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Adivina, adivinador
No tuvimos tiempo de practicar la cara de santo. Lo que pasó fue que mi abu Zulma, mientras iba sirviéndonos la leche de la merienda, recibió un mensaje del instituto de zumba reguetonera donde va todos los días y empezó a chillar.
Gero y yo nos miramos y nos empezamos a reír a carcajadas.
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Gerónimo dice que mi abuela es lo más porque —según él— no existe otra abuela que escuche y baile reguetón como la mía.
Mi abuela es archimegafan de Ozuna, y desde que descubrió ese instituto donde enseñan zumba mezclada con reguetón vive obsesionada con las clases y no falta aunque le pase un camión por arriba. Cuando llega del instituto practica los pasos de baile y durante el día sigue ensayando a la vez que limpia, dobla la ropa o cocina. Yo me mato de la risa porque se concentra tanto que hay días que baila con una cuchara en una mano y el palo de la escoba en la otra. Lo que más me gusta es cuando me pide que la grabe con su celular. Después ella mira las grabaciones y vuelve a hacer algunos pasos que le salieron mal. Dice que así mejora mucho. Yo le contesto que no se apure, que puedo seguirla grabando por horas, y es porque como no me dejan tener celu, esa es la única manera en que puedo usar uno, aunque sea un ratito.
¡Me encantaría tener un celular! ¡Me muero por tener un celular! ¡Quiero tener un celular!
¡Mi sueño es tener un celular! ¡Ajjj!
A Gerónimo tampoco lo dejan, pero la madre le dijo que capaz el año que viene le regalaba el de ella, que está medio viejo. Cuando me lo contó me dio terrible envidia, porque Tefy también tiene uno, y al final todos van a tener un celu menos yo, porque mis padres machacan con que “a tu edad no necesitás teléfono”, “cuanto más tardes en tener un aparato de esos, mejor”, “Maju, no te apures a quemar etapas” y otras bobadas. Lo peor es que me dicen todo eso mientras teclean en sus propios celulares. ¡Qué fastidio!
—¿Adivinen quééé? —chilló la abu, levantando el celular y mostrándonos la pantalla—.
¡Quedé seleccionada entre los finalistas del concurso de zumba y reguetón!
—¿Estás segura, abu? No es por nada, pero ¿no se habrán equivocado?
—¿Cómo se van a equivocar? —dijo, tocando la pantalla—. Acá dice “Zulma Olivera, categoría adulto mayor”.
—¿Qué es adulto mayor? —preguntó Gero.
—Es cuando estás viejo, como los abuelos. Los abuelos son todos adultos mayores —le expliqué.
—Me tengo fe, chiquilines, creo que puedo ganar…
La abuela achinó los ojos y se acercó aún más la pantalla del celular. Creo que como no le gusta usar lentes se hace la que no los necesita, pero, en verdad, sin lentes no ve nada de nada. Es medio chicata. O del todo.
—A ver, léanme qué dice acá —pidió. Gero y yo leímos en voz alta donde la abu nos señaló: “Para la ronda final deberá presentar un video (de un máximo de un minuto) con una serie de baile original”.
—¡Nosotros te ayudamos a grabar el video! —exclamó Gero, entusiasmado.
—¡Ay, corazoncito, sos el mejor!
Mi abuela adora a Gero, y desde que él empezó a ir a casa lo llama “corazoncito” o, lo que es más terrible, “pichoncito”. No sé cómo a él no le importa. A mí me revienta cuando alguien me dice “pichona”, y ni qué decir cuando me dicen “mijita”. ¡Ajjj! Siempre les aclaro que me llamo Maju, ¡cosa que se ubiquen!
Pero a Gero creo que hasta le gusta que mi abu lo llame “corazoncito”.
Puaj. Puaj.
Además, es medio alcahuete de mi abuela Zulma y a veces me dan celos.
Esas ratas repugnantes!
Los días fueron pasando y Gerónimo estuvo un poco mejor en la escuela. Puso la cara de santo y listo, la maestra le perdonó el zarpe del otro día. Pero es empezar a hablar de la merienda compartida para el Día del Padre que él arranca a ponerse infumable. Ahora no falta nada, y todos terminamos de pintar los corchos. Él hizo un mamarracho y cuando le dije que puso cero voluntad me gritó “metete en tus cosas” y se puso a saltar como si fuera un canguro. Como todos se rieron, se puso en cuatro patas y empezó otra vez a imitar a un chancho y gritar “oooiiinc, oiiinnnc”.
Lo raro es que ni siquiera le da vergüenza hacer esas estupideces delante de Tefy, porque estoy segura de que él gusta de ella, porque siempre que está Tefy se hace el lindo. Como lo quiero mucho, me callé, porque si le contestaba algo seguro se armaba. Y eso que yo no soy de callarme nada, pero conté hasta diez, como me enseñó mi abuelo Carlos, y como no se me pasó el enojo, volví a contar, pero hasta veinte.
Suerte que ese día Gero se iba con su tío Damián y yo con mi hermano Andrés, porque en fija si nos juntábamos para la merienda íbamos a terminar recontrapeleados. No sabía qué le pasaba, ¡pero ya no lo aguantaba más!
Con mi hermano nos tocaba nuestro día de hermanos, que festejamos siempre yendo a la heladería donde venden helado de crema de maní, que es mi preferido. Me gusta pila pasar tiempo con mi hermano, que es en realidad mi medio hermano, pero yo lo quiero como si fuera un hermano entero.
Ya hace un mes que se fue a vivir con Karen, su novia. Ella me gusta mucho porque está estudiando para ser doctora de animalitos. Cuando uno de mis hámsteres se enfermó Karen lo cuidó y lo curó. También pasó que un día papá prendió el taladro para hacer unos agujeros y colgar un estante en el baño, y el ruido los asustó tanto que quedaron como hipnotizados, sin moverse. Los dos hámsteres que estaban girando en la ruedita quedaron quietos, no movían ni la nariz, que la viven moviendo.
Tuve que abrir la jaula y acariciarlos para que se calmasen y se dieran cuenta de que no pasaba nada grave, porque los pobrecitos se asustan con cualquier ruido demasiado alto. Pero igual quedé preocupada porque el corazón de uno latía como si se le fuera a salir.
Llamé a Karen y me dijo que los hámsteres tienen un corazón muy delicado, y que los teníamos que proteger de los sonidos muy agudos. Así que como papá tenía que usar el taladro sí o sí, le pedí a mamá que llevásemos la jaula para la calle y nos quedásemos en la vereda hasta que mi padre terminara.
Fue una buena idea, porque ellos creo que nunca habían visto la ciudad, y se entretuvieron mirando los autos y a las personas que pasaban. Además, me dio mucho orgullo porque muchas personas que caminaban por la calle se paraban a preguntarme cómo se llamaban mis hámsteres. No es fácil distinguirlos porque todos son blancos con manchitas marrones, pero yo sé quién es quién.
Solo una vecina, que vive en la casa pegada a la mía y que tiene cinco gatos, se arrimó a la jaula e hizo una mueca de asco cuando dijo:
—Nena, ¡qué repugnancia esas ratas!
Y otra vez sentí que me saltaba la térmica. Pero entonces mi madre me puso una mano en el brazo para evitar que yo abriese la boca.
—¿Cómo está, doña Gertrudis? ¿Sus gatitos andan bien?
—Mis bebés están preciosos, cada día más pícaros —exclamó, y el rostro se le volvió tierno, aunque parezca imposible en una señora tan fea y mala como ella.
No sé cómo mi madre se contuvo. Dice que hay que ser educado y no contestar cuando te dicen algo que no te gusta, pero no estoy de acuerdo, porque después te queda toda esa rabia metida y es peor. Es cierto que a veces hablo y meto la pata, pero prefiero eso a quedarme con las ganas de decir lo que quiero decir.
—Antes de hablar, ¡pensá, Maju! Porque una vez que hablaste, ya no hay manera de que borres lo que dijiste —repite mi padre.
Puede ser que tenga razón, pero… ¡pobrecitos mis hámsteres! ¡Hay que ser cruel para compararlos con ratas!
Volví a mirar a doña Gertrudis. Le observé esa nariz larguísima y finita, los ojos como dos lunas estiradas y los dientes afilados, como en punta. Se parecía mucho a una rata, y se lo hubiera dicho para vengarme, y porque la rabia me tenía con los cachetes colorados y apretando la mandíbula.
Me imaginé contestándole que ella era igualita a un roedor, que fácil podría ser prima hermana de mis hámsteres. Pero también me imaginé el lío que se habría armado en todo el vecindario, porque además de mala es chusma y se lo habría contado a todo el mundo.
Sí, ahora que lo pienso, suerte que no abrí la bocota.
Grandes preparativos
El día de la merienda compartida hubo terrible alboroto en la escuela. Las maestras y los maestros corrían de allá para acá y la subdirectora —que es reantipática, pero descubrí que es buena cuando una vez mi abuela se olvidó de irme a buscar y me puse a llorar— dirigía la organización del patio. Había una tabla larga con caballetes y Estelita, que es la señora que limpia la escuela, colocó dos manteles porque uno no alcanza para cubrir toda la tabla. Dolly, la señora de la cantina, puso alfajorcitos de maicena en varios platos de cartón junto a los vasos descartables y las jarras de jugo de naranja, que no es jugo de verdad, sino el que viene en sobrecitos.
Aníbal, el señor que arregla todo lo que se rompe en la escuela, se subió a una escalera y colocó una guirnalda de papel con un letrero que pintamos entre todos mis compañeros que decía: “Feliz día, papás”.
La directora estaba preocupada y se la pasaba mirando al cielo y frunciendo la nariz. Miraba su reloj y miraba al cielo, miraba al cielo y miraba su reloj, y volvía a fruncir la nariz.
Julia y Tefy hablaban en un rincón, Gero andaba molestando a todo aquel que podía, Joaquín analizaba su corcho buscándole defectos (es demasiado detallista) y los demás íbamos enganchando los corchos a la cadenita que tiene un aro metálico en la punta, como nos había enseñado la maestra, cosa de que el corcho se transformase en llavero.
A mí las manualidades me gustan, pero no me salen bien. Mamá dice que es porque no tengo paciencia, porque quiero todo ya, enseguidita. Es que no me gusta esperar, no me gusta nada de nada esperar, y no entiendo eso de tener paciencia, porque a mí que no me digan que a alguien en el mundo le gusta que las cosas demoren o tarden miles de años.
Estuve un rato largo dale y dale tratando de enganchar la punta de la cadenita con el corcho, hasta que me harté y me crucé de brazos. No iba a hacerlo y punto. Me daba lástima que papá se quedara sin su llavero, pero se podía llevar el corcho y listo. Yo lo había pintado con mis manos, que es lo que mis padres siempre valoran, así que eso era lo que contaba, ¿no? Le daría el corcho y… no sé, lo podía usar para decorar algo.
Bueno, no creo que sirviera para decorar nada, pero me quedó lindo y me daría lástima que no lo usara.
Sí, lo ideal era que fuese un llavero así mi padre lo podía tener siempre colgado de las llaves de casa o del celular, pero bueno, ¡qué le iba a hacer!
Me saqué el abrigo. Ese día estaba helado y eso que aún no había llegado el invierno. Me había dejado puesta la campera sobre la túnica, pero luego de la batalla con el maldito ganchito y el corcho comencé a sentir calor, calor y más calor.
Después me di cuenta de que todos estaban quitándose los abrigos y que el calor no era por mi lucha con el ganchito y el corcho, sino que había empezado a hacer calor en serio, un calor pegajoso, y cuando miré por la ventana hacia el cielo vi que se había puesto todo negro. ¡Qué raro!
—¿No vas a terminar tu llavero?
Gerónimo me observaba a cinco centímetros de distancia. Acercó su cara a la mía y me imaginé que iba a hacerme lo mismo que a Julia, eso de arrimarse y simular ser un chancho gritando “oinc oinc”, pero para mi sorpresa no hizo nada de eso, sino que siguió esperando a que yo le contestase.
—No me sale, no puedo. Es requetedifícil —contesté, suspirando.
—Bah, es una pavada. Si querés yo te lo hago.
—¿Vos ya terminaste el tuyo?
Gero arrugó los labios y levantó los hombros varias veces.
—¿Qué onda? ¿Lo terminaste o no?
—Da igual, total, se lo voy a tener que dar a mi tío. Como todos los regalos para el Día del Padre.
Entonces entendí todito. Fui muy boba en no darme cuenta antes. Gero estaba así, de lo más insoportable, porque no tiene papá. Bah, tiene. En algún lugar del mundo debe de estar, pero él no lo conoce. Y claro, se debe de poner triste o rabioso, o lo que sea, cuando se hacen estas meriendas con los padres de los demás.
—Por lo menos tenés a Damián. —Damián es el tío, que vive con su madre y con él, y aunque es medio sabelotodo y siempre quiere ganar en los juegos de las rimas, sé que quiere mucho a Gero—. Además, tenés a tu mamá. Mateo no tiene a la mamá…
—Ya sé. —Volvió a encogerse de hombros y respiró profundo antes de decir lo siguiente—: Pero ojalá tuviera un papá, o por lo menos un abuelo o una abuela.
Me dio pena y pensé enseguidita en que yo tengo dos abuelos (los otros dos se murieron antes de que yo naciera) y encima mi abu Zulma vive conmigo, que es lo más de lo más, y no solo vive conmigo, sino que también compartimos el cuarto, que me encanta, porque las noches que tengo pesadillas abro los ojos y la veo ahí al lado y me da pila de tranquilidad. Aunque a veces cuando ronca mucho me dan ganas de darle con una pantufla.
Me levanté y lo abracé un ratito, pero él salió corriendo al grito de “oooiiinc oooiiinc”, y saltando como un canguro de un lado al otro. Un chancho saltarín, pensé, meneando la cabeza.
Recordé que no me podía enojar con él por portarse como un bebito, porque ahora sabía por qué estaba así.
Y justito, en ese instante, se escuchó un trueno que retumbó por toda la escuela.