a hacer la cimarra y a trabajar por las tardes en los fundos de los territorios más adinerados, recolectando cebollas. Aprovechando su buena resistencia física, comenzaba la jornada a primera hora y regresaba cuando sonaba la última campana del fundo, 12 horas después. Y de esa forma comenzó a vivir precozmente como adulto: empezó a beber para resistir sin penumbras el trabajo y a fumar para relajarse de lo duro del día a día. A los catorce, dejó definitivamente de estudiar y le comunicó esa decisión a su madre: —Ya no necesito estudiar —dijo sereno. —¿Y qué vas a hacer de tu vida? —repuso Gloria con una voz angustiada. —Ascender. —¿Pero para eso no necesitas estudiar? —Estudiar solo estorba —afirmó seriamente—. Ya sé cómo ganar plata. Así comenzó una exitosa carrera en las cebollas. Destacado en sus primeros años, por su entrega y puntualidad, aún en sus peores condiciones siempre llegaba al trabajo, lo que rápidamente
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Felipe Vásquez
fue bien catalogado por los dueños del fundo. Aprendió a levantar casas, instalar cerámica, pintar y reponer muebles, y se transformó en contratista. Antes de alcanzar la mayoría de edad, ya tenía suficiente dinero para poder comprarse un auto y ayudar en la casa. Además de su esfuerzo y su eficiente trabajo, había heredado la simpatía de su abuelo. De tanto en tanto era el encargado de organizar el asado de cordero al palo con los jefes, en celebraciones en las que generalmente todos terminaban borrachos y en dirección a una casa de remolienda una vez que se retiraban del fundo. De esta forma, Roberto Macaya fue enriqueciéndose. A los veinticuatro años ya contaba con la capacidad de tener trabajadores que hicieran las cosas por él. Como había formado vínculos con los dueños de los fundos, ofrecía un servicio al que era difícil negarse: él se encargaba de todo, solo tenían que pagarle una buena suma por cada desafío. De a poco, fue logrando consolidar sus deseos de niñez y se compró todo lo que quiso: desde una parcela mucho más grande de la que vivía con su madre hasta la droga más fina que se le podía ofrecer. Y esa fue su condena. “Ya tienes casi todo lo que querías. No necesitas esas tonteras”, le aconsejaba inútilmente su madre, que seguía con esa sensación de que la vida de su hijo no sería fácil. La jarana se tornó habitual en su día a día. A pesar de eso, continuaba siendo inflexible al trabajo y seguía cumpliendo. Contaba con la confianza de sus jefes, con quienes compartía tragos de celebración cada vez que una obra estaba acabada. Uno de ellos era don Hugo Matte, quien conocía desde niño a Roberto Macaya y que le daba trabajo desde entonces. Hombre alto, pelirrojo y pecoso, solía invitarlo a su casa a compartir de una cena o una fiesta. Además era un bebedor reconocido, por lo que los vicios
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también lo acercaban a ese joven nacido en una tina llena de sarro. Don Hugo también lo ayudó en reiteradas ocasiones, ya sea con un préstamo de dinero o recomendándolo con sus vecinos y amigos. Lo quería como un hijo. Por algún motivo, aquel joven que era totalmente distinto a él, le generaba un sentimiento de empatía. Lo admiraba. De no tener estudios a tener trabajadores propios era sin duda una historia de esfuerzo y sacrificio digna de elogiar, y eso hacía de manera permanente. Constantemente se lo hacía notar y le decía lo bien que hacía las cosas. Una vez le dijo te quiero. Sin embargo, hay un asunto que transformaría hasta al más comprensivo de los hombres: la familia. Valentina Matte, la hija menor de la familia —pero la penúltima de un total de seis hermanos— , había engordado en el último tiempo. Siempre se hallaba enferma y no iba al colegio hace semanas. Pero eso que al comienzo fueron preocupaciones se volcó a una rabia incontrolable cuando la nana del lugar le comentó que la niña parecía estar encinta. Él se lo preguntó: —Fui obligada papá —dijo ella llorando— y tenía vergüenza y miedo a contarlo. Le pidió que le diera el nombre del infeliz que le había hecho eso a su pequeña de dieciséis años. “Fue Roberto, papá”, le contestó en llanto. “Él es el papá de la guagua”. La piel se le puso dura y comenzó a sentir una ira fría que comenzaba en la boca del estómago y que se expandía rápidamente por el resto de su cuerpo. Siempre lo había apoyado. Lo quería como un hijo más y lo admiraba. “Roto de mierda. Malnacido”, masculló entre dientes. Las consecuencias de las palabras de la joven se mostraron de
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Felipe Vásquez
inmediato. Una orden judicial llegó a la casa del acusado. Mientras, un periodista —amigo de la familia Matte— se entera del caso y decide iniciar una investigación para crear conciencia de los peligros que trae confiar en personas sin educación. Y así también comenzó el juicio del pueblo. Si bien Roberto aclaraba que lo suyo con la hija menor de una de las familias más ricas del sector era consentido, únicamente su madre y su abuelo creían en sus testamentos. Poco a poco, comenzó a recibir el rechazo. No podía salir sin sentir la incomodidad de los ojos sobre él, y entonces, decidió esperar a que el juicio acabase y de esa forma descansar. Con lo que había ganado, confiaba en que los abogados que contrató se harían cargo de esa tortura injusta. Pero sus vicios serían su condena. Mientras se realizaba la investigación, súbitamente, la policía irrumpió en su casa y descubrió cocaína. El periodista —que acompañaba la excursión— dio aviso al editor y le pidió abrir el diario con la noticia. Al día siguiente, y aunque el juicio todavía no terminaba, el titular de la edición matutina abría con lo siguiente: DROGADICTO VIOLA A HIJA DE EMPRESARIO Fue el golpe para las pretensiones de inocencia. Ahora hasta su madre dudaba de él: “Te dije que esa tontera te iba a traer problemas. Te dije”. Era su abuelo —nuevamente— quien otorgaba sosiego, mencionando que poco tenía que ver aquello con esta situación, y que había que dejar que el proceso judicial terminara. Sin embargo, nadie dudaba que fuera culpable. Recibió llamados cotidianos con insultos y amenazas. A su abuelo lo hostigaban en su kiosko y a su madre la despidieron de su trabajo, en una de
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las casas vecinas a la de los Matte. Los peores eran los conocidos: aquellos compañeros de fiesta que disfrutaron del placer y del dinero de Roberto ahora eran los primeros en enjuiciarlo, dando entrevistas en los medios, tildándolo de extraño, de pervertido, que no le sorprendía que podía hacer ese tipo de cosas. Ahora, el ejemplo de la comunidad, aquel bruto ignorante que había logrado salir de la pobreza tan joven, era el violador del sector. Y generaba asco. Jamás el pueblo dudó de la versión de don Hugo, y menos de la versión de su tierna hija, que además era reconocida deportista. Pasó el tiempo y finalmente el juicio tuvo su veredicto: el acusado era inocente. Jamás se pudo comprobar la violación y los relatos de Valentina eran contradictorios. Los medios, los mismos que lo habían condenado, solo le dedicaron una nota breve a la resolución del caso. Pero no importaba. Él era un pervertido igual. Aunque lo intentó, sus conductas de clase lo determinaron, y jamás pudo ser como quería. Por eso se dedicó a pensar.
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POESÍAS
d e s p e r ta r Mi cae l a Pare de s, Le t ras Pri me r Lu g ar
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d e s p e r ta r
Sutil, fecunda gota: luz primera. Antigua y cada vez recién creada. En su roce, yo: carne confirmada; ritual que cada día en sombra espera mi frente. Recibirte, luz certera y sentir un instante que la nada deja de socavar y la abrumada sangre torna del sueño más ligera… Pero el calor quimérico no alcanza la oscuridad de mi raíz incierta. Y desde el sueño de la carne implora sedienta, al fondo, el alma. Hiere, avanza el vértigo en la entraña: sima abierta adentro: noche, eterna moradora.
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balada de elsie bessie To mรกs Re ye s, Me di ci n a Se g u n do Lu g ar
Tomás Re yes
En la habitación una cama una línea de luz tenue una cortina hecha de encaje una herida, unos dientes unas manos que se baten repasando la distancia y que al moverse van tejiendo con cuidado las corrientes. Me detengo a observar detenidamente el escenario el universo una cama, barandas arriba, y sobre ella Elsie Bessie respirando telarañas. Llegó anoche sangrando pero dormida nos dijeron sus amigos que hace años que ya no habla por su mente pasó un aguacero sus palabras como muñones su corazón está intranquilo por las horas del invierno hay una pena oculta en su falda de lamentos son noventa y tres años y se están destejiendo tan lento.
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b a l a da d e e l s i e b e ss i e
Yo la miré a la señora descansar esta mañana miraba el techo consumida la boca abierta resoplaba desde su ombligo amanecían animales de cristal había en ella un recuerdo a delfina o a duquesa y es verdad yo lo confieso quizás todo sea por su nombre pero verla ahí a Elsie Bessie exhalando mariposas me hizo pensar en ella y en muchas otras cosas como en que hoy quizás encuentre la muerte que tanto busca en que no habrá canción de cuna ni saludo ni redoble o en que si me toca a mí taparla a la hora de dormir le cantaré yo una canción escrita con su nombre.
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crítica de arte E st e ban Var g as, Mú si ca Te rce r Lu g ar
crítica de arte
CRÍTICA DE ARTE COMENTARIO Al COMENTARIO1 A el anhelo
del imperio sin pobreza DE CONSUELO TUPPER
“se busca veinteañero entendido en artes o letras”
y aunque yo no compre ni El Mercurio ni pretenda hacerlo ni haya aprendido muy bien eso de citar en APA (la cita de abajo no la hice sin ayuda) ni haya nacido ni vaya a morir sabiendo ni me crea el hoyo de queque alguno la verdad es que aquí entre nos y en vista de la falta de ternezas y en vista y de lo que se habla cuando se habla sobre todo cuando No y Y
¡ ¡ por cariDAD QUE SEA
1 Pentz, María Ignacia. Arte que promete. Revista Qué Pasa [en línea], 12 de febrero de 2014. [fecha de consulta: 15 de abril de 2014]. Disponible en: <http://www.quepasa.cl/articulo/guiadel-ocio/exposicion/2014/02/245-13774-9-arte-que-promete.shtml>.
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y
Esteban Var gas
digo, por todo lo anterior el público asistente estaría en su derecho de preguntarse Y qué pasó? tú buscando veinteañeros que lean el artes y(o) letras con anuncios falsos, a ver si pillabas de mentira lo que buscas de a de veras mientras me evitabas cada pasillo cada cuadra cada país habido Y yo por mi parte ahí atrincherado tirándote poemas a ver con cuál te mataba echándome a la olla a morir sin haberte invitado a salir dos veces que sea (!) a esos señores que así se preguntaran habría que decirles que para variar el público no cacha na’ cómo no atinan? si es es todo una performance
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crítica de arte
es todo una instalación en carne una investigación para probar que la relación romántica meticulosamente definida como tal siempre fue y será un work in progress (citation required) estamos haciendo esto TODO POR AMOR —al arte— estamos explorando nuevos materiales nuevos soportes para lo estamos investigando la relación de los cuerpos en el espacio (en nuestro caso mientras más espacio, mejor) estamos estamos estamos Estamos puro webeando Tupper puro webeando.
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ad贸nde te fuiste C o nst an z a An dre an i , Ag ro n om铆a Me n ci 贸 n Ho n ro sa
adónde te fuiste
Adónde te fuiste Creador de fantasmas. Nos inventaste, Pariste vida Y enterraste tu alma. ¿Somos acaso tu pasatiempo de domingo por la tarde? ¿Tu experimento de niño espectador Que al vernos se emociona, Se confunde, Nos aplasta Y luego llora? ¡Cuán cómodo estarás Que has decidido no volver! Habrás creado Algo más… Más bello, mejor quizás. Sin ti el sol pasa apurado Y nosotros creemos amar Pero no es más que un refugio Entre las almas rencorosas que has abandonado. Adónde te fuiste… ¿Cuántos más debemos desangrarnos Para convencerte?
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Constanza Andreani
Mientras tanto, Al ritmo del tiempo Flotamos. Una vida entera es más de lo que podemos soportar. Así que morimos antes: Una mañana No vamos a despertar Pero nuestros párpados harán El desmesurado esfuerzo de abrirse Y lo lograrán. Y en ese momento Ya no importará. Te habremos olvidado No te reconoceremos Porque estamos cansados De buscarte, De suplicarte Que vuelvas. Adónde te fuiste... Culpaste a Eva porque se enamoró De lo prohibido Cuando fuiste tú, Adán, Quien la tentó. Nosotros pagamos tu castigo
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adónde te fuiste
Mientras te esperamos Desnudos Vulnerables En este colchón húmedo de secretos doloridos Sabiendo que no vendrás. Adónde te fuiste Verdugo del tiempo Usurero de vidas Titiritero del amor Dueño de sonrisas Tregua del dolor.
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bodas en el para铆so de plaza chacabuco Pabl o A pabl az a, Le t ras Me n ci 贸 n Ho n ro sa
b o d a s e n e l pa r a í s o d e p l a z a c h a c a b u c o
a. Visto el cielo a imagen del oro. Ambos cuerpos cuadrados, chatos y morenos, hipnotizados por la borrachera final que los enloquece al mirarse al espejo. b. A la hora del cielo les dirán que el rostro se les desfigurará en el lado legal del país. Las monedas en el umbral de la plaza, asistidas por los niños negros que se lamen las costras de sus patrias. c. Le resopla la mano y el humo, como viniéndose a la ciudad que da más que todos los santos, sin verter la nariz al lado, ni al vecindario ni al del frente que le mira cuando cierra la puerta ni al farsante tropel de niños que se desahucian solos en la multicancha vestidos a la manera insigne del pecaminoso casorio o del vino que les invirtió la cruz arrancada en forma numérica a manera de boleta. d. Unos besos que estallan hasta la pared de la otra casa. En los matorrales no hay nada que ocupe el lugar de la cama.
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cenizas Pau l o Lo rca, Le t ras Me n ci 贸 n Ho n ro sa
cenizas
Tienes de mis ojos la rabia enajenada acicalada tiernamente por delirios de la madre; de los siglos pasados que vendrán a media noche en huracanes y volarán el tejado a gritos. Se encenderá para ti el atardecer, amenazando con ponerse rojo. Y las llamas de la casa, las cenizas, la escarcha y las esquirlas crepitarán a tu canto respondiendo: que era aviso de incendio. Y la casa en llamas, las cenizas volando, de los muertos en sus ánforas que cantaban desde la celosía sobre ese estante de exhibiciones familiares. Vendrán los días pasados con sus quejidos colosales y quemarán las treguas con su tufo inflamable. Ese día llamaré a la puerta, desde la cerca donde yo termino, donde hay un pozo — símbolo de vacío— lleno de ojos de una vida cualquiera. Vendrán los días pasados cuando yo esté contigo, encadenado a tu famélica paciencia, mordiendo el rostro, el tiempo, frente al espejo. Me pedirás (no lo hagas) lo imposible. Apagar el fuego y llevarte, así, con lo puesto. Rogarás que se queme de nuevo la fachada, y dejaremos que el perro ladre, aunque sea aviso de incendio.
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despiertos y desahuciados B e n jam铆 n V i l l al o bo s, Act u ac i贸n Me n ci 贸 n Ho n ro sa
d e s p i e r to s y d e s a h u c i a d o s
Amanecimos cuando ya era tarde Cuando el mundo ya no podía ser esto que traíamos en las manos No supimos cómo despedirnos Y nos acostamos juntos para curarnos el insomnio que nos mataba en octubre Al séptimo mes decidimos perdernos No hablarnos aunque nos hundiéramos aguantando Perdí la cara en un asalto Me la cortaron los mismos que me dijeron que nada podía salir peor de lo que me sentía Decidimos disfrazarnos de astronautas Pisar la luna para vernos de lejos Y comer pizza en tu casa de verano Para evadir la tristeza y el ímpetu de la derrota Entonces Cuando nos miramos y no nos reconocimos inmersos Las pupilas incendiadas con el tolueno de nuestros corazones Cicatrizaron en la tierra Un monumento a la libertad Una estatua perdida en los días de guerra La coraza indestructible de la sensibilidad más frágil y tierna de mis abrazos Amanecimos inmóviles en la espera de la esperanza Sin ganas de querernos Sin nada que doliera tanto Jugamos a decir lo que queríamos Y no pudimos hacer nada Nos fuimos perdiendo Por fin despiertos Pero enteramente desahuciados.
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huellas Cl au di a C at t an e o, D o ct o rado en A rtes Me n ci 贸 n Ho n ro sa
Claudia Cattaneo
Hoy les hablo Con la boca deforme Desclavada la risa Crucificada la profusa respuesta. Un selk’nam duerme Sobre la piel friccionada de pinturas del santuario dolido desteñidas las fotografías espero que nazca Karukinká en la epidermis de nuestras voluntades rancia amnesia Kreeh lleva en su cabellera La oreja de Van Gogh La leche de Kiepja Las entrañas de Loij Honte ahoga sus ensueños En un bote a remos La vergüenza me calcina “¿Adónde se fueron las mujeres que cantaban como los tamtam? Había muchas mujeres. ¿Adónde se fueron?” Bajo la mesa se orinan Los psicópatas Asistiendo al banquete En las tierras del Santo Rafael Dawson engulle desaparecidos Aquellos conocidos desconocidos “Por el escenario deambula una mujer contemporánea, con un gran rosario misionero entre sus manos”.
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huellas
La jerarquía está rasgando los velos de la Jerusalén Austral el Hain de Ham-nia alimenta monumentos un selk’nam anónimo vigila el cementerio Sara Braun Kirie Eleison La Candelaria se apaga Xalpen ha quedado estéril Miserere Eleison Los hijos de Shó’on tam Arrebatados de la memoria de los tiempos nevados choza extinta año 2004 d.C. espesor de signos en el sudario de nuestro invierno “Solo aquel que ha sido purificado por el fuego puede entrar al paraíso. Mircea Eliade”. Hoy les hablo desde la negación de mi estrecha cavidad abandonada en “la otra orilla” atravesada por la Patagonia tuberculosa en la escena aparecida de mi teatro sepultada por Dios.
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la espera An ast assi a Ak e l , Art e Me n ci 贸 n Ho n ro sa
Anastassia Ak el
Espacio de eternidad donde se nos confunden los anhelos, como escondidas cubriéndonos los besos. Soterrando la vergüenza, que escapa, como asimilada por muros membranosos. Se nos cae de las manos, inútil. Mientras se revientan las encías, tus costillas y se tuercen mis escápulas arqueadas, nos pensamos en cuerpos ajenos, potencialmente explosivos. Encorvamos el cuello hasta engancharnos por no perdernos. A continuación, desprendemos las retinas. Simulamos el vacío, engañamos al silencio. Carne ruidosa, suena, sueña con desgarrarte la conciencia. Respiro, respiro… respiras, queriéndote perpetuar, inhalo. Tus hombros descubiertos se deslizan por mi imaginario. Deseando aniquilarme, sublimar la moral, retirarla costrosa. Diriges la vista cegada, dirijo mis intenciones, nos encontramos, sabiendo que esperábamos.
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la espera
Te rozo delicadamente el aliento, y muero por necesitarte cercana, diaria. Implosión, arde en el paladar, convulsión en la tráquea. Amarro mis intentos rebeldes, sílabas que arriesgan con perderte. Pero solo tú comprendes tenerme, y me fuerzas invadida, y me adentras sosteniendo los pliegues. Me sumerges hasta cubrirme entre huesos, me estiro hasta encajarme en tus bordes. Te tocas, en una caricia profunda, me siento. Paciente.
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veinte años y un día Jo aqu í n Mi ran da, Le t ras Me n ci ó n Ho n ro sa
Joaquín Miranda
De todo me acusaron: “es psicótico, hace magia, es feliz, si tiene pena llora, vende esperanzas, se le ha visto rodando en el ocaso, es antropófago, se viste mal, cruzó con la luz roja, no afina el piano, etcétera”. Por eso cumplo condena aquí, por el temor que provoco a la gente en los lugares indignos de mi ser y de mi historia; aunque en esos lugares he nacido. “¡Mátenlo porque está feliz!”, gritaban feroces y aterrados, y los árboles protegieron su sombra de ese monstruo horrible de alegría. ¡Padre, explícame qué soy! Si el viento grita junto a mí la rabia de lo incierto, ¿no seré un rechazo del tiempo, algún esbozo de un suspiro soñado? Muerte. Madre, no me quieras mentir: también me temes, como todas las lunas y los cuentos que terminaban antes cuando quise oírlos, conocerlos, antes de dormir. Quizás merezco estar acá, amenazado en medio de la nada con los pies amarrados al pasado, solo con un espejo que refleja las infinitas piezas de esta cárcel; me intriga que, aunque insista, dicho espejo no me refleje a mí. “¡Mátenlo porque está feliz!”, ¿y qué tiene?, pregunto al eco solitario, ¿me aprisionan,
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veinte años y un día
me torturan y quitan mis raíces, por declarar mi vida un laberinto de alegría? Rechazo los rugidos ahítos de ignorancia y de epilepsia; como creen que están muertos, se atreven a eyacular sin miedo su destino. Madre, Padre, en algún rincón profundo (donde ni los silencios pueden ver) verán yacer inverso el corazón del monstruo que pagó todas sus culpas. Madre, Padre, huí porque estoy feliz; el eco que perdura es el testigo que jamás dirá nada, como cómplice acérrimo y fantasma. No me busquen. Si escuchan una risa que amenaza la respiración débil de los tontos, es que sigo pecando. ¿Osan matarme? Practicaré la risa hasta rugir, entonces seré yo quien los condene. Padre, Madre, ¿por qué la jaula que tenemos ríe aunque esté vacía? Tengo miedo. Vi sombras enrabiar espejos tuertos y un eco gutural sentenció un clamor súbito. Arriba los demonios vomitaron un epitafio prófugo, ilegible. Álgidos sacrificios iniciaron en páramos lúgubres a los tímidos y náufragos laberintos de gente. Los cobardes huyeron al suicidio.
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JU R A D O CAT EG OR Í A C U E N TO
Danilo Santos Doctor en Literatura, docente de la Facultad de Letras UC. Ha participado como colaborador y como investigador principal en Proyectos Fondecyt y publica artículos en diversas revistas académicas. Sebastián Schonnenbeck Profesor de Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile y doctor en Literatura Hispanoamericana y Chilena (U. de Chile). Ha realizado investigaciones en torno a la obra de José Donoso y sus relaciones con la literatura anglosajona. Evelyn Didier Bibliotecóloga, magíster en Administración de Empresas, MBA Pontificia Universidad Católica de Chile. Es directora del Sistema de Bibliotecas UC y profesora asistente adjunta del Magíster Procesamiento y Gestión de Información.
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Magaly Arenas Periodista UC, magíster en Humanidades con especialización en Literatura. Trabajó en el suplemento Artes y Letras de El Mercurio y fue editora del suplemento infantil Timón. En la actualidad es directora de Publicaciones en la Vicerrectoría de Comunicaciones de la Universidad Católica. Macarena Areco Periodista, doctora y magíster en Literatura. Ha publicado una treintena de artículos en revistas especializadas y es profesora de narrativa chilena e hispanoamericana en la Facultad de Letras UC. Gonzalo Gallardo Psicólogo UC, magíster en Psicología Educacional. Es coordinador del Observatorio de la Juventud Universitaria y docente adjunto en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Católica. Forma parte del equipo del proyecto de fomento lector www.revistaterminal.cl
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JU R A D O CAT EG OR Í A P OE S Í A
Roberto Onell Licenciado en Sociología UC y doctor en Literatura. Enseña poesía en la Facultad de Letras UC. Ha publicado artículos en medios académicos dentro y fuera de Chile, y crítica literaria en El Mercurio. En 2010 publicó el poemario Rotación (Ediciones Tácitas) y actualmente prepara su segundo libro de poemas. Paula Miranda Doctora y magíster en Literatura, académica asociada de la Facultad de Letras de la Universidad Católica, donde también es coordinadora del proyecto Chile mira a sus poetas. Es investigadora asociada del Centro Interdisciplinario de Estudios Interculturales e Indígenas, miembro del directorio de la Fundación Pablo Neruda y socia honoraria del Grupo Literario Ñuble. Patricia Espinosa Doctora y magíster en Literatura chilena e hispanoamericana y licenciada en Letras mención castellano. Se dedica a la investigación de la literatura chilena posdictadura y ejerce como crítica literaria en medios de comunicación. Ha publicado los libros La crítica literaria chilena (2005), Territorios en fuga (2013) y Los detectives salvajes de Roberto Bolaño: la posibilidad de una comunidad (2014).
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Amelia Silva Bibliotecóloga, magíster en Gestión de Información. Es la subdirectora de Humanidades y Arte de Bibliotecas UC y jefa de la Biblioteca de Humanidades. Su línea de especialización es en Derecho de Autor. Sarisssa Carnero Doctora en Literatura y profesora asociada del Departamento de Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Se ha dedicado al estudio de la retórica y de las letras iberoamericanas de los siglos XVI y XVII.
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Este libro se termin贸 de imprimir en el mes de septiembre de 2014 en Santiago, Chile. Los textos fueron compuestos por las tipograf铆as Baskerville y Whitney HTF. P谩ginas interiores impresas en papel bond ahuesado de 80 grs. Portada impresa en cartulina de 250 grs. con polilaminado mate. Pantone 1797, 2725 y 9100. Encuadernaci贸n hotmelt. Tiraje de 500 ejemplares.
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Once generaciones de autores universitarios han dado forma al Concurso Literario UC desde 2004. La Dirección de Asuntos Estudiantiles de la Pontificia Universidad Católica de Chile, en su compromiso con la formación integral y la calidad de vida de sus alumnos, ha propiciado este espacio de creación artística con el objetivo de reconocer su creatividad y versatilidad. Este libro recopila los cuentos y poesías de veinte estudiantes de la Universidad Católica, provenientes de 30 programas de pre y postgrado. El jurado, compuesto por académicos y profesionales de la comunidad UC vinculados a la literatura, tuvo la misión de elegir a los diez mejores de cada categoría. La diversidad de orígenes profesionales y de edades pasa casi inadvertida en esta serie de historias y poemas basados en experiencias juveniles y en su particular forma de ver el mundo.