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Retrato de Martín Adán. Pintura de Cota Carvallo.
Do Li ssi br er o
Martín Adán 1908-2008 Martín Adán es el seudónimo de Rafael de la Fuente Benavides (1908-1985), uno de los escritores más caracterizados de la literatura peruana del siglo XX. Con La casa de cartón (1928) se pondrá a la vanguardia de la literatura de ese momento. El libro, de prosa lírica, se ha convertido en un clásico de las letras peruanas. El relato era sustancialmente diferente a todo lo que se había hecho en prosa en el Perú. El texto es como la imagen subjetiva que tenemos los peruanos del Barranco de principios del siglo XX, modoso, circunspecto, a ratos lento, a ratos poblado de un torbellino de imágenes que van acercando o alejando los objetos a través de sucesivos lentes verbales que exigen un esfuerzo desacostumbrado al lector. El relato no es ni una crónica ni una aventura, sino una vivencia personal transformada en una arquitectura de palabras. A partir de ese momento, Martín Adán desarrolló una de las obras poéticas más sólidas de la literatura peruana de todos los tiempos. Su libro Travesía de extramares, de 1950, con el paso del tiempo se ha vuelto un clásico de la literatura hispanoamericana. LIBROS & ARTES Página 1
e entonces para acá, con las particularidades propias de su estilo peculiarísimo –y de pocos escritores de cualquier país o época puede decirse que tienen un estilo peculiarísimo– puede trazarse un paralelo con aquel otro poeta que, según consenso, es su par, César Vallejo. En Vallejo hay un libro inicial, Los heraldos negros, (1919), que sorprende en su momento porque entrecruza en muy justas proporciones la tradición reciente de su momento, eI modernismo, con un profundo afán innovador, con un aliento propio, con una audacia expresiva inusual en poesía peruana; del mismo modo, con La casa de cartón Martín Adán se pondrá a la vanguardia de la literatura en su momento, con tanta calidad que ahora el texto se ha convertido en un clásico de las letras peruanas. Y así como el lector de 1919 no podía permanecer indiferente a Los heraldos negros, el lector de 1928 tenía que admitir que el relato de Martín Adán era sustancialmente diferente a todo cuanto se había hecho en prosa en el Perú. Como los grandes innovadores de la prosa europea, como Proust o Musil, Martín Adán transforma la visión del pormenor, obliga al lector a dejar de ser el espectador privilegiado y, si cabe la contradicción, en un tempo lento –porque el relato es, como la imagen subjetiva que tenemos los peruanos del Barranco de principios del siglo XX, modoso, circunspecto, piano, pianísimo– lo somete a un torbellino de imágenes que van acercando o alejando los objetos a través de sucesivos lentes verbales, ora para miopes, ora para présbitas, exigiendo un esfuerzo desacostumbrado del lector. El relato no es una crónica ya, ni una aventura, sino una vivencia personal transformada en una arquitectura de palabras. Pertenece al reino de la ucronía, la especulación de qué habría
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Detengámonos, a manera de merecido homenaje, en algunos aspectos de la producción de Martín Adán, quien antes que cadena de anécdotas o que bohemio contumaz, fue un escritor, poeta principalmente, que no estuvo sometido a moda literaria alguna sino que se sirvió de todas aquellas que se acomodaban a su magín, a su estro, a través de un permanente ejercicio de la escritura que, a pesar de algunos silencios, duró más de medio siglo, desde la aparición de La casa de cartón en 1928.
“EN LA PRIMAVERA LÓBREGA DEL SER” Marco Martos
Málaga Grenet
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ocurrido si Martín Adán hubiese persistido en la ficción; sin seguir la especulación cabe suponer, dado el talento que nadie puede negarle, que el panorama narrativo, por su presencia e influencia, hubiera sido harto diferente, más rico en todo caso, al casi exclusivamente indigenista que quedó delineado a partir de 1935 con Ciro Alegría y José María Arguedas.
DOS La comparación de Martín Adán con Vallejo puede continuarse si pensamos que la etapa de Trilce (1922) del vate liberteño puede encontrar su parangón en Travesía de extramares (1950) de Martín Adán, aunque es menester también señalar diferencias. En Trilce, como lo han señalado algunos de los críticos más acuciosos, Vallejo somete al lengua-
je castellano a una dura prueba; formalmente rescata arcaísmos, pero su intención última es expresar situaciones extremas, el sufrimiento principalmente, para las que el lenguaje al uso en ese momento no estaba preparado. Vallejo mantiene, sin embargo, un nexo con la tradición modernista y es vanguardista, no por moda, sino por una necesidad íntima. En Travesía de extra-
mares, libro escrito en plena madurez, Martín Adán tiene todavía la actitud adolescente de mostrarse como un escritor culto, como puede advertirse por la abundancia de citas en distintos idiomas, desde el poema de Yusuf, hasta Shakespeare, pasando por Castillejo y Donne, citando a Eguren o mencionándose a sí mismo en los epígrafes, el poeta nos entrega una buena gama de sus preferencias poéticas. Con estos apoyos externos, escogiendo una forma métrica, si bien trajinada en poesía peruana no siempre usada con originalidad, el soneto, Martín Adán se interna a hacer, según expresa en el primer poema, una especie de antiscio (opuesto complementario) de la travesía de Chopin. El intento ha parecido atrabiliario a muchos, ha dejado indiferentes a casi todos, pero ha deslumbrado a unos cuantos lectores como Edmundo Bendezú y Mirko Lauer, como en su momento entusiasmó Trilce a Antenor Orrego o José León Barandiarán. Como el libro de Vallejo, Travesía de extramares es un libro difícil, pero que termina, como ha sido la intención de su autor, por rendirse al esfuerzo del lector; como Trilce también, y más todavía, es un libro plagado de arcaísmos, pero que resultan indispensables para la travesía del antiscio. Por poco que sepamos de música o de la vida y la obra de Federico Chopin (1810-1849) resulta interesante informarnos que no se sentía llamado a arrasar con los ideales de sus precursores, ni a combatir por los suyos demostrando al mundo entero que traía un nuevo mensaje para la humanidad, ni tampoco quería exponer, a través de la música, sus propios sentimientos. Chopin era un hombre tranquilo y apartado de modales correctos y comportamiento elegante. En el terreno estrictamente musical, siendo un romántico, Chopin jamás trazó un programa para su
música, sino que dejó que ella se expresase por sí misma, y casi todas sus composiciones tienen títulos abstractos. Según unánime expresión de los críticos, la poesía de Martín Adán está más cerca de la música que de la plástica. A lo largo de casi toda su producción, el poeta se ha manifestado indiferente a la gama cromática, en cambio, más allá de los significados, la pericia rítmica, generalmente dando la imagen de algo pausado, por la distribución uniforme de los acentos, sobre todo en los sonetos, lo acerca indiscutiblemente a la música. Lo de antiscio puede entenderse de muy diversos modos, en todo caso, la música de Chopin era a veces enérgica, a veces melancólica, a veces tierna, a veces alegre. En contraste, los sonetos de Martín Adán, a pesar de los apoyos en las citas o los recursos de los puntos suspensivos o de las admiraciones, es una poesía queda y, finalmente, cerebral. El diccionario dice de antiscio que “dícese de cada uno de los habitantes de las dos zonas templadas que por vivir en el mismo meridiano y en hemisferios opuestos, proyectan al mediodía la sombra en la dirección contraria”. Podemos concluir que Martín Adán cumple precisamente en Travesía de extramares, en poesía, el mismo papel asumido por Chopin en música. Las composiciones de ambos no son revolucionarias en las artes que cultivaron, pero sí hacen descansar su originalidad en un profundo trabajo sobre los sonidos en poesía y en música que les permite no encabezar una escuela o un movimiento. TRES No se nos escapa que para muchos, que nunca han pensado en la sorprendente cercanía entre Trilce de Vallejo y Travesía de extramares de Martín Adán, a pesar de lo dicho hasta aquí, esa afirmación pueda parecerles una exageración pues Trilce es un li-
bro de vanguardia, mientras que Travesía de extramares es un volumen que respeta la versificación clásica. No necesitamos repetir aquí los argumentos de Octavio Paz que señalan que la evolución literaria, la tradición ha incorporado a la vanguardia. Se trata, sí, de remarcar la común experimentación de ambos poemarios. Cuando apareció el libro de Martín Adán, Luis Jaime Cisneros escribió una nota donde decía: “He aquí un libro al que pueden ocurrirle dos casos habituales en nosotros; o encender vivas polémicas o pasar inadvertido. Martín Adán es hombre que ocupa lugar de preferencia en nuestra literatura y en torno de quien se mueven todavía, si no escuelas, por lo menos las primeras opiniones de los que se inician en el terreno de la poesía. ‘¿Entiende usted a Martín Adán? ¿le gusta a usted Martín Adán?’, son las preguntas habituales.” (En Mar del sur, n° 17. Lima mayo-junio 1951). Cincuenta años más tarde bien podemos preguntamos por esas aseveraciones de Luis Jaime Cisneros. ¿Por qué a los lectores de todos los tiempos les parece, de primera impresión, ininteligible un texto que el tiempo acaba por mostrar que tiene gran
siempre es provisional. Un poema dice distinta cosa a cada lector, aunque viene precedido, cuando se trata de un autor clásico, de muchas lecturas. Un autor como Martín Adán, que tiene todas estas propiedades, siempre parecerá fresco y renovado a cada nuevo lector y a cada visita que le haga quien ya lo conoce. Nunca está de más, por eso, repetir una y otra vez, sus célebres versos: Poesía no dice nada: Poesía se está callada, Escuchando su propia voz. La poesía, en alto grado, devuelve a las palabras la pureza del principio. Martín Adán, a quien Luis Jaime Cisneros, en una imagen hermosamente contradictoria, gusta imaginar como un hombre feliz en una sala de trabajo empapelada de epígrafes, trabajando con dolor, buril en mano, perdido entre un sinnúmero de vocabularios de nuestra edad antigua y nuestra edad presente, en busca de la voz sabrosa, es el poeta que a lo largo de toda su producción, pero especialmente en Travesía de extramares, atraviesa las capas históricas del lenguaje, caza literalmente vocablos, los desempolva y los deja transparentes para nuevos usos en nuestra mesa de
lugares precisos. Hacer eso vincula al libro con la tradición española y con el modernismo hispanoamericano. Para personificar más podemos decir que lo acerca a Góngora y Rubén Darío, pero se diferencia del primero literalmente por la red de epígrafes que hasta cierto punto abruma al lector, y que el poeta cordobés no utilizó nunca. Góngora también era un cazador de palabras, era un emperador del hipérbaton, pero era un hombre de su época a quien mal podemos llamar un poeta diacrónico, pues tenía hasta cierto punto indiferencia por la historia del lenguaje, aunque no, naturalmente, por la formación clásica, de la que estaba orgulloso. Esa telaraña de epígrafes utilizada por Martín Adán desvía un poco la atención de los propios poemas, constituye una especie de discurso paralelo que aparte de exhibir un conocimiento de detalles de poetas conocidos y otros menos difundidos en diversas lenguas, ofrece otro polo de interés al lector, que bien puede tomar uno de los atajos, el de Castillejo, el de Gil Vicente, el de Aiken, el de Kierkegaard, o el de Keats, y perderse horas de horas en bibliotecas, empeñado en curiosas averiguaciones. No
“Nos faltan etiquetas para clasificar a Travesía de extramares. Una primera lectura, atendiendo exclusivamente al aspecto formal, nos lleva a una asociación inmediata con nuestras lecturas clásicas: sonetos de sílabas bien contadas y acentos en los lugares precisos. Hacer eso vincula al libro con la tradición española y con el modernismo hispanoamericano. Para personificar más podemos decir que lo acerca a Góngora y Rubén Darío”. calidad? La razón es simple, aunque a veces la olvidamos. El lenguaje en poesía no dice nada en el sentido habitual de las palabras. En cierto sentido, la poesía es muda, como lo son la pintura, la música y la escultura, que los críticos llenan de palabras. La poesía es un código dentro del código y todo desciframiento de un código dentro del código
lectura. Por eso lo llamamos poeta diacrónico. CUATRO Nos faltan etiquetas para clasificar a Travesía de extramares. Una primera lectura, atendiendo exclusivamente al aspecto formal, nos lleva a una asociación inmediata con nuestras lecturas clásicas: sonetos de sílabas bien contadas y acentos en los
menos raro es el hecho de que el propio Martín Adán se incluya entre los autores citados. “Yo soy otro” dijo Rimbaud. Citándose a sí mismo, Martín Adán se trata como otro, precisamente. La conclusión, tal vez la más importante que pueda hacerse sobre el libro, es que se trata de un texto sin centro (Chopin, su antiscio, la red de epígrafes, se disputan prota-
gonismo con la cadencia de verso y con el propio lenguaje) donde la vox que emite el discurso prefiere no ser identificada, permanecer oculta. Si este punto de vista es aceptado, de acuerdo a la retórica vigente en el milenio que empieza, podemos concluir que Travesía de extramares es un libro que se adelanta en cincuenta años a la posmodernidad, precisamente porque su discurso es fluctuante y no nos entrega imágenes apodícticas. En su lectura nos ocurre lo que pasa en el poema “Itaca” de Cavafis: más importante que llegar al final es el demorado viaje. La semejanza con Darío está clara. Muchos de los poetas de la generación de Vallejo, pero no Vallejo exactamente, rompieron con el cisne nicaragüense, pero la generación de Martín Adán ya podía hacer el balance y esa cuenta resultó favorable para Darío. En el caso de Martín Adán la afinidad está corroborada, no solamente por los testimonios favorables a Darío que dio a lo largo de su actividad literaria, sino por los numerosos poemas que tituló Mi Darío y que escribió en los años posteriores a 1970. Pero la diferencia con Darío también puede precisarse. Darío utiliza un vocabulario sincrónico, el que corresponde a su época, y salvo excepciones puntuales no se interna en los meandros más remotos del idioma. Cada vez que nos acercamos a Travesía de extramares experimentamos una sensación de extrañeza. Y es que Martín Adán es un poeta Biblia que abarcó diferentes estilos y temas, los unió precisamente como Darío en su estro, y dio una quintaesencia nueva, una poesía que lleva su sello y su marca, que podemos reconocerla entre una multitud de voces que tanto se parecen y que es sin duda la razón más importante para celebrarlo, porque su palabra se instaló, como lo dijo más tarde, “en la primavera lóbrega del ser”. LIBROS & ARTES Página 3
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a escritura de Martín Adán recibe estímulos dispares: uno proveniente del siglo XVI y otro del siglo XX. Esto es, el barroquismo y el vanguardismo, respectivamente. Fue entonces testigo ocular de lo uno y lo otro. Y al aseverar esto, no pecamos de exagerados, porque sus comienzos literarios coincidieron con la plena revaloración de Luis de Góngora y Argote merced a los jóvenes escritores españoles de la Generación del 27, y a la vez con ese abanico de ismos que revolucionaron hasta el hartazgo todas las artes, como nunca antes había ocurrido. Sí, el barroco; sí, la vanguardia, sin duda ambos constituyen manifestaciones extremas que se entrelazan en lo recóndito de la inspiración de Adán e impulsan ese torrente de abigarradas cavilaciones metafísicas, por un lado, bajo la forma del soneto, el romance o la espinela, y, por otro, en el uso del verso libre, que termina coronándose en el largo poema “La mano desasida”. Este testigo ocular –juvenil como sus coetáneos peninsulares– asume por igual las dos corrientes disímiles, incorporándolas a la médula de su sensibilidad, como expresiones propias de su vasta obra. Allí está la gran tradición literaria, allí la palpitante tradición moderna, codo con codo, y todo ello Adán lo hace patente desde muy temprano en su alabada prosa poética de La casa de cartón, libro que semeja un álbum de instantáneas fotos verbales, en que se narran unos amores primerizos, y donde los personajes casi caricaturescos aparecen, desaparecen y reaparecen. Poco después, su extraordinaria vehemencia creadora la encarna en el propio verso, sea a la manera antigua, sea a la moderna, enseñoreándose de un vasto mundo lírico, puesto al servicio de sus sentimientos más recónditos LIBROS & ARTES Página 4
UN HOMBRE DE LETRAS TOTAL Carlos Germán Belli y de sus ideas más fijas. Es el léxico adornado de desconocidos arcaísmos, son los endecasílabos, octosílabos y alejandrinos, es el hipérbaton, son las rimas y las estrofas, las composiciones poéticas, en suma, constituyendo un frontispicio barroco edificado en palabra humana. Pero igualmente gusta de la escritura libre, dúctil como un metal maleable, moderadamente desbordada, como la ejerce en los enigmáticos fragmentos de “Aloysius Acker”. Esto es lo que nos deja aquel que observa la inesperada resurrección de Góngora y a la par tantos cambios estéticos ocurridos en la primera mitad del siglo XX.
El numen de Adán tiene como punto de partida unos específicos seres de carne y hueso, por añadidura inmortales en el universo de la cultura, como Chopin y Rubén Darío; asimismo la figura del poeta, que personifica al propio autor, así como Aloysius Acker –el hermano mayor o menor de él–; e igualmente un par de seres inanimados pero emblemáticos en el seno de la realidad visible, como son la rosa y la piedra. He aquí, pues, los mayores estímulos temáticos que motivan a Adán principalmente en una dirección, como son sus cavilaciones metafísicas siem-
pre insondables, por sus descensos y ascensos, por sus avances y retrocesos (y viceversa), y todo ello de modo abrupto, configurando un discurso poético laberíntico, que se acentúa en el caso de los sonetos de Travesía de extramares, por el barroquismo de la forma y el léxico arcaizante, que adornan su estilo, mejor dicho lo singularizan aún más. Prácticamente, va discurriendo entre cima y sima, que con estos términos Adán a veces prefiere hablar de sus ascensos y descensos metafísicos. Escojamos su leitmotiv relacionado con el reino mineral, como es La mano desasida –varios miles de
versos inspirados en Machu Picchu–, y “La piedra absoluta”, que es una suerte de adenda lírica de aquella composición. En uno y otro texto, el hablante poético le dirige una interminable inquisición a la piedra, en que ambos terminan cambiando de identidad: él se petrifica y ella se humaniza, hasta ser un solo ser. Es así que el santuario inca está metido en el alma del hablante, en todos sus rincones, o él está dentro de las moles de Machu Picchu. La piedra, tan inmóvil, ciega, sorda y muda, sin embargo impulsa hasta el infinito al hablante sediento por desentrañar el enigma de la vida y el enigma de la muerte. Y lo hace con el mismo fervor de los hacedores de Machu Picchu, de los dólmenes y menhires europeos, y de las inexplicables estatuas de la Isla de Pascua. Pero el hombre de letras total, y por añadidura descendiente de una linajuda familia, asume el terrible sino del poeta maldito. En consecuencia, en su obra, lo que lo caracteriza es el estilo barroco de Travesía de extramares, y en su biografía la figura del eccehomo. Es el precoz escritor exitoso, aunque terminará siendo un tipo marginal, sin padres ni hermanos, sin mujer ni hijos. Voluntariamente se autoexilia de la sociedad y termina sumido en una vida catastrófica, aunque a pesar de ello se yergue como un escritor del todo notorio. Sin duda, equiparable a su coetáneo francés Antonin Artaud, que no obstante discurrir como un poéte maudit no resultó un don nadie. En ambos, los hados dispusieron que la leyenda literaria eclipsara el precario vivir. Por ello, un fulano que cierta vez casualmente vio a Martín Adán orar en un templo limeño nunca olvida este episodio, que para él es un recuerdo indeleble y una prueba irrefutable del diálogo que nuestro poeta sostenía con la Divinidad, aun sin haber cruzado el último umbral.
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a poesía tiene ahora como destinatario nada más que las minorías selectas. Pero generación tras generación los poetas no cesan de nacer y siempre hay quienes los leen e inclusive no vacilan en colocarlos en los altares del alma colectiva. Entre nosotros, antes fue Chocano, después Vallejo y, en las últimas décadas, Martín Adán, quien llegó a ser entronizado en el exclusivo santoral literario como nuestro mayor poeta vivo. Más aún, santo de la devoción de tirios y troyanos, sin reticencia alguna, lo cual en verdad es harto difícil en todas las épocas y latitudes. Las relaciones humanas son a veces tempestuosas y lógicamente también pueden suscitarse asperezas entre los escritores y los lugares donde nacieron. Por ejemplo, ni más ni menos, “Horroroso Chile” dice Enrique Lihn con respecto a su país, “Lima la horrible” es la frase lapidaria (tan popular hoy en día) que acuña César Moro sobre su ciudad natal, y que casi de inmediato la recoge con igual furor Sebastián Salazar Bondy para bautizar su ensayo acerca de la capital peruana. Hasta donde sabemos, en la obra de Adán no se registran tales antipatías, aunque al parecer tampoco hay muestras de amor o identificación. Probablemente jamás pensó en erigirse como la voz, la conciencia o el oráculo de sus paisanos. En su vasta producción es fundamental La mano desasida, poemarío que discurre a lo largo de centenares de versos. Allí Machu Picchu es el leitmotiv, pero el tema opera únicamente como un factor que le permite poner de manifiesto sus más íntimas angustias, tal si la realidad visible y concretísima, como en este caso, estuviera al servicio de la invisible realidad del propio yo. En cuanto al romance La campana Santa Catalina, el tópico local se evapora en la estructura asimilada de la poesía tra-
ADÁN EN EL SANTORAL
dicional castellana. En consecuencia, solamente fiel a la patria interior oculta en lo más hondo de las entretelas, dando las espaldas a las cosas que se sucedían en torno a él, y encarnando en rigor la figura del poeta raro o maldito, según como se le quiera adjetivar. No solo precoz sino fecundo y, sobre todo, ensalzado desde muy temprano. Así, en sus comienzos, Adán se presenta como un niño terrible por su sanfasón vanguardista
en la prosa de La casa de cartón, que ahora es una pieza clásica peruana; y, asimismo, por una serie de sonetos en cuyo fondo estaba incubada la modernidad. Justamente estos poemas serán la transición al Martín Adán definitivo, que de la ciudad del hombre pasará a la ciudad de Dios, y en lugar de la libertad artística preferirá el orden de la vieja retórica. El joven escritor ya en el decenio de los treinta, como otros tantos hispanoamericanos, quizás de
repente miraría extrañado el desbarajuste formal característico de la escritura de entonces. Probablemente, como aquellos, concluiría que la nueva estética es un error y los ismos iconoclastas nada menos que la podredumbre. De allí en adelante, Adán pasa a ser un típico posvanguardista, fácilmente clasificable por reunir los rasgos más notorios. El viraje lo lleva a cuajar un estilo que reposa muchas veces en metros y rimas, sonetos y décimas, en una
sintaxis retorcida por el hipérbaton, en el uso de palabras acaso milenarias, en la oblicuidad de las imágenes y en el constante juego de los conceptos. Estos específicos recursos estilísticos se dan justamente en un hombre de letras sin duda a tiempo completo y, naturalmente, en un torrente de versos; y, por lo tanto, el uso de la retórica resulta así la paranoia más saludable y hasta –si se quiere– racional. Esta tenaz restauración de la forma cerrada viene acompañada de una tendencia a la pregunta metafísica, y de tal modo se complementa el perfil posvanguardista de Adán, que, por añadidura, en cierto grado es parecido al de otros de sus coetáneos. Entonces, si tenemos en cuenta que si jamás salió del país, habrá que pensar por enésima vez en el aire de tiempo, que imperceptiblemente circula transmitiendo las novedades. En general, las elites hispanoamericanas del siglo XX gustan del arte moderno, el verso libre y sin rima, las cuestiones sociales, y están aferradas a la tierra hasta con las uñas. Sin embargo, nuestra minoría selecta escogió para sí un poeta tocado por los estilos anacrónicos, que vivió aislado de la historia y, por añadidura, con los ojos puestos en el cielo. Evidentemente, más allá del dilema entre lo celestial y lo terrenal, los lectores peruanos se inclinaron por la importancia de una obra. Pero tal vez los admiradores del poeta hayan sido, inconscientemente, una suerte de médium colectivo interpretando el dictado tácito de los otros que jamás leen y apenas pueden escribir su nombre, aunque sí suelen preguntarse en silencio de dónde vienen, por qué están acá y adónde irán, exactamente como rumiaba día a día Adán durante su larga existencia.
Este artículo de Carlos Germán Belli aparecio en el “Dominical”. Suplemento de El Comercio, N° 6. Lima, 10 de febrero de 1985. p. 17. LIBROS & ARTES Página 5
Aunándose a Nietzsche, jugando quizá con sus asertos, la poesía de Martín Adán insistió en la muerte como un fenómeno no opuesto a la vida y que es capaz de irradiar sobre ella su pasión y su saber. Así abordó uno de los grandes problemas de la poesía: el de distinguir qué es lo vivo y qué es lo muerto a cada paso, sin que esta distinción lleve a la negación de una de estas dos formas de existencia o al olvido de la rareza casi aterradora de lo vivo.
AL SON DEL JUVENIL OLEAJE DE LA MUERTE Magdalena Chocano
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n sus celebrados versos: “Poesía no dice nada:/ Poesía se está callada,/ escuchando su propia voz”, Martín Adán nos presenta a la poesía en una escucha atenta de su propio no decir, absorta en su propia mudez: como si estuviera convencida de que “toda palabra es un prejuicio” (F. Nietzsche, El caminante y su sombra, ‘54). Este silencio audible sugiere el de la muerte, pero... “guardémonos de decir que la muerte es lo opuesto a la vida. El ser vivo no es sino un género de lo muerto, y un género muy raro” (F. Nietzsche, La gaya ciencia, ‘109). Explorar la extraordinaria complejidad del mundo poético de Adán exige por ello renunciar a la óptica que asimila su obra a una concepción platónica-cristiana, pese a que algunos versos enfáticos y apabullantes del poeta parecen avalar dicha lectura canónica. Al considerar la percepción de la muerte de que dan cuenta sus poemas, no es posible sostener que la conciba de un modo uniforme como un “más allá” donde el ser humano ingresaría a una beatitud despojada de la necesidad y del deseo. Para Adán la muerte es un lugar de afirmaciones, anhelos, dudas y sobre todo diálogos, diálogos sostenidos por una sola voz que interpela a un otro: un otro que excede el conflicto identitario del doble existente en la propuesta de Adán. Ya la paradoja de la muerte vivida está en germinación en sus poemas iniciales, especialmente en el ciclo destruido e incompleto del “Aloysius Acker”, objeto de empeñosas búsquedas por varios comentaristas. Es pertinente aquí señalar que los versos citados al inicio pertenecen al «Sonetillo III» LIBROS & ARTES Página 6
Portada de la edición príncipe de Travesía de Extramares. 1950.
de ese ciclo, tal como se indica en el epígrafe del soneto “Leitmotiv”, en la edición de 1947 de Travesía de extramares (este epígrafe desaparece en las siguientes ediciones, pero el sonetillo aparece íntegro en otras colecciones). En “Aloysius Acker” (o en lo que queda del texto) el poeta contempla desde el exterior al difunto, para pasar a la interiorización de dicha contemplación y, finalmente, a la identificación activa y sensorial con el muerto:
“(Muerto!... En cuanto miro no veo Sino tu nariz de hielo. (Qué estado perfecto! [..............] En mi ardida sombra de adentro, Real como Dios, por modo infinito Y sensible, yaces, muerto: Yazgo, muerto” (“Fragmento de ‘Aloysius Acker’”, Las Moradas, I, 1, mayo de 1947, p. 1) En “Aloysius Acker” se plasma el diálogo con los
muertos como fuente de fuerza y vitalidad: “conversando contigo no temeré ser nadie no temeré ser el que me hablare no temeré la luz en el aire no temeré la eternidad como el río que nace no temeré nada, Aloysius Acker”. (Citado en “Margen de eternidad”, L. F. Xammar, Letras, n° 9, 1938, p. 119). La muerte en la obra de Adán se va convirtiendo en lugar de tránsito, de encuen-
tro, de miradas que se buscan. A la manera de Nietzsche, Adán intenta equilibrar la acción de los “extravagantes farmacéuticos del alma” que en vez de hacer de la perspectiva cierta de la muerte “una gota deliciosa y perfumada”, la han convertido en “un veneno infecto, que hace repugnante la vida entera” (F. Nietzsche, El caminante y su sombra, ‘ 317). En Travesía de extramares esta dimensión sensible de la muerte se expone en un soneto que lleva como epígrafe los versos de Novalis: “siento de la muerte la ola de juventud” del cuarto de sus Himnos a la noche, y una frase de Así habló Zaratustra de Nietzsche: “(Oh, puerto en alta mar! (oh, paz en medio de lo incierto!”. Allí el poeta exclama: “—(Y no me faltes, sal de vida, Muerte, Tú sabor de sabores!...” (“Legato”, Travesía de extramares) En Travesía, el propio Chopin no es sólo objeto de conmemoración u homenaje, sino una presencia que manifiesta la vida en la muerte: “(—Ya tu voz, en la muerte, viva, enjuta: La mano corva en el aire negro, Ciega y nítida, lesa y absoluta...)” (“Finale in Preludio”, Travesía de extramares) La yuxtaposición entre el acontecimiento de vivir y el de morir que ya había auscultado Martín Adán en “Aloysius Acker” (“ya principia el mundo; / ya principia el juego./ Jugamos a ser y no ser... Jugamos a vivir y vivir./ Y tú mueres. Y yo muero”.), se repite en los sonetos de Travesía en una búsqueda infatigable: “...bajo mi estrella, adormilada,
Vivaz he de seguir buscando en todo Algo por que morir, como es la vida...)” (“Declamato come in coda”, Travesía de extramares) De forma coherente, los versos que cierran Travesía de extramares retoman la alusión a la mirada propia del muerto como un don deseable para disfrutar la vida: “(De los ojos del muerto, mi mirada Paire en faceta a luz cristalizada Y yo mire belleza así sereno!” (“Volta subito”, Travesía de extramares) La muerte entretejida en la vida reaparece en La mano desasida desde la primera estrofa en que se interpela a la piedra de Machu Picchu en esa doble cualidad: “me estás enquistada en mi vida muerta!”. Allí vuelve el poeta a tantear otros ámbitos del tránsito entre muerte y vida que ya habían surgido en sus anteriores poemas: “Cuando tú mueras, morirá el Hongo Y morirá el Aire. Y morirá el Día. (Pero será la Noche, el otro tiempo De vivir la vida!” En la secuencia de La mano desasida, titulada “Porque la muerte vive” el poeta se arriesga a preguntar “¿Ya morí?” y roza una existencia fantasmal: “(Por algo he venido a ser / Una sombra de tu ausencia!”, acompañada de su peculiar eterno retorno: “Tras de mi muerte, no he de morir nunca/ Siempre comenzará la vida”. Esta capacidad de la poesía de Adán para atisbar la resaca de vida que hay en lo muerto se patentiza nuevamente en los versos de Mi Darío, en que oímos una conversación a una sola voz con el difunto Rubén. Adán lanza sus versos a un espacio habitado por el poeta muerto, para homenajearlo, interrogarlo, y hasta para contradecirlo. En sus sonetos repite una y otra vez el nombre de Rubén en versos que trastabillan tanteando esos ámbitos post-mortem, esfuerzo del cual surge una visión irónica donde la muerte es dadora de ser, pues se le atribuye una facultad superior a la propia vida para conferir espesor existencial al poeta que ha pasado por ese trance.
“(Tú moriste, Rubén, ya sabes y no sabes Cómo mira el estúpido, cómo vuelan las aves» Y cómo se está el Cielo sobre la cosa cierta!...” [soneto 17] La muerte es también dadora de un saber, difícil de calificar, pero saber al fin: “(Ay, Rubén, que moriste, cuántas cosas me sabes!... (Yo no soy sino sombras de vuelos de tus aves! (Yo no soy sino uno, uno que se está apenas!...” [soneto 24]
el tuteo al poeta pasa de lo confesional a lo reverencial casi sin solución de continuidad, con matices que permiten a Adán explorar la identidad poética reflejada en la memoria. Afirma primero Adán “Soy el Vivo, el de ser de temores”, para después asegurar que es idéntico al difunto: “Soy como tú, Rubén, aunque tú no lo creas. García Calderón me lo dijo en un día. Hablábamos de Sexo. Hablábamos de ideas.
que en ese continuo trasegar, la lengua es mar que zarandea, y todo espacio, mar. El río que bulle en algunos sonetos de Mí Darío figura el tránsito de la palabra poética atravesado por el poeta muerto en posesión de un conocimiento palpable e inaccesible a la vez (“Tú, que alcanzaste a rematar tu río” [soneto 26]). En Diario de Poeta, en cambio, los interlocutores casi desaparecen. El poeta despliega su soliloquio en sonetos agrupados bajo el tí-
“Martín Adán encontró, pues, la clave de la vulnerabilidad e incertidumbre del ego poético en la conciencia no de la vida como fenómeno discreto y separado de la muerte, sino de la realidad integral de ambas”. En los versos citados, Adán se sitúa en lo efímero, en el estar (“uno que se está apenas”). Un juego similar opera respecto al conocimiento: Darío sabe «cómo vuelan las aves”, mientras Adán siente que él mismo sólo es “sombras de vuelos de tus aves”, y sopesa la distancia entre ser y saber en su existencia de poeta: “(Este ser que me soy y no sé, de poeta!” (soneto 24). Esta distancia óntica (por así llamarla) no es unívoca a lo largo del poemario. El solipsismo metafísico que (señala Lauer en Los exilios interiores) satura la poesía de Adán aparece aquí, pero es cuestionado toda vez que en este poemario el pronombre yo es llevado a un paroxismo en el que queda relativizado como referente único de la visión, suscitándose momentos de disyunción entre el yo y el ser: “...este ser que te envidio, Darío; Este serme uno solo, este serme de mío, que no sé qué es. Yo Mismo, pensándome y errando.” [soneto 23] Por momentos, Adán se proclama tan muerto como Darío, aunque afirma que no alcanza el saber que atesora el difunto: “Rubén, dímelo tú si es tan inmenso El medir de allá, dímelo, que yace Este muerto que soy y que renace Y no me cabe mundo de pretenso.” [soneto 28] En la conversación que se desenvuelve en Mi Darío,
‘(Eres como Rubén, que todo lo sabía!’. Y reía Francisco con unas risas feas De moribundo, todas de amor y de alegría” [soneto 20] La identidad entre el poeta y el difunto se fundamenta en el testimonio de un tercer personaje (Francisco García Calderón), caracterizado por “risas feas de moribundo”, es decir, un ser que existe en la indefinición entre vida y muerte. Sin embargo, también el poeta vivo tantea los límites del saber del muerto: “¿Rubén, no lo supiste? La Vida es otra vida, No esta vida que estás viviendo como el Bruto, Este bruto que te eres con tu dios absoluto...” [soneto 30] Este “dios” que también con mayúsculas transita por los versos de Martín Adán es un ente cuestionado, adjetivado, no como existencia, sino como presencia. “Porque soy un humano como tú te lo fuiste: Un dios que no se sabe y una cara de triste Y un sueño que no es tuyo ni mío, que es de tierra!” [soneto 33] La identidad de oficio entre el vivo y el muerto no se evoca a la manera de “triunfo de poetas”, sino en un compartir desconciertos y afanes: “Una calle desierta como lo es una ola Y un uno que se ahoga contándose palabras.” [soneto 3] Este “uno” vive la obsesión que le imponen las palabras, sugiriendo el verso
tulo de los meses del año en donde reitera sus preocupaciones: lo efímero del amor, la rima (“el hada mala”), la poesía, la tragedia, el ser, la desesperación, el entrecruzarse entre la duración y el olvido en la indistinción de la vida y la muerte: “(Acuérdate, Yo mismo, de olvido prematuro! (Acuérdate, que vives porque mueres y dura El edificio torpe que es todo hogar futuro!” (1966, diciembre [soneto 2], Diario de poeta) En un soneto, abocado a la naturaleza de lo trágico, Adán rememora la figura de Nietzsche y su filosofía: “Todo es trágico, Amor, todo hasta una alegría. Nietzsche lo supo... el único de la Filosofía Que miró el frontón griego con primera mirada, Con sífilis ignota, con su ciencia asentada, Con cada eternidad como si fuera mía... [......] y era otra vez otra vida, Quise morir mi vida, (y es tantas, y se olvida!...” (1968, febrero [soneto 1], Diario de poeta) En su Diario Adán rumia “el peligro de muerte que es la Vida” (1972, octubre [soneto 1]) unido a la condición de poeta y al efecto de la poesía en el yo descolocado del poeta: “Y el Yo... )yo mío!... vive por porfía ...)infernal!... de ridículo y terrible, (Que así es la burla de la Poesía! (1972, abril [soneto 1],
Diario de poeta) Este aspecto disociador e indomesticable de la poesía pocas veces ha sido explicitado con tanta crudeza, ya que muchos poemas suelen disimularlo con la asimilación de la poesía a la figura femenina, para marcar así una supuesta subordinación de la energía poética al designio del creador. La larga entrega de Adán al cultivo de la poesía ni por un momento le dio jamás esa confianza, engañosa por demás. Martín Adán encontró, pues, la clave de la vulnerabilidad e incertidumbre del ego poético en la conciencia no de la vida como fenómeno discreto y separado de la muerte, sino de la realidad integral de ambas, que hace del viviente una especie rara que pertenece desde ya a los muertos, tal como lo había enunciado Nietzsche: “)Una muerte sin fin... la muerte que no hallo En mis muertes, fugaces, de poeta no fuerte?” (1967, agosto [soneto 11], Diario de poeta) En su último poemario volverá a utilizar como epígrafe el verso de Novalis: “Siento de la muerte la ola rejuveneciente” para abordar el silencio de la poesía y la vida de la muerte en el ser del poeta: “Y es clamar, que no cesa, de callares Que no quieren callar, como en los mares Late la ola en la linfa inerte. Sabe pues, la lección nunca aprendida, Poeta: que otra vida es la Muerte. La muerte que en ti vive que es tu vida” (1972, octubre [soneto 5], Diario de poeta) Aunándose a Nietzsche, jugando quizá con sus asertos, la poesía de Martín Adán insistió en la muerte como un fenómeno no opuesto a la vida y que es capaz de irradiar sobre ella su pasión y su saber. Así abordó uno de los grandes problemas de la poesía: el de distinguir qué es lo vivo y qué es lo muerto a cada paso, sin que esta distinción lleve a la negación de una de estas dos formas de existencia o al olvido de la rareza casi aterradora de lo vivo.
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En mayo de 1981, antes de empezar a escribir este testimonio sobre los tres días continuos de borrachera en los bares de Lima con el poeta Martín Adán, yo ya tenía el título para dicho texto: “Travesía de extrabares”. Pero hasta entonces, jamás había visto ese mítico libro de Martín Adán titulado Travesía de extramares. Es verdad que el título siempre había estado revoloteando en mi cabeza, por lo menos desde que comencé a juntarme con la horda de poetas, en 1965; sin embargo, nunca tuve en mis manos dicho poemario. En Tacora se podía encontrar Los ríos de la noche, de Leopoldo Chariarse, con una sugestiva carátula del pintor y estudioso de la cinematografía Miguel Reynel, y hasta por milagro Cinco metros de poemas en la vereda del chongo El Floral, pero Travesía de extramares, subtitulado Sonetos a Chopin, era especie extinguida en la bibliografía peruana. Dicho poemario de Martín Adán lo abrí por primera vez en 1999, en el Library of Congress, Washington DC; esa bella edición príncipe que hizo don Ricardo Respaldiza en 1950, con dibujos de Ricardo Grau, estuvo al cuidado de Emilio Adolfo Westphalen, César Moro y Manuel Beltroy. Dejo aquí constancia que esta versión de “Travesía de extrabares” apareció por primera vez en El Caballo Rojo, Lima, 24 de mayo de 1981, que dirigían el poeta Antonio Cisneros y el editor y periodista Luis Valera, suplemento dominical de El Diario, cotidiano que se originó gracias al gran arraigo que alcanzó en la sociedad peruana el semanario alternativo Marka, donde inicié, en 1979, mi experiencia periodística.
TRAVESÍA DE EXTRABARES Gregorio Martínez
M
artín Adán, nacido en Lima en 1908, aunque derechista irremediable y aristócrata “civilista”, es el poeta vivo más talentoso del Perú; Juan Ojeda, chimbotano, hijo de obrero, raro prodigio de arte mayor, nació en 1944; una larga distancia, temporal e ideológica, los separa; sin embargo, los une el rigor estético y la ambición artística, a veces también los títulos de sus libros: Travesía de extramares, Martín Adán; Elogio de los navegantes, Juan Ojeda. En mayo de 1968, Martín Adán, Juan Ojeda, Cesáreo Martínez y el autor de este relato emprendimos una febril travesía por los bares de Lima; primero en el centro; después en las avenidas Grau y Abancay; luego en la Plaza México, en Lince, en Balconcillo; al tercer día volvimos al centro y tiramos la esponja en el “Chinochino”, mientras Martín Adán continuaba imperturbable la terrible batalla por la poesía. A Martín Adán lo encontramos en el bar “Palermo” de la Colmena, cerca al Parque Universitario, un apacible martes 13 de mayo del 68; había salido del manicomio, lúcido y comunicativo, hacía pocos días. “Palermo” era entonces un salón ampuloso y vulgar, sin ningún encanto, donde mataba y revivía el tiempo la LIBROS & ARTES Página 8
Enrique Polanco. Bar 1996. Óleo sobre tela 100 x 70 cm.
“intelectualidad politizada” establecida en Lima; y donde andaban igualmente, por la fuerza de la costumbre o por el imperio de la necesidad, asordinados vendedores de condones, gitanas de la suerte que ocasionalmente entraban al puteo, estudiantes misios, asaltantes revolucionarios, damas y caballeros “honorables”; porque, eso sí, “Palermo” era también, a mucha honra, heladería y salón de té. Aún no había sido revestido de fórmicas y plásticos hasta la ridiculez, tal como aparece hoy; pero tampoco estaba ya en su época de oro. En mayo del 68 era modestamente la sombra desvalida de lo que fue años atrás, cuando desde la casona de la Universidad de San Marcos llegaban a poblar sus mesas, Pablo Macera, Juan Gonzalo Rose, Julio Ramón Ribeyro, Francisco Bendezú, Alberto Escobar, Sebastián Salazar Bondy, Eleodoro Vargas Vicuña, Hugo Bravo, Aníbal Quijano, Julio Cotler, Washington Delgado, Carlos Araníbar, Esperanza Ruiz, Nícida Coronado, Juan Pablo Chang, Guillermo Lobatón, Alfonso Barrantes y otros jóvenes promisorios, como diría un cronista deportivo. En esos tiempos, el propietario de “Palermo”, afecto a cierto hedonismo que luego se lo envenenó el dinero, se esmeraba en la atención, incluso les ponía su punto de amar-
gor a los chilcanos de pisco y al café, café. CANTINITA DE LA CIUDAD UNIVERSITARIA, MARTES 13, HORA: PASADO EL MEDIODÍA Estábamos en la Ciudad Universitaria de San Marcos hechos unos boludos estudiosos, pontificando en un país de ciegos, cuando en eso a Juan Ojeda se le ocurrió una bajada al infierno para calentar motores. Fuimos a la barriadita de los obreros, detrás del pabellón de la vivienda estudiantil, a la inmutable cantinita de Gallocuento. Bebimos cerveza, únicamente cerveza; pero la hicimos larga, a cada tema de la conversación le metíamos su chancadito; Lacan, Barthes, Althusser eran unos simples memoriosos de liceo; Sarduy con su Cobra, un pobre encantador de culebras, la novela tenía que colmar mínimo mil páginas y capturar con la luminosidad de un relámpago ese instante cruento de la realidad, apenas diez minutos, en que la policía encaraba sus armas para masacrar a los huelguistas de SiderPerú; y el poema debía abarcar veinte mil versos, para reproducir un mensaje eterno, a imagen y semejanza de la obra cumbre de Karl Heinrich Marx; es decir, una homología global, política, económica, filosófica, poética de El Capital. “BAR PALERMO” 5 P.M. A “Palermo” llegamos al atardecer, como los chirotes, con una buena punta entre pecho y espalda; sin embargo, Cesáreo Martínez, mi tocayo, dijo al entrar: “Todavía estamos frescos”. Juan Ojeda volteó a mirarlo, le agarró fuertemente la muñeca, en un interminable gesto de amistad, y dijo a su vez: “Me parece correcto, Chacho; además, no hay comienzo sin desarrollo”. Caímos como pedrada en ojo tuerto. En una mesa, solo, estaba David Motta, un arqueólogo cotahuasino radicado actualmente en Huancayo, a quien los pobladores de los lugares donde realiza excavaciones siempre lo confunden con el jefe del proyecto y a este lo toman por su chulillo. Motta es un crítico corrosivo de las novelerías extranjerizantes,
Enrique Polanco. Bar Dante 1998. Óleo sobre tela 150 x 70 cm.
“Pero ¿quién mide el fuego de la admiración cuando esta es real y sincera? Para Juan Ojeda, la existencia de la poesía de Martín Adán en un Perú hambriento, atrasado y dependiente era la confirmación de sus propios sueños, el sustento de sus desmesurados proyectos literarios.”
del cientificismo dependiente y, también, del autoctonismo impostado de los miraflorinos. Ocupamos la mesa de Motta y calientito nomás pedimos cerveza, antes que se nos pasmara el vuelo. Estábamos en la entrada, al lado izquierdo, cerca de la mesa donde siempre se ubicaba el novelista Oswaldo Reynoso, tras la vitrina que servía de mampara y en cuyo vidrio horizontal se veía patas arriba a la gente que pasaba por la vereda; un espectáculo realmente edificante, pero edificante para inflar carpas y templar trapecios. Ojeda fue al baño y regresó con cara de asombro. “La poesía está allí”, dijo, con esa retórica tan suya, y señaló hacia la mesa que estaba colocada frente al lavadero de vasos. Eran cuatro o cinco viejos, dueños de sí, que tomaban pisco en copitas, excepto uno que tenía delante una botella de cerveza. “¿Quién?”, pregunté; siempre ignorante, todo el tiempo rezagado, alumno de escuelita nocturna. “Martín Adán”, me contestó Chacho, mi tocayo, con su voz aguardientosa y su peinada a lo Gardel. “¿Cuál?”, volví a preguntar. Esta vez nadie me contestó. Todos miraban absortos al viejo enorme, enfundado en mugriento gabán de lana espiga, ensombrerado, con espeso y silvestre bigote amarillento, ojos saltones, enrojecidos, turbios, ya sin color, bajo el ala del gastado sombrero de paño o fieltro, como dirían los cultos. Juan Ojeda, con una risita inocente y malévola, dijo “Hay que capturarlo”, “Eso”, acertó Motta; siempre provinciano, cada vez más cholo, nunca miraflorino, jamás pituco de la Católica. Y Martín Adán se dejó capturar como un manso cordero, él que es tan huraño y esquivo aun con sus condiscípulos del Colegio Alemán, sea Estuardo Núñez o algún potentado de la industria y la banca. Del brazo de Ojeda llegó hasta nuestra mesa. Entonces lo volví a mirar y lo encontré mucho más alto todavía. Para cerrarse el gabán, trasminado por el humor de su cuerpo, utilizaba un imperdible enorme, al que de vez en cuando le dedicaba especial atención y lo mosLIBROS & ARTES Página 9
“PALERMO” 10 P. M. En la otra mesa había quedado, a medio consumir, la botella de cerveza de Martín Adán. Reconocí, entre los viejos que tomaban copitas de pisco, a mi jefe de cuando trabajé en el Jurado Nacional de Elecciones; gordo, miope, mofletudo, don Julio seguía igualito: feliz, eroticón, lascivo, ingenioso, único. Recuerdo que nadie, ni el Instituto Nacional de Planificación, ni el Catastro de la República, había podido sacarnos de la duda sobre si existía o no, en Lima Metropolitana, entre la treintena y pico de distritos, uno que se denominara San José LIBROS & ARTES Página 10
de Surco; y si existía, ¿en dónde miércoles estaba ubicado?, ¿cuál era su jurisdicción?; conocíamos de sobra el distrito de Santiago de Surco, pero ningún San José de Surco; cuando ya habíamos perdido toda esperanza, dimos de sopetón con don Julio en la Mesa de Partes, “concha”, dijo, y golpeó con el puño su escritorio forrado con papel secante verde, “allí es donde van ustedes a acalambrarse tirando parados ¿y no saben cómo se llama?”; recién se nos encendió el foquito, el susodicho San José de Surco había sido Barranco. –“¡Maestro!”, dijo alguien y desprevenidamente empe-
renegado Severo Sarduy, y ayer nomás con la ahora basureada novela francesa o con filmes como El año pasado en Marienbad, o creer que nadie sabe que aceptó un puesto en la primera fase no por velasquista sino por el caro amor a los chicharrones, o desvivirse por los viajes, por las becas y otras pestes, otras miasmas, otros venenos. Pero ¿quién mide el fuego de la admiración cuando esta es real y sincera? Para Juan Ojeda, la existencia de la poesía de Martín Adán en un Perú hambriento, atrasado y dependiente era la confirmación de sus propios sueños, el sustento de sus des-
mandamos de hacha a la conversación, a veces al interrogatorio impertinente, por ratos incluso a la pendejada, a la batidera, al vicio, estimulados por el propio Martín Adán, quien fue el primero en aventarse al relajo, tanto que Ojeda, ya con los pies completamente fuera del plato, le decía “Martinica, pata, chupa pues patita”. Y Martín Adán, feliz, achinaba los ojos de contento, y rajaba de Belaúnde y su quinta generación: “A ese perendengue yo le dije, Fernandito, en el manicomio se vive con más seguridad que en Palacio y también se puede discursear” (a los cinco meses los militares lo saca-
a media caña que es el Wony. A la 1 a.m. en punto cerró “Palermo”. Cargamos con Martín Adán, simplemente cruzamos la pista de La Colmena y nos instalamos soberanamente en el Chinochino.
Hermán Suharz
traba con ánimo de impresionar. De pies a cabeza olía a berrinche. Silencioso, viejo y aparentemente aniquilado, con un jadeo seco como el de los asmáticos, tomó asiento entre nosotros. Sentíamos el enorme peso de su presencia y se nos quebró la naturalidad; los chispazos de humor e ingenio se convirtieron en frases de cartónpiedra, en elocuencia de pacotilla; Juan Ojeda, más que nunca, agarró un plan de mirada profunda, y me acordé de Antonio Gálvez, el único que se atrevió a perturbar la solemnidad de Ojeda, una tarde en la puerta de “Palermo”, al tasarlo sonriente, moviendo una pierna y apoyándose en la otra: “agarrando mirada profunda, nada cojudo”, y Juan apenas distendió los labios, amargo por lo bajo, pues le hinchaba las bolas el humor, pero desde entonces, patísimas, iban juntos al colegio Melgar, donde enseñaba el Gordo Gálvez, y se jugaban con clase y parsimonia, una mesa de billar en la sala de profesores, porque eso sí, Juan sería grandilocuente y ceremonioso, siempre tiza y con los zapatos lustradísimos, pero no solo bajaba al llano sino que lo conocía a fondo, sabía pisar su aserrín, hacerles quecos a choros y homosexuales, y además, (lo digo para darles luz a los sapos) había salido a la mar como pescador en Chimbote, y mascaba su jerga, y borracho era temerario para las broncas. La presencia silenciosa de Martín Adán nos cortaba el aliento; más aún su mirada turbia de pez muerto, ¿así sería el pez banana?
“Pedimos cerveza, el tiempo del ‘besorrojo’ ya había pasado”.
zamos a caer en el cojudismo, ese mal endémico del intelectual peruano. Martín Adán, la camisa podrida en el cuerpo, era en ese instante la imagen exacta de sus versos: “Poesía no dice nada/ Poesía se está callada”. Por eso desandamos el cojudismo para retomar el rescoldo de la realidad. Algunos se preguntarán ¿qué es el cojudismo? Sin duda es un estado mental, es la quinceada monda y lironda, el error grueso que se comete por querer impresionar o parecer inteligente, es la atomización de la izquierda, el creer o haber creído que la Fuerza Armada puede hacer la revolución, el atracar o haber atracado sucesivamente con el estructuralismo, con Marcuse, con Mac Luhan, con el “neomarxismo”, en un plan putañero, y también con la escritura por la escritura, con la novela Cobra del cubano
mesurados proyectos literarios. Motta se fue, luego se rompió el yeso. Era casi medianoche, habíamos arrumado botellas. Entonces Ojeda empezó a sacar el cuchillito de su rara sonrisa. En mirada penetrante atravesó la mesa y puso en guardia a Martín Adán. Ojeda estaba con el cuchillito de su sonrisa. “¡Martinica!” gritó de pronto. Martín Adán se despabiló, alzó el mentón cubierto por una barba canosa de varios días y, remecido por una seca carcajada, dijo con cacha: “Recién comienzan a ser hombres”. Se soltó a reír con pausa y gozo, luego añadió: “Han estado muy tiesos, muchachos, peores que el mayordomo suizo de don José Riva Agüero que nos recibía, señorial, en la puerta de la casa cuando íbamos a visitar al Maestro”. A partir de ese momento nos
ron en piyama de Palacio). Dos o tres veces lo llevamos al baño, recorriendo todo el largo del extenso bebedero; pero nadie allí, cuna de bohemios e intelectuales, reconoció al viejo raído a quien sosteníamos para que caminara. El más solícito era Juan Ojeda: “A ver, Martinica, dame tu brazo”, le decía y ambos se miraban sonrientes, luego se echaban a caminar por entre el nido de mesas. Cuando ya nos habíamos desbocado, los Santiagos –hijos del dueño de “Palermo”– bajaron la cortina metálica del establecimiento. Ni un trago más. Así era “Palermo”, rígido, sin ningún encanto ni amor por la clientela, al contrario, como que nos aborrecían, porque aprovecharon el terremoto del 70 para remodelarlo, previo cierre de un año, y echarnos prácticamente a la calle, a ese bar
MIÉRCOLES 14, “BAR CHINOCHINO” El “Chinochino” era el empalme obligatorio para quienes salían de “Palermo”. Allí las mesas hasta tienen una inclinación para que corra la cerveza. Es el reino de la “Cocotte” (doña Huaraca para otros), una vieja flaca y bailarina que gorrea cerveza en cada mesa y dilapida noche a noche las hilachas de carne de su cuerpo. Según cuentan, el nombre “Chinochino” quedó perennizado un día que llegó borrachísimo el pintor Pancho Izquierdo López y al ver a los dos hermanos que atendían el bar los miró y señalándolos dijo: “Chino tú, chino tú; chinochino”. Pedimos cerveza, el tiempo del “besorrojo” ya había pasado, época heroica de Bola (Eduardo Aguirre), de Manuel Acosta Ojeda, del Gordo Portal. Conversar allí era más difícil, había que hacerlo a gritos. Pero Martín Adán nunca grita, pese a la embriaguez y los harapos mantiene una aristocracia en las maneras, una finura digna, una clase aparte, como cuando en 1934, a los 26 años, luego de culminar su doctorado en San Marcos, su tío, Óscar R. Benavides, entonces mandamás en Palacio de Gobierno, lo envió como gerente del Banco Agrario de Arequipa. Juan Ojeda, quien durante toda su vida, además de poeta, solo fue esporádico pescador en Chimbote y profesor de geografía durante una mañana, le había preguntado, “Martinica, si alguna vez en toda su larga existencia agarró chamba o siempre fue eterno partidario del ocio”. Martín Adán soltó su carcajada seca como si le hubieran dado en la yema del gusto. “Solo una vez en la vida”, dijo. Había muerto el gerente del Banco Agrario de Arequipa, un miembro de la rancia aristocracia local. El presidente Benavides aprovechó para colocar en ese puesto a su joven y brillante sobrino, escritor de
nota desde los 17 años, doctor a los 25, y con una sostenida fama de genio. Cuando se enteraron los Ballón, los Goyeneche, los Ricketts, se sintieron ofendidos. “Será mucho sobrino del presidente, pero Arequipa es Arequipa”. Martín Adán envió un telegrama escueto anunciando su llegada: “Allá voy, saludos”. El día de su arribo los acartonados funcionarios del banco lo rodearon en silencio. Uno de ellos tomó la palabra y dijo: “En nombre de los dignísimos funcionarios de este banco y de las personalidades notables de Arequipa, quiero preguntarle, doctor Rafael la Fuente Benavides, cuál es su programa gerencial”. Martín Adán se empinó por encima de ellos con todo el empaque de su apostura juvenil, sanmarquina, limeña y aristócrata y les respondió: “Señores, yo he venido con el exclusivo objeto de hacerlos cojudos. Ahora vuelva cada uno a su puesto”. Al cabo de unos meses renunció a la gerencia y nunca más en su vida volvió a desempeñar otro trabajo que no fuera escribir poesía. En el “Chinochino” la embriaguez ardía, reventaba en el piso encharcado de escupitajos, cerveza y aserrín. El frío de mayo empezó a joder. Martín Adán estaba hablando ahora de su época de estudiante en el Colegio Alemán, su temor intelectual a Luis Alberto Sánchez que, entonces jovencito, ya enseñaba allí; su noble aprecio por Mariátegui; el desapego con que escribió La casa de cartón cuando adolescente. Le dijimos: “Sánchez y otros críticos dicen que La casa de cartón tiene algo de Proust, de Joyce, y que es el libro fundador de la narrativa moderna en el Perú”. Martín Adán se ríe, se limpia los bigotes amarillentos, y dice: “Ellos no saben, carajo, que es un pajazo de adolescente; por eso no he vuelto a escribir novela. ¡Qué Proust ni qué Joyce! Esos son monstruos. La casa de cartón es nada más que una travesura, un alarde de muchacho aburrido. Yo he leído a Proust en francés y a Joyce en inglés, pero esa novelita que tanto da que hablar a los críticos sin talento no es más que una serie de apuntes de un observador que se aburría soberanamente; además yo
no tenía enamorada por ese tiempo, la había perdido”. Ojeda le emparó la frase en el aire. “Martín, ¿es cierto que te gusta?”. Martín Adán miró el dedo moreno, la uña bien recortada, y abarcó con su mirada turbia a Ojeda. “Eso no me lo pierdo”. Todos soltamos la carcajada. Con el sombrero enterrado hasta las cejas, Martín Adán seguía hablando: “No pienso morirme sin probarlo, aunque en verdad ya me estoy pasando de cojudo porque el hombre que a los cuarenta años no lo ha probado es sencillamente un monigote de papel”. Entre risas y jodas echábamos más leña a la candela: “¿Cierto que los estudiantes de San
“BAR-CAFÉ GRAU”, 5 A.M. En la acera del frente un establecimiento intentaba abrir sus puertas. Allí vendían solo café y sánguches, pero aún no atendían. De todas maneras nos sentamos para hacer tiempo y pedimos que con la demora necesaria nos sirvieran café para los cuatro. Después de media hora nos sirvieron. Martín dijo que él no. El nisei que atendía nos miraba con preocupación, le parecía terriblemente extraña la presencia de un viejo haraposo y ensombrerado entre nosotros. No se aguantó y nos abordó. Le explicamos qué significaba Martín Adán para las letras peruanas y desde
ta y definitiva de tu poema “Aloysius Acker” solo será publicada después de tu muerte?”. Martín Adán secó su cerveza. “Ah, muchachos”, sentenció, “lo que se dice de “Aloysius Acker” no existe, hay lo que hay, y cada vez vuelvo a escribir lo que ya está escrito”. Sacó dos o tres libretas atadas con ligas del bolsillo interno de su gabán y empezó a leer poemas recientes: “… Dios es como el perro que mea…”. Durante cinco horas, hasta que el sueño nos enmancornó a nosotros, no a él, Juan Ojeda y Martín Adán estuvieron recitando cantos enteros de La Divina Comedia. Después Martín solo agarró en latín a Virgilio, a Ca-
“Con el rumbo perdido, sin brújula, salimos de la cebichería ya avanzada la noche. Nos habían estado atendiendo a puerta cerrada. Cruzamos hacia la Plaza México y estuvimos en el bar “Don Antonio”; luego nos internamos hacia Lince. En una extrañísima peña criolla, por la avenida Militar, matamos el día miércoles 14 de mayo.” Marcos que iban a visitar a Riva Agüero cuando este se fue a la Católica eran todos cabros?”. Martín nos entendía sin dificultad pues nos ayudábamos con ademanes. “¿Por qué?”, respondió malicioso, “¿en la Católica no había?” Pedimos unas aceitunas para bajar la marea. Martín Adán dijo que no y siguió únicamente con su cerveza. Nos turnábamos para llevarlo al baño. A las cuatro de la mañana los mozos del “Chinochino” empezaron a voltear las sillas sobre las mesas y a echar agua al piso. Los más tercos en seguirla tuvimos que salir. A esa hora Lima era un cementerio. Ahora siquiera hay carretilleros con café, antes ni eso. Todo cerrado. Sabíamos de dos lugares. El chifa “Unión”, en la avenida Iquitos de La Victoria, y el bar “San Carlos”, en una esquina de Grau, frente al Policlínico Obrero. Tomamos un taxi para poder cargar con Martín Adán, pero estábamos de malas, ambos lugares habían culminado la jornada. El “San Carlos” es un bar de día y noche, solo que estaban haciendo la limpieza y tenían para rato, por lo menos hasta las siete.
entonces la atención del nisei fue esmerada. Café tras café y dale a la conversación, pero el “San Carlos” no abría. Como a las seis y media de la mañana alguien de nosotros que había asomado a la puerta señaló que en la esquina de Grau y Abancay había un lugar abierto. “Ese es el Master Cook”, dijo Ojeda, eximió conocedor de los bares de Lima y autor de los nombres de algunos como “El Apolo”, en la esquina de Abancay y Puno, donde siempre nos salía el sol; o el “Sodoma y Gomorra”, ubicado en el terreno que ocupa ahora el edificio de Lotería del Cusco; o “El Cuchitril”, cerca a la librería de don Juan Mejía Baca; “El Pacharaco”, una cuadra más abajo, hoy convertido en chifa; “El bar sin personalidad”, en la esquina de Colmena y Azángaro, o “El Telefonito”, para otros.
tulo, y entre bruma y cerveza nos acordábamos de las lecturas con Dora Bazán en el curso de latín. Pasado el mediodía nos retiramos del “Master Cook” para buscar más dinero y continuar la travesía. La botella de cerveza creo que apenas llegaba a quince soles. Tomamos un taxi y nos dirigimos a “La Casa de las Américas”, en Balconcillo. Ya en los predios de La Victoria, Martín Adán se sintió fuera de su territorio, “¿dónde estamos?”, preguntaba a cada rato, “¿qué lugar es este?”. El nombre y la fisonomía urbana de Balconcillo no le decía absolutamente nada; sin embargo, recalamos en la cebichería “Las Américas”, época en que todavía conservaba cierto encanto y era especial en cebiche y chilcano para gente de amanecida, músicos, putas, bebedores.
RESTAURANTE “MASTER COOK”, MIÉRCOLES 14 6:30 A.M. Lo primero que hicimos fue comernos un cau cau cada uno, excepto Martín Adán; él, solo cerveza, ni siquiera caldito de choro. “Martinica”, le dijo Juan Ojeda, “¿es cierto que la versión comple-
CEBICHERÍA “LAS AMÉRICAS”, 3 P.M. Ya la clientela cebichera se había retirado, únicamente quedábamos nosotros tomando cerveza, gracias a la largona que nos dio el Chino Ley, pescador de cordel y asesor de la cebichería y mozo de ocasión. Una linda
muchacha atendía en el mostrador. Puro capulí y un aire lánguido y tristísimo. Cesáreo Martínez se templó al tiro. “Mía”, dijo atravesándola con su mirada de poeta maldito e instigado por Ojeda. La muchacha parecía estar encinta. Sin consultarnos hallamos en el Chino Lay al culpable. Con ventaja y alevosía, seguramente, la había doblegado; o había empleado, sin duda, las argucias milenarias de su cultura. Toda la conversación y las conjeturas iban acompañadas de cerveza y música de rocola. Martín Adán había entrado al ritmo. Entonces fue que propuso que Cesáreo Martínez se casara con la muchacha triste. Llamamos al dueño del establecimiento, un japonés gordo, para que fuera el testigo y Martín Adán se ofreció para apadrinar la boda. A partir de ese momento todo el trago corrió por cuenta de Martín Adán. Fue un movimiento simple que luego lo repetiría infinidad de veces: metió la mano al bolsillo interno de su gabán y sacó un rollo, como un cartucho de dinamita, de billetes de cincuenta soles sujetos con ligas. Con el rumbo perdido, sin brújula, salimos de la cebichería ya avanzada la noche. Nos habían estado atendiendo a puerta cerrada. Cruzamos hacia la Plaza México y estuvimos en el bar “Don Antonio”; luego nos internamos hacia Lince. En una extrañísima peña criolla, por la avenida Militar, matamos el día miércoles 14 de mayo. JUEVES 15, BAR “CHINOCHINO” En la madrugada del jueves llegamos al «Chinochino» después que cerró el «Bayao», en la calle Belén del centro de Lima. Nos ubicamos en un apartado y con calma y frescura pedimos tres cervezas como si recién fuéramos a comenzar. Después del primer vaso nos sobrevino un cansancio terrible que en lugar de derrumbarnos sobre la mesa nos hizo salir asustados. «Chinochino» ya no era un bar sino un hormiguero; y allí se quedó Martín Adán, solito, con su botella de cerveza, batallando por la poesía.
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Cuanto más hurgues en tu espíritu Más hallarás la piedra y el vacío Martín Adán INTRODUCCIÓN a obra poética de Martín Adán es vasta, múltiple y heterogénea, contiene diversas y contradictorias poéticas; todo lo cual dificulta aprehender plenamente su devenir poético. La escueta bibliografía sobre la poesía de Adán puede explicarse por muchas razones: a) los poemas de Adán están sepultados por su figura; b) las múltiples modulaciones de su poética impiden una sistematización de su obra con las cómodas, pero insuficientes clasificaciones de la crítica y la historia literaria; c) Adán parece estar descolocado temporalmente en la historia de la poesía peruana: crítico burlón de la vanguardia en el frenesí de la ruptura vanguardista, precursor ignorado de la poesía coloquial, cima del soneto en el reino del verso libre y un prolongado etcétera. La poesía de Martín Adán parece estar siempre en otra parte y no tiene mayores contactos con las tradiciones poéticas centrales de nuestra literatura.
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EXPLORACIONES GENERALES La mano desasida (1961) es un conjunto de largos soliloquios que constituyen un peregrinaje sobre las preguntas esenciales de Occidente: el ser, la realidad, la nada, Dios, la eternidad, etcétera. Además, constituye un intenso recorrido por emociones intensas, pero siempre en movimiento del hablante lírico: dolor, esperanza, rabia, impotencia, alegría, júbilo, envidia y otras más. Por último, es también un inventario de las actitudes del hablante lírico ante el conocimiento: escepticismo, idealismo, nihilismo, etcétera. El poeta repite la técnica de incorporar en el texto un interlocutor que no puede replicarle (Machu Picchu) pero que guía e informa el recorrido del hablante lírico. Este poema, el de mayor extensión en la poesía peruana contemporánea, posee una estructura informe y repetitiva que recuerda las formas sinuosas y ruinosas del principal referente e interlocutor. El título puede interpretarse como una representación icónica de las formas de Machu Picchu que se asemejan a una mano pretendiendo asir el cielo y simultáneamente a la tarea imposiLIBROS & ARTES Página 12
La mano desasida
LAS PREGUNTAS ESENCIALES Marcel Velázquez Castro La mano desasida (1961) es un conjunto de largos soliloquios que constituyen un peregrinaje sobre las preguntas esenciales de Occidente: el ser, la realidad, la nada, Dios, la eternidad, etcétera. Además, constituye un intenso recorrido por emociones intensas, pero siempre en movimiento del hablante lírico: dolor, esperanza, rabia, impotencia, alegría, júbilo, envidia y otras más.
Martín Adán (1908-2008).
ble del poeta de asir (decir) lo inefable. El juego de identidades simétricas pero diferentes, antagónicas pero reversibles se inicia desde los primeros versos y se despliega en todo el texto. El hablante lírico se identifica con Machu Picchu y pretende establecer una litosofía ya que la piedra contiene en sí los rasgos de la perdurabilidad y la belleza anhelados por un decir poético frenético y caótico. La piedra aparece como el sólido centro perdido de un lenguaje que en el presente de la enunciación lírica ya perdió la ingenua pretensión de representar adecuadamente el mundo o de expresar con fidelidad las emociones humanas. Sería un error identificar a la piedra con Machu Picchu; la construcción arquitectónica impone un orden y una estructura y es justamente esta acción del hombre la que esta destinada a convertirse en ruinas; la piedra es imperecedera, las construcciones humanas son perecederas. La poesía es artificial, mera construcción; pero la voz está indisolublemente ligada al devenir humano. La palabra es la fuente que siempre fluye, la poesía solo un momento, ora privilegiado, ora insensato. Se usa indistintamente el género masculino y el femenino para referirse al pétreo interlocutor y por ello, el hablante lírico queda también desgenerizado. La pluralidad de identidades asignada a Machu Picchu revierte en el hablante lírico, quien se convierte en madre, padre, hermano, amigo, enemigo, gramática, mano, criatura y creador de sí mismo. Machu Picchu formaliza una cadena significativa atravesada por las siguientes contradicciones: eterno/transitorio, trascendente/contingente, espiritual/material. El poema expresa caóticamente y en una sucesión efervescente esperanza, fe, ironía, exaltación, desesperación y soledad. Predomina la atracción de un ideal indefinido o plurisignificativo que, sin embargo, se encuentra vacío; existe una tensión hacia una dirección que no se conoce. El propio texto sabotea sus certezas parciales, después de una afirmación se duda de la misma, el recorrido del texto instala un diálogo sin centro, el hablante lírico no se desplaza, estamos ante un viaje inmóvil. La reiteración enumerativa parece ser expresión de este afán insensato de encontrar en algún lugar la cifra de la vida. Como figuras menores que
cumplen papeles determinados tenemos al turista caricaturizado y al indio deshumanizado, ambos están siempre en movimiento alrededor de Machu Picchu, pero son incapaces de comprenderla. También aparece un enigmático gato que se configura como una fuente de sabiduría no develada y la rosa que pese a su fragilidad es quizá más perdurable que la piedra. Es un poema que incorpora en sus estructuras textuales otras voces literarias. Por ejemplo, tenemos la alusión a escritores místicos (San Juan de La Cruz, Santa Teresa), a otros autores como Eguren, Rilke, Neruda e incluso los propios versos de Adán. Hay referencias directas al proceso de la embriaguez y el texto por momentos representa el discurso del enajenado. ANÁLISIS DEL TEXTO “QUE EL POEMA NO HUYA” DE LA MANO DESASIDA Este texto se inicia con cuatro exclamaciones donde se reafirma la posición de fundamento de la piedra en la identidad del hablante lírico, esta situación se desvanece a través del pedido que formaliza una escisión; luego asistimos a la explosión de movimiento y color asociado al vocablo “lagartija”, objeto de deseo que se configura como mensajero entre el texto y el cuerpo. Hay una necesidad de marcar las coordenadas espaciales: el río está abajo; es decir, el hablante lírico está arriba, en Machu Picchu. Finalmente, desembocamos en la fiesta sagrada de la circularidad: el sucio río y la limpia lluvia son dos caras de lo mismo. Todos los animales rodean a Machu Picchu, que se instaura como el centro inmóvil alrededor del cual se mueve el mundo incesantemente. La piedra humana y divina no contesta las preguntas; estamos ante un oráculo vacío; una estrategia retórica donde cada interrogante alimenta la siguiente en un torbellino que exacerba y envuelve al hablante lírico: “¿Dónde es la realidad? (…) ¿Qué es todo esto que estoy y soy/ Y no sabré nunca jamás? (…) ¿Es verdad que todo es cierto/ o es verdad que es mi delirio?” (418). De pronto, surgen las aseveraciones del propio hablante lírico que actúan como un elemento de distensión, o un periodo anticlimático: Poesía es esto Lo que eres en mi verdad y desatino: Dar el cuerpo a un alma,
Texto manuscrito del poeta.
Dar la forma a lo infinito, Dar la hora al tiempo y al grito, Y por debajo Irse con el gordo río A no sé dónde Acaso al principio (418-9) En este fragmento, el hablante lírico enuncia lo que es la poesía a modo de una arte poética. Del verso tercero al sexto se establece un proyecto cuya realización implica establecer unidades diferenciales y limitadas en entidades ilimitadas y continuas; otorgar un anclaje corporal, formal y temporal a lo incorpóreo, lo amorfo y lo atemporal. Esta tarea alude a la aparición histórica del hombre y del lenguaje; convertir el grito en voz. Aprovechando la ubicación geográfica de Machu Picchu (el río Urubamba se ubica al pie de la montaña) se complementa esta definición de poesía con un desplazamiento a través del río hacia la incertidumbre o el principio. El río alude al transcurso irreversible y, en consecuencia, al abandono y al olvido. El principio refiere al inicio del poema, es decir, hacia la poesía y simultáneamente hacia la ruptura del silencio con la palabra del creador. El espacio de la poesía está escindido en una zona alta donde se impone la tarea de establecer discontinuidades y diferencias y una zona baja donde el sujeto poético se deja arrastrar por el río sin rumbo fijo o hacia el principio donde no hay cuerpos, ni formas, ni unidades temporales definidas. Ir al principio es volver al primer instante del ser de una
cosa, al instante de la palabra que crea vida. La voluntad del poeta es importante en la zona superior pero es socavada en la zona inferior; en la zona alta se cree en la labor poética, abajo se descree de ella. De alguna manera la poesía y la vida de Adán se han desplazado bajo estos dos impulsos contradictorios pero complementarios: la necesidad de la huella corporal, el goce en el devenir; y el retorno al espacio sagrado de la fundación, la disolución en la eternidad. Otra interpretación, que no niega lo anterior, puede construirse siguiendo y ampliando la tesis de Lauer, quien diseña un minucioso escenario topográfico para este libro: así tenemos a nuestro poeta en las alturas de Machu Picchu contemplando el río Urubamba y pensando en el suicidio. Poesía es ese espacio vacío y silencioso que él está contemplando, desatino alude al acto de lanzarse desde las alturas y las tres tareas se cumplen con la caída del cuerpo y el grito que la acompaña. Nótese que la caída significa inscribirse como cuerpo formal y temporal, es decir, como signo en el imperio de lo trascendente. El final del descenso lleva el cuerpo al Urubamba, que convertido en noble Aqueronte conduce los muertos al infierno o al principio. La poesía es, pues, la posibilidad del suicidio, la potencia del suicido radica en tenerlo presente, hacerlo nuestro pero no agotarlo. En el texto se coquetea con la idea de la destrucción del hombre, que puede conducirlo a la nada o a reiniciar la trayectoria. Poe-
sía es, pues, vacío, suicidio, silencio. Esta fase asertiva culmina con la preeminencia temporal del tacto; ya que la piedra pueda ser apreciada de manera directa por medio del tacto: la piel esculpe la forma de la piedra. Luego, la queja violenta: “Ay, piedra exacta y maldita, Echa, por fin, tu agua de miel” (419). Pero la piedra siguió callando, entonces el hablante lírico inicia una reflexión sobre su origen y la naturaleza de la divinidad. Mi deidad es como yo, Perecedera y miserable… Va preguntando y va errando Entre el hueso y la sangre, Entre el deslumbramiento y el desengaño, Entre el volumen y la imagen, Entre el llanto y el espejo, Entre lo que agarra y lo que sabe; Entre el tiempo y la memoria, Entre la luz y el ave (419-20) El hablante lírico construye un dios a su imagen y semejanza: perecedero y miserable. Obsérvese que el hablante y la divinidad se encuentran entre dos polos que marcan siempre oposiciones complementarias: hueso y sangre; volumen e imagen; tiempo y memoria. Esa morada provisional es un instante o un espacio que no perdura o está vacío. La alusión a la interrogación es una muestra de la autoconciencia de los recursos expresivos. Debe recordarse que Adán convirtió a la pregunta en estrategia retórica esencial de su práctica poética. En el tercer bloque, el hablante lírico desplaza brevemente su atención hacia la serranita que dice “OK” o hacia
el desconocido cactus, que funcionan como meros elementos figurativos que potencian –con su presencia y su exterioridad– el radical diálogo entre el hablante lírico y su principal interlocutor, Machu Picchu. La mujer andina, que huele a ciénaga y a flor, la que se apropia de los códigos lingüísticos de los turistas para mostrar su aquiescencia a la mirada codificada del Otro extranjero, ella formaliza en forma ridícula ese mundo originario que se pierde. Por su parte, el cactus “arrancado de mis entrañas” (421) es exhortado a plegarse a la palabra del hablante lírico para darle una nueva comunión que le permite enfrentar mejor el denso y agotante diálogo con la Piedra. El texto concluye con una alusión a otro espacio: Lima y sus torres de pesadumbre; el hablante lírico opone implícitamente Lima a Machu Picchu, pero él se ubica en otro espacio, en íntima comunión con la piedra: “Todo lo que no soy y soy si soy/ Eres tu, Piedra” (421). Sin embargo, abruptamente el texto se cierra con un hablante que quiere separarse radicalmente de Machu Picchu, afirmar un núcleo de ser disjunto y el poema concluye con violentas exclamaciones que reafirman la diferencia. CODA De la deseada conjunción a la frenética disyunción, este denso y complejo poema de Adán pretende despojar a la poesía de su intención comunicativa y de sus estrategias semánticas reduciéndola al mero sonido autoplacentero que hurga en las identidades y la poética del hablante lírico; todo lo demás es mero pretexto para la pregunta por el sentido último de la poesía. No hay respuestas satisfactorias porque en este poema el sentido huye, pero –felizmente para los lectores– queda el sonido de su fuga.
BIBLIOGRAFÍA ADÁN, Martín 2006 Obra poética en prosa y verso. Edición, prólogo y notas de Ricardo SilvaSantistevan. Lima: Pontificia Universidad Católica. LAUER, Mirko 1983 Los exilios interiores (una introducción a Martín Adán). Lima: huesohúmero ediciones.
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Imaginar la novela que pudo ser este libro no solamente es inútil sino también un error: el temperamento, la situación de Martín Adán no eran los de un novelista. A pesar de ello La casa de cartón ocupa un lugar importante en nuestra pobre literatura; en un medio en el que la precocidad es una norma y donde casi todos los escritores están retirados a los treinta años, pocas veces se ha dado con tanta juventud tanta elegancia, tanto poder de expresión.
MARTÍN ADÁN EN SU CASA DE CARTÓN Luis Loayza
N
arración que se interrumpe continuamente, personajes que a veces parecen servir sólo de sustento para los juegos de estilo, largo poema en prosa que vuelve siempre a un lugar, a un momento determinado. La casa de cartón escapa a un género preciso. Esto no es un elogio. Demasiado perezoso para escribir una obra de mayor aliento cuando ya una página suya lo distanciaba de casi toda la informe prosa peruana; poco interesado en plantearse claramente su responsabilidad social de escritor; ingenio sudamericano, dotado para la frase brillante, para el sueño breve, pero desprovisto de paciencia y disciplina, el joven escritor se contentó con esta pequeña perfección. La casa de cartón se escribe en un momento fresco y creativo de la prosa del idioma. Es imposible tomar en serio las clasificaciones que proponen algunos profesores –vanguardismo, creacionismo, futurismo, ultraísmo– pero no cabe duda que una cierta inocencia atraviesa una parte de la literatura de esa época, una deliberada audacia en la invención de imágenes, un placer en introducir al lenguaje literario términos científicos, técnicos, insolentes. La generación de los años veinte sonreía ante los excesos de los modernistas pero hoy sus postes de luz eléctrica, sus aeroplanos, su helioterapia (“Las baldosas sometidas a la helioterapia del mediodía...”) nos recuerdan, tanto como los cisnes y las princesas, una época pasada. A pesar de esos juegos que la envejecen La casa de cartón ha resistido. LIBROS & ARTES Página 14
Martín Adán inició, con La casa de cartón, la literatura de vanguardia en el Perú.
Alguien ha dicho que para elogiar un libro peruano hay que empezar por decir lo que no es. La casa de cartón se aproxima a la realidad, a un sector de la realidad peruana, pero no es un libro “criollo”. El criollismo ha sido muchas veces un pretexto para disimular la inepcia literaria, la vulgaridad. Los textos adornados de jerga, ostentosamente nacionales, se ocupan por lo demás de temas superficiales
que tratan de manera superficial. Si puede decirse que un libro es más o menos peruano que otro, La casa de cartón es más peruano que muchas obras costumbristas, en las que personajes conspicuamente limeños consumen pisco en “jaranas” fantasmales; en la prosa, más literaria si se quiere, de Martín Adán reconocemos una realidad. Sin embargo es probable que existan en Lima más can-
tores y bailarines de la marinera que jóvenes como el personaje central y narrador de La casa de cartón. Este muchacho es culto, quizá pedante; en las primeras páginas del libro menciona a Giraudoux, Schopenhauer, Kempis, Nietzche, Morand, Cendrars, Radiguet, nombres poco conocidos en Lima, donde la lectura suele ser una extraña costumbre. Su actitud frente a la ciudad no es menos curiosa; terca-
mente se empeña en no amar –ni siquiera nombra– los valses criollos, las corridas de toros, el cebiche y propone en cambio a nuestra admiración la niebla, los malecones, el aburrimiento. (Estos elementos son, tanto o más que los anteriores, propios de Lima). Pero es ocioso discutir si Martín Adán quiere o no a su ciudad; la verdad es que pertenece a ella, es un producto de ella y desearía abandonarla, viajar. Viaja, pero sólo en imaginación, en literatura. La casa de cartón está llena de paisajes imaginarios, desde el obligatorio París hasta las tundras, figuran en ella todos los rincones del exotismo, que atraen menos por sus imágenes entrevistas en un libro de geografía o una novela que por sus bellos nombres: Dakar, Vladivostock, Montreal. También es muy viva la curiosidad por los extranjeros y tal vez sí los únicos personajes con nombres completos son Herr Oswald Teller y Miss Annie Doll. Citemos todavía la ironía de Martín Adán como un factor más bien raro en nuestras costumbres y nuestra literatura. Habitualmente confundimos la ironía con la simple agresividad verbal. No es el caso de Martín Adán, y si el ingenio limeño famoso (en Lima) existe, él es uno de sus representantes más finos. Una frase puede bastarle para componer una caricatura (“Un viejo... dos viejos... tres viejos... Tres pierolistas”) pero suele rechazar estos triunfos fáciles y la ironía está bien diluida en el tono general del libro; es una atmósfera más que un preciso lugar común. Un lenguaje refinado, no
la jerga; los libros, no la guitarra y el cajón; no la astucia criolla sino la ironía; la afición por el exotismo, no el orgullo patriótico: a primera vista La casa de cartón parece por completo extranjera. Sin embargo, esa vaga ciudad que presenta Martín Adán, esos personajes que a veces hablan como libros, son más reales que otras ciudades y otros peruanos de nuestra literatura. Es difícil saber qué es Lima, ese organismo ya enorme y complicado, pero seguramente no es una sucursal sudamericana de Sevilla, ni una ciudad virreinal, ni una capital de provincia norteamericana que tuviera algunos suburbios de miseria y otros de lujo, ni una aldea, ni “una gran urbe moderna y enloquecedora”. (La Lima virreinal, por ejemplo, parece haber sido un sueño de Ricardo Palma. Esto no afecta su calidad de escritor sino al contrario: inventar unos libros es común, pero inventar una ciudad, el pasado de una ciudad, convencer a sus habitantes de la verdad de esa invención, es mucho más raro). Un catálogo de tales mitos puede encontrarse en las canciones comerciales, la propaganda de turismo, la literatura. Siempre ha sido más cómodo imitar las ciudades de otros –de Palma, de los costumbristas españoles, del cine neorrealista italiano– que tratar de descifrar el signo verdadero de Lima. Martín Adán no es un realista, pero el realismo no es la única vía a la realidad, y en La casa de cartón se descubren algunos aspectos de lo limeño que no existían o existían mediocremente en nuestra literatura. Es verdad que su Lima se reduce a Barranco, apenas un distrito, un balneario algo alejado, junto al mar, y ya entonces un poco en decadencia, en esa situación estancada y triste que lo hace uno de nuestros barrios más hermosos. Más aún, el Barranco de Martín Adán es limitado, lo forma el recorrido de un colegial ocioso y observador, solitario, tímido, callejero que casi siempre debe contentarse con adivinar lo que hay detrás de las puertas cerradas pero que sabe ver la gente, las cosas, el aire: “Malecón con jardines antiguos de rosales débiles y pal-
meras enanas y sucias; un foxterrier ladra al sol; la soledad de los ranchos se asoma a las ventanas a contemplar el mediodía; un obrero sin trabajo, y luz del mar, húmeda y cálida. Un gallinazo en el remate de un asta de bandera, es un pavezno- curva negrura y pico gris. Una vieja anduvo por el malecón sin rumbo, y después, dramática, se fue por no sé donde. Un automóvil encendió un faro que reveló un cono de garúa. Nosotros sentimos frío en los párpados. En las tardes, en las largas prenoches del invierno de Lima...’’ Como puede apreciarse en estos ejemplos, la ciudad no está vista desde fuera, no interesan las notas típicas que puedan halagar la vanidad local. Sus elementos se funden en la persona del narrador, cuya sensibilidad filtra y transforma lo que lo rodea. Martín Adán no se ha despojado de su piel para entrar en la de sus creaturas, definidas en función de quien los observa y no de ellas mismas: beatas en el crepúsculo, como fantasmas grises; el inglés que pescaba con caña, una fofa estatua, una tentación de asesinar. ¿Quién es, después de todo, Martín Adán, autornarrador de La casa de cartón? Un muchacho limeño de los años veinte a quien la vida no trajo grandes éxitos sociales, económicos, políticos: solamente un poeta, un escritor, a salvo de la luz implacable de la publicidad. Sin biografía en los libros, como casi todos los escritores peruanos, Martín Adán tiene una leyenda, que quienes empiezan a escribir en Lima aprenden muy pronto: se les habla de un joven de buena familia que cambió sus nombres respetables para firmar poemas. Algunos elementos de los años juveniles de la leyenda están en el prólogo que para La casa de cartón escribió Luis Alberto Sánchez: “Rafael de La Fuente Benavides... Un alumno demasiado ejemplar... Martín Adán, con ser distinto a Rafael de La Fuente Benavides, tiene de semejante con él el recato y el gesto modoso. De Proust aprendió quizá cierta delectación parsimoniosa en el escribir y de Joyce un acento delator de sacristía... Sigue siendo un aristócrata, un clerical a medias, un tipo de Joyce,
medio Stephen Dedalus, aunque haya arte de vanguardia”. Los años veinte, Lima, lecturas de Joyce y de Proust, un aristócrata, un artista de vanguardia, todo esto puede tener como resultado una gran soledad. Tanto Sánchez como José Carlos Mariátegui, quien escribió el colofón del libro, insisten en una presentación política y sociológica de Martín Adán, hijo de la alta burguesía civilista, definido por su filiación. La interpretación es justa pero incompleta. Partiendo de las mismas circunstancias el señor de La Fuente Benavides pudo ha-
“Martín Adán, con ser distinto a Rafael de La Fuente Benavides, tiene de semejante con él el recato y el gesto modoso. De Proust aprendió quizá cierta delectación parsimoniosa en el escribir y de Joyce un acento delator de sacristía...” Luis Alberto Sánchez
cer una brillante carrera profesional, bancaria, ministerial, pero su sensibilidad le impidió aceptar el destino que su nacimiento le señalaba; de otra parte, su civilismo no lo dejó pasar a la solidaridad en la acción, como Sánchez o Mariátegui, precisamente. Ni en su clase ni fuera de ella, Martín Adán quedó sólo y por lo tanto indefenso frente a la sociedad; un revolucionario o un burgués pueden sentir admiración por su obra pero, en última instancia, deben rechazarla porque es diferente a ellos. La soledad de Martín Adán ya está expresada en su libro de adolescente. La contradicción entre la sensibilidad y la posición social, entre el artista y el hijo de buena familia, determinan al narrador de La casa de cartón. Es un joven nostálgico, tiene una sensibilidad sudamericana y algo perversa por lo viejo, lo condenado a desaparecer. Barranco, la Bajada de los Baños, los ficus abrumados, toda la tristeza de un balneario que abandonó la moda, corresponden a una parte de su espíritu. Pero la otra parte es del vanguardista que quiere encontrar poesía en las
máquinas, ser de su tiempo. Un civilista puro se hubiera sentido a gusto en Barranco, a lo más habría escrito algunas páginas suspirantes; un puro vanguardista hubiera tomado el tranvía para el centro o, mejor aun, se hubiera embarcado para Europa. Martín Adán se aburre en Barranco, objeto de su amor y su ironía, pero se queda en él, deseando viajar. Al retratarse Martín Adán ha fijado a nuestro artista adolescente, personaje marginal de la sociedad peruana, que depende de ella pero también la sufre y le es adversa. Su tono irrespetuoso ante las solteroncitas que se van poniendo amarillas de virtud, las beatas perdidas en sus trapos negros, las señoras y los curas gordos, los señores pierolistas es, más fino y castigado, el tono feroz de muchos, aunque los personajes limeños hayan cambiado. En el joven artista, que se sabe con una vocación anacrónica (puesto que, en su forma actual, la sociedad peruana parece no necesitar ni desear artistas), el rechazo del conformismo se da con plena intensidad. Un adulto puede destruir su sensibilidad en la rutina, disimularla ante los demás y ante sí mismo, pero los jóvenes no pueden evitar ciertos descubrimientos, como le ocurre a Ramón, el amigo del narrador: “Empezaba a vivir... El servicio militar obligatorio... Una guerra posible... Los hijos, inevitables... La vejez... El trabajo de todos los días... Yo le soplé delicadamente consuelos pero no pude consolarlo; él jorobó las espaldas y arrojó la frente; sus codos se afirmaron en sus rodillas; él era un fracasado. ¡A los dieciséis años!” Fijado por la literatura, he aquí el momento en que nace la conciencia en un muchacho de la burguesía limeña; conciencia de una vida ante sí, posiblemente fácil y cómoda, pero ya hecha por los demás, vivida por los demás. El no la quiere, advierte lo inútil de ese destino pero se siente impotente para rechazarlo y construirse otro. No faltará quien encuentre el párrafo citado sentimental, ridículo, “literario”, pero hay en Lima –y en todas partes– muchos que se han repetido iguales o pa-
recidas palabras. La mayoría las ha olvidado, ha llegado a encogerse de hombros y a encontrar infantil una preocupación semejante; otros no han podido olvidarlas completamente y el recuerdo puede envenenarles su conformismo, Por último, hay quienes se han negado a aceptar un destino impuesto y han afirmado su libertad eligiendo otro; no siempre el éxito corona esta rebeldía. El conflicto se ha presentado en casi todos los escritores peruanos; muchos de ellos se exiliaron por voluntad propia y otros han sido siempre exilados, aun sin salir del Perú. Pero el problema no se reduce ciertamente a los intelectuales y artistas, y hay adolescentes que, después de decir palabras semejantes a las de Ramón, se destruyen. No basta decir que eran desequilibrados. La casa de cartón no es sólo un juego de literatura pura. Ramón, amigo del narrador, no hace sino presentar el conflicto aunque él se cree lúcido, ilusión producida por su propio lenguaje. En todo caso se reconoce distinto a los demás, a esos señores que toman el sol, a esas viejas que van a la iglesia. Ramón se siente, digámoslo de una vez, superior. Sabe que el camino que empieza con el servicio militar (por otra parte puramente simbólico, pues todos los jóvenes burgueses lo evitan), con el “buen matrimonio”, acaba a los sesenta años con hijos, gran satisfacción en sí mismo y desprecio por todo lo que no sea el pequeño mundo de la renta. Aunque tenga que decirse que él no es un hombre como los demás, Ramón no quiere esto para sí: “No estoy convencido de mi humanidad; no quiero ser como los otros. No quiero ser feliz con permiso de la policía.” Sin embargo, Ramón no se atreverá a ser feliz sin ese permiso o contra la policía. La sociedad, al nutrirlo de su escepticismo, al dejarlo solo dentro de su clase, lo priva de toda fe, de toda ambición real que pueda llevarlo a establecer una forma independiente de vida. Ramón no puede ser, al menos a su edad, un imbécil, un santo, un revolucionario, un libertino, un héroe; es incapaz de dar un primer paso hacia esas LIBROS & ARTES Página 15
formas, que él imagina como estados y no como la consecuencia de una serie de actos. Quiere solamente: “Ser feliz de una manera pequeña. Con dulzura, con esperanza, con insatisfacción, con limitación, con tiempo, con perfección.’’ Insatisfacción parece la palabra clave. Ramón cree que toda satisfacción conduce a la muerte del espíritu. Rechaza la actividad que se le propone (servicio militar-trabajo-matrimonio) y reivindica la inacción, el puro deseo. Por eso su amigo, el narrador, igual a él, piensa decirle a la muchacha que quiere (pero no mucho, el amor también es una forma de fe, unos actos): “Si ahora te raptara yo, tú me arrancarías mechones de cabellos y clamarías a las cosas indiferentes. Tú no lo harás. Yo no te raptaré por nada en el mundo. Te necesito a ti para ir a tu lado deseando raptarte. ¡Ay del que realiza su deseo!”. Con la voluntad inmóvil, los personajes de Martín Adán aspiran a ser una pura conciencia; son testigos del mundo pero se niegan a actuar sobre él para aprovecharlo o transformarlo. La creación poética es la única forma de acción que se permiten porque para ellos es gratuita, todavía no los obliga a sacrificar nada, no los compromete. Por eso los amigos inventan personajes, acontecimientos. Por eso en el autor esa obsesión por las imágenes que designan el olor, constante en todo el libro; el olor es quizá el más pasivo de los sentidos puesto en el idioma, casi no hay vocabulario para designar sus sensaciones; cada vez que se define una sensación olfativa es preciso crearla mediante una metáfora. Por eso, también vuelve en La casa de cartón, una y otra vez, el exotismo, el ansia de escapar a un medio que condena a la inacción y a la impotencia, hasta tal punto que se puede soñar con el viaje pero nunca realizarlo. Martín Adán imagina a un personaje que llega a París, vive tan vanamente como en Lima y un día se encuentra de regreso. El simple cambio de escenario no resuelve ciertamente el problema, que no está tanto en el medio cuanto en las relaciones del insatisfecho con el medio. Sin embargo LIBROS & ARTES Página 16
LA CASA DE CARTÓN MARTÍN ADÁN
2008
es una lástima que el joven autor no hiciera el viaje y se contentara simplemente con imaginarlo. La distancia puede objetivar y transformar las relaciones; lejos de Lima quizá sí hubiera visto claramente el lugar que quería o podía ocupar en ella. En verdad es engañoso e inútil ese «criollo y prematuro deseo de que Europa nos haga hombres, hombres de mujeres, hombres terribles y portugueses, hombres a lo Adolphe Menjou, con bigotito postizo y ayuda de cámara, con una sonrisa internacional y una docena de ademanes londinenses, con un peligro determinado y mil vicios inadvertibles, con dos Rolls Royce y una enfermedad alemana al hígado. Nada más.» Pero aquí la ironía cierra las puertas. La posibilidad queda descartada porque Martín Adán se encarga de ridiculizarla Plantearse la invitación al viaje en estos términos es falsificarla, es aceptar la cobardía o la pereza de no viajar, sabiendo que si el cambio no obliga a la libertad por lo menos puede enfrentarnos a ella, sin escapatorias.
Ahora bien, la ideología de la inacción no llega a ser una fe, no absorbe a su sujeto. El narrador no actúa pero reemplaza, o intenta reemplazar, la acción por un continuo volverse sobre sí mismo, más próximo el narcisismo que al análisis. A veces llega a confundir la máscara con el rostro y se pregunta si su propia personalidad no es una invención suya, como ese personaje de quien no se sabe si existe o si fue creado en una conversación. También el narrador podría ser solamente una serie de palabras: «Mi vida es una boca que habla, que come, que sonríe.» En La casa de cartón sobre todo habla; el libro no es sino un largo discurso. Esta duda –¿seré yo solamente mis palabras? ¿me estaré inventando?– es contraria al texto citado anteriormente en el que Ramón se afirmaba distinto a los demás hombres. Si la vida del narrador es solamente su boca hablando, comiendo, sonriendo, todo puede ser un juego y él un hombre como los otros, un joven burgués que
juega a ser poeta pero que volverá un día a la razón. También Ramón ha dicho: «Yo no soy un gran hombre –yo soy un hombre cualquiera que ensaya las grandes felicidades.» Pero llega un momento en que estos ensayos fatigan. Además el narrador no se entrega por completo a ellos. Una página está dedicada a probar la identidad entre una inglesa y un jacarandá. Concluye: «Tu eres una cosa larga, nervuda, roja, nobilísima, que lleva una Kodak al costado y hace preguntas de sabiduría, de inutilidad, de insensatez. Un jacarandá es un árbol solemne anticuado, confidencial, expresivo, huachafo, recordador, tío. Tú casi una mujer; un jacarandá casi un hombre. Tú, humana a pesar de todo, él, árbol si nos dejamos de poesías.» Entre la poesía y la realidad el narrador no sabrá elegir. Cree que puede “dejarse de poesías” pero no se decide a aceptar lo que para él es la realidad, es decir la vida burguesa. A veces quisiera liberarse de su conciencia: «¡Ah Catita, no leas libros tris-
tes y los alegres tampoco los leas! No hay más alegría que la de ser un hoyito lleno de agua del mar en una playa, un hoyito que deshace el pleamar, un hoyito de agua del mar en que flota un barquito de papel.» Esta es la gran tentación: renunciar; aquí el círculo casi se cierra. La misma virtud transformadora del lenguaje, que en otro lugar hizo ridícula la posibilidad del viaje, dignifica aquí la pérdida de la conciencia. Dejarse vivir, ser un hoyito lleno de agua, no leer libros, parece indicar el desorden pasivo de una existencia de meras sensaciones, pero también es una manera elegante de decir que hay que ser como los demás, olvidar todas las preocupaciones, conseguir un trabajo. El narrador no tomará una decisión. El final del libro lo deja frente a ella. La última frase: “Ya se acabó el bochorno, el estarnos quietos, el fastidio encerrado, la sombra inevitable de esta misa de cuatro horas.” Señala el fin de la adolescencia. Antes Ramón ha muerto, y para el narrador queda lo más difícil, que es hacerse un hombre. La obra admirable de Martín Adán, que ha vivido siempre solo, en peligro, leal a su poesía, es el resultado de su elección. En otro tiempo el joven quedó en la última página de La casa de cartón dudando todavía pero, a diferencia de los otros personajes, todavía vivo, vivo gracias a la contradicción, al sufrimiento, al sueño: “Ahora te pones sentimental. Es cordura ponerse lírico si la vida se pone fea. Pero todavía es la tarde –una tarde matutina, ingenua, de manos frías, con trenzas de poniente, serena y continente como una esposa, pero de una esposa que tuviera los ojos de novia todavía, pero... Cuenta, Lucho, cuentos de Quevedo, cópulas brutas, maridos súbitos, monjas sorprendidas, inglesas castas... Di lo que se te ocurra, juguemos al psicoanalista, persigamos viejas, hagamos chistes... Todo menos morir.”
Tomado de la revista Proceso, Nº 0.