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AMOR DE CLORES
Autor: Alicia Fenieux
alicia.fenieux@gmail.com
Editorial Forja
General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile.
Fonos: 56-2-24153230, 56-2-24153208.
www.editorialforja.cl info@editorialforja.cl
Primera edición: abril de 2017.
Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.
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ISBN: Nº
Kira despierta a media mañana en la frescura de sus sábanas de seda. La luz es tenue, los ventanales oscurecidos recrean la atmósfera de un atardecer. Apenas abre los ojos, siente el peso de las pestañas recién tupidas por la última fertilización folicular. Le gustan las pestañas densas con un leve tono azulado acentuando su mirada color miel. Se deja atrapar por los vestigios del sueño hasta que la sensación de algo pendiente la obliga a despejarse. “El juego…”, dice en voz alta. “Ah, y avisarle a Mel”. Las frases quedan al instante grabadas en su agenda personal.
Estira las piernas y aprovecha de repasar los contornos. Siguen firmes, suaves y bien delineados como los de una adolescente. Se pregunta en silencio cuál será el objetivo del próximo juego. El solo hecho de sentir la cercanía de un nuevo desafío le produce un estremecimiento. De un salto se pone en pie. De inmediato se activan en el baño los dispositivos de la cápsula de radiación tonificante donde recibe sus tratamientos estéticos. Los ventanales cambian de opacos a transparentes y la pieza se llena de luz.
Justo antes de que Kira deje la habitación, la holografía de una mujer de edad imprecisa ilumina el espacio cóncavo de base oscura diseñado para recibir a las visitas virtuales. La imagen de Melina –en cuerpo entero y tamaño natural– toma posesión del centro de la pieza y amansa la expresión dura, más
bien arrogante, que habitualmente domina los ojos de Kira. Sonríe, se envuelve en una bata japonesa del siglo XX –a tono con su corta melena azulina– y dedica un tiempo a contemplar la belleza perfecta de la recién llegada. Mel es lindísima, exacta a Cuinsara, su madre genética: los pómulos altos realzan unos ojos almendrados y amarillos que recuerdan los de un tigre; la boca grande pintada de rojo intenso destaca la claridad y la impecable textura de la piel. El pelo rubio platinado cae en ondas sobre unos hombros de proporciones precisas. Si hubiese llegado en cuerpo presente, Melina seguiría siendo tan etérea y luminosa como en el holograma.
Kira se arma de valor y de inmediato plantea el asunto que aquella mañana le ha quitado el sueño:
–Haré un viaje, Mel –toma aire y desvía la vista hacia el ventanal–. Ya sabes, no puedo darte más información.
–¿Otro más? Uhmm… ya lo presentía –Melina echa hacia atrás un mechón platinado y, con ese tono melindroso que imita el de Cuinsara, encubre su molestia, retoma–. ¿Me dirás alguna vez qué es eso que escondes hace tanto tiempo?
Kira se concentra en las uñas de su mano izquierda. Pese a todo, nunca está preparada para esa conversación.
–Ese abrillantador de cutícula no se absorbe…
–No empieces, por favor… –interrumpe Mel–. Kira, ya sabes que ninguna distancia va a separarnos. ¿A dónde vas y para qué?
Surge el silencio, el mismo que crece entre ellas cada vez que Kira anuncia una partida; el preámbulo de una discusión inevitable.
–Nada importante, algún día te contaré. Confía, no haré nada que vaya a avergonzarte o que nos ponga en riesgo.
–¡No es así! –la voz de Melina enronquece. Su mirada color ámbar se afila y despide destellos invisibles–. Puedo sentir el peligro cada vez que te vas. Si te pasa algo, también me pasa a mí. ¡¿Qué haces en tus viajes?!
Kira tiene la impresión de que el aura de la holografía se extiende por el dormitorio y la alcanza. Siente la presión. Niega con un leve movimiento de cabeza. Aunque quisiera no puede hablarle sobre el juego, sería una imprudencia. Levanta la vista, desafiante, y concluye.
–¡Tengo derecho a mi individualidad! ¡A vivir mi vida! –acentúa la última frase adelantando el mentón–. Volveré pronto… Y, ahora Mel, tendrás que irte. Es tarde.
Kira da la espalda a la imagen, entra en la cabina radiante y reanuda, de mala gana, sus rutinas estéticas. Por menores que sean, las discusiones entre ambas
siempre afectan su ánimo. En realidad, cualquier desacuerdo con Mel deja en su alma una molestia indefinida, difícil de aplacar. Quiere a Melina de un modo peculiar, como se ama a un ser idéntico, a una copia exacta, a la viva réplica de uno mismo. No importa si tienen estilos opuestos, si Mel usa el pelo platinado y Kira lo prefiere azul. Siguen siendo tan reconocibles la una en la otra como un mismo actor que interpreta papeles distintos.
Con treinta años, Kira y Melina Farsán, son clones: copias gemelas creadas simultáneamente de tejidos donados por Cuinsara Farsán, la gran actriz de mediados del siglo XXI.
II
En su primera y segunda juventud, durante el preludio y plena consolidación de su fama, Cuinsara Farsán pensó en la maternidad como quien divaga sobre un viaje improbable. Sin duda la deformación de su cuerpo y los contratiempos de un embarazo habrían interrumpido la espiral de éxitos en la cual se entrelazaba con su público. Sin embargo, la única razón de su resistencia a tener hijos biológicos era de índole personal: ella nunca quiso ser madre. Si hubiese querido reproducirse de manera orgánica, la solución habría sido tan simple como arrendar un útero.
Cuinsara vivía para su estrellato. Tenía talento o, quizá, la rara habilidad de entender el lenguaje sutil de las cámaras. Se movía frente a ellas con total confianza y les daba lo que pedían: un guiño, un perfil, un tono de voz coqueto o suave o quejumbroso como maullido de gato, la inflexión precisa en el momento exacto, pasión, tristeza, plenitud… lo que exigiera la ocasión. Su carisma fluía, se desbordaba, colmaba las almas huecas de millones de espectadores. La actriz, a quien sus incondicionales llamaban Cuini para sentirla más cercana, levantaba un brazo hacia la multitud, sonreía y en ese acto desovaba miles y miles de nuevos admiradores. Todo el mundo la amaba. Además, poseía una belleza excepcional, uno de esos raros casos en que la perfección física es de origen natural. Aunque, claro, cuando decidió clonarse, ya muy poco de su esplendor seguía siéndolo.
Tenía ya sesenta y un años.
El día exacto de su decisión había despertado en su inmensa cama extra-king, igual de agotada que la noche anterior. Le dolía la cabeza y el cansancio seguía pegado a sus huesos. Envejecía. Siguió recostada por largo tiempo con la cara cubierta por un antifaz de drenaje mientras una angustia nueva y persistente iba apropiándose de su ánimo. El último fracaso amoroso con un hombre cuarenta años más joven la había obligado a entrever el páramo seco y solitario de su vejez. Lo cierto era que Cuinsara no toleraba por mucho tiempo la cercanía de sus amantes. Tampoco la de amigos, familiares o asesores de confianza. Ella sabía –y sus conocidos lo comentaban a sus espaldas–que probablemente moriría entre mascotas clonadas a pedido y una camarilla de empleados tan descarados como indispensables.
Se quitó el antifaz y recorrió la habitación con la mirada; una familia completa podría vivir ahí. Por primera vez le pareció de una enormidad innecesaria. Ella misma había participado en el diseño de la mansión para asegurarse que fuese tan espaciosa como la había soñado. “Quiero salas grandes de líneas simples donde quepa mi ego”, decía a los arquitectos en un ambiguo tono de broma. Había pedido que construyeran un bunker para vivir a resguardo del acoso. “Una fachada hermética, pocos ventanales y cielos transparentes. Que solo pueda entrar la luz del sol”. Cuando aún era joven, su alma se explayaba en esa amplitud. Ahora, las pisadas hacían eco en
los muros, los perros se perdían en las piezas y los empleados y los dispositivos de aseo cruzaban de una esquina a otra como fantasmas. Era preciso dar con algo o con alguien que aliviara la soledad, en especial, la que traería la vejez ya acechante en el cansancio del último tiempo. Algo o alguien que por lo menos calmase el desasosiego ineludible que la hacía ir y venir de un lado a otro de su habitación cuando pensaba en la etapa final.
Sola en su dormitorio, incapaz de levantarse, tuvo de pronto la visión de su propia infancia. Vio a la niña de cuatro años que alguna vez fue y la sola imagen atizó el alicaído entusiasmo de aquella mañana. Podría traspasar a esa niña algo de su experiencia, incluso implantarle recuerdos, seguir su crecimiento y, a través de él, revisar su propia historia, reparar de algún modo los episodios lamentables… y luego, cuando se hiciera vieja, contar con una igual que cuidase de ella. Si todo iba bien, podría seguir existiendo en un clon después de su muerte y perpetuar su imagen por toda una vida.
No lo pensó más; la había embargado por completo la necesidad de hacerse de un clon. Se enderezó en la cama y miró enfrente, hacia el nuevo paisaje de su futuro. A los pies dormitaban cuatro bulldogs enanos, la última camada que algún laboratorio genético había reproducido para ella. Tomó uno de los cachorros en los brazos y lo apegó a su mejilla; el perro le lamió la cara. La cercanía de algo vivo, ese olor animal y la ilusión de cambios, refrescaron su
ánimo con una corriente de satisfacción. “Pequeñín, tendremos una familia propia”, dijo sonriente. Se levantó y se vistió de prisa.
–Voy a clonarme –anunció a los asesores citados de urgencia a la mansión de la diva.
El grupo intercambió miradas. Ninguno había considerado los alcances de una clonación. Ni siquiera estaban seguros de que algo así fuera posible. El más influyente de los consejeros tomó la palabra.
–¿No sería mejor que fertilizaras tus óvulos? Siguen congelados.
Cuinsara había desechado tal posibilidad apenas surgió en ella la idea de una familia. La reproducción orgánica seguía siendo azarosa. Nadie iba a garantizar que sus genes fuesen dominantes en un hijo concebido por inseminación. ¿Y si asomaban los rasgos de abuelos y otros desconocidos? Tampoco quería compartir la crianza con un padre formal o quedar expuesta a los riesgos de un donante anónimo. Los bancos de semillas humanas eran un desastre. Si el dador rastreaba sus genes y se enteraba de que ella, la mismísima Cuini criaba a sus hijos, podía llegar hasta la mansión con demandas absurdas. Situaciones similares ocurrían todos los días.
Caminó en diagonal por la sala de reuniones, mientras otro aspecto de su decisión se imponía sobre los anteriores: la idea de que la clonación atenuaría las complejidades propias de los seres humanos de
factura tradicional. No era más que un supuesto pero, de tan generalizado, ya constituía un hecho. Apretó los labios y negó con la cabeza.
–No, no, no… Un hijo sería más difícil de criar que un clon –se detuvo en medio de la sala y con voz firme precisó–: A mí no me interesa ser madre.
Hizo una pausa breve y aprovechó de retocarse las ondas de pelo platinado. Reconsiderando lo dicho, agregó:
–Bueno, puede ser lo mismo criar a una hija o a un clon… qué se yo. La adoptaré y crecerá a mi lado.
–Si ya lo decidiste, entonces hay que sacarle partido a la noticia –opinó otro de los asesores.
Cuinsara no había pensado en las implicancias sociales de una clonación. Aunque seguía siendo una mega diva, la insoslayable posibilidad del olvido pendía sobre ella como nube negra. Siempre había que estar armando historias para permanecer en la primera línea del estrellato, en especial en ese último tiempo, cuando su belleza iba recogiéndose sobre sí misma día a día, película a película. Su mirada de tigre estaba perdiendo el brillo; la piel, la voz, su presencia adquirían un tono distinto que ningún esfuerzo de la medicina estética lograba vitalizar. Cualquier día llegaría un impertinente a ofrecerle el papel de madre en una serie familiar de bajo presupuesto. Repuso en los consejeros su mirada color miel y concluyó.
–Sí… Lo haremos público.
Cuinsara se alegró doblemente de la decisión de clonarse. La noticia remecería las redes y los medios.
Su clon se llamaría Kira, como la Kira Knightley, o quizá Melina, ese nombre le producía cierta paz.
Además, ¿qué mejor que la versión de uno mismo para acompañar la última etapa de la vida?
III
Apenas termina las sesiones estéticas en la cápsula de mantención, Kira se ajusta la bata japonesa a la cintura y provista de una jarra de café auténtico camina a paso firme hacia el ala norte de la mansión. Justamente ahí, en lo que fue el refugio de Cuinsara durante los años previos a su muerte, Kira ha instalado la sala de conexión de uso personal, el más privado de sus espacios. Cierra la puerta y se asegura de que nadie más pueda abrirla.
La finísima chapa de madera que tapiza los muros desde el piso al cielo crea una atmósfera umbrosa y la impregna de un aroma exótico e inquietante. “Olor a Kira”, dice Mel cuando se le permite entrar. Las persianas siempre bajas acentúan el efecto. Sobre el piso destaca la piel de un león africano cazado por Kira durante uno de los primeros juegos en los que participó… una experiencia que estuvo lejos de satisfacerla. El león había crecido en cautiverio para ser presa de millonarios faltos de aventura y, en consecuencia, no significó desafío alguno. Sin embargo, fue entonces cuando se desplegó en ella un rasgo desconocido incluso para sí misma: la crueldad. En las sucesivas cacerías animales y humanas que siguieron a ese descubrimiento, sintió que llegaba hasta el borde de un ámbito electrizante donde ella era la soberana absoluta. Matar la hacía sentir viva, poderosa y por sobre todo, única. Esta última era la sensación más vibrante de todas. En los juegos podía
tomar distancia de su condición de clon y vengarse del tácito desprecio que los humanos sentían por los de su clase, los clones.
Kira cruza la habitación hacia el escritorio, un espacio íntimo de líneas simples que revela el alma sombría de su dueña. Ahí, sobre la mesa de trabajo, están los trofeos de las batidas de caza: las garras de un oso convertidas en sonajero, un abanico de largas plumas de colores, la trenza de una mujer de pelo castaño enrollada en espiral, una oreja humana atravesada de piercings… Cada uno de esos objetos posee una historia y un valor inestimable para Kira: retienen algo de ese instante en el cual ella decidió matar o dejar vivir. ¿Cómo y cuándo incubó tan extraña vocación? Suele pensar en eso.
Toma asiento en un sitial isabelino que ella misma ha diseñado. La réplica es tan exacta que incluso Kira la considera ya una antigüedad original. Sobre la cubierta de vidrio satinado del escritorio están en orden el com y sus extensiones. Enmarca el mobiliario un muro curvo acondicionado para reproducir imágenes.
Kira endereza la espalda contra el sitial, sus rasgos se afilan. Cada vez que inicia un juego su cuerpo se pone en tensión. Acerca los dedos al touch, en un acto instintivo mira hacia los lados en busca de un intruso improbable, y pronuncia la clave secreta. Se despliega ante ella la página preliminar de un portal al que solo accede un reducido club de millonarios; un grupo
feroz, capaz de volcarse contra sus propios miembros para proteger su anonimato.
Ella forma parte del grupo por más de una década. No recuerda bien si alguien se dio el tiempo de seguirla y la invitó a participar o si algún magnate la presentó casualmente en un día de aburrimiento. Como haya sido, el juego que practicaban los miembros del club exigía condiciones que Kira cumplía mejor que muchos: audacia, excelente condición física, dureza de espíritu, inteligencia y discreción. Desde que comenzó a jugar, siempre fue una de las mejores. Sus cacerías limpias, eficientes y exitosas la ubicaban invariablemente en la línea de los ganadores.
Lo que Kira sí tiene claro son las razones por las cuales ha permanecido en el club. Le gusta el riesgo y su carga de adrenalina, no hay duda. Sin embargo, el incentivo profundo se esconde en su naturaleza de clon. Todos a quienes había “ajusticiado”, según el criterio del club, fueron personas en el sentido más convencional de la palabra. Un sentido que consideraban de superioridad y les servía para distanciarse de los clones. Kira acorta esa distancia con cada ejecución. Además, tener una doble vida a espaldas de Mel la dota de una exquisita ilusión de autonomía, y ese sentimiento puede ser en ella tan potente como el total dominio sobre otro.
En la sala de conexión, la imagen de un hombre artificial diseñado a semejanza de Theo James, un actor de antiguas películas de acción, llena el centro
de la pared curva sobre el escritorio e ilumina el entorno inmediato.
–Buenos días, Kira. Bienvenida al club –el anfitrión apoya el codo en una silla alta y advierte con seriedad–: ¿Está preparada? Este será un juego exigente.
Theo James pone las manos en los bolsillos de su pantalón y queda a la espera de una señal para continuar. Kira asiente y sus ojos brillan. La excita la expectación que el hombre enfrente de ella sabe provocar con silencios y preámbulos precisos.
–Su villano es, en esta ocasión, un productor de armas biológicas. Será un placer eliminarlo –el personaje virtual se aleja de la silla. Su rostro se agranda en la zona de proyección de la pared–: Retenga los datos preliminares: 6 de mayo de 2080. 18 horas. Catedral de San Agustín, Valle Seco.
IV
La clonación de Cuinsara no fue fácil y llegó a concretarse solo porque frente a ella, en aquel tiempo, se abrían todas las puertas. La creación de clones humanos había sido autorizada dos años antes, pero exigía tal cantidad de protocolos y permisos que las clínicas preferían mantenerse en el campo de la investigación donde disminuían las barreras bioéticas, religiosas y también, los impuestos. Tantas cautelas no impedían que actuaran en la clandestinidad y que las réplicas de personas ya existieran en los mundos privados de los poderosos.
El mismo día de su cumpleaños sesenta y dos, Cuin grabó una nota y la subió a Be-live, la comunidad global de mayor impacto. “Llegó el momento de ampliar la familia, he decidido clonarme”, anunció desde un sillón rojo contra el cual destacaba su pelo albino. Por la tarde, en medio de un enjambre de periodistas y curiosos, ingresó a una clínica especializada en procreación para someterse a la toma de muestras de células epiteliales. La noticia disparó sus indicadores de valoración y estima y por tres semanas la actriz volvió a ser la reina absoluta de la farándula.
En tanto, los mejores especialistas de la clínica dieron curso a una clonación duplicada y encargaron la búsqueda de dos vientres de alquiler de impecable linaje biológico.
–¿Por qué dos embriones? –preguntó Cuinsara al enterarse a través del equipo médico con el que mantenía un contacto permanente.
–Hay que garantizar la supervivencia de por lo menos un ejemplar –explicó el jefe del proyecto, un hombre de mediana edad notoriamente intervenido por cirugías estéticas. Se tomó las manos por la espalda y con el tono enfático de un experto, continuó–: Señora Cuini, nuestra clínica será pionera…
–¡No me vengan con eso! –interrumpió Cuinsara–. Hace mucho tiempo que ustedes mismos clonan humanos por la vía experimental.
El resto de los presentes en la reunión bajó la mirada. En medio del mutismo, el jefe optó por decir la verdad:
–El asunto es que usted ha sincerado el proceso. Ahora tendremos a todo el mundo pendiente de nosotros. No podemos fallar.
En esa oportunidad Cuinsara autorizó la doble incubación en el entendido de que era poco probable que los dos embriones sobrevivieran. Aclaró las últimas dudas de la fase inicial del proyecto y se despidió de los genetistas. Los detalles técnicos no eran de su incumbencia.
Absorbida nuevamente por el ámbito suprahumano de las mega-estrellas, Cuini no regresó a la clínica ni volvió a preocuparse del asunto. Los aspec-
tos prosaicos de la vida, como la gestación de un hijo, en este caso clon, desaparecían bajo las luces.
La clonación continuó a puertas cerradas. Eran las primeras experiencias oficiales de la clínica en el campo de las réplicas humanas y, tratándose de una donante famosa, debieron extremar los cuidados para impedir cualquier filtración de genes en los ya obtenidos, resguardar el sano desarrollo de los especímenes en los úteros rentados y concluir con un parto literalmente espectacular que diese a la institución el debido renombre. La fachada de la clínica fue completamente renovada en los meses previos al nacimiento de las niñas.
Un día antes del parto, Cuinsara recibió en la sala de holografías de la mansión la visita virtual de los médicos. La diva los observaba desde la butaca de interacción donde unas cámaras minúsculas podían captar sus reacciones y transmitirlas a la clínica. Mantenía la espalda muy recta, el mentón alto y ambos antebrazos sobre los apoyos del sitial, cual reina en su trono. Tres perros pequeños descansaban a sus pies.
–Traigo excelentes noticias, señora Cuini –informó el jefe del equipo, el hombre desfigurado por las muchas cirugías estéticas–. Ambas clones están en perfectas condiciones y nacerán mañana mediante cesáreas.
La expresión de Cuinsara mudó de la calma expectante a la indignación y congeló por varios segundos la sonrisa radiante que mostraba el médico.
–Me han contradicho, yo quería un solo clon… ¡¡Para qué más!! Me siento engañada. Mire, no es mi problema, den una en adopción, elimínenla… qué sé yo.
La diva se levantó de la butaca y comenzó a caminar de un lado a otro. Lejos de las cámaras incrustadas en el sitial, ninguno de los genetistas podía verla. Hablando al vacío y ya sin la sonrisa del comienzo, el jefe del grupo arremetió:
–Los clones tienen los mismos derechos de cualquier ser humano. Eliminar a una sería un asesinato penado por ley. Si usted quiere entregarlas en adopción es su responsabilidad. La clínica respetará lo que usted decida.
Por la convicción y la prontitud de la respuesta, Cuinsara supo que estaban preparados para enfrentarse a ella.
–¡Salgan de aquí! –exigió desde la puerta–. Tengo que pensar en todo esto –agregó, antes de abandonar el salón seguida de sus mascotas.
La luz de las holografías se disipó. Un halo remanente quedó suspendido sobre el pequeño set de reproducción frente a la butaca vacía.
En ese mismo lugar treinta años después, sobre un escritorio satinado, otras imágenes se van a negro. La penumbra habitual en la sala de conexión recupera sus espacios fuera y dentro de Kira, mientras, el eco de las últimas palabras de Theo James queda en el aire. Está inquieta, se remueve en el sitial isabelino. “Es obvio que Mel intuye, quizá ya sabe de qué se trata el juego… ¡Cuántas veces habrá sufrido interferencias o sentido la adrenalina!”, reflexiona. Únicamente los clones creados de una misma semilla genética pueden sentir las vivencias de su réplica como si fuesen propias, incluso en la distancia; adivinarse los pensamientos sin siquiera mirarse o compartir recuerdos que solo una había vivido… Aunque muchas veces aquellas visiones del pasado que asomaban espontáneas en la mente de ella o de Melina no pertenecían a ninguna de las dos, sino a la memoria de su madre genética, Cuinsara. ¡Hay tanto por descubrir respecto de la vida de los clones y tan pocas certezas!
Kira toma entre las manos el abanico de plumas, botín de una de sus primeras cacerías. Acerca las puntas al pómulo derecho y se acaricia la piel. Vuelve a pensar en Mel, su copia. “Puede que intuya que el juego es una cacería, pero aún no está segura ni querrá estarlo”. Melina se ha transformado en los últimos años en alguien que evita las emociones ingratas. Apenas surgen, las aplasta con algún asunto intrascendente que adquiere en el momento
una importancia impostergable. Desde la muerte de Cuini, Mel vive pendiente de mantener vivo su recuerdo… literalmente, aunque todos los esfuerzos que hace para imitar a la diva solo sirven para confirmar cuán inimitable sigue siendo. “El talento no es transferible”, piensa Kira. “No, solo el alma es intransferible”.
Con una mueca de molestia, Kira deja el abanico sobre el escritorio y se levanta del sitial. Es inevitable: cada vez que tiene un desacuerdo con Mel cae en esos estados meditativos. ¡Por qué no puede tener una vida como cualquier otra, con la mínima cuota de individualidad! Coge la taza de café, ya tibio, y con el último sorbo corta el hilo de sus reflexiones.
Va hacia la ciber esfera en la esquina más oscura de la sala de conexión. Quiere conocer Valle Seco, escenario del próximo juego. Se calza las antiparras de visión virtual, se ajusta las bandas con sensores en los brazos y en las piernas e inicia el sistema con un suave golpe del índice sobre el touch. “Valle Seco”, dice en voz alta. El programa pide especificar el año; ella lo piensa unos segundos. Cuinsara había estado en esa ciudad en más de una ocasión –incluso había filmado ahí un par de películas– y a Kira le tienta la idea de ver Valle Seco tal cual fue durante el reinado de la diva. Pese al desamor, el influjo de su madre genética –todavía más, el remanente imposible de las experiencias de Cuinsara– suele filtrarse en las decisiones de Kira. “Nuevamente no harás tu voluntad, Cuini”, dice en un murmullo y
luego, sacude la cabeza. “Cuini”. Odia ese nombre, su madre genética lo usaba para referirse a ella misma en tercera persona. “Cuini quiere esto, Cuini quiere aquello…”.
“Última semana”, precisa Kira en voz alta. En menos de un segundo las imágenes la trasladan a Valle Seco.
La inmersión es tan real que Kira podría calcular sin equivocarse la distancia exacta entre los distintos elementos en escena. Es un día de sol, la realidad simulada intensifica los colores. Recorre las calles en busca del hotel apropiado. Debe ser discreto y contar con acceso directo a las redes satelitales. Visita las suites de lujo de los grandes hoteles, aprecia con la punta de los dedos el espesor de las almohadas y el calibre de los hilos en las sábanas y finalmente escoge un alojamiento a pasos del centro. Hace las reservas con un apellido falso y consulta la disponibilidad de algunos equipos. Registra los datos del lugar en la memoria portátil, junto al captador de voz que se extiende desde el audífono. Por último, echa un vistazo a los alrededores. Se mueve sobre la banda rotadora dentro de la ciber esfera con la sensación de caminar por las calles de la ciudad. Se detiene unos segundos frente a la catedral que mencionó el anfitrión. Está a tres cuadras del hotel escogido. Buena elección. Apaga el entorno virtual, se desconecta y sale de la esfera.
Sin prisa regresa al escritorio a resolver los asuntos vinculados a la partida. Los viajes intercontinentales
se han masificado a tal extremo que no es fácil conseguir espacio en una cabina individual. Se instala en el asiento y va ingresando simultáneamente a distintos portales en línea, rastreando un pasaje que le garantice absoluta reserva. No puede exponerse al público. Los clones todavía son especímenes raros para el común de los humanos, en especial, si replican a personajes famosos… y el rostro de Cuinsara, tras su muerte, se ha convertido en un ícono de la cultura popular como el de Marilyn o Elvis. La curiosidad de la gente se ha vuelto brutal. Cualquiera puede captar imágenes de ella donde sea que esté y venderlas a los medios o, aún peor, subirlas a Be-live o a cualquier otro portal de periodismo ciudadano. ¿Por qué tanto interés? Ese asunto no deja de extrañar a Kira. La vida de los clones, por muy extravagante que sea, transita por los mismos derroteros inciertos y a veces pedregosos del resto de los mortales. Aunque creados por clonación, siguen siendo seres humanos. ¡Por qué a la gente le cuesta entender eso!
En la total privacidad de ese espacio que antes fue de Cuini, sin conciencia del tiempo, Kira saborea la tensión de un nuevo desafío. Hace confirmaciones desde el com, afina los preparativos, da órdenes y sus ojos brillan. Desde ese momento, los tentáculos del juego irán poco a poco extendiéndose, enroscándose delicadamente sobre ella, hasta atraparla por completo. Y ella no opondrá resistencia. Necesita de su plena concentración y de una entrega total para ganar. Es un asunto de vida o muerte.
VI
Kira y Melina Farsán nacieron diez meses después del ingreso de Cuinsara a un quirófano, exageración digna del personaje, puesto que la toma de tejidos fue menor a un rasguño. Kira pesó seis gramos menos que Melina, no hubo más diferencias entre ambas. Las niñas fueron las primeras multi-clones humanas de cepa única, es decir, creadas de un mismo núcleo celular, según se especificó en los registros oficiales correspondientes.
Cuinsara no asistió a las cesáreas simultáneas, seguía furiosa. Recluida en sus habitaciones, mientras la prensa y sus fanáticos se apostaban frente a los jardines de la mansión, la actriz dedicó la mañana a analizar el caso con sus asesores. “No puedes deshacerte de ninguna de las dos. Esa posibilidad está descartada por completo”... “¿Vas a permitir que una copia tuya ande por el mundo sin que tú tengas ningún control ni conocimiento?”… “¿Qué van a decir de ti en la comunidad global?”.
La situación ya era irreversible –ciertamente
Cuinsara no necesitaba de sus consejeros para saberlo–y no tuvo más salida que grabar, al término de esa reunión, un mensaje de agradecimiento por el cariño demostrado hacia ella y sus clones recién nacidas.
–¿No tiene ganas de verlas… o de verse? –preguntó por último el encargado de la grabación–. ¡Qué experiencia más insólita!
Cuinsara no se dio la molestia de responder, pero tuvo que admitir en silencio que la imagen de sí misma en su expresión más vulnerable, la de un bebé, iba despertando su ternura. El hecho indiscutible de que los genetistas habían quebrantado su voluntad, las evasivas constantes, el peso de una doble crianza, maternidad o como se llamase el desafío que tenía por delante, y cualquier otra circunstancia incómoda, se diluían en un arrobamiento inesperado. Había nacido una nueva versión de Cuini, más bien, ella había renacido.
Partió a la clínica en plena madrugada, ardiente de curiosidad. Ingresó en puntillas al pabellón destinado a las dos clones, seguida de un par de médicos. Una luz blanca y difusa cubría la burbuja aislante que contenía a las niñas. Cuinsara se quitó la chaqueta de cuero, la misma que los grupos de animalistas habían intentado destruir en más de una ocasión, y acercó la cara al material transparente y frío de la cápsula. Vio dos cuerpos pequeños acostados de espalda, uno junto al otro. Dormían con las cabezas levemente inclinadas hacia un mismo lado. Se detuvo en los rostros y los devoró con la mirada: eran dos caritas idénticas, de aspecto húmedo y rasgos tan finos que apenas se distinguían en la piel clara. Así había sido ella el día de su nacimiento. Tal cual. No existía posibilidad alguna de que hubiese un solo rasgo ajeno a Cuini en esas criaturas, en realidad, no había ni un solo gen que no le perteneciera. Así se lo había dicho el equipo médico una y mil veces. Sin embargo, por
más que intentó reconocerse, el goce esperado no se manifestó. La emoción que la llevó hasta la clínica en esa madrugada se había desvanecido, tal como la furia de las horas previas. Ante sus ojos, bajo la cúpula transparente, había un par de bebés que solo tenían en común con ella una misma combinación genética. Nada más.
Cuinsara regresó a la clínica tres días después para presentar oficialmente a sus clones. Una multitud de personas y miles de cámaras esperaban a la actriz dentro de un salón de eventos decorado con las carteleras originales de sus películas. A la hora prevista, alguien agradeció la “invaluable contribución de nuestra querida Cuini a la ciencia de la clonación” y le dio la bienvenida. Ella caminó hacia el escenario con una niña en cada brazo y en los ojos, una mezcla de azoro y sorpresa, más un toque de desencanto. Era la primera vez que cargaba a las clones, podía sentir el peso de cada una y la suavidad de sus cabezas en la parte interna del codo. El sentimiento de cercanía fue excesivo y desconcertante.
A los pocos minutos de posar, se sintió cansada y se retiró del set. Con gran alivio entregó a las bebés a las enfermeras.